9

A las siete y un minuto de la mañana siguiente, en el depósito de cadáveres de Fort Bird di el primer paso de tanteo en mi investigación. Había dormido tres horas y no había desayunado. En una investigación militar criminal no hay demasiadas reglas estrictas. Nos fiamos sobre todo del instinto y la improvisación. Pero una de las pocas normas que existen es: no comas antes de entrar en un lugar donde se hacen autopsias militares.

Así que pasé la hora del desayuno con el informe sobre la escena del crimen. Era un expediente bastante grueso, pero no contenía información útil. Enumeraba las prendas recuperadas del uniforme y las reseñaba con minucioso detalle. Describía el cadáver. Precisaba tiempos y temperaturas. Las miles de palabras se acompañaban de docenas de fotos polaroid, pero ni las palabras ni las imágenes me dijeron lo que necesitaba saber.

Guardé el expediente en el cajón de mi escritorio y llamé a la oficina del jefe de la Policía Militar por si había informes sobre ausencias no autorizadas o sin permiso. Al muerto ya lo estarían echando en falta, y así quizá nosotros podríamos establecer su identidad. Pero no había ningún informe. Nada fuera de lo normal. La base estaba poniéndose en marcha con todos sus patitos en fila.

Salí a la fría mañana.

El depósito de cadáveres había sido construido a tal fin durante la época de Eisenhower y todavía era apto para su finalidad. No necesitamos un grado elevado de sofisticación. Esto no es el mundo civil. Sabíamos que la víctima de la noche anterior no había resbalado con una piel de plátano. No me importaba mucho la herida concreta que había causado la muerte, sólo quería saber la hora aproximada y su identidad.

En el vestíbulo embaldosado había puertas a la izquierda, el centro y la derecha. Si uno iba a la izquierda se encontraba las oficinas. A la derecha, las cámaras frigoríficas. Seguí recto, hacia donde los cuchillos cortaban, zumbaban las sierras y corría el agua.

En medio de la estancia había dos mesas metálicas ahuecadas con luces brillantes encima y ruidosos tubos de desagüe debajo. Estaban rodeadas de balanzas de carnicería colgadas de cadenas y listas para pesar órganos extirpados, así como por carritos rodantes de acero con recipientes de vidrio preparados para recibirlos y otros carritos con instrumental quirúrgico y sábanas de lona verde para ser utilizadas. Todo aquel espacio estaba revestido de baldosas de paso subterráneo y el aire era frío y olía a formaldehído.

La mesa de la derecha estaba limpia y vacía. La de la izquierda, rodeada de gente. Había un forense, un ayudante y un empleado tomando notas. También vi a Summer, algo apartada, observando. Se hallaban más o menos en mitad del proceso. Todos los utensilios tenían algún usuario. Algunos recipientes de vidrio ya estaban llenos. Los desagües sorbían ruidosamente. Alcancé a ver las piernas del cadáver. Habían sido lavadas. Bajo las lámparas parecían blanco azuladas. Habían desaparecido todas las manchas de suciedad y sangre.

Me coloqué junto a Summer y eché un vistazo. El cadáver yacía de espaldas. Le habían quitado la parte superior del cráneo, cortando por el centro de la frente, y despegado la piel de la cara hacia abajo. Había quedado del revés, como una manta retirada de la cama. Le llegaba a la barbilla, con lo que quedaban al descubierto los pómulos y los globos oculares. El forense estaba examinando el cerebro, buscando algo. Había usado la sierra con el cráneo, haciendo saltar la parte superior como si fuera una tapa.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

– Hemos conseguido huellas dactilares -contestó.

– Las he enviado por fax -señaló Summer-. Hoy sabremos el resultado.

– ¿Causa de la muerte?

– Traumatismo masivo -dijo el médico-. En la parte posterior de la cabeza. Tres golpes contundentes, con una palanca para neumáticos o algo así. Toda esa parafernalia es posterior a la muerte. Pura decoración.

– ¿Alguna lesión defensiva?

– Nada -repuso el médico-. Fue un ataque por sorpresa. Repentino. No hubo pelea ni forcejeo.

– ¿Cuántos agresores?

– No soy adivino. Seguramente los golpes mortales fueron propinados por la misma persona. Pero no sé si había otros por ahí, mirando.

– ¿Cuál es su conjetura?

– Soy científico, no hago conjeturas.

– Un solo agresor -dijo Summer-. Es sólo una impresión.

Asentí.

– ¿Hora de la muerte? -inquirí.

– Es difícil precisarlo -dijo el médico-. Entre las nueve y las diez de la noche. Pero no pongo la mano en el fuego.

Volví a asentir. Eran horas razonables. Bastante después de oscurecer, varias horas antes de un posible descubrimiento. Tiempo de sobra para que el malo montase su tinglado y cuando sonaran las alarmas pudiera estar en cualquier otra parte.

– ¿Fue asesinado en la escena del crimen? -inquirí.

El forense asintió con un gesto.

– O muy cerca -puntualizó-. No hay indicios que indiquen otra cosa.

