Corriden Wade se marchó entrada la noche y Hester subió a comprobar cómo seguía Rhys antes de prepararlo para dormir. Lo encontró tendido de costado, hecho un ovillo encima de la cama, con la cabeza vuelta hacia la almohada y los ojos como platos. Con cualquier otra persona habría intentado hablar, enterarse de lo que le preocupaba, si no de un modo directo sí al menos indirectamente. Pero la única forma de comunicarse que tenía Rhys de momento era manifestar acuerdo o desacuerdo con lo que se le preguntara. Hester tenía que adivinar, buscar a tientas entre la miríada de posibilidades y tratar de formularlas de modo que él pudiera contestar sí o no. Era una herramienta muy burda para atreverse a abordar un dolor tan sutil y terrible. Sería como operar en carne viva con un hacha.
No obstante, a veces las palabras no resultaban demasiado precisas. Ni siquiera sabía lo que le dolía en aquel momento. Podía ser miedo ante lo que le deparaba el futuro o, simplemente, miedo a dormir esa noche, a los sueños y recuerdos que ello le comportaría. Podía ser la pena que sentía por su padre, culpabilidad ante el hecho de que él estuviera vivo y su padre muerto o, más profundamente, porque su padre había salido de casa tras él y, quizá, de no haberlo hecho, aún seguiría con vida. O también podía ser esa mezcla de rabia y pesar que aflige a quien se ha separado por última vez de alguien en mitad de una discusión y sabe ahora que ya es demasiado tarde para enmendar todo aquello que se dijo.
Podía no ser más que la fatiga del dolor físico y el temor a que se prolongara en una infinita sucesión de días interminables. ¿Iba a pasarse el resto de su vida allí, encerrado en el silencio de su terrible aislamiento?
¿O recobraría la memoria pese a revivir con ello el terror, el dolor y la impotencia?
Hester deseaba tocarle. Era la forma de comunicación más inmediata. No era preciso decir nada. No cabía ninguna pregunta, ninguna torpeza o suposición errónea, se trataba simplemente de proximidad.
Aunque entonces recordó cómo había rechazado a su madre. A ella no la conocía lo bastante y no sería extraño que lo considerase una intromisión, una familiaridad que no le correspondía, un provecho que sacaba sólo porque él estaba enfermo y dependía de ella.
Al final dejó que hablara su mente.
– Rhys…
No se movió.
– Rhys…, ¿quiere que me quede un rato o prefiere estar solo?
El muchacho se volvió muy despacio y la miró fijamente, con los ojos muy abiertos y ensombrecidos.
Hester trató de descifrar el mensaje que contenían, de percibir qué emoción, qué necesidad clamaba en su mente y le desgarraba hasta el punto de no soportarlo ni poder manifestarlo con palabras. Prescindiendo de lo que había decidido, se dejó llevar por su propia necesidad y le tocó, posando la mano en el brazo desnudo de Rhys más arriba de los vendajes y las tablillas.
Rhys no pestañeó.
Hester esbozó una sonrisa.
El muchacho abrió la boca, tensó la garganta pero no emitió sonido alguno. Empezó a respirar más deprisa, tragando saliva. Tenía que jadear para no atragantarse, pero no le salía la voz, ni una palabra.
Hester le puso una mano en los labios.
– No pasa nada. Espere un poco. Concédase tiempo para curarse. ¿Hay…, hay algo en particular que quiera decir?
Nada. Sus ojos eran todo pavor y desdicha.
Ella aguardó, tratando de comprender.
Poco a poco los ojos de Rhys se llenaron de lágrimas y negó con la cabeza.
Hester le apartó el cabello oscuro de la frente.
– ¿Tiene ganas de dormir?
Volvió a negar con la cabeza.
– ¿Quiere que busque algo para leer?
Asintió.
Hester fue hasta la estantería. ¿Realmente debía descartar cualquier cosa que pudiera causarle pena, recordarle su estado o reavivar sus recuerdos? ¿No acabaría siendo todo más evidente debido a su ausencia?
Eligió una traducción de La Ilíada. Estaría cuajada de batallas y muertes pero el lenguaje sería hermoso, y rebosaría vida con imágenes y luz, amores épicos, dioses y diosas, ciudades antiguas y mares oscuros como el vino… Un mundo mental muy alejado de los callejones de St Giles.
Se sentó en una silla junto a la cama donde Rhys, muy quieto, escuchaba sin apartar los ojos de su rostro. Dieron las once, medianoche, la una y por fin se rindió al sueño. Hester puso un punto en la página, cerró el libro y se fue de puntillas a su habitación, donde se tendió encima de la cama y se durmió con la ropa puesta.
Se despertó tarde y todavía cansada, aunque había dormido mejor que cualquier otra noche desde su llegada a Ebury Street. Fue a ver a Rhys de inmediato y lo encontró un tanto inquieto, aunque aún no estaba listo para despertarse del todo y tomar el desayuno.
Abajo se encontró con Sylvestra, quien cruzó el vestíbulo en cuanto vio a Hester, con el rostro crispado por la angustia.
– ¿Cómo se encuentra mi hijo? ¿Ha hablado ya? -Cerró los ojos, impaciente consigo misma-. Lo siento. Me juré no preguntarlo. El doctor Wade dice que debo tener paciencia… pero… -se interrumpió.
– Naturalmente, es muy difícil -la tranquilizó Hester-. Cada día parece una semana. Pero estuvimos leyendo hasta muy tarde anoche y parece que ha dormido bien. Está mucho más calmado.
El cuerpo de Sylvestra liberó parte de su tensión; bajó un poco los hombros y trató de sonreír.
– Acompáñeme al comedor. Seguro que aún no ha desayunado; yo tampoco.
– Gracias.
Hester aceptó no sólo porque se lo pidiese su patrona, sino porque esperaba ir averiguando más cosas sobre Rhys y así ser capaz de brindarle mejor consuelo. Consuelo mental era todo cuanto podía ofrecerle, aparte de ayudarle a comer, a mantenerse limpio y a atender sus necesidades íntimas más elementales. De momento el doctor Wade no le permitía cambiar ningún apósito salvo los más superficiales, y las heridas más graves de Rhys estaban en su interior, un lugar al que nadie tenía acceso.
El comedor presentaba una decoración muy agradable aunque, como el resto de la casa, su estilo resultaba demasiado recargado para el gusto de Hester. La mesa y el trinchero isabelinos eran de roble, macizos e imponentes, hechos con una cantidad fabulosa de madera. Los sillones de trinchador de ambas puntas de la mesa eran de respaldo alto y con brazos torneados. No había espejos, que sin duda habrían aportado más luz así como una mayor sensación de amplitud. Las cortinas eran de brocado granate y rosa, recogidas con cordones de flecos y borlas, bien extendidas para mostrar toda su riqueza, y el forro era de color borgoña. En las paredes había por lo menos una docena de cuadros.
Ahora bien, era en extremo confortable. Las sillas tenían almohadillas en los asientos y el fuego resplandecía en la chimenea rinconera, irradiando su calor por toda la estancia.
Sylvestra no tenía apetito. Se sirvió un trozo de tostada y no acabó de decidirse entre la mermelada Dundee y una conserva de albaricoque. Llenó una taza de té y dio un primer sorbo cuando aún estaba demasiado caliente.
Hester se preguntó qué clase de hombre había sido Leighton Duff, cómo se habían conocido y qué había ocurrido en su relación a lo largo de aquellos veinticinco años. ¿Con qué amigos contaba Sylvestra para que la asistieran en su aflicción? Todos ellos habrían acudido al funeral, pero éste se había celebrado casi de inmediato, durante los pocos días que Rhys permaneció en el hospital y, por tanto, antes de la llegada de Hester. Ahora ya había pasado el momento de los pésames formales y Sylvestra estaba sola para enfrentarse al vacío de los días venideros.
Al parecer, la hermana del doctor Wade tenía ganas de visitarla tan pronto como le fuera posible y se notaba que la relación del mismo doctor iba más allá del mero trato profesional.
– ¿Ha vivido siempre aquí? -preguntó Hester.
– Sí -contestó Sylvestra, levantando con presteza la vista como si agradeciera tener de qué hablar y no hubiese sabido por dónde empezar-. Sí, desde que me casé.
– Es extremadamente confortable.
– Sí… -Sylvestra contestó de un modo automático, como si se tratara del comentario de rigor y estuviera acostumbrada a oírlo. Aquello carecía de sentido. La pobreza y los peligros constantes de St Giles eran aún más remotos que las disputas y los dioses de La Ilíada, pues quedaban incluso más allá de los horizontes de la imaginación. Sylvestra se retractó-. Sí, sí que lo es. Supongo que me he acostumbrado tanto que ya no me doy cuenta. Usted habrá vivido experiencias muy diversas, miss Latterly. Admiro su coraje y el sentido del deber que demostró yendo a Crimea. Me consta que a mi hija Amalia le habría encantado conocerla. Y creo que a usted le habría gustado ella. Tiene una mente muy inquisitiva, y el coraje suficiente para perseguir sus sueños.
