Rhys iba mejorando lentamente. El doctor Wade se mostró satisfecho con el estado de sus heridas externas. Salió de la habitación con aspecto grave, aunque no más que cuando Hester le había hecho pasar. Como siempre, había preferido efectuar la visita a solas. Habida cuenta de la ubicación de alguna de las heridas y del pudor natural de todo muchacho, era fácil comprenderlo. Hester no era para él una enfermera tan impersonal como lo había sido para otros hombres en los hospitales de Crimea. Allí había tantos que no había tenido tiempo de trabar amistad con ninguno, salvo en contadas situaciones límite. Para Rhys era mucho más que alguien que atendía sus necesidades. Pasaban horas juntos, le hablaba, le leía, a veces incluso reían. Conocía a sus familiares y amigos, como Arthur Kynaston, y ahora también a su hermano Duke, un joven que le resultaba menos simpático.
– Satisfactorio, miss Latterly -dijo Wade con un amago de sonrisa-. Parece que responde bien, aunque no quiero abrigar falsas esperanzas. Está claro que todavía no se ha recuperado. Debe seguir cuidando de él con tanto esmero como pueda.
Juntó las cejas y la miró con intensidad.
– Una vez más, debo insistir encarecidamente en lo importante que es que no se le cause ningún trastorno ni inquietud, ningún miedo u otra perturbación anímica que pueda evitarse. No debe permitir que ese joven policía, ni ningún otro, le obliguen a intentar recordar lo que ocurrió aquella noche. Espero que lo entienda. Me imagino que así es. Tengo la impresión de que es usted plenamente consciente de su dolor y que haría cualquier cosa, aun corriendo riesgos, para protegerlo. -Se mostraba un tanto cohibido, con un leve rubor en las mejillas-. Tengo una elevada opinión de usted, miss Latterly.
Hester percibió afecto en sus palabras. Un simple elogio de un colega por el que sentía una profunda admiración le resultaba más gratificante que la mayor extravagancia en boca de alguien que no supiera exactamente de lo que hablaba.
– Gracias, doctor Wade -dijo en voz baja-. Me aseguraré de no darle motivos que puedan alterar esa opinión.
El doctor sonrió en un gesto espontáneo, como si por un momento hubiese olvidado la desdicha que les había reunido.
– No dudo en lo más mínimo de usted -contestó, y acto seguido hizo una breve reverencia y bajó las escaleras para ir a encontrarse con Sylvestra, que aguardaba en el salón de las visitas.
A primera hora de la tarde, Hester procuró entretenerse con pequeñas tareas domésticas: quitó manchas de la camisa de dormir de Rhys, fruto de la sangre que se había filtrado desde las heridas aún abiertas al desprenderse algún vendaje durante la noche, remendó una funda de almohada para evitar que un minúsculo desgarro se convirtiera en un roto, clasificó los libros del dormitorio ordenándolos según su criterio. Llamaron a la puerta y, cuando la abrió, la doncella le informó de que tenía visita y que el caballero en cuestión la esperaba en la sala de estar del ama de llaves.
– ¿Quién es? -preguntó Hester sorprendida. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de Monk, aunque enseguida se dio cuenta de que no era nada probable. Si se le había pasado por la cabeza era sólo porque siempre lo tenía muy presente, justo bajo la superficie de la conciencia. Sería Evan, que venía a ver si podía contar con su ayuda para resolver el misterio de las heridas de Rhys, o al menos a enterarse de algo más acerca de la familia y de la relación entre padre e hijo. Era absurdo sentir esa repentina decepción. Al fin y al cabo, no habría sabido qué decirle a Monk.
Como tampoco sabía qué decir a Evan. Su deber era atenerse a la verdad, aunque no estaba muy segura de querer averiguarla. Su lealtad profesional, así como sus emociones, eran para Rhys. Y la había contratado Sylvestra, cosa que exigía de ella cierto grado de compromiso.
Dio las gracias a la camarera y terminó lo que estaba haciendo, para luego bajar y cruzar la puerta forrada de paño verde que daba al pasillo de servicio y dirigirse a la sala de estar del ama de llaves. Entró sin llamar.
Se detuvo en seco. Era Monk quien aguardaba de pie en medio de la habitación, esbelto y elegante con su abrigo de corte impecable. Se le veía irascible e impaciente.
Hester cerró la puerta.
– ¿Cómo se encuentra tu paciente? -preguntó Monk. Su expresión era de franco interés.
¿Era mera educación, o tenía algún motivo para preocuparse? ¿O era simplemente por decir algo?
– El doctor Wade me ha dicho que se está recuperando bastante bien, aunque todavía le queda mucho para curarse -contestó, con una pizca de fría formalidad. Estaba molesta consigo misma por el júbilo que le había causado que se tratara de él y no de Evan. Aunque no había razón para alegrarse. No sería más que otra discusión sin sentido.
– ¿No te has formado una opinión propia? -Monk enarcó las cejas, con aire crítico.
– Por supuesto -repuso Hester-. ¿Acaso crees que te será más útil que la del médico?
– Lo dudo…
– Me lo figuraba. Por eso te he dado la suya.
Monk inspiró con fuerza y expulsó el aire de golpe.
– ¿Y sigue sin hablar?
– No habla.
– ¿Ni se comunica de otra manera?
– Si te refieres a palabras, no. No puede sostener una pluma para escribir. Aún falta mucho para que curen los huesos de sus manos. Deduzco por tu insistencia que tu interés es profesional. Me pregunto a qué se debe. ¿Imaginas acaso que vio a tus asaltantes de Seven Dials, o que sabe quiénes eran?
Monk se metió las manos en los bolsillos y bajó la vista al suelo, antes de mirarla. Su expresión se dulcificó, despojándose de toda cautela.
– Me gustaría creer que no tuvo nada que ver con ellos. -Sus ojos, firmes y claros, buscaron los de Hester, sobresaltándola de súbito con el recuerdo de lo bien que se conocían, de los fracasos y triunfos que habían compartido-. ¿Estás segura de su inocencia?
– ¡Sí! -dijo de inmediato, aunque la mirada de Monk y su propio sentido de la honestidad le dijeron que no era cierto-. No, no del todo -se corrigió-. No sé lo que sucedió, sólo me consta que fue algo atroz, tan espantoso que le ha dejado sin habla.
– ¿Crees que su mutismo es auténtico? Te lo pregunto en serio. -Se mostraba contrito, temeroso de lastimarla-. Si me dices que sí, lo admitiré.
Hester se adentró en la habitación, aproximándose a él. El fuego ardía vivamente en el pequeño hogar pintado con esmero; había dos butacas junto a él, pero ni Hester ni Monk les hicieron el menor caso.
– Sí -dijo Hester, con total convencimiento-. Si le hubieras visto sufrir sus pesadillas, intentando gritar con todas sus fuerzas, comprenderías que es verdad.
El rostro de Monk reflejó su aceptación de los hechos, aunque teñido de una tristeza que asustó a Hester. Aquello era ternura, algo que rara vez había visto en él, una emoción sin reservas.
– ¿Has encontrado pruebas? -preguntó, casi sin voz-. ¿Sabes algo nuevo respecto al caso?
– No -contestó impávido-. Pero los indicios van en aumento.
– ¿Qué indicios?
– Lo siento, Hester. Ojalá no mese así.
– ¿Qué indicios? -levantó la voz, agudizándola, debido en gran medida a que temía por Rhys, aunque también le asustaba la amabilidad que transmitía la mirada de Monk. Era algo demasiado frágil para ser captado, demasiado precioso para romperlo, como un reflejo perfecto en el agua que se desvanece al tocarlo-. ¿Qué has descubierto?
– Que los tres hombres que atacaron a esas mujeres eran caballeros, iban bien vestidos, llegaban en coche de caballos, a veces juntos, a veces por separado, para luego marcharse casi siempre en el mismo carruaje.
– ¡Monk, eso no tiene nada que ver con Rhys! -Sabía que le estaba interrumpiendo y que Monk no habría mencionado aquello si no tuviera nada más, pero le resultaba imposible escucharlo sin reaccionar, le dolía demasiado. Apreciaba que él era consciente de ello y que detestaba hacerla sufrir. Hester atesoraría el afecto de su mirada como un recuerdo feliz, una luz en la oscuridad.
