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Grave como un ataque cardíaco. Quizás ésas fueron las últimas palabras de Ken Kramer, como una explosión final de pánico en su cabeza mientras dejaba de respirar y se precipitaba en el abismo. No estaba donde debía ni por asomo, y él lo sabía. Estaba donde no debía estar, con alguien de todo punto inadecuado y llevando consigo algo que tenía que haber guardado en un lugar más seguro. Se encontraba en el momento culminante de su juego. Seguramente sonreía, hasta que lo traicionó el repentino golpazo dentro del pecho. Y todo dio un vuelco. El éxito se convirtió en catástrofe. Ya no tenía tiempo de enderezar las cosas.

Nadie sabe cómo es un ataque cardíaco mortal. No hay supervivientes para contárnoslo. Los médicos hablan de necrosis y coágulos, falta de oxígeno y vasos sanguíneos ocluidos. Sugieren rápidas e inútiles palpitaciones, o si no nada de nada. Se valen de palabras como infarto y fibrilación, aunque esos términos no significan nada para nosotros. Deberían decir que te caes muerto y ya está. Y eso es lo que le pasó a Ken Kramer, sin duda. Tan sólo se cayó muerto y se llevó sus secretos a la tumba; y el lío que dejó atrás casi me mata a mí también.


Me hallaba solo en un despacho que no era mío. En la pared había un reloj que no tenía segundero. Sólo las manecillas de las horas y los minutos. Era eléctrico. No hacía tictac. Era totalmente silencioso, como la habitación. Yo observaba con atención el minutero. No se movía.

Esperé.

La manecilla se movió. Recorrió seis grados de golpe. Su movimiento era mecánico, amortiguado y preciso. Saltó, tembló un poco y se paró.

Un minuto.

«Uno fuera, uno me queda.»

«Sesenta segundos más.»

Seguí mirando. El reloj se quedó quieto un largo, larguísimo rato. De pronto la manecilla volvió a saltar. Otros seis grados, otro minuto, justo medianoche, y 1989 pasaba a ser 1990.

Aparté la silla hacia atrás y me puse en pie detrás de la mesa. Sonó el teléfono. Imaginé que alguien iba a desearme feliz año. Pero no. Era un policía civil para comunicar que había un soldado muerto en un motel a cincuenta kilómetros de su puesto.

– He de hablar con el oficial de servicio de la Policía Militar -dijo.

Volví a sentarme a la mesa.

– Yo mismo -repliqué.

– Tenemos a uno de los suyos. Muerto.

– ¿Uno de los míos?

– Un soldado -aclaró.

– ¿Dónde?

– En un motel, en la ciudad.

– ¿Cómo ha muerto? -pregunté.

– Un ataque cardíaco, lo más probable.

Hice una pausa. Volví la hoja del calendario del ejército que había sobre la mesa; el 31 de diciembre dio paso al 1 de enero.

– ¿Algo sospechoso? -inquirí.

– No hemos visto nada.

– ¿Ha visto antes ataques cardíacos?

– Montones.

– Muy bien -dije-. Llame al cuartel.

Le di el número.

– Feliz Año Nuevo -dije.

– ¿No tiene que venir usted? -preguntó.

– No.

Colgué. No tenía por qué ir. El ejército es una institución grande, algo más grande que Detroit y algo menos que Dallas, y tan poco sentimental como una u otra. Sus efectivos constan de 930.000 hombres y mujeres, tan representativos de la población norteamericana como uno quiera. En Estados Unidos, el índice de mortalidad es aproximadamente de 865 por 100.000 habitantes, y si no hay combates, los soldados no mueren en una proporción mayor ni menor que la gente corriente. En general son más jóvenes y están en mejor forma que las personas normales, si bien fuman y beben más y comen peor y están sometidos a una tensión mayor y en la instrucción hacen toda clase de cosas peligrosas. De modo que su esperanza de vida viene a ser la normal. Mueren al mismo ritmo que el resto de la gente. Si representamos gráficamente el índice de mortalidad de los efectivos actuales, veremos que cada día, un año tras otro, mueren veintidós soldados debido a accidentes, suicidios, enfermedades cardíacas, cáncer, apoplejías, dolencias pulmonares, afecciones hepáticas o del riñón. Igual que los ciudadanos de Detroit o Dallas. Así que no tenía por qué ir. No trabajo en ninguna funeraria. Soy policía militar.

La manecilla del reloj brincó, tembló y se quedó quieta. Pasaban tres minutos de la medianoche. Sonó el teléfono. Alguien para desearme feliz Año Nuevo. Era la sargento de la mesa que había delante de mi despacho.

– Feliz Año Nuevo -me dijo.

– Lo mismo digo. ¿No podía levantarse y asomar la cabeza por la puerta?