– Una cualidad soberbia -opinó Hester con sinceridad-. Tiene sobrados motivos para sentirse orgullosa de ella.
Sylvestra sonrió.
– Sí…, gracias, desde luego, gracias. -Hizo una pausa-. Miss Latterly…
– Dígame.
– ¿Rhys recuerda lo que le ocurrió?
– No lo sé. En estos casos las personas normalmente recuerdan, aunque no siempre. Tengo un amigo que sufrió un accidente y se dio un golpe en la cabeza. Sólo conserva recuerdos fugaces anteriores a ese día. A veces un sonido o un olor le recuerdan algo, pero sólo fragmentos. Tiene que juntar esos trozos como buenamente puede y descartar lo demás. Y aunque no ha conseguido rehacer su vida, se ha construido otra. -Abandonó la pretensión de comer-. Pero Rhys no se lesionó la cabeza. Quizá sea sólo esa noche lo que no puede recordar, y quizá sea lo mejor. A veces hay recuerdos que no podemos soportar. El olvido es el mecanismo con el que la naturaleza nos ayuda a conservar la cordura. Es la forma de curar que adopta la mente cuando el olvido natural resulta imposible.
Sylvestra tenía los ojos clavados en el plato.
– Los policías intentarán hacerle recordar. Necesitan saber quién le atacó y quién asesinó a mi marido. -Levantó la vista-. ¿Qué pasará si no soporta el recuerdo, miss Latterly? ¿Qué será de él si le acosan, le muestran pruebas, traen un testigo o lo que sea y le obligan a revivirlo? ¿Perderá la cabeza? ¿No podría usted evitarlo? ¿No podemos hacer nada para protegerlo? ¡Algo podrá hacerse!
– Sí, por supuesto -dijo Hester sin pensarlo. Su mente estaba centrada en el recuerdo de Rhys tratando desesperadamente de hablar, en sus ojos abiertos con horror, en su cuerpo empapado en sudor mientras se debatía con sus pesadillas, agarrotado por el miedo, con la garganta contraída en un grito silencioso mientras el dolor le atenazaba y nadie podía escucharle, nadie acudía en su ayuda-. Está demasiado enfermo para que le acosen y estoy convencida de que el doctor Wade así se lo hará saber. Además, dado que le es imposible hablar ni escribir, no puede hacer mucho más que asentir o negar. Tendrán que resolver este caso valiéndose de otros medios.
– ¡Ya me dirá cómo! -Sylvestra levantó la voz, arrebatada por la desesperación-Yo no puedo ayudarles. Sólo me hicieron preguntas estúpidas sobre lo que Leighton llevaba puesto y la hora en que se marchó. ¡Nada de eso les hará llegar a ninguna parte!
– ¿Qué podría ayudarles? -Hester vació su taza en el recipiente para los posos del té y alcanzó la tetera, ofreciéndose cortésmente a servir a Sylvestra también. Ante el asentimiento de ésta, llenó ambas tazas.
– Ojalá lo supiera -dijo Sylvestra, casi para sus adentros-. Me he devanado los sesos pensando qué podía estar haciendo Leighton en un sitio como ése, y lo único que se me ocurre es que llegó siguiendo a Rhys. Estaba… Estaba muy enfadado cuando salió de casa, mucho más enfadado de lo que le dije a ese muchacho de la policía. Me resulta desleal comentar asuntos de familia con desconocidos.
Hester sabía que no se refería tanto a los desconocidos como a las personas de distinta clase social, pues así era como consideraba a Evan. Naturalmente no sabía que el padre de éste era pastor de la iglesia y que había elegido el trabajo de policía empujado por la vocación de servir a la justicia, no porque fuese su lugar natural en la sociedad.
– Por supuesto -convino-. Es doloroso admitir, hasta para uno mismo, una discusión que ya no es posible reparar. Uno tiene que unirla al resto de la relación y verla meramente como una parte más que sólo por error ha sido la última. Probablemente fue menos importante de lo que ahora parece. Si el señor Duff estuviese vivo, seguro que habrían resuelto sus diferencias. -Hester procuró que no sonara como una pregunta.
Sylvestra tomó un sorbo de té recién servido.
– Eran bastante distintos. Rhys es el menor. Leighton decía que yo lo mimaba. Quizá tuviera razón. Me… Me daba la impresión de entenderlo tan bien. -Hizo una mueca de dolor-. Ahora me siento como si no lo entendiera en absoluto. Y mi fracaso puede haberle costado la vida a mi marido…
Sus dedos apretaban con tal fuerza la taza que Hester temió que la rompiera, derramándose el líquido caliente por encima, y que se cortara la mano con los fragmentos.
– ¡No se atormente por algo que no sabe si es cierto! -la exhortó-. Quizá debería pensar en algo que ayude a la policía a averiguar por qué fueron a St Giles. Puede que la causa se remonte a algo sucedido bastante antes de esa noche. Es un lugar espantoso. Debían tener una razón muy poderosa. ¿Es posible que lo hicieran por una tercera persona? ¿Un amigo con problemas?
Sylvestra levantó la vista y la miró con los ojos brillantes.
– Eso tendría sentido, ¿no es cierto?
– Así es. ¿Quiénes son los amigos de Rhys? ¿Quién puede preocuparle lo bastante para acudir a semejante lugar en su ayuda? Tal vez habían tomado dinero prestado. A veces ocurre…, una deuda de juego que no osaran reconocer ante su familia, o una muchacha de dudosa reputación.
Sylvestra sonrió pese al miedo, demostrando un gran dominio de sí misma.
– Me temo que eso encajaría muy bien con mi Rhys. Las chicas respetables le parecían más bien aburridas. Ésa fue la razón principal de la discusión con su padre. Le parecía injusto que Constance y Amalia pudieran viajar a la India y vivir toda suerte de experiencias exóticas, mientras a él se le exigía que permaneciese en casa y estudiara, que hiciese un buen matrimonio y se metiera en el negocio familiar.
– ¿A qué se dedicaba el señor Duff? -Hester sentía una considerable compasión por Rhys. Todo su deseo y su pasión, todos sus sueños, parecían centrarse en Oriente Medio, y sin embargo, le exigían que permaneciera en Londres mientras sus hermanas mayores corrían aventuras ya no imaginadas sino reales.
– Al Derecho -contestó Sylvestra-. Traspasos de bienes inmuebles, títulos de propiedad. Era el socio mayoritario. Tenía oficinas en Birmingham, Manchester y también en la City.
Muy respetable, pensó Hester, aunque no lo que anhelaría un espíritu soñador. Por lo menos cabía suponer que la familia dispondría de recursos. Las cuestiones económicas no debían representar un agravante. Se figuró que los Duff tenían previsto que Rhys fuera a la universidad y después siguiera los pasos de su padre en la empresa, comenzando, probablemente, como socio comanditario, para luego ascender con rapidez. Todo su futuro estaba planeado y estructurado. Naturalmente, era imprescindible que como mínimo contrajera un matrimonio decente y, a poder ser, afortunado. Hester casi podía notar cómo se iba tensando la red, igual que si la envolviese a ella. Era una vida que para decenas de miles de hombres suponía poco menos que un sueño.
Trató de imaginarse a Leighton Duff y las esperanzas que tenía puestas en su hijo, su rabia y frustración ante la ingratitud de Rhys, incapaz de valorar su suerte.
– Tuvo que ser un hombre de gran talento -dijo Hester, para llenar el silencio.
– En efecto -convino Sylvestra con una sonrisa distante-. Era inmensamente respetado. La cantidad de gente que tomaba en consideración sus opiniones era algo extraordinario. Tenía la virtud de percibir oportunidades y peligros que otros colegas, algunos muy hábiles y doctos, pasaban por alto.
Para Hester cada vez resultaba más complicado comprender su viaje a St Giles. Sabía muy poco de su personalidad, aparte de la ambición puesta en su hijo y, quizá, cierta falta de tacto a la hora de ejercer presión sobre él. Aunque, por otra parte, tampoco sabía cómo era Rhys antes del ataque. Puede que fuese muy terco, que desperdiciara su tiempo en lugar de dedicarse a estudiar. Quizá no había elegido bien a sus amistades, especialmente las femeninas. Podía muy bien ser un chico demasiado consentido por su madre, que se negara a crecer y asumir las responsabilidades propias de un adulto. Leighton Duff tal vez tenía sobrados motivos para sentirse exasperado con él. No sería la primera vez que una madre protegía en exceso a su hijo, consiguiendo así, sin proponérselo, lo último que deseaba para él: convertirlo en un ser incapaz de disfrutar de ningún tipo de felicidad duradera, un ser en permanente dependencia, y un marido inepto casi con toda seguridad.
Sylvestra estaba sumida en sus pensamientos, recordando un pasado más grato.
– Leighton podía llegar a ser muy gallardo -dijo pensativa-. Participó en muchos concursos hípicos cuando era joven. Era increíblemente bueno. Nunca tuvo cuadra propia, pero sus amigos se lo disputaban para que montara sus caballos. Ganaba con frecuencia, pues tenía coraje…, y por supuesto habilidad. A mí me encantaba verlo, pese a, que me aterraba que pudiera caerse. A la velocidad que van puede ser muy peligroso.
