2

Colgué el auricular y leí una nota que la sargento me había dejado: «Ha llamado su hermano. Ningún mensaje.» La tiré a la papelera. Después me dirigí al cuartel y dormí tres horas. Me levanté quince minutos antes de las primeras luces. Estaba otra vez en el motel justo al romper el alba. La mañana no contribuía a que la vecindad tuviera mejor aspecto. Kilómetros y kilómetros de desolación y abandono. Y silencio. La madrugada del día de Año Nuevo está tan cerca del silencio absoluto como cualquier lugar deshabitado. La autopista estaba desierta. No había tráfico. Nada.

En la parada de camioneros, la freiduría estaba abierta pero vacía. En la oficina del motel no había nadie. Recorrí la hilera de habitaciones hasta la de Kramer. La puerta estaba cerrada. Apoyé la espalda contra la hoja y fingí ser una puta cuyo cliente acaba de morir. Me había quitado su peso de encima, me había vestido deprisa, había cogido su maletín y había huido. ¿Qué haría ahora? No tenía ningún interés en el maletín mismo. Quería el dinero de la cartera, y quizá la American Express. Así que lo revolvía, cogía la pasta y la tarjeta y tiraba el maletín. Pero ¿dónde haría todo eso?

Habría sido mejor dentro de la habitación. Pero por algún motivo no lo había hecho allí. Tal vez me entró pánico. Quizás estaba sobresaltada y asustada y sólo quería salir pitando. Entonces ¿dónde? Miré al frente, al bar. Seguramente iría allí. Seguramente allí era donde tenía mi base de operaciones. Sin embargo, no iba a entrar con el maletín. Mis colegas se darían cuenta, pues ya llevaba un bolso grande. Las putas siempre llevan bolsos grandes. Han de acarrear un montón de cosas. Condones, aceites para masajes, acaso una pistola o un cuchillo, quizás una máquina para tarjetas de crédito. Es el mejor modo de identificar a una puta. Vestida como si fuera a un baile, con una bolsa como si fuera de vacaciones.

Miré a la izquierda. Tal vez fui detrás del motel. Aquello estaría tranquilo. Todas las ventanas daban allí, pero era de noche y podía confiar en que las cortinas estarían echadas. Doblé a la izquierda por dos veces y me encontré detrás de las habitaciones, en un rectángulo lleno de hierbajos de unos seis metros de ancho y que abarcaba toda la longitud del edificio. Imaginé que caminaba deprisa y que me paraba en una sombra y rebuscaba al tacto. Me figuré que encontraba lo que quería y que arrojaba el maletín a la oscuridad. Acaso a unos diez metros.

Me quedé donde quizá se había quedado ella y abarqué un cuadrante de círculo. Esto suponía examinar unos cincuenta metros cuadrados. El terreno era pedregoso y estaba casi helado debido a la escarcha matutina. Hallé varias cosas. Basura, jeringuillas usadas, pipas de crack, un tapacubos de Buick y una rueda de monopatín. Pero ningún maletín.

En la parte trasera había una valla de madera de casi dos metros de altura. Me encaramé y miré. Vi otro rectángulo de hierbas y piedras. Ningún maletín. Abandoné la valla y me dirigí a la oficina del motel por la parte de atrás. Vi una ventana de vidrio rugoso, seguramente el cuarto de baño del personal. Debajo había una docena de aparatos de aire acondicionado hechos polvo, en un montón de poca altura. Estaban oxidados. Llevaban allí años. Seguí andando, doblé la esquina y torcí a la izquierda, hacia un tramo de grava lleno de hierbajos donde había un contenedor para escombros. Abrí la tapa. Lleno de basura hasta los tres cuartos. Ningún maletín.

Crucé la calle, atravesé el aparcamiento vacío y miré el bar. Estaba en silencio y cerrado a cal y canto. El cartel de neón se encontraba apagado y los pequeños tubos de las letras ofrecían un aspecto frío y ridículo. Tenía su propio contenedor, junto al aparcamiento, como si fuera un vehículo más. Dentro no había maletín alguno.