– ¿No podía asomar usted la suya?

– Estaba al teléfono.

– ¿Quién era?

– Nadie -dije-. Un veterano que no ha podido empezar la nueva década.

– ¿Quiere café?

– Claro -dije-. ¿Por qué no?

Volví a colgar. Llevaba ya en ese trabajo más de seis años, y el café del ejército era una de las cosas que hacían más feliz mi estancia. Era el mejor del mundo sin discusión. Y también las sargentos. Aquélla era una montañesa del norte de Georgia. Hacía dos días que la conocía. Vivía fuera de la base, en un aparcamiento de caravanas cercano. Tenía un niño pequeño. Me lo había contado todo sobre él. No oí nada de marido alguno. Era todo huesos y tendones y dura como el pico de un pájaro carpintero. Pero yo le gustaba, de eso estaba seguro. Porque me había traído café. Si no les gustas, no te traen café. Al revés, te apuñalan por la espalda. Mi puerta se abrió y ella entró con dos tazones, uno para ella y otro para mí.

– Feliz Año Nuevo -repetí.

Dejó los dos tazones sobre la mesa.

– ¿Lo será? -dijo ella.

– No veo por qué no.

– Casi han derribado el Muro de Berlín. Ha salido por la televisión. Se lo estaban pasando en grande.

– Me alegro de que así sea, donde sea.

– Montones de gente. Grandes multitudes, todos cantando y bailando.

– No he visto las noticias -dije.

– Ha sido hace unas seis horas. La diferencia horaria.

– Seguramente aún siguen ahí.

– Llevaban mazos -dijo ella.

– Con todo el derecho. Su mitad es ahora una ciudad libre. Nos pasamos cuarenta y cinco años manteniéndola dividida.

– Pronto ya no tendremos enemigos.

Probé el café. Caliente, negro, el mejor del mundo.

– Hemos ganado -dije-. Cabe suponer que eso es bueno, ¿no?

– No si vives de la paga del Tío Sam.

Iba vestida como yo, con el habitual uniforme de campaña. Las mangas pulcramente subidas. El brazalete de PM exactamente en posición horizontal. Lo llevaría sujeto por detrás con un imperdible. Las botas relucían.

– ¿Tiene algún uniforme de camuflaje para el desierto? -le pregunté.

– Nunca he estado en el desierto.

– Cambiaron el diseño. Le han puesto grandes manchas marrones. Cinco años de investigaciones. Los de Infantería lo llaman pastilla de chocolate. No es un diseño bueno. Tendrán que cambiarlo de nuevo, pero tardarán otros cinco años en decidirse.

– ¿Y?

– Si tardan cinco años en revisar el diseño de un uniforme de camuflaje, su hijo habrá acabado la universidad antes de que decidan la reducción de efectivos. Así que tranquila.

– Muy bien -dijo, sin creerme-. ¿Cree que el chico vale para estudiar?

– No lo conozco.

Ella no respondió.

– El ejército detesta los cambios -señalé-. Y siempre tendremos enemigos.

Siguió callada. Sonó el teléfono. Ella se inclinó y respondió por mí. Escuchó unos once segundos y me tendió el auricular.

– El coronel Garber, señor -dijo-. Está en el Distrito de Columbia.

Cogió su tazón y salió del despacho. El coronel Garber era en última instancia mi jefe, y aunque era un ser humano agradable, no parecía probable que llamara ocho minutos después de iniciado el nuevo año sólo para mostrarse amistoso. No era ése su estilo. Algunos mandamases sí van de ese rollo. En las fiestas importantes vienen la mar de animados, como si fueran uno más. Pero Leon Garber no lo habría hecho ni de broma, con nadie, y menos conmigo. Aunque hubiera sabido que yo estaba allí.

– Reacher al habla -dije.

Hubo una pausa.

– Pensaba que estabas en Panamá -dijo él.

– Recibí órdenes -expliqué.

– ¿Para ir de Panamá a Fort Bird? ¿Por qué?

– No me corresponde a mí preguntar.

– ¿Cuándo fue?

– Hace dos días.

– Vaya trastada, ¿no? -soltó.

– ¿Por qué lo dice?

– Seguramente Panamá era más emocionante.

– No estaba mal -dije.

– ¿Y ya te hacen trabajar en Nochevieja?

– Me ofrecí voluntario. Estoy intentando caer bien.

– Pierdes el tiempo -dijo.

– Una sargento acaba de traerme café.

Guardó silencio.

– ¿Te han llamado para informarte sobre un soldado muerto en un motel?

– Hace ocho minutos -precisé-. Me lo he quitado de encima y he dicho que llamaran al cuartel.

– Pues allí también se lo han quitado de encima y acaban de sacarme de una fiesta para contármelo todo.

