17

Sánchez nos explicó que los forenses de Columbia habían observado en el cadáver patrones de lividez confusos que, a su juicio, indicaban que llevaba muerto unas tres horas antes de ser arrojado al callejón. La lividez es lo que le pasa a la sangre de una persona después de morir. Se para el corazón, la presión sanguínea baja en picado, la sangre se escurre, desciende y se asienta en las partes inferiores del cuerpo simplemente por la acción de la gravedad. Se queda allí y durante un cierto intervalo tiñe la piel de un color púrpura parecido al del hígado. Entre tres y seis horas después el color queda fijado de manera permanente, como una foto revelada. Un tío que cae muerto de espaldas tendrá un pecho pálido y una espalda púrpura. Y al revés para uno que caiga de bruces. Pero Brubaker presentaba lividez por todas partes. Los forenses conjeturaron que había sido asesinado, después había permanecido tendido de espaldas unas tres horas, y luego lo habían arrojado al callejón cayendo boca abajo. Estaban bastante seguros de la estimación de tres horas, pues a partir de ese lapso las manchas comienzan a fijarse. Según ellos, el cadáver exhibía signos de lividez temprana en la espalda y de otra más importante en el pecho. Decían también que había una franja ancha en mitad de la espalda donde la carne muerta estaba cocida en parte.

– Iba en el maletero de un coche -señalé.

– Justo encima del silenciador -dijo Sánchez-. Un trayecto de tres horas, mucha temperatura.

– Esto cambia muchas cosas.

– Y explica por qué no encuentran su Chevy en Columbia.

– Ni ningún testigo -añadí-. Ni los casquillos, ni las balas.

– Entonces ¿ahora hacia dónde apuntamos?

– ¿Tres horas en un coche? -solté-. ¿De noche y con las carreteras vacías? Cualquier punto situado en un radio de más de trescientos kilómetros.

– Un círculo grandecito -dijo Sánchez.

– Unos trescientos mil kilómetros cuadrados -dije-. Más o menos. Pi multiplicado por el radio al cuadrado. ¿Qué va a hacer la policía de Columbia al respecto?

– Soltar la patata caliente. Ahora es un caso del FBI.

– ¿Y qué opina el Bureau sobre la droga?

– Se muestran un tanto escépticos. Creen que lo nuestro no es la heroína. Que nos van más las anfetaminas y la marihuana.

– Ojalá -dije-. Ahora mismo me tomaría un poco de todo.

– Por otro lado, saben que los tíos de Delta viajan por todo el mundo. Pakistán, Sudamérica. De donde viene la heroína. Así que investigarán un poco, sin esforzarse demasiado.

– Están perdiendo el tiempo. ¿Heroína? ¿Un tipo como Brubaker? Antes muerto.

– Quizá piensan que fue eso. -Y colgó.

Apagué el altavoz y devolví el auricular a su sitio.

– Probablemente sucedió en el norte -señaló Summer-. Brubaker salió de Raleigh. Deberíamos buscar su coche por allí.

– No es un caso nuestro -observé.

– Muy bien, pues el FBI debería hacerlo.

– Seguro que ya andan por allí.

Llamaron a la puerta. Entró un cabo de la PM con unos papeles bajo el brazo. Saludó con elegancia, dio un paso al frente y los dejó en mi escritorio. Dio el mismo paso hacia atrás y volvió a saludar.

– Las fotocopias del registro de la puerta, señor -dijo-. Del uno al cuatro de este mes, las horas solicitadas.

Giró sobre sus talones y salió de la habitación. Cerró la puerta. Miré los papeles. Unas siete hojas. «No era para tanto.»

– A trabajar -dije.


La operación Causa Justa volvió a ayudarnos. El aumento en el grado de DefCon, situación de defensa, había provocado la cancelación de muchos permisos. Por ninguna razón de peso, pues lo de Panamá no era gran cosa, pero así funcionaban los militares. No tenía sentido tener niveles de DefCon si no se podían subir y bajar, y no tenía sentido modificarlos si no había causas visibles. Así pues, tampoco tenía sentido poner en escena pequeños numeritos en el extranjero a menos que la totalidad de la institución notara una emoción indirecta y lejana.

También era absurdo anular permisos sin dar a la gente algo para llenar el tiempo. Por tanto, había sesiones adicionales de instrucción y ejercicios diarios de acción inmediata. La mayoría eran duros y comenzaban temprano. Así pues, para nosotros la principal ventaja era que casi todos los que habían salido para celebrar la Nochevieja habían regresado a la base relativamente pronto. Seguramente habían vuelto todos entre las tres y las cinco de la madrugada, pues a partir de las seis se apreciaba muy poca actividad en los registros.