– Uno de ellos era alto y delgado -prosiguió Monk.
La descripción encajaba con Rhys. Ambos lo sabían.
– Los otros dos de estatura media, uno más bien fornido, el otro bastante delgado -terminó en voz baja.
Los carbones se desplomaron en el hogar sin que ninguno de los dos se diese cuenta. Se oyeron pasos en el pasillo.
Monk no había visto a Arthur y Duke Kynaston, pero Hester sí. Entrevistos mientras se apresuraban por una calle oscura podía muy bien tratarse de ellos. Sintió que le invadía el frío. Trató de espantarlo, pero el recuerdo de la crueldad en los ojos de Rhys era muy vivido, su sensación de poder cuando hizo daño a Sylvestra, su posterior sonrisa, la forma en que saboreó su mezquino triunfo. Aquello no había sucedido sólo una vez, no era un error, una aberración. Disfrutaba de su capacidad de lastimar. Hester había intentado no creerlo pero en presencia de Monk le resultaba imposible no hacerlo. Podía enfurecerse con él, podía desdeñar algunos aspectos de su carácter, podía sentirse en profundo desacuerdo, pero no podía hacerle daño a propósito y, además, era incapaz de mentir. Levantar semejante barrera entre ellos le resultaría insoportable, como si negara una parte de sí misma. La defensa debía ser emocional, elegida por voluntad propia, no para separarlos sino simplemente para protegerse de un dolor demasiado real.
Monk avanzó hacia ella. Estaba tan cerca que Hester podía oler la lana húmeda de su abrigo, mojado por la lluvia.
– Lo siento -dijo Monk en voz baja-. No puedo hacer la vista gorda porque ahora esté herido o porque sea tu paciente. Si hubiese actuado a solas, quizá podría, pero están los otros dos.
– No puedo creer que Arthur Kynaston estuviera implicado. -Lo miró a los ojos-. Tendría que ver pruebas irrefutables. Tendría que escuchar su confesión. De Duke ya no estoy tan segura.
– Pudieron ser Rhys, Duke y otra persona -señaló Monk.
– Entonces ¿por qué Leighton Duff está muerto y Duke Kynaston ileso?
Monk alargó el brazo como si fuese a tocarla pero lo dejó caer.
– Porque Leighton Duff adivinó que estaba pasando algo realmente feo, los siguió y se enfrentó a su hijo -respondió con gravedad, frunciendo el ceño-. Se enfrentó con quien más le preocupaba, con quien le importaba de verdad. Y Rhys perdió los estribos, quizá ebrio de whisky, exacerbado por la culpa y el miedo, y embebido de su propio poder. Los demás huyeron. El resultado es lo que Evan encontró… Dos hombres que comenzaron una pelea que no pudieron detener hasta que uno de ellos cayó muerto y el otro terminó herido casi de muerte.
Hester negó con la cabeza, pero lo hizo para apartar la imagen, para defenderse de ella, no porque pretendiera negar tal posibilidad.
Esta vez Monk le puso las manos en los hombros, con mucha suavidad, no para abrazarla, simplemente para tocarla.
Hester bajó la vista al suelo, negándose a mirarle.
– O quizá algunos hombres del barrio, maridos o amantes de las últimas víctimas, hermanos, o hasta amigos, dieron con ellos. Se entretuvieron demasiado rato y fueron ellos quienes les dieron la paliza a ambos. Rhys no nos lo puede contar…, aunque quisiera hacerlo.
No había nada que decir. El impulso era negarlo, pero eso carecía de sentido.
– No se me ocurre cómo averiguarlo -dijo Hester a la defensiva.
– Ya lo sé. -Esbozó una sonrisa-. Y si se te ocurriera, no lo harías… hasta que tú misma sintieras la necesidad de saber. Tendrías que demostrar su inocencia… y cuando lo hallaras culpable, no dirías nada, aunque yo de todos modos lo sabría.
Hester levantó la vista de pronto.
– ¡No, no lo sabrías! No si decidiera ocultártelo.
Monk titubeó, luego dio un paso atrás.
– Lo sabría -repitió-. ¿Por qué? ¿Acaso le defenderías? Debería llevarte a ver a esas mujeres, vapuleadas por la pobreza, la suciedad, la ignorancia, y ahora apaleadas por tres jóvenes caballeros aburridos de sus vidas confortables y ávidos de entretenimientos un poco más peligrosos, de algo capaz de hacerles latir el corazón más deprisa y de subirles la sangre a la cabeza. -Su voz era ronca por la indignación, por la profunda y pertinaz lástima que le inspiraban las víctimas-. Algunas son todavía niñas. A su edad tú estabas en un aula, con un delantal sobre el vestido, haciendo sumas y restas, ¡y tu peor tormento era que te obligaran a comer budín de arroz! -Estaba exagerando y lo sabía, aunque eso apenas importaba. La esencia de lo que decía era real-. ¡No defenderías eso, Hester…, no podrías! ¡Tienes más honor, más imaginación!
Ella se volvió.
– ¡Por supuesto! Pero tú no has visto cómo sufre Rhys ahora. Juzgar es muy fácil cuando sólo se conoce una de las partes. Resulta mucho más difícil cuando conoces al infractor y lo aprecias, cuando también compartes su dolor.
Monk se mantuvo justo detrás de ella.
– No me preocupa que sea fácil o difícil, sólo que sea correcto. A veces no podemos tenerlo todo. Me consta que hay personas que no lo comprenden, o que no lo aceptan, pero tú sí puedes hacerlo. Tú siempre has sido capaz de enfrentarte a la verdad, fuera lo que fuese. Y esta vez harás lo mismo.
Su voz transmitía certidumbre, ni un ápice de duda. Ella era Hester, la fiable, fuerte y virtuosa Hester. No era preciso protegerla del dolor o el peligro. ¡Ni siquiera había que preocuparse por ella!
Hester sintió el impulso de emprenderla a golpes con él por dar todo eso por sentado. En su fuero interno, ella era exactamente igual que cualquier otra persona, que cualquier otra mujer. A veces ansiaba que la protegieran, que alguien la apreciara y se encargara de mantener a raya las cosas feas y peligrosas, no porque ese alguien pensara que no podría soportarlas, sino porque no deseara verla sufrir.
Aunque no le iba resultar posible decirle todo aquello… A Monk menos que a nadie en el mundo. Para que tuviera algún valor, tal actitud debía ofrecerse libremente. Debía ser su deseo, casi su necesidad. Si ella hubiese sido una de esas mujeres frágiles, cariñosas y femeninas que tanto admiraba, lo habría hecho de manera instintiva.
¿Qué podía decir? Estaba tan enfadada, dolida y confundida que las palabras se atropellaban en su mente, y todas se le antojaban vanas, capaces sólo de traicionar lo que sentía, y eso era lo último que deseaba que él supiera. Hasta ahí, al menos, sería capaz de defenderse a sí misma.
– Naturalmente -dijo con frialdad y voz grave-. No tendría sentido obrar de otro modo, ¿no crees? -Dio un paso para separarse de él, con los hombros rígidos, como si temiera que fuera a tocarla-. Me figuro que aguantaré lo que sea. No me queda otra alternativa.
– Estás enfadada -observó Monk, con un deje de sorpresa.
– ¡Tonterías! -le espetó ella. Monk no entendía nada de nada. Aquello no tenía nada que ver con Rhys Duff ni con quienes habían pegado las palizas a las mujeres. Se debía a que diera por supuesto que podía tratarla como a otro hombre, a que tuviera tan claro que ella podía y debía cuidar de sí misma. ¡Por supuesto que podía! ¡Pero aquello tampoco era la cuestión!
– ¡Hester!
Ella seguía dándole la espalda, pero la voz de Monk sonó paciente y razonable. Provocaba el efecto del vinagre en una herida.
– Hester, no soy yo quien ha decidido que sea Rhys. También investigaré cualquier otra posibilidad.
– ¡Sé muy bien que lo harás!
Ahora era Monk el desconcertado.
– Entonces, ¿qué diablos quieres de mí? No puedo cambiar lo que ocurrió, ¡y sólo me conformaré con la verdad! No puedo salvar a Rhys de sí mismo, ni puedo salvar a su madre… ¿Es eso lo que quieres?
