Al ir hacia el oeste, los cambios horarios alargaban el día en vez de acortarlo. Nos devolvían las horas que habíamos perdido dos días antes. Aterrizamos en Dulles a las dos de la tarde. Me despedí de Joe, que cogió un taxi y enfiló hacia la ciudad. Yo busqué un autobús y fui detenido antes de encontrar ninguno.
¿Quién vigila a los vigilantes? ¿Quién detiene a un PM? En mi caso fue un trío de suboficiales de la oficina del jefe de la Policía Militar. Había dos W3 y un W4. El W4 me enseñó sus credenciales y sus órdenes y acto seguido los W3 me enseñaron sus Beretta y sus esposas y el W4 me dio una opción: o me portaba bien o me iban a calentar el culo. Esbocé una sonrisa y di el visto bueno a su actuación. Se había desenvuelto bien. Yo no lo habría hecho de otro modo, ni mejor.
– ¿Va usted armado, comandante? -preguntó.
– No.
Si me hubiera creído, yo me habría preocupado por el ejército. Algunos W4 me habrían creído. S e habrían sentido intimidados por las susceptibilidades involucradas. Detener a un superior de tu propio cuerpo es un cometido peliagudo. Pero ese W4 lo hizo bien. Me oyó decir «no» e hizo un gesto con la cabeza a sus W3, que se acercaron y me cachearon de arriba abajo como si yo hubiera dicho «sí, con una ojiva nuclear». Uno me registró el cuerpo mientras el otro hurgaba en la bolsa de lona. Los dos se emplearon a fondo. Antes de darse por satisfechos pasaron unos buenos minutos.
– ¿Necesito ponerle las esposas? -preguntó el W4.
Negué con la cabeza.
– ¿Dónde está el coche? -pregunté.
No contestó. Los W3 formaban a uno y otro lado y ligeramente detrás de mí. El W4 caminaba delante. Cruzamos la acera y pasamos junto a la zona donde esperaban los autobuses y nos dirigimos a una hilera sólo de vehículos oficiales. Había un sedán verde oliva aparcado. Ése era su momento de máximo peligro. En ese instante, un hombre resuelto se pondría en tensión, listo para huir. Ellos lo sabían y formaron algo más apretados. Era un buen equipo. Siendo tres contra uno reducían las posibilidades quizás a un cincuenta por ciento. Pero dejé que me metieran en el coche. Después me pregunté qué habría sucedido si hubiera escapado. A veces me sorprendo lamentando no haberlo hecho.
Era un Chevrolet Caprice. Había sido blanco antes de que el ejército lo pintara de verde. Advertí el color original en la parte interior del marco de la puerta. Asientos forrados de vinilo y ventanillas manuales. Especificación de policía civil. Me deslicé en el asiento trasero y me instalé detrás del acompañante. Después subió W3 mientras el otro se ponía al volante. El W4 se sentó a su lado. Nadie abrió la boca.
Nos encaminamos al este, hacia la ciudad, por la autopista principal. Joe me llevaría una ventaja de cinco minutos en su taxi. Doblamos hacia el sur y al este y atravesamos Tysons Corner. En ese momento supe con seguridad adónde íbamos. Al cabo de unos cuatro kilómetros vimos señales de Rock Creek. Rock Creek es una pequeña ciudad situada a unos cuarenta kilómetros al norte de Fort Belvoir y a unos sesenta al noreste de Quantico. Era lo más cerca que yo había estado de un destino estable. Albergaba el cuartel de la 110 Unidad Especial. Así que sabía adónde íbamos, pero no por qué.
El cuartel de la 110 era básicamente una oficina y unas instalaciones de suministros. No había celdas ni espacios de detención seguros. Me encerraron en una sala de entrevistas. Tiraron mi bolsa sobre la mesa y cerraron la puerta dejándome solo. Era una habitación en la que yo había encerrado a otros antes. Así que sabía cómo funcionaba. Uno de los W3 estaría apostado en el pasillo. Quizá los dos. De modo que incliné hacia atrás la sencilla silla de madera, apoyé los talones en la mesa y esperé.