– Muy bien -dije. Miré alrededor. En un carrito estaba la rama de árbol. Al lado, un recipiente con un pene y dos testículos.

– ¿En la boca? -pregunté.

El forense asintió nuevamente. No dijo nada.

– ¿Qué clase de cuchillo?

– Seguramente uno de supervivencia de los marines -repuso.

– Fantástico -solté. En los últimos cincuenta años se habían fabricado decenas de millones de esos cuchillos. Eran tan corrientes como las medallas.

– El cuchillo lo utilizó una persona diestra -precisó el médico.

– ¿Y la palanca?

– También.

– De acuerdo -dije.

– El líquido era yogur -agregó el médico.

– ¿Fresa o frambuesa?

– No he realizado ningún test de sabor.

Junto a los recipientes de los órganos había un montoncito de fotos polaroid. Todas de la herida mortal. La primera era tal como había sido descubierta. El tipo tenía el cabello relativamente largo y sucio y apelmazado por la sangre, y no se distinguía bien. En la segunda foto ya no había sangre ni suciedad. En la tercera, el pelo había sido cortado con tijeras. En la cuarta, completamente afeitado con navaja.

– ¿Y una barra de hierro? -pregunté.

– Es posible -dijo el médico-. Quizás incluso mejor que una palanca para cambiar neumáticos. En todo caso, haré un molde en escayola. Si usted me trae el arma, yo le diré sí o no.

Me acerqué más y miré con mayor atención. El cadáver estaba muy limpio. Gris, blanco y rosa. Olía ligeramente a jabón así como a sangre y otros olores orgánicos intensos. La ingle era un revoltijo, como una carnicería. Las cuchilladas en brazos y hombros eran profundas y patentes. Músculo y hueso expuestos. Los bordes de las heridas estaban azulados, sin vida. La hoja había atravesado un tatuaje del brazo izquierdo: un águila sostenía en el pico un pergamino con la inscripción «Madre». En conjunto, el tío no ofrecía una imagen agradable. No obstante, su estado era mejor del que me temía.

– Creía que habría más hinchazones y magulladuras -dije.

El forense me echó una mirada.

– Ya se lo he dicho -apuntó-. Todo el numerito se montó después de muerto. Sin pulso, presión sanguínea y circulación no quedan contusiones ni hinchazones. Tampoco hay demasiada hemorragia, sólo la debida a la gravedad. Si lo hubieran apuñalado estando vivo, habría sangrado a borbotones.

Se volvió hacia la mesa, terminó su trabajo en el cerebro de aquel pobre tipo y colocó en su sitio la tapa del cráneo. Le dio un par de golpecitos para que se ajustara bien y limpió la irregular juntura con una esponja. A continuación puso otra vez la piel facial en su sitio. Toqueteó, apretó y alisó con los dedos, y cuando apartó las manos vi al sargento de las Fuerzas Especiales con el que había hablado en aquel local de striptease, la mirada vacía clavada en las brillantes luces de arriba.


Cogí un Humvee, pasé frente al edificio de Operaciones Psicológicas y llegué al de los Delta Force. El lugar era bastante independiente dentro de lo que tiempo atrás había sido una cárcel, antes de que el ejército reuniera a todas sus ovejas negras en Fort Leavenworth, Kansas. La vieja alambrada y las paredes iban bien a su uso actual. Al lado había un enorme hangar para aviones de la Segunda Guerra Mundial. Parecía como si lo hubieran traído a rastras de alguna base cercana y lo hubieran atornillado allí para albergar sus estantes de equipamiento, y sus camionetas y sus Humvee blindados y acaso un par de helicópteros de respuesta rápida.

El centinela de la puerta interior me dejó pasar y fui directamente a la oficina del encargado de tareas administrativas. Eran las siete y media de la mañana y ya estaban las luces encendidas y había mucho movimiento, lo que me reveló algo. El tipo estaba en su escritorio. Era capitán. En el mundo al revés de Delta Force, los sargentos son las estrellas y los oficiales se quedan en casa y se dedican a sus quehaceres domésticos.

– ¿Le falta alguien? -pregunté.

Apartó la vista, lo que me reveló algo más.

– Supongo que sabe que sí -dijo-. Si no, no habría venido.

– ¿Puede darme un nombre?

– ¿Un nombre? Supongo que lo ha detenido por algo.

– No tiene nada que ver con una detención -señalé.

– Entonces ¿con qué?

– ¿A este soldado lo detienen mucho?

– No. Es un soldado excelente.

– ¿Cómo se llama?

El capitán no respondió. Sólo se inclinó, abrió un cajón y sacó un expediente. Me lo dio. Como todos los expedientes de Delta que yo había visto, estaba purgado a fondo para el consumo público. Sólo contenía dos hojas. En la primera había un nombre, un rango, un número de identificación y un resumen de lo estrictamente esencial de la carrera de un tal Christopher Carbone, un veterano soltero que llevaba dieciséis años de servicio, cuatro en una división de Infantería, cuatro en una división aerotransportada, cuatro en una compañía de Rangers y otros cuatro en las Fuerzas Especiales. Tenía cinco años más que yo. Era sargento primero. No había pormenores efectistas ni mención alguna de medallas o condecoraciones.

