Monk pasaba el rato a solas en un sillón de su domicilio en Fitzroy Street. No estaba al corriente del caso que llevaba Evan, como tampoco de la relación de Hester con una de las víctimas. Hacía más de dos semanas que no veía a Hester, y si algo tenía claro era que no abrigaba la menor intención de verla en un futuro próximo. La participación en el caso de difamación de Rathbone le había llevado al continente, primero a Venecia y después al pequeño principado alemán de Felzburgo. El viaje le había permitido probar una vida completamente diferente, plena de glamour, riqueza y ociosidad, divertida y banal, que se le había antojado enormemente seductora. También presentaba elementos que no le eran desconocidos. Éstos habían despertado recuerdos de su lejano pasado, de cuando aún no había ingresado en el cuerpo de policía. Había luchado con denuedo para retenerlos y fijarlos, aunque sin éxito. Como todos los demás recuerdos, sé perdían irremisiblemente una vez entrevistos; eran como ventanas entornadas que mostraran retazos de paisaje para volver a cerrarse de pronto dejándolo aún más confundido que antes.
Se había enamorado de Evelyn von Seidlitz. Al menos llegó a pensar que lo que sentía era amor. Sin duda era algo delicioso y emocionante que le ocupaba la mente y le aceleraba el pulso. Le había dolido, aunque con menos sorpresa de la que cabía esperar, descubrir que era una mujer superficial y que, bajo una apariencia encantadora e ingeniosa, escondía un egoísmo supremo. Cuando el idilio tocó a su fin, echó en falta las virtudes más consistentes y menos llamativas de Hester: su honestidad, su amor por el coraje y la verdad. Hasta su moralidad y sus opiniones, con frecuencia farisaicas, tenían una suerte de limpieza intrínseca, como una brisa fresca que disipara el calor y ahuyentara a las moscas.
Se inclinó para alcanzar el atizador y remover los carbones. Los pinchó con saña. No quería pensar en Hester. Era una mujer arbitraria, arrogante y a veces presuntuosa, defecto que hasta conocerla creía patrimonio del género masculino. No podía permitirse ser vulnerable a tales pensamientos.
No se estaba ocupando de ningún caso interesante, lo cual no contribuía a mejorar su sombrío humor. Siempre había pequeños hurtos que resolver, pero o bien eran obra de sirvientes a quienes resultaba incluso demasiado sencillo descubrir, o bien de ladrones a quienes era imposible seguir el rastro, pues surgían de las decenas de miles de almas que se apiñaban en los bajos fondos para desaparecer de nuevo entre las masas en cuestión de minutos.
Ahora bien, tales casos eran preferibles a no tener nada que hacer. Siempre podía ir a ver a Rathbone por si necesitaba alguna información, aunque ése era su último recurso; por una cuestión de orgullo. Rathbone le caía bien. Juntos habían defendido causas y se habían expuesto a peligros. Habían trabajado empleando a fondo la imaginación, el coraje y la inteligencia en toda clase de asuntos, probando una valía que se traducía en mutua admiración. Y dado que habían compartido éxitos y también fracasos, los unía además un lazo de amistad.
Con todo, su trato a veces le resultaba irritante, pues sus diferencias con frecuencia les enfrentaban: sus opiniones y posturas entraban en conflicto en lugar de complementarse. Y luego estaba Hester, quien al mismo tiempo les unía y les separaba.
Pero no quería pensar en Hester, y mucho menos con relación a Rathbone.
Le alegró oír la campanilla de la puerta anunciando la llegada de una visita. Era una mujer de mediana edad, aunque guapa en un estilo vigoroso y resuelto. Tenía la boca demasiado grande pero de formas sensuales, los ojos magníficos, las carnes prietas y un torso decididamente pechugón. Vestía ropa oscura y lisa, de calidad indefinida, y sus aires proclamaban a primera vista su confianza en sí misma, con una actitud casi avasalladora. No se trataba de una dama, ni de nadie que tuviera que ver con damas.
– ¿Es usted William Monk? -preguntó sin darle tiempo a hablar-. Sí, ya veo que sí. -Le miró de la cabeza a los pies sin el menor disimulo-. Ha cambiado. No sabría decirle exactamente qué es, pero está distinto. La cuestión es… ¿Sigue siendo tan bueno como antes?
– ¡Sí, soy extremadamente bueno! -respondió con astucia. Al parecer la mujer le conocía, aunque él no tenía la menor idea de quién era ella, salvo por lo que podía deducir de su aspecto.
La mujer profirió una carcajada chillona.
– ¡Igual no ha cambiado tanto, entonces! Sigue dándose los mismos aires. -El regocijo se esfumó de su rostro, que se endureció mostrando cautela-. Quiero contratarle. Puedo pagar.
Aquello no tenía trazas de ser un trabajo con el que fuera a disfrutar, pero no se encontraba en posición de rechazarlo. Lo menos que podía hacer era escucharla. Era poco probable que tuviera problemas de orden doméstico. Se la veía más que capaz de resolver ese tipo de cosas por sí misma.
– Me llamo Vida Hopgood -dijo-. Por si no lo recuerda.
No lo recordaba, aunque estaba claro que ella le conocía del pasado, de antes del accidente. Le crispó que le volvieran a recordar su punto más vulnerable.
– ¿Qué clase de problema tiene, señora Hopgood? -Le indicó el sillón que estaba al otro lado de la chimenea y, una vez que se hubo acomodado, se sentó frente a ella.
Vida Hopgood echó un vistazo a los carbones encendidos antes de pasear la mirada por aquella estancia tan agradable con sus cuadros de paisajes, las gruesas cortinas y los muebles viejos pero de primera calidad. En su mayoría eran donaciones de la patrona de Monk, Lady Callandra Daviot, los restos de su casa de campo. Aunque no era imprescindible que Vida Hopgood se enterara de ese detalle.
– Veo que le va bien por su cuenta -dijo de buena gana-. No se casó, si no a santo de qué andaría removiendo los trapos sucios de los demás. Además, usted no era de los que se casan. Demasiado cabezón. Siempre quería el tipo de esposa que no le tocaba. Así que supongo que no ha perdido su inteligencia. Por eso he venido. Para esto la va a necesitar toda, y puede que incluso más de la que dispone. Pero tenemos que saber. Tenemos que acabarlo de una vez.
– ¿Qué es lo que hay que acabar, señora Hopgood?
– Mi marido, Tom, lleva un taller de confección, hace camisas y cosas por el estilo…
Monk sabía cómo eran aquellas fábricas del East End: lugares enormes y mal ventilados, sofocantes en verano, gélidos en invierno, donde cien o más mujeres se sentaban desde antes del amanecer hasta casi medianoche para coser camisas, guantes, pañuelos y enaguas, a cambio de apenas lo bastante para mantener a una persona, por no hablar de una familia que, a veces, dependía de ellas. Si se trataba de un robo, Monk tenía claro que no iba a intervenir.
La señora Hopgood reparó en su expresión.
– Usted se pone camisas buenas, ¿verdad?
Monk la miró desafiante.
– ¡Claro que sí! -respondió ella a su propia pregunta torciendo la boca con sorprendente malicia-. Y cuánto paga por cada una, ¿eh? ¿Quiere pagar más? Cuánto piensa que nos pagan a nosotros los sastres y los camiseros, ¿eh? Si subimos los precios, perdemos el negocio. ¿Y quién saldría ganando? Los caballeros quieren ponerse buenas camisas pero pagan lo mínimo posible. Yo no puedo pagar mejor, ¿no lo entiende?
Monk se sintió herido en lo más profundo de sí.
– Supongo que no ha acudido a mí para intentar cambiar la economía del ramo de la confección.
El semblante de la señora Hopgood reflejó su desdén, pero no era algo personal, ni tampoco su principal emoción, pues el motivo de su visita entrañaba algo mucho más urgente. Decidió no discutir con Monk. La razón que la había llevado hasta él, desafiando la barrera natural que los separaba, daba fe de la gravedad que el asunto revestía para ella.
Entornó los ojos.
– ¡Vaya! ¿Qué le pasa? Le veo distinto. No se acuerda de mí, ¿verdad?
¿Creería una mentira? ¿Acaso importaba?
Ella le miraba fijamente.
– ¿Por qué dejó a los guindillas, si se puede saber? Le pescaron haciendo algo que no debía, ¿eh?
– No. Me peleé con mi supervisor.
La mujer soltó otra carcajada seca.
– ¡Entonces igual no ha cambiado tanto, después de todo! Pero no tiene el mismo aspecto… Más duro pero no tan gallito. Le han bajado los humos, ¿eh? -Era una afirmación, no una pregunta-. Ya no tiene el mismo poder de antes, de cuando se dejaba caer por Seven Dials.
Monk no dijo nada.
Ella le observó con mayor detenimiento, inclinándose un poco hacia delante. Era una mujer muy guapa. Irradiaba una vitalidad que no podía pasarse por alto.
– ¿Por qué no se acuerda de mí? ¡Tendría que recordarme!
– Tuve un accidente. Hay muchas cosas que no recuerdo.