Me asomé a la freiduría. Aún estaba vacía. Miré detrás de la caja registradora. Había una caja de cartón con un par de tristes paraguas dentro, pero ningún maletín. Eché un vistazo en el baño de señoras. Ni mujeres ni maletín.

Miré el reloj y regresé al bar. Allí tenía que hacer algunas preguntas cara a cara. Pero no abrirían al menos hasta pasadas otras ocho horas. Me volví y miré el motel, al otro lado de la calle. Aún no había nadie en la oficina. Así que me dirigí al Humvee y llegué a tiempo de oír en la radio un 10-17: «Regrese a la base.» Acusé recibo del aviso, encendí el potente motor diesel y conduje de nuevo hasta Fort Bird. No había tráfico y tardé menos de cuarenta minutos. El coche de alquiler de Kramer estaba en el aparcamiento del parque móvil. En la mesa de fuera de mi despacho prestado había una persona nueva. Un cabo. El turno de día. Era un tío bajito y moreno con aspecto de Luisiana. Tenía sangre francesa, sin duda. Reconozco la sangre francesa nada más verla.

– Ha vuelto a llamar su hermano -dijo.

– ¿Para qué?

– No ha dejado mensaje.

– ¿Para qué era el diez-diecisiete?

– El coronel Garber solicita un diez-diecinueve.

Sonreí. Podría estar la vida entera sin decir más que 10-esto o 10-aquello. A veces tenía la sensación de que ya me estaba pasando. Un 10-19 era un contacto por teléfono o radio. Menos importante que un 10-16, un contacto mediante línea terrestre segura. «El coronel Garber solicita un 10-19» significaba «Garber quiere que lo llame», nada más. Algunas unidades de PM se acostumbran a hablar inglés, pero ésta evidentemente aún no lo había logrado.

Entré en mi despacho y vi el portatrajes de Kramer apoyado contra la pared y al lado una caja de cartón con los zapatos, la ropa interior y la gorra. El uniforme seguía colocado en las perchas, colgadas en mi perchero. Pasé frente a ellas en dirección a mi escritorio y marqué el número de Garber. Escuché el tono de llamada y me pregunté qué querría mi hermano. Me pregunté cómo me había localizado. Sesenta horas antes yo estaba en Panamá. Yantes de eso había andado por todas partes. De modo que él había hecho un gran esfuerzo para encontrarme. Así que tal vez era importante. Cogí un lápiz y escribí «Joe» en un trozo de papel. Y luego lo subrayé dos veces.

– ¿Sí? -dijo Leon Garber.

– Soy Reacher -dije. Miré el reloj de pared. Eran algo más de las nueve de la mañana. El enlace de Kramer con Los Ángeles ya estaba en el aire.

– Fue un ataque cardíaco -señaló Garber-. No hay duda.

– En el Walter Reed han trabajado deprisa.

– Era un general.

– Sí, pero un general con el corazón delicado.

– Tenía las arterias mal, en efecto. Una arteriosclerosis grave que causó una fibrilación ventricular fatal. Es lo que nos han dicho. Y yo les creo. Seguramente estiró la pata cuando ella se quitó el sostén.

– No llevaba pastillas encima -observé.

– Quizá no se lo habían diagnosticado. Cosas que pasan. Uno se encuentra bien y de pronto está muerto. En todo caso, no habría modo de falsear eso. Supongo que se puede simular la fibrilación mediante una descarga eléctrica, pero no el equivalente de cuarenta años de porquería en las arterias.

– ¿Nos preocupaba que pudieran falsearlo?

– Al KGB podría haberle interesado -apuntó Garber-. Kramer y sus tanques constituyen el principal problema táctico al que se enfrenta el Ejército Rojo.

– Ahora mismo el Ejército Rojo está mirando hacia el otro lado.

– Es un poco pronto para saber si esto durará o no.

No contesté.

– No puedo permitir que nadie más hurgue ahí. Lo entiendes, ¿verdad?

– ¿Por tanto? -pregunté.