– ¿Qué pasa?

– Que el soldado muerto en cuestión es un general de dos estrellas.

– No se me ocurrió preguntar -dije.

Un silencio.

– Los generales son mortales -añadí-. Como todo el mundo.

No hubo respuesta.

– No había nada sospechoso -aduje-. La ha palmado, eso es todo. Ataque cardíaco. Seguramente padecía de gota. No he visto ningún motivo de alarma.

– Es una cuestión de dignidad -dijo Garber-. No podemos cruzarnos de brazos y dejar a un dos estrellas ahí tirado en público. Hemos de hacer acto de presencia.

– ¿Y debo ir yo?

– Preferiría que fuera otro. Pero esta noche seguramente eres el PM de más alto rango que está sobrio. O sea que sí, debes ir tú.

– Tardaré una hora en llegar.

– No va a ir a ninguna parte. Está muerto. Y aún no han encontrado a un forense que esté lo bastante despejado.

– Muy bien -dije.

– Sé respetuoso -aconsejó.

– Muy bien -repetí.

– Y educado -añadió-. Fuera de nuestro terreno estamos en sus manos. Es jurisdicción civil.

– Estoy familiarizado con los civiles. En una ocasión conocí a uno.

– Pero controla la situación -señaló-. Bueno, si hace falta controlarla.

– Seguramente ha muerto en la cama -observé-. Como hace toda la gente.

– Si es preciso, llámame -dijo.

– ¿Está bien su fiesta?

– Estupenda. Mi hija está de visita.

Colgó. Acto seguido llamé al poli que me había dado la noticia y le pedí las señas del motel. Luego dejé el café en mi mesa, salí, se lo expliqué a la sargento y me dirigí al cuartel para cambiarme. Supuse que un acto de presencia requería un verde de clase A, no un uniforme de campaña.


Cogí un Humvee del parque de la PM y salí por la puerta principal. Llegué al motel en menos de cincuenta minutos. Se hallaba a casi cincuenta kilómetros al norte de Fort Bird, tras atravesar el oscuro y vulgar paisaje de Carolina del Norte, formado a partes iguales por centros comerciales, bosques cubiertos de maleza y lo que me pareció que eran campos de boniatos en barbecho. Todo me resultaba nuevo. Nunca antes había prestado servicio allí. Las carreteras estaban despejadas. Todo el mundo se encontraba aún de fiesta. Ojalá pudiera regresar a Bird antes de que todos cogieran sus vehículos y colapsasen las carreteras. Aunque en realidad confiaba en las posibilidades del Humvee en caso de colisión frontal con un vehículo civil.

El motel formaba parte de un conjunto de estructuras comerciales cercanas a un enorme nudo de autopistas. En el centro había una parada de carretera, con una freiduría barata que abría los días de fiesta, y al lado una gasolinera lo bastante grande para atender camiones de dieciocho ruedas. También había un bar sin nombre con mucho neón y sin ventanas, con un letrero luminoso de BAILARINAS EXÓTICAS en color rosa y un aparcamiento del tamaño de un campo de fútbol. Olía a gasoil y había charcos irisados. Se oía una música fuerte procedente del bar, alrededor del cual había coches aparcados en triple fila. Toda la zona brillaba con el amarillo sulfuroso de las altas farolas. El aire nocturno era frío y la niebla se desplazaba en capas. El motel estaba justo al otro lado de la gasolinera. Era una construcción decrépita y de estructura inclinada, con unas veinte habitaciones en toda su longitud. En el extremo de la izquierda se distinguía una oficina con un simbólico porche para vehículos y una máquina de Coca-Cola que zumbaba.

Primera pregunta: ¿por qué un general de dos estrellas iría a un lugar como ése? Casi seguro que si se hubiera alojado en un Holiday Inn no habría habido una investigación del Departamento de Defensa.

Frente a la penúltima habitación había dos coches patrulla estacionados de cualquier manera. Entre ambos se apreciaba un pequeño sedán sin distintivos. Era un Ford sencillo, rojo, de cuatro cilindros, con neumáticos estrechos y tapacubos de plástico. De alquiler, sin duda. Dejé el Humvee al lado de un coche patrulla y salí al fresco. La música del bar se oía más fuerte. Las luces de la penúltima habitación estaban apagadas y la puerta abierta. Supuse que los polis procuraban mantener baja la temperatura interior. Para que el fiambre no oliera demasiado. Tenía ganas de echarle un vistazo. Estaba seguro de que nunca había visto un general muerto.