– ¡Caray! -Suspiró muy lentamente-. ¿Lo dice en serio? A fe mía que nunca… -Estaba tan enfadada que no podía ni blasfemar-. Esto sí que es un acontecimiento. Así que ha vuelto a empezar de cero. -Soltó una risita-. No le irá mucho mejor que a los demás, pues. Bueno, yo le pagaré…, si se gana su dinero.
– Me va mejor que a los demás, señora Hopgood -repuso Monk, mirándola de hito en hito-. He olvidado algunas cosas, también a algunas personas, pero no he perdido la cabeza ni la voluntad. ¿Por qué ha venido a verme?
– Nos las íbamos arreglando… en general -contestó sin apartar la mirada-. De una forma u otra. Al menos podíamos, hasta que todo esto empezó a pasar.
– ¿Qué empezó a pasar?
– Violación, señor Monk -contestó sin pestañear, con la voz ronca de ira.
Monk se quedó desconcertado. De todas las posibilidades que le habían pasado por la cabeza, aquella no era una de ellas.
– ¿Violación? -repitió la palabra con incredulidad.
– Están violando a nuestras chicas por las calles.
Ahora en ella no se apreciaba más que dolor, la ciega confusión de no saber quién era el enemigo. Por una vez no podía librar su propia batalla.
Podría haber resultado un asunto ridículo. No estaba refiriéndose a mujeres respetables de un barrio elegante, sino a obreras explotadas en talleres de confección que se ganaban la vida trabajando más horas que un reloj, que vivían en casas de vecinos compartiendo una única habitación con media docena de personas de ambos sexos y de todas las edades. El crimen y la violencia eran el pan de cada día para esas gentes. Para que aquella mujer hubiese acudido a él, un policía retirado, con la intención de pagar a cambio de su ayuda, tenía que estar hablando de algo que se salía de lo corriente.
– Cuéntemelo todo -dijo Monk sin más.
La señora Hopgood ya había franqueado la primera barrera. Aquella era la segunda. Monk la estaba escuchando, y sus ojos no reflejaban mofa ni burla.
– Al principio no le di más importancia -comenzó-. Veía a alguna mujer golpeada. Cosas que pasan. Pasan muchas veces. El marido bebe más de la cuenta. A menudo veo mujeres en el taller con un ojo a la funerala, o cosas peores. Sobre todo los lunes. Pero entonces corrió el rumor de que a una le habían hecho algo más. Seguí sin hacer caso. No es asunto mío si viven con un mal hombre. Los hay a montones.
Monk no la interrumpió. Su voz se iba aguzando y transmitía dolor.
– Luego vi a otra mujer, una que tiene el marido enfermo, tan enfermo que no puede ni pegarle. Luego a una tercera, y para entonces me dije que quería saber qué estaba pasando. -Puso cara de espanto-. Algunas no son más que chiquillas. Abreviando, señor Monk, a esas mujeres las violan y les pegan palizas. Me enteré de toda la historia. Las hice pasar una por una por mi salón y se lo saqué todo. Le diré lo que me contaron.
– Será mejor que lo ordene un poco, señora Hopgood. Nos ahorrará tiempo.
– ¡Pues claro! ¿Qué pensaba que iba a hacer? ¿Contarle todo tal como me lo contaron? Estaríamos aquí toda la noche. Y yo no sé usted, pero desde luego yo no tengo toda la noche. Supongo que cobrará por horas. La mayoría lo hace así.
– Le cobraré por días, pero sólo una vez que haya aceptado el caso…, si es que lo acepto.
El rostro de la mujer se endureció.
– ¿Qué es lo que quiere…, más dinero?
Monk percibió el miedo que se ocultaba tras su actitud desafiante. Pese a todo el arrojo y la bravuconería de que hacía gala para impresionarlo, estaba asustada, dolida y enojada. Aquél no era un problema normal, como tantos otros a los que se había enfrentado en la vida, se trataba de un asunto que no sabía cómo manejar.
– No -la interrumpió Monk al ver que iba a agregar algo-. Pero no le diré que puedo ayudarla si no estoy en condiciones de hacerlo. Cuénteme lo que ha descubierto. La escucho.
Se tranquilizó un poco. Volvió a acomodarse en el sillón, arreglándose la falda que envolvía su atractiva figura.
– Algunas mujeres honradas han pasado momentos difíciles y creen que nunca se venderán, pase lo que pase -continuó-. Piensan que preferirían pasar hambre antes que salir a hacer la calle. Pero es sorprendente lo rápido que cambias de idea cuando son tus hijos los que pasan hambre y están enfermos. Si los oyes llorar lo bastante, pelados de frío y sin nada que llevarse a la boca, te vendes al mismo diablo si éste te paga con pan y carbón para el fuego, o con una manta o un par de botas. Martirizarse una misma es una cosa, ver morir a tus críos es otra.
Monk no lo discutió. Su conocimiento del asunto era más profundo que cualquier recuerdo personal y le revolvía las entrañas.
– Todo comenzó como si nada -prosiguió la señora Hopgood-. Primero un tío que no quiere pagarle a una. Eso pasa. El mundo está lleno de estafadores. No puedes hacer mucho más, aparte de comerte las pérdidas.
Monk asintió.
– Eso no me habría quitado el sueño -se encogió de hombros, sin dejar de mirarlo fijamente, sopesando sus reacciones-. Luego una de las mujeres va y aparece toda magullada, llena de cardenales, como si le hubiesen dado una paliza de tomo y lomo. Como ya he dicho, primero pensé que su hombre le había pegado. No la habría culpado si le hubiese asestado una buena cuchillada. Pero me dijo que se lo habían hecho dos hombres, dos clientes suyos. Ligó con ellos en la calle y se metió en un callejón oscuro para un trabajillo rápido, y entonces se liaron a golpes con ella. La tomaron por la fuerza, pese a que ella estaba más que dispuesta, ya ve. -Se mordió el labio-. Siempre los hay que son un poco brutos, pero aquello fue una auténtica paliza. No era igual a otras que he visto, no se trataba de unos cuantos moretones, sino de auténticas heridas.
Monk aguardó. La mirada de la mujer le decía que aún había más. La violación de una prostituta era sólo una desgracia más. Sin duda ella sabía tan bien como él que por más desagradable e injusto que fuese, no se podía hacer nada al respecto.
– No fue la única -prosiguió la señora Hopgood-. Pasó otra vez, a otra mujer, y luego a otra. Y cada vez ha sido peor. Que yo sepa, ya van siete, señor Monk, y a la última la golpearon hasta que perdió el conocimiento. Le rompieron la nariz y la mandíbula y ha perdido cinco dientes. Y a nadie le importa un bledo. Los polizontes no harán nada. Creen que las mujeres que se venden merecen lo que les dan. -El cuerpo se le tensó debajo de la tela oscura-. Pero nadie merece que le peguen de esa forma. Ahora les resulta muy peligroso ganar el pico extra que necesitan para salir adelante. Tenemos que encontrar a quien está haciendo esto, y por eso le necesitamos, señor Monk. Por eso estamos dispuestas a pagar.
Monk permaneció un rato sentado sin contestar. Si lo que le contaba era cierto, sospechaba que alguien había planeado una especie de justicia alternativa. A eso no tenía nada que objetar. Ambos sabían que era más que probable que la policía no hiciese nada contra un hombre que se dedicaba a violar prostitutas. La sociedad consideraba que una mujer que vendía su cuerpo tenía poco o ningún derecho a negar los bienes ofertados, como tampoco a poner reparos si la trataban como mercancía y no como a una persona. Se había excluido voluntariamente de la categoría de las mujeres decentes. Su mera existencia suponía una afrenta para la sociedad. Nadie iba a esforzarse en proteger una virtud que, según la opinión pública, no existía.
Los carbones se desmoronaron en el hogar formando un haz de chispas. En la calle empezó a llover.
Y luego estaban las emociones más inquietantes y oscuras. Quienes se servían de esas mujeres las despreciaban, como también despreciaban la parte de sí mismos que las necesitaba. En el mejor de los casos se trataba de vulnerabilidad, en el peor, de vergüenza. O quizá lo peor fuese el hecho de tener una debilidad y que esas mujeres lo supieran. Por una vez se libraban del dominio de sí mismos que ejercían en su vida cotidiana, y las mismas personas a quienes despreciaban eran testigos de toda esa intimidad. ¿Acaso podía exponerse más al ridículo un hombre que cuando pagaba a una mujer que miraba con desprecio, sirviéndose de su cuerpo para aliviar las necesidades del suyo? La prostituta no sólo veía su cuerpo desnudo sino también una parte de su alma.
Un hombre podía odiar por ese motivo. Y desde luego no le gustaría que le recordaran la existencia de tal mujer, a no ser para condenar su inmoralidad y manifestar lo mucho que deseaba deshacerse de ella y de todas las de su clase. Trabajar para protegerla de los predecibles males de un comercio elegido por ella era algo inconcebible.