La segunda hoja contenía diez huellas dactilares de tinta y una fotografía en color del sargento con el que yo había hablado en el bar y que acababa de dejar en la mesa de autopsias del depósito de cadáveres.

– ¿Dónde está? -preguntó el capitán-. ¿Qué ha pasado?

– Muerto -repuse.

– ¿Cómo?

– Homicidio -dije.

– ¿Cuándo?

– Anoche. Entre las nueve y las diez.

– ¿Dónde?

– En la linde del bosque.

– ¿Qué bosque?

– Nuestro bosque. Aquí.

– Dios santo. ¿Por qué?

Cerré el expediente y me lo puse bajo el brazo.

– No lo sé -dije-. Todavía.

– Dios santo -repitió él-. ¿Quién lo hizo?

– No lo sé -repetí-. Todavía.

– Dios santo -repitió por tercera vez.

– ¿Parientes más cercanos? -pregunté.

Hizo una pausa y exhaló un suspiro.

– Creo que tiene una madre por alguna parte -contestó-. Ya se lo haré saber.

– No me lo haga saber -señalé-. Comunique la noticia usted mismo.

No respondió.

– ¿Tenía Carbone enemigos aquí? -inquirí.

– No que yo supiera.

– ¿Algún roce?

– ¿De qué clase?

– ¿Alguna cuestión sobre su estilo de vida?

Me miró fijamente.

– ¿De qué está hablando?

– ¿Era gay?

– ¿Qué? Desde luego que no.

Guardé silencio.

– ¿Está diciendo que Carbone era maricón? -preguntó el capitán con un susurro de incredulidad.

Visualicé a Carbone delante del escenario del local de striptease, a dos metros de una chica que en ese momento se arrastraba sobre codos y rodillas con el culo al aire y los pezones rozando el suelo, exhibiendo una ancha sonrisa en la cara. Para un gay parecía un modo extraño de pasar el tiempo libre. De repente recordé la indiferencia en sus ojos y el gesto de fastidio con que se había quitado de encima a aquella puta.

– No sé qué era Carbone -dije.

– Entonces mantenga cerrada la maldita boca -espetó el capitán-. Señor.


Me llevé el expediente, recogí a Summer en el depósito de cadáveres y la llevé a desayunar al club de oficiales. Nos sentamos en un rincón, lejos de todos. Yo comí huevos, beicon y tostadas. Summer, copos de avena y fruta mientras echaba un vistazo al expediente. Yo tomé café; Summer, té.

– El forense lo denomina ataque típico a homosexuales -dijo-. Cree que es evidente.

– Se equivoca.

– Carbone no estaba casado.

– Yo tampoco -dije-. Y usted tampoco. ¿Es usted gay?

– No.

– Pues ahí tiene.

– Pero la información falsa ha de basarse en algo real, ¿no? A ver, si hubieran sabido que era un jugador, por ejemplo, seguramente le habrían metido pagarés en la boca o habrían llenado el suelo de naipes. Entonces habríamos podido suponer que era un ajuste de cuentas por deudas de juego. ¿Entiende lo que quiero decir? Si no se basa en algo, no funciona. Algo que se refuta en cinco minutos es estúpido, no tiene nada de ingenioso.

– ¿Cuál es su hipótesis?

– Era gay, y alguien lo sabía, pero ése no fue el móvil.

Asentí.

– No lo fue -confirmé-. Pongamos que era gay. Llevaba dieciséis años en el ejército. Aguantó la mayor parte de los setenta y todos los ochenta. Entonces ¿por qué ahora? Los tiempos están cambiando, mejorando, y él también lo disimula mejor yendo a tugurios de striptease con sus cantaradas. No hay razón alguna para que pase ahora, de súbito. Habría sucedido antes. Cuatro años antes, ocho, o doce, o dieciséis. Cada vez que se incorporaba a una nueva unidad y le conocía gente nueva.

– ¿Cuál es la razón, pues?

– Ni idea.

– En cualquier caso, podría ser algo embarazoso. Como lo de Kramer en el motel.

Volví a asentir.

– Por lo visto, Fort Bird es un lugar donde se dan situaciones muy embarazosas.

– ¿Cree que por eso está usted aquí? ¿Por Carbone?

– Puede ser. Depende de lo que él represente.


Pedí a Summer que reuniera y me enviara todos los informes y notificaciones pertinentes y regresé a mi despacho. El rumor se propagó deprisa. Me esperaban tres sargentos delta que querían información. Eran tíos típicos de las Fuerzas Especiales. Delgados, flexibles, ligeramente descuidados, duros como piedras. El más joven llevaba barba y estaba bronceado, como recién llegado de algún lugar tropical. Se paseaba nerviosamente por el exterior de mi oficina. Mi sargento, la del niño pequeño, los observaba como si hubieran podido estar a ratos paseándose y a ratos golpeándola. En comparación con ellos, parecía muy educada, casi refinada. Les hice pasar al despacho, cerré la puerta, me senté al escritorio y les dejé de pie delante.

