Rhys Duff siguió ingresado en el hospital dos días más hasta que el lunes, cinco días después del asalto, le llevaron a su casa, aún con agudos dolores y sin haber pronunciado una sola palabra. En principio, el doctor Corriden Wade pensaba visitarlo a diario y luego, a medida que progresara, cada dos días, aunque por supuesto iba a ser necesario que contara con la asistencia de una enfermera profesional. Siguiendo la recomendación del joven policía que llevaba el caso, y tras efectuar las pesquisas de rigor acerca de su capacidad, Wade estuvo de acuerdo en contratar a una de las mujeres que habían ido a Crimea con Florence Nightingale, una tal señorita Hester Latterly. Por fuerza estaría acostumbrada a cuidar de hombres jóvenes que habían sufrido heridas casi mortales en combate. Su elección se consideró muy acertada.
Para la propia Hester suponía un cambio agradable tras haber cuidado a una dama anciana y en extremo pesada, cuyos problemas eran, en gran medida, cuestión de su mal genio y del aburrimiento, agravados, aunque sólo levemente, por dos dedos rotos de un pie. Probablemente se las habría arreglado igual de bien con una doncella competente, pero sentía que su situación entrañaba un mayor dramatismo con una enfermera y no perdía ocasión para impresionar a sus amigos comparando su estado con el de los héroes de guerra a quienes Hester había atendido antes que a ella.
A Hester le costaba un gran esfuerzo no perder la compostura con la anciana y conseguía hacerlo únicamente porque necesitaba el empleo para sobrevivir. La ruina económica de su padre la había dejado sin herencia. Su hermano mayor, Charles, siempre se mostró dispuesto a hacerse cargo de ella, tal como se esperaba que todo hombre hiciera con sus familiares solteras. Pero semejante dependencia habría resultado asfixiante para una mujer como Hester, que había llegado a saborear una extraordinaria libertad en Crimea, así como una responsabilidad al mismo tiempo estimulante y aterradora. Sin duda, no iba a pasar el resto de sus días llevando una vida hogareña, obedeciendo agradecida a un hermano más bien poco imaginativo, por amable que éste fuera.
Era infinitamente más práctico morderse la lengua y abstenerse de decirle a miss Golightly que era una estúpida… durante esas pocas semanas.
Mientras se acomodaba en el coche de caballos que iba a llevarla a su nuevo puesto, pensó que su independencia presentaba otras ventajas dignas de consideración. Era libre de trabar amistad donde y con quien ella quisiera. Charles no habría puesto pega alguna a Lady Callandra Daviot; bueno, como mínimo ninguna objeción severa. Era de buena familia y se había mostrado como una mujer sumamente respetable en vida de su marido, un cirujano militar. Ahora, como viuda con una considerable fortuna, quizá ya no lo fuese tanto. Lo cierto es que había quienes la consideraban un tanto excéntrica. Había firmado un trato con un investigador privado a quien apoyaba económicamente en las épocas de escasez, a cambio de que compartiera con ella sus casos más interesantes. Algo que distaba mucho de ser un acuerdo respetable pero que le resultaba tremendamente distraído, a veces trágico y siempre absorbente. Con frecuencia se alcanzaba, cuando no la felicidad, al menos una resolución, una especie de justicia.
El coche de caballos avanzaba a buena marcha entre el tráfico. Hester temblaba de frío.
Y luego estaba el investigador en cuestión. Charles jamás habría aprobado a alguien como William Monk. ¿Cómo podía la sociedad aceptar a un hombre sin memoria? ¡Podría ser cualquiera! Las posibilidades eran infinitas y casi todas desagradables. De haber sido un héroe, un aristócrata o un caballero, alguien lo habría reconocido y reclamado.
Puesto que lo único que sabía sobre sí mismo con total certeza era que pertenecía a la policía, aquello lo situaba automáticamente en una categoría social inferior a la del más lamentable comerciante. Y, por supuesto, el comercio estaba por debajo de cualquier profesión. Los hijos menores de la alta burguesía ingresaban en el ejército, se hacían curas o abogados, eso si no se casaban con una dama acaudalada librándose de la necesidad de tener que hacer nada. Los primogénitos, naturalmente, heredaban tierra y dinero, y vivían en consecuencia.
Tampoco es que resultara sencillo calificar la amistad entre Hester y Monk. En medio del tráfico, bajo la intensa lluvia, lo meditó con una mezcla de emociones, todas preocupantemente intensas. Habían pasado del desprecio mutuo inicial a una clase de confianza que para ella no tenía comparación posible y, a su juicio, tampoco lo tenía para él. Sin embargo, como si de pronto les asustara tanta vulnerabilidad, no habían tardado en reñir, criticarse y dar rienda suelta al mal genio.
Ahora bien, en los momentos de necesidad, y cuando les preocupaba una misma causa, habían trabajado juntos con un entendimiento que iba más allá de las palabras, o del tiempo necesario para las explicaciones.
En una ocasión espantosa, estando en Edimburgo, cuando ambos creyeron llegado el momento de su muerte, le pareció que lo que había entre ellos era esa clase de amor que bendice sólo a unas pocas personas, una unión tan profunda que alcanza a la mente y al alma y, durante un doloroso instante, también al cuerpo.
Entre las sacudidas del carruaje y el silbido de las ruedas bajo la lluvia, recordó Edimburgo como si se tratase de algo acontecido el día anterior.
Sin embargo, la experiencia había sido demasiado peligrosa en lo tocante a las emociones, demasiado exigente con ambos como para que osaran repetirla.
¿O acaso era sólo él quien no se atrevía?
Aquélla no era una pregunta que deseara hacerse a sí misma, no comprendía cómo había permitido que semejante idea aflorara en su pensamiento…, aunque allí estaba, con toda su crudeza. Se negó a darse por aludida. No conocía la respuesta. Además, todo aquello era irrelevante. Había aspectos de Monk que admiraba mucho: su coraje, su fuerza de voluntad, su inteligencia, la lealtad para con sus creencias, su pasión por la justicia, su capacidad para enfrentarse a casi cualquier clase de verdad, por horrorosa que fuese, y el hecho de que jamás fuera hipócrita.
Pero, por otra parte, detestaba la pincelada de crueldad que había visto en él, la arrogancia, su frecuente falta de sensibilidad. Y era un negado en lo que a juzgar el carácter del prójimo se refería. Era incapaz de advertir los ardides femeninos. Una y otra vez se sentía atraído por la clase de mujer que, en ningún caso, podría hacerle feliz.
Hester, sentada en la fría atmósfera del coche, se retorcía las manos inconscientemente.
Siempre terminaba hechizado por mujeres bonitas, de voz dulce, desamparadas en apariencia, superficiales por naturaleza, manipuladoras y con una querencia fundamental por una vida cómoda alejada de toda clase de trastornos. Monk se habría muerto de aburrimiento con cualquiera de ellas en cuestión de meses. Sin embargo, su feminidad le halagaba, la aprobación que daban a sus más descabelladas opiniones la creía fruto del buen juicio, y sus encantadores modales satisfacían su noción del decoro femenino. Se imaginaba a sí mismo cómodamente instalado con ellas, aunque lo cierto era que sólo le aliviarían someramente, permitiéndole olvidar durante un instante el desafío permanente de ser él mismo, para terminar hastiado, aprisionado y desdeñoso.
Ahora bien, ¡siempre repetía el mismo error! Su reciente visita a uno de los pequeños principados alemanes constituía el ejemplo perfecto. Cayó rendido ante los encantos de la muy superficial y egoísta condesa Evelyn von Seidlitz. Era deliciosamente bonita, con sus enormes ojos castaños y los hoyuelos que formaban sus mejillas al sonreír. Tenía un malicioso sentido del humor y sabía a la perfección cómo gustar, halagar y entretener. Como acompañante era la mar de divertida, además de agradable a la vista. Pero también era fría, manipuladora y codiciosa.
Hester se vio atrapada entre coches, carruajes y carros. Los cocheros gritaban. Un caballo relinchó.
Monk finalmente entendió cómo era la condesa, por supuesto, pero no se dejó convencer hasta contar con pruebas irrefutables. Y entonces se enfadó, sobre todo, al parecer, ¡con Hester! Ella no entendía por qué. Recordó su último encuentro con una punzada de dolor que la cogió por sorpresa. Había sido un trago amargo aunque, por otra parte, no más que muchos otros de sus encuentros.
Normalmente, Hester se irritaba consigo misma por no habérselas ingeniado para replicar como correspondía en el momento oportuno, o bien se complacía demasiado en su réplica. Solía enfurecerse con él, y él con ella. No era algo desagradable, de hecho a veces resultaba estimulante. En aquellos enfrentamientos había honestidad y, además, nunca se herían de verdad. Hester jamás habría asestado un golpe en una parte de Monk que supiera vulnerable.
Así pues, ¿por qué su último encuentro dejó en ella ese dolor, esa sensación de desgarro interior? Trató de recordar exactamente lo que él le había dicho. Era incapaz de recordar siquiera el motivo de la disputa: fue por algo relacionado con su arbitrariedad, uno de los temas predilectos de Monk. La acusó de ser autocrática, de juzgar a las personas con demasiada dureza y siempre según sus propios principios, los cuales carecían de humor y humanidad.
El coche arrancó con una sacudida.
Monk dijo que sabía cómo cuidar a los enfermos y reformar la lentitud, la incompetencia y la ineptitud de los burócratas, pero que no tenía ni idea de lo que era vivir como una mujer normal, de lo que era reír o llorar, que no conocía más sentimientos que los de una enfermera jefe, siempre cargando con los desastres de vidas ajenas pero incapaz de tener una propia. Su incesante preocupación por los asuntos de los demás, su manía de creerse en posesión de la verdad, hacían que resultara una persona cargante.