– Por tanto tendrás que ir a hablar con la viuda.

– ¿Yo? ¿No está ella en Alemania?

– Se encuentra en Virginia -dijo Garber-. En casa pasando las vacaciones. Tienen una casa allí.

Me dio la dirección, que anoté en el trozo de papel, justo debajo de «Joe».

– ¿Hay alguien con ella? -pregunté.

– No tienen hijos. Seguramente está sola.

– Muy bien.

– Todavía no lo sabe -dijo Garber-. He tardado un poco en localizarla.

– ¿Quiere que lleve un capellán?

– No es una muerte en combate. Podría acompañarte una colega, supongo. A la señora Kramer quizá le dé por abrazar.

– De acuerdo.

– Ahórrale los detalles, naturalmente. Él se dirigía a Fort Irwin, eso es todo. La palmó en un hotel de carretera. Esta es la versión oficial. Salvo tú y yo, nadie sabe nada más, y así van a seguir las cosas. Supongo que puedes contárselo a quien vaya a acompañarte. Puede que la señora Kramer haga preguntas, y los dos tenéis que seguir el mismo guión. ¿Qué hay de los polis locales? ¿Se irán de la lengua?

– El tipo con quien hablé es un ex marine. Conoce el percal.

– Semper Fi -soltó Garber-. Siempre fiel.

– Aún no he encontrado el maletín -señalé.

Hubo un silencio.

– Primero ocúpate de la viuda -dijo Garber-. Después sigue buscándolo.


Le dije al cabo de guardia que llevara los efectos personales de Kramer a mi cuartel. Quería que estuvieran a buen recaudo. Al final, la viuda preguntaría por ellos. Y en una base grande como Bird las cosas pueden desaparecer, lo que podría resultar embarazoso. A continuación, me encaminé al club de oficiales y busqué policías militares que tomaran desayunos tardíos o almuerzos tempranos. Por lo general se sientan alejados del resto, pues todo el mundo los detesta. Vi un grupo de cuatro, dos hombres y dos mujeres. Llevaban uniforme de campaña para zona boscosa, el habitual en el puesto. Una de las mujeres era capitán y llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Comer le resultaba complicado. Seguramente conducir también. La otra mujer lucía un distintivo de teniente en cada solapa y el nombre «Summer» en la placa. Aparentaba unos veinticinco años y era bajita y delgada. Tenía la piel del mismo color que la mesa de caoba en que estaba comiendo.

– Teniente Summer -dije.

– ¿Señor?

– Feliz Año Nuevo.

– Lo mismo digo, señor.

– ¿Está ocupada hoy?

– Tareas generales, señor.

– Muy bien, dentro de treinta minutos en la entrada, clase A. Necesito que abrace a una viuda.


Volví a ponerme el uniforme de clase A y pedí un sedán al parque móvil. No quería hacer todo el trayecto hasta Virginia en un Humvee. Demasiado ruidoso e incómodo. Un soldado raso me trajo un Chevrolet nuevo de color verde oliva. Firmé el recibo, lo conduje hasta el cuartel y esperé.

La teniente Summer salió cuando pasaban veintiocho minutos de los treinta que tenía concedidos. Se paró un instante y acto seguido se acercó al coche. Tenía buen aspecto. Era baja, pero se movía con facilidad, como una persona esbelta. Parecía una modelo de pasarela de metro ochenta pero en tamaño miniatura. Salí del coche y dejé abierta la puerta del conductor. La recibí en la acera. Llevaba un distintivo de tiradora experta del que colgaban galones correspondientes a rifle, rifle de pequeño calibre, rifle automático, pistola, pistola de pequeño calibre, ametralladora y pistola ametralladora. Formaban una pequeña escalera de unos cinco centímetros de longitud. Más larga que la mía. Yo sólo tenía rifle y pistola. Se detuvo de golpe frente a mí, se puso firmes y efectuó un saludo perfecto.

– Se presenta la teniente Summer, señor -dijo.

– Descanse. Tratamiento informal, ¿de acuerdo? Llámeme Reacher, o nada. Y no me salude. No me gusta.