Hester trató de imaginarlo. Aquello no concordaba en absoluto con la idea de hombre serio y formal que se había forjado, la de un mesurado abogado redactando escrituras de propiedad. Qué soberana tontería juzgar a una persona a partir de unos pocos datos, cuando quedaba tanto por saber. Quizá el ejercicio de su profesión sólo fuese una pequeña parte de su vida, un aspecto práctico que le permitía mantener a su familia y quizá también la aventura y la imaginación de su verdadero ser. Cabía la posibilidad de que Constance y Amalia hubiesen heredado el coraje y los sueños de su padre.
– Supongo que tuvo que dejarlo al irse haciendo mayor -dijo, no sin prudencia.
Sylvestra sonrió.
– Sí, así fue. Se dio cuenta cuando un amigo nuestro sufrió una caída muy grave. Quedó lisiado. Bueno, aprendió a caminar de nuevo, después de unos seis meses, pero siempre con dolor, y no pudo seguir ejerciendo su profesión. Era cirujano y sus manos perdieron toda la firmeza. Fue una tragedia. Sólo tenía cuarenta y tres años.
Hester no contestó. Pensaba en ese hombre que había consagrado su vida a un arte, perdiéndolo todo al instante en una caída de caballo, cuando ni siquiera estaba haciendo algo necesario, simplemente una carrera. Cuánto arrepentimiento, cuánta culpabilidad por los apuros de su familia.
– Leighton le ayudó mucho -continuó Sylvestra-. Gestionó la venta de unas propiedades e invirtió el dinero para que obtuviera ingresos, al menos para su familia.
Hester se apresuró a sonreír, para dar a entender que atendía y manifestar aprobación.
El rostro de Sylvestra se ensombreció de nuevo.
– ¿Piensa que Rhys puede haber ido a ese sitio espantoso en busca de un amigo con problemas? -preguntó.
– Podría ser.
– Tendré que preguntárselo a Arthur Kynaston. Puede que venga a ver a Rhys, cuando esté un poco mejor. Igual le apetece.
– Lo mejor será que le preguntemos a él, dentro de uno o dos días. ¿Es buen amigo de Rhys?
– Oh, sí. Arthur es hijo de uno de los amigos más íntimos de Leighton, el director de Rowntrees; un excelente colegio para chicos que hay cerca de aquí. -Dulcificó un poco el rostro y habló con un ápice de entusiasmo-. Joel Kynaston fue un estudiante brillante, y decidió dedicar su vida a enseñar a los muchachos a amar el aprendizaje, sobre todo los clásicos. Ahí es donde Rhys ha aprendido todo el latín y el griego que sabe, y de ahí viene también su pasión por la historia y las culturas antiguas. Es la mayor bendición que puede recibir un joven. O una persona de cualquier edad, supongo.
– Por supuesto -convino Hester.
– Arthur tiene la misma edad que Rhys. Su hermano mayor, Marmaduke, a quien llaman Duke, también es amigo suyo. Es un poco… ¿más alocado, quizá? La gente inteligente a veces lo es, y Duke tiene mucho talento. Me consta que Leighton pensaba que era muy testarudo. Ahora está en Oxford estudiando clásicas, como su padre. Naturalmente, pasa la Navidad en casa. Seguro que los dos están muy apenados.
Hester terminó su tostada y apuró su taza de té. Al menos sabía algo más sobre Rhys. Seguía sin explicarse qué le había ocurrido, pero empezaban a abrirse posibilidades.
Nada de cuanto había aprendido la preparó para lo que sucedió aquella tarde cuando Sylvestra entró en el dormitorio por tercera vez en lo que iba de día. Rhys había tomado un almuerzo muy ligero y luego se había dormido. Tenía el cuerpo dolorido. Estar siempre tendido más o menos en la misma postura le estaba anquilosando, y las heridas cicatrizaban muy despacio. Era imposible determinar qué lesiones internas le hacían daño, estaban hinchadas o incluso sangraban. Estaba muy incómodo y no concilio el sueño hasta que Hester le dio una infusión sedante para tranquilizarlo un poco.
Despertó nada más entrar Sylvestra, que se acercó y se sentó en una silla al lado de la cama.
– ¿Cómo estás, cariño? -dijo dulcemente-. ¿Has descansado?
Rhys la miraba fijamente. Hester estaba de pie junto a la cama y percibió el sombrío dolor que reflejaban sus ojos.
Sylvestra alargó la mano y acarició con ternura el brazo desnudo de su hijo, más arriba de las tablillas y la escayola.
– Con cada día que pase te pondrás un poco mejor, Rhys -dijo casi en un susurro, con un nudo en la garganta-. Se te pasará y te curarás.
Rhys no apartaba la vista de ella; sus labios se fueron retrayendo, enseñando los dientes con una gélida mirada de sumo desdén.
Fue como si Sylvestra encajara un golpe. Su mano permaneció en el brazo de su hijo, pero como congelada. Estaba demasiado aturdida para moverse.
– ¿Rhys…?
Un odio feroz invadió su rostro; daba la impresión de que, en caso de haber tenido fuerzas, la hubiese emprendido a golpes con ella, hiriéndola, deleitándose en su dolor.
– Rhys… -Abrió la boca para continuar pero no le salieron las palabras. Apartó la mano como si se la hubiese lastimado, protegiéndola con la otra.
El semblante de Rhys se relajó, todo signo de violencia había desaparecido, dejándole tullido y magullado.
Sylvestra volvió a tender la mano, perdonándole al instante.
Él la miró, midiendo sus sentimientos, esperando; luego levantó la otra mano y la golpeó con un violento movimiento que le descolocó las tablillas del vendaje. Sin duda, para sus huesos rotos debió de ser una agonía y la conmoción empalideció su rostro; sin embargo, no apartó los ojos de los de su madre, que se llenaron de lágrimas.
Sylvestra se puso de pie, esta vez herida de verdad, aunque el daño físico no era nada comparado con el dolor que le causaban la confusión, el rechazo y la impotencia. Caminó despacio hasta la puerta y salió de la habitación.
Los labios de Rhys dibujaron lentamente una maliciosa sonrisa de satisfacción y volvió la cara para mirar a Hester.
Ésta tenía el corazón helado.
– Eso ha sido horrible -dijo claramente-. Denigrante.
Rhys sostuvo su mirada mientras la confusión se iba adueñando de él. Fuera lo que fuese lo que esperaba de ella, al parecer aquella respuesta le sorprendió.
Hester sentía demasiada repulsa y era demasiado consciente del pesar de Sylvestra para guardarse lo que pensaba. Desconocía semejante clase de horror; era una mezcla de compasión y miedo, una sensación tan oscura que no admitía descripción.
– Lo que ha hecho ha sido cruel y absurdo -continuó-. ¡Estoy muy disgustada!
La ira refulgía en los ojos de Rhys, que volvió a sonreír, torciendo el gesto, como burlándose de sí mismo.
Hester le dio la espalda.
Le oyó golpear la sábana con la mano. Tuvo que dolerle, pues sin duda los huesos rotos se resintieron aún más. Era el único sistema que tenía para llamar la atención, a no ser que derribara la campanilla, pero en caso de hacerlo los demás podrían oírlo, sobre todo Sylvestra si aún no había bajado.
Hester se volvió de nuevo hacia él.
Rhys trataba desesperadamente de hablar. Sacudía la cabeza, movía los labios y convulsionaba la garganta esforzándose, sin éxito, por emitir algún sonido. Sólo jadeos. Intentaba cobrar aliento mientras se asfixiaba, pero le daban arcadas y volvía a asfixiarse.
Hester fue hacia él y le rodeó los hombros con un brazo, levantándolo un poco para que le fuera más fácil respirar.
– ¡Ya basta! -ordenó-. ¡Basta! Esto no le ayudará a hablar. ¡Respire despacio! Dentro… Fuera… Dentro… Fuera… Eso es. Así está mejor. Siga así. Despacio. -Siguió sosteniéndolo hasta que volvió a respirar con normalidad, luego lo dejó recostado en las almohadas. Lo contempló sin apasionamiento, hasta que vio descender las lágrimas por sus mejillas y aparecer la desesperación en sus ojos. Parecía totalmente ajeno a sus manos, apoyadas sobre la colcha con las tablillas que debían sujetarle los huesos torcidas. Tenían que provocarle un daño atroz y, sin embargo, el dolor de la emoción que lo embargaba era tan grande que ni siquiera las notaba.
¿Qué había ocurrido en St Giles? ¿Qué recuerdo desgarraba sus entrañas con semejante carga de horror?
– Voy a cambiar el vendaje de las manos -dijo con amabilidad-. No podemos dejarlas así. Puede que los huesos se hayan desencajado.
Rhys parpadeó, pero no dio muestras de desacuerdo.
– Le haré daño -advirtió.
El muchacho sonrió y dio un resoplido, soltando el aire de golpe.