Hester giró sobre sus talones.
– ¡No es eso lo que quiero! ¡Y no espero nada de ti! ¡Por Dios! ¡Te conozco desde hace lo bastante para saber exactamente qué es lo que voy a lograr de ti. -Las palabras le salieron sin querer y antes de terminar de pronunciarlas deseó haberse mordido la lengua, no haberse puesto tan en evidencia, mostrándose vulnerable. Ahora él sabría a qué atenerse, por más que se propusiera lo contrario.
Monk se quedó atónito, y también enojado. Su rostro presentaba rasgos de un genio que Hester conocía de sobra. Un velo ensombreció su mirada, ocultando cualquier asomo de amabilidad.
– En ese caso nuestra conversación carece de sentido -dijo en tono grave-. Nos comprendemos a la perfección y no hay nada más que decir. -Hizo un amago de reverencia-. Gracias por dedicarme este rato. Buenos días.
Se marchó, dejándola tan abatida como enfadada.
Avanzada la tarde Arthur Kynaston vino otra vez de visita, aunque en esta ocasión acompañado por su hermano mayor, Duke. Hester se encontró con ellos en el vestíbulo, al salir de la biblioteca para dirigirse arriba.
– Buenas tardes, miss Latterly -saludó Arthur de buen humor. Echó un vistazo al libro que llevaba-. ¿Es para Rhys? ¿Cómo se encuentra?
Duke estaba detrás de él, era una versión más fuerte de su hermano, más ancho de hombros. Caminaba con más garbo, incluso con cierta arrogancia. Era más guapo desde un punto de vista convencional, aunque tal vez falto de personalidad. Tenía el mismo pelo suave y ondulado de color castaño rojizo que Arthur. Ahora miraba a Hester con impaciencia. No era a ella a quien habían venido a ver.
Arthur se volvió.
– Perdona Duke, ella es miss Latterly, la que se encarga de cuidar a Rhys.
– Bueno -dijo Duke con brusquedad-. Ya le llevaremos nosotros el libro.
Tendió la mano para que se lo diera. Era más una exigencia que un ofrecimiento.
A Hester le desagradó al instante. Si aquellos eran en efecto los muchachos a quienes buscaba Monk, Duke era responsable no sólo de los brutales asaltos a las mujeres, sino de la ruina de su hermano y de la de Rhys.
– Gracias, señor Kynaston -repuso muy formal, cambiando rápidamente de parecer-. No es para Rhys, me disponía a leerlo yo misma.
Duke miró el libro.
– ¡Es una historia del Imperio otomano! -exclamó con una sonrisa burlona.
– Un pueblo de lo más interesante -opinó Hester-. La última vez que estuve en Estambul vi obras de gran belleza. Me gustaría saber más al respecto. Fueron un pueblo generoso en muchos aspectos, con una cultura de una gran sutileza y complejidad. -También era un pueblo cruel hasta más allá de lo comprensible, pero aquello era irrelevante ahora.
Duke se mostró desconcertado. No era la respuesta que había esperado, aunque enseguida recobró la compostura.
– ¿Hay mucha demanda de sirvientes domésticos en Estambul? Hubiese dicho que la mayoría de familias empleaba a lugareños, sobre todo como mozos.
– Me figuro que así es -contestó Hester, sin mirar a Arthur-. Estuve demasiado ocupada para reparar en tales cosas. Mi doncella se quedó en Londres. Pensé que aquel no era lugar para ella, y hubiese sido injusto que la obligara a acompañarme. -Le dedicó una sonrisa-. Siempre he creído que la consideración por la servidumbre es lo que distingue al auténtico caballero… o dama, cuando es el caso. ¿No está de acuerdo?
– ¿Usted tenía doncella? -dijo con incredulidad-. ¿Para qué, si puede saberse?
– Si se lo pregunta a su madre, señor Kynaston, estoy convencida de que lo pondrá al corriente de los deberes de una doncella -contestó Hester, poniéndose el libro debajo del brazo-. Son muchos y variados, y estoy segura de que no querrá hacer esperar al señor Duff.
Y antes de que Duke tuviera ocasión de responderle, sonrió de un modo encantador a Arthur y comenzó a subir la escalera delante de ellos, hirviendo de indignación.
Una hora después llamaron a su puerta y al abrirla encontró a Arthur Kynaston en el umbral.
– Lo lamento -se disculpó-. A veces es muy grosero. No tiene disculpa. ¿Puedo pasar y hablar con usted un momento?
– Por supuesto. -De todos modos, no podía negarse y, por más que fuese contra su voluntad, Monk tenía razón, trataría de averiguar la verdad, esperando a cada paso poder demostrar la inocencia de Rhys, impulsada por una imperiosa necesidad de saber-. Pase, por favor.
– Gracias. -Miró a su alrededor con curiosidad y se ruborizó-. Quería preguntarle si Rhys realmente se está recuperando y si… -frunció el ceño y su mirada se ensombreció- y si volverá a hablar. ¿Lo hará, miss Latterly?
Hester se preguntó al instante si era miedo lo que detectaba en él. ¿Qué era lo que diría Rhys si pudiese hablar? ¿Era ese el motivo por el que Duke Kynaston estaba allí, para comprobar si Rhys suponía un peligro para él… y quizá para asegurarse de que no lo fuese? ¿Debía dejarle a solas con él? ¡Ni siquiera podía gritar! Estaba por completo a su merced.
¡No, era una idea horrorosa! Y una estupidez.
Si le ocurría algo mientras ellos estaban allí, sin duda les culparían al instante. No tendrían modo alguno de explicarse o escapar. ¡Tenían que saberlo tan bien como ella! ¿Duke estaba solo con él ahora? Instintivamente se volvió hacia la puerta que comunicaba las dos habitaciones.
– ¿Qué sucede? -preguntó Arthur.
– Oh. -Le miró de nuevo, obligándose a sonreír. ¿Se encontraba a solas con un muchacho que había violado y golpeado a más de una docena de mujeres, y había otros dos al otro lado de la puerta? Debería tener miedo, no por ellos, sino de ellos… por ella. Intentó ordenar sus ideas-. Ojalá pudiera darle mejores noticias, señor Kynaston… -debía proteger a Rhys-, pero de momento nada lo indica. Lo siento mucho.
Se mostró abatido, como si Hester hubiese acabado con sus esperanzas.
– ¿Qué fue lo que le ocurrió? -preguntó, negando con la cabeza-. ¿Qué clase de herida tiene que le impide hablar? ¿Por qué no hace nada el doctor Wade? ¿Tiene algo roto? En ese caso, podría curarse, ¿no es así?
Daba la impresión de estar preocupado de corazón. A Hester le resultaba casi imposible creer que su mirada de asombro ocultara algún tipo de culpa.
– No es un problema físico -contestó, diciendo la verdad sin sopesar si era lo más sensato. Ahora ya no podía echarse atrás-. Lo que vio esa noche fue tan espantoso que le ha afectado la mente.
Los ojos de Arthur brillaron.
– Entonces ¿puede recobrar el habla cualquier día?
¿Qué debía decirle? ¿Qué era lo mejor para Rhys?
Arthur la observaba con atención y su expresión volvía a destilar inquietud.
– ¿Podrá? -repitió el muchacho.
– Es posible -dijo Hester con cautela-, pero no espere que suceda pronto. Puede llevarle mucho tiempo.
– ¡Es espantoso! -Se metió las manos en los bolsillos-. Rhys solía ser la mar de divertido, ¿sabe? -La miró con seriedad, deseoso de hacerle comprender-. Hacíamos montones de cosas juntos, él y yo… y a veces también Duke. Rhys posee un envidiable sentido de la aventura. Podía ser muy osado y siempre nos hacía reír. -Su rostro era pura aflicción-. ¿Puede imaginar algo peor que tener cientos de cosas que decir y estar acostado a solas sin poder decir ni una? ¡Pensar en algo divertido y no poder compartirlo! ¿Qué gracia tiene un chiste si no se lo puedes contar a nadie y observar la cara de los demás al captarlo? ¡No puedes compartir nada hermoso, ni espantoso, ni siquiera pedir ayuda o decir que tienes hambre o que estás entumecido! -Volvió a negar con la cabeza-. ¿Cómo se las apaña usted para saber lo que quiere? ¡Puede que le dé budín de arroz cuando lo que le apetezca sea pan con mantequilla!