La teniente hizo una pausa. Se relajó.

– De acuerdo -dijo.

Abrí la puerta del acompañante para subir.

– ¿Conduzco yo? -preguntó.

– He estado levantado casi toda la noche.

– ¿Quién ha muerto?

– El general Kramer. Un tipo importante de los tanques en Europa.

Ella pensó un momento.

– Entonces ¿por qué estaba aquí? Somos de Infantería.

– Estaba de paso -dije.

La teniente subió al asiento del conductor y lo movió hacia delante. Ajustó el retrovisor. Yo empujé el asiento del acompañante hacia atrás y me puse lo más cómodo que pude.

– ¿Adónde? -preguntó.

– Green Valley, Virginia. Calculo que serán unas cuatro horas.

– ¿Allí está la viuda?

– Es la casa de vacaciones.

– ¿Y vamos a llevarle la noticia? ¿Como feliz Año Nuevo, mamá, y, por cierto, tu esposo ha muerto?

Asentí.

– Menuda papeleta nos ha tocado -solté, pero en realidad no estaba preocupado. Las esposas de los generales son muy duras. O bien se han pasado treinta años empujando a sus maridos por el palo untado de grasa, o bien han soportado treinta años de lluvia radiactiva mientras sus maridos trepaban solos. En cualquier caso, ya quedan pocas cosas que puedan afectarles. La mayoría son más duras que los generales.

Summer se quitó la gorra y la arrojó al asiento de atrás. Llevaba el pelo muy corto, casi rapada. Tenía un cráneo delicado y unos bonitos pómulos. Piel tersa. Me gustaba su aspecto. Y conducía deprisa, sin duda. Se abrochó el cinturón y puso rumbo al norte como si se estuviera entrenando para las carreras de Nascar.

– ¿Fue un accidente? -preguntó.

– Un ataque cardíaco. Tenía mal las arterias.

– ¿Dónde? ¿En nuestro Cuartel de Oficiales de Visita?

Negué con la cabeza.

– En un motel de mierda de la ciudad. Murió con una puta de veinte dólares inmovilizada debajo de él.

– Esa parte no se la contamos a la viuda, ¿verdad?

– No. Esa parte no se la contamos a nadie.

– ¿Por qué estaba de paso?

– No venía a Fort Bird. Estaba en tránsito, de Francfort a Dulles, y veinte horas después del National a Los Ángeles. Iba a Fort Irwin, a una reunión.

– Muy bien -dijo ella, y a continuación guardó silencio.

Seguimos adelante. Pasamos casi a la altura del motel, pero bastante más al oeste, en dirección a la autopista.

– ¿Me da su permiso para hablar con franqueza? -preguntó.

– Adelante -dije.

– ¿Es esto un test?

– ¿Por qué iba a ser un test?

– Usted es de la 110 Unidad Especial, ¿verdad?

– Así es -repuse.

– Tengo pendiente una solicitud.

– ¿A la 110?

– Sí -confirmó-. Así pues, ¿es una evaluación encubierta?

– ¿De qué?

– De mí. Como candidata.

– Necesitaba una acompañante. Por si hay que abrazar a la viuda. La escogí al azar. La capitán con el brazo hecho polvo no habría podido conducir. Y sería un indicio de incompetencia por nuestra parte si tuviéramos que esperar a que se muriera un general para llevar a cabo evaluaciones personales.

– Supongo -dijo ella-. Pero me pregunto si está usted aquí sentado aguardando a que yo haga las preguntas obvias.

– Esperaba que cualquier PM con sangre en las venas me formularía las preguntas obvias, tuviera o no pendiente el traslado a una unidad especial.

– Muy bien, sigo preguntando. El general Kramer tenía una escala de veinticuatro horas en el área de D.C., quería echar un polvo y no le importaba pagar por el privilegio. Entonces ¿por qué hizo todo el trayecto hasta aquí? ¿Cuánto es? ¿Quinientos kilómetros?

– Cuatrocientos setenta y seis -precisé.