Esperé una hora. Estaba incómodo, y hambriento y deshidratado por el viaje. Supuse que si ellos lo hubieran sabido me habrían tenido aguardando dos horas. O más. El caso es que volvieron al cabo de sesenta minutos. El W4 me indicó con la barbilla que me levantara y lo siguiera. Los W3 se colocaron detrás. Me hicieron subir dos tramos de escaleras. Me hicieron doblar a la izquierda y a la derecha por sombríos corredores desnudos. Entonces no tuve dudas sobre el lugar al que nos dirigíamos. El despacho de Leon Garber. Pero no sabía el motivo.
Me hicieron parar delante de la puerta. Era de vidrio serigrafiado en el que ponía OM en letras doradas. Había estado allí muchas veces pero nunca detenido. El W4 llamó, esperó, abrió la puerta y dio un paso atrás para que yo entrase. Cerró la puerta a mi espalda y se quedó en el otro lado, en el pasillo con sus hombres.
Tras la mesa de Garber había un hombre que no conocía. Un coronel, en uniforme de campaña. En su identificación se leía «Willard, Ejército de EE.UU.». Tenía el cabello de un gris hierro y con raya estilo colegial. Necesitaba arreglárselo un poco. Llevaba gafas de montura metálica y mostraba una de esas caras tristes y con patas de gallo de los que ya parecen viejos a los veinte. Era de poca estatura y relativamente achaparrado y el modo en que sus hombros no lograban encajar bien en el uniforme revelaba que no se pasaba por el gimnasio. Le costaba estarse quieto. Se balanceaba hacia la izquierda y tiraba de sus pantalones donde lo apretaban, por encima de la rodilla derecha. No llevaba yo diez segundos en la habitación y él ya había cambiado de posición tres veces. Quizá padecía hemorroides, o estaba nervioso. Sus manos eran fláccidas, de uñas descuidadas. No llevaba anillo de boda. Divorciado, seguro. Tenía toda la pinta. Ninguna esposa le dejaría ir por ahí con ese pelo. Y ninguna esposa habría soportado tanto balanceo y tanto tic nervioso. Al menos no por mucho tiempo.
Yo debería haberme puesto firmes, saludar y anunciar: «Se presenta el comandante Reacher, señor.» Pero no pensaba hacerlo ni loco. Me limité a echar una mirada perezosa alrededor y me paré tranquilamente frente a la mesa.
– Quiero explicaciones -soltó el tal Willard, y se removió de nuevo en la silla.
– ¿Quién es usted? -pregunté.
– Puede leer quién soy.
– Puedo leer que es un coronel del ejército que se llama Willard. Pero no puedo explicarle nada antes de saber si está en mi cadena de mando.
– Yo soy su cadena de mando, hijo. ¿Qué pone en la puerta?
– Oficial al mando -contesté.
– ¿Y dónde estamos?
– En Rock Creek, Virginia -dije.
– Muy bien, pues está claro -soltó.
– Usted es nuevo -dije-. No nos conocemos.
– He asumido el mando hace cuarenta y ocho horas. Y nos conocemos ahora. Y ahora quiero explicaciones.
– ¿De qué?
– Para empezar, usted ha estado ASA -dijo.
– ¿Ausente Sin Autorización? ¿Cuándo?
– Las últimas setenta y dos horas.
– Incorrecto -repliqué.
– ¿Cómo?
– Mi ausencia estaba autorizada por el coronel Garber.
– No es cierto.
– Llamé a este despacho -precisé.
– ¿Cuándo?
– Antes de marcharme.
– ¿Recibió usted la autorización?
Hice una pausa.
– Dejé un mensaje. ¿Me está diciendo que él denegó la autorización?