– ¿Es verdad lo de Carbone? -preguntó uno.

– Fue asesinado -dije-. No sé por quién ni por qué.

– ¿Cuándo?

– Anoche, entre las nueve y las diez.

– ¿Dónde?

– Aquí.

– Ésta es una base vallada y vigilada.

Asentí.

– El autor no pertenecía al gran público.

– ¿Es verdad que lo dejaron hecho una calamidad?

– Así es.

– ¿Cuándo sabrá quién fue?

– Pronto, espero.

– ¿Tiene pistas?

– Nada concreto.

– Cuando lo sepa, ¿lo sabremos nosotros también?

– ¿Así lo desean?

– Puede apostarse el cuello.

– ¿Por qué?

– Ya sabe por qué -soltó el tipo.

Asentí. Homosexual o heterosexual, Carbone pertenecía a la cuadrilla más temible del mundo. Sus colegas iban a salir en su defensa. Por un instante sentí un poco de envidia. Si a mí me mataran en el bosque una noche a altas horas, dudo que a las ocho de la mañana del día siguiente tres tipos duros entraran en el despacho de alguien consumidos de impaciencia, dispuestos a vengarse. Entonces los miré de nuevo y pensé que el asesino podría verse en un apuro muy serio. Todo lo que tenía que hacer yo era mencionar un nombre.

– He de hacerles algunas preguntas típicas de un poli -dije.

Les pregunté lo habitual. Si Carbone tenía algún enemigo, si se había visto envuelto en alguna polémica, amenazas, peleas. Los tres tipos menearon la cabeza y respondieron todas las preguntas negativamente.

– ¿Algo que se os ocurra? -inquirí-. ¿Algo que lo pusiera en peligro?

– ¿Como qué? -preguntó uno con tono tranquilo.

– Cualquier cosa -dije. No quería ir más lejos.

– No -contestaron todos.

– ¿Tienen alguna hipótesis? -insistí.

– Mire en los Rangers -indicó el joven-. Encuentre a alguien que haya fracasado en la instrucción de Delta y crea que aún tiene algo que demostrar.

Se marcharon y yo me quedé sentado dándole vueltas al último comentario. ¿Un Ranger con algo que demostrar? Lo dudaba. No sonaba muy convincente. Los sargentos Delta no suelen ir al bosque con gente desconocida para dejarse golpear en la cabeza. Se preparan mucho y duro para que eventualidades como ésa sean muy improbables, casi imposibles. Si un ranger hubiera peleado con Carbone, habría sido el ranger el que habría aparecido al pie del árbol. Y si hubieran sido dos rangers, habrían sido dos rangers muertos. O al menos habríamos encontrado heridas defensivas en el cuerpo de Carbone. No lo habrían vencido tan fácilmente.

De modo que fue al bosque con un conocido en quien confiaba. Me lo imaginé tranquilo, tal vez charlando, o sonriendo como en aquel bar. Quizás en cabeza hacia algún sitio, dándole la espalda a su agresor, sin sospechar nada. Luego me representé una barra de hierro saliendo del interior de un abrigo y golpeándolo con un impacto mortal. Y otra vez, y otra. Para acabar con él habían hecho falta tres golpes. Tres golpes por sorpresa. Pero a los tíos como Carbone no es fácil sorprenderlos.

Sonó el teléfono. Era el coronel Willard, el gilipollas de la oficina de Garber en Rock Creek.

– ¿Dónde está usted? -preguntó.

– En mi despacho -repuse-. ¿Cómo, si no, podría estar contestando mi teléfono?

– Quédese ahí -ordenó-. No vaya a ningún sitio, no haga nada, no llame a nadie. Éstas son órdenes directas. Quédese ahí tranquilo y espere.

– ¿Que espere qué?

– Voy para allá.

Colgó. Yo hice otro tanto.


Allí me quedé. No fui a ninguna parte, no hice nada ni llamé a nadie. Mi sargento me trajo una taza de café. La acepté. Willard no había dicho que tuviera que morirme de sed.

Al cabo de una hora oí una voz y acto seguido entró el joven de los sargentos delta, el bronceado y con barba. Le dije que tomara asiento y cavilé sobre mis órdenes. «No vaya a ningún sitio, no haga nada, no llame a nadie.» Supuse que hablar con aquel tío significaba hacer algo, lo que contravenía la parte de no hacer nada de la orden. Pero claro, desde un punto de vista técnico respirar también era hacer algo. Igual que digerir el desayuno. También me crecía el pelo, y la barba, y las uñas. Perdía peso. Era imposible no hacer nada. Así pues, llegué a la conclusión de que ese componente de la orden era pura retórica.

– ¿Puedo ayudarle en algo, sargento? -dije.

– Creo que Carbone era gay -contestó el sargento.

– ¿Cree que lo era?

– Vale, lo era.

– ¿Quién más lo sabía?

– Todos.

– ¿Y?

– Y nada. Creí que usted debía saberlo, nada más.

– ¿Piensa que hay alguna relación?

Meneó la cabeza.