Le llevó casi tres cuartos de hora deshacer los vendajes de ambas manos, examinar los dedos rotos, consciente en todo momento del espantoso dolor que debía estarle infligiendo, y volver a entablillarlas y vendarlas. A decir verdad, era una tarea más indicada para un cirujano, y quizá Corriden Wade se enfadara con ella por haberse tomado la libertad de hacerlo en lugar de mandarlo llamar, pero le esperaban al día siguiente y ella era perfectamente capaz de hacerlo. Por descontado, no era la primera vez que recomponía los huesos de alguien. No podía dejar a Rhys en aquel estado mientras enviaba a un criado a buscar al doctor Wade a su casa. A aquellas horas era muy fácil que estuviese fuera cenando, o incluso en el teatro.
Después de todo el trabajo, Rhys quedó exhausto. Tenía la tez cenicienta por el dolor y la ropa empapada en sudor.
– Cambiaré las sábanas -dijo Hester, con total naturalidad-. No puede dormir con la cama así. Luego le traeré un preparado para calmar el dolor; a ver si así descansa un poco. Confío en que se lo pensará dos veces antes de volver a pegar a nadie.
Rhys se mordió el labio y la miró fijamente. Se le veía atribulado, aunque su expresión distaba mucho de semejar una disculpa. Era algo demasiado complicado para manifestarlo sin palabras, y puede que incluso haciendo uso de ellas.
Le ayudó a desplazarse hasta el otro lado de la cama, sosteniendo parte de su peso; estaba débil y mareado a causa del dolor. Quitó las sábanas usadas y manchadas de sangre, cambiándolas por otras limpias. Luego le ayudó a cambiarse la camisa de dormir, lo sostuvo con firmeza mientras volvía a ponerse en mitad de la cama, lo arropó y estiró bien la colcha.
– Volveré dentro de nada con el preparado para el dolor -anunció-. No se mueva hasta que vuelva.
Rhys asintió obedientemente.
Le llevó casi un cuarto de hora mezclar la dosis máxima que se atrevía a darle de la medicina del doctor Wade. Tendría que bastar para ayudarle a dormir al menos media noche. Cualquier cosa lo bastante fuerte para atenuar el dolor de las manos podría matarlo. Era lo mejor que podía hacer. Se la dio, sosteniendo el vaso mientras bebía.
Rhys hizo una mueca de asco.
– Ya sé que es amargo -reconoció Hester-, He traído unas pastillas de menta para quitar el mal sabor de boca.
La miró muy serio y luego, muy despacio, sonrió. Le estaba dando las gracias, su gesto no encerraba nada más, ninguna crueldad, ninguna satisfacción. No le era posible explicarse.
Hester le apartó el pelo de la frente.
– Buenas noches -dijo en voz baja-. Si me necesita, ya sabe, sólo tiene que dar un golpe a la campanilla.
Rhys enarcó las cejas.
– Sí, claro que vendré -prometió Hester.
Esta vez la sonrisa fue más franca; luego, de pronto, se volvió con los ojos bañados en lágrimas.
Hester salió sin decir nada más, amargamente consciente de que lo estaba dejando a solas con su horror y su silencio. La medicina por lo menos le haría descansar.
El médico se presentó a la mañana siguiente. Era un día sombrío, el cielo plomizo anunciaba nevadas y un viento gélido silbaba entre los aleros.
Llegó con la tez rubicunda por el frío y frotándose las manos para activar la circulación después de la inmovilidad del carruaje.
Sylvestra se mostró aliviada al verle y salió de la sala de estar en cuanto oyó su voz en el vestíbulo. Hester se hallaba en lo alto de las escaleras y no pudo evitar reparar en el esfuerzo del médico por sonreírle y en el alivio de ella, que se aproximó ansiosamente hasta él. El doctor Wade tomó sus manos entre las suyas y fue asintiendo con la cabeza mientras le hablaba. La conversación fue breve y acto seguido subió al encuentro de Hester, a quien tomó del brazo para apartarla del barandal hacia la parte más reservada del centro del descansillo.
– No hay buenas noticias -dijo en voz muy baja, temeroso de que Sylvestra fuera a oírlo desde abajo-. ¿Le ha administrado los polvos que dejé?
– Sí, en la dosis más fuerte que usted prescribió. Le han proporcionado cierto alivio.
– Sí -asintió con la cabeza. Parecía tener frío, se le veía preocupado y muy cansado, como si tampoco él hubiese dormido mucho. Igual había pasado la noche en vela, atendiendo a otros pacientes. Abajo, en el vestíbulo, los pasos de Sylvestra se alejaron hacia el salón de las visitas.
– Ojalá supiera qué hacer para ayudarle, pero debo confesar que trabajo a ciegas. -Wade miró a Hester con una sonrisa apenada-. Esto es muy diferente de la cubierta del buque donde me formé. -Soltó una risilla seca-. Allí todo iba muy aprisa. Traían a los hombres y los tendían sobre la lona. Todos aguardaban su turno, el primero que llegaba era el primero en ser atendido. El trabajo más frecuente era extraer balas de mosquete, astillas de madera… ¿Sabía que las astillas de teca son venenosas, miss Latterly?
– No.
– ¡Claro que no! Ya me figuro que no eran ningún problema en el ejército. Y en cambio, en la marina, no atendíamos a hombres pisoteados o arrastrados por caballos. Supongo que usted sí.
– Sí.
– Ahora bien, ambos estamos familiarizados con el fuego de los cañones, los tajos de sable y la fiebre… -Le brillaban los ojos al recordar agonías pasadas-. ¡Dios mío, las fiebres! La amarilla, el escorbuto, el paludismo…
– El cólera, el tifus, la gangrena -respondió Hester, reviviendo el pasado con espantosa claridad.
– La gangrena -convino Wade, sin apartar sus ojos de los de Hester-. ¡Dios santo, cuánto coraje llegué a ver! Me imagino que a usted le habrá ocurrido poco más o menos lo mismo.
– Creo que sí. -No quería rememorar las caras pálidas otra vez, los cuerpos vencidos, las fiebres, las muertes, aunque el haber formado parte de aquello le encendía una especie de orgullo, como una punzada de dolor interior, y agradecía ser capaz de compartirlo con aquel hombre que le comprendía como jamás podría hacerlo un mero lector u oyente-. ¿Qué podemos hacer por Rhys? -preguntó.
Wade tomó aire y lo dejó ir en forma de suspiro.
– Mantenerlo tan calmado y cómodo como podamos. Las lesiones internas se curarán con el tiempo, creo, a no ser que estén peor de lo que percibimos. Las heridas externas están cicatrizando, pero aún es pronto. -Se puso muy serio y bajó más la voz, contradiciendo sus palabras-. Es joven, estaba fuerte y gozaba de buena salud. Los tejidos se recompondrán, pero llevará tiempo. Todavía sufrirá dolores bastante agudos. Es lo que cabe esperar, y lo único que podemos hacer es resistir. En cierta medida, los polvos que le di pueden aliviarle. Le cambiaré los apósitos cada vez que lo visite para asegurarme de que no haya infección. De momento, apenas supura y no hay signos de gangrena. Debo ser muy cuidadoso.
– Anoche me vi obligada a cambiarle el vendaje de las manos. Lo siento. -Se resistía a contarle el desagradable incidente con Sylvestra.
– ¿Y eso? -Se mostró precavido, sus ojos reflejaron su acentuada preocupación, pero Hester no vio en ellos enfado ni censura-. Me parece que lo mejor será que me cuente lo que ocurrió, miss Latterly. Me consta que desea proteger la intimidad de su paciente, pero hace mucho tiempo que conozco a Rhys. Estoy al tanto de los rasgos de su carácter.
Hester le resumió el encuentro con Sylvestra, omitiendo algunos detalles.
– Caramba -dijo el doctor quedamente. Se volvió para que Hester no le viera la cara-. No es nada prometedor. Por favor, no anime a la señora Duff a esperar… Miss Latterly, ¡confieso que no sé qué decir! No debemos cejar en nuestro empeño, hay que intentar cuanto se pueda prescindiendo de pronósticos. -Dudó antes de continuar, como si tuviera que hacer gran esfuerzo para dominar sus emociones-. He visto recuperaciones milagrosas. También he visto a muchos hombres morir. Tal vez lo mejor sea no decir nada. ¿Cree que podrá hacerlo, teniendo en cuenta que también usted vive en la casa?
– Puedo intentarlo. ¿Piensa que recobrará el habla?
Giró sobre sus talones y la miró con los ojos entrecerrados, sombríos, indescifrables.
– No tengo la menor idea. ¡Pero debe impedir que la policía lo acose! Si vuelven a interrogarle y le provocan otra crisis de histeria, podría morir. -Su voz sonó crispada y apremiante. Hester detectó en ella el mismo miedo que veía en sus ojos y en su boca-. No sé qué ocurrió, o qué fue lo que hizo, pero sí sé que recordarlo le resulta insoportable. Si quiere preservar su cordura, pondrá toda su inteligencia y coraje en evitar que la policía trate de hacérselo revivir con sus innumerables preguntas. Si le obligan a hacerlo, no sería de extrañar que se precipitara en un abismo de locura del que quizá no regresaría jamás. Creo que si hay alguien capaz de conseguirlo, ésa es usted.
