Capítulo 5

Evan pensaba que el caso Duff era cada vez más desconcertante. Había encargado a un dibujante sendos retratos de Leighton Duff y de Rhys, y él y Shotts los habían enseñado por todo el barrio de St Giles para ver si alguien los reconocía. Sin duda, dos hombres de edades tan dispares debían llamar la atención de por sí. Visitaron a prestamistas, acudieron a burdeles y casas de citas, posadas y pensiones, antros de apuestas, destilerías de ginebra, hasta a las buhardillas donde los falsificadores trabajaban a la luz de las claraboyas y a los enormes sótanos donde los peristas almacenaban sus mercancías. Nadie dio muestras de conocerlos. Ni siquiera la promesa de una recompensa sirvió para obtener algo de provecho.

– ¿Tal vez era la primera vez que venían? -dijo Shotts con desaliento, levantándose el cuello para protegerse de la nieve. Casi había oscurecido. Iban caminando, con las cabezas gachas contra el viento, dejando St Giles a sus espaldas y dirigiéndose hacia el norte, hacia Regent Street, el tráfico y las luces-. Ya no sé a quién preguntar.

– ¿Cree que nos están mintiendo? -preguntó Evan meditabundo-. Me parecería bastante normal, dado que Duff fue asesinado. Nadie quiere verse envuelto en un asesinato.

– No. -Shotts sorteó ágilmente un charco. Una carreta de verduras pasó traqueteando junto a ellos con el conductor acurrucado bajo una manta y la nieve comenzando a cuajar en el ala de su sombrero de copa-. Sé cuándo estas ratas mienten. Igual llegaron aquí por accidente, ¡perdidos!

Evan no se molestó en contestar. La sugerencia de Shotts no lo merecía.

Cruzaron George Street. La nieve caía con más intensidad y comenzaba a pintar de blanco algunos tejados, aunque la acera seguía húmeda y negra, mostrando reflejos fragmentados de las farolas de gas y de las linternas de los carruajes, cuyos caballos pasaban briosos, ansiosos por llegar a casa.

– Quizá no los reconocen porque no hacemos las preguntas correctas -caviló Evan, casi para sí.

– ¿Ah sí? -Shotts avanzaba a su paso sin problemas-. ¿Y cuáles son esas preguntas?

– No lo sé. Puede que Rhys saliera con otros chicos de su edad. Al fin y al cabo, ¡uno no suele ir de putas con su padre! Quizá sea eso lo que desconcierta a la gente, el hombre mayor.

– Puede ser -concedió Shotts, dubitativo-. ¿Quiere que lo intente?

– Sí… A no ser que se le ocurra algo mejor. Yo voy a comisaría. Ya es hora de que informe a Runcorn.

Shotts sonrió enseñando los dientes.

– Cuanto antes mejor, señor. No estará contento. Comeré algo y lo volveré a intentar.


* * *

Runcorn era un hombre alto y fornido de rostro enjuto y con unos ojos azules muy penetrantes. Tenía la nariz larga y las mejillas un poco hundidas, pero en su juventud había sido guapo y ahora seguía teniendo muy buena planta. Podría haber sido incluso imponente, si hubiese dispuesto de la confianza como para conducirse con más soltura. Sentado en su despacho tras un gran escritorio con sobre de piel, miró a Evan con recelo.

– ¿Y bien?

– El caso de Leighton Duff, señor -contestó Evan, aún de pie-. Me temo que no estamos progresando mucho. No hemos encontrado a nadie en todo St Giles que haya visto a uno de los dos hombres con anterioridad.

– O que lo admita -interrumpió Runcorn.

– Shotts cree que dicen la verdad -repuso Evan a la defensiva, consciente de que Runcorn pensaba que él era demasiado blando. En parte se debía al vago e inconcreto enojo que le causaba que un muchacho con el origen social de Evan hubiera decidido ingresar en el cuerpo de policía. No conseguía comprenderlo. Evan era un caballero, cosa que Runcorn admiraba al tiempo que le molestaba. Podría haber elegido cualquier clase de ocupación, y eso suponiendo que no tuviera sesos o vocación para ingresar en la universidad y seguir una profesión. Si tenía que ganarse la vida, le habría resultado sencillo colocarse en un banco o en una firma comercial de cualquier ramo.

Evan no le había explicado que a un cura rural con la esposa enferma y varias hijas que casar, no le alcanzaba el dinero como para costear una formación cara para su único hijo. Uno no comentaba ese tipo de cosas. Además, el cuerpo de policía le interesaba. Al principio había sido un idealista. No montaba un caballo blanco ni vestía armadura, sólo tenía una mente ágil y un buen par de botas marrones. Parte del romanticismo se había esfumado, pero la energía y la voluntad no. Por lo menos tenía eso en común con Monk.

– ¿Eso dice? -dijo Runcorn en tono grave-. Pues entonces será mejor que vuelva a centrarse en la familia. La viuda y el hijo que estaba presente y no puede hablar, ¿no es así?

– Sí, señor.

– ¿Cómo es la viuda? -Abrió más los ojos-. ¿Podría tratarse de algún tipo de conspiración? ¿El hijo se entrometió, tal vez? ¿No tenía que estar allí y había que silenciarlo?

– ¿Conspiración? -Evan se quedó pasmado-. ¿Entre quién?

– ¡Eso lo tiene que averiguar usted! -dijo Runcorn con irritación-. ¡Use su imaginación! ¿Es guapa?

– Sí… mucho, de una forma inusual…

– ¿Qué quiere decir inusual? ¿Qué tiene de raro esa mujer? ¿Cuántos años tiene? ¿Qué edad tenía el marido?

Evan se ofendió ante aquellas insinuaciones.

– Es muy morena, con un cierto aire español. No hay nada raro en ella, es sólo… inusual.

– ¿Edad?

– Unos cuarenta, diría yo. -Cayó en la cuenta de que no se le había ocurrido pensarlo hasta el momento en el que Runcorn lo mencionó; y tendría que haberlo hecho. Una vez planteado, resultaba más que evidente. El crimen en sí podía no tener nada que ver con St Giles, por lo que entonces tan sólo se trataría de un lugar apropiado. Lo mismo podría haber ocurrido en cualquier otro barrio bajo, en cualquier callejón o pasaje de una docena de barriadas semejantes, un sitio cualquiera donde abandonar un cuerpo de modo que todo indujera a pensar en el asalto de unos rufianes. Era una idea repulsiva. Por supuesto, Rhys no tenía que estar allí, su presencia fue un infortunio. Leighton Duff fue tras él, siendo alcanzado cuando… ¡Pero aquello tampoco tenía por qué ser cierto! El único fundamento era la palabra de Sylvestra. Ambos hombres pudieron haber salido de su casa a cualquier hora, juntos o separados, por la razón que fuese. Tenía que analizar cada aspecto de manera aislada antes de aceptarlo como cierto. Se enfadó consigo mismo. ¡Monk jamás habría cometido un error tan elemental!

Runcorn soltó un suspiro.

– Tendría que haberlo pensado, Evan -dijo, en tono reprobatorio-. ¡Cree que cualquiera que habla bien pertenece a la parroquia de su pueblo!

Evan abrió la boca… y la volvió a cerrar.

El comentario de Runcorn era injusto y no respondía a los hechos, o al menos no en primer lugar, sino más bien a sus complejos sentimientos a propósito de los caballeros en general, y de Evan en particular. Al menos en parte era fruto de su larga relación con Monk y de la rivalidad que la presidió, los años de descontento, de ofensas acumuladas que Monk no recordaba y Runcorn jamás logró olvidar. Evan no conocía el origen de su antagonismo, pero había sido testigo del choque de ideales y temperamentos en cuanto ingresó en la policía, después del accidente de Monk, y presenció el momento de la violenta riña final que rompió el vínculo, tras lo cual Monk se vio expulsado del cuerpo. Igual que todos los demás hombres de la comisaría, era consciente de sus sentimientos. Evan era amigo de Monk, por consiguiente, Runcorn nunca confiaría plenamente en él, y aunque llegara a apreciarlo, siempre lo haría con reserva.

– ¿Qué es lo que tiene? -preguntó Runcorn bruscamente. El silencio de Evan le fastidiaba. No lo comprendía, no sabía qué pensaba.

– Muy poco -respondió Evan, compungido-. Leighton Duff murió en alguna parte hacia las tres de la madrugada, según el doctor Riley. Pudo ser antes o después de esa hora. Lo mataron a golpes, sin usar más armas que los puños y las botas. El joven Rhys Duff recibió una paliza del mismo calibre pero sobrevivió.

– ¡Eso ya lo sé! ¡Quiero pruebas! -exclamó Runcorn con impaciencia, cerrando el puño sobre el escritorio-. ¿Qué pruebas tiene? ¡Hechos, objetos, declaraciones, testigos dignos de crédito!

– Los únicos testigos que tengo son los que encontraron los cuerpos -dijo Evan, con fría formalidad. Había momentos en los que deseaba tener la rapidez mental de Monk para contraatacar, pero no quería que los agentes de las patrullas le temieran, le bastaba con el respeto-. Nadie admite haber visto a ninguna de las dos víctimas, juntas o separadas, en St Giles.

– ¡Los cocheros! -dijo Runcorn, levantando las cejas-. No irían caminando hasta allí.

– Estamos en ello. De momento, nada.