Las personas que entraron durante las dieciocho horas que revisamos del día de Año Nuevo sumaban diecinueve. Summer y yo estábamos incluidos, pues habíamos regresado de Green Valley y D.C. tras el viaje a casa de la viuda y la visita al Walter Reed. Nos tachamos de la lista.

Aparte de nosotros, los que entraron el 2 de enero eran dieciséis. El 3, doce. Y el 4, antes de las ocho de la noche, diecisiete. En total, sesenta y dos nombres durante el intervalo de ochenta y seis horas. Nueve eran conductores civiles de furgonetas de reparto. Los tachamos. Once estaban repetidos: habían entrado, salido y vuelto a entrar. Como los que van y vienen cada día de casa al trabajo. Por ejemplo, la sargento del turno de noche. La tachamos porque era una mujer, y de poca estatura. En los demás casos, borramos la segunda anotación y cualquier otra posterior.

Al final nos quedaron cuarenta y un individuos, catalogados por el apellido, la inicial del nombre y el rango. No había forma de saber si eran hombres o mujeres. Ni de saber qué hombres eran altos, fuertes y diestros.

– Yo investigaré los géneros -dijo Summer-. Aún tengo las listas de efectivos, donde sale el nombre completo.

Asentí. Cogí el teléfono, localicé al forense y le pedí que nos viésemos inmediatamente en el depósito de cadáveres.


Conduje nuestro Chevy hasta su oficina porque no quería que me vieran andando por ahí con una barra de hierro. Aparqué frente a la puerta del depósito y esperé. El tío apareció al cabo de cinco minutos, caminando desde el club de oficiales. Seguramente le interrumpí en el postre. O acaso estaba aún en el primer plato. Bajé y cogí la barra del asiento trasero. Él le echó una mirada. Me invitó a pasar. Pareció entender lo que yo quería. Abrió la puerta de su despacho, encendió la luz y abrió el cajón. Sacó la barra que había matado a Carbone y la dejó sobre la mesa. Yo coloqué al lado la prestada. Le quité el papel de seda y la moví hasta que formó el mismo ángulo. Eran idénticas.

– En las barras de hierro ¿hay diferencias de anchura? -preguntó el patólogo.

– Más de las que usted se imagina -contesté-. Acaban de darme una conferencia sobre el tema.

– Estas dos parecen la misma.

– Son la misma, como dos gotas de agua. De eso puede estar seguro. Se fabrican por encargo. Son únicas en el mundo.

– ¿Conoció usted a Carbone?

– Sólo lo vi una vez -repuse.

– ¿Qué postura adoptaba?

– ¿En qué sentido?

– ¿Era cargado de espaldas?

Rememoré el oscuro interior del aquel bar. Y la luz dura del aparcamiento. Meneé la cabeza.

– No era lo bastante alto para encorvarse -dije-. Era un tipo fibroso, robusto, se ponía bastante derecho. Como si se apoyara en los talones. Parecía atlético.

– Muy bien.

– ¿Por qué?

– Fue un golpe de arriba abajo. Pero no brusco, sino con un recorrido casi horizontal que se hundió al hacer impacto. Carbone medía uno setenta y cinco. La herida se produjo a uno sesenta y algo del suelo, suponiendo que él no se encorvara. Pero fue propinado desde arriba. Por tanto, el agresor era alto.

– Esto ya nos lo contó el otro día -señalé.

– No; estoy diciendo alto de verdad -aclaró-. He estado haciendo cálculos. El agresor mide entre uno noventa y uno noventa y tres.

– Como yo -dije.

– Y también fuerte como usted. No es fácil partir un cráneo así.

Recordé el escenario del crimen. Estaba salpicado de pequeños montículos de hierba seca y aquí y allá había ramas gruesas como una muñeca, pero en esencia era un terreno liso. No era posible que uno estuviera en un lugar más elevado que el otro.

– Uno noventa o así -dije-. ¿Está usted dispuesto a sostener esa afirmación?

– ¿Ante un tribunal?

– Fue un accidente durante unas maniobras -advertí-. No vamos a ir a juicio. Es sólo entre usted y yo. ¿Estoy perdiendo el tiempo si busco gente que mida menos de metro noventa?

El médico inspiró y espiró.

– Metro ochenta y ocho -dijo-. Para concedernos un margen de error. Sostengo lo de metro ochenta y ocho. No le quepa duda.

– Muy bien -dije.

Me acompañó hasta la puerta, apagó la luz y cerró.


Cuando regresé, Summer se hallaba sentada a mi escritorio, sin hacer nada. Había terminado con su indagación respecto al género. No había tardado mucho. Las listas eran exhaustivas y precisas y los nombres estaban por orden alfabético, como casi todos los papeles del ejército.

– Treinta y tres hombres -dijo-. Veintitrés soldados y diez oficiales.

– ¿Quiénes son?

– Hay un poco de todo. A los delta y los rangers les habían anulado los permisos, pero disfrutaban de pases nocturnos. El día uno el propio Carbone entró y salió.