– Gracias -dijo Hester sin más. Iba a atesorar aquel cumplido, pues el doctor Wade no era hombre que acostumbrara a hablar en vano.
El asintió.
– Ahora pasaré a visitarle. Por favor, asegúrese de que no nos interrumpen. Debo examinar no sólo las manos sino también las otras heridas para comprobar que no haya desgarros en los tejidos que están cicatrizando. Gracias por su dedicación, miss Latterly.
Al día siguiente Rhys recibió la primera visita desde el incidente. Fue poco después del mediodía. Se trataba de un día mucho más luminoso que la víspera. La nieve cubría los tejados reflejando el cielo ventoso y el pálido resol de los cortos días de invierno.
Hester se encontraba arriba cuando llamaron a la campanilla de la puerta y Wharmby hizo pasar a una mujer de insólito aspecto. De altura mediana, presentaba una tez clara y poco vistosa; sus rasgos eran marcados, decididamente asimétricos, y, sin embargo, le otorgaban un aire de extraordinaria resolución y calma interior. Sin duda no era hermosa, no obstante, transmitía una sensación de bienestar que resultaba de lo más atractiva.
– Buenas tardes, señora Kynaston -saludó Wharmby con evidente placer. Miró al joven que venía tras ella. Su pelo y su piel eran tan claros como los de ella, pero sus rasgos eran bastante distintos. Tenía el rostro alargado, de rasgos más finos y aguileños, y los ojos de un color azul celeste. Su semblante anunciaba un espíritu temperamental y soñador, quizá incluso un tanto solitario-. Buenas tardes, señorito Arthur.
– Buenas tardes -contestó la señora Kynaston. Iba vestida de marrón oscuro y negro, pues visitaba una casa en duelo. Su ropa estaba bien cortada pero carecía de estilo personal. Saltaba a la vista que no le concedía mayor importancia. Dejó que Wharmby le quitara la capa y la acompañase al salón de las visitas donde, al parecer, la esperaba Sylvestra. Arthur los siguió.
Wharmby subió las escaleras.
– Miss Latterly, el joven señor Kynaston es un gran amigo del señor Rhys. Ha preguntado si podría visitarlo. ¿Piensa usted que puede hacerlo?
– Le preguntaré al señor Rhys si desea verle -contestó Hester-. Si dice que sí, me gustaría hablar antes con el señor Kynaston. Es fundamental que no diga ni haga nada que pueda causarle angustia. El doctor Wade ha sido categórico al respecto.
– Por supuesto. Lo comprendo.
Aguardó mientras Hester iba a preguntar.
Rhys estaba mirando al techo, con los ojos medio cerrados.
Hester se quedó en el umbral.
– Ha venido Arthur Kynaston. Le gustaría visitarle, si se encuentra bien. Si no, basta con que me lo haga saber. Me ocuparé de explicárselo para que no se ofenda.
Rhys abrió mucho los ojos. Hester creyó ver entusiasmo en ellos, luego una súbita duda, tal vez bochorno.
Aguardó.
Rhys vacilaba. Estaba solo, asustado, se sentía vulnerable, avergonzado de su impotencia y quizá de lo que no había hecho para salvar a su padre. Tal vez, como muchos soldados que había conocido, se reprochaba el hecho en sí de haber sobrevivido. ¿Había sido realmente un cobarde o sólo temía haberlo sido? ¿Era capaz de recordar con claridad, de aproximarse mínimamente a los hechos?
– Si lo recibe, ¿quiere que los deje a solas? -preguntó.
Una sombra le cruzó el semblante.
– ¿Prefiere que me quede para que me asegure de que conversan sobre cosas agradables e interesantes?
Esbozó una sonrisa.
Hester salió para decírselo a Wharmby.
Arthur Kynaston subió las escaleras despacio, con cara de preocupación.
– ¿Es usted la enfermera? -preguntó cuando estuvo delante de ella.
– Sí. Me llamo Hester Latterly.
– ¿Puedo verle?
– Sí, pero debo advertirle, señor Kynaston, que está muy enfermo. Me figuro que ya le habrán dicho que no puede hablar.
– Pero pronto podrá…, ¿no? Quiero decir, volverá a hablar, ¿verdad?
– No lo sé. De momento no habla, sólo asiente y niega con la cabeza. Y le gusta que le hablen.
– ¿Qué le voy a decir? -Se mostró confundido y un poco asustado. Era muy joven, tendría unos diecisiete años.
– Cualquier cosa, menos mencionarle lo que ocurrió en St Giles o la muerte de su padre.
– ¡Dios mío! Quiero decir… Lo sabe, ¿no? ¿Ya se lo han contado?
– Sí. Él estaba allí. No sabemos lo que ocurrió pero según parece la conmoción que le produjo es lo que le ha hecho enmudecer. Hable de cualquier otra cosa. Seguro que comparten intereses. ¿Está estudiando? ¿Qué le gustaría hacer?
– Clásicas -respondió sin titubeos-. A Rhys le encanta la historia antigua, casi más que a mí. Nos gustaría mucho ir a Grecia o a Turquía.
Hester sonrió y se hizo a un lado. No era necesario decir que el muchacho había contestado a su propia pregunta. Era obvio que lo sabía.
En cuanto vio a Arthur, a Rhys se le iluminó el rostro para, acto seguido, ensombrecerse presa de la timidez. Estaba en cama, era un inútil, incapaz siquiera de darle la bienvenida.
Si Arthur Kynaston percibió alguno de estos sentimientos, su actuación fue soberbia. Entró en la habitación como si fuese la cosa más normal del mundo. Tomó asiento en la silla dispuesta junto a la cama, haciendo caso omiso de Hester, frente a Rhys.
– Supongo que ahora tendrás más tiempo para leer del que quisieras -dijo un poco compungido-. A ver si te consigo unos cuantos libros nuevos. Yo acabo de leer algo fascinante. Confío en que iré algún día, aunque sea años después que todos los demás, pero de momento tengo un libro sobre Egipto, de un italiano que se llama Belzoni. Lo escribió hace casi cuarenta años, en 1822 para ser exactos. Trata sobre el descubrimiento de tumbas antiguas en Egipto y Nubia. -Su rostro reflejaba su gran entusiasmo-. ¡Es maravilloso! Estoy convencido de que hay muchas más, ¡ojalá supiéramos dónde buscar! -Se inclinó hacia delante-. Aún no se lo he dicho a papá, pero aunque sigo diciendo que quiero estudiar clásicas, en realidad me parece que me gustaría ser egiptólogo. De hecho, estoy bastante seguro.
En el umbral, Hester comenzó a tranquilizarse.
Rhys miraba a Arthur fascinado.
– ¡Tengo que contarte algunas cosas que he descubierto! -prosiguió Arthur entusiasmado-. Intenté contárselas a Duke, pero ya le conoces. No le interesaban ni remotamente. Carece de imaginación. Ve el tiempo como una serie de habitaciones pequeñas, todas sin ventana. Si estás en la de hoy, eso es todo lo que existe. Yo lo veo como un inmenso todo. Cada día es tan importante y tan real como cualquier otro. ¿No estás de acuerdo?
Rhys sonrió y asintió con la cabeza.
– ¿Puedo hablarte de esto? -preguntó Arthur-. ¿No te importa? Me moría de ganas de encontrar a alguien. Papá se enfadaría conmigo, diría que pierdo el tiempo. Mamá me escucharía a medias y luego se olvidaría. Duke piensa que soy idiota. Pero tú eres un público cautivo… -Se puso rojo como un tomate-. Perdón… ¡Ha sido una estupidez decir eso! ¡Ojalá me hubiese mordido la lengua!
Rhys le dedicó una sonrisa resplandeciente. Su semblante se transformó por completo, iluminándose con un extraordinario encanto. Hasta entonces Hester no había tenido ocasión de ver en él un gesto tan caluroso.
– Gracias -dijo Arthur, meneando la cabeza-. Lo que quería decir es que sé que tú me entenderás. -Y pasó á describir los descubrimientos que Belzoni había efectuado en Egipto, levantando la voz con entusiasmo y gesticulando con las manos para dar énfasis a sus palabras.
Hester se escabulló sin hacer ruido. Confiaba plenamente en que Arthur Kynaston no iba a causarle ningún mal innecesario a Rhys. Era posible que le recordara otros tiempos, con su padre vivo y él en plena forma, pero de todos modos pensaría por su cuenta en esas cosas. Tal vez Arthur metiera la pata de vez en cuando; eso era también inevitable. Aun así, estarían mucho mejor a solas.
Abajo, Janet, la criada, le dijo que la señora Duff estaría encantada de que se reuniera con ella en el salón de las visitas para tomar el té.