En resumidas cuentas, él podía arreglárselas la mar de bien sin ella y, pese a que sus cualidades eran admirables y muy necesarias para la sociedad, también la convertían en una persona muy poco atractiva.
Aquello fue lo que le dolió. La crítica era justa, cabía esperarla y sin duda Hester podía replicar con la misma calidad y cantidad que había recibido. Sin embargo, el rechazo era algo muy distinto.
Y resultaba absolutamente injusto. Por una vez no había hecho nada para merecerlo. Se había quedado en Londres cuidando a un muchacho gravemente afectado por una parálisis. Aparte de eso, estuvo ocupada tratando de salvar a Oliver Rathbone de sí mismo, pues se había embarcado en la defensa de un escandaloso caso de difamación y poco faltó para que su propia carrera se viera dañada sin posibilidad de enmienda. Tal como habían ido las cosas, había perdido su reputación en determinados círculos. De no haberle sido concedido el título de caballero poco antes del asunto, sin duda habría tenido que abandonar toda esperanza de conseguir uno en el futuro. Había arrojado una luz demasiado desagradable sobre la realeza en general para que tal gracia le fuese concedida. Ya no era considerado una persona tan «responsable» como lo había sido a lo largo de su vida hasta entonces. Ahora, de pronto, era «cuestionable».
Hester se sorprendió a sí misma sonriendo al pensar en él. Su último encuentro había sido cualquier cosa menos amargo. La suya no era en realidad una relación social sino más bien una amistad profesional. La había sorprendido invitándola a cenar y al teatro. Ella aceptó, y disfrutó tanto de la velada que el mero recuerdo le produjo un estremecimiento de placer.
Al principio se sintió un poco incómoda ante el repentino giro en su relación. ¿De qué debía hablar con él? Por primera vez no contaban con el lugar común de un caso en el que ambos estuvieran interesados. Hacía años que no cenaba a solas con un hombre sin que se tratara de motivos profesionales.
No obstante, Hester se olvidaba de lo sofisticado que era Sir Oliver. Había conocido su lado vulnerable durante el caso de difamación. Pero en la cena y en el teatro se mostró totalmente distinto. Como de costumbre, iba vestido de un modo impecable, con la sobriedad propia del hombre que sabe que no tiene que impresionar a nadie, pues su posición se da por sentada. Habló con soltura de toda suerte de cosas: arte, política, viajes, un poco de filosofía y una pizca de escándalos triviales. La había hecho reír. Podía recordarle con total nitidez, recostado en el respaldo, mirándola de hito en hito. Tenía unos ojos poco corrientes, muy oscuros, enmarcados en un rostro largo y delgado, con el pelo rubio, la nariz afilada y la boca delicada. Nunca lo había visto tan relajado hasta entonces, como si por un lapso de tiempo el deber y la ley hubiesen dejado de importar.
Mencionó a su padre un par de veces, un hombre a quien Hester había visto en numerosas ocasiones y por quien sentía una profunda admiración. Incluso le refirió algunas anécdotas de sus años de estudiante y de sus primeros casos, que se contaron por rotundos fracasos. Hester no estuvo muy segura de si debía mostrarse compungida o divertida. Le miró a la cara y terminó por reír. Él no dio muestras de haberse sentido ofendido en lo más mínimo.
Faltó poco para que llegaran tarde al teatro y tomaron asiento justo cuando se levantaba el telón. Era un melodrama, una obra espantosa. Hester procuró no dejarse afectar por lo que pensaba de la representación. Debía mantener la vista fija en el escenario. Rathbone, sentado a su lado, sin duda se percataría si dejaba vagar la vista o prestaba más atención al resto del público que a los actores. Permaneció envarada en el asiento, con la mirada al frente, tratando de pasarlo bien.
Luego echó un vistazo a su acompañante, tras un diálogo con frases especialmente espantosas, y observó como ponía cara de susto. Pocos segundos después volvió a mirarlo y se encontró esta vez con que le devolvía la mirada, con los ojos brillantes a causa de la triste diversión.
Hester no pudo reprimir una risita y comprendió, cuando él sacó del bolsillo un gran pañuelo que se llevó a la boca, que lo hacía por la misma razón. Entonces él, inclinándose hacia ella, le susurró: «Quizá deberíamos irnos, antes de que nos llamen la atención por desbaratar la función», y Hester aceptó encantada.
Poco después paseaban entre risas por la calle helada, imitando algunas de las peores frases y parodiando las escenas. Se detuvieron junto al brasero de un vendedor de castañas asadas ambulante. Rathbone compró dos paquetes y siguieron su camino procurando no quemarse los dedos ni la lengua.
Aquélla había sido una de las veladas más felices que recordaba, en la que, además, se había sentido muy cómoda.
Aún sonreía recordándola cuando el coche de caballos llegó a su destino en Ebury Street. Se apeó, pagó al cochero, que descargó su equipaje, y se presentó en la puerta de servicio, donde un lacayo se hizo cargo de su maleta y le indicó el lugar donde debería aguardar hasta conocer a la señora.
A Hester apenas le habían informado acerca de las circunstancias en las que Rhys Duff había resultado herido, sólo sabía que había sido víctima de un ataque en el que su padre fue asesinado. Se había interesado más sobre la naturaleza de su estado y sobre las medidas que podía emprender para ayudarle. Había visitado al doctor Riley en el hospital, quien manifestó un profundo interés por el caso de Rhys Duff; aunque era el médico de la familia, Corriden Wade, quien había acudido a ella. Éste sólo le había contado que Rhys Duff padecía graves heridas tanto externas como internas. Se hallaba sumido en un profundo estado de shock que desde el incidente no le había permitido articular palabra. Hester no debía intentar que respondiera, salvo para que el enfermo le transmitiera sus deseos a propósito de su bienestar y comodidad. Su tarea consistiría en aliviarle el dolor en la medida de lo posible y en cambiar los apósitos de las heridas externas menores. El propio doctor Wade se ocuparía de las más graves. Debía mantenerlo limpio y abrigado, y preparar comidas que el enfermo estuviera en condiciones de ingerir. La dieta, por supuesto, debía ser blanda y nutritiva.
También debía velar por mantener la habitación caliente y acogedora, y leer en voz alta en caso de que el paciente así lo quisiera. El material de lectura tenía que seleccionarse con sumo cuidado. Era preciso evitar cualquier tema que resultara inquietante, tanto para las emociones como para el intelecto, nada debía excitarlo ni privarlo de descansar tanto como le fuera posible. Desde el punto de vista de Hester, aquello excluía casi todos los libros que merecían el tiempo y el esfuerzo de ser leídos. Si no era para estimular el intelecto, las emociones o la imaginación, ¿qué objeto tenía leer? ¿Acaso le leería los horarios de los ferrocarriles?
Aunque se limitó a asentir con la cabeza y contestó obedientemente.
Cuando Sylvestra Duff entró en la habitación le produjo una grata sorpresa. Hester no se había formado una idea preconcebida de ella, pero se dio cuenta de que había esperado que fuese alguien tan anodino como el régimen que el doctor Wade tenía prescrito para Rhys. En cambio, Sylvestra era cualquier cosa menos eso. Vestía de negro de pies a cabeza, con toda naturalidad, pero su alta y esbelta figura y el color de su tez se confabulaban para que el dramatismo del luto resultara de lo más favorecedor. Aún estaba pálida por la conmoción y se movía con cuidado, como si temiera que el aturdimiento fuera a hacerla tropezar con los muebles pero, a pesar de todo, conservaba una gracia y una compostura que Hester no pudo sino admirar. Su primera impresión fue muy favorable.
Se puso en pie de inmediato.
– Buenos días, señora Duff. Soy Hester Latterly, la enfermera que el doctor Wade ha contratado en su nombre para cuidar a su hijo durante la convalecencia.
– Encantada de conocerla, miss Latterly. -Sylvestra hablaba en voz baja y más bien despacio, como si midiera sus palabras antes de pronunciarlas-. Le agradezco mucho que haya venido. Sin duda habrá atendido a muchos jóvenes con heridas terribles.
– Sí, así es. -Dudó si agregar algo a propósito de que muchos de ellos se habían recuperado de forma asombrosa, incluso en las más atroces circunstancias, pero al advertir la serenidad de la mirada de Sylvestra decidió que resultaría innecesario y superficial, como si pretendiera minimizar la realidad. Además, todavía no había visto a Rhys Duff, aún no se había formado una idea de su estado por sí misma. El rostro demacrado y los ojos inquietos del doctor Riley, su manifiesto deseo de ser informado acerca de cualquier progreso, indicaban que abrigaba profundos temores y que si el paciente lograba recuperarse, lo haría muy lentamente. El doctor Wade también se había mostrado afligido durante la entrevista mantenida con ella antes de contratarla.
– Hemos dispuesto una habitación para usted al lado de la de mi hijo -prosiguió Sylvestra-, así podrá avisarla con la campanilla cuando la necesite. Claro que no puede hacerla sonar, pero sí puede arrojarla al suelo y eso bastará para que usted la oiga. -Estaba revisando todos los detalles prácticos, hablando muy deprisa para disimular la emoción-. La cocina le servirá las comidas, naturalmente, a la hora que sea más conveniente. Debe aconsejar a la cocinera sobre lo que opina que es lo mejor para mi hijo, con un día de antelación. Espero que se encuentre cómoda entre nosotros. Si necesita cualquier cosa, no dude en decírmelo, por favor; haré lo que esté en mi mano para proporcionársela.
– Muchas gracias -dijo Hester-, estoy convencida de que todo será satisfactorio.
La sombra de una sonrisa se posó en los labios de Sylvestra.
– Me figuro que el mozo habrá llevado su equipaje arriba. ¿Quiere que primero le enseñe su habitación? Supongo que querrá cambiarse.
– Gracias, pero antes preferiría conocer al señor Duff -contestó Hester-. Quizás usted pueda contarme algo más acerca de él.