– ¡No tiene mucho, que digamos! -Runcorn torció el gesto con desdén-. Más vale que eche otro vistazo a la familia. Hable con la viuda. No permita que la elegancia le ciegue. ¡Puede que el hijo conozca la naturaleza de su madre y eso le aterrorice de tal modo que le impida hablar!

Evan rememoró la expresión de Rhys al mirar a Sylvestra, la forma en que se apartó cuando su madre iba a tocarlo. Era una idea nauseabunda.

– Así lo haré -dijo a regañadientes-. Estudiaré más de cerca a sus amigos y conocidos. Puede que haya estado visitando a una mujer en esa zona, quizá una mujer casada, y que los parientes masculinos se ofendieran por el modo en que la trataba.

Runcorn suspiró.

– Es posible -concluyó-. ¿Qué me dice del padre? ¿Por qué atacarlo a él?

– Porque fue testigo de los hechos, por supuesto -respondió Evan, no sin cierta satisfacción.

Runcorn le miró con acritud.

– Y otra cosa, señor -continuó Evan-. Han contratado a Monk para que investigue una serie de violaciones en Seven Dials.

Runcorn entrecerró sus ojos azules.

– ¡Entonces es más idiota de lo que pensaba! Si existe un ejercicio poco provechoso es, precisamente, ése.

– ¿Tenemos alguna información que pueda ayudarle?

– ¿Ayudar a Monk? -preguntó Runcorn, con incredulidad.

– Ayudarle a resolver el crimen, señor -contestó Evan, con un leve sarcasmo.

– ¡Se lo puedo resolver ahora mismo! -Runcorn se puso de pie. Era por lo menos un palmo más alto que Evan y considerablemente más robusto-. ¿Cuántos casos ha habido? ¿Media docena? -Fue contando con los dedos-. Uno fue un marido borracho. Otro un chulo vengándose de que le tomaran el pelo. Al menos dos fueron clientes insatisfechos, casi con toda seguridad demasiado bebidos. Otra fue una aficionada que cambió de opinión y quiso más dinero cuando ya era demasiado tarde. Y probablemente la otra estaba borracha, se cayó y no recuerda lo sucedido.

– No estoy de acuerdo, señor -dijo Evan fríamente-. Pienso que Monk sabe distinguir entre una mujer violada y apaleada y otra que se cayó al suelo porque iba borracha.

Runcorn lo miró con los ojos inflamados. Estaba en pie junto a la librería de volúmenes encuadernados en tafilete acerca de todo un surtido de temas serios, filosofía incluida.

Evan había mencionado a propósito el nombre de Monk y el recuerdo de su habilidad, más rápida y aguda que la de Runcorn. Estaba enfadado y era el arma más fácil. Pero incluso mientras lo hacía, no dejaba de preguntarse qué habría originado la enemistad entre ambos. ¿Realmente sólo había sido una diferencia de carácter, de creencias?

– Si Monk piensa que puede probar la violación de media docena de prostitutas ocasionales en Seven Dials, ha perdido la inteligencia que antes tenía -dijo Runcorn, sonrojándose de satisfacción bajo su enojo-. ¡Sabía que no llegaría a nada una vez fuera de aquí! ¡Detective privado, nada menos! Sólo sirve para ser policía, y ahora ya ni para eso. -La satisfacción era patente en el brillo de sus ojos y en su media sonrisa-. Parece que nuestro Monk ha tocado fondo, si tiene que encargarse de las prostitutas de Seven Dials. ¿Quién le paga por hacerlo?

Evan notó que la rabia le provocaba un nudo en la garganta.

– ¡Seguramente alguien que se preocupa igual por las mujeres pobres que por las ricas! -dijo, apretando los dientes-. Y que cree que no le servirá de nada acudir a la policía.

– Alguien con más dinero que cerebro, sargento Evan -repuso Runcorn, con las mejillas rojas de ira-. Si Monk fuese un hombre honesto, y no un desesperado que intenta ganarse el pan con lo que pilla, sin importarle a costa de quién, ¡habría reconocido que no hay nada que él pueda hacer! -Movió la mano con gesto desdeñoso-. Nunca encontrará a quien lo hizo, si es que realmente sucedió algo así. Y si lo encontrara, ¿quién podría probar que fue violación y no un trato consentido un poco subido de tono? Y aun suponiendo todo esto, ¿qué haría con ello un tribunal? ¿Cuándo se ha visto que cuelguen o encierren a un hombre por tomar a una mujer que vende su cuerpo? En resumidas cuentas, ¿qué iba a importar eso en Seven Dials?

– ¿Qué importa una muerte más o menos en Londres? -preguntó Evan, inclinándose hacia delante, con la voz ronca-. No mucho, a no ser que se trate de la de uno, ¡entonces es lo más importante del mundo!

– Quédese con aquello en lo que pueda intervenir, sargento -dijo Runcorn cansinamente-. Deje que Monk se preocupe de las violaciones y de Seven Dials, si es lo que él desea. Puede que no tenga nada mejor que hacer, pobre diablo. Usted sí. Usted es policía, tiene un deber. Averigüe quién asesinó a Leighton Duff y por qué. Luego tráigame pruebas. Eso sí tendrá sentido.

– Sí, señor. -Evan respondió con tal tensión que fue como si pronunciara una sola palabra; luego giró sobre sus talones y salió de la habitación, con la rabia reconcomiéndole las entrañas.


* * *

A la mañana siguiente, cuando salió hacia Ebury Street aún le daba vueltas en la cabeza su conversación de la víspera con Runcorn. Por supuesto Runcorn tenía razón al considerar la posibilidad de que Sylvestra estuviera involucrada en el asunto. Era una mujer de notable belleza, había en ella una circunspección, un misterio, el aire de algo diferente y desconocido que resultaba mucho más intrigante que la mera perfección del color y la forma. Era algo que podía fascinar de por vida, y durar incluso cuando el paso de los años hiciera mella en sus encantos físicos.

A Evan tendría que habérsele ocurrido y ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

Fue caminando buena parte del trayecto. No hacía una mañana demasiado desapacible y su mente trabajaba con más claridad cuando hacía un poco de ejercicio. Avanzaba a grandes zancadas por la acera respirando el aire frío y vigorizante. Los tejados presentaban los bordes blancos allí donde había cuajado la nieve, y el humo salía de las chimeneas en volutas casi verticales. En el linde de Hyde Park los árboles desnudos se recortaban como siluetas negras contra el cielo blanco, y la luz difusa del invierno parecía no proyectar apenas sombras.

Debía enterarse de muchas más cosas sobre Leighton Duff. ¿Qué clase de hombre había sido? ¿Era posible que, finalmente, se tratara de un crimen pasional y no de un robo casual? ¿Era viable que la presencia de Rhys fuese tan sólo la más asombrosa de las coincidencias?

¿Y cuánto de lo que le había contado Sylvestra coincidía con la verdad? ¿Todo su pesar y confusión se debían a su hijo y en absoluto a su marido? Evan tenía mucho que aprender sobre su vida, sus amistades, sobre todo las masculinas, aquellos que ahora quizá cortejarían a una fascinante viuda bastante bien situada. El doctor Wade apareció como el primero a investigar.

La mera idea le causaba repulsa y se estremeció mientras cruzaba Buckingham Palace Road, corriendo el último trecho para que no le arrollara un carruaje que salió de unas caballerizas de Stafford Place. Pasó junto a él a buena marcha, con los arneses tintineando, los cascos de los caballos resonando fuerte sobre la piedra, su aliento convertido en vapor en el aire helado.

El resto de cuestiones que permanecían sin resolver en un rincón de su mente atañían a su relación con Runcorn. En muchas ocasiones apreciaba una faceta de él que casi le gustaba, un aspecto que por lo menos podía entender y despertar en él ciertos sentimientos. Sus anhelos de mejora personal eran los mismos que los de cualquier otro hombre, más aún tratándose de alguien de origen humilde, un hombre apuesto con una educación común y corriente, pero cuya inteligencia y capacidad eran mayores que las oportunidades que su condición social le ofrecía. Había decidido hacer carrera en la policía porque ésta le brindaba la oportunidad de desarrollar sus dotes naturales, y lo había hecho con excelentes resultados. No era un caballero de nacimiento, ni tenía la osadía y la confianza para abrirse camino embaucando al prójimo, como hacía Monk. Carecía de la gracia y la agudeza necesarios, o de un modelo en el que basarse. Evan consideró harto probable que su familia no le hubiese apoyado en lo más mínimo. Quizá creyeran que se avergonzaba de sus raíces y en consecuencia le daban la espalda.

Tampoco se había casado. Seguro que ese detalle ocultaba una historia. Evan se preguntó si se debería a motivos económicos. Muchos hombres consideraban que no les alcanzaría para montar un hogar adecuado para una esposa y mantener a la familia que, casi con toda seguridad, formarían. O quizá fuese debido a un problema emocional, una mujer que le había rechazado, o que había muerto joven, y que le había impedido volver a enamorarse. Probablemente, Evan jamás lo sabría, pero esas posibilidades concedían una cierta humanidad a un hombre cuyo temperamento y flaquezas conocía tan bien como su competencia y su virtud.

Esperó en el bordillo a que el tráfico se despejara para cruzar la esquina de Grosvenor Street. Un vendedor de periódicos voceaba titulares relativos al controvertido libro publicado por Charles Darwin el año anterior. Un influyente obispo había manifestado su horror y condena. Los pensadores liberales y progresistas no estaban de acuerdo con él y lo tildaban de reaccionario e intransigente. El asesinato en St Giles ya no era noticia. En la esquina había un puesto de castañas asadas y el hombre que las vendía se calentaba las manos al calor del brasero.