– Y después tenía que regresar.

– Está claro.

– Entonces ¿por qué?

– Dígamelo usted -repuse-. Sugiérame algo que yo no haya pensado y la recomendaré para el traslado.

– No puede hacerlo. Usted no es mi oficial al mando.

– Tal vez lo sea. Esta semana, en todo caso.

– Además, ¿por qué está usted aquí? ¿Está pasando algo que yo debería saber?

– Ignoro por qué estoy aquí -contesté-. Recibí órdenes. Es todo lo que sé.

– ¿Es usted de veras comandante?

– Es lo que verifiqué la última vez.

– Creía que los investigadores de la 110 eran normalmente suboficiales que iban de paisano. O de incógnito.

– Normalmente es así.

– Así pues, ¿por qué lo traen aquí pudiendo mandar a un suboficial y disfrazarlo de comandante?

– Buena pregunta -dije-. Quizás algún día lo averigüe.

– ¿Puedo preguntarle cuáles eran sus órdenes?

– Funciones interinas como segundo comandante de la policía militar de Fort Bird.

– El jefe de la policía militar no se halla en la base -observó ella.

– Lo sé. Ya me he enterado. Fue trasladado el mismo día que llegué yo. Es algo temporal.

– Así que está actuando como oficial al mando.

– Ya se lo he dicho.

– No es un puesto propio para alguien de una unidad especial -dijo.

– Puedo fingir -expliqué-. Empecé como PM normal, como usted.

Summer no contestó.

– Kramer -dije-. ¿Por qué decidió dar un rodeo de novecientos kilómetros? De sus veinte horas, dedicaría doce a conducir. ¿Sólo para gastarse quince pavos en una habitación y veinte en una puta?

– ¿Por qué importa esto? Un ataque cardíaco es un ataque cardíaco, ¿vale? ¿Acaso hay alguna duda sobre ello?

Negué con la cabeza.

– Ya han hecho la autopsia en el Walter Reed.

– Por tanto, no importa demasiado dónde o cuándo pasó.

– Falta su maletín.

– Entiendo -dijo ella.

La vi pensar. Sus párpados se movieron ligeramente hacia arriba.

– ¿Cómo sabe que había un maletín? -preguntó.

– No sé si lo había. Pero ¿ha visto alguna vez a un general que vaya a una reunión sin maletín?

– No -contestó-. ¿Cree que la puta huyó con él?

Asentí.

– Ahora mismo es mi hipótesis de trabajo.

– Encontrar a la puta.

– Exacto.

Summer volvió a mover los párpados.

– No tiene ningún sentido -soltó.

Asentí de nuevo.

– No lo tiene.

– Cuatro posibles razones por las que Kramer no se quedó en el área de D.C. Una, quizás había viajado con otros colegas oficiales y no quería ponerse en evidencia delante de ellos si llevaba una prostituta a su habitación. Los demás podrían verla en el pasillo u oírla a través de las paredes. Así que puso una excusa y se alojó en otra parte. Dos, aunque viajara solo quizá tuviera un bono de viaje del Departamento de Defensa y temió que el recepcionista reconociera a la chica y llamara al Washington Post. Esas cosas pasan. De modo que prefirió pagar en efectivo en cualquier antro anónimo. Tres, aunque no llevara un bono oficial, en un hotel de una ciudad grande podría haber sido un huésped conocido o un rostro familiar. O sea que buscó el anonimato fuera de la ciudad. O cuatro, sus gustos sexuales iban más allá de lo que se puede encontrar en las páginas amarillas de D.C., por lo que tuvo que ir donde sabía con seguridad que conseguiría lo que buscaba.

– ¿Pero? -objeté.

– Los problemas uno, dos y tres pueden resolverse recorriendo veinte o veinticinco kilómetros, quizá menos. Cuatrocientos setenta y seis me parece excesivo. Y mientras estoy dispuesta a creer que hay gustos que no pueden satisfacerse en D.C., no entiendo por qué es más probable satisfacerlos aquí, en el quinto pino de Carolina del Norte, y en todo caso supongo que una cosa así costaría bastante más de veinte pavos allá donde uno finalmente la encontrara.