– No es tan horrible como parece -dijo amablemente, aunque en esencia tenía razón. No podía compartir su dolor y terror verdaderos-. Le hago preguntas y me contesta, afirmando o negando con la cabeza. Estoy comenzando a ser bastante hábil adivinando lo que desea.
– Apenas puede decirse que sea lo mismo, ¿no le parece? -dijo con un repentino deje de amargura-. ¿Volverá a montar a caballo? ¿Podrá bailar o jugar a cartas? Era rapidísimo con las cartas. Las barajaba más deprisa que nadie. Eso sacaba a Duke de sus casillas, pues nunca conseguía estar a su altura. ¿No puede hacer nada para ayudarle, miss Latterly? Resulta espantoso estar ahí de pie sin hacer otra cosa que observarle. ¡Me siento inútil!
– No es ni mucho menos inútil -le aseguró-. Sus visitas son muy alentadoras. La amistad siempre es de gran ayuda.
Arthur sonrió un instante.
– En ese caso supongo que volveré junto a él y le hablaré un rato. Gracias.
Sin embargo, no se quedó tanto tiempo como de costumbre y cuando Hester fue a ver a Rhys tras la partida de Arthur y Duke, lo encontró con la vista clavada en el techo, los ojos meditabundos y la boca fruncida con una expresión de retraída desdicha que ya conocía muy bien. Lo único que podía hacer era adivinar lo que le perturbaba. No se lo quería preguntar, pues quizá no lograra sino empeorar las cosas. Tal vez la visita de Duke Kynaston, que carecía del tacto de su hermano, le había hecho rememorar el pasado, un tiempo en que todos eran varoniles, un tanto imprudentes, y se creían capaces de cualquier cosa. Los otros dos lo seguían siendo. Rhys los recibía acostado en silencio. Ni siquiera podía ofrecerles su ingenio o un interesante tema de conversación.
¿O se trataba de un terrible secreto que compartían los tres?
Rhys se volvió muy despacio para mirarla con ojos curiosos pero fríos, a la defensiva.
– ¿Quiere ver de nuevo a Duke Kynaston, si viene de visita? -preguntó-. Si prefiere no verle, puedo negarle la entrada. Ya se me ocurrirá alguna excusa.
La miraba fijamente sin dar ninguna muestra de haberla oído.
– Me da la impresión de que no le gusta tanto como su hermano Arthur.
Esta vez su rostro cobró expresión: humor, irritación, impaciencia y después resignación. Se incorporó unos centímetros y tomó aliento. Movió los labios.
Hester se inclinó hacia él, sólo un poco para no incomodarlo si fracasaba.
Rhys dejó escapar el aire y lo intentó otra vez. Su boca formaba las palabras pero ella no conseguía leer sus labios. El cuello se le tensó. Sus ojos fijos en ella, con desesperación.
Le puso una mano en el brazo, por encima de los vendajes, asiéndolo con firmeza.
– ¿Es algo acerca de Duke Kynaston? -le preguntó.
Él dudó sólo un instante, luego negó con la cabeza, con los ojos llenos de soledad y confusión. Había algo que ansiaba decirle y cuanto más se esforzaba, más frustrado se sentía por su propia impotencia.
Hester no podía abandonar. Tenía que adivinar, debía correr el riesgo a pesar de lo que el doctor Wade le había dicho. Aquella frustración le estaba haciendo tanto daño como todo lo demás.
– ¿Tiene que ver con la noche en que lo hirieron?
Asintió muy despacio, como si de pronto dudara si seguir adelante o no.
– ¿Recuerda lo que sucedió? -preguntó Hester en voz muy baja.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y apartó la vista de ella, soltándose de su mano con brusquedad.
¿Debía preguntarle directamente? ¿Qué efecto tendría sobre él? ¿Acaso obligarle a recordar y contestar preguntas le causaría un trastorno tan violento como decía el doctor Wade? ¿Podría remediar el daño si así era?
Rhys seguía apartando la vista, inmóvil. Hester ya no le veía la cara y no podía adivinar lo que sentía.
El doctor Wade se preocupaba sobremanera por él y eso que no era un hombre blando ni cobarde. Había visto demasiado sufrimiento para eso, conocía el peligro y las privaciones. Admiraba el coraje y la fuerza interior de los supervivientes. El juicio que le merecía bastaba como respuesta a su pregunta. Debía obedecer sus instrucciones, de hecho habían sido órdenes inequívocas.
– ¿Quiere hablarme acerca de algo? -preguntó.
Rhys se volvió muy despacio. Sus ojos brillaban por el dolor. Negó con la cabeza.
– Lo que ocurre es que le gustaría hablar, ¿verdad?
El muchacho asintió con la cabeza.
– ¿Quiere que lo deje a solas?
Movió la cabeza negativamente.
– ¿Prefiere que me quede?
Asintió.
Al anochecer Rhys estaba agotado y se durmió muy temprano. Hester mataba el rato junto al fuego, haciendo compañía a Sylvestra. Los únicos ruidos de la habitación eran el de la lluvia en las ventanas, el del fuego titilante en el hogar y el del ocasional derrumbe de un pedazo de carbón. Sylvestra bordaba, su aguja se movía acompasadamente, lanzando destellos plateados cuando le daba la luz.
Hester permanecía ociosa. No tenía nada que coser, ninguna carta que contestar. Tampoco es que estuviera de humor para escribir. Lady Callandra Daviot, la única persona a quien en un momento dado confiaría sus sentimientos, estaba de viaje por España, yendo de un sitio a otro. No tenía ninguna dirección a la que enviarle correspondencia con garantías de que la recibiera.
Sylvestra la miró.
– Creo que la lluvia vuelve a convertirse en nieve -dijo, con un suspiro-. Rhys tenía planeado ir a Ámsterdam en febrero. Era muy bueno patinando. Tenía toda la gracia y el coraje necesarios. Era incluso mejor que su padre. Naturalmente, era más alto. No sé si eso influye a la hora de patinar.
– Yo tampoco -se apresuró a responder Hester-. Puede que se recobre del todo, hay que darle tiempo.
Sylvestra la miró con cara inocente, algo tensa a la tenue luz de las lámparas de gas y del fuego de la chimenea.
– Por favor, no se esfuerce en ser amable conmigo, miss Latterly. Pienso que quizá ya esté preparada para saber la verdad. -Un asomo de sonrisa se dibujó en sus labios-. He recibido carta de Amalia esta mañana. Me escribe acerca de problemas tan graves en la India que me hace sentir tonta, sentada aquí, junto al fuego, con todo lo que una persona necesita para su comodidad y seguridad, y, no obstante, imaginando que aún tengo de qué quejarme. Usted habrá conocido a muchos soldados, ¿verdad miss Latterly?
– Sí…
– ¿Y a sus esposas?
– Sí. Conocí a unas cuantas. -Se preguntó por qué Sylvestra le preguntaba aquello.
– Amalia me contó algunas cosas sobre el motín de la India -prosiguió Sylvestra-. Por supuesto, de eso hace ya más de tres años, ya lo sé, pero al parecer las cosas nunca volverán a ser como antes de que se produjera. Cada vez envían a más mujeres blancas para que hagan compañía a sus maridos. Amalia dice que es para evitar que los soldados establezcan vínculos con los nativos, de modo que no se confíen y les vuelvan a coger desprevenidos. ¿Cree que mi hija tiene razón?
– Parece bastante probable -respondió Hester con franqueza. No sabía gran cosa sobre las circunstancias que rodearon el motín de la India. Había tenido lugar demasiado cerca del final de la guerra de Crimea, estando ella profundamente afectada por la trágica muerte de sus padres, buscando un modo de subsistencia y acomodándose al drástico cambio en su estilo de vida que la esperaba a su regreso a Inglaterra.
Tratar de adaptarse a la vida de mujer soltera que ya había superado los mejores años para casarse, que carecía del tipo de relaciones familiares que interesaban a los pretendientes, así como del dinero suficiente para mantenerse u ofrecer una dote apetitosa, y para colmo sin una gran belleza natural ni un especial encanto, había resultado extremadamente difícil. Además, tampoco tenía un temperamento dócil.