En el cruce de Eccleston Street y Belgrave Road había un atasco. Dos carreteros discutían acaloradamente. Evan oía sus gritos desde donde se encontraba. Puesto que el tráfico se había detenido, cruzó la calle sorteando boñigas frescas de caballo que despedían un olor acre en el aire frío. Sólo le faltaba una manzana hasta Ebury Street.

Lo peor de Runcorn, las ocasiones en las que se rebajaba a mostrar su rencor, surgía cuando se mencionaba el nombre de Monk o, por extensión, alguno de sus logros. La sombra que empañaba su relación era mucho más densa que los esporádicos enfrentamientos que Evan había presenciado, o que la disputa final en la que Monk dimitió al tiempo que Runcorn le despedía.

Monk ya no comprendía aquel estado de cosas. La explicación se había esfumado junto al resto de su pasado, que sólo regresaba en fragmentos fugaces e inconexos, dándole pobres indicios para adivinar y temer el resto. Era más que probable que Evan jamás llegara a conocerla, pero le rondaba la mente cada vez que veía los puntos flacos y la vulnerabilidad de Runcorn.

Llegó a Ebury Street y llamó a la puerta del número treinta y cuatro. Le abrió Janet, la criada, que le sonrió con incertidumbre, como si él le agradara pero supiera demasiado bien qué le traía por allí. Le acompañó a la sala de día y le pidió que esperara mientras averiguaba si la señora Duff le recibiría.

No obstante, cuando la puerta se abrió fue Hester quien entró apresurada, cerrándola tras de sí. Iba vestida de azul, el pelo arreglado con menos severidad que de costumbre, y presentaba la tez sonrojada, aunque como muestra de vitalidad y no de fiebre o contrariedad. Siempre le había gustado, aunque ahora pensó que nunca había reparado en que fuese tan guapa, dulce y abiertamente femenina. Ése era otro de los enigmas relacionados con Monk: ¿por qué discutía tanto con ella? Sería el último hombre de la tierra en reconocerlo, pero quizá ésa era precisamente la razón: ¡no se permitía verla tal como era en realidad!

– Buenos días, Hester -saludó, en tono informal, haciéndose eco de sus pensamientos más que de sus acostumbrados modales.

– Buenos días, John -contestó, sonriendo con un deje de regocijo además de amistad.

– ¿Cómo se encuentra el señor Duff?

La sonrisa se desvaneció, y con ella la luz de su rostro.

– Sigue muy mal. Sufre unas pesadillas espantosas. Anoche tuvo otra. Ni siquiera sé cómo ayudarle.

– No cabe duda de que vio lo que le ocurrió a su padre -dijo Evan, con pesar-. ¡Ojalá nos lo pudiera contar!

– ¡No puede! -dijo Hester al instante.

– Ya sé que no puede hablar pero…

– ¡No! No puedes interrogarle -interrumpió-. De hecho, lo mejor sería que ni lo vieras. En serio. No es que quiera ponerte obstáculos. Me gustaría saber quién asesinó a Leighton Duff y le hizo esto a él tanto como a ti. Pero mi mayor preocupación debe ser su restablecimiento. -Lo miró con seriedad-. Así es como debe ser, John, sin que importe nada más. Yo no podría ocultarte un crimen, o decirte algo que no fuese cierto a sabiendas, pero tampoco puedo permitir que le causes la aflicción y el daño físico que puede provocarle el que trates de forzarle a recordar lo que vio y sintió. Y si hubieses presenciado sus pesadillas como yo lo he hecho, te aseguro que no lo discutirías. -Tenía la mirada ensombrecida y el rostro transido por la aflicción, y Evan la conocía lo bastante para interpretar en su expresión mucho más de lo que expresaba con palabras.

– Además, el doctor Wade lo ha prohibido -añadió-. Él ha visto sus heridas y sabe el daño que otro acceso de histeria podría causarle. Podrían volver a abrirse muy fácilmente, si se agita o hace movimientos bruscos.

– Lo entiendo -concedió, procurando no imaginar con demasiada intensidad el horror y el dolor-. He venido ante todo para informar a la señora Duff.

Hester abrió los ojos.

– ¿Habéis descubierto algo?

Pese a su expresión de curiosidad, Evan pensó que le daba miedo oír la respuesta.

– No. -Aquello no era totalmente cierto. Hester no le había interpelado abiertamente, pero de haber respondido con honestidad a la pregunta que ambos sobreentendían, le habría dicho que las primeras sospechas recaían sobre Sylvestra. No volvía a la casa porque hubiese descubierto algo, sino porque se había dado cuenta de algo-. Ojalá tuviera datos nuevos -prosiguió-. Lo que me trae hasta aquí es procurar comprender mejor los que ya tenemos.

– Yo no puedo ayudarte -dijo en voz baja-. Ni siquiera sé si quiero que descubras la verdad. No tengo idea de cuál es, sólo sé que Rhys no puede soportarla.

Evan le sonrió, y el recuerdo de las antiguas tragedias y horrores que ambos habían conocido afloró un instante de emoción compartida.

Entonces se abrió la puerta y entró Sylvestra. Ésta miró a Hester enarcando las cejas inquisitivamente.

– Miss Latterly me ha dicho que el señor Duff no se encuentra en condiciones de que le hablen -explicó Evan-. Lo lamento. Abrigaba la esperanza de encontrarlo con mejor salud, por su propio bien, así como por un pronto esclarecimiento de la verdad.

– No… Así es -dijo Sylvestra enseguida, con manifiesto alivio y un gesto de agradecimiento hacia Hester-. Lo siento, pero aún no puede ayudarnos.

– Quizá usted pueda, señora Duff. -Evan no iba a consentir que le despachara tan fácilmente-. Puesto que no puedo hablar con el señor Duff, me veo en la obligación de hacerlo con sus amigos. Puede que alguno sepa algo que nos indique por qué fue a St Giles o si conocía a alguien allí.

Hester salió en silencio.

– Lo dudo -dijo Sylvestra, casi antes de que Evan terminara de hablar; luego se arrepintió de su premura, no como si hubiese dicho una mentira, sino por el error táctico que suponía-. Quiero decir… que al menos yo no lo creo. A estas alturas, si lo supieran ya le habrían informado. Arthur Kynaston vino ayer. Si él o su hermano hubiesen sabido algo, sin duda nos lo habrían contado.

– Suponiendo que pudieran calibrar su relevancia -dijo Evan persuasivo, como si no hubiese pensado que ella se estaba mostrando evasiva-. ¿Dónde puedo localizarlos?

– Oh… Los Kynaston residen en Lowndes Square, número diecisiete.

– Gracias. Me imagino que ellos sabrán darme razón de otros amigos con los que traten de vez en cuando. -Forzó el tono desenfadado-. ¿Con quién compartía su marido los ratos de ocio, señora Duff? Es decir, ¿a quién conoce que frecuente los mismos clubes, o que tenga las mismas aficiones o intereses?

Sylvestra no dijo nada, limitándose a mirarle fijamente con sus grandes ojos negros. Evan trató de descifrar en ellos lo que pensaba, y fracasó estrepitosamente. Era diferente de cuantas mujeres había conocido antes. Irradiaba una compostura, un misterio, que ocupaban su mente cada vez que creía estar concentrado en algún aspecto del caso totalmente ajeno a ella. No acabaría de comprenderla hasta que supiera muchas más cosas acerca de Leighton Duff, de la clase de hombre que había sido: valiente o cobarde, amable o cruel, honesto o embustero, amoroso o frío. ¿Fue un hombre ingenioso, encantador, sutil, imaginativo? ¿Ella lo amaba, o fue el suyo un matrimonio de conveniencia, un acuerdo factible pero sin pasión? ¿Les había unido la amistad y la confianza?

– ¿Señora Duff?

– Pues me figuro que el doctor Wade y el señor Kynaston, principalmente -contestó-. Hay muchos más, por supuesto. Creo que tenía intereses en común con el señor Milton, de su bufete de abogados, y con el señor Hodge. En un par de ocasiones me habló de un tal James Wellingham, y mantenía correspondencia con un tal señor Phillips.

– Hablaré con ellos. ¿Podría ver sus cartas? -No se le ocurría qué relación podían tener, pero debía intentarlo todo.

– Por supuesto. -Se mostró conforme. Si Runcorn llevaba razón, su amante no se encontraba en esa dirección. No pudo evitar pensar de nuevo en Corriden Wade.

Desperdició toda la mañana leyendo la agradable pero esencialmente tediosa correspondencia con el señor Phillips, que versaba en su mayoría sobre el tema del tiro con arco. Luego se dirigió al bufete de Culingford, Duff y Asociados donde le informaron de que Leighton Duff había hecho una carrera brillante, siendo el alma mater del éxito de la firma. Su ascenso desde asociado a líder efectivo se había producido casi de manera espontánea. Todo el mundo le habló bien de su capacidad y se mostró preocupado por la futura preeminencia de la empresa en el sector, ahora que él ya no se contaba entre ellos.

Si hubo envidia o malicia en aquellas palabras, Evan no supo verla. Posiblemente careciese de la perspicacia de Monk, pero en las respuestas de sus asociados no vio nada más siniestro que el debido respeto por un colega, una decente observancia de la etiqueta que impedía hablar mal de los muertos y un acusado temor respecto a su propia prosperidad futura. Al parecer no tenían trato social con el finado, pues ninguno dijo conocer a la viuda. No los pescó en ninguna maniobra evasiva, y mucho menos mintiendo.