Tres polis se quedaron en los coches y uno salió a recibirme. Llevaba pantalones de uniforme marrón y una cazadora corta de piel con la cremallera subida hasta el mentón. Sin sombrero. Los distintivos de su cazadora me revelaron que se llamaba Stockton y su rango era adjunto al jefe. De unos cincuenta años, tenía aspecto abatido. Era de estatura mediana y algo fláccido y pesado, pero por el modo en que descifró las insignias de mi chaqueta deduje que era un veterano; como montones de polis.

– Comandante -dijo a modo de saludo.

Asentí. Un veterano, desde luego. Un comandante luce unas pequeñas hojas doradas de roble en la charretera, de unos tres centímetros de ancho, una a cada lado. Aquel tipo las estaba mirando desde abajo y de soslayo, lo cual no era el mejor ángulo de visión. Pero sabía qué eran. Así que estaba familiarizado con los distintivos de rango. Y yo le reconocí la voz. Era el que me había llamado, cuando pasaban cinco segundos de la medianoche.

– Soy Rick Stockton -dijo-, adjunto al jefe.

El hombre estaba tranquilo. Ya había visto montones de ataques cardíacos.

– Soy Jack Reacher. Oficial PM de servicio esta noche.

Él también me reconoció la voz. Sonrió.

– Así pues, ha decidido venir -señaló.

– No me ha dicho que el fallecido era un dos estrellas.

– Pues sí, lo es.

– Sentí curiosidad porque nunca he visto un general muerto -dije.

– Mucha gente tampoco -repuso, y el modo en que lo dijo me indicó que había sido soldado.

– ¿Ejército? -pregunté.

– Marines -contestó-. Sargento primero.

– Mi viejo era marine -dije. Cuando hablaba con marines siempre lo mencionaba. Le da a uno una especie de legitimidad genética. Hace que ellos no te consideren un simple sabueso militar. Pero lo digo de forma vaga. No les digo que mi viejo había sido capitán. Los soldados y los oficiales no ven las cosas con los mismos ojos.

– Humvee -dijo. Miraba mi vehículo-. ¿Le gusta? -preguntó.

Asentí. «Humvee» era la mejor transcripción fonética de HMMWV, o sea Vehículo de Ruedas Multiuso de Alta Movilidad, que lo dice prácticamente todo. Como generalmente en el ejército, donde uno es lo que le ordenan hacer.

– Funciona como en los anuncios -expliqué.

– Muy ancho -opinó él-. No me gustaría conducirlo en la ciudad.

– Llevaría tanques delante -observé-. Le despejarían el camino.

La música del bar sonaba con fuerza. Stockton no dijo nada.

– Vamos a ver al muerto -le sugerí.

Stockton se encaminó hacia el interior. Encendió un interruptor y el pasillo quedó iluminado. Luego otro, y se hizo la luz en la habitación. Vi una distribución típica de motel. Una entrada de un metro de ancho con un armario a la izquierda y un cuarto de baño a la derecha. Luego un rectángulo de seis por cuatro con una encimera empotrada de la misma profundidad que el armario y una cama grande como el baño. Techo bajo. Una ancha ventana con cortinas, y un aparato de calefacción-aire acondicionado incrustado debajo. El mobiliario, marrón, estaba viejo y gastado. El lugar tenía un aspecto inhóspito, húmedo y lamentable.

En la cama había un cadáver.

Estaba desnudo, boca abajo. Blanco, quizá llegando a los sesenta, bastante alto. Tenía la figura de un deportista en decadencia. Como un entrenador. Aún exhibía buenos músculos. Pero estaba echando michelines como les pasa a todos los tíos mayores, por muy en forma que estén. Las piernas eran pálidas y sin vello. Se apreciaban viejas cicatrices. Tenía el pelo gris revuelto y pegado al cuero cabelludo, y la piel agrietada y erosionada en la nuca. Respondía al perfil típico. Si lo hubieran visto cien personas, las cien habrían dicho que era oficial del ejército, sin duda.

– ¿Lo han encontrado así? -inquirí.

– Sí.

Segunda pregunta: ¿cómo? Si un tío coge una habitación para pasar la noche, espera intimidad al menos hasta que la camarera aparezca por la mañana.

– ¿Cómo? -pregunté.

– Cómo ¿qué?

– ¿Cómo lo han encontrado? ¿El mismo llamó al 911?

– No.

– Entonces ¿cómo?

– Ya lo verá.

Hice una pausa. Aún no veía nada.

– ¿Le han dado la vuelta? -pregunté.

– Sí. Y luego lo hemos dejado otra vez así.

– ¿Le importa si echo un vistazo?

– Como si estuviera en su casa.