La policía jamás intentaría seriamente erradicar la prostitución. Aparte del hecho de que resultaría imposible, conocía su valor, y también sabía que la mitad de la sociedad respetable se horrorizaría si lo consiguiera. Las putas eran como las cloacas, algo que no se mencionaba en los salones, ni en ningún otro sitio, si a eso vamos, pero resultaban vitales para la salud y el orden de la sociedad.
Monk sintió crecer dentro de sí la misma clase de rabia que sentía Vida Hopgood. Y cuando Monk se enfadaba, no era de los que perdonan.
– Sí -dijo, mirándola con intención-. Acepto el caso. Págueme lo suficiente para mi manutención, y haré cuanto pueda para descubrir al hombre…, o a los hombres… que están haciendo eso. Tendré que ver a las mujeres. Y deben decirme la verdad. No puedo hacer nada basándome en mentiras.
El brillo del triunfo iluminó los ojos de la señora Hopgood. Acababa de ganar su primera batalla.
– Los encontraré para usted, si puedo -agregó Monk-. Dudo mucho que la policía los lleve a juicio. Sabe tan bien como yo que las posibilidades de que eso ocurra son remotas.
La señora Hopgood se rió con gusto, mofándose a placer.
– Lo que haga usted luego es cosa suya -continuó Monk, sabiendo lo que eso podía significar-. Pero no le podré decir nada hasta que esté convencido.
Ella tomó aire como quien va a discutir, pero reparó en la expresión de Monk y se dio cuenta de que sería inútil.
– No le diré nada -repitió él- hasta que esté seguro. Ése es el trato.
Ella le tendió la mano.
Él hizo lo propio y la mujer se la estrechó con inusitada fuerza.
Vida Hopgood aguardó junto al fuego mientras Monk cambiaba sus ropas por otras más viejas, tanto por no ensuciar unas prendas que apreciaba, como debido al propósito más práctico de pasar lo más desapercibido posible en las zonas que se disponía a visitar. Luego acompañó a su nueva dienta a Seven Dials.
Ella le llevó a su casa, unas habitaciones sorprendentemente bien amuebladas en el piso que se hallaba encima del taller donde ochenta y tres mujeres trabajaban sentadas a la luz de las lámparas de gas, con las cabezas gachas y la espalda dolorida, forzando la vista. Pero al menos era un lugar seco, y más cálido que la calle, donde estaba empezando a nevar.
Vida también se cambió de ropa, dejando que Monk esperara en el salón mientras lo hacía. Su marido estaba abajo, en el taller, vigilando que nadie se distrajera, hablara con la vecina o se llevara al bolsillo algo que no le pertenecía.
Monk estudió la habitación. Estaba profusamente amueblada. Apenas quedaba un espacio en el abigarrado papel pintado que no estuviera cubierto por un cuadro o una muestra de bordado enmarcada. Las superficies de las mesas estaban decoradas con flores secas, adornos de porcelana, pájaros disecados en vitrinas y más cuadros. Pero a pesar de la acumulación y del predominio del color rojo, el efecto del conjunto resultaba confortable e incluso armónico. Se apreciaba que quien vivía allí cuidaba de su hogar. Se respiraba felicidad, un cierto orgullo, no para impresionar al prójimo sino a causa del propio bienestar. Vida Hopgood tenía algo que podía llegar a gustarle. Ojalá recordara su relación anterior. Para él suponía una carga no conseguirlo, pero le constaba, por innumerables intentos anteriores que pretendían seguir el rastro a otros recuerdos, acaso más importantes, que cuanto más se esforzaba, más escurridizos se volvían, más se distorsionaban. Era un inconveniente con el que había aprendido a vivir la mayor parte del tiempo; sólo de vez en cuando se le hacían patentes los peligros que tal situación comportaba, como cuando descubría que alguien lo odiaba sin llegar a saber por qué razón. Era una carga poco frecuente que no afectaba a la mayoría de las personas, el no saber quién era amigo o enemigo.
Vida reapareció con un vestido más viejo y sencillo, y fue al grano sin más dilación. Puede que necesitara los servicios de un policía, pero no tenía la menor intención de alternar con él. Aquello era una tregua temporal, pues en lo que a ella se refería, Monk seguía siendo el «enemigo». No iba a olvidarlo, aunque pudiera.
– Primero iremos a ver a Nellie -dijo, alisándose la falda y arreglándose las hombreras-. Sería inútil si fuera solo. No hablará con usted si no se lo mando yo. Tampoco es de extrañar. -Miró a Monk, que estaba plantado en mitad de la confortable estancia-. ¡Bueno, pues en marcha! ¡Ya sé que está lloviendo, pero un poco de agua no le hará ningún daño!
Tragándose su réplica, Monk salió tras ella a la calle y apretó el paso para no rezagarse. Vida avanzaba con sorprendente rapidez, pisando fuerte los adoquines con sus botas, la espalda erguida y la vista al frente. Había dado órdenes y no cabía duda de que si Monk quería cobrar, las obedecería.
De repente torció hacia un callejón, bajando la cabeza contra las ráfagas de nieve y llevándose instintivamente la mano al sombrero para sujetarlo. Incluso allí iba a hacer patente su superioridad llevando sombrero en lugar de un chal para protegerse de los elementos. Se detuvo ante una de las muchas puertas y llamó con brusquedad. Al cabo de nada le abrió una niña regordeta con un rostro que resultaba simpático al sonreír, pese a faltarle algunos dientes y tener oscurecido el resto.
– Quiero ver a Nellie -dijo Vida sin rodeos-. Dile que ha venido la señora Hopgood. Traigo a Monk. Ella sabrá a quién me refiero.
Monk sintió una punzada de miedo al ver que su nombre era conocido incluso por aquella mujer de la calle de quien nada sabía. Si ni siquiera recordaba haber estado antes en Seven Dials, ¿cómo iba a recordar el rostro de nadie? Estaba en clara desventaja.
La niña advirtió el tono autoritario de la voz de Vida y fue obedientemente en busca de Nellie. No los invitó a entrar, dejándolos en el gélido callejón. Vida se dio por invitada y empujó la puerta para abrirla. Monk la siguió.
Dentro también hacía frío, pero al menos no soplaba el viento ni nevaba. Las paredes del pasillo estaban húmedas y olían a moho, y un penetrante hedor a excrementos indicaba que el muladar estaba cerca y, probablemente, a rebosar. Vida empujó una segunda puerta, que se abrió a una habitación con una cama de buen tamaño, arrugada y a todas luces recién usada, aunque relativamente limpia y con varias mantas y edredones encima. Monk supuso que era un lugar de trabajo y no sólo de descanso.
En el rincón opuesto había una muchacha de pie, esperándoles. Tenía el rostro desfigurado, con cardenales que amarilleaban y una ceja con un corte profundo, que aún estaba cicatrizando, y que, sin duda, iba a dejarle marca. Monk no necesitaba más pruebas para constatar que la mujer había recibido una paliza tremenda. No cabía concebir un accidente que pudiera causar semejante daño.
– Cuéntale a este tipo lo que te pasó, Nellie -ordenó Vida.
– Es un guindilla -dijo Nellie incrédula, mirando a Monk con intenso disgusto.
– No, no lo es -la contradijo Vida-. Lo fue. Lo expulsaron. Va a averiguar quién está pegando estas palizas a las chicas del barrio, para que podamos acabar con el asunto.
– Ah sí, ¿eh? -se mofó Nellie-. ¿Y cómo piensa hacerlo, si se puede saber? ¿A él qué le importa?
– Seguramente le importa un bledo -dijo Vida con aspereza, impacientándose ante la estulticia de Nellie-. Cumplirá su trabajo por dinero. Lo que luego hagamos con ese cabrón, cuando lo haya encontrado, no es asunto suyo.
Nellie seguía mostrándose dubitativa.
– Mira, Nellie -a Vida le costaba poco perder los estribos-, puede que seas una de esas guarras idiotas que disfrutan cobrando de lo lindo, ¡no lo quiera Dios! -Puso los brazos en jarras-. Pero, ¿te gusta la idea de tener demasiado miedo como para salir a la calle a ganar un dinerillo extra? ¿Prefieres vivir sólo con lo que sacas cosiendo camisas, tontaina? ¿Crees que con eso te llega?
De mala gana, Nellie fue captando la cuestión. Se volvió hacia Monk, torciendo el gesto con fastidio.
– Cuénteme qué ocurrió, y dónde -indicó Monk-. Empiece por decirme dónde se encontraba y qué hora era, con tanta precisión como pueda.
– Fue hace tres semanas menos un día -contestó Nellie, lamiéndose un diente roto-. Un martes por la noche. Estaba en Fetter Lane. Acababa de decirle adiós a un caballero que se fue otra vez hacia el norte. Al volverme para regresar a casa vi a otro caballero; llevaba un buen abrigo, muy grueso, y sombrero de copa. Olía a dinero y estaba merodeando por allí como si buscara compañía. Así que me acerqué y me hice la simpática. Pensé que igual le gustaba.
Se calló, esperando la reacción de Monk.
– ¿Y fue así? -preguntó él.