Salió con la sensación de haber perdido el tiempo. Cuanto le habían contado no hacía más que confirmar la imagen que se había forjado de Leighton Duff como hombre listo, trabajador y decente, por no decir aburrido. La faceta de su personalidad que le había llevado a St Giles, por la razón que fuese permanecía totalmente oculta para sus colegas del bufete. Si sospechaban algo, no permitieron que Evan se percatara de ello.

Por otra parte, si un caballero daba de vez en cuando rienda suelta a sus apetitos carnales, sin duda no era un asunto que debiera exponerse ante el vulgo y los curiosos, y Evan sabía que para ellos un policía encajaba en ambas categorías.

Acababan de dar las cuatro y ya atardecía mientras los faroleros se afanaban en terminar su labor antes de que les cayera la noche encima, cuando Evan llegó a casa de Joel Kynaston, amigo de Leighton Duff y director del excelente colegio donde se había educado Rhys. No vivía en el recinto del colegio, sino en una magnífica casa georgiana a un kilómetro escaso de distancia.

Abrió la puerta un mayordomo más bien bajo, que iba tieso como un palo para compensar en lo posible su corta estatura.

– Dígame, señor. -Debía estar acostumbrado a los padres de alumnos que se presentaban a cualquier hora sin previo aviso, ya que no dio muestras de sorprenderse lo más mínimo, salvo tal vez ante la relativa juventud de Evan cuando éste entró a la zona iluminada.

– Buenas tardes. Me llamo John Evan. Agradecería mucho tener ocasión de hablar en persona con el señor Kynaston. Es a propósito del reciente fallecimiento en trágicas circunstancias del señor Leighton Duff. -No especificó su rango ni su ocupación.

– Por supuesto, señor -dijo el mayordomo sin expresión alguna-. Veré si el señor Kynaston se encuentra en casa. Tenga la bondad de esperar un momento.

Era la ficción cortés de rigor. Kynaston sin duda contaba con que alguien le visitara. Era a todas luces inevitable. No le encontraría desprevenido. De haber tenido algo relevante que decir, habría acudido a Evan por su propio pie.

Echó un vistazo al vestíbulo donde esperaba. Era elegante, aunque un tanto frío al carecer de detalles personales. El paragüero sólo contenía bastones y paraguas del mismo estilo y tamaño. Los escasos elementos decorativos eran todos de latón labrado, posiblemente árabes, bonitos pero sin la variedad que suele caracterizar a los objetos que una familia atesora a lo largo de los años. Hasta los cuadros de las paredes reflejaban un mismo gusto. O bien Kynaston y su esposa coincidían notablemente en sus preferencias, o bien el carácter de uno de los cónyuges prevalecía sobre el del otro.

Para sorpresa de Evan, el hombre que apareció tras los batientes de roble de la puerta del salón para las visitas no tendría más de veintidós o veintitrés años. Era guapo, aunque con la barbilla poco prominente, tenía un bonito pelo rubio rizado y unos ojos azules de mirada audaz y directa.

– Soy Duke Kynaston, señor Evan -dijo con frialdad, deteniéndose en mitad del suelo encerado-. Mi padre aún no ha regresado a casa. No estoy seguro de cuándo lo hará. Naturalmente, deseamos colaborar con la policía, aunque mucho me temo que nosotros no sabemos nada sobre el asunto. ¿No sería mejor que prosiguiera sus pesquisas en St Giles? Allí es donde ocurrió todo, ¿no?

– Sí, así es -contestó Evan, tratando de catalogar al muchacho, de emitir un juicio sobre su naturaleza. Se preguntó cuánta intimidad tendría con Rhys Duff. Había arrogancia en su semblante, un deje de complacencia en sus labios, que invitaban a pensar que si Rhys había ido de putas a St Giles, Duke Kynaston pudo muy bien haber sido su compañero de correrías. ¿Había estado allí aquella noche? En los oscuros confines de la mente de Evan, aunque en ningún caso quería pensar en ello de forma consciente, estaba el caso de Monk, las violaciones de mujeres acorraladas por la pobreza, convertidas en prostitutas ocasionales. Pero aquello había sucedido en Seven Dials, más allá de Aldwych. ¿Cabía concebir que Rhys y sus compañeros fuesen responsables de aquello, y que esta vez tropezaran con la horma de su zapato, una mujer que tenía un hermano o un marido que no estaba tan borracho como ellos suponían? ¿Podría haberse tratado de una escuadrilla preparada? Eso explicaría la violencia de la represalia. ¿Tal vez Leighton Duff, que se lo veía venir, siguió a Rhys y acabó siendo el que pagó los platos rotos, muriendo por querer salvar la vida a su hijo?

¡No era de extrañar que Rhys tuviera pesadillas y no pudiera hablar! Ningún hombre podría vivir con semejante recuerdo.

Contempló el rostro más bien altanero de Duke Kynaston, la manifiesta conciencia de su juventud, su fuerza y riqueza, pero no presentaba moretón alguno, ni siquiera un rastro, ningún corte ni arañazo salvo una herida apenas visible en la mejilla con todos los visos de tratarse del clásico despiste juvenil con la navaja de afeitar.

– Dígame, ¿qué es lo que cree usted que podemos contarle? -inquirió Duke con cierta impaciencia.

– St Giles es un barrio extenso… -comenzó Evan.

– No mucho -contradijo Duke-. Un par de kilómetros cuadrados todo lo más.

– Veo que lo conoce -dijo Evan sonriendo.

Duke se sonrojó.

– Sé cosas al respecto, señor Evan, que no es lo mismo. -Pero su irritación hacía patente que se había delatado.

– En ese caso sabrá que está densamente poblado -continuó Evan-, por gentes que es muy improbable que nos ofrezcan su ayuda. Hay una inmensa pobreza allí, y muchos crímenes. No es el tipo de lugar al que suele ir un caballero. Es populoso, sucio y entraña peligro.

– Eso me han dicho.

– ¿Ha estado allí alguna vez?

– Nunca. Como acaba de decir, no es lugar para un caballero. -Duke sonrió más confiado-. Si tuviera que ir en busca de entretenimiento barato, me inclinaría por Haymarket. Siempre he pensado que Rhys haría lo mismo, pero es posible que estuviera equivocado.

– ¿Nunca ha ido él a Haymarket con usted? -preguntó Evan con gentileza.

Por primera vez, Duke titubeó.

– Dudo mucho que mis placeres sean de su incumbencia, señor Evan. Aun así le diré que no, no he estado con Rhys en Haymarket, ni en ningún otro sitio, desde hace al menos un año. No tengo la menor idea de qué hacía él en St Giles. -Sostuvo la mirada de Evan con ojos firmes y desafiantes.

A Evan le habría gustado no creerle, pero pensó que decía la pura verdad, pese a que hubiese una mentira implícita camuflada en alguna parte. No tenía sentido insistir sobre la cuestión. Era obvio que no estaba dispuesto a aportar nada y Evan no tenía ningún arma con la que doblegar su voluntad. La mejor táctica posible sería aguardar el momento oportuno y fingir que se daba por satisfecho.

– Es una lástima -dijo Evan de manera insulsa-. Nos habría ahorrado tiempo. Aunque tarde o temprano encontraremos a quien lo sepa. Nos llevará más trabajo, más trastornos a terceros, y me atrevería a decir que más investigaciones de vidas privadas, pero es inevitable.

Duke lo miró entrecerrando los ojos. Evan no supo si se lo imaginaba, pero le pareció ver un parpadeo de desazón.

– Si quiere esperar en la sala de día, puede que haya un periódico o algo así -espetó Duke abruptamente-. Es por ahí. -Indicó la puerta de su izquierda, a la derecha de Evan-. Es de suponer que cuando llegue papá querrá verle. No es que piense que pueda decirle nada, pero fue profesor de Rhys en el colegio.

– ¿Cree que Rhys pudo haberse confiado a él?

Duke le miró con tan increíble desdén que toda respuesta sobraba.

Evan aceptó la invitación y se dirigió a la helada y nada cómoda sala de día. El fuego hacía tiempo que se había extinguido y el ambiente era demasiado frío para aguardar sentado. Caminaba de un lado a otro, mirando de reojo los libros de una estantería, entre los que le llamaron la atención un puñado de títulos clásicos: Tácito, Salustio, Juvenal, César, Cicerón y Plinio en latín, traducciones de Terencio y Plauto, los poemas de Catulo y, en el estante de encima, los viajes de Herodoto y la historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides. No podía decirse que fuese la lectura más indicada para que un invitado distrajese la espera. Se preguntó qué clase de persona pasaba su tiempo allí.

Lo que realmente quería era interrogar a Kynaston acerca de Sylvestra Duff. Quería saber si tenía un amante, si era el tipo de mujer que anteponía sus deseos incluso a expensas de una vida ajena. ¿Tenía la fuerza de voluntad, el coraje, el egoísmo ciego y apasionado necesarios? Ahora bien, ¿cómo iba a decirle algo así a un desconocido? ¿Cómo iba a sonsacársele contra su voluntad?

Desde luego, caminando de un lado a otro de la habitación, no. Deseó ser tan hábil como Monk. Él sabría cómo actuar.

Fue hasta la chimenea y tiró del cordón de la campanilla. Cuando la sirvienta atendió a su llamada manifestó su deseo de ver a la señora Kynaston. La muchacha le dijo que iría a preguntarlo.