– No se encontraba aquí. Unas horas antes había recibido órdenes de trasladarse a Corea.
– ¿Corea?
– Le han dado el mando de la PM.
– Ese es un puesto para un general de brigada.
– Está actuando como tal. El ascenso se confirmará en otoño.
No repliqué.
– Garber se ha ido -dijo Willard-. Y ahora estoy yo. El tiovivo militar continúa. Acostúmbrese a esto.
Hubo un silencio. Willard me sonrió. No era una sonrisa agradable, más bien burlona. Me habían quitado la alfombra de debajo de los pies y él observaba cómo iba a caerme al suelo.
– Fue buena idea la de explicar sus planes de viaje -señaló-. Así lo de hoy ha sido más fácil.
– ¿Cree que una ASA justifica una detención? -pregunté.
– ¿Usted no?
– Fue un simple fallo en la comunicación.
– Usted dejó su puesto sin autorización, comandante. Los hechos son éstos. Y no cambia nada el que usted tuviera una vaga expectativa de que la autorización le sería concedida. Esto es el ejército. No actuamos adelantándonos a las órdenes o los permisos. Esperamos a recibirlas y confirmarlas como es debido. Lo contrario conduciría a la anarquía y el caos.
Permanecí callado.
– ¿Adónde ha ido?
Me imaginé a mi madre, apoyada en el andador de aluminio. Y el rostro de mi hermano mientras me miraba hacer el equipaje.
– Me tomé unas cortas vacaciones -expliqué-. Fui a la playa.
– La detención no es por la ASA -puntualizó Willard-. Sino porque la tarde del día de Año Nuevo vestía clase A.
– ¿Eso ahora es delito?
– Y llevaba el nombre en la placa.
No respondí.
– Mandó a dos civiles al hospital llevando su nombre en la placa.
Lo miré fijamente. Me devané los sesos. No creía que cara de mapa y aquel granjero se fueran a complicar la vida por mí. Imposible. Eran tontos pero no tanto. Sabían que yo sabría dónde encontrarlos.
– ¿Quién lo dice?
– En el aparcamiento tuvo usted mucho público.
– ¿Uno de los nuestros?
Willard asintió.
– ¿Quién? -inquirí.
– No tiene por qué saberlo.
Guardé silencio.
– ¿Tiene algo que declarar? -preguntó Willard.
Pensé: «El chivato no testificará en el consejo de guerra. Seguro, maldita sea. Eso es lo que tengo que declarar.»
– No tengo nada que declarar -repuse.
– ¿Qué cree que debería hacer con usted?
No contesté.
– ¿Qué cree que debería hacer? -insistió.
«Entender la diferencia entre un subnormal profundo y un simple gilipollas, camarada. Eso deberías hacer.»
– La elección es suya -dije-. Usted decide.
Asintió.
– También tengo informes del general Vassell y del coronel Coomer.
– ¿Y qué dicen?
– Dicen que usted se dirigió a ellos de manera irrespetuosa.
– En este caso, los informes son incorrectos.
– ¿Como la ASA?
No repliqué.
– Póngase firmes -dijo Willard.
Lo miré. Conté mil. Dos mil. Tres mil. Luego me puse firmes.
– Muy lento -soltó.
– No pretendo ganar una competición de instrucción -repliqué.
– ¿Qué interés tenía usted en Vassell y Coomer?
– Se ha extraviado un orden del día de la reunión de la División de Blindados. Necesito saber si contenía información confidencial.
– No había tal orden del día -dijo Willard-. Vassell y Coomer lo han dejado muy claro. A mí y a usted. Preguntar es lícito. Desde un punto de vista técnico usted tiene derecho a hacerlo. Pero no creer la respuesta directa de un superior es una falta de respeto. Es casi hostigamiento.
– Señor, me gano la vida con esto. Creo que había un orden del día.
Ahora Willard no dijo nada.
– ¿Puedo preguntarle cuál era su anterior unidad? -dije.
Se removió en la silla.