Era una gentileza por su parte y, a decir verdad, Hester no se lo esperaba. No pertenecía al servicio de la casa pero tampoco era una invitada. Tal vez Sylvestra deseaba que conociera en la medida de lo posible a los amigos de la familia con vistas a tener más recursos para ayudar a Rhys, para explicar la rabia que anidaba en él. La soledad la consumía y Hester era el único puente entre ella y su hijo, salvo Corriden Wade, cuyas visitas eran siempre muy breves.
Fue presentada y Fidelis Kynaston no delató su sorpresa al admitirla como partícipe en la visita de la tarde y la conversación.
– ¿Está…? -comenzó Sylvestra, nerviosa.
Hester contestó con una sonrisa que evidenció su satisfacción.
– Lo están pasando en grande -explicó confiada-. El señor Kynaston le está refiriendo los descubrimientos del signor Belzoni a lo largo del Nilo y ambos parecen disfrutar muchísimo. Debo reconocer que también despertó mi interés. Creo que cuando disponga de tiempo, iré a comprar un ejemplar del libro.
Sylvestra suspiró aliviada y todo su cuerpo se relajó, destensando los músculos de los hombros y la espalda, de modo que la seda del vestido dejó de estar tirante. Se volvió hacia Fidelis.
– Te agradezco mucho que hayas venido. No siempre resulta sencillo visitar a personas enfermas, o de luto. Nunca se sabe qué decir…
– Querida, ¿qué clase de amiga sería una, si en el momento en que se la necesita, decidiera estar en otra parte? ¡Nunca he visto que tú adoptaras esa actitud! -declaró Fidelis, inclinándose hacia delante.
Sylvestra se encogió de hombros.
– Ha habido tan poco…
– Nada ha sido como esto -convino Fidelis-. Pero ha habido situaciones violentas, pese a que nunca se mencionen, y tú no sólo te has dado cuenta, sino que estabas presente ofreciendo tu compañía.
Sylvestra agradeció el cumplido con una sonrisa.
La conversación se centró en cuestiones de interés general, acontecimientos cotidianos triviales y asuntos de familia. Sylvestra releyó las últimas cartas de Amalia desde la India, donde por supuesto aún no estaban al corriente de lo acontecido en Londres. Escribía sobre la pobreza que veía, y en particular de las enfermedades y la falta de agua potable, cuestión que al parecer le preocupaba sobremanera. Hester participaba allí donde lo permitían los buenos modales. Luego Fidelis la interrogó acerca de sus experiencias en Crimea. Su interés parecía bastante genuino.
– Tiene que haberle resultado extraño regresar a Inglaterra después del peligro y la responsabilidad que entrañaba su trabajo allí -dijo, frunciendo el ceño.
– Lo más difícil fue cambiar la actitud mental -admitió Hester en un alarde de eufemismo. Lo cierto era que le había resultado imposible. Un mes antes trataba con hombres agonizantes, heridas terribles, decisiones que afectaban a la vida de personas, y un mes después le exigían que se comportara como un sumiso y agradecido ser dependiente, que no opinara acerca de nada más importante o controvertido que una falda o un budín.
Fidelis sonrió y en sus ojos bailó un destello de picardía que invitaba a pensar que intuía la verdad.
– ¿Conoce al doctor Wade? Sí, claro que lo conoce. Sirvió en la marina durante muchos años, ¿sabe? Me imagino que usted tendrá algunas cosas en común con él. Es un hombre sorprendente. Tiene mucha fuerza, tanto de voluntad como de carácter.
Hester recordó el rostro del doctor Wade cuando le hablaba en el descansillo sobre los marineros que había conocido, hombres que habían luchado con Nelson, que habían participado en las grandes batallas navales que cambiaron el rumbo de la historia cuarenta y cinco años atrás, cuando Inglaterra resistió sola contra los inmensos ejércitos de Napoleón, aliado con España, y el destino de Europa pendía de un hilo. Había visto el fulgor de la imaginación en sus ojos, el conocimiento de lo que significaba, del coste en vidas y dolor. En el timbre de su voz había percibido su admiración por la dedicación y el sacrificio de aquellos hombres.
– Sí -dijo con súbita vehemencia-. Sí que lo es. Me ha contado algunas de sus experiencias.
– Mi marido lo admiraba muchísimo -apostilló Sylvestra-. Hacía casi veinte años que se conocían. Por supuesto no de manera íntima al principio. Eso sería antes de que desembarcara. -Adoptó un aire meditabundo, como si pensara en otra cosa, algo que no llegaba a comprender. Borró esa expresión y se dirigió a Fidelis-. Es extraño cuando piensas en la cantidad de cosas que no compartes de la vida de una persona, aunque la veas a diario y comentes con ella toda suerte de cosas, aunque tengáis un hogar y una familia en común, hasta un destino compartido. Y, sin embargo, gran parte de sus pensamientos, sentimientos y creencias se desarrollaban en lugares donde nunca estuviste y que no se parecen a nada de lo que tú has vivido.
– Supongo que sí -dijo Fidelis despacio, frunciendo apenas las cejas rubias-. Gran parte de lo que observamos nos resulta incomprensible. Vemos lo que aparentemente son los mismos acontecimientos y, sin embargo, cuando luego hablamos de ellos parecen muy diferentes, como si no estuviésemos hablando de lo mismo. Antes me preguntaba si sería cosa de la memoria, pero ahora sé que ante todo se trata de distintas percepciones. Supongo que forma parte del hacerse adulto. -Esbozó una sonrisa, tomándose a broma su insensatez-. Te das cuenta de que la gente no siempre piensa y siente como tú. Hay cosas que no se pueden comunicar.
– Pero, Fidelis -cuestionó Sylvestra-, para eso tenemos el habla.
– Las palabras son sólo etiquetas -repuso aquélla, expresando ideas que en boca de Hester resultarían osadas-. Son una forma de describir una idea. Si no sabes de qué idea se trata, la etiqueta no te lo dirá.
Sylvestra se quedó perpleja.
– Recuerdo que Joel una vez intentaba explicarme unas ideas griegas o árabes -trató de aclarar Fidelis-. No entendí nada, porque no tenemos esos conceptos en nuestra cultura. -Sonrió compungida-. Al final no tuvo más remedio que emplear la palabra del idioma original y, claro, no me sirvió de nada. Seguía sin tener la menor idea de lo que quería decir. -Miró a Hester-. ¿Acaso puede usted contarme lo que es ver morir de cólera a un joven soldado en Scutari, o ver los vagones cargados de heridos que llegaban de Sebastopol, o de Balaclava, muertos de hambre y frío? Quiero decir, ¿puede contármelo de modo que yo sienta lo que usted sintió?
– No. -Con esa única palabra fue suficiente. Hester estudió el rostro extraordinario de aquella mujer con más atención que antes. Al principio le había parecido simplemente la típica esposa distinguida de un hombre de éxito que acudía a dar sus condolencias a una amiga de luto reciente. Durante lo que había comenzado como una conversación trivial en una tarde cualquiera, ella había abordado uno de los misterios que entrañan la soledad y la falta de entendimiento subyacente en tantas relaciones incompletas. Vio en los ojos de Sylvestra el fulgor de su propia incomprensión. ¿Tal vez el abismo que mediaba entre ella y su hijo se debía a algo más que a su pérdida del habla? ¿Quizá las palabras tampoco le habrían servido para transmitir lo que le había ocurrido?
¿Y Leighton Duff? ¿Hasta qué punto lo había conocido en realidad? Podía ver esa idea reflejada en sus ojos oscuros incluso ahora.
Fidelis también observaba a Sylvestra con preocupación. ¿Cuánto le habían contado y cuánto había adivinado de aquella noche? ¿Tendría la menor idea de por qué Leighton Duff había ido hasta St Giles?
– No. -Hester rompió el silencio-. Pienso que siempre hay experiencias que ninguno de nosotros puede compartir totalmente.
Fidelis dibujó en sus labios una breve sonrisa.
– Lo más sensato, querida, es aceptar una parte de ceguera, y no culparte a ti misma ni culpar en exceso a los demás. Debes salir adelante según tu criterio y no el de nadie más.
Era una observación curiosa, y Hester tuvo la certeza de que encerraba un significado oculto que sólo Sylvestra entendería. No estaba segura de si aludía a Rhys, a Leighton Duff o simplemente a alguna generalidad de sus vidas que venía al caso dado el sufrimiento que la consumía. Fuera lo que fuese, Fidelis Kynaston deseaba que Sylvestra notara que la comprendía.
El té estaba frío y ya no quedaban bocadillos cuando Arthur Kynaston regresó, un poco exaltado aunque mucho menos tenso que antes de subir.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó su madre anticipándose a Sylvestra.
– Parece bastante animado -respondió con precipitación. Era demasiado joven, demasiado transparente para mentir bien. Saltaba a la vista que estaba profundamente impresionado y que trataba de no evidenciarlo ante Sylvestra-. Estoy convencido de que en cuanto se le curen los cortes y las heridas será un hombre nuevo. Le han interesado mucho los hallazgos de Belzoni. He prometido traerle unas ilustraciones, si no hay inconveniente.
– ¡Pues claro! -exclamó Sylvestra-. Sí… Sí, por favor, no dejes de hacerlo. -Parecía aliviada. Por fin algo volvía a la normalidad; en ese momento las cosas parecían recobrar la cordura y la entereza del pasado.