– Podemos tacharlo.

– Bien, pues treinta y dos hombres. El forense entre ellos.

– Táchelo.

– Treinta y uno entonces -dijo-. Y Vassell y Coomer siguen aquí. Entran y salen el día uno y vuelven a entrar el cuatro a las siete.

– Táchelos. Estaban cenando. Pescado y filete.

– Veintinueve -dijo ella-. Veintidós soldados, siete oficiales.

– Muy bien. Ahora vaya al cuartel y consiga los historiales médicos.

– ¿Para qué?

– Para averiguar su estatura.

– No podré hacerlo en el caso del chófer de Vassell y Coomer el día de Año Nuevo, el comandante Marshall. Era un visitante. Aquí no tenemos su historial.

– El día que murió Carbone tampoco estaba aquí -señalé-. Así que también táchelo.

– Veintiocho -dijo Summer.

– Pues consiga los veintiocho historiales.

Me tendió un trozo de papel. Lo cogí. Era donde yo había escrito «973». Nuestra lista inicial de sospechosos.

– Estamos avanzando -dijo.

Asentí. Ella sonrió y se puso en pie. Se dirigió a la puerta. Yo ocupé mi sitio tras la mesa. Su cuerpo había dejado la silla caliente. Saboreé la sensación hasta que se esfumó. Luego cogí el teléfono. Pedí a la sargento que me pusiera con el intendente de la base. Tardó unos minutos en localizarlo. Supuse que había tenido que sacarlo del comedor. Y que yo le había estropeado la cena, como había sucedido con el forense. Bueno, yo tampoco había comido nada todavía.

– ¿Señor? -dijo el tipo. Sonaba algo fastidiado.

– Tengo que hacerle una pregunta, jefe -dije-. Algo que sólo sabrá usted.

– ¿El qué?

– La estatura y el peso promedio de un soldado varón del ejército de Estados Unidos.

El hombre no respondió de inmediato, pero noté que su fastidio se desvanecía. El Cuerpo de Intendencia compra cada año millones de uniformes, y el doble de botas, con cargo al presupuesto, por lo que sin duda allí les consta hasta el último centímetro y el último gramo. Es su obligación. Y les encanta exhibir sus conocimientos especializados.

– Desde luego -dijo-. En promedio, los hombres adultos americanos de edades comprendidas entre veinte y cincuenta años miden metro setenta y tres y pesan ochenta kilos. En comparación con el conjunto de la población, nosotros tenemos más hispanos, por lo que la estatura media baja un par de centímetros, hasta uno setenta y uno. Y hacemos una instrucción dura, con lo que el peso promedio sube casi un kilo y medio, siendo el músculo generalmente más fibroso que graso.

– ¿Estas cifras son de este año?

– Del anterior -puntualizó-. Este acaba de empezar.

– ¿Cuál es la gama de estaturas?

– ¿Qué quiere saber?

– Cuántos tíos medimos metro ochenta y ocho o más.

– Uno de cada diez -contestó-. En el conjunto del ejército, quizá noventa mil. Como un estadio lleno en la Superbowl. En una base de estas dimensiones, tal vez unos ciento veinte. Un avión medio vacío.

– Muy bien, jefe -dije-. Gracias.

Colgué. «Uno de cada diez.» Summer iba a aparecer con veintiocho historiales médicos. Nueve de cada diez iban a corresponder a tipos demasiado bajos. De modo que, de veintiocho, si teníamos suerte, sólo deberíamos prestar atención a dos. Sin tanta suerte, a tres. De novecientos setenta y tres, dos o tres. «Estamos avanzando.» Miré el reloj. Las 20.30. Sonreí para mis adentros. «Cosas que pasan, Willard», pensé.


Cosas que pasan, desde luego, pero a nosotros, no a Willard. Los valores medios y los promedios nos gastaron su pequeña broma aritmética y Summer apareció con veintiocho historiales de tíos bajos. El más alto medía uno ochenta y tres, pesaba unos míseros setenta y dos kilos y además era capellán.

De niño viví durante un mes en un bungaló cerca de una base militar. No había mesa de comedor. Mi madre pidió que le trajeran una. Llegó en una caja de cartón. Intenté ayudar a montarla. Allí estaban todas las piezas. Un tablero de madera contrachapada, cuatro patas cromadas y cuatro tornillos grandes de acero. Lo dejamos todo en el suelo, en el rincón de comer. El tablero, cuatro patas, cuatro tornillos. Pero no había modo de ensamblarlo. Imposible. Era una especie de diseño inexplicable. Nada encajaba. Nos arrodillamos uno junto a otro y nos concentramos en ello. Luego nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas. El cromo liso era frío en mis manos. Los bordes, ásperos donde el contrachapado tomaba forma en las esquinas. No podíamos armarla. Llegó Joe, lo intentó y tampoco pudo. Lo intentó mi padre, también en vano. Durante un mes comimos en la cocina. Cuando nos trasladamos aún seguíamos tratando de montar aquella mesa. Ahora yo notaba que volvía a forcejear como entonces. Nada se acoplaba. Al principio el motor parecía ir bien, pero luego se calaba y dejaba de funcionar.