– Servicio de información -respondió.
– ¿Moviéndose sobre el terreno? -pregunté-. ¿O sobre la silla?
No respondió. «Sobre la silla.»
– ¿Ha ido usted a alguna reunión sin orden del día? -inquirí.
Me clavó la mirada.
– Éstas son órdenes directas, comandante -dijo-. Uno, abandone su interés en Vassell y Coomer. Inmediatamente, en el acto. Dos, deje de interesarse por el general Kramer. No queremos banderas izadas sobre esta cuestión, al menos no en las actuales circunstancias. Tres, acabe con la implicación de la teniente Summer en los asuntos de la unidad especial, ipso facto. Es una PM de rango menor y en lo que a mí respecta siempre lo será. Cuatro, no intente ponerse en contacto con los civiles a los que apalizó. Y cinco, no trate de identificar al testigo.
No dije nada.
– ¿Entiende las órdenes? -preguntó.
– Las preferiría por escrito.
– Verbalmente ya valen -señaló-. ¿Entiende las órdenes?
– Sí -respondí.
– Retírese.
Conté mil. Dos mil. Tres mil. Luego saludé y di media vuelta. Hice todo el trayecto hasta la puerta antes de que él soltara su último comentario:
– Dicen que es una gran estrella, Reacher. Pues bien, ahora ha de decidir si quiere seguir siendo una gran estrella o un cabrón arrogante y sabelotodo. Y debe tener presente que los cabrones arrogantes y sabelotodo no le gustan a nadie. Y conviene que recuerde también que estamos llegando a un punto en que va a importar si gustas o no a la gente. Y mucho.
No contesté.
– ¿Ha quedado claro, comandante?
– Como el agua -respondí.
Puse la mano en el pomo de la puerta.
– Una última cosa -añadió-. Voy a retener la denuncia por brutalidad todo el tiempo que pueda. En consideración a su currículum. Ha tenido suerte de que llegara por vía interna. Pero recuerde que sigue aquí, que no está archivada.
Abandoné Rock Creek antes de las cinco de la tarde. Cogí un autobús a Washington D.C. y otro hacia el sur por la I-95. Después me quité la insignia de la solapa e hice los últimos cincuenta kilómetros hasta Fort Bird en autostop. Así se va más rápido. La mayor parte del tráfico lo constituyen soldados en activo, soldados licenciados o sus familias, y la mayoría recela de la PM. La experiencia me dictaba que todo iría mejor si guardaba los distintivos en el bolsillo.
Conseguí que me llevaran y me dejaran a menos de cuatrocientos metros de la puerta principal a las once y pico de la noche, el 4 de enero, tras haber pasado algo más de seis horas en la carretera. Carolina del Norte estaba fría y oscura como boca de lobo. Muy fría, de modo que recorrí los casi cuatrocientos metros al trote para entrar en calor. Cuando llegué a la puerta, jadeaba. Entré y corrí a mi oficina. Dentro se estaba caliente. Estaba de servicio la sargento del niño pequeño. Tenía café recién hecho. Me dio una taza y entré en el despacho y vi una nota de Summer sobre la mesa, sujeta con un clip a un delgado expediente verde. El expediente contenía tres listas. La de las mujeres con Humvee, la de las mujeres de Fort Irwin, y el registro de entrada y salida de la puerta principal en Nochevieja. Las dos primeras eran relativamente cortas. La de la puerta era un tumulto. La gente había estado de marcha toda la noche, entrando y saliendo. Pero sólo había un nombre común a las tres recopilaciones: la teniente coronel Andrea Norton. Summer había marcado el nombre con un círculo en las tres. En su nota ponía: «Llámeme sobre Norton. Espero que su mamá esté bien.»
Vi el viejo mensaje con el teléfono de Joe y le llamé primero a él.
– ¿Te mantienes en pie? -pregunté.
– Deberíamos habernos quedado -dijo.