Fidelis se puso en pie y tocó el brazo de su hijo.
– Eso estará la mar de bien. Ahora creo que debemos conceder a la señora Duff un poco de tiempo para sí misma. -Se volvió para despedirse de Hester con un gesto, y miró de nuevo a Sylvestra-. Si hay algo que pueda hacer, no tienes más que decírmelo. Si tienes ganas de hablar, yo siempre estoy dispuesta a escuchar, y luego olvidar… selectivamente. Poseo una excelente capacidad para olvidar.
– Son tantas las cosas que quisiera olvidar -contestó Sylvestra, casi entre dientes-. ¡Pero no puedo olvidar lo que no entiendo! Ridículo, ¿verdad? Dirías que tendría que ser lo más fácil. ¿Por qué St Giles? La policía no deja de preguntarlo y no puedo responder.
– Probablemente no lo harás nunca -dijo Fidelis, con amarga ironía-. El mejor consejo, para ser feliz, es que no trates de adivinarlo. -Besó a Sylvestra en ambas mejillas y se marchó, con Arthur un paso por detrás de ella.
Hester no hizo comentario alguno y Sylvestra no sacó el asunto a colación. La presencia de Hester había sido una gentileza, pero no se encontraba en disposición de hacer confidencias. Ambas subieron para ver si Rhys seguía tan animado como había dicho Arthur y lo encontraron medio dormido y, aparentemente, todo lo a gusto que le era posible habida cuenta del dolor.
Al atardecer se presentó en la casa Englantyne Wade. Era la primera vez que lo hacía desde el funeral, pues sabiendo lo enfermo que estaba Rhys, no había querido importunar. Hester sentía una viva curiosidad por ver qué clase de mujer sería la hermana del doctor Wade. Esperaba que no fuese muy distinta de él, una mujer con coraje, imaginación y personalidad, quizá parecida a Fidelis Kynaston.
El caso es que resultó ser mucho más guapa, o mucho más convencional en su aspecto, y Hester se llevó un chasco. No era más que un despropósito. ¿Por qué iba su hermana a tener la misma inteligencia y fuerza de espíritu? Su propio hermano Charles no se parecía en nada a ella. Era amable, a su manera, honesto e infinitamente predecible.
Respondió con educación a las presentaciones de Sylvestra, buscando algún signo de fuego interno en el rostro de miss Wade, sin encontrarlo. Lo único que halló fue una mirada insulsa que parecía desprovista de todo pensamiento, o que si tenía alguno revestía bien poco interés. Ni siquiera el comentario de Sylvestra a propósito de su servicio en Crimea le causó la menor sorpresa, limitándose a proferir el típico murmullo de respeto que siempre provocaba la mención de Scutari y Sebastopol. Englantyne Wade no daba la impresión de prestar verdadera atención.
Sylvestra había prometido a Hester que podría disfrutar de la velada a su antojo. Incluso le había sugerido la posibilidad de salir para visitar a familiares o amigos. Puesto que Oliver Rathbone le había preguntado si dispondría de alguna velada de asueto en su nuevo puesto, la emplearía para cenar con él; por lo que había enviado una nota a su bufete a mediodía. A última hora de la tarde recibió la respuesta de que sería un honor para él enviar un carruaje a recogerla para cenar juntos después. Por consiguiente, a las siete ya aguardaba en el vestíbulo, ataviada con su único traje realmente bueno, y sintió una oleada de emoción cuando sonó la campanilla de la puerta y Wharmby informó de que la llamada era para ella.
Hacía una noche glacial, la escarcha cubría los adoquines, el vapor emanaba del lomo de los caballos y la niebla se arremolinaba en torno a las farolas y se acumulaba en los rincones más húmedos. El humo y el hollín flotaban en el aire, tapando las estrellas, y el viento, como una daga, segaba los túneles formados por las altas fachadas a ambos lados de la calle.
Hester ya había cenado en casa de Rathbone anteriormente, pero estando Monk presente, y fue para comentar un caso y la estrategia a seguir respecto a su resolución. También había cenado varias veces con él en la casa de su padre en Primrose Hill, pero por la invitación había deducido que en aquella ocasión lo harían en un local público, tal como correspondía si no iba a acompañarlos una tercera persona.
El coche de caballos se detuvo ante una espléndida posada, y el lacayo enseguida le abrió la puerta y le ofreció la mano para ayudarla a apearse. La condujeron a un pequeño comedor donde Oliver Rathbone la estaba esperando, de pie junto al fuego.
Iba vestido de negro, con una camisa blanca como la nieve, y su cabello rubio brillaba a la luz de los candelabros. Sonrió y la observó acercarse hasta que estuvo en mitad de la habitación y la puerta se cerró tras ella. Entonces se aproximó también y tomó sus manos entre las suyas.
El vestido de Hester era azul cobalto, de corte austero, pero sabía que favorecía a sus ojos y a su rostro duro e inteligente. Los volantes siempre se le habían antojado absurdos, de un estilo que no encajaba con su carácter.
– Gracias por venir -saludó Rathbone, afectuoso-. Ha sido una forma muy poco caballerosa de cazar al vuelo la ocasión de verte por puro placer, y no debido a algún desdichado asunto profesional, ni tuyo ni mío. Me alegra decir que todos mis casos actuales son meras cuestiones de litigio y no requieren investigación.
No estuvo segura de si aquello era una alusión a Monk o la simple constatación de que por una vez se reunían sin otro motivo que el disfrutar de su mutua compañía. Suponía un cambio extraordinario en él, siempre tan comedido, tan reservado en lo tocante a su vida privada.
– Pues el mío no comprende ningún juicio que pueda interesarte -contestó devolviéndole la sonrisa-. De hecho, ¡mucho me temo que no habrá juicio alguno!
Hester retiró las manos y dio un paso atrás. Rathbone anduvo despacio hacia las butacas que había junto al fuego y la invitó a tomar asiento, antes de hacerlo él. La habitación era deliciosa, cómoda y reservada sin resultar demasiado íntima teniendo en cuenta el decoro. Cualquiera podía entrar o salir en todo momento, y se oía el parloteo, las risas y el tintineo de la porcelana en un comedor vecino. El fuego ardía con viveza en la chimenea haciendo más cálidos aún los tonos rosados y violetas del mobiliario. La luz brillaba en la madera pulida de una mesa auxiliar. La mesa principal estaba preparada con esmero, había cristalería y cubiertos para dos.
– ¿Querrías un juicio? -preguntó Rathbone, con divertida sorpresa. Sus ojos eran extraordinariamente oscuros y estaban fijos en ella.
Hester pensó que tanta atención quizá debería resultarle desconcertante, y aunque tal vez fuese así, percibía que también le era muy grata, pese a notar su semblante un poco encendido y la mente un tanto dispersa. De un modo sutil, era como si la tocasen.
– Me gustaría mucho que atraparan y castigaran a los criminales -dijo con vehemencia-. Es uno de los peores casos que he visto en mi vida. Normalmente pienso que existe alguna clase de motivo, pero esto parece ser fruto de la más pura y brutal violencia.
– ¿Qué ocurrió?
– Un muchacho y su padre fueron asaltados en St Giles y les dieron una paliza terrible. El padre murió y el muchacho, a quien cuido, está muy malherido y no puede hablar. -Bajó la voz sin darse cuenta-. Le he observado mientras tenía pesadillas en las que, parece bastante obvio, revive el ataque. Le angustia el terror, se pone histérico tratando de gritar pero no le sale la voz. Tiene el cuerpo en muy mal estado, pero el suplicio de su mente es aún peor.
– Lo lamento -dijo Rathbone, mirándola con gravedad-. Tiene que resultarte difícil. ¿Puedes hacer algo por él?
– Un poco…, espero.
Rathbone le dedicó una sonrisa y una afectuosa mirada que era en sí misma un elogio. Luego frunció el ceño.
– ¿Qué hacían en St Giles? Si pueden permitirse una enfermera particular para el chico, no creo que sean residentes, ni siquiera visitantes, de semejante lugar.
– ¡Y no lo son! -dijo, con un punto de humor que se desvaneció al instante-. Viven en Ebury Street. El señor Duff era el socio mayoritario de un bufete de abogados especializado en bienes inmuebles. No tengo la menor idea de lo que andaban haciendo en St Giles. Es uno de los enigmas que la policía está tratando de resolver. Por cierto, el caso lo lleva John Evan. Me resulta raro actuar como si no le conociera.
– Aunque sin duda es lo más conveniente -afirmó Rathbone-. Siento que tu caso sea tan penoso. -El camarero había dejado una licorera de vino, Rathbone le ofreció a Hester y, al ver que aceptaba, llenó una copa y se la alcanzó. Alzó la suya hasta los labios en un brindis silencioso-. Supongo que muchos de tus casos son duros, de una forma u otra.
Hester no lo había pensado nunca desde esa perspectiva.
