4

Volvimos a cruzar la calle en dirección al motel para que el chico repitiese la historia. Era hosco y poco hablador, pero ofreció un buen testimonio. Es frecuente en la gente poco servicial. No se esfuerzan por complacer. No pretenden impresionar a nadie. No se enrollan como una persiana intentando decir lo que se espera que digan.

Explicó que estaba sentado en la oficina, solo, sin hacer nada, y que a eso de las once y veinticinco de la noche oyó la puerta de un vehículo y luego un motor turbo-diesel que se encendía. Describió sonidos que podían corresponder a una caja de cambios poniendo marcha atrás de golpe y al cierre de la transmisión de la tracción delantera. A continuación, ruido de neumáticos, del motor, de la grava y de algo muy grande y pesado que se alejaba rapidísimo. Dijo que se levantó del taburete y salió a mirar. No vio el vehículo.

– ¿Por qué fuiste a la habitación?

Se encogió de hombros.

– Creí que a lo mejor había fuego.

– ¿Fuego?

– En un lugar como éste la gente hace cosas así. Incendian la habitación y luego salen pitando, sólo por divertirse. Fui por algo. No sé. No me parecía normal.

– ¿Cómo sabías qué habitación era?

Se quedó muy callado. Summer lo apremió a que respondiera. Entonces intervine yo. Hicimos de poli bueno y poli malo. Al final el chico reconoció que era la única habitación que iba a estar ocupada toda la noche. Las demás se alquilaban por horas, y los clientes venían a pie desde el bar. Dijo que por eso estaba seguro de que no había ninguna puta en la habitación de Kramer. El se ocupaba de registrarlos, les cobraba y les daba la llave. Controlaba las llegadas y salidas. Por tanto, siempre sabía quién estaba y dónde. Era parte de su trabajo. Una parte sobre la que en principio debía mantener la boca cerrada.

– Me despedirán -dijo.

Parecía a punto de llorar y Summer tuvo que tranquilizarlo. Después nos explicó que había encontrado el cadáver de Kramer, llamado a la policía y hecho salir a todos los clientes por razones de seguridad. Stockton, el adjunto al jefe, había aparecido al cabo de unos quince minutos. Después llegué yo, y cuando me fui al rato, el muchacho reconoció los mismos sonidos del vehículo que había oído antes. El mismo ruido del motor, el mismo chirrido de los neumáticos. Resultaba convincente. Ya había admitido que las putas utilizaban el lugar continuamente, así que no tenía más motivos para mentir. Y los Humvee eran aún relativamente nuevos y raros. Y hacían un ruido característico. De modo que le creí. Le dejamos en su taburete y salimos al frío y al rojizo resplandor de la máquina de Coca-Cola.

– No era una puta -soltó Summer-, sino una mujer de la base.

– Una oficial -precisé-. Quizá de alto rango. Alguien con acceso permanente a su propio Humvee. Ella tiene el maletín. Seguro.

– Será fácil de localizar. Constará en el libro de control de la puerta; hora de salida, hora de entrada.

– Hasta puede que me cruzara con ella en la carretera. Si se marchó a las once y media no estaría de regreso en Bird antes de las doce y cuarto. Yo salía más o menos a esa hora.

– En caso de que volviera directamente a la base.

– Ya.

– ¿Vio usted otro Humvee? -preguntó.

– No.

– ¿Quién cree que es ella?

Me encogí de hombros.

– Ni idea. Alguien a quien él conoció en algún sitio. A lo mejor en Irwin, pero pudo ser en cualquier otra parte. -Fijé la mirada en la gasolinera, viendo pasar los coches por la carretera.

– Tal vez Vassell y Coomer la conocían -apuntó Summer-. Bueno, en caso de que lo suyo con Kramer ya llevara tiempo en danza.

– Sí, tal vez.

– ¿Dónde cree que están?

– No sé -dije-. Pero estoy seguro de que si los necesito los encontraré.


No los encontré yo a ellos sino ellos a mí. Cuando regresé, estaban esperándome en mi despacho prestado. Summer me dejó frente a la puerta y fue a aparcar el coche. Pasé frente a la mesa de fuera. Volvía a estar la sargento del turno de noche, la montañesa del niño pequeño y las preocupaciones con su paga. Hizo un gesto hacia la puerta para indicarme que había alguien dentro. Alguien con mucho más rango que cualquiera de nosotros.