Me acerqué a la cama, deslicé la mano izquierda bajo la axila del muerto y le di la vuelta. Estaba frío y un poco rígido. El rigor mortis ya había empezado. Lo puse de espaldas y vi cuatro cosas. Primero, su piel tenía la palidez grisácea característica. Segundo, en su cara habían quedado grabados el dolor y la conmoción. Tercero, se había agarrado el brazo izquierdo con la mano derecha, a la altura del bíceps. Y cuarto, llevaba puesto un condón. La presión sanguínea había caído en picado hacía rato, la erección había desaparecido y el preservativo había quedado colgando, en su mayor parte vacío, como un pingajo traslúcido de piel pálida. Había muerto antes de llegar al orgasmo. Eso estaba claro.

– Ataque al corazón -dijo Stockton, a mi espalda.

Hice un gesto de asentimiento. La piel grisácea era un buen indicador. Y también la evidencia de sobresalto, sorpresa y dolor repentino en su brazo izquierdo.

– Masivo -precisé.

– ¿Pero antes o después de la penetración? -preguntó Stockton con una sonrisa.

Miré la zona de las almohadas. La cama estaba aún por deshacer. El tipo se encontraba encima de la colcha, y ésta seguía ajustada sobre las almohadas. Pero había una marca con forma de cabeza, y se apreciaban arrugas donde los codos y los talones habían empujado hacia abajo.

– Cuando ocurrió ella estaba debajo -dije-. Seguro. Tuvo que forcejear para salir.

– Vaya jodida forma de morir para un hombre.

Me volví.

– Conozco otras peores.

Stockton se limitó a sonreír.

– ¿Qué? -solté.

No respondió.

– ¿Alguna noticia de la mujer? -pregunté.

– No le hemos visto el pelo. Se dio a la fuga.

– ¿El tío de recepción la vio?

Stockton volvió a sonreír.

Lo miré. Entonces comprendí. «Un tugurio barato cerca de un cruce de autopistas con una parada de camiones y un bar de striptease, a cincuenta kilómetros al norte de una base militar.»

– Era una puta -señalé-. Por eso lo han encontrado. El de recepción la conocía. La vio salir demasiado pronto, sintió curiosidad por saber el motivo y vino a echar una ojeada.

Stockton asintió.

– Nos llamó enseguida, pero la dama en cuestión ya se había esfumado, naturalmente. Por lo demás, él niega haberla visto jamás. El tipo pretende que éste no es un sitio de esa clase.

– ¿Su departamento ha tenido otros casos por aquí?

– Alguna vez. Es un sitio de esa clase, créame.

«Controla la situación», había dicho Garber.

– Ataque cardíaco, ¿de acuerdo? -dije-. Nada más.

– Seguramente. Pero para estar seguros hace falta la autopsia.

La habitación estaba tranquila. No se oía nada salvo la radio de los coches patrulla y la música del bar al otro lado de la calle. Volví a fijarme en la cama. Observé la cara del muerto. No le conocía. Miré sus manos. En la derecha llevaba un anillo de West Point y en la izquierda una alianza de matrimonio, ancha, vieja, seguramente de nueve quilates. Le miré el pecho. Tenía las placas de identificación ocultas bajo el brazo derecho, por donde había extendido éste para asirse el izquierdo. Levanté el brazo a duras penas y las saqué. Las alcé hasta que la cadena quedó tirante alrededor del cuello. Se llamaba Kramer, católico, grupo sanguíneo O.

– Podemos ocuparnos de la autopsia -sugerí-. En el Centro Médico del Ejército Walter Reed.

– ¿Fuera del estado?

– Es un general.

– Quiere echar tierra sobre el asunto.

– Así es. ¿No haría usted lo mismo?

– Seguramente -dijo.

Solté las placas de identificación, me aparté de la cama y examiné las mesillas de noche y la encimera empotrada. Nada. En la habitación no había teléfono. Supuse que en un lugar como ése habría un teléfono público en la oficina. Miré en el cuarto de baño. Junto al lavabo había un neceser Dopp de cuero negro, cerrado con cremallera. Llevaba grabadas las iniciales KRK. Lo abrí y encontré un cepillo de dientes, una navaja de afeitar, tubos de pasta dentífrica para viajes y jabón de afeitar. Nada más. Ni medicamentos, ni recetas para el corazón ni paquete de condones.

Registré el armario. Había un uniforme de clase A, pulcramente dispuesto en tres colgadores, los pantalones plegados en la barra del primero, la chaqueta en el de al lado, y en el tercero la camisa. La corbata estaba aún en el cuello de la camisa. En un estante encima de los colgadores había una gorra de oficial. Llena de galones dorados. A un lado se veía una camiseta blanca doblada, y al otro unos calzoncillos blancos.

En el suelo del armario había un par de zapatos junto a un portatrajes de lona de un verde apagado, cuidadosamente apoyado contra el fondo. Los zapatos eran de charol, y dentro tenían calcetines enrollados. El portatrajes tenía estropeados los refuerzos de cuero en los puntos de presión. No estaba muy lleno.