– Pues sí. Eso me dijo. Sólo que cuando empezamos, aunque yo estaba dispuesta, se puso muy bruto y comenzó a arrearme golpes. Antes de que pudiera gritar, va y sale otro. Y se me tira encima. -Se tocó el ojo con cuidado-. Me pegó, el tío. Me pegó muy fuerte. El muy maldito por poco me deja grogui. Luego éste y el primer tío me agarran y me toman, uno después del otro. Después uno de ellos, a estas alturas ya no sé cuál pues me zumbaban los oídos y el dolor me tenía sin sentido, va y me vuelve a pegar y me rompe un diente. Y los muy cerdos se reían como locos. Le juro que pasé un susto de muerte.
Viéndole la cara no costaba creerla. Se puso blanca sólo de recordarlo.
– ¿Puede decirme algo sobre ellos? -preguntó Monk-. Cualquier cosa, un olor, una voz, el tacto de una tela.
– ¿Qué?
– Un olor -repitió-. ¿Recuerda algún olor? Estuvieron cerca de usted.
– ¿Como qué? -Nellie estaba desconcertada.
– Cualquier cosa. ¡Piense! -Trató de no ser demasiado brusco con ella. ¿Se estaría haciendo la tonta a propósito?-. Los hombres trabajan en distintos lugares -aclaró-. Unos con caballos, otros con piel, otros con pescado, o con lana, o con balas de cáñamo. ¿Olían a sal? ¿A sudor? ¿A whisky?
Nellie no dijo nada.
– ¿Y bien? -espetó Vida-. ¡Piensa un poco! ¿Qué diablos te pasa? ¿No quieres que pillemos a esos cabrones?
– ¡Sí! ¡Estoy pensando! -protestó Nellie-. Ninguno de ellos olía a ninguna de esas cosas. Uno olía a una bebida, algo muy fuerte pero que yo no he tomado nunca. Era horrible.
– La tela -continuó Monk-. ¿Tocó la tela de sus ropas? ¿Era de calidad o de lana retejida? ¿Gruesa o delgada?
– Cálida -dijo sin titubeos, pensando en lo único que sin duda llamó su atención-. No me importaría tener un abrigo así para mí. Cuesta más de lo que gano en un mes.
– ¿Iban afeitados o con barba?
– ¡No me fijé!
– ¡Lo notaría! Tuvo contacto con sus caras. ¡Piense!
– Sin barba. Bien afeitados… creo. Puede que con patillas. -Añadió con mofa-: ¡Pueden ser miles! -La desilusión le endureció la voz, como si por un instante hubiese abrigado esperanzas-. No los va a encontrar nunca. Es un embustero si acepta su dinero, ¡y ella imbécil por dárselo!
– ¡Vigila esa lengua, Nellie West! -amenazó Vida-. No eres tan lista como para arreglártelas por tu cuenta. ¡Más te vale no olvidarlo! Sé más educada, si sabes lo que te conviene.
– ¿Qué hora de la noche sería? -Monk le preguntó el último dato útil que pensaba que ella podría aportarle.
– ¿Por qué? -Nellie hizo una mueca de desprecio-. Para reducir el número de sospechosos, ¿verdad? Así sabrá quién lo hizo, ¿no?
– Puede ser de ayuda. Pero si prefiere protegerlos, lo preguntaremos en otra parte. Tengo entendido que no es la única mujer a quien han agredido.
Se volvió hacia la puerta, dejando que Vida le siguiera. La oyó insultar a Nellie con precisión y malicia, sin repetirse ni una sola vez.
La segunda mujer que Vida le llevó a ver era muy diferente. La encontraron mientras iba camino de su casa, andando con dificultad, tras una larga jornada en el taller. Seguía nevando, pero los adoquines estaban demasiado húmedos para que la nieve cuajara. La mujer tendría unos treinta y cinco años, aunque por su andar encorvado podría haber tenido cincuenta. Su rostro estaba hinchado y la piel muy pálida, pero sus ojos eran hermosos, así como el rizo natural de sus cabellos. Con un poco más de brío y buen humor, seguiría resultando atractiva. Se detuvo al reconocer a Vida. Su expresión no era temerosa ni poco amigable. Decía mucho en favor de Vida que, siendo la esposa del amo del taller, fuese capaz de mantener cierto grado de amistad con una mujer como aquélla.
– Hola, Betty-dijo con energía-. Este de aquí es Monk. Va a ayudarnos a encontrar a los cabrones que han estado pegando a las mujeres del barrio.
La esperanza brilló por un instante en los ojos de Betty, aunque fue algo tan breve que pudieron ser sólo imaginaciones de Monk.
– ¿Ah sí? -dijo con escaso interés-. ¿Y luego qué? ¿Los guindillas los arrestarán y el juez los encerrará en Coldbath Fields? ¿O igual los llevarán a Newgate y los colgarán de una soga, no? -Soltó una carcajada seca, casi inaudible.
Vida se puso a su lado, dejando que Monk las siguiera un par de pasos más atrás. Torcieron en una esquina y pasaron por delante de una destilería de ginebra, en cuyo portal había varias mujeres tan borrachas que no notaban el frío.
– ¿Cómo está Bert? -preguntó Vida.
– Borracho -contestó Betty-. ¿Cómo va a estar?
– ¿Y los críos?
– Billy tiene el garrotillo y Maisie una tos horrible. Los demás están bien.
Habían llegado a su puerta y se disponía a abrirla cuando dos niños pequeños aparecieron corriendo por la esquina de la otra punta del callejón entre gritos y risas. Ambos empuñaban palos que blandían a modo de espadas. Uno de ellos embistió al otro, que dio un chillido, se desmoronó y fingió una terrible agonía, revolcándose por los adoquines mojados, con el rostro iluminado de puro regocijo. El otro se puso a dar saltos, cacareando su victoria. Al parecer le tocaba ganar, y se le veía dispuesto a saborear al máximo su triunfo.
Betty sonrió cargada de paciencia. Los harapos que llevaban, una mezcla de prendas usadas, descosidas y vueltas a coser, difícilmente se ensuciarían más de lo que lo estaban.
Monk notó que se le relajaban los hombros un poco al oír la risa de los niños. Era un soplo de humanidad en el gris y penoso ambiente que le rodeaba.
Betty los hizo pasar a una vivienda muy parecida a la de Nellie West. Ella y los suyos ocupaban dos habitaciones de la parte trasera. Un hombre de mediana edad, borracho perdido, yacía con medio cuerpo en una butaca y el otro medio en el suelo. Ella no le hizo el menor caso. La habitación estaba abarrotada de muebles, una mesa coja, la butaca tapizada donde estaba repantigado el hombre, dos sillas de madera, una con el asiento remendado, una escoba y media docena de trastos más. A través del fino tabique se oían voces de niños y también a alguien que tosía. Los chicos seguían luchando en el corredor.
Vida hizo caso omiso de todos esos detalles y se concentró en Betty.
– Cuéntale lo que te pasó. -Ladeó la cabeza hacia Monk para indicar a quién se refería. El otro hombre estaba tan sumido en su borrachera que no repararía en su presencia.
– No hay mucho que contar -dijo Betty con resignación-. Me pegaron. Aún me duele, pero nadie puede hacer nada. Se me ocurrió llevar una navaja pero no vale la pena. Si se la clavo a esos cabrones, sólo conseguiré que me acusen de asesinato. Además, supongo que no volverán por aquí.
– Ah no, ¿eh? -dijo Vida, con un amargo tono de mofa-. Puedes darlo por hecho, si te parece. ¿Te da igual jugarte el pellejo cada vez que salgas a la calle? No te has enterado de lo que le ha pasado a Nellie West, ni a Carrie Barker, ni a Dot MacRae? ¿Ni a las otras que han violado y apaleado? Algunas son casi unas niñas. A la tonta de Betty Drover por poco la matan.
Betty se mostró abatida.
– Pensaba que había sido cosa de su hombre. Bebe de una forma espantosa y la mitad del tiempo no sabe lo que se hace. -Echó un vistazo a la figura que yacía en el rincón y Monk supuso que sabía muy bien de qué hablaba.
– Pues no fue él -dijo Vida apesadumbrada-. George no es tan malo. Perro ladrador, poco mordedor. En realidad no la trata tan mal. Pero a ella le gusta darse importancia. Fue un tío que se ligó, que le pegó de mala manera y luego le dio de patadas, después de tomarla. Está toda magullada, y aún sangra. ¿Seguro que te ves con ánimos de salir a buscarte la vida?
Betty la miró fijamente.
– Pues me quedaré en casa -dijo entre dientes-. ¡O me iré a Haymarket!
– ¡Pero mira que llegas a ser idiota! -le espetó Vida despectivamente-. No das la talla, para Haymarket, y lo sabes. Tampoco te dejarían que rondaras por allí para buscarte un rincón, y eso también lo sabes.
– Entonces tendré que quedarme en casa y componérmelas con el salario, ¿no es eso? -contraatacó Betty, con las mejillas de un rosa apagado.
Vida dirigió la vista al hombre que dormitaba en el rincón, con inflexible desdén.
