Capítulo 8

Monk caminaba deprisa por Brick Lane, con la cabeza gacha para protegerse del viento que disipaba los restos de niebla. Debía ver a Vida Hopgood antes de proseguir con el caso. Su clienta tenía derecho a saber que Runcorn se negaba a que la policía interviniera a pesar de las numerosas pruebas que demostraban que se habían cometido una serie de crímenes cada vez más violentos. El recuerdo de su encuentro todavía le irritaba, tanto más cuanto le constaba que, de hallarse en su lugar, probablemente habría tomado la misma decisión. No le movía la indiferencia, era una cuestión de prioridades. Lo cierto era que contaba con muy pocos hombres. Apenas rozaban la superficie del crimen en zonas como Seven Dials. Era una excusa fácil para pasar por alto a personas como Vida Hopgood, aunque también era injusto para la incontable cantidad de otras víctimas asignar hombres a tareas vanas.

Pensar en ello no hacía sino irritarle todavía más, pero siempre era mejor que pensar en Hester, cosa muy natural en él, pese a que las más de las veces sólo servía para inquietarle. Era una tentación semejante a la de arrancar el vendaje de una herida para comprobar si ya ha curado, tocando el punto y ver si duele, confiando en que ya no sea así. Pero siempre le dolía… y no lograba aprender de la experiencia.

Torció en la esquina de Butcher's Yard y de pronto se vio resguardado del viento. Le faltó poco para resbalar al cruzar una zona de adoquines cubierta por una fina capa de hielo. Se cruzó con un hombre que llevaba al hombro un fardo muy pesado envuelto en arpillera, probablemente una res del matadero. Eran las cuatro y cuarto y ya oscurecía. A finales de enero los días eran cortos.

Llegó ante la puerta de Vida y llamó. Esperaba que estuviera en casa. Le había parecido que aquella era una buena hora para visitarla. Tenía ganas de arrimarse al calor de su fuego y, con un poco de suerte, tomar una taza de té.

– Usted otra vez -dijo Vida en cuanto le vio-. Sigue teniendo cara de león enjaulado, así que supongo que no ha descubierto nada. Entre de una vez, hombre. ¡No se quede ahí plantado dejando que entre el frío! -Se adentró por el pasillo, dejando que él mismo cerrara la puerta y la siguiera.

Se quitó el abrigo y se sentó junto al hogar del salón sin esperar a que le invitaran a hacerlo, frotándose las manos e inclinándose hacia el guardafuego para entrar en calor.

Ella se sentó enfrente; su hermoso rostro le vigilaba con ojo de lince.

– ¿Ha venido hasta aquí para calentarse porque en su casa no tiene fuego, o lo trae algo en concreto?

Monk estaba ya habituado a sus modales.

– Ayer presenté a Runcorn todo lo que tenemos. Está de acuerdo en que hay pruebas de sobra de que se han cometido delitos, pero dice que no pondrá a ningún policía a trabajar en el caso porque ningún tribunal procesaría a los culpables, por no hablar de condenarlos.

Comprobó si el rostro de Vida reflejaba el desdén y el pesar que él esperaba.

Ella le miraba con la misma cautela, juzgando su estado de ánimo. Los ojos le brillaban con una mezcla de enojo, humor y astucia.

– Me preguntaba cuándo iba a venirme con eso. Entonces quiere rendirse, ¿no es eso lo que quiere decir? ¿Por qué no va al grano?

– No, si quisiera decirle eso, ya se lo habría dicho. ¡Pensaba que me conocía mejor!

Vida sonrió, francamente divertida.

– Es usted un cabronazo, Monk, pero hay veces en que si no fuese un guindilla, o si pudiera olvidarlo…, cosa que jamás haré…, hasta podría gustarme.

Monk rió.

– ¡No lo permitiría! -dijo a la ligera-. De repente podría recordar quién soy y, entonces, ¿qué sería de mí?

– Terminaría en la cama con un cuchillo en la espalda -dijo Vida con sequedad, aunque su mirada seguía siendo afectuosa, como si la idea encerrara algún elemento que la complacía. Luego puso fin a la tregua-. ¿Entonces qué haremos con esas pobres desgraciadas que han violado? Si no se da por vencido, qué nos queda por hacer, ¿eh? ¿Va a encontrar a esos cabrones para nosotras?

– Voy a encontrarlos -dijo con cuidado, dando la importancia debida a cada palabra-. Lo que les cuente dependerá de lo que piensen hacer al respecto.

El rostro de Vida se ensombreció.

– Escuche, Monk…

– ¡No, escúcheme usted! -interrumpió!-. No tengo la menor intención de terminar declarando contra usted en un juicio por asesinato, ni de sentarme a su lado en el banquillo de los acusados como instigador. Ningún jurado de Londres se creerá que no sabía lo que usted iba a hacer con la información tras yo conseguírsela.

Por un instante se mostró confundida y, acto seguido, desdeñosa.

– Me encargaré de que no le involucren en esto -dijo con mordacidad-. No tiene nada que temer. Tan sólo díganos quiénes son, nosotras nos encargaremos del resto. Ni siquiera le diremos a nadie cómo dimos con ellos.

– Ya lo saben. -Obvió el sarcasmo, el razonamiento y las excusas.

– Les diré que fracasó -dijo, con una sonrisa burlona-. Les encontramos nosotras mismas. No le hará ningún bien a su reputación, pero al menos se ahorrará la soga…, ya que eso es lo que tanto le preocupa, ¿no?

– Déjese de juegos, Vida. Cuando sepa quiénes son, ya llegaremos a alguna clase de acuerdo sobre lo que hacemos con ellos, y lo haremos a mi manera, o no le diré nada.

– Ha conseguido dinero, ¿no es eso? -dijo enarcando las cejas-. ¿Puede permitirse trabajar sin cobrar, así de repente? No es lo que dicen por ahí.

– Eso no es asunto suyo, Vida. -Viendo su rostro comprendió que no le creía-. Puede que haya una mujer rica que se preocupa de que no pase hambre ni me quede sin techo… -Era la verdad. Callandra Daviot le ayudaría, tal como había hecho desde el principio, aunque ni mucho menos de la forma que Vida Hopgood deduciría de sus palabras.

Sorprendida, abrió los ojos como platos y empezó a reír, desternillándose en su alborozo.

– ¡Usted! -exclamó entre carcajadas-. ¡Usted se ha buscado una ricachona que lo mantenga! ¡Es para morirse de risa! No había oído nada tan divertido en toda mi vida.

Pero no le quitó el ojo de encima, y su mirada mostraba credulidad.

– Ésas son mis condiciones, Vida -aseveró Monk, sonriendo-. Tengo la intención de encontrar a esos hombres, ya negociaremos después lo que hacemos con ellos, y lo que le diga dependerá de lo que acordemos.