– ¿Acerca de él? -Sylvestra se mostró desconcertada.
– Sobre su temperamento, sus intereses -aclaró Hester con amabilidad-. Sé por el doctor Wade que la impresión lo ha dejado temporalmente sin habla. De momento, sólo sabré de él lo que usted tenga a bien confiarme. No quisiera causarle ninguna molestia o pesar innecesarios por culpa de mi ignorancia. Además… -titubeó.
Sylvestra aguardó, sin entender a qué se refería.
Hester respiró hondo.
– Además debo saber si se le ha informado de la muerte de su padre…
El rostro de Sylvestra se despejó al comprender.
– ¡Naturalmente! Lamento ser tan torpe. Sí, se lo he contado. No me pareció justo ocultárselo. Tarde o temprano tendría que enfrentarse a los hechos. No quería que pensara que le había mentido.
– No alcanzo a imaginar lo difícil que habrá sido para usted -reconoció Hester-. Siento haber tenido que preguntárselo.
Sylvestra permaneció callada unos instantes, como atónita ante el pensamiento de lo que le había ocurrido en el espacio de unos pocos días. Su marido estaba muerto y su hijo terriblemente enfermo, encerrado en un mundo aislado, capaz de oír y ver pero no de hablar, resultándole imposible comunicar a nadie el terror y el dolor que sin duda sentía.
– Intentaré contarle algo sobre él -contestó Sylvestra a la petición-. Me… me resulta complicado pensar qué clase de cosas pueden serle útiles. -Se volvió y emprendió la marcha fuera de la sala y a través del vestíbulo hasta las escaleras. Al llegar al pie miró a Hester-. Me temo que debido a la naturaleza del incidente la policía volverá para hacernos más preguntas. En principio no tienen por qué molestarla, dado que usted nada puede saber al respecto. Cuando Rhys recobre el habla, ya les contará lo que sepa pero, obviamente, no parecen muy dispuestos a esperar, que digamos. -Se le entristeció el semblante-. De todos modos, me temo que nunca encontrarán a los culpables. Sin duda una banda de rufianes infames que hallarán cobijo en los barrios bajos, donde unos se protegen a otros.
Comenzó a subir la escalera, con la espalda muy tiesa y la cabeza erguida, pero su manera de caminar carecía de cualquier signo de vitalidad.
Mientras la seguía escaleras arriba, Hester supuso que en su fuero interno apenas empezaba a disiparse el estupor de la conmoción y que en algún rincón de su mente iba dando vueltas y más vueltas a todos los detalles a medida que la realidad iba aflorando. Recordaba haber sentido lo mismo al enterarse del suicidio de su padre y, después, al cabo de pocas semanas, ante la muerte de su madre a causa de la soledad y la desesperación. Se había preocupado de todos los detalles y, sin embargo, al mismo tiempo nunca llegó a confiar en que el hombre responsable de la ruina de su familia pagara por ello algún día.
Aunque ahora todo aquello pertenecía al pasado y lo único que debía tener presente era cuanto había aprendido sobre los volubles estados de ánimo provocados por el dolor.
La casa de los Duff era grande y muy moderna en lo tocante a muebles, cortinas y alfombras. Todo lo que había visto en el salón de día y ahora en el vestíbulo era de fabricación posterior a la ascensión al trono de la Reina. No había nada de la sobria elegancia del período georgiano ni del de Guillermo IV. Había cuadros por todas partes, papel pintado muy recargado, tapices y alfombras tejidas, arreglos florales y animales disecados dentro de urnas de cristal. Afortunadamente, tanto el vestíbulo como el rellano del primer piso eran lo bastante amplios como para no dar sensación de opresión, aunque no era aquél un ambiente en el que Hester se sintiera a gusto.
Sylvestra abrió la tercera puerta del descansillo, titubeó un instante y luego invitó a Hester a acompañarla al interior. Aquella habitación era totalmente distinta. Los altos ventanales daban al sur y toda la luz que los atravesaba iluminaba unas paredes prácticamente desnudas. El espacio lo presidía una cama enorme con columnas talladas, sobre la que yacía un muchacho de tez pálida, con una expresión de susceptibilidad y mal humor en un rostro cubierto de cardenales azules y negros y, en varios puntos, aún con costras de sangre seca. El pelo, tan negro como el de su madre, lo llevaba peinado con raya al lado y le caía sobre la frente. Desfigurado por las heridas y el dolor, resultaba difícil descifrar su estado de ánimo, aunque se diría que miraba a Hester con resentimiento.
A Hester no le sorprendió lo más mínimo. Era una intrusa en un pesar muy profundo e íntimo.
Era una perfecta desconocida y, sin embargo, él iba a depender de ella para sus necesidades más personales. Sería testigo de su dolor pero mantendría las distancias, siendo capaz de ir y venir sin dar muestras de apego. No sería el primer paciente a quien semejante trato le parecería humillante, a quien disgustaría sobremanera esa desnudez física y emocional ante alguien que siempre permanecía escudada en la intimidad del uniforme.
Sylvestra se aproximó a la cama, pero no se sentó.
– Te presento a miss Latterly, que es quien cuidará de ti ahora que te hallas de nuevo en casa. Estará contigo constantemente, o bien en la habitación contigua, de modo que oirá la campanilla cuando la necesites. Hará cuanto pueda para que estés cómodo y te ayudará a reponerte.
Rhys volvió la cabeza para mirar a Hester sin apenas curiosidad, si bien ella no dejó de apreciar su disgusto.
– Encantada de conocerle, señor Duff -dijo con más frialdad de la que se había propuesto. Ya había cuidado a pacientes de carácter difícil con anterioridad pero, por más que lo comprendiera, seguía resultándole molesto ser despreciada por alguien que instintivamente le inspiraba compasión y con quien compartiría las semanas venideras, o incluso los meses, a todas horas y en las circunstancias más íntimas.
Rhys pestañeó y la miró fijamente en silencio. Al margen de lo que viniera después, el comienzo se anunciaba dificultoso.
Sylvestra se mostró un tanto incómoda. Se volvió hacia Hester.
– ¿Tal vez debería enseñarle su habitación?
– Gracias -aceptó Hester. Cambiaría su atuendo por un vestido más sencillo y práctico y regresaría sola para tratar de conocer a Rhys Duff y averiguar cómo podía hacerle la vida más agradable.
La primera velada en casa de los Duff le resultó inquietante, sintiéndose más sola de lo habitual. Debido a su profesión, con frecuencia convivía junto a personas profundamente afligidas por la violencia, la pérdida de seres queridos e incluso por el crimen. Había vivido con familias que soportaban la presión de que unos extraños investigaran los aspectos más privados y vulnerables de sus vidas. Había conocido a personas que, debido a espantosas circunstancias, resultaban sospechosas y se temían mutuamente. Sin embargo, hasta entonces jamás había cuidado a un paciente que estuviera consciente y en cambio fuese incapaz de hablar. En toda la casa reinaba un silencio que le producía una desazonadora sensación de aislamiento. La propia Sylvestra era una mujer silenciosa, poco dada a conversar excepto si tenía algún mensaje concreto que transmitir, de modo que, a diferencia de la mayoría de mujeres, no charlaba por mero compañerismo.
Los sirvientes habían enmudecido, como si estuvieran en presencia de un difunto, sin la cháchara y el cotilleo usual entre ellos.
Cuando Hester regresó a la habitación de Rhys lo encontró tendido boca arriba, mirando fijamente al techo con los ojos muy abiertos, como si estuviera concentrado en algo. Dudó en interrumpirlo. Se quedó de pie observando la vacilante luz de la estufa, se aseguró de que hubiese suficiente carbón en el cubo para unas cuantas horas más, y luego examinó la pequeña librería de la pared más próxima para ver qué era lo que su paciente acostumbraba a leer antes del asalto. Vio que abundaban los libros sobre otros países: África, India, Extremo Oriente, y por lo menos una docena de títulos sobre viajes, cartas y memorias de exploradores, botánicos y observadores de las costumbres y hábitos de otras culturas. Destacaba un gran volumen bellamente encuadernado sobre el arte del Islam y otro sobre la historia de Bizancio. Otro más parecía tratar sobre las conquistas árabes y moras en África del norte y España antes de que el alzamiento de Fernando e Isabel los obligara a regresar al sur. Junto a éste encontró un tratado de matemáticas, arte e inventos árabes.
Debía establecer algún tipo de contacto con él. Si se veía obligada a forzar las cosas, lo haría. Dio unos pasos hasta donde él pudiera verla, aunque sólo fuese de reojo.
– Tiene una colección de libros muy interesante -dijo, como quien pretende entablar conversación-. ¿Ha viajado alguna vez?
Rhys volvió la cabeza para mirarla.
– Ya sé que no puede hablar, pero puede asentir con la cabeza -continuó Hester-. ¿Lo ha hecho?
Rhys movió un poquito la cabeza negativamente. El muchacho se comunicaba, aunque en sus ojos seguía brillando la animadversión.
– ¿Tiene previsto hacerlo, cuando se encuentre mejor?
Algo se cerró en la mente de Rhys. Hester advirtió el cambio con bastante claridad, aunque era tan sutil que resultaba imposible describirlo.
– Yo estuve en Crimea -prosiguió, haciendo caso omiso de su retirada-. Estuve allí durante la guerra. Naturalmente, lo que más vi fueron campos de batalla y hospitales, aunque no faltaron ocasiones para conocer gentes y paisajes. Siempre me ha parecido extraordinario, diría incluso que indecente, el modo en que las flores siguen brotando, y tantas otras cosas siguen su curso habitual, incluso cuando en el mundo reina la mayor confusión y los hombres se matan entre ellos por centenares. Tienes la sensación de que todo debería detenerse pero, por supuesto, no es así.