– Y él dará de comer a tus hijos, ¿no? Sé realista, Betty. Tendrás que salir otra vez, con violadores o sin violadores, y lo sabes tan bien como yo. Contesta a las preguntas de Monk. Vamos a pillar a esos degenerados. ¡Si todas colaboramos lo conseguiremos!
Betty estaba demasiado cansada para discutir. En aquel momento, Vida suponía una amenaza peor que el hambre o la violencia. Se volvió resignadamente hacia Monk.
Éste le hizo las mismas preguntas que a Nellie West, recibiendo más o menos las mismas respuestas. Había salido a hacer la calle para ganar un poco de dinero extra. Su marido, a quien aludió sin mentar su nombre, había tenido una mala semana. Lo había intentado, pero con aquel tiempo tan malo no encontró nada. Los inviernos siempre eran difíciles, sobre todo en el mercado del pescado, donde él solía encontrar algo de trabajo. Tuvieron una discusión, por nada en concreto. Él le pegó, dejándole un ojo morado, y le arrancó un puñado de pelo. Ella se había defendido asestándole un golpe con una botella vacía de ginebra en la cabeza, dejándolo inconsciente. La botella se rompió y ella se cortó la mano mientras recogía los pedazos de cristal antes de que los niños los pisaran y se hicieran daño en los pies.
Después de este episodio salió a buscar una esquina donde hacer algo de dinero. Ya había reunido diecisiete con seis peniques, una cantidad bastante apañada, y se había propuesto acabar de redondearla, cuando se le acercaron tres hombres, dos por delante y uno por detrás, y tras unos instantes de acosarla con insultos, uno de ellos la agarró mientras los otros dos la violaban, uno después de otro. La dejaron toda magullada, con un esguince en el hombro, y los codos y las rodillas en carne viva. Durante las tres semanas siguientes el miedo le había impedido volver a salir, y tampoco soportaba que George se le acercara. De hecho, la mera idea de volver a la calle la enfermaba de miedo, aunque el hambre no tardaría mucho en llamar de nuevo a su puerta.
Monk la interrogó detenidamente acerca de cualquier detalle que recordara sobre los asaltantes. La habían insultado. ¿Se acordaba de cómo eran sus voces?
– Hablaban correctamente…, como caballeros. ¡No eran de por aquí! -No le cabía la menor duda al respecto.
– ¿Mayores o jóvenes?
– No lo sé. No los vi. Por la voz no sabría decirlo.
– ¿Afeitados o con barba?
– Afeitados… ¡Creo! No recuerdo si llevaban patillas. Al menos…, me parece que no.
– ¿Cómo eran sus ropas?
– No sé.
– ¿Recuerda alguna otra cosa? Un olor, palabras, un nombre, lo que sea.
– No sé. -Se le nublaron los ojos-. ¿Olor? ¿Qué quiere decir? ¡No olían a nada!
– ¿Ni a una bebida?
– No, no me suena. No… No olían a nada de nada.
– ¿A jabón? -Fue decirlo y arrepentirse. No debía sugerirle nada.
– ¿Jabón? Sí, supongo. Era raro, como… diferente.
¿Acaso sabía cómo era el olor a limpio aquella pobre mujer? Quizá le resultara raro, una ausencia más que una presencia. No le dijo nada que no le hubiese dicho ya Nellie West, pero reforzó el mismo esquema: dos o tres hombres que llegaban al barrio procedentes de otro sitio, cuyos apetitos se iban haciendo progresivamente violentos. Al parecer eran lo bastante listos para elegir como víctimas a mujeres solas, no a prostitutas profesionales que podrían tener chulos protegiéndolas, sino a las aficionadas, a mujeres que sólo hacían la calle de vez en cuando, acuciadas por la necesidad.
Cuando se marcharon ya era de noche y la nieve comenzaba a cuajar. Las pocas farolas que no estaban rotas reflejaban retazos de luz en los arroyos pestilentes. Ahora bien, Vida no tenía la menor intención de detenerse. A aquella hora encontrarían a las mujeres en sus casas, y aparte del hecho de que quizá no quisieran hablar en presencia de sus compañeras, tampoco iba a distraerlas de su trabajo haciéndoles preguntas mientras estaban descosiendo, cortando o cosiendo. Los aspectos prácticos no debían descuidarse. Además, a Monk se le antojó que quizá el señor Hopgood no estuviera al corriente de la campaña de su mujer, actividad que indirectamente financiaba. Y era harto probable que no se tomara el asunto tan a pecho como ella.
Monk alcanzó a Vida cuando ésta doblaba con paso decidido una esquina para internarse en otro de los innumerables pasajes de Seven Dials, y cruzó tras ella un patio con un pozo y una bomba. Un borracho dormitaba en un portal, una pareja se besaba en otro, la muchacha reía encantada mientras su joven galán le murmuraba zalamerías al oído. Monk se maravilló al constatar que su mutuo arrobamiento los hacía inmunes al viento y a la nieve.
Tras una ventana iluminada alguien alzó una jarra de cerveza y la luz de las, velas se reflejó en la cabellera rubia de una mujer. Las risas se oían con suma nitidez. Junto a una bocacalle una anciana vendía bocadillos y un charlatán terminó su relato de lujuria y crimen y emprendió la marcha hacia otro rincón más cálido donde entretener a un nuevo público con sus cuentos, noticias e invenciones.
La siguiente víctima de la violencia entrevistada fue Carrie Barker. Estaba a punto de cumplir los dieciséis y era la mayor de su familia, pues los progenitores estaban muertos o desaparecidos. Cuidaba de sus seis hermanos menores, ganándose el pan como buenamente podía; Monk no la interrogó al respecto. Tomaron asiento en una amplia habitación y le contó a Vida lo que le había ocurrido con una voz jadeante que dejaba escapar algunos silbidos por culpa de un diente roto. Una de sus hermanas, cosa de año y medio más joven, se sostenía el brazo izquierdo en alto, como si el pecho y la barriga le dolieran, escuchando cuanto Carrie decía, asintiendo con la cabeza de vez en cuando.
A la tenue luz de una única vela, el rostro de Vida era una máscara de furia y compasión, con sus grandes labios apretados y los ojos brillantes.
La de Carrie era más o menos la misma historia. Las dos chicas mayores habían salido a ganar un poco de dinero extra. Resultaba obvio que gracias a eso se alimentaba y vestía la siguiente niña en edad, que aún no había cumplido los diez, así como el resto, todos menores. Ahora estaba ocupada cuidando de un niño de dos o tres años, acunándolo con gesto ausente mientras escuchaba a su hermana mayor.
Aquellas niñas no presentaban heridas visibles tan graves como las de las otras mujeres que había visitado Monk, pero su miedo era más profundo y, quizá, su necesidad de dinero más acuciante. Eran siete bocas que alimentar, y nadie se ocupaba de ellos. La rabia se clavó tan hondo en el alma de Monk, que tanto si Vida Hopgood le pagaba como si no, se hizo el firme propósito de encontrar a los hombres que habían hecho aquello y de encargarse de que lo pagaran tan duramente como permitiera la ley. Y si la ley no servía para hacer justicia, no faltaría quien se la tomara por su mano.
Interrogó a las chicas con tiento y amabilidad, aunque sin obviar ningún detalle. ¿Qué recordaban? ¿Dónde sucedió? ¿A qué hora? ¿Alguien dijo algo? ¿Cómo eran sus voces? ¿Cómo iban vestidos? ¿Cómo era la tela de su ropa? ¿Cómo era su piel? ¿Iban afeitados o con barba? ¿Estaban borrachos o sobrios? ¿A qué olían? ¿A sal, a brea, a pescado, a cabos, a hollín? Le miraron perplejas. Todas sus respuestas confirmaban las historias anteriores, sin aportar nada significativo. Lo único que ahora recordaban claramente era el daño y el pánico, el olor de la calle mojada, el arroyo discurriendo apestoso, los adoquines del pavimento clavados en la espalda, un dolor lacerante, primero dentro de sus cuerpos, luego fuera, magulladas por los puñetazos. Después permanecieron tiradas en la oscuridad, mientras el frío las iba calando, hasta que por fin oyeron voces, alguien las puso en pie y fueron recobrando el sentido para, con él, sentir aún más dolor.
Ahora estaban hambrientas, apenas les quedaba comida, no tenían carbón, ni siquiera leña, y tenían demasiado miedo para salir a la calle, aunque se acercaba la hora en que tendrían que elegir entre hacerlo o ayunar en su encierro. Monk sacó unas monedas de su bolsillo y las puso encima de la mesa sin decir nada, consciente de que las chicas seguían su gesto con la mirada.
– ¿Y bien? -preguntó Vida cuando estuvieron de nuevo en la calle, enfrentados al viento, con las cabezas gachas. Una fina capa de hielo cubría los adoquines que la nieve iba sepultando. En medio de aquella penumbra, los reflejos de las lejanas farolas, meros borrones pálidos sobre el negro de los tejados y los muros, bajo el opaco cielo sin luz, ponían los pelos de punta. El suelo estaba resbaladizo y resultaba peligroso caminar.
Monk hundió las manos en los bolsillos y se arrebujó con el abrigo. Tenía el cuerpo tenso de ira, cosa que aún le hacía sentir más el frío.