Vida torció la boca y le miró fijamente en silencio, sopesando su determinación, su fuerza de voluntad, su inteligencia.

Monk le sostuvo la mirada sin pestañear. No sabía lo que ella conocía de su pasado, pero le constaba, dada la reputación de que gozaba en Seven Dials, que no le juzgaría a la ligera.

– Vale -dijo ella por fin-. No creo que vaya a perdonar a esos cabrones, si no, no se empeñaría en atraparlos tanto si le pago como si no. Quiere pillarlos casi tanto como yo. -Se levantó, fue hasta una mesa auxiliar, abrió un cajón y sacó dos guineas-. Aquí tiene. Esto es todo hasta que me traiga algo que me sirva, Monk. Póngase en marcha. Que una mujer con más dinero que sesos esté prendada de usted, no significa que tenga que pasarse toda la tarde en mi mejor habitación. -Aunque esto último lo dijo sonriendo.

Monk le dio las gracias y se marchó. Caminaba despacio, con las manos hundidas en los bolsillos. Cuanto más profundizaba en el caso, más le parecía que Rhys Duff podía ser culpable. Una cosa que había advertido y no le había dicho a Vida Hopgood era que, basándose en los hechos que había podido establecer, no se habían producido asaltos desde el incidente en el que Rhys resultó herido. Habían comenzado poco a poco, primero como agravios menores, cuya violencia fue en aumento hasta poner en peligro la vida de las víctimas. Luego, repentinamente, habían cesado. El último se había producido diez días antes de la muerte de Leighton Duff.

Cruzó una plaza espaciosa y se adentró en el callejón que salía del extremo opuesto, cruzándose con un hombre que vendía cordones y una anciana con un bolso hecho de tejido de alfombra.

¿Por qué esos diez días? Era el lapso de tiempo más prolongado entre dos asaltos. ¿Qué los mantuvo alejados del barrio durante ese periodo? ¿Había alguna otra víctima de la que no tenía noticia? Para que se cumpliera la pauta, tendría que haber al menos dos más.

¿En otro barrio? A Rhys le encontraron en St Giles. ¿Acaso él y sus amigos habían cambiado de territorio, por miedo a que Seven Dials se hubiese convertido en un lugar demasiado peligroso para ellos? Esta respuesta encajaba con lo que había averiguado hasta entonces. No obstante, tendría que corroborarla.

Giró en redondo y se encaminó de nuevo hacia el oeste hasta llegar a una calle principal donde cogió un coche de caballos. No iba muy lejos. Podría haber recorrido todo el trayecto a pie en cuestión de media hora, pero de pronto estaba impaciente.

Se apeó justo al lado de la iglesia de St Giles y se dirigió a grandes zancadas hacia el primer mesón iluminado que vio. Entró y se sentó a una de las mesas. Al cabo de varios minutos le sirvieron una jarra de cerveza negra. A su alrededor todo era ruido, cuerpos apretujados, gritos, risas, personas bamboleándose y dando empujones para abrirse paso, intercambiando saludos a pleno pulmón, insultos amistosos, cotilleos, noticias, bromas. Allí había peristas, carteristas y falsificadores a la caza de clientes, tahúres, jugadores y chulos.

Los observaba a todos con una sensación de creciente familiaridad, como si hubiese estado allí antes, o en un puñado de lugares como aquel. Recordaba la lámpara que colgaba un tanto torcida, derramando su luz de forma desigual sobre el pasamanos de latón de la barra. La fila de ganchos donde los parroquianos colgaban sus jarras en la otra punta del local.

Un hombrecillo con un brazo atrofiado miró a Monk, hizo un gesto con la cabeza a su compañero y ambos se levantaron el cuello de los abrigos y salieron al frío exterior.

Una mujer rió con estrépito y un hombre hipó.

Un hombre rubio con acento escocés ocupó el asiento frente a Monk.

– Aquí no tenemos nada para usted, señor Monk. Dígame lo que está buscando y haré correr la voz, sepa que para mí, cuanto antes deje de estar sentado en mi casa bebiendo cerveza, mejor. Aquí hay algún ladronzuelo que otro, pero de poca monta, nada que le quite el sueño a un hombre como usted.

– El asesinato me quita el sueño, Jamie -contestó Monk con calma-. Y también las violaciones y las palizas a mujeres.

– Si se refiere a esos dos tipos que encontraron en Water Lane, ninguno de los de aquí sabemos quién hizo eso. Un policía joven ha interrogado a medio barrio y no ha hecho más que perder el tiempo, pobre diablo. Y Constable Shotts, que nació y creció aquí, tendría que tener más olfato. Pero ¿por qué está usted aquí? -Puso cara de precaución, con la nariz torcida, rota años atrás, y unos ojazos azules que le miraban sin dejar traslucir su inteligencia-. ¿Qué tiene que ver con violaciones?

– No lo sé -contestó Monk, tomando otro sorbo de cerveza negra-. ¿Han violado a alguna mujer del barrio en el último mes o mes y medio? Me refiero a mujeres corrientes, mujeres que trabajan en las fábricas y los talleres y que igual de vez en cuando, cuando las cosas se ponen difíciles, salen a hacer la calle.

– ¿Por qué? ¿Qué le importa lo que hagan? A los polis les importa un carajo. Aunque me he enterado de que ya no está con los polis. -Un rictus de diversión cruzó su rostro, torció los labios como si fuera a reír pero no lo hizo.

– Ha oído bien -repuso Monk. Estaba seguro de que conocía a aquel hombre. Lo había llamado por su nombre sin pensarlo. Jamie… el resto se le escapaba, pero se conocían muy bien el uno al otro, demasiado bien como para fingir. No era una tregua fácil, los intereses comunes mantenían a raya su enemistad natural, y un hilo, muy frágil, de respeto, no sin un matiz de miedo. Jamie MacPherson era camorrista, irascible, guardaba rencor y despreciaba la cobardía y la autocompasión. Pero era leal a los suyos, y demasiado inteligente para pegar a nadie sin un motivo o actuar contra su propio interés.

Ahora le sonreía con ojos brillantes.

– Le expulsaron, ¿eh? Runcorn. Tendría que haberlas visto venir, hombre. Él iba a esperar tanto como hiciera falta para tomar la revancha.

Monk sintió un escalofrío que le estremeció todo el cuerpo. Aquel hombre no sólo le conocía a él, también conocía a Runcorn, y sabía más que Monk acerca de lo que había entre ellos. La cháchara y las risas rompían a su alrededor como el mar batiente, aislándolo en su propio silencio, separado de los demás, solo. Ellos sabían y él no.

– Sí -convino Monk, sin saber qué otra cosa decir. Había perdido el control de la conversación, y eso no era lo que se había propuesto, ni algo a lo que estuviera acostumbrado-. De momento, así estamos -agregó. No debía permitir que aquel hombre pensara que ya no merecía ser temido o respetado.