No tenía ninguna idea preconcebida acerca de ella y aun así Fidelis Kynaston le sorprendió. A primera vista habría dicho que era poco agraciada. Sin duda había cumplido los cuarenta, más bien rondaría los cuarenta y cinco, y sin embargo se sintió atraído hacia ella de inmediato. Irradiaba serenidad, una íntima certeza de lo que era honesto.

– Buenas tardes, señor Evan. -Entró y cerró la puerta. Tenía el pelo rubio un poco descolorido en las sienes y llevaba un vestido gris oscuro de corte sencillo, sin más adorno que un hermoso camafeo, ensalzado por su solitaria presencia. El parecido físico con su hijo era patente y, sin embargo, su personalidad era tan distinta que no se parecía en nada a él. No había hostilidad en su mirada, tampoco desdén, sólo atención y paciencia.

– Buenas tardes, señora Kynaston -saludó enseguida-. Lamento molestarla pero necesito su ayuda, si es que puede prestármela, pues intento por todos los medios esclarecer qué le ocurrió a Rhys Duff y a su padre. A Rhys no puedo interrogarle. Como quizá ya sabrá, se ha quedado sin habla, y todavía está demasiado enfermo para mencionarle siquiera el asunto. Me disgusta tratar el caso con la señora Duff más de lo estrictamente necesario; en mi opinión aún está demasiado afectada para recordar con claridad.

– No sé muy bien qué decirle, señor Evan -contestó ella frunciendo el ceño-. Es fácil imaginar a qué iba Rhys a semejante lugar. Los muchachos lo hacen. Con mucha frecuencia tienen más curiosidad y apetito que sentido común o buen gusto.

Evan se quedó atónito ante tanta franqueza, y sin duda se le notó en la expresión.

Fidelis Kynaston sonrió, torciendo el gesto a causa de sus extraordinarias facciones.

– Tengo hijos, y he tenido hermanos, señor Evan. Además mi marido es el director de un colegio para chicos. Tendría que llevar los ojos vendados para no estar al tanto de estas cosas.

– ¿No le extrañó pensar que Rhys fuese allí?

– No. Era un muchacho corriente, con el habitual deseo a la hora de desobedecer las convenciones que creía impuestas por sus padres y hacer después exactamente lo que todos los muchachos han hecho siempre.

– ¿Su padre antes que él? -preguntó Evan.

Fidelis enarcó las cejas.

– Probablemente. Si lo que me pregunta es si yo lo sé, la respuesta es que no. Hay muchas cosas que una mujer sensata prefiere no saber a no ser que la obliguen a ello, y la mayoría de hombres no suele forzar las cosas.

Evan titubeó. ¿Estaba aludiendo a las prostitutas o también a alguna otra cosa? Había una sombra en su mirada, un velo en su voz. Se había asomado al mundo y conocía el lado oscuro. Estaba bastante seguro de que aquella mujer sabía lo que era el dolor y lo aceptaba como algo inevitable, el suyo tanto como el de los demás. ¿Podía tener relación con su hijo Duke? ¿Acaso tenía éste mucho que ver con la conducta de Rhys, más joven e impresionable? Era la clase de muchacho a quien los demás quieren impresionar, y también emular.

– En cualquier caso, ¿lo supone? -dijo en voz baja.

– Eso no es lo mismo, señor Evan. Lo que sólo supones siempre puedes negártelo a ti misma. Basta con la incertidumbre. Pero antes de que me pregunte le diré que no, no sé qué le sucedió a Rhys, y tampoco a su padre. Sólo me cabe pensar que Rhys se juntó con malas compañías y que el pobre Leighton estaba tan preocupado por él que en esa ocasión le siguió, quizás en un intento por convencer a Rhys de que lo dejase correr, y que en la pelea que tuvo lugar Leighton resultó muerto y Rhys herido. Es una tragedia. Con un poco más de consideración y menos orgullo y tozudez, podría haberse evitado.

– ¿Estas suposiciones se fundamentan en su conocimiento del carácter del señor Duff?

Fidelis permanecía en pie; quizá también tenía demasiado frío para sentarse.

– Sí.

– ¿Le conocía bien?

– Sí, así es. La señora Duff y yo nos conocemos desde hace años. El señor Duff y mi marido eran amigos íntimos. Mi marido está muy apenado por su muerte. Le ha afectado bastante. Pilló un resfriado muy fuerte y estoy convencida de que la aflicción ha obstaculizado su restablecimiento.

– Lo siento -dijo Evan de manera automática-. Hábleme más acerca del señor Duff. Quizá me ayude a aclarar la verdad.

La señora Kynaston sabía cómo estar de pie en un mismo sitio sin incomodarse ni gesticular más de la cuenta. Era una mujer con un peculiar sentido de la elegancia.

– Era un hombre muy sobrio y dotado de una gran inteligencia -respondió, meditabunda-. Tomaba muy a pecho sus responsabilidades. Era consciente de que muchas personas dependían de su talento y capacidad de trabajo. -Hizo un gesto con las manos-. No sólo su familia, por supuesto, sino también todos aquellos cuyo futuro descansaba en la prosperidad de su empresa. Como comprenderá, trataba con propiedades valiosas y con grandes sumas de dinero casi a diario. -Parpadeó de un modo ostensible y sus ojos se iluminaron como si acabara de ocurrírsele algo-. Creo que ésa es una de las razones por las que a Joel, mi marido, le resultaba tan grato conversar con él. Ambos sabían lo que suponía cargar con la responsabilidad de los demás, el hecho de ser depositarios incuestionables de su confianza. Es algo extraordinario, señor Evan, que una persona confíe plenamente en ti, no sólo en tus aptitudes sino también en tu honor, y que ese alguien dé por sentado que harás por él cuanto sea preciso.

– Sí… -dijo Evan despacio, pensando que a veces a él también lo trataban con esa clase de fe ciega. Era un cumplido muy halagador, aunque también una carga cuando uno se daba cuenta de las posibilidades de fracaso que conllevaba.

Fidelis seguía hilvanando sus pensamientos.

– Mi marido es el juez supremo de muchos asuntos -prosiguió, no mirando a Evan sino a algún lugar de su interior-. Las decisiones sobre la educación académica de un chico, y tal vez incluso aún más, su educación moral, pueden afectar al resto de su vida. De hecho, supongo que cuando hablamos de los chicos que un día serán los dirigentes de nuestra nación, los políticos, inventores, escritores y artistas del futuro, esas decisiones en última instancia nos afectan a todos. No es de extrañar que deban tomarse con sumo cuidado, tras profundas reflexiones, y con absoluta generosidad. No cabe evadirse en la simplicidad. El coste de un error puede ser irrecuperable.

– ¿Tenía sentido del humor? -Evan pronunció estas palabras antes de darse cuenta de lo poco apropiadas que eran.

– Perdón, ¿cómo dice?

Era demasiado tarde para retirarlas.

– ¿Tenía sentido del humor el señor Duff? -Notó que se estaba sonrojando.

– No… -Le miró de hito en hito en lo que pareció un instante de completo entendimiento, demasiado frágil para las palabras, por lo que enseguida se esfumó-No hasta donde yo sé. Aunque le encantaba la música. Tocaba muy bien el piano, ¿sabe? Le gustaba la buena música, sobre todo Beethoven y de vez en cuando Bach.

Evan no se estaba formando una imagen adecuada de él, desde luego nada que le sirviera para explicar qué hacía aquella noche en St Giles, excepto seguir a un hijo díscolo y decepcionante cuyo gusto por los placeres no comprendía y, tal vez, cuyos apetitos le atemorizaban sabiendo los peligros que podrían conllevar, entre los cuales la enfermedad no era precisamente el último. No haría a aquella mujer las preguntas necesarias; se las haría a Joel Kynaston.

Pasó otra media hora de conversación, agradable aunque sin fundamento, antes de que el mayordomo se presentara para anunciar que el señor Kynaston había regresado y que recibiría a Evan en su estudio. Evan dio las gracias a Fidelis y fue donde le indicaron.

El estudio era a todas luces una estancia de uso cotidiano. El fuego ardía en una gran chimenea, refulgiendo en la pala y las tenazas de latón bruñido y brillando en el guardafuegos. Evan temblaba de frío y el calor le envolvió como una manta. Las paredes estaban cubiertas por librerías con puertas de cristal y cuadros de escenas campestres. Encima del imponente escritorio de roble había tres montones de papeles y libros.

Joel Kynaston estaba sentado tras él, mirando a Evan con curiosidad. Era imposible determinar su estatura pero daba la impresión de ser menudo. Presentaba un rostro perspicaz, la nariz un poco chata, la boca muy personal. No era un semblante que uno olvidara ni pasara fácilmente por alto. Era inevitable reparar en su inteligencia, así como en su conciencia de autoridad.

– Pase, señor Evan -dijo, asintiendo con la cabeza. No se levantó, estableciendo así de inmediato sus respectivas posiciones-. ¿En qué puedo servirle? Si hubiese sabido algo acerca de la muerte del pobre Leighton Duff, naturalmente ya se lo habría comunicado. Aunque he estado enfermo con fiebre y he pasado estos últimos días en cama. No obstante, hoy me he encontrado mejor y ya no podía permanecer por más tiempo en casa.

– Siento lo de su enfermedad, señor -respondió Evan.

– Gracias. -Kynaston le indicó una silla con un ademán-. Siéntese. Y ahora dígame qué piensa que puedo hacer para ayudarle.

