6

Oímos un lento arrastrar de pies dentro del piso, y tras un largo instante mi madre abrió la puerta.

– Bonsoir, maman -dijo Joe.

Yo sólo la miré fijamente.

Estaba muy delgada y tenía el pelo muy gris, iba muy encorvada y parecía cien años mayor que la última vez que la había visto. En la pierna izquierda llevaba una larga y pesada escayola y se apoyaba en un andador de aluminio. Lo aferraba con fuerza y en sus manos aprecié huesos, venas y tendones que sobresalían. Ella estaba temblando. Su piel parecía traslúcida. Sólo los ojos eran como yo los recordaba. Azules, achispados y llenos de júbilo.

– Joe -dijo ella-. Y Reacher.

Siempre me llamaba por el apellido. Nadie recuerda por qué. Quizás había empezado yo, cuando niño. Tal vez ella había seguido con ello; pasa en todas las familias.

– Mis chicos -dijo-. Míralos.

Hablaba despacio y con voz entrecortada, pero con una sonrisa de felicidad dibujada en la cara. Nos acercamos y la abrazamos. Estaba fría, frágil y endeble. Parecía pesar menos que el andador de aluminio.

– ¿Qué pasó? -pregunté.

– Entrad -dijo-. Estáis en casa.

Hizo girar el andador con movimientos cortos y torpes y recorrió otra vez el pasillo arrastrando los pies. Jadeaba y resollaba. Yo la seguí. Joe cerró la puerta y me siguió. El pasillo, estrecho y de techo alto, desembocaba en una sala de estar con suelo de madera, sofás blancos, paredes blancas y espejos enmarcados. Mi madre se llegó hasta un sofá, se colocó lentamente de espaldas y se dejó caer. Pareció desaparecer en sus honduras.

– ¿Qué pasó? -repetí.

No contestó. Se limitó a rechazar la pregunta con un movimiento de la mano. Joe y yo nos sentamos, uno junto a otro.

– Tendrás que contárnoslo -dije.

– Hemos hecho un largo viaje -le recordó Joe.

– Creía que sólo veníais de visita -repuso ella.

– No es verdad -corregí.

Ella se quedó mirando una mancha de la pared.

– No es nada -dijo.

– Pues no lo parece.

– Bueno, fue sólo mala sincronización.

– ¿En qué sentido?

– Tuve mala suerte -explicó.

– ¿Por qué?

– Me atropello un coche y me rompí la pierna.

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Hace dos semanas. Justo delante de la puerta, aquí en la avenue. Llovía, yo llevaba un paraguas que me tapaba la visión, salí, y el conductor me vio y frenó. Pero el pavé estaba mojado y el coche patinó y se deslizó hacia mí, muy despacio, como a cámara lenta. Y yo me quedé paralizada, sin poder moverme. Noté el golpe en la rodilla, muy leve, como un beso, pero partió el hueso. Dolía como todos los demonios.

Recordé el tipo del aparcamiento del nudo de autopistas cerca de Bird, retorciéndose en un charco grasiento.

– ¿Por qué no nos lo dijiste? -inquirió Joe.

Mi madre no respondió.

– Pero se curará, ¿no? -preguntó él.

– Desde luego. Es algo sin importancia.

Joe me miró.

– ¿Qué más? -pregunté.

Ella siguió mirando la ventana. Hizo otra vez el ademán desdeñoso con la mano.

– ¿Qué más? -preguntó Joe.

Ella me miró y luego miró a mi hermano.

– Me hicieron radiografías -explicó-. Según ellos, soy una vieja. Según ellos, las mujeres viejas que se rompen huesos corren el riesgo de sufrir neumonía. Porque guardamos cama y permanecemos inmóviles y nuestros pulmones pueden infectarse.

– ¿Y?

Mi madre guardó silencio.

– ¿Tienes neumonía? -inquirí.

– No.

– Entonces ¿qué tienes?

– Ellos lo descubrieron. En la radiografía.

– Descubrieron ¿qué?

– Que tengo cáncer.

Hubo un largo silencio.

– Pero tú ya lo sabías -dije por fin.

Ella me sonrió, como hacía siempre.

– Sí, cariño, ya lo sabía.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace un año -contestó.