MacPherson sonrió más abiertamente.

– Oiga, estamos en su terreno. No le gustará nada que le quite el caso de las manos.

– No le interesa -interpuso Monk-. Yo persigo a los violadores, no al asesino.

– ¿No son los mismos?

– No… Creo que no… Pienso que son casos diferentes.

– No diga tonterías, hombre -dijo MacPherson con aspereza-. No haga como que me toma por estúpido. Conmigo es mejor hablar claro, y a lo mejor hasta puedo echarle una mano.

Monk se decidió sin pensarlo.

– Una mujer de Seven Dials me contrató para que averiguara quién estaba violando y arreando palizas a las mujeres que trabajan en los talleres de su barrio. Hace tres semanas que sigo el caso y, cuanto más descubro, más pienso que puede estar relacionado con el asesinato que hubo aquí.

– ¡Acaba de decir que no eran las mismas personas! -MacPherson entrecerró sus ojos azules, aunque siguió prestando atención. Puede que detestara a Monk, pero no menospreciaba su inteligencia.

– Creo que el muchacho que recibió la paliza pero sobrevivió podría ser uno de los violadores -explicó Monk-. El hombre que murió era su padre…

– Ya, eso lo sabe todo el mundo…

– Creo que le siguió, tras enterarse o adivinar lo que estaba haciendo su hijo, para terminar viéndose envuelto en la pelea, llevándose la peor parte.

MacPherson frunció la boca.

– ¿Qué es lo que cuenta el muchacho?

– Nada de nada. No puede hablar.

– ¿Ah sí? ¿Y eso por qué? -preguntó MacPherson con escepticismo.

– Por el shock. Y además es cierto. Conozco a la enfermera que cuida de él. -A pesar de cuanto podía hacer para evitarlo, la imagen de Hester era tan vivida en su mente como si la tuviera sentada al lado. Le constaba que aborrecería lo que él estaba haciendo, que lucharía con empeño para proteger a su paciente. Aunque también comprendería que no dejara oculta la verdad si encontraba el modo de desvelarla. Si no se tratara de Rhys, anhelaría conocerla con tanto ardor o más que él.

MacPherson le observaba detenidamente.

– ¿Y qué es lo que quiere de mí?

– No ha habido más asaltos ni violaciones en Seven Dials desde el asesinato -explicó Monk-.

O desde poco antes. Necesito saber si se trasladaron a St Giles.

– Que yo sepa, no -dijo MacPherson, frunciendo el ceño-. Aunque a la gente no le gusta hablar de esas cosas. Tendrá que trabajárselo un poco más, no basta con entrar aquí y preguntar.

– Eso ya lo sé, pero un poco de cooperación me ahorraría tiempo. No tiene sentido ir a los burdeles. No eran prostitutas profesionales, sólo mujeres que necesitaban un dinerillo extra de vez en cuando.

MacPherson estiró los labios, con los ojos ardientes de rabia.

– Sin protección -dijo en voz alta-. Presas fáciles. Si supiéramos quiénes son y vinieran a St Giles, sería su último viaje. No volverían a casa, se lo aseguro.

– No sería el primero de la fila -dijo Monk, con sequedad-. Pero antes tenemos que encontrarles si queremos hacer algo al respecto.

MacPherson le miró con una sonrisa funesta, enseñando los dientes.

– Le conozco, Monk. Puede que sea un cabrón duro de pelar, pero es demasiado espabilado para provocar un asesinato que pueda llevarlos hasta usted. No contará a tipos como yo lo que descubra.

Monk le devolvió la sonrisa, aunque nada podía apetecerle menos. Cada vez que hablaba, MacPherson añadía más oscuridad a lo que Monk sabía de sí mismo. ¿Realmente había sido un hombre de quien los demás podían pensar que aprobaría un asesinato, cualquier asesinato, con tal de que no pudieran implicarle? ¿Cabía concebir que eso fuese cierto?

– No tengo intención de permitir que usted, o Vida Hopgood, apañe su propia venganza -dijo en voz alta, con mucha frialdad-. Si la ley no se encarga de los culpables, existen otros medios. Esos hombres no son empleados o pequeños comerciantes con poco que perder. Son hombres ricos y con una posición social. Arruinarlos será mucho más eficaz. Será más lento, más doloroso y, además, legal por completo.

MacPherson lo miraba fijamente.

– Dejemos que les castiguen los suyos -prosiguió Monk, con acritud-. Son muy buenos en eso, créame. Lo han refinado como un arte.

MacPherson hizo una mueca.

– No ha cambiado, Monk. No debí subestimarle. Es un maldito demonio. No me gustaría contrariarle. Traté de advertir a Runcorn contra usted pero estaba demasiado ciego para verlo. Ahora le diría que se cubriera bien la espalda por haberse librado de usted, aunque no serviría de nada. Aguardará el momento oportuno y le pillará, de una forma u otra.

Monk sintió frío. A pesar de saberse duro, MacPherson le creía más duro aún. Consideraba que Runcorn era la víctima. No conocía toda la historia. No sabía nada de las ambiciones sociales de Runcorn, de su vacilación moral cuando una decisión hacía peligrar su carrera, ni de cómo alteraba hechos y eludía obligaciones con tal de complacer a quienes ostentaban el poder…, cualquier clase de poder. No conocía su estrechez de miras, su pobreza de imaginación, su innata cobardía, la mezquindad de su espíritu.

Ahora bien, Monk tampoco conocía toda la historia.

Y el pensamiento más frío de todos, el que le calaba hasta los huesos, era si él era responsable de que Runcorn se hubiese vuelto así. ¿Había hecho algo en el pasado que deformara el alma de Runcorn, convirtiéndole en el hombre que era ahora?

No quería saberlo, aunque quizá no tuviera alternativa. La imaginación le atormentaría hasta que saliera de dudas. De momento, quizá le resultaría útil permitir que MacPherson conservara la imagen de un Monk implacable y rencoroso.

– ¿A quién acudo? -preguntó en voz alta-. ¿Quién está al corriente de lo que ocurre en St Giles?

MacPherson meditó unos instantes.

– Willie Snaith, por lo pronto -dijo finalmente-. Y la vieja Berta, también. Pero no le dirán nada a menos que alguien le acompañe y responda por usted.

– No me sorprende -repuso Monk-. Acompáñeme.

– ¿Yo? -MacPherson se mostró indignado-. ¿Que abandone mi negocio? ¿Y quién se encargará de este sitio mientras me dedico a atender sus asuntos?

Monk sacó del bolsillo una de las guineas de Vida y la puso encima de la mesa.

MacPherson gruñó.