– No dábamos importancia a eso. No lo mató ninguno de nosotros. Nadie de la unidad. Es imposible. Nosotros no hacemos esas cosas. Fuera de la unidad no lo sabía nadie. Por tanto, no creo que tenga relación.

– Entonces ¿por qué me lo cuenta?

– Porque seguramente usted va a descubrirlo. Quería avisarle, que no fuera una sorpresa.

– ¿Por qué?

– Para que guarde el secreto, puesto que no tiene nada que ver.

No dije nada.

– Una cosa así dejaría su reputación por los suelos -prosiguió el sargento-. Y eso no está bien. Era un tío majo y un buen soldado. Ser gay no debería ser ningún crimen.

– Coincido con usted -dije.

– El ejército debería cambiar.

– El ejército detesta los cambios.

– Dicen que perjudica la cohesión de las unidades -dijo él-, pero tendrían que haber visto a nuestra unidad en acción. Con Carbone en primera línea.

– No puedo ocultarlo -advertí-. Si pudiera lo haría, pero la escena del crimen ha lanzado un mensaje inequívoco para todo el mundo.

– ¿Cómo? ¿Fue una especie de crimen sexual? Antes no lo ha mencionado.

– Intentaba mantenerlo en secreto -expliqué.

– Pero nadie lo sabía. Fuera de la unidad, al menos.

– Seguramente alguien sí -dije-. A menos que el asesino sea de su unidad.

– Imposible. De ninguna manera. Ni hablar.

– Ha de ser una cosa o la otra -observé-. ¿Se veía con alguien fuera?

– No, nunca.

– Entonces ¿fue célibe durante dieciséis años?

El sargento apretó los labios.

– En realidad lo ignoro -admitió.

– Alguien lo sabía -insistí-. Pero de hecho también creo que no guarda relación con su muerte. Me parece que alguien ha intentado que pareciera eso. Quizá podamos dejar claro esto, al menos.

El sargento negó con la cabeza.

– Será lo único que la gente recuerde de él -se lamentó.

– Lo siento -dije.

– Yo no soy gay -precisó él.

– Eso me tiene sin cuidado, la verdad.

– Tengo esposa y un niño pequeño.

Y se marchó dejándome esa información. Yo retomé la obediencia de las órdenes de Willard.


Pasé el rato pensando. En el escenario del crimen no se había encontrado arma alguna, ni pruebas significativas. Tampoco hilos de ropa enganchados en arbustos, ni pisadas en el suelo, ni restos de piel del agresor bajo las uñas de Carbone. Todo tenía su explicación. El arma se la habría llevado el atacante, quien seguramente llevaba uniforme de campaña, que, tal como especifica el Departamento de Defensa, no se deshará ni dejará hilachas por todas partes. En lo referente al desgaste de la sarga y la popelina de los uniformes militares, fábricas textiles de todo el país tienen que satisfacer estrictos requisitos de calidad. El suelo estaba helado y duro, con lo que no era posible dejar huellas. Carolina del Norte tiene un período fiable de heladas que dura aproximadamente un mes, y nos encontrábamos en él de lleno. Y había sido un ataque por sorpresa. Carbone no había tenido tiempo de volverse, parar el golpe y librarse de su agresor.

Así que no había información sobre el terreno. Sin embargo, habíamos hecho algunos avances. Teníamos una serie de posibles sospechosos. Era una base cerrada, y el ejército es bastante eficiente en saber quién está en cada lugar en todo momento. Podíamos empezar con metros de papel impreso y analizar cada nombre según un sistema binario, posible o no posible. A continuación podíamos reunir todos los posibles y trabajar con la santísima trinidad universal de los detectives: medios, móvil, oportunidad. Los medios y la oportunidad no revelarían gran cosa. Por definición, nadie estaría en la lista de los posibles a menos que se demostrase que tenía una oportunidad. Y en el ejército todo el mundo es físicamente capaz de estrellar una barra de hierro contra la cabeza de una víctima desprevenida. Sería un equivalente aproximado del requisito más básico para entrar.

O sea que vamos a parar al móvil, que a mi entender era donde empezaba todo. ¿Por qué?


Me quedé sentado otra hora. No fui a ninguna parte, no hice nada, no llamé a nadie. La sargento me trajo más café. Le dije que llamase a la teniente Summer de mi parte y le sugiriese que me hiciera una visita.

No habían pasado cinco minutos cuando apareció Summer. Yo tenía varias cosas que contarle, pero ella se había anticipado a todas. Había mandado hacer una lista de todo el personal de la base además de una copia del registro de la entrada para así poder añadir o quitar nombres si lo considerábamos conveniente. Había dispuesto que precintaran el alojamiento de Carbone hasta que se efectuara un registro. Había concertado una entrevista con el superior de Carbone para confeccionar una imagen más completa de su vida personal y profesional.

– Excelente -dije.

– ¿Qué es eso de Willard? -preguntó.

– Seguramente un concurso para ver quién mea más lejos. Ante un caso importante como éste quiere venir y dirigirlo todo personalmente. Para recordarme que estoy bajo sospecha.