Hester le observaba atentamente y él no apartó la vista, pese a que sus ojos seguían cargados de rabia. Estaba casi segura de que era rabia, no miedo. Bajó la mirada hacia las destrozadas manos de Rhys, que descansaban sobre las sábanas. Las puntas de los dedos, que asomaban entre los vendajes, se veían finas y delicadas. Llevaba las uñas perfectamente cortadas, salvo una que estaba rota. Sin duda había herido a sus adversarios en la lucha por salvarse a sí mismo… y quizá también a su padre. ¿Qué recordaba de lo sucedido? ¿Qué terrible conocimiento ocultaba su silencio?
– Conocí a varios turcos que resultaron de lo más encantador e interesante -prosiguió Hester, como si él hubiese mostrado alguna clase de interés en su relato. Le describió a un muchacho turco que trabajó como voluntario en el hospital, habiéndole de él con toda familiaridad, recordando más detalles a medida que desplegaba su relato; y si no se acordaba de algo, se lo inventaba.
En un momento dado de la interminable hora que duró su discurso, le pareció advertir que los labios de Rhys dibujaban una leve sonrisa. Al menos la estaba escuchando. Durante un instante habían compartido un pensamiento o un sentimiento.
Más tarde trajo una pomada para aplicársela en la piel de la cara allí donde se le estaba secando y se le podía cuartear, causándole más dolor. Le acercó una pequeña porción en la punta del dedo pero en el momento en que su piel tocó la suya, apartó la cara bruscamente, apretó los dientes y el enojo volvió a ensombrecer su mirada.
– No le hará daño -prometió Hester-. Ayuda a que la costra no se cuartee.
Rhys no se movió. Tenía los músculos tensos, el pecho y los hombros tan agarrotados que por fuerza el dolor tenía que extenderse a las heridas que tanto el doctor Riley como el doctor Wade decían que le cubrían el cuerpo.
Hester se dio por vencida y dejó caer las manos.
– De acuerdo, no tiene importancia. Volveré a intentarlo más tarde, a ver si ha cambiado de parecer.
Salió del dormitorio y bajó a la cocina en busca de algo que Rhys pudiera comer. Tal vez la cocinera pudiera prepararle un huevo escalfado o unas natillas ligeras. Según el doctor Wade estaba en condiciones de comer y había que incitarle a hacerlo.
La cocinera, la señora Crozier, había dispuesto todo un surtido de platos apropiados, algunos ya preparados, otros fáciles de hacer mientras Hester esperaba. Le ofreció consomé de ternera, huevos, pescado al vapor, budín de pan y mantequilla, natillas horneadas y pollo frío.
– ¿Cómo se encuentra el señorito? -preguntó con cara de preocupación.
– Parece gravemente enfermo -respondió Hester con toda sinceridad-, pero debemos mantener la esperanza. ¿Quizá sabría decirme cuáles son sus platos predilectos?
La expresión de la cocinera se iluminó un poco.
– Oh, pues claro, faltaría más. Le encanta la pierna de cordero fría, y también el estofado de liebre.
– En cuanto esté en condiciones para comer algo así, se lo haré saber.
Hester se llevó un huevo escalfado y una ración de natillas.
Encontró a Rhys de otro humor. Se mostró muy dispuesto a permitir que lo ayudara a incorporarse y tomó más de la mitad de la comida que le habían preparado, pese al hecho de que moverse lo más mínimo le causaba un dolor considerable. De pronto, le faltó el aliento y el sudor perló su rostro. Parecía al mismo tiempo húmedo y frío y, por un momento, tuvo náuseas.
Hester hizo cuanto pudo por él aunque, a decir verdad, fue muy poco. Se vio obligada a permanecer a su lado impotente mientras él luchaba contra las punzadas de dolor, con los ojos clavados en los suyos, teñidos por la desesperación, suplicando un poco de consuelo, una pizca de alivio. Hester alargó el brazo y tomó las puntas de sus dedos vendados, prescindiendo de los hematomas y de las costras, asiéndole con tanta fuerza como si, literalmente, le estuviera salvando de caer al abismo.
Los dedos de Rhys apretaban tanto los suyos que Hester pensó que también ella tendría moretones en las manos cuando por fin la soltara.
Así transcurrió media hora en silencio hasta que, finalmente, Rhys comenzó a serenarse un poco. El sudor resbalaba por su frente y formaba gotas sobre el labio, pero sus hombros descansaban en la almohada y dejó de apretar con los dedos. Hester liberó su mano, escurrió un paño y le enjugó el rostro.
Rhys le sonrió. No hizo más que torcer levemente los labios y dulcificar la mirada, pero fue algo real.
Hester le devolvió la sonrisa y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Acababa de entrever al hombre que había sido Rhys antes del terrible suceso que lo había convertido en su paciente.
Rhys no hizo sonar la campanilla durante la noche; no obstante, Hester se despertó en dos ocasiones por decisión propia y fue a ver cómo se encontraba. La primera vez lo encontró durmiendo a pierna suelta. Aguardó unos instantes y volvió a salir de puntillas sin molestarlo.
La segunda vez estaba despierto y la oyó en cuanto empujó la puerta. Se hallaba tendido mirando hacia ella. Al no llevar ninguna vela consigo, la única luz en la estancia era la de las brasas de la chimenea. La habitación se había enfriado. Los ojos de Rhys parecían vacíos en la penumbra.
Hester le sonrió.
– Creo que es hora de que avive un poco ese fuego -dijo en voz baja-. Está casi apagado.
Rhys asintió levemente y la siguió con la mirada mientras cruzaba la habitación, apartaba la rejilla y se inclinaba para cribar las cenizas y amontonar con cuidado unos trozos pequeños de carbón sobre las ascuas, para luego esperar a que prendieran formando unas vacilantes llamas.
– Ya se enciende -dijo, sin más motivo que el de establecer cierta comunicación. Al volverse se percató de que la estaba mirando-. ¿Tiene frío? -preguntó.
Rhys asintió con la cabeza, aunque lo hizo con muy poco ánimo y con expresión compungida. Hester dedujo que sólo debía estar un poco destemplado.
Esperó a que las llamas se avivaran, luego añadió más carbón, amontonando cantidad suficiente para que durase hasta la mañana.
Se aproximó a la cama y le observó con más atención, tratando de descifrar en su expresión qué deseaba o necesitaba. No daba muestras de padecer más dolor que antes pero sus ojos transmitían urgencia, su boca estaba en tensión. ¿Quería que se quedase o que se marchara? ¿Acaso preguntarlo sería poco delicado, demasiado directo? Debía obrar con sumo tacto, estaba muy malherido. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Qué había visto?
– ¿Le apetece un poco de leche con arrurruz? -le propuso.
Él asintió de inmediato.
– Vuelvo en cuestión de minutos -prometió.
Regresó casi un cuarto de hora más tarde. La cocina quedaba más lejos de lo que recordaba y le había llevado su tiempo calentar lo suficiente el hornillo. No obstante, los ingredientes eran frescos y llevaba consigo un precioso tazón azul y blanco de porcelana lleno de leche humeante, justo a la temperatura ideal. El arrurruz que contenía actuaría como sedante. Arregló las almohadas de Rhys y se lo acercó a los labios. Bebió sin dejar de sonreír, con sus ojos fijos en los de ella.
Cuando hubo terminado, Hester no supo si él quería que se quedase o no, si debía hablar o guardar silencio. ¿Qué le podía decir? Normalmente lo que hacía era preguntar a los pacientes sobre sí mismos, animarlos a que le hablaran, pero con Rhys la comunicación la dejaba en inferioridad de condiciones. Sólo podía adivinar por su expresión si sus palabras le interesaban o le aburrían, si le alentaban o le causaban más pesar. Apenas había tenido ocasión de que Sylvestra le contara más cosas acerca de él.
Finalmente, optó por no decir nada.
Retiró el tazón vacío.
– ¿Cree que ahora se dormirá? -preguntó.
Rhys negó con la cabeza, despacio pero con determinación. Quería que se quedase.
– Tiene usted algunos libros muy interesantes. -Echó un vistazo a la estantería-. ¿Le gusta que le lean en voz alta?
Tras pensarlo un instante, asintió con la cabeza. Tenía que elegir algo que se apartara al máximo de su vida presente, desprovisto además de cualquier tipo de violencia. Nada debía recordarle su propia experiencia. Y, por otra parte, la lectura tampoco debía resultar tediosa.
Fue hasta la librería y trató de entrever los títulos a la luz del hogar, que ya era considerable.
– ¿Qué le parece la historia de Bizancio? -sugirió.
Rhys asintió de nuevo, y Hester la llevó consigo hasta la cama.
– Tendré que encender el gas.
Él se mostró de acuerdo y, por espacio de tres cuartos de hora, Hester leyó en voz baja sobre la colorista e imbricada historia del gran centro del Imperio, sus costumbres y su pueblo, las intrigas y las luchas por el poder. Rhys cayó dormido a su pesar y Hester cerró el libro, puso como punto una cerilla que encontró en una caja junto al hogar, apagó la luz, y salió sin hacer ruido, con una sensación próxima a la euforia.
No podía hacer gran cosa por él, salvo asegurarse de que se sintiera lo más a gusto posible, de que el dormitorio estuviera limpio y de cambiar los vendajes de las heridas menos importantes con tanta frecuencia como hiciera recomendable el proceso de curación. Le costaba trabajo comer y enseguida sentía dolor. Obviamente, las heridas internas afectaban a su capacidad para admitir y digerir alimentos. Resultaba descorazonador y, no obstante, Hester sabía que si Rhys dejaba de nutrirse se iría consumiendo, los órganos dejarían de funcionar y entonces el daño sería irreparable. Los fluidos eran esenciales.
Volvió a llevarle leche con arrurruz, acompañado de consomé de ternera y una tostada muy fina y, después, una media hora más tarde, más natillas de huevo. Aunque no sin dolor, consiguió retenerlo todo.