– Dos o tres hombres dan palizas y violan a mujeres trabajadoras -contestó amargamente-. No son de este barrio, aunque podrían ser de infinidad de sitios. No son obreros, aunque podrían ser empleados, tenderos, comerciantes o caballeros. Podrían ser soldados de permiso o marineros en tierra. Ni siquiera tienen por qué haber sido siempre los mismos hombres, aunque es probable que lo sean.
– ¡Eso no sirve para nada! -espetó Vida-. ¡Todo eso ya lo sabíamos, maldita sea! ¡No le pago para que me cuente lo que puedo averiguar yo solita! ¡Pensaba que usted era el mejor guindilla del cuerpo! ¡Al menos siempre se comportaba como si lo fuera! -Su voz era aguda y áspera no sólo por el disgusto, sino también por el miedo. Se había dejado vencer por las emociones. Había confiado en él y le había fallado. Ya no tenía dónde acudir.
– ¿Acaso esperaba que lo resolviera esta noche? -preguntó Monk con tono sarcástico-. Una sola velada ¿y ya tengo que proporcionar nombres y pruebas? Usted no necesita un detective, usted necesita un mago.
Vida se detuvo y se situó frente a él y por un instante estuvo a punto de devolverle la pelota con tanta o más malicia. Se defendía por instinto. Entonces la realidad se hizo patente por sí misma. Su cuerpo se dio por vencido. Monk sólo acertaba a ver su silueta entre la escasa luz y la nieve. Se hallaban a más de veinte metros de la farola más cercana.
– ¿Puede ayudarme o no, Monk? No tengo tiempo que perder con tonterías.
Un anciano cargado con un saco pasó junto a ellos arrastrando los pies, murmurando para sí.
– Creo que sí -contestó Monk-. Esos hombres no surgieron de la nada. Llegaron hasta aquí de una forma u otra, probablemente en coche de caballos. Estuvieron rondando antes de atacar a esas mujeres. Alguien los vio. Puede que tomaran un par de copas. Alguien los condujo hasta aquí y alguien los llevó de vuelta a su barrio. Sabemos que eran dos o tres. Los hombres que buscan mujeres no suelen ir por ahí en parejas o grupitos. Alguien se acordará de ellos.
– Y usted los hará hablar -dijo Vida bajando el tono de su voz, como si le asaltara un amargo recuerdo, reflejando dolor y resentimiento.
¿Por qué sabía tanto acerca de él? ¿Se trataba tan sólo de su reputación? Y en tal caso, ¿de qué tipo de reputación? Se encontraban en los límites de la zona que le correspondía cuando estaba en la policía. ¿Acaso se habían conocido bien mutuamente, mejor de lo que ella daba a entender? Otro caso, otro tiempo. ¿Qué era lo que sabía de él que él no alcanzaba a saber de sí mismo? Sabía que era listo e implacable… y no parecía apreciarle, pero respetaba su capacidad. De una forma perversa, confiaba en él. Y estaba convencida de que sabría desenvolverse en Seven Dials.
Monk deseaba brindarle un éxito, más que si fuese una dama respetable y acaudalada. Se debía ante todo a la rabia que le causaba la brutalidad de aquellos hombres, a la injusticia que hacía tan distintas sus vidas de las de aquellas pobres mujeres; pero también era una cuestión de orgullo. Iba a demostrarle que seguía siendo el hombre que había sido en el pasado. No había perdido ninguna de sus facultades… ¡Sólo la memoria! ¡Todo lo demás estaba igual, incluso mejor! Puede que Runcorn no lo supiera…
Pensar en Runcorn le puso en guardia. Runcorn había sido su superior, aunque nunca se había sentido como tal. Siempre notaba que tenía a Monk pisándole los talones, que Monk vestía mejor, que tenía más ingenio y chispa, la lengua más afilada, que Monk, en fin, ¡siempre estaba al acecho para pillarlo en un renuncio!
¿Era la memoria la que le hablaba de él, o se trataba tan sólo de lo que había deducido a partir de la actitud de Runcorn después del accidente?
Aquella era la zona de Runcorn. Cuando reuniera pruebas suficientes, sería a Runcorn a quien tendría que presentarlas.
– Sí -dijo Monk en voz alta-. Puede que resulte complicado averiguar desde dónde vienen… Será más fácil enterarse de adonde acudieron después. Irían sucios, después de haber rodado por los adoquines al forcejear con las mujeres. Igual alguno iba señalado. Esas mujeres se defendieron…, al menos lo bastante para arañar y morder. -Su mente sólo perfilaba unas figuras borrosas, pero algo sabía-. Esos tíos estarían eufóricos, ebrios por su mezquina victoria y por el miedo. Acababan de hacer algo monstruoso. Por fuerza habría algún eco en su conducta. Un cochero, en una esquina cualquiera, los recogió. Sin duda debe recordar dónde los llevó, pues se trata de otro barrio.
– Ya le decía yo que usted era un chico listo. -Vida Hopgood suspiró aliviada-. Aún nos queda una por ver. Dot MacRae. Está casada, pero su marido es un inútil. Es tísico, pobre diablo. No sirve para nada. Un día le reventarán los pulmones de tanto toser. Así que ella trabaja, pero coser camisas no da para vivir.
Monk no comentó nada, ni precisó ninguna otra explicación. En algún rincón de su recuerdo había ese conocimiento. Caminaba al lado de Vida sobre la nieve, que se iba espesando. Pasaban otras personas apresuradas, con la cabeza gacha, que a veces intercambiaban un saludo o incluso un chiste. Dos hombres salieron trastabillando de una taberna, sosteniéndose mutuamente hasta llegar al arroyo, donde se desplomaron, entre juramentos pero sin enojarse. Un mendigo se ciñó bien el abrigo y se sentó en un portal. En cuestión de segundos se le unió otro mendigo. Juntos pasarían menos frío que si estuvieran separados.
Dot MacRae les contó fundamentalmente lo que ya sabían. Era mayor que las demás, de unos cuarenta, pero aún guapa. Su rostro tenía carácter y sus ojos transmitían coraje; pero también una impotente rabia. Estaba atrapada y lo sabía. No esperaba ayuda ni compasión. Contó a Monk simple y llanamente lo sucedido hacía unas dos semanas y media cuando la asaltaron dos hombres, acorralándola desde los dos extremos de un pasaje. Sí, había sido muy concreta en cuanto a que eran sólo dos hombres. Uno la sujetaba mientras el otro la violaba; cuando intentó defenderse, ambos se pusieron a darle puñetazos y patadas, dejándola tirada en el suelo, prácticamente sin conocimiento.
Percy, un mendigo que solía pasar la noche en los portales de su callejón, fue quien la encontró y la acompañó de vuelta a casa. Vio que le había pasado algo malo, e hizo lo que pudo por ayudarla. Quiso informar a alguien, pero ¿quién había allí? ¿A quién le importaba que arrearan una paliza o violaran a una mujer que vendía su cuerpo?
Vida no se pronunció, pero sus sentimientos volvieron a ser patentes en su expresión.
Monk hizo las consabidas preguntas sobre el lugar y la hora, y buscó cualquier detalle que Dot pudiese recordar que sirviera para diferenciar a aquellos hombres.
No los había visto con mucha claridad, sólo recordaba su silueta, su peso, el daño en la oscuridad. Percibió en ellos un sobrecogedor sentimiento de rabia y, después, de excitación, casi de euforia.
Monk caminaba entre la nieve, cegado de tal modo por la ira que casi no notaba el frío. Había dejado a Vida Hopgood en la esquina de su calle y luego había salido de Seven Dials encaminándose hacia las calles anchas, las luces y el tráfico de las principales zonas de la ciudad. Ya buscaría más tarde un coche de caballos que lo llevara hasta su domicilio en Fitzroy Street. Ahora necesitaba pensar y notar el brioso ejercicio de los músculos, poner su energía en movimiento y sufrir bajo la máscara de hielo de su rostro.
Aquella rabia impotente ante la injusticia no le resultaba ajena. Se trataba de un antiguo dolor que se remontaba hasta mucho antes del accidente, hasta unos tiempos que apenas alcanzaba a ver fugazmente cuando alguna emoción, una visión o un olor medio captados le llevaban a rememorar. Conocía la causa original de ese sentimiento. El hombre que había sido su mentor y su guía cuando llegó al sur del país procedente de Northumberland, con la intención de hacer fortuna en Londres; el hombre que lo había acogido, quien tanto le había enseñado, no sólo sobre la banca, el comercio y las diferentes formas de emplear el dinero, sino también sobre el mundo de la cultura, sobre la sociedad y cómo llegar a ser un caballero, se arruinó debido a una injusticia. Monk había hecho cuanto había podido por ayudarlo, pero no fue suficiente. Entonces experimentó la misma sensación de frustración, el recorrer las calles devanándose los sesos en busca de una solución, creyendo que la respuesta no estaba a su alcance, cerca pero inaccesible.
Había aprendido muchas cosas desde entonces. Su carácter se había endurecido, su mente era más rápida, más ágil, sabía aguardar con paciencia a que se presentara su oportunidad, era menos tolerante ante la estupidez y le daba menos importancia tanto al éxito como al fracaso.