Había leído artículos espantosos y oído relatos sobre hambrunas y masacres, pero no había conocido a nadie que se hubiese visto implicado.
– Cuesta trabajo imaginarse tamañas atrocidades -dijo Sylvestra, pensativa-. Estoy comenzando a darme cuenta de lo poco que sé. Resulta inquietante… -Se interrumpió y dejó de coser, aunque sin dejar de sostener la labor-. Y, sin embargo, también hay algo digno de júbilo en ello. Amalia me ha referido un incidente de lo más extraordinario. -Negó con la cabeza, con expresión turbada y la mirada perdida-. Según parece, el sitio de Cawnpore fue particularmente brutal. Las mujeres y los niños ayunaron durante tres semanas, luego llevaron a los supervivientes al río y los metieron en barcas, donde los soldados nativos, cipayos creo que les llaman, cayeron sobre ellos. Los ciento veinticinco o así que sobrevivieron al ataque fueron conducidos a un edificio que se conoce como el Bibighvr y, tras otros dieciocho días, fueron masacrados a manos de unos carniceros que trajeron del bazar con tan infame propósito.
Hester no la interrumpió.
– Al parecer, cuando el Regimiento del Highland liberó Cawnpore, encontraron los cuerpos descuartizados y se vengaron de un modo horrendo, matando a todos los cipayos del lugar. Aunque lo que quería contarle es el relato que me ha escrito Amalia sobre la esposa de un soldado, una tal Bridget Widdowson, quien durante el sitio recibió el encargo de vigilar a once amotinados, puesto que para entonces apenas había ya hombres disponibles. Ella cumplió con su cometido a la perfección, manteniéndose alerta todo el día, obligándolos a permanecer inmóviles, pero después, cuando la relevó un soldado regular, todos escaparon. ¿No le parece algo excepcional?
– Desde luego -convino Hester, con sinceridad. Veía el asombro y la atónita admiración en los ojos de Sylvestra. En su interior iban tomando forma la soledad de aquella casa sin su marido, las restricciones que la sociedad imponía a la viudez y la ociosidad forzosa como una especie de encarcelamiento. Con el paso del tiempo, la dependencia de Rhys no haría más que acentuar esa sensación-. Aunque el calor y las enfermedades endémicas me parecen experiencias muy duras -dijo para contrarrestar.
– ¿De veras? -Era una pregunta sincera, no una observación cortés-. ¿Por qué se marchó a Crimea, miss Latterly?
Hester se vio sorprendida.
– Oh, discúlpeme -dijo Sylvestra de inmediato-. Ha sido una pregunta impertinente. Usted puede haber tenido toda clase de razones personales que no son de mi incumbencia. Le ruego que me perdone.
Hester supo lo que estaba pensando. Se rió sin reservas.
– No fue por un fracaso amoroso, se lo prometo. Deseaba la aventura, la libertad de usar mi cerebro y mis facultades donde fuesen lo bastante necesarios como para borrar los prejuicios contra la iniciativa de las mujeres.
– Me figuro que tuvo éxito. -El rostro de Sylvestra reflejaba un vivo interés.
Hester sonrió.
– No le quepa duda.
– Mi marido la habría admirado por eso -dijo Sylvestra, con convencimiento-. Amaba el coraje y el valor para ser diferente, para tener inventiva. -Se mostró compungida-. A veces me pregunto si le habría gustado ir a algún lugar como la India, o tal vez África. Las cartas de Amalia le estremecían, aunque me daba la impresión de que también despertaban en él cierto descontento, incluso una especie de envidia. Habría disfrutado con nuevas fronteras, el reto del descubrimiento, la oportunidad de un auténtico liderazgo. Era un hombre fuera de lo común, miss Latterly. Poseía una mente extraordinaria. Amalia ha heredado su coraje, igual que Constance.
– ¿Y Rhys? -apuntó Hester en voz baja.
El rostro de Sylvestra volvió a ensombrecerse.
– Sí…, Rhys también. Quería dárselo todo. Sé que es terrible que lo diga, pero en cierto modo me alegra que no viviera para ser testigo de esto… Rhys tan enfermo, incapaz de hablar… y tan… ¡tan cambiado! -Negó con la cabeza-. ¡Le habría dolido tanto que dudo que lo hubiese soportado! -Bajó la vista hasta sus manos-. Pero luego deseo con todo mi corazón que Leighton hubiese vivido más tiempo, y que él y Rhys se hubiesen conocido mejor. Ahora es demasiado tarde. Rhys nunca conocerá a su padre de hombre a hombre, nunca apreciará sus cualidades como pude hacer yo.
Hester pensó en la versión de Monk sobre lo ocurrido en el oscuro callejón de St Giles. Deseó con una abrumadora intensidad que no fuese cierta. Resultaba nauseabunda. Para Sylvestra sería intolerable, a duras penas conservaría la cordura.
– Tendrá que contárselas usted -dijo Hester en voz alta-. Habrá un montón de cosas que pueda contarle para que el verdadero carácter y las virtudes de su padre cobren realidad para él. Va a necesitar su compañía durante su recuperación, y también su aliento.
– ¿Usted cree? -preguntó enseguida Sylvestra, con una mezcla de esperanza y duda-. De momento parece que mi mera presencia le angustia. Está lleno de rabia, miss Latterly. ¿Tiene usted idea de por qué puede ser así?
Hester no lo comprendía, y le asustaba la crueldad subyacente. Había presenciado la misma exultación ante la capacidad de hacer daño en repetidas ocasiones, y aquello le helaba la sangre en las venas más que cualquier cosa que dijera Monk.
– Me inclino a pensar que sólo es frustración por no ser capaz de hablar -mintió-. Y, por supuesto, no debemos olvidar el dolor corporal.
– Sí…, sí, supongo que es eso.
Sylvestra volvió a concentrarse en el bordado.
La doncella entró y avivó el fuego, llevándose el cubo del carbón consigo para rellenarlo.
Al día siguiente, por la tarde, Fidelis Kynaston volvió a visitar la casa, tal como había prometido que haría, y Sylvestra instó a Hester a disponer para sí de la velada, pues creía que un poco de aire fresco, alejada de Ebury Street, le haría bien. Hester aceptó complacida, más aún dado que Oliver Rathbone había vuelto a invitarla a cenar o a asistir al teatro, si le apetecía.
Normalmente la ropa le interesaba menos que a la mayoría de las mujeres, aunque aquella noche deseó poseer un guardarropa lleno de trajes entre los que elegir, todos seleccionados por su capacidad de favorecerla, de suavizar la línea de los hombros y el busto, de dar luz y color al cutis y profundidad a la mirada. Puesto que ya había lucido su mejor vestido en su cita anterior, se vio forzada a ponerse uno verde oscuro que ya tenía más de tres años y era mucho más austero del que ella hubiese escogido para la ocasión, en caso de haber podido hacerlo. Con todo, debía sacar el mejor partido posible a lo que tenía y procurar no darle más vueltas. Se arregló el pelo con esmero. Lo tenía lacio y poco dispuesto a caer formando los bucles y tirabuzones que dictaba la moda, pero era abundante y brillaba que daba gusto. Su piel no tenía suficiente color, pellizcársela no serviría de nada una vez que llegara al teatro, y dentro del coche de caballos eso apenas importaba.
En efecto, cuando Rathbone vino a buscarla y ella le hizo esperar unos minutos inintencionadamente, el pensamiento sobre su apariencia duró sólo unos instantes antes de desvanecerse por el placer que sintió al verlo, acelerándosele el pulso al recordar su última salida juntos y el contacto de los labios de Rathbone en los suyos.
– Buenas tardes, Oliver -saludó con timidez, al tiempo que tropezaba en el último escalón y cruzaba presurosa el vestíbulo hacia donde él aguardaba, a pocos metros del sorprendido mayordomo. Rathbone presentaba un aspecto incluso demasiado elegante para tratar a nivel social con una enfermera de pago, y saltaba a la vista que era todo un caballero.
Le devolvió la sonrisa, intercambiaron los cumplidos de rigor y luego la acompañó hasta el coche de caballos que esperaba fuera.