Evan aceptó el asiento, encontrándolo menos cómodo de lo que parecía, aunque se hubiese sentado en el mismísimo entarimado con tal de calentarse un poco. No obstante, se vio obligado a tomar asiento bien erguido en lugar de relajarse.

– Tengo entendido que conoce a Rhys Duff desde que era niño, señor -comenzó Evan, con una afirmación en lugar de una pregunta.

Kynaston frunció muy levemente el ceño, juntando las cejas.

– Así es…

– ¿Le sorprende que se encontrara en un barrio como St Giles?

Kynaston inspiró profundamente y fue soltando el aire muy despacio.

– No. Lamento decir que no. Siempre ha sido un muchacho rebelde y en los últimos tiempos la elección de sus amistades tenía bastante preocupado a su padre.

– ¿Por qué? Es decir, ¿por qué razón en concreto?

Kynaston le miró fijamente. Distintas reacciones cruzaron su semblante. Los rasgos de su rostro eran muy expresivos. Mostraron asombro, desdén, tristeza y algo más no tan fácil de descifrar, algo más oscuro, un sentido de la tragedia o quizá del mal.

– ¿A qué se refiere, señor Evan?

– ¿Se debía a la inmoralidad de sus correrías? -Evan se explayó-. ¿Al miedo a la enfermedad, al escándalo o la desgracia, a perder el favor de una joven dama respetable, o el saber que podía correr un peligro físico o caer en una mayor depravación?

Kynaston tardó tanto en contestar que Evan creyó que no lo haría. Cuando por fin habló, lo hizo en voz baja, con mucho cuidado y precisión, estrechándose con fuerza las huesudas manos delante de él.

– Puedo imaginarme todas esas cosas, señor Evan. Un hombre es el evidente responsable del carácter de su hijo. No puede haber muchas experiencias en la existencia humana más angustiosas que ver a tu propio hijo, el portador de tu nombre y tu herencia, tu inmortalidad, avanzando cuesta abajo hacia la disipación, la corrupción de la mente y del cuerpo. -Advirtió la sorpresa de Evan. Enarcó las cejas-. No estoy insinuando que Rhys sea un depravado. Había en él una predisposición a la debilidad que quizá requería más disciplina de la que recibía. Eso es todo. Es algo que se da con frecuencia entre los jóvenes, sobre todo si uno es el único hijo varón. Leighton Duff estaba preocupado. Su tragedia parece demostrar que tenía serios motivos para ello.

– ¿Piensa que el señor Duff siguió a Rhys hasta St Giles y que ambos fueron atacados como resultado de algo que sucedió porque se encontraban allí?

– ¿Usted no? Parece una explicación bastante obvia, aunque resulte trágica.

– ¿No cree que el señor Duff pudiera haber ido allí por su cuenta? Usted lo conocía bien, si no me equivoco.

– ¡Muy bien! -dijo Kynaston con decisión-. ¡Estoy totalmente seguro de que no! ¿Por qué diantres tendría que hacerlo? Tenía todo que perder y nada valioso que ganar. -Esbozó una muy leve sonrisa, en un fugaz instante de amargo humor, borrada acto seguido por la realidad de la pérdida-. Espero que atrape a quienquiera que sea el responsable, señor, pero lo cierto es que no abrigo ninguna esperanza de que lo consiga. Si Rhys mantenía una relación con alguna mujer del barrio, o algo peor -torció la boca con disgusto-, dudo mucho que ahora lo descubra. Quienes estén envueltos en el asunto no querrán darse a conocer y me figuro que los habitantes de ese mundo protegerán a los suyos en lugar de aliarse con las fuerzas del orden.

Lo que decía era cierto. Evan tuvo que reconocerlo. Le dio las gracias y se levantó para marcharse. Hablaría con el doctor Corriden Wade, aunque no confiaba en que le contase nada que le sirviera de ayuda.


* * *

Wade estaba cansado, tras una larga jornada de trabajo, cuando recibió a Evan en su biblioteca. Tenía ojeras y atravesó la estancia delante de Evan como si le dolieran la espalda y las piernas.

– Por supuesto le diré cuanto pueda, sargento -dijo, volviéndose y arrellanándose en uno de los cómodos sillones, junto a las ascuas del fuego, e invitando con un gesto a Evan para que hiciera lo mismo-. Aunque me temo que no será nada que usted no sepa ya. Y no puedo permitir que interrogue a Rhys Duff. Su estado de salud es muy precario y cualquier disgusto, cosa que usted sin duda le causaría, podría precipitar una crisis. No sé a ciencia cierta qué clase de heridas pueden haber sufrido sus órganos internos a causa del incidente en que se vio envuelto.

– Lo entiendo -contestó Evan con presteza. Le sobrevino el triste recuerdo de Rhys tendido en el callejón, de su propio horror al darse cuenta de que aún vivía y le aguardaba un dolor inconmensurable. Tampoco podía librarse de la imagen del horror en los ojos de Rhys cuando recobró el sentido y trató de hablar por primera vez, dándose cuenta de que no podía hacerlo-. No era mi intención pedirle que me autorizara a verlo. Confiaba en que tuviera a bien hablarme tanto de Rhys como de su padre. Podría ayudarme a esclarecer los hechos.

Wade suspiró.

– Presumiblemente fueron asaltados, robados y apaleados por unos ladrones -dijo con tanta pena como circunspección-. ¿Acaso importa ahora por qué fueron a St Giles? ¿Tiene la más remota esperanza real de atrapar a quien sea o de demostrar algo? Apenas conozco St Giles en concreto, pero pasé bastantes años en la marina. He visto los bajos fondos de unas cuantas ciudades, lugares donde reina una pobreza desesperada, donde la enfermedad y la muerte son el pan de cada día, donde un niño tiene suerte si llega a su sexto cumpleaños, y más afortunado aún si llega a la edad adulta. Son pocos los que tienen una ocupación que les dé para vivir. Menos aún los que saben leer y escribir. Eso se convierte en un modo de vida. La violencia es fácil, es el primer recurso, no el último.

Miraba a Evan de hito en hito, entrecerrando sus ojos oscuros.

– Hubiese dicho que usted también estaba familiarizado con tales lugares -agregó-, aunque quizá sea demasiado joven. ¿Nació en la ciudad, sargento?

– No, en el campo…

Wade sonrió. Poseía una dentadura envidiable.

– En ese caso quizá aún le queden cosas que aprender acerca de la lucha humana por la supervivencia, acerca de cómo los hombres se vuelven unos contra otros cuando hay poco espacio, muy poca comida, poco aire para respirar y ninguna esperanza que aliente la fe en un cambio. La desesperación genera rabia, señor Evan, y también el deseo de tomar represalias contra un mundo donde no hay justicia aparente. Tampoco es de extrañar.

– Y no me extraño, señor -repuso Evan-. Y me hubiese figurado que un hombre como el señor Leighton Duff, con su inteligencia y conocimiento del mundo, tampoco se hubiese extrañado; es más, es de suponer que lo habría previsto.

Wade seguía con los ojos clavados en él. Se veía cansado en extremo. Apenas tenía color en el rostro y su cuerpo parecía desfondado, como si no le quedaran fuerzas y le dolieran los músculos.

– Me imagino que lo sabía tan bien como nosotros -dijo con tono sombrío-. Sin duda fue allí siguiendo los pasos de Rhys. Usted sólo conoce a Rhys tal como es ahora, señor Evan, una víctima de la violencia, un muchacho confundido que sufre y está muy asustado. -Estiró el labio inferior-. No siempre fue así. Antes de este… incidente… era un muchacho bastante bravucón que, como tantos jóvenes, se creía superior e invencible, insensible por demás a los sentimientos ajenos. Era tan capaz como cualquiera de ser cruel y de gozar ejerciendo su parcela de poder. -Apretó los labios-. Que conste que no lo estoy juzgando, y bien sabe Dios que lo curaría de todo esto si supiera cómo hacerlo, pero no descartaría que estuviese liado con una mujer de ese barrio y que diera rienda suelta a sus deseos sin tener en cuenta las consecuencias para el prójimo. Incluso cabe pensar que fuese más bruto de lo aceptable. Quizás ella tenía familiares que… -No se molestó en terminar la frase, no era necesario.

Evan frunció el ceño, buscando el camino entre la acumulación de posibilidades.

– Doctor Wade, ¿me está diciendo que había observado una veta de crueldad o violencia en Rhys Duff antes de este incidente?

Wade titubeó.

– No, sargento -dijo por fin-. Estoy diciendo que fui amigo de Leighton Duff durante casi veinte años y que no concibo ninguna razón por la que tuviera que ir a un barrio como St Giles, salvo para tratar de hacer entrar en razón a su hijo y evitar que cometiera alguna locura que pudiera volverse contra él. A la vista de los hechos, sólo me queda pensar que estaba en lo cierto.

– ¿Comentó con usted tales temores, doctor Wade?

– Debe usted saber, sargento, que no puedo contestarle. -La voz de Wade sonó grave y firme, aunque desprovista de enojo-. Comprendo que su deber es preguntar. Comprenda usted que el mío es negarme a contestar.

– Sí -convino Evan con un suspiro-. Sí, por supuesto. Me parece que no es preciso que le moleste más, al menos por esta noche. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado.

– No hay de qué, sargento.

Evan se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– ¡Sargento!

Se volvió.

– Dígame, señor.