– ¿Hay café? -pregunté.

– La cafetera está encendida -contestó.

Llevé una taza al despacho. Todavía llevaba la chaqueta desabrochada. Y el cabello revuelto. Era la viva imagen de un tío que ha estado peleándose en un aparcamiento. Fui directamente a la mesa y dejé encima el café. Había dos tipos sentados en las sillas para las visitas, mirándome. Ambos lucían uniforme de camuflaje para zonas boscosas. Uno llevaba en el cuello una estrella de general de brigada y el otro un águila de coronel. El general llevaba escrito «Vassell» en su distintivo; y el coronel, «Coomer». Vassell era calvo y Coomer llevaba gafas, y los dos eran lo bastante pomposos y lo bastante viejos y lo bastante bajitos y fláccidos y sonrosados para tener un aspecto vagamente ridículo con aquel uniforme. Parecían miembros del Rotary Club camino de un estrafalario baile de disfraces. La primera impresión fue ésa. No me cayeron muy bien.

Me senté y vi dos papelitos en el centro mismo del cartapacio. El primero era una nota que ponía: «Su hermano ha vuelto a llamar. Urgente.» Esta vez había también un número de teléfono, con el prefijo 202. Washington D.C.

– ¿No saluda a sus superiores? -dijo Vassell desde su silla.

La segunda nota ponía: «Ha llamado el coronel Garber. La policía de Green Valley calcula que la señora K murió aproximadamente a las 2.00.» Doblé ambas notas por separado y las coloqué una junto a la otra debajo del teléfono, de tal forma que podía ver exactamente la mitad de cada una. Alcé la vista a tiempo de advertir la mirada hostil de Vassell.

– Lo siento -dije-. ¿Cuál era la pregunta?

– ¿No saluda usted a sus superiores cuando entra en algún sitio?

– Si están en mi cadena de mando, sí -respondí-. Pero no es el caso.

– No acepto eso como respuesta -replicó.

– Consúltenlo -solté-. Pertenezco a la 110 Unidad Especial. Vamos por nuestra cuenta. Desde un punto de vista estructural, funcionamos en paralelo respecto al resto del ejército. Y si lo piensan bien, así es como ha de ser. Si estuviéramos en su misma cadena de mando no podríamos supervisarles.

– No estoy aquí para que me supervisen, hijo.

– Entonces ¿para qué? Es un poco tarde para una visita de cortesía.

– Estoy aquí para formular preguntas -dijo.

– Pregunte lo que quiera -repuse-. Luego preguntaré yo. ¿Pero sabe cuál será la diferencia?

Vassell no contestó.

– Yo responderé por educación -añadí-, pero usted responderá porque así se lo exige el Código de Justicia Militar.

Siguió callado, mirándome desafiante. Luego miró a Coomer, que le miró a su vez y luego se volvió hacia mí.

– Estamos aquí para hablar del general Kramer -explicó-. Los tres formábamos parte del Estado Mayor.

– Sé quiénes son ustedes.

– Háblenos del general.

– Está muerto -informé.

– Eso ya lo sabemos. Nos gustaría conocer los detalles.

– Sufrió un ataque al corazón.

– ¿Dónde?

– En la cavidad torácica.

Vassell me fulminó con la mirada.

– ¿Dónde murió? -terció Coomer.

– No puedo revelarlo. Guarda relación con una investigación en curso.

– ¿En qué sentido? -inquirió Vassell.

– En un sentido confidencial.

– Fue por aquí cerca -dijo-. Lo sabe todo el mundo.

– Pues eso es lo que hay -solté-. Vamos a ver, ¿sobre qué va la reunión de Fort Irwin?

– ¿Cómo?

– La reunión de Fort Irwin -repetí-. Adonde se dirigían ustedes.

– ¿A qué viene esto?

– He de saber qué asuntos se iban a tratar.