La nieve se le estaba amontonando en las solapas del abrigo y se le metía por el cuello. Temblaba de frío. Las demás personas eran bultos borrosos en la penumbra. Los arroyos y cloacas de las calles rebosaban. Hasta Monk llegaba la peste de los muladares y los desagües.
Aquellas violaciones presentaban cierta pauta. La violencia era del mismo tipo…, siempre innecesaria. No es que se toparan con mujeres esquivas. Dios sabía demasiado bien lo dispuestas que estaban. No se trataba de prostitutas profesionales. Eran mujeres desesperadas que trabajaban honradamente y que sólo cuando el hambre las apretaba salían a hacer la calle.
¿Por qué no asaltaban a prostitutas profesionales? Porque éstas contaban con hombres que cuidaban de ellas. Eran su mercancía, un bien muy preciado con el que no corrían riesgos. Si alguien les pegaba, o las desfiguraba, o reducía su valor en el mercado, ésos eran sus chulos, sus «propietarios», y lo hacían por una razón concreta, probablemente como castigo por robar, por tomar iniciativa propia en lugar de entregar las ganancias a sus amos.
Ya había descartado la posibilidad de que se tratara de un rival intentando hacerse con un territorio. Aquellas mujeres no compartían sus ganancias con nadie. Desde luego no suponían ninguna amenaza para el sustento de una prostituta de oficio. Además, un chulo podía dar una paliza, pero no violaba. Aquello no presentaba ningún indicio que apuntara hacia un crimen propio del hampa. Nadie sacaba tajada. Las gentes que vivían al límite de la supervivencia no invertían energía ni recursos en reiterados actos violentos gratuitos.
Dobló una esquina y el viento arreció, golpeándole la cara y empañándole los ojos. Deseaba irse a casa, sopesar lo que había averiguado y planear una estrategia. No obstante, aquellos crímenes habían ocurrido de noche. La noche era el momento adecuado para buscar testigos potenciales: los cocheros que hacían la carrera entre los límites de Seven Dials y los barrios señoriales del oeste. No le parecía honesto resguardarse en la calidez de su casa, regalarse una cena caliente y acostarse en una cama limpia, y luego decirse que estaba tratando de encontrar a los hombres que habían cometido aquellos actos bestiales y sin sentido.
Hizo una pausa en una taberna, donde pidió una empanada caliente y una jarra de cerveza negra que le ayudaron a recobrar el ánimo. Cuando se disponía a entablar conversación con los demás parroquianos, o con el encargado, lo pensó mejor y decidió no hacerlo. El rumor correría como la pólvora. Mejor que se encargase Vida de las preguntas más evidentes. Era una de ellos y la respetarían, y puede que hasta le dijeran la verdad.
Trabajó hasta bastante después de la medianoche, recorriendo trabajosamente las calles limítrofes de Seven Dials, sobre todo las que daban al norte y al oeste, hacia Oxford Street y Regent Street, hablando con un cochero tras otro, haciendo siempre las mismas preguntas. El último de ellos era igual que los demás.
– ¿Adónde va?
– A casa… Fitzroy Street -contestó Monk, sin moverse de la acera.
– Vale.
– ¿Suele trabajar en esta zona?
– Sí, ¿por qué?
– Siento apartarlo tanto de su camino. -Puso un pie en el estribo, demorándose.
El cochero rió secamente.
– Para eso estoy aquí. Yendo a la vuelta de la esquina sí que no hago negocio.
– Hará usted unas cuantas carreras hacia el norte y el oeste, me imagino.
– Algunas. ¿Va usted a subir o no?
– Sí -contestó Monk, sin hacerlo-. ¿Recuerda haber recogido a un par de caballeros en esta zona, probablemente a esta hora de la noche, o más tarde, con pinta de haber peleado, quizá con la ropa mojada, quizá arañados o golpeados, para llevarlos de regreso al oeste?
– ¿Por qué? ¿A usted qué le importa si lo hice o no? Llevo a montones de caballeros a montones de sitios. Oiga, ¿quién es usted? ¿Por qué quiere saberlo?
– Algunas mujeres de este barrio han sido víctimas de palizas brutales -repuso Monk-. Y creo que los autores son hombres de otra zona, probablemente del oeste, hombres bien vestidos que vinieron aquí en busca de un poco de acción y se pasaron de rosca. Me gustaría dar con ellos.
– ¡No me diga! -El cochero titubeaba, sopesando las ventajas y los inconvenientes de cooperar-. ¿Por qué? Esas mujeres le pertenecen, ¿es eso?
– Me pagan para que los descubra -dijo Monk honestamente-. Hay alguien que cree que merece la pena acabar con esto.
– ¿Quién? ¿Un chulo? Mire, no me voy a pasar aquí toda la noche contestando a sus estúpidas preguntas a menos que me pague, ¿estamos?
Monk metió la mano en el bolsillo y sacó media corona. La sostuvo de manera que el cochero la viera bien, pero sin dársela.
– Trabajo para Vida Hopgood; su marido es el amo del taller donde trabajan las chicas. Y no aprueba la violación. Me da que a usted le trae sin cuidado, ¿verdad?
El cochero renegó, con voz enojada.
– ¿Quién cojones se ha creído que es para decir que me trae sin cuidado, puñetero chuleta del oeste? ¡Esos cabrones vinieron aquí a por una mujer, la trataron como a un trapo y luego volvieron corriendo a sus casas como si hubiesen salido de copas por el centro! -espetó con seco desprecio.
Monk le alcanzó la media corona y el cochero la mordió con gesto instintivo.
– Entonces dígame, ¿dónde los recogió y adonde los llevó? -preguntó Monk.
– Los recogí en Brick Lane -contestó el cochero-. Y los llevé hasta Portman Square. En otra ocasión los llevé hasta Eaton Square. Eso no significa que vivan allí. No tiene ninguna posibilidad de encontrarlos. Y si lo logra, ¿qué? ¿Quién piensa que se vaya a creer lo que diga una pobre lagarta de Seven Dials frente a la palabra de un chuleta del oeste? Dirán que vende su cuerpo y, ¿qué hay de extraño en que de vez en cuando la cosa se ponga cruda? Su cliente compra y paga, ¿no? No suelen hacer mucho caso que digamos cuando violan a una mujer honrada. ¿Qué caso cree que le harán a una puta?
– No mucho -admitió Monk con vergüenza-, pero hay otros medios, si la ley no hace nada.
– ¿Ah sí? -La voz del cochero vibró un instante con un deje de esperanza-. ¿Como qué? ¿Colgará a esos bastardos por su cuenta? Lo único que conseguiría sería que lo lincharan. Los guindillas nunca dejarán impune el asesinato de un caballero. No se tomarán demasiadas molestias si a una ramera de por aquí le dan un mamporro en la cabeza y resulta que se muere por culpa del golpe.
Pasa cada dos por tres. Ahora bien, deje que a un señor del oeste le asesten un navajazo en la tripa y verá la que se arma. Habrá guindillas por todas las calles. Hágame caso, no vale la pena. Lo pagaremos todos, palabra.
– Estaba pensando en algo más sutil -repuso Monk, con una sonrisa lobuna.
– Ya. ¿En qué, si puede saberse? -El cochero estaba prestando atención; se inclinó hacia un lado en el pescante, tratando de ver con claridad a Monk entre la nieve, bajo la escasa luz de una farola.
– Pues en asegurarme de que todo el mundo se entere -contestó Monk-. Convertiré el asunto en noticia, con todos los detalles.
– ¡Les dará igual! -La decepción del cochero era palpable-. Todos sus amigos pensarán que son muy listos. ¿Qué puede importarles una puta a esos cerdos?
– Puede que a sus amigos no les importe -replicó Monk furioso-. ¡Pero a su esposa sí! ¡Y a sus suegros también, sobre todo a su suegra!
El cochero blasfemó en voz baja.
– Y puede que a las esposas de sus socios y de sus amigos de la alta sociedad también, pues son las madres de las chicas con quienes aspiran a casarse sus hijos-continuó Monk.
– ¡Vale, vale! -espetó el cochero-. Ya lo entiendo. ¿Qué quiere saber? No sé quiénes eran. No los reconocería aunque los tuviera a un palmo de mis narices. Aunque por lo demás, supongo que tampoco me acordaré de usted mañana. Esos tipos se guardaron muy mucho de enseñar la cara. Pensé que lo hacían para darse aires de superioridad. No se dignaron hablarme, sólo me dieron órdenes.
– ¿Qué clase de órdenes? -preguntó Monk enseguida.
– Que los llevara hacia el norte y los dejara en Portman Square. Dijeron que seguirían a pie hasta sus casas desde allí. Listos, los cabrones, ¿eh? Entonces no le di más vueltas. Ni siquiera tienen por qué vivir cerca de Portman Square. Podrían haber cogido otro coche allí para que los llevara hasta donde viven. Puede ser cualquier sitio.
– Es un comienzo.