La noche era fría pero bastante seca y por una vez no había niebla, por lo que podía verse con toda claridad la luna creciente encima de los tejados. Circularon conversando amigablemente sobre toda suerte de asuntos triviales: el tiempo, cotilleos políticos, alguna noticia del extranjero, hasta que llegaron al teatro y se apearon. Había elegido una obra de ingenio y humor, algo adecuado para una cita social más que un reto para la mente o las emociones.
En cuanto entraron se vieron sumidos en una marea de colores y luz y en el alboroto de la cháchara mientras las mujeres iban de un lado a otro, con sus inmensas faldas rozándose entre sí y los rostros ansiosos por saludar a algún viejo conocido o descubrir a alguien nuevo.
Aquella era la vida social a la que Hester estaba acostumbrada antes de ir a Crimea, cuando vivía en casa de su padre y todos daban por supuesto con la mayor naturalidad que encontraría un buen partido y se casaría con él en cuestión de uno o dos años a lo sumo. De eso sólo hacía seis años pero parecía que hubiese transcurrido toda una vida. Ahora era una extraña y había perdido la facilidad de trato.
– ¡Buenas noches, Sir Oliver! -Una dama muy corpulenta se les echó encima la mar de entusiasmada-. Cuánto me alegra verle otra vez. Mucho me temía que nos viéramos privadas del placer de su compañía. Ya conoce a mi hermana, la señora Maybury, ¿verdad? -Fue una afirmación, no una pregunta-. Permítame que le presente a su hija, mi sobrina, miss Mariella Maybury.
– ¿Cómo está usted, miss Maybury? -Rathbone le dedicó una reverencia con la soltura propia de la costumbre-. Encantado de conocerla. Espero que disfrute con la obra. Dicen que es de lo más entretenida. Señora Trowbridge, permítame presentarle a miss Hester Latterly. -No ofreció más explicaciones, pero tomó a Hester por el codo afirmando así que no era una mera conocida sino una amiga de quien estaba orgulloso y a quien le unía incluso una cierta intimidad.
– ¿Cómo está usted, miss Latterly? -dijo la señora Trowbridge, con mal disimulada sorpresa. Sus cejas más bien finas se enarcaron como si fuese a agregar algo más, pero guardó silencio.
– ¿Cómo está usted, señora Trowbridge? -contestó Hester, educadamente, notando un burbujeo cálido en su interior-. Miss Maybury.
La señora Trowbridge clavó en Hester una mirada torva.
– ¿Conoce a Sir Oliver desde hace mucho, miss Latterly? -preguntó con dulzura.
Hester se disponía a contestar la verdad pero Rathbone se le adelantó.
– Hace varios años que nos conocemos -declaró con aire satisfecho-. Aunque creo que somos mejores amigos ahora que antes. A veces pienso que los mejores afectos crecen despacio, mediante creencias y batallas compartidas, libradas codo con codo… ¿No opina lo mismo?
Miss Maybury parecía perdida. A la señora Trowbridge le faltaba el aire.
– En efecto -convino-. Sobre todo las amistades de familia. ¿Es usted una amiga de la familia, miss Latterly?
– Conozco al padre de Sir Oliver y soy una de sus mayores admiradoras -contestó Hester, diciendo la verdad.
La señora Trowbridge murmuró algo inaudible.
Rathbone hizo una reverencia y ofreció su brazo a Hester, a quien llevó hacia otro corro de gente, en su mayoría hombres de mediana edad y a todas luces acaudalados. Les presentó a Hester uno por uno, sin dar a nadie explicación alguna.
Para cuando hubieron ocupado sus asientos y el telón se había levantado dando paso al primer acto, a Hester le daba vueltas la cabeza. Había detectado la especulación de sus miradas. Rathbone sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Ahora estaba sentada a su lado en el palco y no conseguía evitar apartar la vista del escenario para escrutar la expresión de su rostro gracias al reflejo de la luz. Parecía encontrarse a gusto, en todo caso un tanto divertido. Sus labios esbozaban una sonrisa y la piel de sus mejillas estaba tersa. Después bajó la vista para verle las manos y advirtió que las movía sin cesar, sólo un poco, pero como si le resultara imposible tenerlas quietas. Estaba nervioso.
Volvió a mirar hacia el escenario, el corazón le latía de tal modo que le dio la impresión de oírlo. Observaba a los actores y escuchaba cuanto decían, si bien pasado un instante ya no recordaba nada de lo que había oído. Se acordó de la primera vez que asistió al teatro con Rathbone. En aquella ocasión se había mostrado mucho más dicharachera, tal vez en exceso, manifestando sus opiniones sobre las cosas que más la apasionaban. Él fue cortés en todo momento, como siempre, pues su dignidad le impedía obrar de otro modo. Ahora bien, ella había percibido su frialdad, las distancias que guardaba, como si quisiera asegurarse de que sus amigos no hicieran demasiadas suposiciones a propósito de su interés por ella, dando por sentado algo más que una relación superficial. Su amigo, muy convencional, deploraba su excesiva franqueza al tiempo que admiraba su coraje, y se debatía entre opiniones opuestas.
No obstante, después de aquello había defendido a Zorah Rostova estando a punto de arruinar su carrera. Había aprendido de una forma extremadamente real los límites y la intolerancia de su propia profesión, así como la rapidez con que la sociedad podía traicionar sus lealtades cuando se cruzaban determinadas fronteras. La compasión y la fe no eran excusa suficiente. Él había hablado desde la convicción, sin detenerse a sopesar el resultado. De pronto él y Hester se encontraron en la misma orilla del río que antes los había separado.
¿Era de eso de lo que era consciente, lo que al mismo tiempo le alarmaba y le estimulaba?
Se volvió para mirarle una vez más y se encontró con que él la miraba también. Recordaba a la perfección lo oscuros que eran sus ojos, a pesar de tener el pelo castaño claro, pero aun así volvió a sorprenderse ante la calidez de su mirada. Le sonrió, tragó saliva y volvió a concentrarse en el escenario. Debía fingir que la obra le interesaba o, cuando menos, que sabía de qué iba. Lo cierto era que no tenía la más remota idea. Ni siquiera habría podido identificar al héroe y al villano, suponiendo que los hubiera.
Cuando llegó el entreacto se encontró cohibida.
– ¿Lo estás pasando bien? -preguntó Rathbone, que caminaba tras ella hacia el foyer donde servían refrescos.
– Sí, gracias -contestó Hester, esperando que no iniciara una conversación sobre el argumento.
– Y si te dijera que no he prestado la atención debida, que tenía la mente en otra parte, ¿podrías contarme lo que me he perdido? -dijo, con delicadeza-. Así igual entiendo el segundo acto.
Hester pensó con rapidez. Debía concentrarse en lo que él le decía, no en lo que tal vez quisiera dar a entender. No debía sacar conclusiones que los pusieran a ambos en una situación embarazosa. Si eso sucediera, nunca serían capaces de reanudar su amistad. Todo habría terminado, incluso si ninguno de los dos lo reconocía, y eso les haría daño. Se dio cuenta con sorpresa de lo mucho que le dolería.
Le miró con una sonrisa, más bien despreocupada, aunque no tan leve como para parecer forzada o estudiada.
– Llevas un caso que te preocupa, uno nuevo, ¿verdad?
¿Se haría fuerte en esa excusa, que por otra parte podía ser cierta? La puerta estaba abierta.
– No -dijo con franqueza-. Supongo que en cierto sentido tiene que ver con la ley, pero a todas luces no son los aspectos legales lo que tenía en mente.
Esta vez Hester le miró a los ojos.
– ¿Los aspectos legales de qué?
– De lo que me preocupa.
Le rodeó la espalda con un brazo para guiarla a través del gentío, y notó que el contacto con su cuerpo la envaraba. Era una sensación de seguridad, inquietantemente agradable. Pero ¿por qué iba a inquietarle algo agradable? ¡Era ridículo!
Pues porque sería muy fácil acostumbrarse. La amabilidad y la dulzura de aquellos gestos suponían una tentación casi irresistible. Era como llegar a un lugar soleado y darse cuenta del frío que había pasado.
– Hester.
– Dime.
– Quizás éste no sea el mejor sitio, pero…
Antes de que pudiera terminar lo que iba a decir, le abordó un hombre muy corpulento de abundante pelo cano y modales paternales y amistosos.