Vassell miró a Coomer, y éste abrió la boca para decir algo cuando sonó el teléfono. Era la sargento de la mesa de fuera. Summer estaba allí y no sabía si dejarla entrar. Le dije que adelante. Así que se oyó un golpecito en la puerta y entró Summer. La presenté y ella acercó una silla a mi escritorio y se sentó a mi lado, frente a ellos. Dos contra dos. Saqué la segunda nota de debajo del teléfono y se la pasé. «La policía de Green Valley calcula que la señora K murió aproximadamente a las 2.00.» La leyó, la dobló de nuevo y me la devolvió. Volví a meterla bajo el teléfono. A continuación pregunté nuevamente a Vassell y Coomer por el orden del día de la reunión, y advertí que su actitud cambiaba. Dejaron de mostrarse reticentes. Fue más un movimiento lateral que un avance. Pero dado que ahora había una mujer en la estancia, sustituyeron la hostilidad manifiesta por una cortesía petulante y condescendiente. Pertenecían a ese ambiente y a esa generación. Odiaban a los PM y seguro que también a las mujeres oficiales, si bien de repente consideraron que debían mostrarse educados.

– Pura rutina -explicó Coomer-. Una reunión corriente. Nada importante.

– Lo que explica que al final ustedes no hayan ido -señalé.

– En efecto. Parecía más adecuado quedarse aquí, dadas las circunstancias.

– ¿Cómo se enteraron de lo de Kramer?

– Nos llamó el XII Cuerpo.

– ¿Desde Alemania?

– Allí es donde está el XII Cuerpo, hijo -Vassell le dijo.

– ¿Dónde estuvieron ustedes anoche?

– En un hotel -repuso Coomer.

– ¿Cuál?

– El Jefferson. En D.C.

– ¿Hospedaje privado o con bono del Departamento de Defensa?

– Ese hotel está autorizado para oficiales de alto rango.

– ¿Por qué no se alojó también allí el general Kramer?

– Porque había hecho otros planes.

– ¿Cuándo?

– ¿Cuándo qué? -soltó Coomer.

– ¿Cuándo hizo esos otros planes?

– Unos días antes.

– O sea que no lo decidió de improviso.

– No.

– ¿Saben ustedes qué planes eran ésos?

– Si lo supiéramos no estaríamos preguntándole dónde murió -contestó Vassell.

– ¿No pensaron que quizá fuera a visitar a su mujer?

– ¿Eso hizo?

– No -repuse-. ¿Por qué necesitan saber exactamente dónde murió?

Hubo una larga pausa. Su actitud volvió a cambiar. Desapareció la petulancia, reemplazada por una suerte de afable franqueza.

– En realidad no necesitamos saberlo -dijo Vassell. Se inclinó hacia delante y miró a Summer como si deseara que ella no estuviera presente para que esa franqueza fuera estrictamente de hombre a hombre, conmigo-. No tenemos información concreta ni un conocimiento directo, pero nos preocupa que los planes personales del general Kramer pudieran, en vista de las circunstancias, llegar a provocar cierto escándalo.

– ¿Lo conocían ustedes bien? -pregunté.

– En el plano profesional muy bien, ya lo creo. En el personal, todo lo bien que uno llega a conocer a sus colegas. Es decir, tal vez no demasiado.

– Pero, en términos generales, imaginan cuáles eran esos planes.

– Sí -respondió-. Tenemos nuestras sospechas.

– Entonces no les sorprendió que él no durmiera en el hotel.

– No.

– Y tampoco les ha sorprendido enterarse de que no fue a ver a su esposa.

– No, no del todo.

– Así que tenían una sospecha aproximada de lo que él pudiera estar haciendo, pero no sabían dónde -concluí.

Vassell asintió.

– Aproximada.

– ¿Sabían con quién podía estar haciéndolo?

Vassell negó con la cabeza.

– No tenemos información concreta -señaló.

– Muy bien -dije-. Da igual. Estoy seguro de que conocen el ejército lo bastante bien para comprender que si descubrimos un potencial escándalo, lo taparemos.

Hubo otra pausa.

– ¿Se han eliminado todas las huellas? -preguntó Coomer-. ¿De dondequiera que fuera?

Asentí con la cabeza.

– Recogimos sus cosas.

– Bien.

– Necesito el orden del día de Fort Irwin -insistí.

Otra pausa.

– No había ninguno -precisó Vassell.

– Seguro que lo había -repliqué-. Esto es el ejército, no el Actor’s Studio. Nosotros no hacemos sesiones de improvisación libre.

Hubo otro silencio.

– No había nada escrito -dijo Coomer-. Ya se lo he dicho, comandante, no tenía demasiada importancia.

– ¿Qué han hecho hoy?

– Oír rumores sobre el general.

– ¿Cómo han venido desde D.C.?

– El Pentágono nos proporcionó coche y conductor.

– Se marcharon del Jefferson.