– ¡Venga ya! ¡Ni siquiera los pijoteros de los guindillas los encontrarían partiendo de eso!
– Es posible, pero han estado aquí una docena de veces por lo menos. Tiene que haber un factor común en alguna parte, y si lo hay, lo encontraré -dijo Monk con voz grave y rencorosa-. Preguntaré a todos los demás cocheros, a la gente de la calle. Alguien debió verlos, alguien tiene que saber algo. Cometerán un error. Seguramente ya hayan cometido alguno, quizá varios.
El cochero se estremeció, y sólo en parte debido a la nieve. Escudriñó el rostro de Monk.
– Es usted un puñetero lobo. ¡Suerte tengo de que no vaya a por mí! Y ahora, si quiere irse a casa, suba a mi coche y vayamos tirando. Si tiene la intención de quedarse aquí plantado toda la noche, tendrá que ser sin mi compañía, ni la de mi pobre caballo.
Monk subió y tomó asiento, aunque tenía demasiado frío para relajarse, y se dejó llevar entre sacudidas hacia Fitzroy Street y su cama caliente.
A la mañana siguiente se despertó con un tremendo dolor de cabeza. Estaba de un humor de perros, aunque no tuviera derecho a estarlo. Disponía de un hogar, ropa, comida y cierta seguridad. Si no se encontraba bien era porque había dormido con el cuerpo agarrotado a causa del enojo que le habían causado las novedades de la víspera.
Se afeitó y vistió, tomó el desayuno y se dirigió a la comisaría de policía donde solía trabajar hasta que se peleó definitiva e irrevocablemente con Runcorn, viéndose obligado a dimitir. No hacía tanto tiempo de eso, unos dos años aproximadamente. Todavía se acordaban de él en el cuerpo, aunque, con sentimientos encontrados. Estaban quienes seguían temiéndole, pendientes aún de una posible crítica o pulla por la calidad de su trabajo, su dedicación o su inteligencia. A veces había sido justo en sus recriminaciones, pero no en la mayoría de las ocasiones.
Quería atrapar a John Evan antes de que saliera a ocuparse del caso que llevara entre manos. Evan era un amigo con quien Monk siempre podía contar. Llegó a la comisaría después del accidente. Trabajaron juntos en el caso Grey, desenmarañándolo paso a paso, y desvelando al mismo tiempo los temores del propio Monk y su terrible vulnerabilidad, hasta llegar a una verdad en la que sólo era posible pensar con un estremecimiento y una oscura sombra de culpa. Nadie, excepto Hester, conocía a Monk mejor que Evan.
Este pensamiento le sorprendió por su agudeza. No se había propuesto hacer un sitio a Hester en su mente. Aquella relación era completamente distinta. En gran medida, había sido fruto de las circunstancias más que de una elección. A veces le resultaba sumamente irritante. Además de su capacidad, su inteligencia y su indudable coraje, había en ella otras facetas que le sacaban de quicio. Fuera como fuese, no tenía nada que ver con aquel caso. No era preciso que Monk pensara en ella. Tenía que encontrar a Evan. Eso era lo más importante y urgente. Podría volver a ocurrir. Podían apalear y violar a otra mujer, quizá asesinarla esta vez. Los ataques presentaban cierta pauta: cada vez eran más violentos. Quizá no cesarían hasta que una de las mujeres muriese, o tal vez más de una.
Evan le vio de inmediato desde su pequeño despacho, poco más que un armario lo bastante grande para albergar un archivador, dos sillas de respaldo duro y una mesa diminuta. Evan parecía cansado. Las profundas ojeras deslucían el color castaño verdoso de su mirada y llevaba el pelo más largo de lo habitual en él, formándole una onda sobre la frente.
Monk fue directo al grano. Sabía de sobra que los policías no tenían tiempo que perder.
– Me han encargado un caso en Seven Dials -comenzó-. Esa zona es colindante con la tuya. Puede que sepas algo que me sirva.
– ¿Seven Dials? -Evan enarcó las cejas-. ¿De qué se trata? ¿Quién hay en Seven Dials que contrate detectives privados? Aunque si vamos a eso, ¿quién posee allí algo digno de ser robado?
Su rostro no transmitía desdén, sino un hastiado conocimiento de cómo eran las cosas.
– No es un robo -repuso Monk-. Violación y violencia gratuita, palizas.
Evan torció el gesto.
– ¿Doméstica? No creo que podamos intervenir. ¿Cómo iba nadie a demostrarlo? Bastante difícil es ya demostrar una violación en una zona suburbana decente. Sabes tan bien como yo que la sociedad tiende a pensar que si una mujer es violada, de un modo u otro lo merecía. A la gente no le gusta pensar que ese tipo de cosas les pasan a las inocentes… No es más que un modo de imaginar que están protegidos.
– ¡Sí, ya lo sé! -Monk tenía el genio muy vivo y además le dolía la cabeza-. Pero tanto si una mujer merece que la violen como si no, no merece que le den una paliza, que le hagan saltar los dientes y le rompan las costillas. No merece que dos hombres la derriben y se líen a puñetazos y patadas con ella.
Evan pestañeó como si acabara de ver lo que Monk le describía.
– No, por supuesto que no -convino, mirando a Monk con firmeza-. Pero la violencia, el robo, el hambre y el frío forman parte de la vida diaria en un puñado de zonas esparcidas por todo Londres, junto con la insalubridad y la enfermedad. Lo sabes tan bien como yo. St Giles, Aldgate, Seven Dials, Bermondsey, Friar's Mount, Bluegate Fields, Devil's Acre y una docena más. No has contestado a mi pregunta… ¿Se trata de violencia doméstica?
– No. Son hombres de fuera del barrio, hombres ricos y bien alimentados, que acuden a Seven Dials a buscar un poco de acción. -Pudo apreciar la rabia de su propia voz al decirlo, rabia que obtuvo una respuesta en el rostro de Evan.
– ¿Qué pruebas tienes? -preguntó Evan, observándolo atentamente-. ¿Tienes alguna posibilidad de encontrarlos, por no hablar de demostrar que fueron ellos, y probar que fue un delito y no tan sólo la satisfacción de un apetito particularmente desagradable?
Monk cogió aire para proclamar que por supuesto, pero dejó que el aire escapara en un suspiro. Lo único que tenía era el testimonio de unas mujeres a las que ningún tribunal creería, suponiendo que lo convencieran para escuchar sus historias, cosa de por sí más que dudosa.
– Lo siento -dijo Evan bajando la voz, con el semblante tenso y pálido-. No vale la pena insistir. Aunque los encontrásemos, nada podríamos hacer contra ellos. Es un asco, pero tú lo sabes tan bien como yo.
Monk quería gritar, jurar una y otra vez hasta quedarse sin palabras, pero así no conseguiría nada, sólo haría más evidente su propia debilidad.
Evan lo miró con complicidad.
– Yo también llevo un caso desgraciado.
Monk no sentía el menor interés, pero la amistad le incitó a fingir lo contrario. Era lo menos que Evan merecía de él.
– Vaya. ¿De qué se trata?
– Asesinato y asalto en St Giles. Al pobre diablo más le habría valido que también le asesinaran, en lugar de dejarlo apaleado, con la vida pendiendo de un hilo, y con tal conmoción que el terror le ha dejado sin habla.
– ¿En St Giles? -Monk se sorprendió. Aquel barrio no era mucho mejor que Seven Dials, y sólo distaba unos cientos de metros como mucho-. ¿Por qué te tomas la molestia? -dijo, sardónico-. ¿Qué posibilidades tienes de resolver un caso así?
Evan se encogió de hombros.
– No lo sé… Probablemente, no muchas. Pero tengo que intentarlo, porque el hombre que murió era de Ebury Street: dinero y posición social.
Monk enarcó las cejas.
– ¿Qué demonios hacía en St Giles?
– Hacían -corrigió Evan-. De momento sé muy poco. La viuda no lo sabe…, y probablemente tampoco quiera saberlo, la pobre. No tengo dónde agarrarme, salvo a lo típico. Fue a satisfacer algún apetito, bien de mujeres, o de otra clase de emociones, que no podía permitirse en casa.
– ¿Y el que sigue vivo? -preguntó Monk.
– Su hijo. Por lo visto tuvieron una especie de pelea, o al menos una acalorada discusión, antes de que el hijo se marchara, y luego el padre fue tras él.
– Pinta mal -dijo Monk, sucintamente. Se puso en pie-. Si se me ocurre algo, te lo haré saber. Aunque lo dudo.
Evan sonrió con resignación y cogió otra vez la pluma para seguir con lo que estaba escribiendo antes de la visita de Monk.
Este salió sin mirar a derecha ni a izquierda. No quería encontrarse con Runcorn. Ya llevaba bastante enfado e impotencia a cuestas, no necesitaba más. Lo último que deseaba era toparse con un antiguo jefe rencoroso, y menos ahora que lo tenía todo a su favor. Debía regresar cuanto antes a Seven Dials, a ocuparse de Vida Hopgood y sus mujeres. No iban a recibir ninguna otra ayuda del exterior. Lo que se hiciera o dejara de hacerse dependería enteramente de él.