El doctor Wade se personó a última hora de la mañana. Parecía inquieto, con la tez pálida y la mirada sombría. Cojeaba y estaba dolorido, pues se había caído del caballo durante el fin de semana. Subió al primer piso casi de inmediato, reuniéndose con Hester en el descansillo.
– ¿Cómo está el paciente, miss Latterly? Temo haberle encomendado una triste tarea. Crea que lo siento.
– Por favor, no se disculpe, doctor Wade -respondió sinceramente-. No soy de las que sólo quieren casos sencillos…
El rostro del doctor Wade se suavizó.
– ¡Me alegra mucho oír eso! Me han hablado muy bien de usted, y según parece por buenas razones. Sea como fuere, es molesto que usted pueda hacer tan poco, que ninguno de nosotros consiga aliviarle. -Frunció el ceño y bajó la voz. Miró fijamente al suelo-. Hace años que conozco a esta familia, miss Latterly, desde que salí de la Armada…
– ¿La Armada? -Se llevó una buena sorpresa. Jamás se le habría pasado idea semejante por la cabeza-. Perdone… No tengo por qué…
Él le brindó una repentina sonrisa que iluminó sus facciones, cambiando su aspecto por completo.
– Fui cirujano naval hace veinte años. Algunos de los hombres a quienes atendí habían servido con Nelson. -Sus ojos, brillantes por el recuerdo, buscaron los de Hester al tiempo que miraba hacia otra época, hacia otro mundo-. Un viejo marino, a quien tuve que amputar la pierna después de que un cañón se soltara aplastándole contra un mamparo, había servido en la victoria de Trafalgar. -La concentración hizo más grave su voz-. No creo conocer a ninguna otra mujer a quien pueda contarle esto sabiendo que entiende lo que le digo. Pero usted ha conocido la batalla, ha sido testigo del coraje en medio del horror, del valor y la fuerza, la resistencia al dolor y la muerte. Tengo la impresión de que compartimos algo que las personas que nos rodean jamás comprenderán. No sabe cuánto me agrada que usted cuide del pobre Rhys y que esté aquí para apoyar a Sylvestra en lo que, sin duda, constituye una experiencia espantosa para ella.
No lo dijo con palabras, pero Hester vio en sus ojos que la estaba preparando para afrontar el hecho de que Rhys quizá no llegaría a recuperarse. Se armó de valor.
– Haré todo lo que esté en mi mano -prometió, sosteniendo con firmeza la mirada del doctor.
– Cuento con ello. -Asintió con la cabeza-. No albergo la más mínima duda. Ahora… Iré a visitarlo. Solo. Estoy seguro de que lo entiende. Es un hombre orgulloso…, joven…, sensible. Debo ocuparme de sus heridas, cambiarle los apósitos.
– Por supuesto. Si puedo servirle en algo, no dude en hacer sonar la campanilla.
– Muchas gracias, miss Latterly.
Por la tarde, Hester dejó a Rhys descansando y pasó un rato con Sylvestra en el salón de las visitas. La estancia estaba abarrotada de muebles, igual que el resto de la casa, aunque resultaba cálida y sorprendentemente agradable, al menos para el cuerpo ya que no para la vista.
En la casa reinaba el silencio. Hester sólo oía las llamas de la chimenea y el repiquetear de la lluvia en los cristales del ventanal. No se oían pasos de sirvientes que cruzaran el vestíbulo, ni cuchicheos y risas como en la mayoría de las casas. La tragedia parecía haberse instalado con una peculiar soledad.
Sylvestra preguntó por Rhys, aunque sólo para entablar conversación. Había subido a verle dos veces a lo largo del día y, en la segunda ocasión, había permanecido junto a su hijo durante una dolorosa media hora, buscando algo que decirle, recordando la felicidad de un pasado que se le antojaba remoto, cuando él aún era niño, y prometiéndose a sí misma que aquella paz y alegría que rememoraba volverían a regir su vida. No había mencionado a Leighton Duff. Quizá fuese lo normal. La conmoción y la herida de su pérdida eran demasiado recientes aún y, por otra parte, no deseaba recordársela a Rhys.
En los silencios que se producían entre ellas, Hester recorría el salón con la mirada en busca de algo que diera pie a la conversación. De nuevo, no podía saber si su acompañante deseaba entretenerse charlando o no. Era muy consciente del doloroso aislamiento de la mujer que estaba sentada frente a ella, con una educada sonrisa y la mirada distante. Hester no sabía si era fruto de la mera soledad o de la reserva que la dignidad imponía a su aflicción.
Entre las fotos enmarcadas le llamó la atención la de una muchacha de ojos negros y cejas rectas con la nariz demasiado prominente para ser guapa, a pesar de que su boca era hermosa. Presentaba un marcado parecido con Rhys, y el traje de noche que lucía, cuya parte superior aparecía muy clara en la imagen, era de un estilo muy moderno; la fotografía no podía tener más de un año o dos.
– Un rostro muy interesante -comentó, confiando no estar aludiendo a ninguna otra tragedia.
Sylvestra sonrió y lo hizo con orgullo.
– Es mi hija Amalia.
Hester se preguntó dónde estaría y cuánto tardaría en acudir para ayudar y apoyar a su madre. Sin duda no había otro deber familiar más importante.
La respuesta llegó de inmediato, de nuevo con una pizca de orgullo y una sombra de desconcierto.
– Está en la India. Mis dos hijas residen allí. Constance está casada con un capitán del ejército. No se figura cuánto sufrió durante el motín de hace tres años. Escribe a menudo, contándonos cómo es su vida allí -no miraba a Hester, sino a las llamas que bailaban en la chimenea-. Dice que las cosas nunca volverán a ser lo mismo. Antes le encantaba, pese a que la mayoría de las esposas encontraban la vida de lo más aburrida. Durante los calores veraniegos todas las mujeres se instalaban en las estaciones de montaña, ¿lo sabía? -Era una pregunta retórica. No esperaba que Hester tuviera ningún conocimiento sobre aquellas cuestiones. Había olvidado que había sido enfermera militar o quizá no entendía lo que aquello significaba realmente. Se trataba de un mundo ajeno al suyo.
– Ya no pueden confiar como antes lo hacían. Todo ha cambiado -prosiguió-. La violencia fue algo inimaginable, la tortura, las masacres. -Negó con la cabeza-. Pero, naturalmente, no pueden regresar a casa. Su deber es permanecer allí. -Lo dijo sin amargura ni el menor resentimiento.
El deber daba fuerza y razón de ser a la vida, además de ser su frontera más rígida.
– Comprendo -se apresuró a decir Hester. Y era cierto. Su mente voló hacia el pasado para recordar a los oficiales que había conocido en Crimea, hombres, inteligentes unos y tontos otros, para quienes el deber era algo tan simple como una llama. Fuera cual fuese su coste, personal o público, incluso si resultaba doloroso o ridículo, jamás se les ocurriría hacer otra cosa que no fuese lo que se esperaba de ellos. A veces le habría gustado gritarles, o incluso darles una azotaina, debido a la frustración que le causaba su rigidez, sus sacrificios a veces innecesarios y terribles. Ahora bien, nunca dejó de admirarlos, tanto en su nobleza como en su futilidad, o en ambas cosas a la vez.
Sylvestra debió de percibir algo en su voz, una profunda emoción en la respuesta. Se volvió para mirarla y por primera vez sonrió.
– Amalia también está en la India, pero su marido trabaja en el Servicio Colonial y no sabe lo interesada que está en los pueblos nativos. -Su rostro transmitía orgullo y asombro ante un estilo de vida que a duras penas conseguía imaginar-. Ha trabado amistad con algunas mujeres. A veces me preocupa que sea demasiado imprudente. Tengo miedo de que se entrometa allí donde los occidentales no son bien recibidos, pensando que va a cambiar las cosas para bien, cuando lo cierto es que probablemente sólo pueda hacerles daño. Le he escrito aconsejándole, aunque nunca fue una muchacha muy dispuesta a escuchar consejos. Hugo es un muchacho estupendo, pero anda demasiado atareado con sus propios asuntos para prestar suficiente atención a Amalia, me da la impresión.
La imaginación de Hester dibujó a un hombre más bien estirado revolviendo papeles en un escritorio mientras la resuelta y más aventurera Amalia exploraba territorios prohibidos.
– Lamento que no estén más cerca, para que pudieran hacerle compañía en estos momentos -dijo con amabilidad. Le constaba que pasarían meses antes de que las cartas de Sylvestra con la noticia de la muerte de su padre dieran la vuelta al cabo de Buena Esperanza, alcanzaran la India y las respuestas llegaran a Inglaterra. No era de extrañar que Sylvestra se sintiera terriblemente sola.
El duelo era un momento que reclamaba la intimidad de la familia. Los extraños, por excelente que fuese su relación, se sentían intrusos y no sabían qué decir.
– Sí… -convino Sylvestra, casi como si hablara consigo misma-. Me encantaría contar con su compañía, sobre todo con la de Amalia. Es siempre tan… positiva. -Se estremeció un instante, pese al calor de la habitación, a las pesadas cortinas corridas que tapaban las ventanas dejando fuera la lluvia y la oscuridad, a la bandeja del té con los restos de bollos tostados y la mantequilla-. No sé a qué atenerme… La policía volverá, me imagino, con más preguntas para las que no tengo respuesta.
Hester sí sabía a qué atenerse pero le pareció poco delicado contestar. Se hallarían respuestas, se descubrirían cosas feas, aunque sólo fuese porque eran privadas y quizá imprudentes o poco honradas. Y todo ello no conduciría forzosamente a descubrir al hombre que había asesinado a Leighton Duff.