– ¡Dios mío, Rathbone, estás a kilómetros, chico! ¡Juro que te he visto pasar junto a media docena de conocidos como si no repararas en su existencia! ¿Debo atribuirlo a tu encantadora acompañante o a un caso particularmente absorbente? ¡Das la impresión de hacerte cargo de los más endiablados de todos!
Rathbone parpadeó con insistencia, cosa que rara vez hacía.
– A mi acompañante, por descontado -contestó sin más titubeos-. Hester, permíteme que te presente al señor Justice Charles. Miss Hester Latterly.
– ¡Ah! -exclamó Charles con satisfacción-. Ahora la reconozco, señora. Usted es aquella muchacha excepcional que sacó a la luz las pruebas condenatorias en el caso Rostova. Estuvo en Crimea, ¿no es cierto? ¡Extraordinario! Cómo está cambiando el mundo. A decir verdad, no es que me parezca demasiado bien, aunque tampoco tengo elección, supongo. Habrá que sacarle el máximo partido, ¿eh?
En otra ocasión le habría retado a explicarse mejor. ¿Acaso desaprobaba que las mujeres tuvieran la oportunidad de hacer una contribución como la de Florence Nightingale? ¿Le molestaba su libertad? ¿Que hicieran uso de sus conocimientos y autoridad, y del poder que éstos les conferían, aunque sólo fuese temporalmente? Semejante actitud la sacaba de quicio. Era anticuada, estrecha de miras, arraigada en los privilegios y la ignorancia. Era peor que injusta. Era peligrosa. Se trataba del tipo de idiotez que había conservado en sus puestos a los hombres equivocados para dirigir las batallas en Crimea, error que costó una incontable cantidad de vidas humanas.
Tomó aliento para iniciar el asalto, pero recordó entonces que Rathbone estaba tan cerca de ella que prácticamente le tocaba el codo y dejó ir el aire con un suspiro. Le incomodaría lo indecible, pese a que, en cierto sentido, estuviera de acuerdo con ella.
– Me temo que todos nos encontramos en la misma situación, señor -dijo con dulzura-. Hay un montón de cosas que tampoco yo apruebo, pero aún no he encontrado el modo de alterarlas.
– ¡No será porque no lo intentes! -dijo Rathbone secamente, tras desear las buenas noches al señor Justice Charles y apartarse de él unos metros-. ¡Has demostrado un tacto asombroso con él! Pensaba que ibas a leerle la cartilla por sus anticuadas opiniones.
– ¿Crees que eso le habría hecho cambiar de parecer en lo más mínimo? -preguntó Hester, poniendo cara de inocente.
– No, querida, no -contestó sonriendo, a punto de echarse a reír-. Pero es la primera vez que he visto que semejante consideración te detuviera.
– En ese caso, ¿será que el mundo está cambiando realmente?
– Por favor, no permitas que cambie más de la cuenta -dijo Rathbone, con una ternura que le desconcertó-. Aprecio mucho el tacto, sin duda tiene su lugar, pero no me gustaría que te convirtieras en una como las demás. La verdad es que me gustas mucho tal como eres. -Le tomó las manos-. Pese a que a veces me asustes. Quizá esté bien que le sorprendan a uno de vez en cuando. No conviene estar demasiado satisfecho de uno mismo.
– ¡Jamás he pensado eso de ti!
– Sí que lo has hecho, pero te aseguro que te equivocarías si lo hicieras ahora. No he estado más incómodo o inseguro de mí mismo en toda mi vida.
De pronto ella también perdió la confianza. La confusión le llevó a pensar en Monk. Rathbone le gustaba de verdad. Había en él algo excepcionalmente valioso. Monk en cambio era esquivo, inflexible, a veces arbitrario y frío. Aun así no podía darle la espalda. No deseaba que Rathbone hiciera una pregunta que requiriese respuesta.
Su corazón recuperó el pulso normal. Sonrió y levantó una mano hasta la mejilla de su amigo.
– Pues olvidémonos del ayer y el mañana, y asegurémonos de hacer de esta velada una isla de amistad, con la confianza de no abrigar ninguna duda. Yo tampoco tengo la menor idea de qué va la obra, pero ya que el público no para de reírse, imagino que es tan ingeniosa como dicen los críticos.
Rathbone suspiró y le devolvió la sonrisa. De pronto su mirada transmitía comodidad. Se inclinó hacia delante, tomó la mano de Hester y se la llevó a los labios.
– Me parece un plan maravilloso.
Cuando el doctor Wade se personó al día siguiente, lo hizo acompañado de su hermana Englantyne, quien manifestó la misma preocupación por Sylvestra que en la visita anterior, ofreciéndole una especie de mutuo entendimiento silencioso que Hester ahora apreció aún más. Entonces le había parecido que se debía a que no sabía qué decir. Observándola ahora con más detenimiento, se daba cuenta, en cambio, de que ese silencio respondía a un conocimiento al que las palabras no podían ofrecer servicio alguno, pues podían acabar devaluando algo que era demasiado grande para el lenguaje cotidiano.
Una vez se hubieron retirado al salón de las visitas, Hester miró a Corriden Wade. Saltaba a la vista que estaba cansado; la tensión acentuaba las arrugas que la fatiga había creado alrededor de la boca y los ojos. Su porte carecía de la energía que le caracterizaba.
– ¿Puedo ayudarle en algo, doctor Wade? -preguntó con seriedad-. Sin duda habrá algo que yo pueda hacer para aliviar la carga que soporta. Supongo que tiene otros pacientes, tanto en el hospital como en sus hogares. -Buscó sus ojos-. ¿Cuándo fue la última vez que pensó en sí mismo?
El médico la miró fijamente, como si durante un instante no supiera a qué se estaba refiriendo.
– ¿Doctor Wade?
Por fin sonrió, y su rostro cambió por completo. El desánimo y la inquietud se desvanecieron, aunque nada podía disimular su agotamiento.
– Es muy generoso de su parte, miss Latterly -dijo en voz baja-. Le ruego que me disculpe por mostrar mis sentimientos de un modo tan evidente. No es una cualidad que admire o anhele. Aunque debo admitir que este caso me perturba profundamente. Como sin duda habrá observado, tanto mi hermana como yo apreciamos mucho a toda la familia. -Una sombra de tristeza enturbió su mirada, que encerraba una sorpresa más que patente-. Todavía me cuesta trabajo aceptar que Leighton…, el señor Duff…, esté muerto. Lo traté durante años. Compartimos… un montón de cosas. Que todo haya tenido que terminar… -suspiró de manera ostensible- de esta manera… es algo terrible. Rhys es mucho más que un paciente para mí. Sé bien… -hizo un gesto con las manos-, sé bien que un buen médico, o una buena enfermera, no deben permitirse una relación personal con sus pacientes. Puede afectar a nuestro juicio para ofrecer el mejor cuidado posible. Los familiares pueden brindar compasión y lástima, apoyo moral y amor. Acuden a nosotros para que proporcionemos el mejor tratamiento profesional, no emociones. Sé todo esto tan bien como cualquiera. Con todo, no logro evitar conmoverme cuando veo a Rhys en semejante estado.
– Tampoco yo -confesó Hester-. No creo que nadie espere de nosotros que no nos preocupemos. ¿Cómo íbamos a dedicar nuestro tiempo a ayudar a los enfermos y los heridos, si no nos preocuparan?
La observó detenidamente unos instantes.
– Es usted una mujer extraordinaria, miss Latterly. Y por supuesto tiene razón. Voy a subir a visitar a Rhys. Quizá le apetezca hacer compañía a las damas y…
– ¿Sí?
Ya se había acostumbrado al hecho de que visitara a Rhys a solas, de modo que había dejado de cuestionarlo.
– Por favor, no les dé demasiados ánimos. No estoy seguro de que esté progresando tan bien como pensaba. Las heridas externas se están curando pero parece como si le faltara energía, voluntad para recobrarse. Apenas detecto que recupere las fuerzas, cosa que me llena de inquietud. ¿Podría decirme si he pasado algo por alto, miss Latterly?
– No… no, ojalá pudiera. También yo he deseado que tuviera más ganas de sentarse más a menudo, hasta de instalarse a ratos en una butaca. Todavía está muy débil y come menos de lo que cabría esperar.
El médico suspiró.