Otro silencio.

– ¿Qué clase de cáncer? -preguntó Joe al cabo.

– Ahora ya de todas las clases.

– ¿Se puede curar?

Ella se limitó a negar con la cabeza.

– ¿Se podía curar?

– No lo sé -repuso-. No pregunté.

– ¿Cuáles eran los síntomas?

– Dolores de estómago. Y no tenía hambre.

– ¿Y luego se extendió?

– Ahora duele todo. Está en los huesos. Y esta estúpida pierna no ayuda en nada.

– ¿Por qué no nos lo dijiste?

Se encogió de hombros. Típicamente francesa, femenina, obstinada.

– ¿Qué iba a decir? -soltó.

– ¿Por qué no fuiste al médico?

Esperó un rato antes de responder.

– Estoy cansada -dijo.

– ¿De qué? -dijo Joe-. ¿De la vida?

Ella sonrió.

– No, Joe. Quiero decir que estoy cansada. Es tarde y he de acostarme, es sólo eso. Ya hablaremos mañana. Lo prometo. No le demos tantas vueltas.

Dejamos que se fuera a la cama. No había más remedio. Era la mujer más testaruda que uno pueda imaginar. En la cocina encontramos algo de comer. Ella había dejado víveres para nosotros, estaba claro. La nevera estaba llena de cosas que no tendrían ningún interés para una mujer sin apetito. Comimos paté y queso, preparamos café y nos sentamos a la mesa a tomarlo. Cinco plantas más abajo de la ventana, la Avenue Rapp estaba tranquila, silenciosa y desierta.

– ¿Qué opinas? -me preguntó Joe.

– Creo que se está muriendo. Al fin y al cabo, por eso hemos venido.

– ¿Podemos hacer que siga un tratamiento?

– Es demasiado tarde. Sería una pérdida de tiempo. Y no podemos obligarla a nada. ¿Alguna vez alguien ha conseguido que ella hiciera algo que no quería hacer?

– ¿Por qué no quiere?

– No lo sé.

Joe se quedó mirándome.

– Es una fatalista -solté.

– Sólo tiene sesenta años.

Asentí. Cuando nací yo, ella tenía treinta, y cuarenta y ocho cuando yo dejé de vivir en el sitio al que llamábamos hogar, dondequiera que estuviera. Yo no me había dado cuenta de su edad en absoluto. A los cuarenta y ocho años parecía más joven que yo a los veintiocho. Hacía un año y medio que no la veía. Me había detenido en París dos días, en mi recorrido de Alemania a Oriente Medio. Estaba bien. Tenía un aspecto magnífico. Entonces llevaba ya dos años de viuda, y, como le pasa a mucha gente, ese período de dos años había sido como doblar una esquina. Parecía una persona con mucha vida por delante.

– ¿Por qué no nos lo dijo? -preguntó Joe.

– No sé.

– Ojalá lo hubiera hecho.

– Cosas que pasan -dije.

Joe simplemente asintió.


Había preparado la habitación de invitados con toallas y sábanas limpias y en las mesillas de noche había puesto flores en jarrones de porcelana fina. Era una habitación pequeña y fragante con dos camas idénticas. Imaginé a mi madre forcejeando de acá para allá con su andador, peleando con los edredones, doblando, alisándolo todo.

Joe y yo no abrimos la boca. Colgué el uniforme en el armario y me lavé en el cuarto de baño. Puse mi despertador mental a las siete, me metí en la cama y durante una hora estuve ahí tumbado mirando el techo. Luego me dormí.


Me desperté a las siete en punto. Joe ya estaba levantado. Quizá no había dormido nada. Tal vez estaba acostumbrado a un estilo de vida más normal que yo. A lo mejor el jet lag le había fastidiado más. Me duché y saqué de la bolsa de lona unos pantalones de faena y una camiseta y me los puse. Encontré a Joe en la cocina. Estaba haciendo café.

– Mamá todavía duerme -dijo-. Seguramente es por la medicación.

– Iré por el desayuno -dije.

Me puse el abrigo y anduve una manzana hasta una pastelería que conocía en la Rue Saint Dominique. Compré cruasanes y pain au chocolat que me llevé a casa en una bolsa de papel encerado. Mi madre seguía en su dormitorio.