– Está desesperado -dijo secamente-. ¿Por qué? ¿Qué más le da que violen o den palizas a un puñado de mujeres desdichadas? ¡No me diga que hay alguna que significa algo para usted! -Escrutó el rostro de Monk con detenimiento-. Tiene que haber algo más. ¿Esos cabrones se la han jugado? ¿Es eso? ¿O todavía tiene que ver con Runcorn y los polis? Intenta ponerles en evidencia, ¿eh?

– Ya se lo he contado -repuso Monk, de manera mordaz-. Este caso no lo lleva la policía.

– Sí, tiene razón -concedió MacPherson-. ¿Cómo iban a llevarlo? Runcorn no es de los que se exponen. Siempre seguro, siempre prudente. ¡No como usted! -Soltó una carcajada y se puso de pie-. De acuerdo, pues. Vamos, le llevaré a ver a Willie.

Monk le siguió de inmediato.

Fuera, envuelto en un pesado abrigo, MacPherson caminó delante mientras se adentraban por St Giles hacia la zona que, a principios de siglo, se había dado en llamar «Holy Land». No pasaban por calles y callejones como había hecho Evan, sino por pasajes que a menudo no tenían más de un metro de anchura. La oscuridad era a veces impenetrable. El suelo estaba mojado. Se oía el constante goteo del agua que caía de los aleros y los canalones, el correteo de las ratas, el crujir de la madera podrida. En repetidas ocasiones MacPherson se detuvo y Monk, que no le veía, seguía avanzando y topaba con él.

Finalmente salieron a un patio con una única farola de gas cuya luz parecía brillante por comparación. Los contornos de los marcos de madera destacaban en negro, el revoque y los ladrillos reflejaban un brillo perlado, igual que los adoquines del pavimento.

MacPherson echó un vistazo atrás para asegurarse de que Monk seguía allí, luego cruzó el patio y bajó un tramo de escalones de piedra hasta un sótano donde una vela de sebo humeaba clavada en media botella vieja, indicando la entrada de un túnel en el que MacPherson se internó sin pensarlo dos veces.

Monk le siguió. Le sobrevino el vivo recuerdo de un nudo en el estómago, de un peligro que erizaba la piel, de un repentino dolor seguido por el olvido. Sabía de qué se trataba. Surgía del pasado que tanto temía, de cuando él y Runcorn habían perseguido a hombres buscados por la ley en lugares parecidos a ése. Entonces eran camaradas. Nunca había sentido el menor resentimiento por su parte, de eso estaba seguro. Y había abierto la marcha sin dudar ni un instante de que Runcorn le guardaría la espalda. Era la clase de confianza que se construye a base de experiencia, tras infinidad de ocasiones en las que ninguno falla.

Ahora seguía a Jamie MacPherson. No le veía, pero podía recrear mentalmente con toda exactitud su ancha espalda y el leve contoneo de su andar, un bamboleo como si de joven hubiese estado en el mar. Tenía la agilidad de un púgil y los puños siempre a punto. Las entradas de su pelo pajizo indicaban que ya había cumplido los cincuenta.

¿Cuánto tiempo hacía que él y Runcorn habían trabajado juntos allí? ¿Veinte años? Eso supondría que Monk era entonces veinteañero, un joven aguerrido, quizá demasiado enojado aún por la injusticia que había arruinado a su mentor y amigo, demasiado ansioso por alcanzar un poder que le permitiera deshacer entuertos.

Hester habría opinado que era arrogante, que reclamaba para sí una capacidad de juicio que no le correspondía y para la que no estaba cualificado. Nunca lo admitiría ante ella, pero hizo una mueca de dolor al reconocer que era cierto.

La voz de MacPherson llegó desde la oscuridad que se extendía frente a él, advirtiéndole de un escalón, y faltó muy poco para que Monk tropezara con él. Estaban volviendo a subir y aparecieron en otro sótano, esta vez con una puerta iluminada, en el extremo opuesto, que daba a una habitación y luego a otra. MacPherson llamó con golpes secos, primero uno, luego cuatro, y les abrió un hombre con el pelo de punta y expresión divertida, que alzó una mano a la que le faltaba el dedo corazón.

– Válgame Dios, que me parta un rayo si no es Monk otra vez -dijo, de buen humor-. Le daba por muerto. ¿Qué diablos hace aquí?

– Investiga las violaciones de Seven Dials -contestó MacPherson sin dar tiempo a hablar a Monk.

Los ojos color avellana de Willie Snaith se abrieron como platos, mirando a MacPherson.

– No me irás a decir que a los maderos les importa un carajo. No me lo trago. ¿Te has vuelto idiota, Mac? Te has olvidado de quién es éste, ¿no?

– Ya no está en la pasma -explicó MacPherson, entrando en la habitación y cerrando la puerta que daba al sótano-. Runcorn se desquitó, según parece, y consiguió que lo echaran. Trabaja por su cuenta. Y a mí también me gustaría saber quién ha estado haciendo eso, porque no es nadie que viva por aquí, sino unos tipos elegantes de los barrios del oeste.

– ¡Que el diablo me lleve! Vivir para ver, como suele decirse. Así que ahora Monk trabaja para nosotros, como quien dice. ¡Esta sí que es buena! -Rió con satisfacción-. ¿Y qué es lo que quiere de mí, entonces? No sé quién lo hizo, ¡si no ya me habría encargado yo mismo!

– Quiero saber si ha habido violaciones o palizas a mujeres trabajadoras durante las últimas tres semanas -repuso Monk de inmediato-. O incluso en las dos semanas anteriores a eso.

– No… -contestó lentamente Snaith-. No que yo sepa. ¿De qué le sirve eso?

– De nada -contestó Monk-. No es lo que esperaba que me dijera. -Aunque acto seguido se dio cuenta de que no era verdad. Habría indicado una solución pero no la que deseaba. Le traía sin cuidado la persona de Rhys Duff, pero sabía hasta qué punto haría sufrir a Hester. No debía tenerlo en cuenta. La verdad era lo único que contaba. Si Rhys Duff era culpable, se trataba de uno de los hombres más insensibles y brutales que Monk había conocido jamás. Se había hundido en tal depravación que toda redención resultaba inimaginable. Por añadidura, aunque con el tiempo se recuperara, estaban también sus compañeros. No era el único culpable. Quienquiera que hubiese estado con él todavía andaba suelto, presumiblemente con los mismos apetitos violentos y crueles. Aun suponiendo que el ataque a Rhys les hubiese espantado durante un tiempo, su temor no duraría mucho. Un sadismo tan arraigado no se desvanece del carácter de nadie en un solo acto, por cruel que fuese. La necesidad de hacer daño surgiría de nuevo y de nuevo sería satisfecha.

Snaith le observaba con creciente interés.