– Sí, así es.

– Entonces su equipaje está en el coche del Pentágono -dije.

– En efecto.

– ¿Dónde está el coche?

– Esperando fuera de su cuartel.

– No es mi cuartel -corregí-. Ese es un destino temporal.

Me volví hacia Summer y le dije que fuera a buscar los maletines del coche. Se sintieron indignados, pero sabían que no podían impedírmelo. Ante la puerta de una base militar, las ideas civiles sobre investigaciones poco razonables, incautaciones, mandamientos judiciales y causas probables tienen el paso cortado. Mientras Summer estuvo ausente les miré a los ojos. Se les veía molestos pero no preocupados. Así que o bien estaban diciendo la verdad sobre la reunión de Fort Irwin, o bien ya se habían deshecho de los documentos importantes. En todo caso, yo iba a cumplir con las formalidades. Summer regresó con dos maletines idénticos. Exactamente iguales al que llevaba Kramer en las fotos con marco de plata. Los miembros del Estado Mayor lamen el culo de mil maneras.

Los abrí sobre la mesa y los registré. En ambos encontré pasaportes, billetes de avión, bonos de viaje, itinerarios. Pero ningún orden del día para la reunión de Fort Irwin.

– Disculpen las molestias -dije.

– ¿Satisfecho, hijo? -soltó Vassell.

– La esposa de Kramer también ha muerto -informé-. ¿Lo sabían?

Los observé y vi que no lo sabían. Me miraron fijamente y se miraron uno a otro y empezaron a palidecer y mostrar inquietud.

– ¿Cómo? -dijo Vassell.

– ¿Cuándo? -preguntó Coomer.

– Anoche -repuse-. Víctima de un homicidio.

– ¿Dónde?

– En su casa. Un intruso.

– ¿Se sabe quién?

– No. No es un caso nuestro. Pertenece a la jurisdicción civil.

– ¿Qué fue? ¿Robo con allanamiento de morada?

– Tal vez empezó siendo eso.

No dijeron nada más. Summer y yo los acompañamos hasta la acera delante de los cuarteles y los vimos subir a su coche del Pentágono. Era un Mercury Grand Marquis, un par de modelos -y de años- más nuevo que el barco de la señora Kramer, y negro en vez de verde. El chófer era un tipo alto en uniforme de campaña. Llevaba distintivos de segundo orden. No alcancé a distinguir su nombre ni su rango, pero no parecía un soldado de tropa. Hizo el cambio de sentido tranquilamente en la carretera vacía y se llevó a Vassell y Coomer. Vimos las luces traseras desaparecer hacia el norte, por la puerta principal, y luego en la oscuridad.

– ¿Qué opina? -preguntó Summer.

– Que son unos mentirosos de mierda.

– ¿Mierda importante o la habitual de los oficiales de alto rango?

– Mienten -solté-. Están tensos, mienten y son unos estúpidos. A ver, ¿por qué me preocupa el maletín de Kramer?

– Contiene documentos confidenciales, en cualquier caso -dijo ella.

Asentí.

– Me lo acaban de definir ellos. El propio orden del día de la reunión.

– ¿Está seguro de que había uno?

– Siempre lo hay. Y siempre por escrito. Uno para cada asistente. Si se quiere cambiar la comida de las perreras del K-9 hacen falta cuarenta y siete citas con cuarenta y siete órdenes del día. Así que había uno para Fort Irwin, sin duda. Negarlo es una solemne estupidez. Si tienen algo que ocultar, deberían haber dicho simplemente que está demasiado escondido para que yo lo vea.

– Tal vez en realidad la reunión no era importante.

– Eso también es una estupidez. Era muy importante.

– ¿Por qué?

– Porque asistía un general de dos estrellas y uno de una estrella. Y porque era Nochevieja, Summer. ¿Quién viaja en avión en Nochevieja y pasa la noche en un impersonal hotel si no es por un motivo importante? Y este año en Alemania hay movida. Se está desplomando el Muro. Hemos ganado, después de cuarenta y cinco años. Las fiestas han sido impresionantes. ¿Quién se las perdería por algo sin importancia? Para que esos tíos cogieran un avión en Nochevieja, lo de Irwin tenía que ser muy gordo.

– Lo de la señora Kramer les ha afectado. Más que lo del propio Kramer.

Asentí.

– Quizá la apreciaban.

