El juicio a Rhys Duff había comenzado el día anterior. La sala de vistas estaba llena y una hora antes de empezar los ujieres cerraron las puertas. Los preliminares ya se habían realizado, el jurado estaba constituido. El juez, un hombre apuesto de aspecto militar y de rostro curtido, abrió la sesión. Había entrado con una acusada cojera y estaba sentado de forma un tanto extraña en su alta silla labrada, para acomodar una pierna que no podía doblar.
La acusación la dirigía Ebenezer Goode, un hombre de aspecto curioso y exuberante, bien conocido y respetado por Rathbone. No le agradaba actuar contra alguien tan evidentemente enfermo como Rhys Duff, pero aborrecía no sólo el crimen del que se le acusaba, sino también los anteriores, los que habían proporcionado el motivo. Concedió de buen grado que Rhys recibiera la asistencia médica necesaria, permitiéndole sentarse en un banquillo improvisado en el balcón, en lo alto de la sala del tribunal y separado con barandillas, en un asiento acolchado para ofrecer el mayor alivio posible a su dolor corporal. Tampoco puso objeciones cuando Rathbone pidió que no esposaran a Rhys en ningún momento, de modo que pudiera moverse si así lo deseaba y sentarse en la postura que le resultara menos incómoda.
Corriden Wade estaba presente en la sala y sería llamado en caso necesario, igual que Hester. Ambos estaban autorizados a acceder de inmediato junto al acusado si éste daba muestras de precisar atenciones o asistencia médica.
Sin embargo, cuando comenzó la ronda de testimonios, Rhys se encontró solo ante un público claramente hostil, la acusación y sus jueces. Nadie iba a hablar por él excepto Rathbone, una figura solitaria con toga negra y peluca blanca, una frágil barrera contra tamaña marea de odio.
Goode fue llamando a sus testigos: la mujer que había encontrado los dos cuerpos, Constable Shotts y John Evan. Paso a paso fue llevando a Evan con cuidado a lo largo de su investigación, sin hacer demasiado hincapié en los aspectos más desagradables pero permitiendo que éstos se reflejaran de un modo apasionado en el rostro pálido de Evan y en su voz quebrada y ronca.
Llamó al doctor Riley, quien habló con suma calma y un lenguaje sorprendentemente llano de las terribles heridas de Leighton Duff y de la forma en que encontró la muerte.
– ¿Y el acusado? -preguntó Goode, de pie en medio de la sala como un enorme cuervo, levantando la toga con los brazos. Su rostro aguileño y sus ojos claros reflejaban el horror y la sensación de tragedia que invadían todo su ser.
A Hester le caía bien desde que le conoció en el caso Stonefield. Echó un vistazo a la sala, más para juzgar la emoción del público que para comprobar quién estaba presente, y tuvo un momento de auténtica felicidad al ver a Enid Ravensbrook, que parecía aliviada de sus sufrimientos pasados, mirando sonriente a Goode con ojos amables y brillantes. Hester la observó con más detenimiento y descubrió que llevaba una alianza de oro, no la que solía llevar antes, sino otra nueva. Por un momento olvidó las angustias y el dolor de la tragedia que estaba viviendo.
Aunque fue un breve paréntesis. La realidad se impuso con la respuesta de Riley.
– También estaba muy malherido -dijo en voz baja.
Apenas había ningún ruido en la sala. Sólo se oían leves susurros, movimientos breves, algún que otro suspiro. Los miembros del jurado no apartaban la vista de los procedimientos.
– ¿Con mucha sangre? -insistió Goode.
Riley titubeó.
Nadie se movía.
– No… -dijo al fin-. Cuando una persona encaja patadas y puñetazos se producen tremendas magulladuras, pero la piel no siempre se desgarra. Tenía algo de sangre, sobre todo a la altura de las costillas rotas. Una había perforado la piel. Y también en la espalda. Allí también presentaba desgarros.
Fue como si toda la sala inspirara al mismo tiempo. Algunos miembros del jurado empalidecieron.
– No obstante, el sargento Evan ha dicho que las ropas del acusado estaban empapadas en sangre, doctor Riley -señaló Goode-. ¿De dónde procedía, si no era de sus heridas?
– Supongo que del hombre muerto -respondió Riley-. Sus heridas eran más graves y presentaba la piel desgarrada en varios sitios. Aunque me sorprende que sangrara tanto.