– Ha cambiado -señaló, negando con la cabeza-. No sé si me gusta. Igual sí. Parece menos duro. Le veo menos ansioso. Un maldito incordio, era usted. Más que Runcorn, pobre desgraciado. Nunca tuvo su olfato para las mentiras, nunca. Sólo cuando usted se olía que algo era cierto el otro se lo creía. Aunque diría que ahora ha perdido su olfato, ¿eh?

– Las verdades complicadas requieren más tiempo -repuso Monk, muy tenso-. Y todos cambiamos. No debería menospreciar a Runcorn. Es muy persistente, también, sólo que sopesa sus prioridades, eso es todo.

Snaith sonrió con socarronería.

– Siempre al acecho de la mejor oportunidad, ése, ya lo sé, mientras que usted…, usted es como un perro con un hueso. Nunca lo suelta. ¡Si le cortaran la cabeza los dientes seguirían apretando! Aun así, nadie se la ha jugado dos veces, ni siquiera los suyos.

– ¡Eso ya lo ha dicho antes! -espetó Monk, incitado por su impotencia-. ¿Acaso le hice a Runcorn algo que no se esperara? -Formuló la pregunta con violencia, como si supiera la respuesta, aunque se le hizo un nudo en el estómago cuando vio la cara de Snaith a la luz de la lámpara de gas, aguardando a que contestara. La espera se le hizo eterna. Podía notar cómo pasaban los segundos y oía los latidos de su propio corazón.

MacPherson carraspeó.

Snaith le sostenía la mirada; sus ojos de color avellana se ensombrecieron y torció el gesto. Monk supo antes de que hablara que aquella respuesta sería la que se estaba temiendo.

– Sí, supongo que así fue. Tener el enemigo delante es una cosa, tenerlo detrás otra. No sé qué carajo le hizo, pero le hizo polvo, y no se lo esperaba de usted. Aprendí algo entonces. Nunca volví a tomarle a la ligera. Es un cabronazo duro de pelar, ésa es la verdad. -Tomó aliento-. Pero si quiere pillar al cerdo que abusó de las mujeres de Seven Dials, le ayudaré. No tengo remilgos en quién colabora. Vaya a preguntar a Wee Minnie. La vieja Berta no sabe nada. Encuentre a Wee Minnie y dígale que le mando yo.

– No me creerá -dijo Monk, con toda la razón.

– Sí que le creerá, pues a menos que le diga dónde encontrarla, andará perdido por nuestro laberinto hasta el fin de sus días.

– Es verdad, no lo dude -apostilló Jamie MacPherson.

– Pues usted dirá -aceptó Monk.

Snaith negó con la cabeza.

– ¿Nunca tiene miedo, Monk? ¿No le entra en la mollera que podríamos cortarle el cuello y arrojarlo a la cloaca, por los viejos tiempos?

Monk le devolvió la sonrisa socarrona.

– Muchas veces, y si se deciden a hacerlo no tendré forma de detenerles. Me he adentrado demasiado en St Giles para pedir ayuda a gritos, suponiendo que alguien fuese a venir. Pero usted es un hombre de negocios, al menos MacPherson lo es. Ambos quieren lo mismo que yo. Esperarán a tenerlo antes de ocuparse de mí.

– A veces pienso que casi me cae bien -dijo Snaith, sorprendido-. Una cosa es bien cierta, y es que no es ningún hipócrita. En eso aventaja a Runcorn.

– Gracias -contestó Monk, sarcástico-. ¿Wee Minnie?


* * *

Monk pasó una hora larga siguiendo el tortuoso itinerario de memoria y se perdió tres veces antes de dar con el portalón que daba a un callejón, atravesar un patio enladrillado y subir por una escalera trasera hasta una serie de habitaciones que terminaban en la sala caldeada y mal ventilada donde encontró a Wee Minnie sentada sobre una pila de cojines, con una sonrisa semidesdentada en su rostro arrugado y las manos haciendo entrechocar un par de agujas de punto hechas de hueso mientras tejía sin mirar lo que parecía un calcetín.

– Así que me ha encontrado -observó, riendo entre dientes-. Pensé que se perdería. Viene por lo de las violaciones, ¿no es eso?

Tendría que haber supuesto que las noticias llegarían antes que él.

– Sí.

– Hubo dos. Terribles, tan malas que nadie ha contado nada.

– No lo comprendo. Si fueron terribles, razón de más para hacer algo, avisar a la gente, hacer piña… alguna cosa…

Wee Minnie negó con la cabeza; sus dedos seguían moviéndose sin perder ritmo.

– Si te pegan una paliza, lo cuentas a la gente. No te implica personalmente. Si te violan de mala manera, es diferente.

– ¿Y usted por qué lo sabe, entonces?

– Yo lo sé todo -afirmó, con voz satisfecha. De pronto se le endureció el semblante y sus ojos reflejaron crueldad-. ¡Pille a esos cabrones! Denos a esos cerdos, que los descuartizaremos, como en los viejos tiempos. Mi abuelo me lo contó. O los cuelga, ¡o por la puerta del infierno que los lincharemos nosotros!

– ¿Puedo hablar con las mujeres que fueron violadas?

– ¿Que si puede qué? -exclamó, incrédula.

– ¿Puedo hablar con las mujeres? -repitió Monk.

Wee Minnie juró entre dientes.

– Tengo que hacerles preguntas sobre esos hombres. Quiero estar seguro de que son los mismos. Igual recuerdan algo, una cara, una voz, hasta un nombre, la tela de la ropa, cualquier cosa.

– Fueron los mismos hombres -declaró, con absoluta certeza-. Son tres. Uno alto, uno más macizo y otro flacucho.

Monk procuró que su voz no dejara traslucir la sensación de triunfo.

– ¿Qué edad tenían?

– ¿Edad? No sé. ¿No lo sabe?

– Quizá sí. ¿Cuándo sucedieron esos asaltos?

– ¿Qué?

– ¿Antes o después del asesinato de Water Lane?

Le miró e inclinó una pizca la cabeza; parecía un gorrión viejo.

– Antes, claro. Después, no ha pasado nada. Ni va a pasar, ¿verdad?

– No lo creo.

– ¿Entonces era uno de ellos, ese que mataron? -preguntó, radiante de satisfacción.

– Uno de ellos. -No se molestó en sacarla de su error-. Quiero a los otros dos.

Exhibió su sonrisa desdentada.

– No es el único.

– ¿Dónde ocurrieron los ataques exactamente? Necesito saberlo. Tengo que hablar con la gente de la calle, con los vendedores ambulantes, los mendigos y sobre todo con los cocheros que pueden haberlos traído y devuelto a sus barrios.

– ¿Para qué? -Su desconcierto era sincero, su rostro lo hacía patente-. No sabe quiénes son, ¿verdad?