– Les enviaremos los resultados -dije-. Nuestro forense les hará llegar una copia sin añadidos ni supresiones. Si hay algo que no les gusta, les devolveremos la pelota; sin preguntas.

Stockton no dijo nada, pero no percibí hostilidad alguna. Algunos polis civiles se enrollan bien. Una base grande como Bird provoca muchas reacciones en el mundo civil circundante. Por tanto, los PM pasamos mucho tiempo con nuestros homólogos civiles, y a veces esto es un coñazo y a veces no. Tenía la sensación de que Stockton no iba a dar problemas. Parecía un tipo tranquilo. O sea, un tanto perezoso, y a la gente perezosa siempre le encanta pasar sus responsabilidades a otros.

– ¿Cuánto? -dije.

– Cuánto ¿qué?

– ¿Cuánto cuesta aquí una puta?

– Veinte pavos bastarían -respondió-. Por estos pagos no abundan las cosas exóticas.

– ¿Y la habitación?

– Quince, probablemente.

Volví a poner el cadáver boca abajo. No fue fácil. Al menos pesaría noventa kilos.

– ¿Qué opina? -pregunté.

– ¿De qué?

– De que hagan la autopsia en el Walter Reed.

Hubo un silencio. Stockton miraba la pared.

– Tal vez sea aceptable -contestó.

Llamaron a la puerta abierta. Un poli de los coches.

– Acaba de llamar el forense -informó-. Tardará al menos otras dos horas en llegar. Es Nochevieja.

Sonreí. Aceptable estaba a punto de convertirse en muy deseable. Al cabo de dos horas Stockton tendría que estar en otra parte. Terminarían un montón de fiestas y las carreteras se convertirían en un caos. Al cabo de dos horas estaría suplicándome que me llevara al tipo a rastras. El policía regresó a su coche a esperar y Stockton cruzó la habitación y se quedó mirando la ventana con cortinas dando la espalda al cadáver. Cogí la percha con la chaqueta del uniforme, la saqué del armario y la colgué en la puerta del cuarto de baño para que le diera la luz de la entrada.

Mirar una chaqueta de clase A es como leer un libro o estar en la barra de un bar mientras un tío te cuenta su vida. Ésa era de la talla del cadáver que yacía en la cama y llevaba grabado el nombre «Kramer» en la chapa, lo que coincidía con las placas de identificación. Tenía un galón Corazón Púrpura con dos conjuntos de hojas de roble de bronce para indicar una segunda y una tercera concesión de la medalla, lo que se correspondía con las cicatrices. Había dos estrellas de plata en las charreteras, lo que confirmaba que era general de división. Las insignias de división en las solapas significaban Blindados y el parche del hombro era del XII Cuerpo. Aparte de eso había un montón de condecoraciones de unidad y una ensaladera completa de medallas que se remontaban a Vietnam y Corea, de las cuales algunas seguramente eran merecidas y otras no. Algunas eran distinciones extranjeras, cuya exhibición estaba autorizada pero no era obligatoria. La chaqueta, relativamente vieja, era una prenda estándar, no hecha a medida, pero estaba bien cuidada. En conjunto revelaba que Kramer había sido presumido en el ámbito profesional pero no en el personal.

Busqué en los bolsillos. Todos vacíos salvo por la llave del coche. Era de alquiler. Estaba prendida de un llavero de plástico transparente que contenía un trozo de papel con el nombre «Hertz» impreso en amarillo y un número de matrícula escrito a mano con bolígrafo negro.

No había cartera. Ni dinero suelto.

Devolví la chaqueta al armario y registré en los pantalones. En los bolsillos, nada. Inspeccioné los zapatos. No contenían nada excepto los calcetines. Examiné la gorra. No ocultaba nada dentro. Cogí el portatrajes y lo abrí en el suelo. Contenía un uniforme de campaña y una gorra M43. Un par de calcetines y camisetas y unas lustradas botas de combate de piel negra sin adornos. Había un compartimiento vacío que supuse era para el neceser Dopp. Nada más. Lo cerré y lo coloqué donde estaba. Me agaché y miré debajo de la cama. Nada.

– ¿Es algo que nos debiera preocupar? -preguntó Stockton.

Me puse en pie y negué con la cabeza.

– No -mentí.

– Pues entonces es todo suyo -dijo-. Pero recibiré una copia del informe.

– Conforme -dije.

– Feliz Año Nuevo -dijo.