– La barra de hierro no entró sola -dijo Summer-. La metió dentro uno de estos veintiocho nombres. Es evidente. No pudo haber llegado aquí de otra manera.

Guardé silencio.

– ¿Quiere cenar algo? -preguntó.

– Pienso mejor cuando tengo hambre -dije.

– Nos hemos quedado sin cosas en que pensar.

Asentí. Recogí los veintiocho historiales médicos y los apilé con cuidado. Coloqué encima la lista inicial de treinta y tres nombres. Treinta y tres, menos Carbone, porque él no llevaba la barra para suicidarse con ella. Menos el forense, porque no era un sospechoso convincente y porque era bajito, y porque su ejercicio con la barra había revelado sus limitaciones. Menos Vassell y Coomer y su chófer Marshall, porque tenían coartadas demasiado buenas. Vassell y Coomer se estuvieron dando un atracón, y Marshall ni siquiera había aparecido.

– ¿Por qué no estaba Marshall? -pregunté.

Summer meneó la cabeza.

– Eso siempre me ha intrigado -dijo-. Es como si Vassell y Coomer hubiesen querido ocultarle algo.

– Lo único que hicieron fue cenar -objeté.

– Sin embargo, seguramente estuvo con ellos en el funeral de Kramer. Así que debieron de decirle expresamente que no les trajera aquí. Una orden formal de bajar del coche y quedarte en casa.

Hice un gesto de asentimiento. Me imaginé la larga hilera de sedanes oficiales negros en el Cementerio Nacional de Arlington, bajo un plúmbeo cielo de enero. Me imaginé la ceremonia, el plegado de la bandera, las salvas de los fusileros. El lento desfile de regreso a los vehículos, hombres con la cabeza descubierta y el mentón hundido en el cuello, contra el frío, tal vez nieve. Me imaginé a Marshall sujetando las puertas del Mercury, primero para Vassell, luego para Coomer. Los llevaría de vuelta al aparcamiento del Pentágono, y luego vería cómo Coomer se sentaba en el asiento del acompañante y Vassell al volante.

– Deberíamos hablar con él -sugerí-. Averiguar qué le dijeron exactamente. Qué razones le dieron. Debió de ser un momento embarazoso. Un favorito como él se sentiría algo excluido.

Cogí el teléfono y le pedí a la sargento que buscase el número del comandante Marshall. Le dije que pertenecía al Estado Mayor del XII Cuerpo, con base en el Pentágono. Contestó que enseguida me lo pasaba. Summer y yo nos quedamos en silencio y esperamos. Observé el mapa de la pared. Pensé que sería lógico quitar la chincheta de Columbia. Desvirtuaba la imagen. Brubaker no había sido asesinado allí, sino en otro sitio. Al norte, al sur, al este, al oeste.

– ¿Va a llamar a Willard? -me preguntó Summer.

– Seguramente. Quizá mañana.

– ¿No antes de medianoche?

– No quiero darle ese gusto.

– Es un riesgo -observó.

– Soy invulnerable.

– Quizá no lo sea para siempre.

– Da igual. Los de Delta Force pronto vendrán por mí. En comparación, todo lo demás parecerá intrascendente.

– Llame a Willard esta noche -dijo Summer-. Éste sería mi consejo.

La miré.

– Como amiga -añadió-. La ausencia sin autorización no es ninguna broma. Es absurdo empeorar las cosas.

– Tiene razón -dije.

– Hágalo ahora -insistió-. ¿Por qué no?

– De acuerdo. -Alargué la mano para coger el teléfono, pero en ese instante la sargento se asomó por la puerta.

Nos explicó que el comandante Marshall ya no se hallaba en Estados Unidos. Su misión temporal había finalizado antes de tiempo. Lo habían hecho volver a Alemania. Había salido de la base aérea de Andrews a última hora de la mañana del 5 de enero.

– ¿De quién recibió la orden? -le pregunté.

– Del general Vassell.

– Muy bien -dije.

La sargento cerró la puerta.

– El cinco de enero -señaló Summer.

– Al día siguiente de la muerte de Carbone y Brubaker.

– Marshall sabe algo.

– Ni siquiera estaba aquí -observé.

– ¿Por qué, si no, lo sacarían de la circulación?

– Es una coincidencia.

– A usted no le gustan las coincidencias -me recordó.

Asentí.

– Muy bien -dije-. Pues vamos a Alemania.

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