– Creo que sí, pero necesito demostrarlo…

– ¿Para qué? -repitió-. Si piensa que la ley va a hacerle caso, ¡va listo! Y no es ningún tonto, ni su peor enemigo diría eso de usted. Otras cosas, tal vez.

– ¿Quiere que los detengan? -preguntó Monk-. ¿Se imagina que después de lo que le ha pasado a uno de ellos volverán a St Giles para que les pasen por el cuchillo y los arrojen a la cloaca? Irán a Limehouse, a Devil's Acre o a Bluegate Fields, la próxima vez. Si queremos justicia, tendrá que ser en su terreno, y eso significa usar mejores armas que las suyas. Eso significa pruebas, no para los tribunales que, como bien dice, no nos harán caso, sino para la sociedad, que sí que nos lo hará.

– ¿A unas prostitutas violadas y maltratadas? -dijo, con la voz quebrada por la incredulidad-. ¡Le han sorbido el seso, Monk! ¡Ha acabado perdiendo la cabeza!

– Las damas de la buena sociedad saben que sus hombres se sirven de prostitutas, Minnie -explicó con paciencia-. Pero no les gusta que otras personas lo sepan. Sin duda no les gusta casar a sus hijas con muchachos que frecuentan lugares como St Giles para ir con mujeres de la calle que pueden tener enfermedades, y menos aún si ejercen violencia contra esas mujeres, una violencia extrema. Lo que la sociedad sabe y lo que admite saber son cosas muy distintas. Hay cosas que, en privado, pueden pasarse por alto pero que, en público, nunca se perdonan ni se olvidan. -Miró su rostro arrugado-. Ustedes son leales a los suyos. Eso lo entienden. No traicionan a la tribu con alguien de fuera. Ellos tampoco. Esos muchachos han defraudado a su linaje y eso nunca se lo perdonarán.

– Los atrapará, Monk -dijo muy despacio, y por primera vez sus dedos dejaron de mover las agujas-. Es un tipo listo. Atrápelos para nosotros. No nos olvidaremos de usted.

– ¿Dónde ocurrieron los dos asaltos de St Giles?

– En Fisher's Walk, el primero, y en Ellicitt's Yard, el segundo.

– ¿A qué hora?

– Justo después de medianoche, las dos veces.

– ¿Fechas?

– Tres noches antes del asesinato en Water Lane y la noche antes de Nochebuena.

– Gracias, Minnie. Me ha sido de gran ayuda. ¿Está segura de no querer darme sus nombres? Me iría muy bien hablar con las víctimas.

– Sí, estoy segura.


* * *

Al día siguiente fue a ver a Evan y, mediante un poco de persuasión, consiguió que le diera copias de los retratos de Rhys Duff y su padre. Los miró con curiosidad. Era la primera vez que los veía y ninguno de los dos era como se lo había imaginado. Leighton Duff tenía unos rasgos impactantes, la nariz prominente, ojos claros que debían ser azules o grises, a juzgar por el dibujo, y el aspecto de ser un hombre de aguda inteligencia. Rhys era muy distinto y fue su rostro el que más lo desconcertó. Era el rostro de un soñador. Más bien parecía un poeta o un filósofo en ciernes. Tenía los ojos oscuros bajo unas cejas perfiladas, la nariz recta, tal vez un poco larga, y la boca delicada, casi vulnerable.

Ahora bien, sólo era un dibujo, probablemente posterior al incidente, y tal vez el artista había permitido que la compasión influenciara su obra.

Monk se los guardó en el bolsillo, dio las gracias a Evan y se encaminó hacia St Giles bajo una fina llovizna.

En Fisher's Walk comenzó a preguntar a los vendedores ambulantes, a los mendigos, a cualquiera dispuesto a contestar, si reconocían a alguno de los dos hombres.

No le llevó mucho tiempo dar con alguien que identificara a Rhys.

– Sí -dijo, rascándose la sien, ladeando la gorra que llevaba-. Sí, lo he visto rondando por aquí un par de veces, igual más. Alto, ¿eh? Un caballero de buena planta. Hablaba muy bien, como los del oeste. Aunque mal vestido. No se lo veía en su mejor momento, diría yo.

– ¿Mal vestido? -preguntó Monk-. ¿Qué quiere decir, exactamente?

– Bueno, pues que no iba como un caballero -repuso el hombre, mirando muy serio a Monk por si dudaba de su inteligencia-. Sé qué aspecto tiene un caballero. Abrigo llevaba, pero nada del otro mundo, sin piel en el cuello, sin sombrero de copa, sin bastón. De hecho no llevaba sombrero de ningún tipo, ahora que lo pienso.

– Pero ¿era este hombre? ¿Está seguro?

– ¡Claro que estoy seguro! Se cree que no sé lo que veo o es que piensa que soy un mentiroso, ¿eh?

– Pienso que es importante que esté seguro -dijo Monk, con cuidado-. Puede que la vida de alguien penda de un hilo.

El hombre rompió a reír como un poseso, jadeando para recobrar el aliento entre oleadas de carcajadas.

– ¡Menuda pieza está hecho! Nadie me había dicho que fuese tan ingenioso. Sabía que era listo y que mejor no mosquearlo. Un pedazo de cabrón, vamos, pero casi siempre justo, aunque capaz de darle a un tipo una soga para que se cuelgue y luego quedarse a mirar mientras lo hace. Hasta le abriría la trampilla, si se la ha jugado.

Monk notó que el frío le envolvía, penetrando su piel.

– No era un chiste -dijo Monk con voz ronca-. Me refería a que depende de ello, no a que colgara de una cuerda.

– Pues entonces, si no piensa colgar a los cabrones que violaron a esas mujeres en Seven Dials, ¿para qué quiere encontrarlos? ¿Quiere asegurarse de que no les pase nada porque son caballeros? Eso no le pega. Nunca he oído a nadie, ni siquiera a su peor enemigo, que dijera que tema o favorezca a nadie, por nada del mundo.

– Bueno, algo es algo, supongo. No voy a ahorcarlos porque no puedo. Me encantaría hacerlo. -No estaba muy seguro de que eso fuese cierto, «encantaría» quizá no fuese la palabra más adecuada, aunque sin duda suscribiría la ejecución. Sabía que Hester no lo haría, pero ahora eso resultaba irrelevante… Bueno, casi.

– Era él -dijo el hombre, que se estremeció de frío pues llevaba mucho rato parado en aquella esquina-. Le he visto por aquí tres o cuatro veces. Siempre por la noche.

– ¿Solo o con más hombres?

– Con otros, dos veces; otra vez solo.

– ¿Quiénes eran los otros? ¡Descríbamelos! ¿Los vio alguna vez con mujeres, cómo eran ellas?