Pero me equivocaba.


Al cabo de exactamente cuatro horas por fin apareció Willard. Oí su voz fuera. Seguro que la sargento no le estaba ofreciendo café. Tenía buen olfato. Se abrió la puerta y entró Willard. No me miró. Simplemente cerró, se volvió y se sentó en la silla de las visitas. Enseguida comenzó a revolverse. Acometía la tarea con ahínco, tirando de las rodillas de sus pantalones como si le quemaran la piel.

– Quiero una relación completa de sus movimientos ayer -dijo-. Quiero oírlo de su propia boca.

– ¿Ha venido a hacerme preguntas?

– Sí -repuso.

Me encogí de hombros.

– Estuve en un avión hasta las dos -expliqué-. Luego con usted hasta las cinco.

– ¿Y después?

– Estuve aquí de vuelta a las once.

– ¿Seis horas? Yo lo he hecho en cuatro.

– Seguramente ha venido en coche. Yo cogí dos autobuses e hice autostop.

– ¿Después de eso?

– Hablé con mi hermano por teléfono.

– Recuerdo a su hermano -señaló Willard-. Trabajé con él.

Asentí y dije:

– Me habló de usted.

– Prosiga.

– Hablé con la teniente Summer -contesté-. Una charla informal.

– ¿Y después?

– Hacia medianoche fue descubierto el cadáver de Carbone.

Cabeceó, se rascó y se removió; parecía incómodo.

– ¿Guardó los billetes de autobús? -preguntó.

– Me parece que no.

Willard sonrió.

– ¿Recuerda quién le trajo hasta la base?

– Me parece que no. ¿Por qué?

– Porque quizá me convendría saberlo. Para demostrar que no cometí ningún error.

No dije nada.

– Usted sí ha cometido errores -soltó.

– ¿Ah, sí?

Asintió.

– No estoy seguro de si es usted idiota o está haciendo esto adrede.

– ¿Haciendo qué?

– ¿Pretende poner al ejército en un aprieto?

– ¿Qué?

– ¿Cuál es la situación actual, comandante? -preguntó.

– Dígamelo usted, coronel.

– La guerra fría está tocando a su fin. Se avecinan grandes cambios. El statu quo no será una opción válida. Por tanto, ahora todos los militares están intentando mantenerse firmes y hacer los recortes. ¿Pero sabe una cosa?

– ¿Qué?

– El ejército está siempre en el fondo del tarro. La Fuerza Aérea ha conseguido esos sofisticados aviones. La Armada tiene submarinos y portaaviones. Los marines son intocables. Y nosotros estamos literalmente atascados en el barro. En el fondo del tarro, como le he dicho. El ejército es aburrido, Reacher. Así nos ven en Washington.

– ¿Y?

– Ese Carbone era homosexual. Un maldito mariconazo, por el amor de Dios. ¡Una unidad de elite con pervertidos en su seno! ¿Y según usted el ejército necesita que esto se sepa? ¿En un momento como éste? En su informe debería haber puesto que fue un accidente durante unas maniobras.

– Eso no habría sido verdad.

– ¿Y a quién le importa?

– No lo asesinaron por su orientación sexual.

– Pues claro que sí.

– Me gano la vida con esto -dije-. Y yo digo que no.

Me fulminó con la mirada y guardó silencio unos instantes.

– Muy bien -dijo-. Volvamos a eso. ¿Quién más vio el cadáver aparte de usted?

– Mis hombres. Además de una coronel de Operaciones Psicológicas de quien recabé opinión. Y también la forense.

Asintió.

– Usted ocúpese de sus hombres. Yo se lo diré a la psicóloga y a la forense.

– ¿Les dirá qué?

– Que en el informe haremos constar que fue un accidente durante unas maniobras. Lo entenderán. Si no hay daño, no hay falta. Ni investigación.

– Está de broma.

– ¿Cree que el ejército quiere que esto se difunda? ¿Ahora? ¿Que en la Delta Force hubo un soldado maricón durante cuatro años? ¿Está usted chalado?

– Los sargentos quieren una investigación.

– Estoy seguro de que su oficial al mando no la quiere. Créame. Es la pura verdad.

– Tendrá que darme una orden directa -dije-. De forma clara.

– Míreme los labios -repuso-. No investigue lo del marica. Redacte un informe indicando que murió en un accidente durante unas maniobras nocturnas, una carrera, un ejercicio, cualquier cosa. Tropezó, cayó y se golpeó en la cabeza. Caso cerrado. Esta es una orden directa.

– La necesito por escrito.

– No sea infantil -espetó.


Nos quedamos en silencio unos instantes, mirándonos desafiantes por encima de la mesa. Yo estaba inmóvil, y Willard se balanceaba y se daba tirones en la ropa. Apreté el puño, sin que él me viera. Me imaginé estrellando un derechazo en el centro mismo de su pecho. Me figuré que podía parar su corazón de mierda con un solo golpe. Luego informaría de que había sido un accidente durante unas maniobras. Diría que él estaba practicando el ejercicio de levantarse de la silla y sentarse y que había resbalado y había dado con el esternón en una esquina de la mesa.