– Se está suicidando -dijo Joe-. No podemos dejar que lo haga.

No repliqué.

– ¿Qué? -me instó-. Si ella cogiera un arma y se la llevara a la sien, ¿no se lo impedirías?

Me encogí de hombros y repuse:

– Ya se la ha llevado a la sien. Y hace un año apretó el gatillo. Ahora es demasiado tarde. Ya se ha encargado ella de que así sea.

– ¿Por qué?

– Hemos de esperar que nos lo explique ella misma.


Lo hizo durante una conversación que duró casi todo el día. Transcurrió por partes. Comenzamos en el desayuno. Ella abandonó su habitación, duchada, vestida y con el mejor aspecto que puede tener un enfermo terminal de cáncer con una pierna rota y ayudándose de un andador de aluminio. Volvió a preparar café, colocó los cruasanes en una fuente de porcelana y nos sirvió en la mesa con bastante ceremonia. El modo en que se ocupaba de todo nos hizo retroceder en el tiempo. Volvimos a ser unos niños delgaduchos y ella se convirtió en la matriarca que había sido en otro tiempo. Las esposas y madres de militares no lo tienen fácil; unas llegan a dominar la situación y otras no. Ella siempre logró que el lugar donde viviéramos acabara siendo un hogar. Puso todo su empeño en que así fuera.

– Nací a trescientos metros de aquí -dijo-. En la Avenue Bosquet. Desde la ventana veía Les Invalides y la École Militaire. Cuando los alemanes llegaron a París tenía diez años y pensé que era el fin del mundo. Cuando se marcharon tenía catorce y pensé que era el principio de un mundo nuevo.

Joe y yo no dijimos nada.

– Desde entonces, cada día ha sido un dividendo adicional -prosiguió-. Conocí a vuestro padre, os tuve a vosotros, viajé por el mundo. No creo que haya un solo país en el que no haya estado.

Seguimos callados.

– Yo soy francesa -continuó-. Vosotros sois americanos. Hay una diferencia enorme. Si un americano cae enfermo, se siente agraviado. ¿Cómo puede pasarle esto a él? Hay que arreglar la avería enseguida, inmediatamente. Pero los franceses entendemos que primero uno vive y luego muere. No es ningún agravio, sino algo que viene sucediendo desde el origen de los tiempos. Si la gente no muriera, el mundo sería ahora mismo un lugar espantosamente abarrotado.

– Se trata de cuándo muere uno -señaló Joe.

Mi madre asintió.

– Así es -dijo-. Uno muere cuando le llega la hora.

– Eso es demasiado pasivo.

– No; es realista, Joe. Se trata de seleccionar las batallas. Claro, por supuesto que curamos las cosas pequeñas. Al que sufre un accidente le hacen un remiendo. Pero hay batallas que no se pueden ganar. Pensad que he reflexionado en todo esto muy en serio. He leído libros. He hablado con amigos. Una vez que han empezado a manifestarse los síntomas, los índices de curación son muy bajos. Una supervivencia de cinco años, el diez por ciento, el veinte, ¿para qué? Y esto después de tratamientos verdaderamente atroces.

«Se trata de cuándo muere uno.» Pasamos la mañana dando vueltas a esa frase de Joe. La analizamos partiendo de un enfoque y de otro. Pero la conclusión era siempre la misma: «Algunas batallas no se pueden ganar.» De todos modos era una cuestión discutible, pero debía haber tenido lugar un año antes. Ahora ya no venía al caso.

Joe y yo almorzamos. Mi madre no. Esperé que mi hermano formulara la siguiente pregunta obvia, que flotaba sin más en el aire. Al final la hizo. Joe Reacher, treinta y dos años, metro noventa y cinco, cien kilos, graduado en West Point, un pez gordo del Departamento del Tesoro, colocó las palmas en la mesa y miró a mi madre a los ojos.

– ¿No nos echarás de menos, mamá? -dijo.

– Pregunta incorrecta -replicó-. Estaré muerta. No echaré en falta nada. Sois vosotros quienes me extrañaréis a mí. Como extrañáis a vuestro padre. Igual que le echo de menos yo, o como echo de menos a mi padre, a mi madre y a mis abuelos. Forma parte de la vida echar en falta a los muertos.