– Tal vez esperamos demasiado, pero mida sus palabras, miss Latterly, o puede que sin querer causemos aún más daño.
Y tras una inclinación de cabeza, subió la escalera y desapareció en el descansillo.
Hester se dirigió al salón de las visitas y llamó a la puerta. Temía interrumpir un momento de intimidad. Sin embargo, la invitaron a pasar de inmediato y sin el más mínimo signo de disgusto.
– Pase, pase, miss Latterly -dijo Englantyne, calurosamente-. La señora Duff me estaba hablando de las cartas que envía Amalia desde la India. Parece un lugar muy hermoso, a pesar del calor y las enfermedades. A veces lamento que haya tantas partes del mundo que nunca llegaré a ver. Por supuesto mi hermano ha viajado mucho…
– Sirvió como médico en la marina, ¿verdad?
– Hester tomó asiento en la butaca que le indicaron-. Algo me ha contado al respecto.
El rostro de Englantyne no alteró su expresión. Era obvio que no le emocionaba la idea del peligro, del coraje personal, de las condiciones de vida desesperadas y del conocimiento personal del sufrimiento como le ocurría a Hester. Aunque, ¿cómo iba a emocionarla? Lo más probable era que Englantyne Wade no hubiese presenciado nada más violento o penoso que un accidente menor de carruaje, un hueso roto o un corte en la mano. Su mayor pesar sería… ¿qué? El aburrimiento, la sensación de que la vida pasaba a su lado sin tocarla, de no ser realmente útil para nadie. Casi con toda seguridad la soledad, quizá un viejo romance, el amor conocido y perdido o tal vez meramente soñado. Era guapa, de hecho muy guapa, y también parecía buena persona. Pero eso no bastaba para comprender a un hombre como Corriden Wade.
Englantyne evitó los ojos de Hester.
– Sí, de vez en cuando habla de ello. Está convencido de que no hay nada como la marina, y la vida en el mar, para fortalecer el carácter. Dice que es el método de que dispone la naturaleza para mejorar la raza. Al menos creo que eso es lo que dice. -No parecía muy interesada en el asunto. Su voz carecía de vitalidad, del ímpetu de la comprensión o la preocupación.
Sylvestra la miró, como si percibiera alguna emoción, quizá soledad, bajo sus palabras.
– ¿Le gustaría viajar? -preguntó Hester, para cubrir el silencio.
– A veces lo pienso -contestó Englantyne con lentitud, recordando las exigencias que la educación imponía a toda conversación-. Aunque no sé muy bien dónde iría. Fidelis…, la señora Kynaston…, también habla de ello a veces. Pero, como es lógico, sólo se trata de un sueño. Con todo, resulta agradable leer acerca de otros mundos, ¿no es cierto? Si no me equivoco dedica mucho tiempo a leer para Rhys, ¿verdad?
La conversación se prolongó casi una hora, abarcando distintos temas sin llegar a profundizar en ninguno.
Finalmente Corriden Wade regresó, muy serio, con las arrugas de la cara muy marcadas, como si estuviera al límite de sus fuerzas. Cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie ante las mujeres.
Sin decir nada, Englantyne le dio la mano a Sylvestra; ésta se aferró a ella apretando de tal modo que los nudillos se le pusieron blancos.
– Lo siento mucho, querida -dijo el médico en voz baja-. Debo advertirte que Rhys no está progresando tan bien como yo quisiera. Como sin duda ya te habrá contado miss Latterly, las heridas externas están curando bien. Ninguna de ellas supura y ya podemos descartar el riesgo de gangrena. Pero en lo referente a las internas no podemos decir nada, A veces se dañan órganos sin que tengamos forma de saberlo. No puedo hacer nada por él salvo recetarle sedantes para que descanse tanto como pueda y una dieta blanda que no le haga daño y sea nutritiva y fácil de digerir.
Sylvestra levantó la vista hacia el médico con el rostro desencajado.
– Debemos ser pacientes y no perder la esperanza -dijo Englantyne con delicadeza, mirando a Sylvestra, luego a su hermano y de nuevo a su amiga-. Al menos no ha empeorado y eso, de por sí, ya es de agradecer.
Sylvestra intentó sonreír, sin conseguirlo.
– ¿Por qué no habla? -suplicó-. Dijiste que no había sufrido ninguna herida que pudiera dejarle mudo. ¿Qué es lo que le pasa, Corriden? ¿Por qué ha cambiado tantísimo?
El médico titubeó. Dirigió una mirada a su hermana y tomó aliento como si fuera a contestar, pero permaneció callado.
– ¿Por qué? -insistió Sylvestra, alzando la voz.
– No lo sé -contestó Wade, con un gesto de impotencia-. No lo sé, querida, y debes prepararte para aceptar que quizá nunca lo sepamos. Tal vez sólo se recobre si consigue olvidarlo todo por completo. Empezar a vivir de nuevo partiendo de cero. Y, tal vez, eso será lo que acabe pasando con el tiempo.
Se volvió hacia Hester, abriendo mucho los ojos.
Ella no podía contestar. Todos la miraban fijamente, aguardando que les diera alguna esperanza. Deseaba poder hacerlo y, sin embargo, si lo hacía y resultaba ser falsa, ¿no sería un golpe mucho más duro? ¿O es que lo único que importaba en aquel momento era pasar la noche y llegar al día siguiente? Un paso cada vez. No debía tratar de efectuar todo el viaje de una sola vez. Podía resultar demasiado traumático.
– Es muy posible que así sea -convino en voz alta-. El tiempo y el olvido tal vez curen su espíritu y, entonces, el cuerpo lo hará también.
Sylvestra se calmó un poco, conteniendo las lágrimas. Sorprendentemente, incluso Corriden Wade se mostró satisfecho con su respuesta.
– Sí, sí -asintió-. Es una visión muy acertada, miss Latterly. Y no debemos olvidar su experiencia con hombres heridos que sin duda fueron testigos de tremendas atrocidades. Haremos cuanto esté en nuestras manos para ayudarle a olvidar.
Hester se puso en pie.
– Ahora debo subir a ver si necesita algo. Tengan la bondad de disculparme.
Murmuraron su asentimiento y salió de la habitación deseándoles buenas tardes, antes de cruzar presurosa el vestíbulo y subir las escaleras. Encontró a Rhys acurrucado en la cama, con las sábanas revueltas, y una palangana con vendajes sucios de sangre junto a la puerta, medio cubierta por un paño. Estaba temblando pese a que las mantas le cubrían hasta el cuello y el fuego ardía con fuerza en la chimenea.
– ¿Quiere que haga la cama…? -comenzó.
La fulminó con una mirada tan cargada de rabia que se interrumpió a media frase. Presentaba un aspecto tan feroz que pensó que, si se acercaba lo suficiente, incluso intentaría pegarle, haciéndose daño otra vez en las manos rotas.
¿Qué había sucedido? ¿Le había dicho el doctor Wade lo grave que estaba? ¿Había barajado la posibilidad de que quizá nunca se restablecería? ¿Era esa rabia la forma en que ocultaba un dolor que no podía soportar? Había presenciado esa clase de rabia con anterioridad, demasiadas veces incluso.
¿O era que el doctor Wade, al examinarlo, se había visto forzado a hacerle daño para observar con detenimiento sus heridas? ¿Acaso la furia de sus ojos y el rastro de lágrimas en sus mejillas eran fruto de un dolor insoportable y de la humillación que suponía no haber estado a la altura de su ideal de coraje?
¿Qué podía hacer para intentar aliviarlo?
Quizá lo último que deseaba en aquel momento era recibir mimos. Quizá aquella cama revuelta, sucia e incómoda, con las sábanas manchadas de sangre, fuese mejor que la interferencia de alguien que no podía compartir su dolor.
– Si me necesita, haga sonar la campanilla -dijo Hester en voz baja, comprobando que estuviera al alcance del muchacho. No estaba en su sitio. Miró a su alrededor. Estaba encima de la cómoda. El doctor Wade podría haberla puesto allí para hacer sitio en la mesilla de noche a su instrumental o a la palangana. La volvió a poner donde solían dejarla-. No importa la hora que sea -le aseguró-. Llame y vendré.
Rhys la miraba fijamente. Seguía estando furioso, aprisionado en el silencio. Se le saltaron las lágrimas y apartó la vista de ella.