– Dio a la enfermera el día libre -repliqué-. Ella sólo quería eso, un día.
– Aun así teníamos que habernos quedado.
– No quiere espectadores -objeté.
No respondió.
– Tengo una pregunta -dije-. Cuando estabas en el Pentágono, ¿conociste a un capullo llamado Willard?
Se quedó callado, cambiando de marcha, buscando en su memoria. Ya llevaba algún tiempo fuera del servicio de información.
– ¿Un hombre achaparrado? -dijo-. ¿Que no sabe estarse quieto? ¿Siempre removiéndose en la silla y jugueteando con los pantalones? Uno de oficinas. Comandante, creo.
– Ahora es todo un coronel -dije-. Acaban de adscribirle a la 110. Es mi oficial al mando en Rock Creek.
– ¿Información militar en la 110? Bueno, tiene sentido.
– Para mí no.
– Es la nueva teoría -aclaró Joe-. Están imitando la doctrina del sector privado. Creen que los ignorantes son buenos porque no pertenecen al statu quo. Pueden aportar perspectivas nuevas.
– ¿Hay algo que yo deba saber de ese tío?
– Lo has llamado capullo, así que al parecer ya lo conoces. Era listo, pero también un gilipollas, sin duda. Malintencionado, mezquino, muy corporativo, hábil en la política de despacho, un trepa y excelente lameculos, siempre sabía en qué dirección soplaba el viento.
No hice comentarios.
– Un desastre con las mujeres -dijo Joe-. Eso lo recuerdo.
Seguí callado.
– Es un ejemplo perfecto de lo que hablamos. Él estaba en la sección de Asuntos Soviéticos. Por lo que recuerdo, controlaba su producción de tanques y su consumo de combustible. Me parece que ideó una especie de algoritmo que revelaba el tipo de entrenamiento de las fuerzas blindadas soviéticas partiendo de la cantidad de combustible que gastaban. Durante un año o así estuvo en primera fila. Pero creo que ha visto el futuro. Logró salir de allí cuando las cosas le iban bien. Tú deberías hacer lo mismo. Al menos pensar en ello. Lo que hablamos.
No repliqué.
– Entretanto ve con cuidado -añadió Joe-. No me gustaría tener a Willard como jefe.
– Todo irá bien -dije.
– Tendríamos que habernos quedado en París -dijo, y colgó.
Localicé a Summer en el bar del club de oficiales. Estaba tomando una cerveza apoyada contra la pared junto a un par de W2. Al verme les dejó.
– Garber se ha ido a Corea -dije-. Tenemos a un tipo nuevo.
– ¿Quién?
– Un coronel llamado Willard. Del servicio de información.
– Entonces ¿cómo satisface los requisitos?
– No los satisface. Es un gilipollas.
– ¿Eso le cabrea?
Me encogí de hombros.
– Dice que hemos de abandonar el asunto Kramer.
– ¿Y lo vamos a hacer?
– Dice también que no hable más con usted. Y que va a rechazar su solicitud.
Apartó la vista.
– Mierda -soltó.
– Lo lamento -dije-. Sé que lo deseaba.
Summer volvió a mirarme.
– ¿Habla en serio sobre lo de Kramer? -preguntó.
Asentí.
– Habla en serio acerca de todo. Me hizo detener en el aeropuerto, para dejarlo todo bien claro.
– ¿Detenido?
Asentí de nuevo.
– Alguien me denunció por lo de aquellos tipos del aparcamiento.
– ¿Quién?
– Uno de los veteranos del público.
– ¿Uno de los nuestros? ¿Quién?
– No lo sé.
– Es deprimente.
Lo confirmé con un gesto.
– No me había pasado nunca.
Ella meneó la cabeza.
– ¿Cómo está su mamá? -preguntó.
– Se rompió una pierna -contesté-. No es grave.
– Puede pillar una neumonía.
Asentí de nuevo.
– Le hicieron radiografías. No tiene neumonía.