No dijimos nada.

– En realidad me estás haciendo otra pregunta -prosiguió ella-. Me estás preguntando: ¿Cómo puedes abandonarnos? Me estás preguntando: ¿Ya no te preocupan nuestras cosas? ¿No quieres saber cómo nos va la vida? ¿Ya no tienes interés en nosotros?

Seguimos callados.

– Lo entiendo -continuó-. De veras, lo entiendo. Yo me hacía las mismas preguntas. Es como salir del cine. Que te hagan salir del cine donde estás viendo una película que te gusta mucho. Eso es lo que me molestaba. Ya nunca sabría cómo terminaba. Nunca sabría qué os pasaba al final a vosotros, chicos, cómo os iba en la vida. Esto no lo soportaba. Pero luego reparé en que evidentemente tarde o temprano saldría del cine. Quiero decir que nadie vive para siempre. Jamás sabré qué os pasa a vosotros al final. Nunca sabré qué es de vuestra vida. El final, nunca. Ni en las mejores circunstancias. Lo comprendí. Entonces no pareció importar demasiado cuándo llegase el día. Será siempre una fecha arbitraria. Siempre me quedaré deseando más.

Hubo un largo silencio.

– ¿Cuánto? -preguntó Joe.

– No mucho -contestó ella.

Otro silencio.

– Ya no me necesitáis -añadió mi madre-. Ya sois mayores. He hecho mi trabajo. Es natural, y está bien así. Es la vida. Así que dejadme ir en paz.


A las seis de la tarde ya habíamos agotado el asunto. Hacía una hora que ya nadie hablaba. De pronto mi madre se irguió en la silla.

– Salgamos a cenar -dijo-. Vamos a Polidor, en la Rue Monsieur le Prince.

Llamamos un taxi que nos llevó al Odéon. Luego caminamos. Así lo quiso mi madre. Iba enfundada en un abrigo, nos agarraba del brazo y se movía despacio y con torpeza, pero creo que el aire fresco le sentó bien. La Rue Monsieur le Prince divide la esquina que forman el Boulevard Saint Germain y el Boulevard Saint Michel, en el Sixième Arrondisement. Acaso sea la calle más parisina de toda la ciudad. Estrecha, llena de contrastes, ligeramente sórdida, flanqueada por altas fachadas revocadas, muy animada. Polidor es un viejo y célebre restaurante. Uno se siente como si allí hubiera comido toda clase de gente: gourmets, espías, pintores, fugitivos, policías, ladrones.

Pedimos los mismos platos. Chèvre chaud, porc aux pruneaux, dames blanches. También un excelente vino tinto. Pero mi madre no comió ni bebió nada. Se dedicó a observarnos. Su rostro reflejaba dolor. Joe y yo comimos, cohibidos. Ella hablaba exclusivamente del pasado, pero sin tristeza. Revivía buenos tiempos. Se reía. Pasó el dedo por la cicatriz de la frente de Joe y a mí me regañó por habérsela hecho años atrás, como era su costumbre. Yo me subí la manga como solía hacer y le enseñé dónde me había golpeado él con un cincel para vengarse, y entonces ella regañó también a Joe. Habló de cosas que habíamos hecho en la escuela. De fiestas de cumpleaños que habíamos organizado, de siniestras y remotas bases militares en tierras calurosas o frías. Habló de nuestro padre, de cómo le conoció en Corea, de cuando se casó con él en Holanda, de su estilo poco atento, de los dos ramos de flores que le había comprado en los treinta y tres años que habían pasado juntos, uno cuando nació Joe y otro cuando nací yo.

– ¿Por qué no nos lo contaste un año atrás? -preguntó Joe.

– Ya sabes por qué -dijo ella.

– Porque habríamos discutido -opiné yo.

Ella asintió.

– Era una decisión que me correspondía tomar a mí -señaló.


Tomamos café, y Joe y yo fumamos sendos cigarrillos. A continuación, el camarero trajo la cuenta y le pedimos que llamara un taxi. Regresamos a la Avenue Rapp en silencio. Nos acostamos sin decir mucho más.