– ¿Y el acusado no presentaba heridas que justificaran esa abundancia de sangre? -insistió Goode.
– No.
– Gracias, doctor Riley.
Rathbone se puso de pie. Era una vana esperanza pero no tenía nada más. Debía intentar cualquier cosa, por más remota que fuese. No tenía idea de qué iba a encontrar Monk, y siempre quedaban las posibilidades que implicaban a Arthur y Duke Kynaston.
– Doctor Riley, ¿tiene forma de averiguar a quién pertenecía la sangre que manchaba la ropa de Rhys Duff?
– No, señor -contestó Riley, sin el menor resentimiento. La serena expresión de su rostro indicaba que no se había formado una opinión propia sobre el suceso, que sencillamente le apenaba que hubiese ocurrido.
– Así pues, ¿podría pertenecer a una tercera, o incluso a una cuarta persona, a quien no se haya mencionado hasta ahora?
– Podría…, si existiera esa persona.
El jurado se desconcertó.
El juez miró a Rathbone con inquietud, pero no intervino.
– Gracias -Rathbone asintió con la cabeza-. No tengo más preguntas, señor.
Goode llamó a Corriden Wade, quien, a regañadientes, muy pálido y con una voz apenas audible, admitió que las heridas de Rhys no pudieron producir la sangre descrita en sus ropas. Ni una sola vez levantó la vista hacia el balcón donde Rhys estaba sentado inmóvil, con el semblante torcido con una expresión indescifrable, una mezcla de amargura desesperanzada y encendida rabia. Como tampoco miró hacia la tribuna donde Sylvestra y Englantyne ocupaban asientos contiguos, sin quitarle el ojo de encima. Mantuvo sus ojos fijos en Goode mientras confirmó que los acontecimientos de la noche en que murió su padre habían dejado a Rhys incapaz de comunicarse, tanto de manera oral como por escrito. Sólo podía mover la cabeza en señal de asentimiento o negación. Manifestó su profunda preocupación por el bienestar de su paciente y no se comprometió a garantizar que fuera a recobrarse.
Goode titubeó, como si quisiera preguntarle más acerca de la personalidad de Rhys pero, tras una vaga insinuación, cambió de parecer. Le bastaba con probar los hechos, y explorar la causa del motivo no haría más que allanar el terreno para que Rathbone alegara locura. Dio las gracias a Wade y regresó a su asiento.
Rathbone ocupó su lugar. Sabía que Wade era el testigo más compasivo que iba a tener, aparte de Hester, a quien no podía llamar por carecer de justificación. No obstante, todo lo que cabía preguntar a Wade haría más mal que bien. Necesitaba con desesperación que Monk le proporcionara algo, y ni siquiera sabía qué era lo que esperaba, por no hablar de buscar o sugerir. Estaba de pie en medio de la sala sintiéndose solo y ridículo. El jurado aguardaba a que dijera algo, que comenzara el contraataque. Hasta entonces sólo se había pronunciado a propósito de la sangre y le constaba que nadie le había tomado en consideración.
¿Debía interrogar a Wade sobre el deterioro del carácter de Rhys y sentar así las bases para un alegato de locura…, al menos como atenuante? Pensaba que eso era lo que Sylvestra quería. Era lo único que podía hacer comprensible semejante acto.
Ahora bien, no constituía una defensa legal, no para Rhys. Quizá fuese malvado y actuara rigiéndose por un sistema de creencias morales diferente al de todos los presentes en aquella atestada sala, pero no estaba loco en el sentido de no comprender la ley o la naturaleza de sus actos. No había ni un solo indicio que sugiriera un posible delirio.
– Gracias, doctor Wade -dijo, con una confianza que distaba mucho de sentir-. Tengo entendido que conoce a Rhys de toda la vida, ¿es cierto?
– Así es -convino Wade.
– ¿Y ha sido su médico, cuando ha necesitado uno?
– Sí.
– ¿Estaba al corriente del profundo y violento desacuerdo que había entre él y su padre, y en tal caso, a qué se debía?
Wade iba a tener grandes dificultades para contestar aquella pregunta afirmativamente. Si lo admitía, parecería incompetente por no haber hecho nada para impedir aquella tragedia. Sería como hablar a posteriori y Sylvestra lo consideraría una traición, tal como sin duda harían algunos miembros del jurado.
– ¿Doctor Wade? -insistió.