– Así pues, ¿por qué dio el rodeo de novecientos kilómetros?

Summer no respondió. Se limitó a conducir, y a pensar. Cerré los ojos. Los mantuve cerrados más de cincuenta kilómetros.

– Él conocía a la chica -soltó Summer.

Abrí los ojos.

– ¿Y eso?

– Algunos hombres tienen sus preferidas. Tal vez la conocía desde hacía tiempo. En cierto modo estaba chiflado por ella. Puede pasar. Puede llegar a ser casi un asunto amoroso.

– ¿Dónde la habría conocido?

– Ahí mismo.

– En Fort Bird sólo hay Infantería. El general era de Blindados.

– Quizás alguna vez efectuaron maniobras conjuntas. Debería comprobarlo.

No dije nada. Los de Blindados y de Infantería hacían maniobras conjuntas continuamente. Pero se hacían donde estaban los tanques, no los infantes. Es más fácil transportar hombres que tanques.

– O a lo mejor la conoció en Fort Irwin -sugirió Summer-. En California. Tal vez ella trabajaba en Irwin y por algún motivo tuvo que abandonar California. Pero le gustaba trabajar cerca de las bases militares y por eso se trasladó a Bird.

– ¿A qué clase de puta le gustaría trabajar cerca de bases militares?

– A las que les interesa el dinero. O sea a todas, seguramente. Las bases militares sustentan las economías locales de muy diversas maneras.

No comenté nada.

– O quizá siempre trabajó en Fort Bird pero siguió a la Infantería a Fort Irwin cuando en una ocasión se realizaron allí maniobras conjuntas. Estas cosas pueden durar uno o dos meses. Es absurdo quedarse en casa sin clientes, perdiendo el tiempo.

– ¿Qué cree que sucedió? -pregunté.

– Se conocieron en California. Kramer seguramente pasó años en Fort Irwin, entrando y saliendo. Luego ella se trasladó a Carolina del Norte, pero a él aún le gustaba lo suficiente para hacerse una escapada siempre que andaba por D.C.

– Pero ella no hace nada especial por veinte dólares.

– Tal vez él no necesitaba nada especial.

– Podríamos preguntárselo a la viuda.

Summer sonrió.

– Quizás ella simplemente le gustaba. Quizás ella procuró por todos los medios que así fuera. Esto las putas lo hacen muy bien. Lo que más les gusta son los clientes habituales. Para ellas es más seguro si ya conocen al tipo.

Volví a cerrar los ojos.

– ¿Qué? -soltó Summer-. ¿He dicho algo que usted no hubiera pensado?

– No -repuse.


Me quedé dormido antes de salir del estado y me desperté casi cuatro horas después, cuando Summer tomó la vía de acceso a Green Valley casi sin aminorar. Mi cabeza se desplazó a la derecha y golpeó la ventanilla.

– Lo siento -dijo ella-. Debería inspeccionar también las grabaciones telefónicas de Kramer. Seguramente llamó antes, para asegurarse de que ella estaba. No habría hecho todo el camino sólo por si acaso.

– ¿Desde dónde habría llamado?

– Desde Alemania -contestó-. Antes de salir.

– Es más probable que utilizara un teléfono público en Dulles. Pero ya lo comprobaremos.

– ¿Lo comprobaremos?

– Puede usted acompañarme.

Summer no dijo nada.

– Como un test -señalé.

– ¿Es importante esto?

– Probablemente no -dije-. Pero quién sabe. Depende del objeto de la reunión. De los papeles que él llevara allí. Quizás en el maletín llevaba la orden de combate para el Teatro de Operaciones Europeo. O nuevas tácticas, evaluación de puntos flacos, todo ese rollo confidencial.

– El Ejército Rojo va a disgregarse.

Asentí.

– Me preocupan más las caras rojas. Los periódicos o la televisión. Si un periodista encuentra documentos secretos en un cubo de basura cerca de un local de striptease, nos sacarán los colores a todos.