Una vez más, Rhys tomó sólo consomé de ternera y una tostada sin untar. Hester leyó para él un rato, y el muchacho se durmió bastante temprano. Ella, por su parte, no apagó la luz de su dormitorio hasta pasada la medianoche, y se volvió a despertar en las tinieblas con un estremecimiento de horror que le heló la sangre. La campanilla no había sonado y no obstante se levantó de inmediato y fue a la habitación de Rhys.
El fuego seguía ardiendo bien y las llamas emitían mucha luz. Rhys estaba medio recostado en las almohadas, con los ojos abiertos como platos y cegados por un terror indecible. El sudor empapaba su rostro. Tensaba los labios enseñando los dientes. La garganta se convulsionaba una y otra vez y parecía incapaz de tomar aire salvo en jadeos sofocados entre gritos mudos. Levantaba las tullidas manos frente a su cara como si quisiera con ese gesto ahuyentar el terror que veía en su mente.
– ¡Rhys! -gritó, corriendo hacia él.
Él no la oyó. Aún estaba dormido, sumido en su terrible mundo particular.
– ¡Rhys! -insistió levantando la voz-. ¡Despierte! ¡Despierte! ¡Está a salvo, en casa!
La boca del muchacho seguía esforzándose en pronunciar los espantosos gritos que atormentaban todo su cuerpo. No podía ver ni oír a Hester, se hallaba en un estrecho callejón de St Giles, testigo de la agonía y el asesinato.
– ¡Rhys! -Esta vez gritó con tono imperioso y alargó el brazo para agarrarle la muñeca. Estaba preparada para que él la golpeara, creyéndola uno de sus asaltantes-. ¡Ya basta! -le gritó-. ¡Tiene que despertar!
Rhys empezó a temblar violentamente, haciendo que toda la cama se tambaleara. Luego se fue viniendo abajo poco a poco, entre sollozos y escalofríos, llorando a moco tendido, con tal nudo en la garganta que apenas podía respirar.
Hester no lo pensó ni un instante; se sentó en la cama, tendió los brazos y lo abrazó, acariciándole cariñosamente el pelo abundante, apartándoselo de la frente, siguiendo la línea de la nuca.
Estuvo así sentada durante un lapso de tiempo que no midió. Perfectamente podría haber pasado una hora.
Luego, por fin, le soltó suavemente y se apartó para ponerse de pie. Tenía que cambiar las sábanas empapadas y arrugadas y asegurarse de que durante la crisis el muchacho no hubiese desgarrado o arrancado alguno de los vendajes.
– Voy a buscar sábanas limpias -dijo en voz baja. No quería que pensara que se iba sin más-. Volveré dentro de nada.
Al regresar lo encontró con la vista clavada en la puerta, esperándola. Dejó la ropa blanca que traía encima de una silla y le ayudó a moverse hacia un lado de la cama para poder comenzar a cambiar las sábanas sin levantarlo. Aquello nunca era tarea fácil, pero Rhys estaba demasiado enfermo para dejar el lecho y aguardar sentado. Hester no sabía hasta qué punto las heridas internas podrían verse afectadas, y tampoco conocía la naturaleza de las externas que el doctor Wade había visto y ella no, las cuales podrían abrirse.
Le llevó bastante tiempo; obviamente, a él le producía dolor moverse y Hester se armó de paciencia para ir trabajando a su alrededor, alisando y tensando, enrollando y desdoblando las telas blancas, hasta que por fin tuvo la cama hecha y Rhys se tendió exhausto. Aunque la cosa no acababa ahí, pues era preciso cambiarle la camisa de dormir. La que llevaba puesta no sólo estaba empapada en sudor sino manchada de sangre. Hester anhelaba cambiarle también los apósitos de las heridas mayores para asegurarse de que estuvieran convenientemente tapadas, pero el doctor Wade le había prohibido que las tocara, por si al retirar la gasa desgarraba el tejido en vías de recuperación.
Mostró a Rhys la camisa de dormir limpia.
Él la miró fijamente durante unos instantes. De pronto, sus ojos volvían a estar a la defensiva, todo asomo de confianza se había esfumado. Inconscientemente, se había parapetado detrás de las almohadas en las que se apoyaba.
Hester extendió la colcha más fina cubriéndolo de la cintura a los pies. Le dedicó una leve sonrisa y Rhys, no sin cautela y prevención, permitió que le quitara la camisa de dormir por la cabeza. Al levantar los brazos le dolieron los hombros, pero apretó los dientes con coraje y no titubeó. Hester le puso la camisa limpia y, metiendo las manos con sumo cuidado por debajo de la colcha, se las arregló para cubrirlo. Volvió a alisar las sábanas y mantas con esmero y sólo entonces se dio por satisfecha.
Añadió carbón al fuego, se sentó en el silloncito y se dispuso a esperar a que Rhys se durmiera.
Por la mañana se sintió cansada y entumecida. Por más veces que lo hiciera, jamás se acostumbraría a dormir sentada.
Refirió el incidente a Sylvestra, aunque resumido, ahorrándole los horrores del dolor que había presenciado. Si lo hizo, fue sólo para asegurarse de que el doctor Wade en efecto iría a visitar a Rhys, y no pensara que, como parecía estar recuperándose, otros pacientes le necesitaban más.
– Debo ir a verle -contestó Sylvestra muy decidida, con el rostro crispado por la angustia-. Me siento tan… ¡inútil! ¡No sé qué decir o hacer para ayudarle! ¡Ni siquiera sé lo que le ocurrió! -Miró fijamente a Hester como si creyera que ésta iba a darle una respuesta.
Pero nunca había una respuesta, ni para Rhys, ni para todos aquellos muchachos que habían presenciado más atrocidades de las que podían soportar, excepto que el tiempo y el amor pueden curar, como mínimo, una parte del dolor.
– No saque a colación lo sucedido -aconsejó Hester-. Su compañía es todo cuanto puede ofrecerle para aliviar su pesar.
Sin embargo, cuando Sylvestra entró en el dormitorio, Rhys apartó la vista de ella. Se negó a mirarla. Su madre se sentó en el borde de la cama, alargó una mano para tocarle el brazo que reposaba sobre el cobertor y él lo apartó bruscamente; luego, al intentarlo de nuevo, fue él quien la agarró por sorpresa, aprisionándole la mano entre las tablillas del vendaje, haciéndose daño a sí mismo y a ella.
Sylvestra sollozó desolada, no tanto por el dolor físico como por el rechazo. Se quedó sentada inmóvil, sin saber qué hacer.
Rhys volvió el rostro, manteniendo la cara apartada de la de su madre.
Sylvestra miró a Hester.
Ésta no tenía la menor idea de por qué su paciente se había comportado con tan súbita crueldad. Le resultaba imposible adivinar siquiera el motivo; su reciente lesión, un sentimiento de culpa que quizá le llevara a pensar que debió ser capaz de salvar a su padre o, en caso contrario, que él también tendría que haber fallecido. Hester había conocido a hombres cuya vergüenza por haber sobrevivido a sus compañeros muertos en combate era tan grande que ningún razonamiento les proporcionaba consuelo. Era un sentimiento insondable, y las palabras bienintencionadas de aquellos que jamás podrían llegar a comprenderles, no hacían sino ensanchar la zanja que los separaba de los demás, aumentando su extrema soledad.
Pero esa explicación no evitaría que Sylvestra se sintiera dolida.
– Venga conmigo abajo -dijo Hester en voz baja-. Lo dejaremos descansar, al menos hasta que llegue el médico.
– Pero…
Hester negó con la cabeza. Rhys seguía inmóvil y tenso. Tratar de persuadirlo habría sido inútil.
Sylvestra se puso en pie a regañadientes y siguió a Hester fuera del cuarto, por el corredor, el descansillo y escaleras abajo. No dijo palabra. Se había encerrado en el mundo que había construido su propia confusión.
Poco después del almuerzo, la doncella anunció que el hombre de la policía se encontraba de nuevo en la casa.
– ¿Se quedará conmigo? -pidió Sylvestra a Hester-. Se lo agradecería mucho.
– ¿Está segura? -Hester se sorprendió. La gente normalmente prefería mantener ese tipo de invasiones de la intimidad reducidas al menor número de testigos posible.
– Sí -fue la concluyente respuesta de Sylvestra-. Sí. Si tiene algo que contarnos, será más conveniente para Rhys que usted también esté al corriente. Yo… -No era preciso que manifestara lo asustada que estaba por él, lo llevaba escrito en la cara.
Hicieron pasar a Evan. Obviamente tenía frío y estaba descontento. La doncella se había hecho cargo de su sombrero y del sobretodo, pero los bajos de sus pantalones estaban mojados, sus botas empapadas y las mejillas le brillaban salpicadas aún por gotas de lluvia. Hacía ya algún tiempo desde la última vez que Hester le vio, aunque habían compartido numerosas experiencias, tanto de triunfo como de miedo y dolor, y él siempre le había caído bien. Admiraba la amabilidad y la honestidad de las que hacía gala. Y a menudo era más perspicaz de lo que Monk reconocía. Sin embargo, la discreción dictaba que se comportaran como si no se conocieran.
Sylvestra los presentó, y Evan no mencionó que ya se conocían.
– ¿Cómo sigue el señor Duff? -preguntó.
– Está muy enfermo -se apresuró a contestar Sylvestra-. Todavía no ha hablado, si es eso lo que esperaba usted. Me temo que no sé nada más.
– Lo siento. -Su rostro dejó entrever el desengaño. Era muy expresivo, hacía evidentes sus pensamientos y emociones con mayor facilidad de la que él hubiese deseado. Estaba un poco delgado, tenía los ojos de color castaño verdoso y la nariz aguileña, más bien larga. Sus palabras eran fruto de la compasión, no del fastidio.
– ¿Ha descubierto… algo? -preguntó Sylvestra. Respiraba bastante deprisa y se retorcía las manos sobre el regazo.