– Creo que su caso tiene el aspecto de ser irresoluble. Por favor, procure tener en cuenta los sentimientos de la señora Duff en la medida de lo posible. No persiga detalles trágicos y sórdidos de la vida de su hijo que nada resolverán y con los que ella tendrá que bregar el resto de su vida, para colmo de su aflicción. No puedo prometerle que Rhys vaya a recobrarse. Puede que no lo consiga.

– ¿Se refiere al habla o a su vida?

– A ambas cosas.

– Comprendido. Gracias por su gentileza. Buenas noches, doctor Wade.

– Buenas noches, sargento.

Evan se marchó abrumado por un hondo pesar. Salió a la oscura calle. La niebla había caído mientras estaba en la casa y ahora apenas se veía con claridad a cuatro o cinco metros de distancia. Las farolas de gas eran meros borrones en la penumbra, delante y detrás de él. Más allá sólo había un denso muro. El tráfico se oía amortiguado, las ruedas casi silenciosas, los cascos eran un repiqueteo sordo en la piedra, tragado de inmediato por la niebla. Las linternas de los carruajes se acercaban hacia él tambaleándose, pasaban y desaparecían.

Caminaba con el cuello levantado y el sombrero calado hasta las cejas. El aire húmedo olía a hollín y se pegaba a la piel. Pensó en las gentes de St Giles en una noche como aquélla, en los que se apiñaban por docenas en una misma habitación, hambrientos y helados de frío, y en los que estaban fuera, en los portales, sin tener siquiera un lugar donde dormir.

¿Qué le había pasado a Rhys Duff? ¿Por qué desaprovechaba todo cuanto tenía, calidez, hogar, amor, la oportunidad de triunfar, el respeto de su padre, para dar satisfacción a un apetito que terminaría destruyéndolo?

Evan pensó en su propia juventud, en la cocina de su madre llena de hierbas y verduras y en el aroma de las tartas. Durante todo el invierno había siempre una olla de sopa arrimada a la lumbre. Sus hermanas alborotaban, reían, discutían, cotilleaban. Sus prendas de vestir invadían toda la casa, igual que sus muñecas y más adelante los libros y las cartas, los pinceles y los bordados.

Él pasaba largas horas en el estudio de su padre, hablando de toda suerte de cosas con él, aunque en mayor medida de ideas, de valores, de viejos relatos de amor y aventura, de coraje, sacrificio y recompensa. ¿Cómo habría explicado aquello su padre? ¿Qué sentido y esperanza habría sabido encontrar? ¿Cómo se las habría ingeniado para equipararlo con el Dios cuya palabra predicaba cada domingo en la iglesia, en medio de sus grandes árboles y humildes lápidas, donde los lugareños habían enterrado a sus muertos durante setecientos años y depositado ofrendas de flores sobre las tumbas silenciosas?

No sentía enojo ni amargura, sólo confusión.


* * *

A la mañana siguiente se encontró con Shotts en el callejón de St Giles y juntos reanudaron la búsqueda de testigos, pruebas, cualquier indicio que los aproximara a la verdad. No podía pasar por alto la posibilidad de que Sylvestra Duff fuese parte implicada en la muerte de su marido. La idea era repulsiva, pero ahora que se había alojado en su mente, encontraba cada vez más elementos que la confirmaban, al menos los suficientes como para que mereciera la pena investigarla.

¿Acaso era eso lo que había horrorizado a Rhys hasta el punto de hacerle perder el habla? ¿Era ése el motivo de la patente frialdad para con su madre? ¿Era ésa la carga que le atormentaba y le mantenía callado?

¿Quién era el hombre en cuestión? ¿Estaría implicado o sería un mero motivo sin saberlo? ¿Era Corriden Wade y Rhys estaba al corriente?

¿O había ocurrido, tal como el médico insinuaba, que la flaqueza de Rhys le había llevado a St Giles y que su padre, desesperado por él, le había seguido, interceptándolo, pagando con la vida su entrometimiento?

Todas estas preguntas llevaban a otra pregunta aún más espantosa: ¿Qué papel había desempeñado Rhys en la muerte de su padre? ¿El de testigo… o algo más?

– ¿Lleva consigo los retratos? -preguntó a Shotts.

– ¿Qué? ¡Ah sí!

Shotts sacó del bolsillo dos dibujos, uno de Rhys, tan parecido como el artista había creído adecuado obviando las magulladuras; el otro de Leighton Duff, forzosamente peor, menos exacto, realizado a partir de un retrato que había en el vestíbulo de su casa. Pero bastaban para dar una impresión muy vivida del aspecto que debían presentar ambos hombres antes del incidente.

– ¿Ha averiguado algo más? -indagó Evan-. ¿Vendedores ambulantes, cocheros? ¡Alguien tuvo que verlos!

Shotts se mordió el labio.

– Nadie quiere haberlos visto -dijo con franqueza.

– ¿Y las mujeres? -continuó Evan-. Si estaban aquí en busca de mujeres, ¡alguna tendrá que reconocerlos!

– No esté tan seguro -repuso Shotts-. Un encuentro rápido en un callejón o en un portal. ¿Quién se fija en las caras?

Evan se estremeció. Hacía un frío glacial, y notó que se le metía en los huesos al tiempo que le entumecía el rostro, las manos y los pies. Empezaba a llover otra vez y los aleros rotos chorreaban por doquier. Las alcantarillas se desbordaban.

– Hubiese dicho que las mujeres que hacen la calle eran más prudentes, tal como están las cosas hoy en día. Me he enterado de que en los últimos tiempos ha habido unas cuantas violaciones de muchachas y prostitutas ocasionales -comentó.

– Sí -dijo Shotts frunciendo el ceño-, yo también me he enterado, pero eso es por Seven Dials, no por aquí.

– ¿Quién se lo ha contado? -preguntó Evan.

Se hizo un momento de silencio.

– ¿Qué?

– ¿Quién se lo ha contado? -repitió Evan.

– Oh… un charlatán -dijo Shotts, con toda tranquilidad-. Una de sus historias. Ya sé que la mitad de esos cuentos son tonterías inventadas, pero me dio la impresión de que en este caso había una pizca de verdad.

– Sí… -convino Evan-. Por desgracia así es. ¿Eso es todo lo que ha descubierto?

– Sí, al menos en cuanto al padre. Tengo un puñado de posibles visitas del hijo, mujeres que creen haber estado con él. Aunque ninguna está segura. No se fijan mucho en las caras, ni siquiera cuando las ven. ¿Se imagina cuántos muchachos hay que sean altos, más bien flacos y con el pelo moreno?

– No serán tantos los que vengan desde Ebury Street en busca de placeres a St Giles -contestó Evan con sequedad.

Shotts se abstuvo de agregar nada más. Juntos fueron yendo de una desdichada casa de mala reputación a la siguiente, enseñando los retratos, haciendo preguntas, presionando, sonsacando, incluso amenazando. La habilidad de Shotts le valió el respeto de Evan. Al parecer sabía de manera instintiva cómo tratar a cada persona para obtener el máximo de colaboración. Para sorpresa del sargento Evan, conocía a muchas de ellas, y a algunas las trataba con lo que cabía tomar por auténtica camaradería. Intercambiaba chistes. Preguntaba acerca de sus hijos por el nombre y le contestaban como si creyeran en el interés que les demostraba.

– No sabía que conociera este barrio tan bien -comentó Evan, cuando se detuvieron a comprar empanadas en un puesto callejero junto a la esquina de una calle principal. Estaban calientes y olían mucho a cebolla. Bastaba con no dedicarse a pensar cuáles eran los demás ingredientes para que resultaran de lo más sabrosas. Les proporcionaron un poquito de calor interior, muy necesario contra el enfriamiento que les había causado la lluvia convertida en aguanieve.

– Es mi trabajo -contestó Shotts, mordiendo la empanada sin molestarse en mirar a Evan-. No podría hacerlo bien si no conociera las calles y a la gente.

Se mostraba reacio a hablar de ello, posiblemente no estaba acostumbrado a las alabanzas y su modestia hacía que la situación le resultara embarazosa. Evan no insistió.

Prosiguieron su infructuosa búsqueda. Todo era negativo o incierto. Nadie reconoció a Leighton Duff, en ese sentido se mostraban categóricos, pero una media docena de personas creían poder haber visto a Rhys, para luego admitir que no estaban seguras. Nadie mencionó los actos violentos de Seven Dials. Podría haberse tratado de otro mundo.

También probaron suerte con los vendedores ambulantes habituales, los mendigos y algún que otro prestamista y dueño de posada. Dos mendigos habían visto a alguien que respondía a la descripción de Rhys una media docena de veces, creían… posiblemente.

Aunque fue el charlatán, un hombre delgado y enclenque con el pelo negro desgreñado y grandes ojos azules, quien les dio la respuesta que más sorprendió e inquietó a Evan. Cuando le enseñaron los retratos, se mostró bastante seguro de haber visto a Leighton Duff una vez, en las mismísimas afueras de St Giles, solo y a todas luces buscando a alguien, aunque no había hablado con él. Lo vio hablar con una mujer que le constaba que era prostituta. Al parecer le preguntó algo, ella contestó negativamente y él se marchó sin hacerle más caso. El charlatán estaba seguro. Contestó sin titubear un instante y no esperó una recompensa. También estaba seguro de haber visto a Rhys en varias ocasiones.

– ¿Cómo sabe que era este hombre? -inquirió Evan sin convicción, tratando de no transmitirle una sensación de triunfo. No es que fuese una gran victoria. Era sólo un indicio, no una prueba y, para postre, fundamentado en el parecer de un don nadie-. Debe de haber muchos jóvenes merodeando entre las sombras en un barrio como este.