– Quizá la viuda lo sepa. Pudo haberlo hablado con ella.

– No podemos preguntar eso -objeté-. Para ella, él murió mientras dormía con la manta subida hasta la barbilla y no hay más que hablar. Cualquier cosa que nos preocupe al respecto queda estrictamente entre usted, yo y Garber.

– ¿Garber? -dijo.

– Usted, yo y él -precisé.

Vi que sonreía. Se trataba de un caso poco importante, pero para alguien con un traslado pendiente a la 110 Unidad Especial, participar en él con Garber era un claro golpe de suerte.


Green Valley era una ciudad colonial de ensueño, y la casa de los Kramer una construcción antigua y elegante en la zona cara. Victoriana, con tejas de escamas en el tejado y un conjunto de torreones y porches todos pintados de blanco, situada en una hectárea de césped esmeralda. Aquí y allá se veían majestuosos árboles de hoja perenne. Parecía como si alguien los hubiera colocado con cuidado, cosa harto probable, cien años atrás. Nos paramos junto al bordillo y esperamos, mirando tan sólo. No sé en qué pensaba Summer, pero yo estaba recorriendo la escena con la mirada y clasificándola en la «A» de América. Tengo un número de la Seguridad Social y el mismo pasaporte azul y plata que cualquier persona, pero entre los viajes de mi padre fuera del país y los míos sólo alcanzo a reunir unos cinco años de residencia efectiva en Estados Unidos continental. Así que tengo unos cuantos conocimientos de enseñanza primaria, como capitales de países o cuántos gran Slam consiguió Lou Gehrig, y algún rollo de secundaria, como las enmiendas constitucionales o la importancia de la batalla de Antietam, pero ignoro el precio de la leche o cómo son o huelen diferentes lugares. Así que cuando puedo me empapo. Y valía la pena empaparse de la casa de los Kramer. Sin duda. Sobre ella relucía un sol desvaído. Soplaba una ligera brisa y se percibía olor a madera quemada y una suerte de intensa tranquilidad de tarde fría. Era un sitio de esos donde desearías que vivieran tus padres. Podías visitarlo en otoño y recoger hojas con el rastrillo y beber sidra, y luego regresar en verano y cargar una canoa en una camioneta de diez años y poner rumbo a algún lago. Me recordaba a los lugares de los libros ilustrados que había visto en Manila, Guam o Seúl.

– ¿Listo? -dijo Summer.

– Desde luego -respondí-. Acabemos con el asunto de la viuda.

Estaba tranquila. Estaba seguro de que ella lo había hecho antes. Yo también lo había hecho, más de una vez. Nunca era divertido. Summer abandonó el bordillo y enfiló el camino de entrada. Condujo despacio hacia la puerta principal y fue ralentizando la marcha hasta pararse a unos tres metros. Abrimos las puertas al mismo tiempo, salimos al aire frío y nos arreglamos la chaqueta. Dejamos las gorras en el coche. Sería la primera pista para la señora Kramer, por si estaba mirando. Un par de PM frente a tu puerta siempre es mala señal, y si van con la cabeza descubierta, aún peor.

La puerta, pintada de un rojo apagado y pasado de moda, tenía delante una pantalla de vidrio protectora. Llamé al timbre y esperamos. Y seguimos esperando. Empecé a pensar que no había nadie en casa. Volví a llamar. La brisa era fría, más fuerte de lo que parecía en un principio.

– Teníamos que haber avisado que veníamos -dijo Summer.

– No podíamos. No podíamos decir: por favor, quédese en casa cuatro horas a partir de ahora porque tenemos que darle una noticia importante en persona. Se nos hubiese visto el plumero, ¿no le parece?

– He hecho todo el viaje para no tener a nadie a quien abrazar.

– Parece una canción country. Después se te avería la camioneta y se te muere el perro.

Llamé otra vez al timbre. Nada.

– Busquemos algún vehículo -sugirió Summer.