Summer alzó los párpados.
– ¿Puedo hacer la pregunta obvia? -dijo.
– ¿Hay una?
– Agresión con agravantes a civiles es un asunto serio. Y por lo visto hay un informe y un testigo; suficiente para detener a alguien.
– ¿Entonces?
– Entonces ¿cómo es que está usted libre?
– Willard retiene la denuncia.
– ¿Por qué? ¿No es un gilipollas?
– En consideración a mi expediente. Es lo que ha dicho.
– ¿Y usted le ha creído?
Negué con la cabeza.
– En la denuncia debe de haber algún fallo -dije-. Un capullo como Willard la utilizaría si pudiera, sin duda. Le importa poco mi currículum.
– En la denuncia no puede haber ningún fallo. Un testigo militar es lo mejor con que pueden contar. Declarará donde le digan. Es como si la hubiera redactado el propio Willard.
No dije nada.
– Entonces ¿por qué está usted aquí? -preguntó ella.
Oí a Joe decir: «Deberías enterarte de quién deseaba tanto que estuvieras en Fort Bird hasta el punto de echarte de Panamá y reemplazarte por un gilipollas.»
– No sé por qué estoy aquí -repuse-. No sé nada. Hábleme de la teniente coronel Norton.
– Estamos fuera del caso.
– Pues hágalo sólo para satisfacer mi curiosidad.
– No es ella. Tiene una coartada. Estuvo en una fiesta en un bar fuera del puesto. Toda la noche. La vieron unas cien personas.
– ¿Qué hace?
– Es instructora de Operaciones Psicológicas. Una doctora psicosexual especializada en atacar la seguridad emocional del enemigo relacionada con sus sensaciones de masculinidad.
– Parece una dama divertida.
– Si la invitaron a una fiesta en un bar, alguien cree que es una dama divertida.
– ¿Ha averiguado quién acompañó a Vassell y Coomer hasta aquí?
Summer asintió.
– Los de la puerta lo anotaron como comandante Marshall. Busqué y me enteré de que es miembro del Estado Mayor del XII Cuerpo, destacado temporalmente en el Pentágono. Una especie de favorito. Ha estado por aquí desde noviembre.
– ¿Ha comprobado las llamadas desde el hotel de D.C.?
Asintió nuevamente.
– No hubo ninguna -respondió-. En la habitación de Vassell se recibió una a las doce veintiocho de la mañana. Supongo que era del XII Cuerpo, desde Alemania. Ninguno de los dos efectuó llamadas.
– ¿Ni una?
– Ni una.
– ¿Está segura?
– Totalmente. Es una centralita. Para una línea exterior se marca el nueve y el ordenador lo registra automáticamente. Para que conste en la factura así ha de ser.
«Callejón sin salida.»
– Muy bien -dije-. Olvídese de todo.
– ¿En serio?
– Órdenes son órdenes. Si no, sobreviene la anarquía y el caos.
Regresé a mi despacho y llamé a Rock Creek. Supuse que Willard se habría ido hacía rato. Era de esos tíos cuya vida tiene un horario de atención al público. Hablé con un empleado y le pedí que me buscara una copia de la orden original por la que se me trasladaba de Panamá a Fort Bird. Los cinco minutos que tardó en volver a ponerse al teléfono los pasé leyendo las listas de Summer. Estaban llenas de nombres que no me decían nada.
– Tengo aquí la orden, señor -dijo mi interlocutor.
– ¿Quién la firmó?
– El coronel Garber, señor.
– Gracias -dije, y colgué.
A continuación me quedé diez minutos sentado, preguntándome por qué la gente me estaba mintiendo. Luego me olvidé del asunto porque volvió a sonar el teléfono y un joven PM que estaba de patrulla rutinaria me comunicó que había una víctima de homicidio en el bosque. Parecía algo grave de veras. El chico tuvo que interrumpirse dos veces para vomitar antes de poder terminar su informe.