– Muy poca cosa, señora Duff-respondió-. Si alguien vio lo ocurrido, no estará dispuesto a contarlo. En ese barrio no tienen mucho aprecio a la policía. Las gentes viven al borde de la ley y tienen demasiado que ocultar para ofrecerse a colaborar voluntariamente.
– Entiendo. -Sylvestra había oído hablar de lo que el sargento acababa de referirle, aunque se trataba de un mundo que quedaba más allá de su conocimiento o comprensión.
Evan miró el rostro anguloso, severo y extrañamente hermoso de Sylvestra y no trató de explicarle nada más, pese a percatarse de que no lo había entendido.
Hester adivinó la pregunta que quería hacerle y también por qué le costaba tanto articularla sin que resultara ofensiva. Por otra parte era más que posible que Sylvestra desconociera las respuestas verdaderas. ¿Qué hacía en semejante barrio un hombre de la posición de Leighton Duff? Apostar ilegalmente, tomar dinero prestado, vender o empeñar pertenencias, comprar algo robado o falsificado, o reunirse con una prostituta. A su esposa no podía haberle hablado de ninguna de esas posibilidades. Incluso aunque se tratara de algo tan loable como ayudar a un amigo en apuros, no era probable que se lo confiara a su esposa. Tales dificultades eran de carácter privado, cosas de hombres que no tenían por qué saber las mujeres.
Evan decidió andarse sin miramientos, cosa que no sorprendió a Hester. Era un rasgo propio de su naturaleza.
– Señora Duff, ¿tiene idea de por qué su marido fue a un barrio como St Giles en plena noche?
– Yo… Yo no sé nada de St Giles. -Era una evasiva, una forma de ganar tiempo para pensar.
Evan no podía permitir que le dieran largas.
– Es una zona de extrema pobreza, con un alto índice de crímenes, tanto de poca monta como serios -explicó-. Las calles son estrechas, sucias y peligrosas. Las aguas residuales forman pequeñas corrientes en mitad de los callejones. Los portales están llenos de borrachos y mendigos dormidos… y a veces incluso muertos, sobre todo en esta época del año, cuando caen como moscas por culpa del frío y el hambre; más aún si padecen alguna enfermedad. La tuberculosis abunda…
Sylvestra torció el gesto con repulsión, y quizá también compasión, pero su horror era indecible. No deseaba conocer tales cosas, por muchas razones. Desentonaban con su felicidad pasada, la asustaban y la violentaban. Amenazaban su presente. El mero hecho de saber de su existencia contaminaba sus pensamientos.
– Son más los niños que mueren antes de cumplir los seis que los que sobreviven -prosiguió Evan-. La mayoría de ellos padece raquitismo. Muchas de las mujeres trabajan en fábricas y en talleres clandestinos, pero son incontables las que practican de algún modo la prostitución, de tapadillo, para llegar a fin de mes y dar de comer a sus hijos.
Se había pasado de la raya. Aquella imagen no podría soportarla.
– No… -dijo con voz ronca-. Sólo puedo pensar que se perdió.
Evan se permitió una pincelada de implacabilidad en el más puro estilo de Monk.
– ¿A pie? -Enarcó las cejas-. ¿Acaso su marido tenía costumbre de pasear de noche por partes de Londres que no conocía, señora Duff?
– ¡Claro que no! -repuso demasiado deprisa Sylvestra.
– ¿Dónde dijo que iba? -insistió Evan.
Sylvestra estaba muy pálida, con los ojos brillantes y a la defensiva.
– No dijo nada en concreto -contestó-, pero creo que fue en busca de mi hijo. Habían discutido a propósito de la conducta de Rhys. Yo no estaba en la misma habitación que ellos pero les oí levantar la voz. Rhys salió hecho una furia. Ambos creímos que había subido a encerrarse en su habitación. -Estaba sentada de un modo muy envarado, con los hombros erguidos, como agarrotados, y las manos entrelazadas-. Luego mi marido subió para continuar la discusión, descubrió que se había marchado y se enfadó mucho. También salió de casa…, supongo que en busca de él. Antes de que me lo pregunte, le diré que no sé dónde fue Rhys ni dónde le encontró Leighton…, cosa que evidentemente sucedió. Quizá fue así como resultaron heridos…
– Quizá -convino Evan-. No tiene nada de extraño que un muchacho frecuente ciertos lugares de dudosa reputación, señora. Si no despilfarra el dinero ni brinda sus atenciones a la esposa de otro hombre, no es algo que suela tomarse muy en serio. ¿Su marido era muy estricto en cuestiones de moralidad?
Sylvestra se mostró desconcertada. A juzgar por su expresión, era algo que jamás se había planteado.
– No era muy… rígido… ni se daba aires de superioridad moral, si es a lo que se refiere. -Alzó las cejas, con los ojos muy abiertos-. Creo que nunca fue… injusto. No esperaba que Rhys se… abstuviera de ese tipo de cosas. En realidad no fue una… una riña. Sé que he podido crearle esa impresión, pero no lo pretendía. No entendí lo que decían, sólo oí sus voces. Pudo haberse tratado de algo totalmente distinto. -Se mordió el labio-. Tal vez Rhys se estaba viendo con una mujer… casada. Leighton no me lo habría contado. Seguro que habría preferido ahorrarme el disgusto.
– Puede que sea eso -concedió Evan-. Explicaría muchas cosas. Si el marido en cuestión se enfrentó con ellos, pudo crearse una situación violenta.
Sylvestra se estremeció y apartó la mirada hacia el fuego.
– ¿Hasta el punto de cometer asesinato? ¿Qué clase de mujer…? ¿No cree que fueron necesarios varios hombres para… para hacer cosas tan terribles?
– Sí…, en efecto-admitió en voz baja-. Y quizá fueron varios…, un padre o un hermano, o ambos.
Sylvestra se tapó la cara con las manos.
– Si eso es verdad, Rhys obró mal, muy mal, ¡pero no merecía semejante castigo! Y mi marido no merecía ningún castigo en absoluto. ¡No era culpa suya! -Sin darse cuenta pasó los finos dedos entre sus cabellos, desprendiendo una aguja, dejando caer un largo mechón negro-. ¡No me extraña que Rhys no quiera mirarme a la cara! -Volvió a levantar la vista hacia Evan-. ¿Cómo debo responder? ¿De qué debo enterarme para poder perdonarle y enseñarle a perdonarse a sí mismo?
Hester posó una mano en el hombro de Sylvestra.
– Ante todo no suponga que es cierto lo que hemos dicho hasta que lo sepamos realmente -dijo con firmeza-. Puede que no se trate de algo así. -Aunque viendo a Evan, y recordando la escena en el dormitorio durante la noche, y la de hoy cuando Sylvestra había estado allí, le costó poco pensar que habían especulado de manera lúcida.
Sylvestra se levantó muy despacio, con la tez blanca.
Evan se puso de pie.
– Quizá pudieran acompañarme arriba para ver al señor Duff. Ya sé que no puede hablar, pero imagino que podrá asentir y negar moviendo la cabeza.
Sylvestra titubeó. Todavía no estaba preparada para enfrentarse a las preguntas, y mucho menos a las respuestas que Rhys pudiera darles. Por otra parte, tampoco se veía con fuerzas para regresar al escenario donde, hacía apenas unos minutos, había descubierto de repente una faceta tremendamente cruel de su hijo. Hester pudo apreciar todos esos razonamientos en sus ojos, pudo descifrarlos porque compartía su temor.
– ¿Señora Duff? -insistió Evan.
– No se encuentra bien -repuso Sylvestra, mirándolo con dureza.
– Es cierto -corroboró Hester-. Ha pasado muy mala noche. No puedo permitirle que lo presione, sargento.
Evan la miró de un modo inquisitivo. Sin duda advirtió algunos de los sentimientos de Hester, los recuerdos de Rhys encogiéndose sobre la almohada mientras su mente revivía algo inenarrable, tan terrible que no admitía ser expresado con palabras…, con palabra alguna.
– No le presionaré -prometió, bajando la voz-. A lo mejor desea contarme algo. Debemos darle esa oportunidad. Nosotros necesitamos saber la verdad. Es posible, señora Duff, que también él necesite saberla.
– ¿Usted cree? -Le miró con escepticismo-. Ninguna venganza o justicia hará que mi marido deje de estar muerto y Rhys herido. Contribuirá a satisfacer un distante concepto de lo que es justo, aunque no estoy muy segura de que eso me preocupe demasiado.
Por un instante, Hester creyó que Evan iba a replicar, pero no dijo nada, limitándose a permanecer de pie a la espera de que Sylvestra encabezara la marcha.
Arriba, Rhys descansaba tranquilo, con las manos tullidas colocadas encima del cubrecama y una expresión de placidez, como si estuviera a punto de dormirse. Volvió la cabeza al oírlos. Se mostró cauteloso, pero no asustado ni muy receloso.
– Siento volver a molestarle, señor Duff-comenzó Evan antes de que Hester o Sylvestra tuvieran ocasión de hablar-, pero es que hasta ahora hemos progresado muy poco en la investigación de su caso. Me consta que todavía no puede hablar pero, si le hago unas preguntas, podrá indicarme que sí o que no con un gesto.
Rhys le sostenía la mirada, casi sin pestañear.
Hester se sorprendió apretando los dientes, las manos húmedas de sudor. Sabía que Evan no tenía más remedio que presionarle. Rhys era el único que sabía la verdad, pero Hester también sabía que podía costarle más cara de lo que su madre siquiera podía imaginar; por no hablar de Evan, allí de pie mostrándose amable y sensible al dolor ajeno.
– Cuando aquella noche salió usted -dijo Evan-, ¿se encontró con algún conocido, algún amigo?
La sombra de una sonrisa se posó en los labios de Rhys, amarga y dolida. No se movió.
– He planteado mal la pregunta. -prosiguió Evan sin inmutarse-. ¿Salió con la intención de encontrarse con un amigo? ¿Se había citado con alguien?