– Sí… ¡Creo que sí! O bien la persona está muy enferma y resulta penoso verla sufrir, o bien no lo está y entonces me siento poco estimulada, poco necesaria. -De pronto sonrió, pero esta vez abiertamente-. ¡Soy muy difícil de contentar!
Rathbone contemplaba la luz que se reflejaba en el vino de su copa.
– ¿Estás segura de que quieres seguir ejerciendo de enfermera? En una situación ideal, si no tuvieras que mantenerte, ¿no preferirías dedicarte a la reforma hospitalaria, tal como querías hacer en un principio?
De pronto Hester advirtió su propia inmovilidad, el crujir del fuego y los afilados bordes de la copa de cristal que sostenían sus manos. ¿Acaso aquellas palabras no encerraban algún significado oculto? No… ¡Claro que no! Estaba razonando de un modo ridículo. La calidez de la estancia y la sensación de bienestar del vino la habían confundido.
– Lo cierto es que no lo he pensado -contestó, procurando hacerlo a la ligera y con tono informal-. Me temo que la reforma será un proceso muy lento y no tengo la influencia necesaria para hacer oír mi voz.
Rathbone levantó la vista; sus ojos amables parecían casi negros a la luz de las velas.
Hester deseó haberse mordido la lengua. Sus palabras habían dado a entender que andaba buscando esa mayor influencia a la que él acababa de referirse de soslayo…, o quizá no. Era lo último que pretendía. Había obrado de manera torpe y carente de tacto. Notó que se le encendían las mejillas.
Se puso en pie y le dio la espalda. Debía decir algo enseguida, ¡pero algo acertado! La prisa podía empeorar aún más las cosas. Era muy fácil hablar más de la cuenta.
Rathbone se había levantado al mismo tiempo que ella y ahora lo tenía detrás, más cerca que cuando estaban sentados. Hester notaba claramente su presencia.
– Lo cierto es que no tengo la capacidad necesaria -dijo, muy comedida-. Miss Nightingale sí la tiene. Es una gran administradora y negociadora. Sabe expresar sus puntos de vista de modo que no haya más remedio que aceptar que tiene razón, y nunca se rinde…
– ¿Y tú sí? -dijo Rathbone, con voz burlona. Hester lo percibió, pero no se volvió.
– No, por supuesto que no.
Compartían demasiados recuerdos para que dicha respuesta fuese necesaria. Juntos habían librado batallas contra la mentira y la violencia, el misterio, el miedo y la ignorancia. Se habían enfrentado a todo tipo de tinieblas, abriéndose paso hasta dar con la poca justicia que quedaba cuando no era posible alcanzar la resolución de una tragedia. Si algo no habían hecho jamás, era rendirse.
Hester giró sobre sus talones para darle la cara. Rathbone estaba a menos de un metro, pero estaba convencida de lo que iba a decir. Hasta le dedicó una sonrisa.
– He aprendido algunos trucos de buen soldado. Me gusta elegir el campo de batalla y mis armas.
– Bravo -dijo Rathbone en voz baja, escrutando su rostro.
Hester permaneció quieta un momento antes de dirigirse a la mesa y tomar asiento, creando así un efecto muy dramático con el drapeado de la falda. Se sentía elegante, incluso femenina, aunque nunca se había notado tan fuerte y viva.
Él titubeó, con la mirada fija en ella.
Pese a ser consciente de ello, Hester no estaba nada incómoda.
El camarero entró y anunció el primer plato de la cena.
Rahtbone lo aceptó, de modo que lo trajeron y lo sirvieron.
Hester le sonrió. Se sentía un poco agitada, pero curiosamente a gusto y animada.
– ¿Qué casos son esos que te ocupan y no requieren investigación? -preguntó. Y por un instante Monk acudió a su mente, unido al hecho de que Rathbone hubiese elegido asuntos que no requerían de sus servicios. ¿Lo habría hecho a propósito o era ésa una idea mezquina?
Como si también hubiese visto el rostro de Monk mentalmente, Rathbone bajó la mirada al plato.
– Un litigio por paternidad -dijo con una media sonrisa-. En realidad hay muy poco que demostrar. Es, en gran medida, cuestión de negociar para acallar el escándalo. Un ejercicio de diplomacia. -Buscó los ojos de ella, que volvían a brillar con una risa interior-. Concentro mis esfuerzos en juzgar la discreción hasta el grado justo de saber cuánta presión puedo ejercer antes de que se declare la guerra. Si tengo éxito, nadie se enterará nunca de nada. Simplemente, una gran cantidad de dinero cambiará de manos. -Se encogió de hombros-. Si fracaso, se producirá el mayor escándalo desde… -Suspiró y adoptó una expresión atribulada y burlona.
– Desde el caso de la princesa Gisela -acabó Hester la frase.
Ambos rieron. Mencionar el caso de la princesa les trajo muchos recuerdos, en su mayoría relativos al tremendo riesgo que Rathbone había corrido, al miedo que ella había sentido por él, a sus esfuerzos y finalmente al éxito que supuso salvar al menos la verdad, ya que no el honor intacto de su amigo. Lo habían defendido, eso era lo mejor que cabía decir, y la verdad, o al menos buena parte de ella, había quedado al desnudo. No obstante, una enorme cantidad de personas habría preferido no conocerla, no verse obligados a admitirla.
– ¿Y ganarás? -preguntó Hester.
– Sí -contestó con firmeza-. Esta vez ganaré… -se interrumpió.
De pronto, Hester supo que no quería escucharle decir lo que tenía en la punta de la lengua, fuera lo que fuese.
– ¿Cómo está tu padre?
– Muy bien -bajó un poco la voz-. Acaba de regresar de un viaje a Leipzig, donde ha conocido a muchas personas interesantes con quienes, según voy concluyendo, ha pasado largas noches en vela conversando sobre matemáticas y filosofía. Todo muy alemán. Lo ha pasado en grande.
Hester se sorprendió sonriendo. Cuanto más lo conocía más le gustaba Henry Rathbone. Siempre había disfrutado mucho de las veladas en su casa de Primrose Hill, con los balcones que se abrían al césped, los manzanos en la otra punta, el seto de madreselva y el huerto detrás. Recordó una ocasión en la que paseó junto a Oliver por la hierba al anochecer. Habían hablado de mil cosas, nada relacionado con ningún caso, cuestiones personales, esperanzas y creencias. Ese momento no parecía muy distante. Era la misma sensación de confianza, de cordial relajación. Sin embargo, ahora había algo diferente, una calidad añadida entre ellos que se agudizaba como si estuvieran a punto de tomar una decisión. Hester no estaba muy segura de si lo deseaba o de si estaba preparada para ello.
– Me alegra que esté bien. Hace mucho que no salgo de viaje.
– ¿Dónde te gustaría ir?
Pensó al instante en Venecia y luego recordó que Monk había estado allí hacía muy poco, con Evelyn von Seidlitz. Era el último lugar al que iría ahora. Levantó la vista hacia él y descubrió la comprensión que encerraba su mirada, e incluso lo que podía ser una pincelada de tristeza, como si fuese consciente de alguna clase de pérdida o pesar.
Aquello la sublevó. Quería erradicarlo.
– ¡A Egipto! -exclamó con entusiasmo-. Acabo de enterarme de los hallazgos del signor Belzoni…, una pizca tarde, ya lo sé. ¡Pero me encantaría remontar el Nilo! ¿A ti no?
¡Dios santo! Lo había vuelto a hacer… ¡No podía ser tan franca, tan desesperantemente torpe! ¡No había forma de desdecirse! Volvió a notar qué se ponía colorada.
Rathbone rió sin reservas.
– ¡Hester, querida mía, no cambies nunca! A veces me resultas tan desconocida que me es imposible adivinar lo que vas a decir o hacer. Otras, en cambio, eres más transparente que el sol de primavera. Dime, ¿quién es el señor Belzoni y qué es lo que ha descubierto?
Titubeando al principio, le fue contando, esforzándose por recordar lo que había dicho Arthur Kynaston, y después, a medida que Rathbone fue haciéndole preguntas, la conversación volvió a florecer borrando todo rastro de incomodidad.
Era casi medianoche cuando el carruaje se detuvo en Ebury Street para devolverla a casa. La niebla se había disipado y hacía una noche clara, seca y gélida. Rathbone se apeó para ayudarla a descender, ofreciéndole una mano y sujetándola con la otra para que no resbalara sobre los adoquines helados.
– Gracias -dijo Hester, dando a entender algo más que el mero cumplido de rigor. Había supuesto para ella una isla de calidez, tanto física como interior, unas pocas horas en las que había olvidado el dolor y la lucha. Habían conversado de cosas maravillosas, compartido emociones, risas e ilusiones-. Gracias, Oliver.
Rathbone se inclinó hacia delante, estrechando su mano en la suya y tirando un poco de ella. La besó suavemente en los labios, con delicadeza pero sin el menor titubeo. Hester no habría podido rechazarlo, si por un instante hubiese deseado hacerlo. Era una sensación asombrosamente dulce y confortable, y mientras subía los escalones, sabiendo que él la observaba desde la calle, sintió que la felicidad se apoderaba de ella, llenando todo su ser.