– ¿A qué hora murió? -preguntó.

– Entre las nueve y las diez de anoche.

– Y usted no llegó al puesto hasta las once.

– En efecto -dije.

– ¿Puede demostrarlo?

Pensé en los guardias de la entrada en su garita. Me habían dejado pasar sin más.

– ¿He de demostrarlo? -pregunté.

Volvió a quedarse callado. Se inclinó a la izquierda en la silla.

– Siguiente cuestión -señaló-. Afirma usted que el sodomita no fue asesinado por ser sodomita. ¿Qué pruebas tiene de eso?

– En el escenario del crimen todo era muy exagerado -expliqué.

– ¿Para ocultar el motivo real?

Asentí.

– Ésa es mi opinión.

– ¿Cuál fue el verdadero móvil?

– No lo sé. Eso requeriría una investigación.

– Hagamos conjeturas -propuso Willard-. Supongamos que el hipotético autor saca algún provecho del crimen. Dígame cómo.

– Evitando cierta acción futura por parte de Carbone. O para echar tierra sobre algún delito en que Carbone hubiera estado involucrado o del que tuviera conocimiento.

– En pocas palabras, para cerrarle la boca.

– Para poner fin a algo -precisé-. Esta sería mi conjetura.

– Y usted se gana la vida con esto.

– Sí -dije-. Así es.

– ¿Cómo descubriría al culpable?

– Llevando a cabo una investigación.

Willard asintió.

– Y cuando lo encontrara, es una hipótesis, suponiendo que fuera capaz de hacerlo, ¿qué haría usted?

– Lo pondría bajo custodia -repuse. «Custodia protectora», pensé. Me imaginé a los colegas de la unidad de Carbone paseándose ansiosos, listos para caer sobre él.

– ¿Y en su lista de sospechosos tendría cabida cualquiera que hubiese estado en la base en el momento en cuestión?

Asentí con la cabeza. Seguramente mientras hablábamos la teniente Summer estaba trajinando con hojas y más hojas de papel impreso.

– Verificada mediante listas de efectivos y registros de entrada -puntualicé.

– Hechos -dijo Willard-. Yo habría pensado que los hechos serían muy importantes para alguien que se gana la vida con esto. Esta base abarca cincuenta mil hectáreas. La alambrada de todo el perímetro data de 1943. Éstos son hechos. Los averigüé sin demasiada dificultad, y usted debería haberlo hecho. ¿No se ha parado a pensar que no todo el personal de la base tiene que entrar necesariamente por la puerta principal? ¿No se le ha pasado por la cabeza que alguien que no consta haber estado aquí pudo haberse colado a través de la alambrada?

– Poco probable. El tipo en cuestión habría tenido que dar una caminata de casi cuatro kilómetros, totalmente a oscuras, y nosotros mantenemos toda la noche patrullas motorizadas y con ruta variable.

– A las patrullas les pudo haber pasado por alto un hombre experto.

– Poco probable -repetí-. Además, ¿cómo se habría dado cita con el sargento Carbone?

– Fijando el lugar de antemano.

– No era ningún lugar concreto -observé-. Sólo un punto al azar cerca del camino.

– Pues con la ayuda de un mapa de referencia.

– Poco probable -dije por tercera vez.

– ¿Pero posible?

– Todo es posible.

– Por tanto, un hombre pudo encontrarse con el marica, luego matarlo, después escabullirse por la alambrada y a continuación caminar hasta la entrada y firmar el registro, ¿no?

– Todo es posible -reiteré.

– ¿De qué intervalo de tiempo estamos hablando? Entre la muerte y la firma.

– No lo sé. Tendría que calcular la distancia que recorriera el tío.

– Tal vez corrió.

– Tal vez.

– En cuyo caso habría llegado sin aliento a la entrada.

No opiné al respecto.

– Una hipótesis -dijo Willard-. ¿Cuánto tiempo?

– Una hora o dos.

Asintió.

– De modo que si el mariconazo cayó muerto entre las nueve y las diez, el asesino pudo haber entrado a la base a eso de las once, ¿no?

– Es posible -confirmé.

– Y el móvil pudo haber sido poner fin a algo.

Asentí. No dije nada.

– Y usted tardó seis horas en un viaje que puede durar cuatro, quedando un espacio de dos horas que justifica con la imprecisa declaración de que siguió un itinerario lento.

No respondí.

– Y acaba de admitir que dos horas es más que suficiente para llevar a cabo la acción. Concretamente las dos horas que van de las nueve a las once, que casualmente son las mismas horas de las que usted no puede dar cuenta.

Seguí callado. Él sonrió.

– Y llegó a la entrada de la base sin aliento -prosiguió-. Lo he comprobado.

No repliqué.

– Pero ¿cuál habría sido su móvil? -dijo-. Supongo que no conocía bien a Carbone. Y que no se movía por los mismos ambientes que él. Al menos eso espero, sinceramente.

– Está perdiendo el tiempo -interrumpí-. Y cometiendo un grave error. Porque en el fondo usted no quiere que yo me convierta en su enemigo.