– También apreciarían a Kramer -dijo.

– No, para ellos él es sólo un problema táctico. En su nivel, en este asunto no caben sentimentalismos. Estaban amarrados a Kramer, y ahora que ha muerto les preocupa cómo quedan ellos.

– En mejores condiciones para un ascenso, a lo mejor.

– A lo mejor -asentí-. Pero si lo de Kramer se acaba sabiendo, el escándalo puede llevárselos también por delante.

– Deberían estar tranquilos. Usted les ha prometido encubrir el asunto. -En su voz se apreciaba una fría formalidad, como indicando que yo no debía haber prometido tal cosa.

– Protegemos al ejército, Summer -precisé-. Como a la familia. Este es nuestro cometido. -Hice una pausa-. Pero ¿se ha dado cuenta de que después de eso no se han callado? Debían haberse dado por satisfechos. Encubrimiento solicitado, encubrimiento prometido. Pregunta y respuesta, misión cumplida.

– Querían saber dónde estaban las cosas de Kramer.

– Así es. ¿Y sabe qué significa? Que también están buscando el maletín. Por el orden del día. La copia de Kramer es la única que ha escapado a su control. Han venido a comprobar si la tenía yo.

Summer miró en la dirección que había tomado el Mercury. Yo aún alcanzaba a oler los gases del tubo de escape. Un tufo ácido del catalizador.

– ¿Cómo funcionan los médicos civiles? -le pregunté-. Supongamos que usted es mi esposa y yo sufro un ataque cardíaco. ¿Qué hace?

– Llamar al 911.

– ¿Y después?

– Viene la ambulancia y le lleva a urgencias.

– Pongamos que ingreso cadáver. ¿Dónde estará usted?

– Le habré acompañado al hospital.

– ¿Y dónde estará mi maletín?

– En casa. Donde lo haya dejado. -Se quedó callada un instante-. ¿Qué? ¿Cree que anoche alguien fue a la casa de la señora Kramer en busca del maletín?

– Es una secuencia de hechos verosímil -señalé-. Alguien se entera de que Kramer ha muerto de un infarto. Supone que ha ocurrido en la ambulancia o la sala de urgencias, y supone que quienquiera que estuviera con él le ha acompañado. Entonces va a la casa esperando encontrarla vacía y recuperar el maletín.

– Pero él no estuvo en su casa.

– Era una primera tentativa razonable.

– ¿Cree que fueron Vassell y Coomer?

No contesté.

– Es una locura -soltó Summer-. No tienen la pinta.

– No se deje engañar por las pintas. Son del Cuerpo de Blindados. Se han preparado toda su vida para aplastar cualquier cosa que se interponga en su camino. De todos modos, les salva la cuestión horaria. Pongamos que Garber llamó al XII Cuerpo en Alemania a las doce y cuarto como muy pronto. Supongamos también que los del XII Cuerpo llamaron al hotel de aquí a las doce y media, tan pronto les fue posible. Green Valley se halla a setenta minutos de D.C. y la señora Kramer murió a las dos. Eso les habría dado todo lo más un margen de veinte minutos para reaccionar. Acababan de llegar del aeropuerto, de modo que no tenían coche y para conseguir uno habrían tardado un rato. Y desde luego no llevaban encima ninguna barra de hierro. Nadie viaja con una barra de hierro en la maleta por si acaso. Y dudo mucho que en Nochevieja, después de las doce, estuviera abierto el Home Depot.

– O sea que por ahí anda alguien más buscando.

– Hemos de encontrar ese orden del día -dije-. Y clavarlo en el tablón.


Mandé a Summer a hacer tres cosas: primero, una lista del personal femenino de Fort Bird con acceso a un Humvee; segundo, una lista de todos los que pudieran haber conocido a Kramer en Fort Irwin, California; y tercero, ponerse en contacto con el hotel Jefferson de D.C. y averiguar las horas exactas de registro y salida de Vassell y Coomer, así como datos de todas sus llamadas telefónicas, recibidas y efectuadas. Regresé a mi despacho, archivé la nota de Garber, desdoblé la de mi hermano sobre el cartapacio y marqué el número. Joe cogió el auricular tras el primer tono.

– Eh, Joe -dije.

– ¿Jack?

– ¿Qué hay?

– He recibido una llamada.

– ¿De quién?

– Del médico de mamá.

– ¿Sobre qué?

– Se está muriendo.

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