– Lo vi debajo de una farola -respondió el charlatán-. Las caras son mi negocio, al menos en parte. Recuerdo sus ojos, en particular. No eran unos ojos corrientes. Grandes, casi negros. Parecía perdido.

– ¿Perdido?

– Sí, como si no supiera lo que quería ni hacia dónde tirar. Parecía abatido.

– Eso no debe ser tan raro por aquí.

– Él no era del barrio. Conozco a casi todo el mundo. ¿No es cierto, señor Shotts?

Shotts se mostró asustado.

– Sí… sí, supongo que sí.

– Pero usted también va por Seven Dials. -Evan recordó que Shotts le había dicho que el charlatán le había contado el caso de Monk-. ¿Lo ha visto por allí también? -Era una posibilidad remota, pero no debía pasarla por alto.

– ¿Yo? -el charlatán se sorprendió, y miró con intensidad a Evan con sus ojos azules-. Yo no voy por Seven Dials. Mi terreno es éste.

– Pero estará al corriente de lo que pasa allí… -No debía rendirse con demasiada facilidad, y la incertidumbre anidaba en su interior.

– Lo siento, no tengo ni idea. Tendrá que preguntárselo a alguien que trabaje allí. Pruebe con Jimmy Morrison. Él conoce Seven Dials.

– ¿No se ha enterado de los actos violentos de Seven Dials contra mujeres?

El charlatán soltó una carcajada desdeñosa.

– Qué quiere decir, ¿algo distinto de lo de siempre?

– ¡Sí!

– No sé. ¿De qué va?

– Violaciones y palizas a mujeres que trabajan en la fábrica.

El rostro del charlatán se torció con una mueca de disgusto. Para Evan quedó claro que la noticia le venía de nuevo. ¿Por qué le había mentido Shotts? No tenía importancia, era una nimiedad, pero ¿con qué objeto lo había hecho? Mentir no encajaba con cuanto sabía de su carácter, y eso le inquietó.

– Me ha dicho que el charlatán lo sabía -dijo Evan, en cuanto se alejaron una docena de metros.

Shotts no le miró.

– Sería algún otro -repuso, quitándole importancia.

– ¿No toma nota de quién le cuenta qué? -presionó Evan-. Es muy importante. ¿Ya había hablado con él acerca de nuestro caso?

Shotts se volvió hacia el viento y su respuesta casi no se oyó.

– Claro que lo hice. Es lo que le he dicho, ¿no?

Evan dejó correr el asunto, aunque sabía que le habían mentido y eso le inquietaba. Por instinto se sentía inclinado a apreciar a Shotts y respetar sus facultades. Ahora bien, había algo que él no sabía. La cuestión era: ¿se trataba de algo importante?


* * *

Se vio con Monk al anochecer. Este le había dejado una nota en la comisaría y le apetecía pasar una o dos horas regalándose con una buena cena y un poco de conversación en una taberna.

Monk estaba de un humor de perros. Su caso iba muy mal, pero le unía una considerable afinidad con Evan.

– ¿Piensas que pudo ser obra de la viuda? -preguntó, mirándolo con curiosidad. La leve sonrisa de sus labios evidenciaba que comprendía el rechazo de Evan ante semejante idea. Conocía muy bien a Evan, pero el afecto que le inspiraba no evitaba que le divirtiera e incluso desdeñara su optimismo acerca de la naturaleza humana.

– Pienso que probablemente sucedió lo que desde el principio dio la impresión -contestó Evan con pesimismo-. Rhys era un muchacho demasiado consentido por su madre. Su padre había puesto en él grandes expectativas, y él no podía o no quería estar a la altura. Desarrolló una veta egoísta y puede que cruel en su carácter. Su padre fue tras él para intentar detenerle, quizá para advertirle del peligro que corría, y de un modo u otro se vieron envueltos en una pelea con terceros. El padre murió. El hijo resultó muy malherido físicamente y el horror de lo que vio le dejó sin habla.

Monk hincó el tenedor en la masa de su pastel de riñones y carne.

– La cuestión es -dijo con la boca llena-: ¿fueron ambos atacados por lugareños de St Giles o acaso Rhys mató a su propio padre durante una discusión?

– ¿O tenía Sylvestra Duff un amante y lo hizo él mismo o bien se lo encargó a un esbirro? -preguntó Evan.

– ¿Y quién sería él, Sansón? -Monk enarcó las cejas.

– ¿Qué?

– Se enfrentó a dos hombres a la vez, mató a uno y dejó al otro sin sentido, y se marchó de la escena del crimen por su propio pie -señaló Monk.

– Pues entonces eran más de uno -repuso Evan-. Contrató a alguien, a dos tipos, y fue una coincidencia que Rhys se encontrara allí. Seguían la pista de Leighton Duff y dieron con él justo cuando éste había encontrado a Rhys.

– O bien Rhys estaba conchabado con su madre. -Monk tragó lo que tenía en la boca y bebió un sorbo de cerveza negra-. ¿Tienes forma de indagar en ese supuesto? -preguntó, haciendo caso omiso de la expresión de disgusto de Evan.

– Hester está en la casa cuidando de Rhys -contestó Evan. Vio cómo un amago de emoción cruzaba el rostro de Monk, su momentáneo parpadeo, la luz y luego la sombra. Le constaba que Monk sentía algo por ella, aunque no comprendía los motivos que complicaban de tal modo el asunto. Había podido comprobar su mutua confianza. Hester había luchado por Monk cuando nadie más estaba dispuesto a hacerlo. También había reñido con él cuando, al menos a ojos de Evan, menos razón había para ello. Sin embargo, sabía que las zonas oscuras del corazón de Monk le impedían comprometerse tal como Evan lo habría hecho. Los recuerdos incompletos y el temor que le inspiraba el pasado lo hacían imposible. Lo que Evan no sabía era si se trataba de miedo por Hester y por el dolor que pudiera causarle la parte de su ser que permanecía oculta, o simplemente miedo por sí mismo y su propia vulnerabilidad en caso de permitir que ella le conociera demasiado bien, volviéndose así todavía más importante para él.

Nada en el comportamiento de Monk le permitía aventurar una respuesta. Pensó que tal vez a Hester le sucedía exactamente lo mismo.

Monk ya había dado buena cuenta de la mitad de su cena.

– No te lo dirá -dijo, sin apartar los ojos del plato.

– Eso ya lo sé -repuso Evan-. Tampoco se lo pediré.

Monk le echó un vistazo y volvió a bajar la mirada.

– ¿Has hecho algún progreso en tu caso? -preguntó Evan.

La expresión de Monk se ensombreció; la rabia que albergaba en su interior le tensó la piel del semblante.

– Dos o tres hombres han estado visitando Seven Dials con bastante regularidad, por lo habitual los martes o los jueves, entre las diez de la noche y las dos o las tres de la madrugada. Hasta donde yo sé no iban borrachos ni entraron en ninguna taberna o burdel. Nadie les ha visto la cara con claridad. Uno era un poco más alto de lo corriente, los otros dos de estatura normal, uno más fornido que el otro. He encontrado cocheros que les han llevado de regreso a Portman Square, Eaton Square…

– ¡Eso está a muchos kilómetros de distancia! -exclamó Evan-. Vamos, a una distancia más que considerable.

– Sí, ya lo sé -espetó Monk-. Y también los han llevado a Cardigan Place, Belgrave Square y Wimpole Street. Soy perfectamente consciente de que pueden vivir en tres zonas distintas, o incluso que pudieron cambiar de coche. No necesito que me cuentes lo evidente. Lo que necesito es que a la policía le preocupe que hayan apaleado a una docena de mujeres, dejando a algunas tan malheridas que podrían haber muerto. ¡Pero a esos animales les da igual! Lo que necesito es un poco de indignación ante las víctimas pobres al igual que sucede con los moradores de Ebury Street: un poco de justicia ciega, en lugar de esa justicia que mira con tan jodido cuidado el tamaño y la forma de tus bolsillos, y el corte de tu abrigo, ¡antes de decidir si molestarse o no por ti!

– Eso es injusto -contestó Evan, devolviéndole la mirada tanto o más enfadado que él-. No andamos sobrados de tiempo, y tampoco de hombres, cosa que sabes tan bien como yo. Y suponiendo que los encontrásemos, ¿de qué serviría? ¿Quién va a procesarlos? ¡Ese caso jamás llegará a los tribunales, y eso también lo sabes de sobra! -Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa-. ¿Qué esperas conseguir, Monk? ¿Venganza personal? ¡Mas te valdrá estar bien seguro de llevar razón!

– ¡Así lo haré! -dijo Monk entre dientes-. No actuaré hasta que tenga pruebas.

– ¿Y entonces qué? ¿Asesinato? -inquirió Evan-. Sabes muy bien que no tienes ningún derecho a tomarte la justicia por tu mano, ni a ponerla en manos de otros que sabes que lo van a hacer. ¡O la ley nos atañe a todos, o ninguno de nosotros estará a salvo!

– ¡A salvo! -estalló Monk-. ¡Eso ve y díselo a las mujeres de Seven Dials! Tú hablas de teorías… ¡Yo me enfrento a los hechos!

Evan se mantuvo firme.

– Si encuentras a esos hombres, revelas su identidad a quien te haya contratado y tus clientes cometen asesinato, tendrás hechos de sobra.

– ¿Y qué alternativa me propones, entonces? -dijo Monk.

– No tengo ninguna -reconoció Evan-. No lo sé.

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