Salió en dirección a su coche y yo me dirigí a mi Humvee. Pedí una ambulancia solicitada 10-5 y le dije a mi sargento que la acompañaran dos hombres que enumerarían y empaquetarían todos los efectos personales de Kramer y los llevarían a mi despacho. A continuación me quedé sentado en el asiento del conductor y aguardé a que todos los colegas de Stockton se hubieran marchado. Los vi alejarse en la niebla y luego volví a la habitación y cogí la llave del coche de la chaqueta de Kramer. Salí de nuevo y abrí el Ford.

Dentro no había nada salvo el mal olor del limpiador de tapicerías y una copia del contrato de alquiler. Kramer había recogido el coche aquella tarde a las 13.32 en el aeropuerto internacional Dulles, de Washington D.C. Había pagado con una American Express particular y le habían aplicado un tipo de descuento. Inicialmente el cuentakilómetros marcaba 21.144, ahora 21.620, lo que significaba que había conducido 476 kilómetros, es decir, había hecho prácticamente un desplazamiento en línea recta de allí hasta el motel.

Me guardé el contrato en el bolsillo y cerré el coche. Miré en el maletero. Vacío.

Metí la llave en un bolsillo y crucé en dirección al bar. A cada paso que daba la música se oía más fuerte. A diez metros olí tufo de cerveza y tabaco procedentes de los extractores. Sorteé los vehículos aparcados y llegué a la puerta. Era de madera resistente y estaba cerrada. La abrí de golpe y me asaltó una masa de sonido y un aire denso y caliente. El local estaba abarrotado. Vi cientos de personas y paredes pintadas de negro y focos púrpura y esferas de espejos. En un escenario al fondo había una bailarina en torno a un mástil. Iba a gatas y por todo vestuario llevaba un sombrero blanco de cowboy. Se arrastraba de un lado a otro, cogiendo billetes de un dólar.

Tras una caja registradora había un grandullón con una camiseta negra, el rostro entre las sombras. Gracias al débil rayo de un foco supe que tenía el pecho del tamaño de un bidón de gasolina. La música era ensordecedora y la multitud se apiñaba de pared a pared, hombro con hombro. Retrocedí y dejé que la puerta se cerrara. Me quedé un instante en el aire frío y acto seguido me alejé, crucé la calle y me encaminé a la oficina del motel.

Un espacio deprimente, iluminado con fluorescentes que daban un tono verdoso y rojizo debido a la máquina de Coca-Cola situada junto a la puerta. Tenía en la pared un teléfono público, el suelo de linóleo gastado y un mostrador que le llegaba a uno a la cintura, encastrado en una especie de revestimiento de madera falsa. El recepcionista estaba sentado detrás, en un taburete alto. Blanco, de unos veinte años, el cabello largo y sucio y mentón poco pronunciado.

– Feliz Año Nuevo -dije.

No respondió.

– ¿Has sacado algo de la habitación del muerto? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– Dímelo otra vez.

– No he sacado nada.

Asentí. Le creí.

– Muy bien -dije-. ¿Cuándo se registró?

– No lo sé. Yo llegué a las diez. El ya estaba aquí.

Asentí de nuevo. Kramer se encontraba en el aparcamiento de coches de alquiler en Dulles a la una y media y había conducido casi los kilómetros justos para venir directamente hasta aquí, en cuyo caso se habría inscrito en torno a las siete y media. Quizá las ocho y media si se paró en algún sitio a comer algo. Tal vez las nueve si era un conductor excepcionalmente precavido.

– ¿Llegó a utilizar el teléfono público?

– Está estropeado.

– Entonces ¿cómo conseguisteis la puta?

– ¿Qué puta?

– La que él se estaba cepillando cuando murió.

– Aquí no vienen putas.

– ¿Acaso él la conoció en el bar?

– Su habitación está al final de la hilera. Qué demonios voy a saber.

– ¿Tienes permiso de conducir?

El tío me miró con recelo.

– ¿Por qué?

– Es sólo una pregunta -dije-. O tienes o no tienes.

– Sí tengo -repuso.

– Enséñamelo -ordené.

Yo era más grande que la máquina de Coca-Cola e iba todo cubierto de insignias y medallas, y él hizo lo que se le mandaba, como hacen la mayoría de los veinteañeros flacuchos cuando utilizo ese tono. Levantó el culo del taburete y sacó una cartera del bolsillo trasero del pantalón. La abrió de golpe. Su carnet de conducir se hallaba tras un plástico. Tenía la foto, y su nombre y dirección.

– Bien -dije-. Ahora sé dónde vives. Volveré más tarde a hacerte algunas preguntas. Si no te encuentro aquí, iré a tu casa.

No respondió. Salí y regresé al Humvee a esperar.


Al cabo de cuarenta minutos aparecieron una ambulancia militar y otro Humvee. Dije a mis muchachos que lo cogieran todo, incluido el coche de alquiler, pero no me quedé a ver cómo lo hacían sino que regresé a la base. Una vez en mi despacho prestado, le dije a la sargento que llamara a Garber. Aguardé la llamada en mi mesa. Tardó menos de dos minutos.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Se llamaba Kramer.