Encontramos uno en un garaje para dos coches construido aparte de la casa. Lo vimos a través de la ventana. Era un Mercury Grand Marquis, verde metálico, largo como un transatlántico. El coche ideal para la esposa de un general. Ni viejo ni nuevo, de gama alta pero no excesivamente caro, color adecuado, americano como él solo.

– ¿Cree que es de ella? -preguntó Summer.

– Es probable. A lo mejor tuvieron un Ford hasta que a él lo ascendieron a teniente coronel. Después lo cambiaron por el Mercury. Seguramente esperaban la tercera estrella antes de pensar en el Lincoln.

– Triste.

– ¿Usted cree? -repuse-. No olvide dónde estaba él anoche.

– ¿Y dónde está ella ahora? ¿Piensa que ha salido a caminar?

Nos volvimos y notamos la brisa en la espalda y oímos un portazo en la parte trasera de la casa.

– Está en el patio -dijo Summer-. Trabajando en el jardín, tal vez.

– El día de Año Nuevo nadie trabaja en el jardín -observé-. Al menos no en este hemisferio. No está creciendo nada.

Regresamos a la parte delantera de la casa y llamamos otra vez. Mejor permitirle que nos recibiera como es debido, según sus propias normas. Pero no apareció nadie. Acto seguido volvimos a oír la puerta, en la parte posterior, golpeando sin ton ni son. Como a merced del viento.

– Deberíamos echar un vistazo -propuso Summer.

Asentí. Una puerta que da golpes tiene un sonido propio. Sugiere toda clase de cosas.

– Sí -dije-. Quizá deberíamos.

Rodeamos la casa hasta la parte de atrás, cortando el viento. Un sendero de losas nos condujo hasta la puerta de una cocina. Se abría hacia dentro, y debía de tener un muelle para mantenerla cerrada. El muelle estaría flojo, pues el viento racheado lo vencía de vez en cuando y hacía golpetear la puerta. Mientras mirábamos golpeó tres veces. Sucedía porque la cerradura estaba rota.

Había sido una buena cerradura, de acero, y había resistido más que la madera circundante. Alguien había utilizado una barra. Había sacudido con fuerza, quizá dos veces, y la cerradura había aguantado pero la madera se había astillado. La puerta se había abierto y la cerradura había caído. Estaba allí mismo, en el sendero de losas. La puerta presentaba una dentellada en forma de medialuna. Los trozos de madera habían volado en todas direcciones y el viento los había ido amontonando.

– Y ahora qué -dijo Summer.

No se apreciaba sistema de seguridad. Ninguna alarma contra intrusos. Ni cajas de empalmes ni cables. Tampoco conexión automática con la policía. Imposible saber si los chicos malos se habían marchado hacía rato o aún se encontraban dentro.

– Y ahora qué -repitió Summer.

Íbamos desarmados, para una visita formal con el uniforme de clase A.

– Cubra la parte delantera -dije-. Por si sale alguien.

Summer se alejó sin decir nada y yo le concedí un minuto para que tomara posición. A continuación empujé la puerta con el codo y entré en la cocina. Cerré a mi espalda y me apoyé contra la hoja para que no golpease. Entonces me quedé inmóvil y escuché.

Nada. Ningún sonido.

La cocina olía ligeramente a verduras guisadas y café pasado. Era grande. Exhibía un punto medio entre el orden y el desorden. Un espacio bien aprovechado. En el otro lado de la estancia había una puerta, a mi derecha. Estaba abierta. Alcancé a ver un pequeño triángulo de parquet encerado de roble. Un pasillo. Me moví muy despacio. Avancé hacia delante y a la derecha para ajustar mi campo visual. La puerta golpeó de nuevo a mi espalda. Vi más trozo de pasillo. Supuse que llegaba hasta la entrada principal. En el lado izquierdo había una puerta cerrada, seguramente un comedor. En el derecho, un estudio o despacho, con la puerta abierta. Distinguí un escritorio, una silla y estanterías de madera oscura. Di un paso cauteloso. Avancé un poco más.

En el suelo del pasillo había una mujer muerta.

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