El cuarto día de la nueva década me desperté temprano. Oí a Joe en la cocina, hablando en francés. Fui allí y vi que estaba con una mujer, joven y llena de vida. Llevaba el pelo corto y arreglado y tenía unos ojos luminosos. Me dijo que era la enfermera personal de mi madre, servicio a la que ésta tenía derecho según una vieja póliza de seguros. Me explicó que normalmente iba siete días a la semana, pero que el día antes no había acudido porque mi madre le había dicho que quería pasar el día sola con sus hijos. Le pregunté a la chica cuánto tiempo se quedaba cada día. Contestó que se quedaba todo el rato que hiciera falta. Y añadió que, llegado el momento, la póliza cubriría las veinticuatro horas del día, lo que, a su juicio, ocurriría muy pronto.


La muchacha de los ojos luminosos se marchó y yo regresé al dormitorio, me duché y empecé a meter mis cosas en la bolsa. Joe entró y vio lo que estaba haciendo.

– ¿Te vas? -preguntó.

– Nos vamos los dos. Ya lo sabes.

– Deberíamos quedarnos.

– Hemos venido. Es lo que ella quería. Ahora quiere que nos marchemos.

– ¿Estás seguro?

Asentí.

– Lo de anoche, en el Polidor, fue una despedida. Ahora quiere que la dejemos en paz.

– ¿Y tú puedes hacerlo?

– Es lo que ella quiere. Se lo debemos.

Volví a buscar el desayuno a la Rue Saint Dominique y luego lo tomamos con tazones de café, al estilo francés, los tres juntos. Mi madre se había vestido lo mejor que había podido y estaba comportándose como una mujer joven y sana temporalmente fastidiada por una pierna rota. De seguro exigió de ella una buena dosis de voluntad, pero supongo que así era como quería ser recordada. Servimos café y nos pasamos las cosas educadamente unos a otros. Fue una comida civilizada, como las que solíamos hacer tiempo atrás. Como un viejo ritual familiar.

Después ella evocó otro viejo ritual familiar. Hizo algo que había hecho un millón de veces, durante toda nuestra vida, desde que fuimos lo bastante mayores para tener personalidad propia. Se levantó a duras penas de la silla, se acercó y puso las manos en los hombros de Joe, por detrás. Luego se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

– ¿Qué es lo que no hace falta que hagas? -le preguntó.

Joe no contestó. Nunca lo había hecho. Nuestro silencio formaba parte del ritual.

– No hace falta que resuelvas todos los problemas del mundo, Joe. Sólo algunos. Hay suficientes para todos.

Volvió a besarle en la mejilla. Luego mantuvo una mano en el respaldo de la silla y estiró la otra hacia mí. Yo oía a mi espalda su respiración irregular. Me dio un beso en la mejilla y me puso las manos en los hombros. Los palpó de un lado a otro. Era una mujer menuda, fascinada por el gigante en que se había convertido su niño.

– Eres tan fuerte como dos chicos normales -dijo. Y añadió la pregunta que me correspondía-: ¿Qué vas a hacer con toda esta fuerza?

No respondí. Nunca lo había hecho.

– Obrarás como es debido -dijo. Y se inclinó y me besó otra vez en la mejilla.

Pensé: «¿Es la última vez?»


Al cabo de media hora nos marchamos. Nos abrazamos largamente y con fuerza y le dijimos que la queríamos, y ella nos dijo que también nos quería y que siempre nos había querido. La dejamos allí de pie en el umbral, y bajamos en el diminuto ascensor y después iniciamos el largo trayecto hasta la Ópera para tomar el autobús del aeropuerto. Teníamos los ojos llenos de lágrimas y no cruzamos una palabra. Mis medallas no significaron nada para la chica del mostrador de facturación del Roissy-Charles de Gaulle. Nos colocó en la parte trasera del avión. En mitad del viaje cogí Le Monde y me enteré de que habían pillado a Noriega en Ciudad de Panamá. Una semana antes yo había vivido y sentido esa misión. Ahora apenas la recordaba. Dejé el periódico y traté de mirar al futuro. Intenté recordar dónde se suponía que debía ir y qué se suponía que debía hacer cuando llegara. No tenía verdaderos recuerdos. Ninguna sensación de lo que iba a pasar. Si los hubiera tenido me habría quedado en París.

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