– Eso ya lo sé -señaló Garber-. Después de hablar contigo hablé con la policía. ¿Qué le ocurrió?

– Un ataque al corazón. Durante un acto sexual con una prostituta. En la clase de motel que una cucaracha exigente procuraría evitar.

Hubo un silencio.

– Mierda -soltó Garber-. Estaba casado.

– Sí, he visto su alianza. Y el anillo de West Point.

– Promoción del cincuenta y dos -precisó Garber-. Lo he comprobado.

Otro silencio.

– Mierda -repitió-. ¿Por qué la gente inteligente gasta estúpidas bromas como ésta?

No respondí porque no lo sabía.

– Hemos de ser discretos -dijo.

– No se preocupe. Ya hemos empezado a taparlo todo. La policía local me permite llevarlo al Walter Reed.

– Bien. Muy bien. -Hizo una pausa-. Empieza desde el principio, ¿vale?

– Llevaba parches del XII Cuerpo -expliqué-. Eso significa que tenía su base en Alemania. Ayer aterrizó en Dulles, seguramente desde Francfort. Un vuelo civil, desde luego, pues vestía clase A a la espera de un ascenso. En un avión militar habría llevado uniforme de campaña. Alquiló un coche barato y condujo 476 kilómetros y se registró en un motel de quince dólares la habitación y pilló una puta de veinte.

– Sé lo del vuelo -dijo Garber-. He llamado al XII Cuerpo y he hablado con su gente. Les he dicho que había muerto.

– ¿Cuándo?

– Después de hablar con la policía.

– ¿Les ha explicado cómo y dónde ha muerto?

– He dicho que probablemente ha sido un ataque cardíaco, nada más, ni detalles ni el lugar, lo que ahora empieza a parecer una buena decisión.

– ¿Y qué hay del vuelo? -inquirí.

– American Airlines, ayer, de Francfort a Dulles, con llegada a la una y un enlace hoy a las nueve, del Washington National a Los Ángeles. Iba a una reunión del Cuerpo de Blindados en Fort Irwin. Era un comandante de Blindados en Europa. Uno de los importantes. Aparte de la posibilidad de ser nombrado subjefe del Estado Mayor en el plazo de dos años. Es el turno de los blindados. El que hay ahora es de Infantería, y les gusta ir alternando. Kramer tenía posibilidades. Pero ya no, ¿verdad?

– Seguramente no -dije-. Estando muerto y tal.

Garber no contestó.

– ¿Cuánto tiempo iba a quedarse? -pregunté.

– Tenía que estar de vuelta en Alemania antes de una semana.

– ¿Su nombre completo?

– Kenneth Robert Kramer.

– Seguro que sabe su fecha de nacimiento -dije-. Y el lugar.

– ¿Y?

– Y sus números de vuelo y de asiento. Y lo que pagó el gobierno por los billetes. Y si pidió menú vegetariano o no. Y en qué habitación planeaba alojarle el Cuartel de Oficiales de Visita en Fort Irwin.

– ¿Adónde quieres llegar?

– A saber por qué no sabía yo también todo esto.

– ¿Por qué ibas a saberlo? -soltó Garber-. Yo he estado haciendo llamadas y tú has estado husmeando en el hotel.

– ¿Le digo una cosa? Siempre que voy a algún sitio tengo un fajo de billetes de avión y justificantes de viajes y de reservas, y si voy al extranjero llevo conmigo el pasaporte. Y si he de asistir a una reunión, acarreo un maletín para meter todo el papeleo y demás.

– ¿Qué estás diciendo?

– Estoy diciendo que en la habitación del hotel faltan cosas. Billetes, reservas, pasaporte, itinerario. En suma, las cosas que cualquier persona llevaría en un maletín.

Garber no respondió.

– Tenía un portatrajes -proseguí-. De lona verde, con refuerzos de piel marrón. Diez pavos contra uno que había un maletín a juego. Probablemente su esposa había elegido los dos. Seguramente hizo el pedido por correo a L.L. Bean. Quizá por Navidad diez años atrás.

– ¿Y el maletín no estaba?

– Dentro también estaría la cartera, cuando iba vestido de clase A. Con tantas medallas como llevaba, no le cabría en el bolsillo interior.

– ¿Por tanto…?

– Creo que la puta vio dónde guardó él la cartera después de pagarle. Después se metieron en harina, él la diñó, y ella se sacó un pequeño suplemento. Supongo que le robó el maletín.

Garber se quedó unos momentos callado.

– ¿Será un problema? -preguntó.

– Depende de lo que haya en el maletín.

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