– ¡Alto! ¡Alto! Una vez iba con un hombre más mayor, corpulento, muy bien vestido, como un caballero. Estaba muy cabreado, le gritaba…

– ¿Quién gritaba a quién? -interrumpió Monk.

– Se gritaban el uno al otro, qué quiere que le diga.

Monk sacó el retrato de Leighton Duff.

– ¿Era éste, o alguien parecido?

El hombre lo estudió un rato y negó con la cabeza.

– No sé. Creo que no. ¿Por qué? ¿Quién es?

– No importa. ¿Ha visto alguna vez al hombre mayor?

– No, que yo sepa. Se parece a muchos que he visto.

– ¿Y la otra vez? ¿Con quién iba el muchacho, entonces?

– Con una mujer. Joven, de dieciséis o así. Se metieron juntos en un callejón. No sé qué pasó luego pero me lo imagino.

– Gracias. Supongo que no sabe el nombre de esa muchacha ni dónde puedo encontrarla.

– ¡Me dio que era Fanny Waterman, pero eso no quiere decir que lo fuese!

Monk apenas si daba crédito a su buena suerte. Procuró que la sensación de triunfo no se le notara en la voz.

– ¿Dónde puedo encontrarla?

– En Black Horse Yard.

Monk sabía de sobra que no valía la pena preguntar el número. Tendría que ir hasta allí y ponerse a preguntar. Pagó media corona al hombre, una recompensa magnífica de la que, mucho se temió, se arrepentiría más tarde, y se dirigió a Black Horse Yard.

Le llevó dos horas dar con Fanny Waterman y sus respuestas le dejaron completamente desconcertado. Reconoció a Rhys sin el menor asomo de duda.

– Sí. ¿Y qué?

– ¿Cuándo?

– No sé. Unas tres o cuatro veces. ¿A usted qué le importa? -Era una chica de complexión menuda y delgada, no muy guapa, pero su rostro reflejaba inteligencia y sentido del humor tras una máscara de beligerancia; en otras circunstancias podría haber tenido encanto. Desde luego no le faltaba facilidad de palabra y había cierta petulancia en sus andares y su porte. No presentaba ni una pizca de autocompasión. Mostraba por Monk la misma curiosidad que él por ella-. Por qué quiere saberlo, ¿eh? ¿Qué le ha hecho? Si ha violado la ley, yo no le he comprado nada.

– ¿No te hizo daño?

– ¿Daño? ¿Qué demonios le pasa? ¡Claro que no me hizo daño! ¿Por qué iba a hacérmelo?

– ¿Pagó lo convenido?

– ¿Por qué quiere saberlo? -Ladeó la cabeza y lo miró abriendo mucho sus oscuros ojos castaños-. Le gusta mirar, ¿eh? -Su voz comenzó a mostrar cierto desdén-. ¡Le saldrá caro!

– No, no es eso -dijo con aspereza-. Últimamente han violado y maltratado a muchas mujeres, sobre todo en Seven Dials, aunque también aquí. Estoy buscando a los que lo hicieron.

– ¡Caray! -exclamó, asombrada-. Bueno, a mí nadie me hizo daño. Y me pagó sin rechistar.

– ¿Cuándo fue eso? Por favor, intenta recordarlo.

Lo meditó un momento.

– ¿Fue antes o después de Navidad? -apuntó Monk-. ¿Nochevieja?

– Fue entremedio -dijo, acordándose de pronto-. Luego volvió después de Año Nuevo. ¿Por qué? ¿No me lo puede decir? No pensará que lo hizo él, ¿verdad?

– ¿Qué opinas tú?

– ¡Ni hablar! -Ladeó otra vez la cabeza-. ¿Fue él? ¿En serio?

– ¿Cuándo le viste por última vez?

– No sé. La última fue un par de semanas antes de lo de esos tipos de Water Lane. Después esto se llenó de guindillas, mal asunto para el negocio.

Monk sacó el retrato de Leighton Duff.

– ¿Has visto alguna vez a este hombre?

Lo estudió.

– No.

– ¿Estás segura?

– Sí. No lo he visto nunca. ¿Quién es? ¿Es el tipo que mataron a palos?

– Sí.

– Bueno, yo vi a Rhys, si es que se llama así, con otros caballeros, pero este vejete no es ninguno de ellos. Eran jóvenes, como él. Uno era muy guapo. Se hacía llamar «Rey», o «Príncipe» o algo por el estilo. El otro se llamaba Arthur.

– ¿Duke, quizá? -Monk notaba el pulso latiéndole como un martillo. Ya estaba, allí estaban los tres, juntos y para colmo con nombre.

– Sí… ¡Eso, es! ¿Era un duque de verdad?

– No. ¡Es el diminutivo de Marmaduke!

– Oh… ¡Qué pena! Me gustaba pensar que había estado con un duque. En fin, qué le vamos a hacer, ¿verdad? A fin de cuentas, todos son iguales con el calzón quitado.

Rió la mar de divertida por lo absurdo de su pretensión.

– ¿Y todos te pagaron? -insistió una vez más.

– No…, ese Duke era malo con ganas. Si me pongo farruca, seguro que me atiza, así que lo dejé correr. Cogí lo que pude.

– ¿Te pegó?

– Qué va. Sé muy bien cuándo puedo insistir y cuándo no.

– ¿Lo viste la noche del asesinato?

– No.

– ¿A ninguno de ellos?

– No.

– Entendido. Gracias.

Sacó un chelín del bolsillo, que era cuánto le quedaba suelto, y se lo dio.

Siguió con sus pesquisas. Según pudo constatar, había corrido el rumor de a quién buscaba y por qué. Por una vez encontró cooperación con menos obstáculos. En un par de ocasiones incluso se la ofrecieron voluntariamente. Quería un poco más de información, a ser posible. ¿Habían asaltado a alguien aquella noche? ¿Leighton Duff los había sorprendido antes o después del asalto? ¿Acaso había modo de negarlo?

De haber estado exultantes, ebrios por la excitación de su mezquino triunfo, despeinados, quizá manchados de sangre, no tendría que buscar nada más. En cuanto Evan supiera dónde dirigirse, a quién preguntar, y tuviera todo el peso de la ley tras él y un asesinato, no sólo una serie de violaciones que las mujeres de la alta sociedad preferían olvidar, entonces un hombre que pertenecía a la flor y nata de los suyos se vería acorralado y sería entregado a los tribunales con pruebas más que suficientes.

Necesitó otra jornada completa, pero finalmente dio con ella, una mujer cuarentona que conservaba su belleza a pesar de su aspecto cansado y de una tos pertinaz. Tenía la mandíbula rota y cojeaba de mala manera. Estaba llena de magulladuras. Sí, la habían violado, pero le habían faltado fuerzas para defenderse y eso, por sí mismo, pareció enfurecerlos más. Tuvo suerte. Alguien le detuvo.