– ¿Ah no?

– No -repetí-. En el fondo, no.

– ¿A qué tiene usted que poner fin? -preguntó.

No respondí.

– Pues aquí hay un dato interesante -añadió Willard-. El sargento primero Christopher Carbone fue el soldado que presentó la denuncia contra usted.

Para demostrarlo, sacó del bolsillo una copia de la denuncia y la desdobló. La alisó y me la tendió por encima de la mesa. En la parte superior había un número de referencia y luego una fecha, un lugar y una hora. La fecha era el 2 de enero; el lugar, la oficina del jefe de la Policía Militar de Fort Bird; la hora, las 8.45. Luego venían dos párrafos de declaración jurada. Leí por encima algunas frases formales y acartonadas. «Vi personalmente a un comandante de servicio de la Policía Militar llamado Reacher golpear al primer civil mediante un puntapié en su rodilla derecha. Ulteriormente y de inmediato, el comandante Reacher golpeó al segundo civil en el rostro con la frente. A mi leal saber y entender, no hubo provocación alguna que justificara las agresiones. No aprecié ningún elemento de defensa propia.» Después venía la firma de Carbone y debajo un número mecanografiado. Lo reconocí. Era el de su expediente. Alcé la vista al lento reloj de pared y visualicé a Carbone saliendo por la puerta del bar y llegando al aparcamiento, mirándome un instante y luego mezclándose con el grupo de soldados que bebían cerveza apoyados en los coches. Bajé de nuevo los ojos, abrí un cajón y guardé la hoja.

– Delta Force cuida de los suyos -dijo Willard-. Ya lo sabemos. Supongo que forma parte de su mística. Así pues, ¿qué van a hacer ahora? Porque resulta que apalean a uno de los suyos hasta la muerte después de que éste presente una denuncia contra un comandante sabihondo de la PM, y el comandante sabihondo de la PM ha de salvar su carrera y no tiene coartada razonable para el lapso en que sucedió todo.

No respondí.

– El oficial al mando de Delta tiene su propia copia -dijo Willard-. El procedimiento habitual con las denuncias disciplinarias. Múltiples copias por todas partes. Así la noticia se propagará enseguida. Después ellos harán preguntas. ¿Y yo qué les digo? Podría decirles que desde luego usted no es ningún sospechoso. O sugerirles que sí es sospechoso pero que debido a cierto detalle técnico no puedo tocarle. Puedo imaginarme cómo el sentido del bien y del mal de esta gente reacciona ante esa suerte de injusticia.

Seguí callado.

– Es la única denuncia presentada por Carbone a lo largo de una carrera de dieciséis años -prosiguió-. También he comprobado esto. Y es lógico. Un hombre como él tiene que mantener la cabeza baja. Pero Delta como cuerpo verá en ello cierta trascendencia. Si Carbone enseña las uñas por primera vez en su vida van a pensar que ustedes dos tenían alguna historia. Y supondrán que fue ana venganza. Y esto no mejorará su imagen ante ellos.

No abrí la boca.

– Por tanto ¿qué debería hacer? -se preguntó Willard-. ¿Voy y dejo caer algunas insinuaciones sobre molestos tecnicismos legales? ¿O negociamos? Yo le quito a Delta de encima y usted acata la disciplina.

Seguí en silencio.

– No creo realmente que le matara -añadió-. Ni siquiera usted llegaría tan lejos. Pero si lo hubiera hecho, no me habría importado. Habría que acabar con todos los maricones del ejército. Están aquí de manera fraudulenta. Habría elegido usted el móvil equivocado, eso es todo.

– Es una amenaza vana -dije-. Usted nunca me dijo que él hubiera presentado la denuncia. Ayer no me la enseñó. Jamás mencionó ningún nombre.

– Esos sargentos no se lo tragarán ni por un instante. Usted es un investigador de una unidad especial. Se gana la vida con esto. Le resultaría muy fácil eliminar un nombre del papeleo que ellos creen que nos traemos por aquí.

No respondí.

– Despierte, comandante. Siga el programa. Garber ya no está. Ahora haremos las cosas a mi modo.

– Al convertirme en su enemigo está cometiendo un error -dije.

Willard meneó la cabeza.

– Discrepo. No estoy cometiendo ningún error. Y tampoco estoy convirtiéndole en mi enemigo, sino metiendo a esta unidad en vereda, nada más. Más adelante me lo agradecerán. Todos. El mundo está cambiando. Puedo imaginarme la nueva situación.

No dije nada.

– Ayude al ejército -agregó-. Y a la vez ayúdese a sí mismo.

Continué callado.

– ¿Estamos de acuerdo? -preguntó.

No respondí. Me guiñó el ojo.

– Entiendo que estamos de acuerdo -dijo-. No es usted tan estúpido.

Se puso en pie, salió del despacho y cerró la puerta a su espalda. Me quedé sentado y observé cómo el rígido asiento de vinilo de la silla de visitas recuperaba la forma. Sucedió despacio, con un discreto siseo a medida que el aire presionaba de nuevo.

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