Rhys negó con la cabeza.
– No -contestó Evan por él-. ¿Se encontró con alguien por casualidad?
Rhys movió un poco el hombro, casi como si lo encogiera.
– ¿Un amigo?
Esta vez fue una negación rotunda.
– ¿Alguien que no era de su agrado? ¿Un enemigo?
De nuevo el encogimiento, esta vez enojado, impaciente.
– ¿Fue usted directamente a St Giles?
Rhys asintió muy despacio, como si le costara trabajo recordar.
– ¿Había estado antes allí? -preguntó Evan, bajando la voz.
Rhys asintió con la cabeza, manteniendo firme la mirada.
– ¿Sabía que su padre también iría allí?
Rhys se puso tenso, con el cuerpo tan rígido que sus músculos parecían agarrotados.
– ¿Lo sabía? -repitió Evan.
Rhys se encogió contra la almohada, mostrando una mueca de dolor debido al movimiento. Intentó hablar, su boca formaba las palabras, la garganta se esforzaba, pero no emitió ningún tipo de sonido. Comenzó a temblar. Le faltaba el aliento y jadeaba, el aire se estancaba en su garganta.
Sylvestra se inclinó hacia delante.
– ¡Basta! -le ordenó a Evan-. Déjele en paz.
Se interpuso entre ambos como si Evan supusiera una amenaza física para su hijo. Se volvió hacia Rhys pero él también se encogió de miedo ante ella, como si no acertara a diferenciar entre su madre y el sargento.
Sylvestra palideció. Buscaba algo que decirle pero su razón no daba con ello, trastornada por la emoción. Estaba desconcertada, asustada y dolida.
– Salgan los dos -dijo Hester con autoridad-. ¡Por favor! ¡Enseguida! -Dando por sentada su obediencia, se volvió hacia Rhys, que seguía atrapado por las convulsiones y parecía correr el peligro de asfixiarse-. ¡Basta! -le dijo en voz alta y clara-. ¡Nadie va a hacerle daño! No intente decir nada… ¡Procure respirar a un ritmo constante! ¡Con calma y firmeza! ¡Haga lo que le digo!
Oyó la puerta cerrarse detrás de Evan y Sylvestra.
Poco a poco la histeria de Rhys fue remitiendo. Comenzó a respirar con regularidad. Fue dejando de resollar tan sonoramente y las convulsiones dieron paso a estremecimientos.
– Siga respirando despacio -le dijo-. Suavemente. Dentro, fuera. Dentro, fuera. -Le dedicó una sonrisa.
Indeciso y tembloroso, la correspondió.
– Ahora iré a buscarle un poco de leche caliente y una dosis de hierbas que le harán sentir mejor. Necesita reposo.
El miedo volvió a ensombrecer la mirada de Rhys.
– No entrará nadie.
No pareció confortarse con eso.
Entonces Hester cayó en la cuenta. Tenía miedo de los sueños. El horror residía en su interior.
– No es preciso que duerma, descanse tranquilo. No le provocaré el sueño.
Por fin se relajó. Sus ojos buscaron los de Hester, tratando de hacerle comprender lo que no era capaz de decir.
No obstante, al cabo de un rato se quedó dormido. Hester veló su sueño durante varias horas, atenta al menor signo de aflicción para despertarlo de inmediato.
Corriden Wade se presentó a última hora de la tarde. Se mostró inquieto cuando Hester le refirió la angustia de Rhys y la pesadilla que le había causado un dolor y una histeria tan prolongados. Una profunda preocupación surcó el rostro de arrugas, haciéndole olvidar al instante las molestias que aún sufría debido a su caída.
– Esto es sumamente preocupante, miss Latterly. Subiré enseguida a examinarlo. No me gusta nada este giro en los acontecimientos.
Hester se dispuso a seguirlo.
– No -dijo abruptamente el médico, levantando la mano como para detenerla físicamente-. Le visitaré a solas. Es obvio que ha sufrido un grave trastorno con lo ocurrido. Por su propio bien, para evitarle nuevos arranques de histeria, le examinaré sin el embarazo que pueda suponer la presencia de un extraño, más todavía siendo mujer. -Sonrió muy brevemente, fue un mero parpadeo, más un signo de comunicación que el reflejo de un estado de ánimo. A todas luces las novedades le apesadumbraban sobremanera-. Conozco a Rhys desde que era niño -explicó-. Conocía muy bien a su padre, Dios lo tenga en su gloria, y mi hermana es una antigua y querida amiga de Sylvestra. Sin duda no tardará en visitarla para ofrecerle el consuelo y la ayuda que pueda…
– Eso estaría muy bien…-añadió Hester.
– Sí, por supuesto -la interrumpió-. Ahora tengo que ver a mi paciente, miss Latterly. Según parece, su estado puede haber evolucionado para peor. Puede que sea necesario mantenerle sedado durante un tiempo, para que no vuelva a herirse a sí mismo por culpa de su confusión mental…
Hester le tocó el brazo.
– ¡Pero es que tiene miedo de dormir, doctor! Es cuando sueña…
– Miss Latterly, sé perfectamente que se preocupa por él de todo corazón -su voz era tranquila, casi amable, mas dejaba bien claro que su voluntad era inquebrantable-, pero sus heridas son graves, mucho más graves de lo que usted sabe. No puedo correr el riesgo de que vuelva a agitarse y se le abran. El resultado podría ser fatal. -La miró fijamente y muy serio-. Ésta no es la clase de violencia a la que usted y yo estamos acostumbrados a enfrentarnos. Sabemos de la guerra y sus héroes, que, bien lo sabe Dios, bastante horribles son de por sí. En este caso, lo que se pone a prueba es otra clase de fuerza. Debemos protegerle de sí mismo, al menos durante un tiempo. Puede que en cuestión de semanas ya esté mejor, no debemos perder la esperanza.
Hester no tuvo más remedio que asentir.
– Gracias -prosiguió el doctor Wade-. Estoy convencido de que juntos trabajaremos la mar de bien. Tenemos mucho en común, ambos hemos superado duras pruebas de resistencia y buen juicio. -Le dedicó otra breve sonrisa, una mirada de tristeza e incertidumbre, antes de darse la vuelta y seguir subiendo las escaleras.
Hester y Sylvestra aguardaron en el salón de las visitas. Estaban sentadas a ambos lados del fuego, con la espalda muy tiesa, hablando sólo de vez en cuando, con frases entrecortadas y bruscas.
– Hace muchos años que conozco a Corriden Wade -dijo Sylvestra de pronto-. Él y mi marido eran grandes amigos. Leighton confiaba a ciegas en él. Hará todo lo posible por Rhys.
– Por supuesto. He oído hablar de él. Goza de una reputación excelente.
– ¿En serio? Sí. Sí, claro que sí.
Los minutos iban pasando. Los carbones iban asentándose en la chimenea. Ninguna de las dos se movió para hacer sonar la campanilla y que la doncella los repusiera.
– Su hermana… Englantyne, es amiga mía, la aprecio mucho.
– Sí. Me lo ha contado. Dijo que era posible que viniese pronto a visitarla.
– Me encantaría. ¿Eso le ha dicho?
– Sí.
– ¿No debería usted estar… con él?
– No. Me ha dicho que era mejor que fuese solo. Menos embarazoso.
– ¿Usted cree?
– No lo sé.
Otros minutos más en silencio. Hester decidió avivar ella misma el fuego.
Corriden Wade regresó con gesto adusto.
– ¿Cómo se encuentra? -quiso saber Sylvestra, con voz tirante y aguda debido al miedo. Se puso en pie sin darse ni cuenta.
– Está muy enfermo, querida -contestó el médico-. Pero puedes dar por hecho que se va a recuperar. Debe descansar tanto como sea posible. No permitas que vuelvan a molestarlo. No puede decir nada a la policía. Nadie debe acosarle como han hecho hoy. Cualquier recordatorio de los terribles acontecimientos que indudablemente presenció y sufrió hará que su estado empeore. Podría causar incluso una recaída. Algo que no resultaría sorprendente. -Miró a Hester-. Tenemos que protegerle, miss Latterly. ¡Confío en usted para ello! Le dejaré unos polvos para que se los administre con leche templada, o consomé de ternera si así lo prefiere el enfermo, le ayudarán a dormir profundamente y sin sueños. -Frunció el ceño-. Y debo insistir encarecidamente en que no le hable de su terrible experiencia ni se la recuerde en modo alguno. Es incapaz de recordar nada sin que le sobrevenga una angustia indecible. Esto es algo muy natural en un muchacho con un mínimo de decencia y sensibilidad. Supongo que usted o yo sentiríamos exactamente lo mismo.
Hester no dudaba de que cuanto decía el doctor Wade era cierto. Había tenido ocasión de verlo con sus propios ojos.
– Por supuesto -convino-. Gracias. No sabe cuánto me alegrará verlo más aliviado y comprobar que descansa sin sobresaltos.
El médico le sonrió. Su rostro era encantador, pura expresión de afecto.
– Estoy seguro de ello, miss Latterly. Es muy afortunado teniéndola a su lado. Seguiré viniendo a diario, pero no duden en enviar al mozo a por mí cuantas veces les parezca necesario. -Se volvió hacia Sylvestra-. Creo que Englantyne vendrá mañana, si te parece bien. ¿Le digo que podrás recibirla?
Por fin pareció que también Sylvestra se relajaba un poco, y una tímida sonrisa afloró a sus labios.
– Sí, por favor. Gracias Corriden. No consigo imaginar cómo habríamos hecho frente a esto sin tu amabilidad y tu talento.
El doctor Wade se mostró un tanto incómodo.
– Ojalá… Ojalá no fuese necesario. Todo esto es… trágico…, muy trágico. -Se irguió-. Volveré a pasar mañana, querida. Hasta entonces, ten coraje. Miss Latterly y yo haremos cuanto podamos.