– ¡No se lo diga a nadie! -suplicó-. ¡Me quedaría sin trabajo!

Deseó poder prometérselo. Dijo lo que buenamente pudo.

– Poco después de estar con usted, cometieron un asesinato -dijo Monk, con gravedad-. No será preciso que diga que la violaron. Puede jurar que iba tranquilamente por la calle y que se le echaron encima… Con eso bastará.

– ¿En serio? -preguntó con recelo.

– Sí -contestó Monk con firmeza-. ¿Dónde pasó?

– En una bocacalle de Water Lane -dijo, muy pálida, con la voz ronca.

– Gracias. Con esto bastará… Se lo prometo.

Era más que suficiente. Tenía que comunicárselo a Evan. No podía ocultarlo por más tiempo. Eran pruebas sustanciales del asesinato de Leighton Duff. Si Rhys y sus amigos se habían estado sirviendo de prostitutas en St Giles, lo cual era ya incontestable, y con el tiempo la violencia de sus actos había ido en aumento, parecía harto probable que Leighton Duff lo hubiese averiguado y que les siguiera, yendo a St Giles una sola vez. Esto último lo confirmaba el que Monk se hubiese visto incapaz de encontrar a nadie que lo reconociera. Aquél era motivo sobrado para la pelea que vino a continuación, un enfrentamiento que había ido tan lejos que sólo podía terminar con la muerte de la única persona que sabía lo que realmente habían hecho: su padre. Quedaba por demostrar si Arthur y Marmaduke Kynaston habían estado presentes y, en caso de que así fuera, qué papel habían jugado en los hechos.

Fuera como fuese, Monk debía informar a Evan.

Antes se lo contaría a Hester. No estaría bien que se enterara cuando Evan fuese a arrestar a Rhys. Aborrecía tener que contárselo pero peor sería eludirlo. Tal como había dicho el hombre que le había dado el nombre de Fanny, ni siquiera sus peores enemigos lo acusaban de cobardía.

Era tarde cuando llegó a Ebury Street. Una luna pálida brillaba en un cielo que anunciaba helada y hacia el oeste las nubes oscurecían su luz y prometían más nieve.

El mayordomo abrió la puerta y dijo que iba a preguntar si miss Latterly estaba en condiciones de recibirlo. Diez minutos después se encontraba en la biblioteca, junto a un tímido fuego, cuando Hester entró. Se la veía asustada. Cerró la puerta mirándole de hito en hito, escrutadora.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó sin más preámbulos-. ¿Qué has descubierto?

Parecía tan furibunda y vulnerable que ansió protegerla de la realidad, pero no había manera. Podía mentir, pero eso abriría un abismo entre ellos y además, en cuestión de horas, un día o dos a lo sumo, terminaría enterándose. Estaría allí y lo vería todo. La impresión, la sensación de traición, serían aún peores.

– He encontrado a alguien que vio a Rhys con Arthur y Duke Kynaston en St Giles -dijo en voz baja. Percibió el pesar de su propia voz. Sonaba áspera, como si le doliera la garganta-. Lo siento. Tengo que contárselo a Evan.

Hester, muy pálida, tragó saliva.

– ¡Eso no demuestra nada!

Se resistía en balde y ambos lo sabían.

– ¡No empieces, Hester! -le rogó Monk-. Rhys estuvo allí con sus dos amigos. Los tres encajan a la perfección con las descripciones. Si Leighton Duff sabía o sospechaba algo y siguió a Rhys para discutir con él, para tratar de evitar que volviera a hacerlo, había motivos de sobra para matarle. Incluso cabe la posibilidad de que los encontrara justo después de que atacaran a una mujer esa noche. De ser así, estaban perdidos.

– Pudo hacerlo Duke o… Arthur… -Sus palabras perdieron fuerza. No había convicción en ellas, como tampoco en su mirada.

– ¿Están heridos? -preguntó Monk con cuidado, aunque por su expresión adivinaba la respuesta.

Negó con la cabeza casi de manera imperceptible. No sabía qué decir. Le miraba fijamente. Los hechos se cerraban como una malla metálica, implacables, ineludibles. Su mente buscaba sin éxito una salida; Monk lo apreciaba con total claridad. Pero no abrigaba ninguna esperanza real y poco a poco su determinación fue menguando.

– Lo siento -dijo Monk, con ternura. Pensó en añadir lo mucho que hubiese preferido que las cosas no fuesen así, cuánto había bregado para dar con otra solución, pero eso ella ya lo sabía. Entre ellos, tales explicaciones estaban de más. Comprendían el pesar y la realidad demasiado bien, el sordo dolor de saber cosas a las que había que hacer frente, la familiaridad con la compasión.

– ¿Ya se lo has contado a Evan? -preguntó, cuando fue capaz de dominar la tensión de su voz, o casi.

– No. Pienso hacerlo mañana.

– Entiendo.

Monk no se movió. No sabía qué decir y, sin embargo, deseaba decir algo. Quería quedarse con ella, al menos para compartir el mal trago, pese a que no pudiera aliviarlo. A veces, lo único que podía hacerse era compartir.

– Gracias… por decírmelo antes a mí. -Sonrió torciendo un poco la boca-. Creo que…

– Quizá no debí hacerlo -dijo Monk, asaltado de súbito por la duda-. Igual te habría sido más llevadero si no lo hubieses sabido. Entonces tu respuesta habría sido más sincera. No habrías tenido que aguardar toda la noche sabiendo lo que los demás no saben. Yo…

Hester comenzó a negar con la cabeza.

– Sinceramente, pensé que era lo mejor -prosiguió-. Quizá no lo fuese. Creía que lo tenía claro y ahora veo que no.

– Habría sido igual de duro -contestó Hester, buscando sus ojos con la misma franqueza que en el pasado, en sus mejores momentos-. Ahora que lo sé, la noche será larga y el día de mañana también, pero cuando llegue Evan estaré preparada, y tendré ánimos para ayudar en lugar de quedarme anonadada. No perderé el tiempo tratando de negar la evidencia, buscando argumentos o escapatorias. Así es mejor. Por favor, no lo dudes.

Monk titubeó un instante, preguntándose si se estaba haciendo la valiente, asumiendo la responsabilidad para aliviarle la carga. Entonces volvió a mirarla y supo que no era así. La comprensión que Hester tenía de la situación trascendía aquel caso concreto y abarcaba todos los éxitos y los desastres que ambos habían compartido.

Caminó hasta ella, se inclinó gentilmente y le besó la sien por encima de la ceja, luego apoyó una mejilla en la suya, revolviéndole con su aliento un mechón de cabello.

Tras esto se volvió y salió sin volver la vista atrás. De hacerlo, corría el riesgo de cometer un error que no admitiría reparación, y aún no estaba preparado para eso.

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