Wade levantó la cabeza y le miró con aire resuelto.
– Sabía que había cierta tensión entre ellos -contestó, haciendo oír su voz, diríase que arrepentido-. Pensé que se trataba del resentimiento normal que un hijo puede sentir debido a la disciplina que su padre, como es natural, le impone. -Se mordió el labio y suspiró de manera audible-. No podía imaginarme que fuera a desembocar en algo así. Me siento culpable. Tendría que haber prestado más atención. Poseo una dilatada experiencia con hombres de todas las edades, y bajo condiciones extremas, fruto de mi servicio en la Marina. -Un amago de sonrisa se dibujó en sus labios y se esfumó-. Supongo que al estar cerca de casa, con personas a las que aprecias, uno se resiste a admitir semejantes cosas.
Fue una respuesta inteligente, honesta y que no le comprometía. Y se ganó el respeto del jurado. Rathbone lo apreció con claridad en sus rostros. Habría sido más sensato no preguntar pero ahora ya era demasiado tarde.
– ¿No pudo preverlo? -repitió.
– No -dijo Wade, bajando la vista-. No pude, que Dios me perdone.
Rathbone estuvo a punto de preguntarle si pensaba que Rhys estaba loco, mas optó por abstenerse. Ninguna respuesta sería lo bastante valiosa como para justificar el riesgo que entrañaba semejante pregunta.
– Gracias, doctor Wade. Esto es todo.
Goode ya había establecido la violencia de la pelea y el hecho de que Leighton Duff y Rhys estaban involucrados, y que no había ninguna razón para sospechar que hubiese nadie más presente. Llamó a los sirvientes de casa de los Duff quienes, muy a su pesar, se vieron obligados a testificar sobre la disputa de la noche en que murió Leighton Duff y la hora en que ambos hombres habían salido de la casa. Al menos ahorró a Sylvestra el mal rato de prestar declaración.
Todo este tiempo Rhys estuvo recostado en el balcón, con la piel cenicienta, los ojos inmensos destacando en el rostro demacrado, y un celador a cada lado, quizá más para sostenerle que para contenerle. No parecía capaz de ofrecer ninguna resistencia y mucho menos de intentar fugarse.
Rathbone se obligó a dejar de pensar en él. Debía utilizar la inteligencia más que la emoción. Por más compasión que sintieran los demás, debía mantener la mente clara.
No veía cómo arrojar la más leve duda, razonable o no, sobre la culpabilidad de Rhys, y se devanaba los sesos sin el menor asomo de esperanza para dar con cualquier circunstancia atenuante.
¿Dónde estaba Monk?
No osaba mirar a Hester. Imaginaba con demasiada claridad el pánico que sin duda sentía.
A lo largo de toda la tarde y del día siguiente, Goode llamó a declarar a un tropel de testigos que situaron a Rhys en St Giles en un periodo que abarcaba varios meses. Ninguno pudo ser rebatido. Rathbone tuvo que callar y observar. No tenía nada que argüir.
El juez levantó la sesión temprano. Daba la impresión de que quedaba poco más que hacer que recapitular. Goode había demostrado todas sus afirmaciones. No había otra alternativa excepto admitir que Rhys había ido de putas a St Giles, que su padre se había enfrentado a él, que pelearon y Rhys lo mató. Goode había evitado mencionar las violaciones, pero si Rathbone le desafiaba diciendo que el motivo del asesinato era demasiado remoto para ser creíble, sin duda llamaría al estrado a las mujeres apaleadas, quienes aún conservaban parte de sus heridas. Así se lo había hecho saber. Lo único que le había refrenado era el mal estado de salud del reo. La suerte ya le había castigado de un modo terrible y la condena por homicidio bastaría para ahorcarle. No necesitaba más.
Rathbone salió de la sala del tribunal sintiendo que le habían derrotado sin presentar siquiera un amago de batalla. No había hecho nada por Rhys. Ni siquiera había comenzado a cumplir con las esperanzas que Hester y Sylvestra habían depositado en él. Estaba avergonzado y, sin embargo, no se le ocurría añadir nada que fuera a ser provechoso para Rhys.
Por supuesto, podía acosar a los testigos, poner objeciones a las preguntas de Goode, a su táctica, su lógica o a lo que fuese, pero eso sólo serviría para crear el efecto de una defensa. Sería una farsa. Así lo veía él y, sin duda, así lo vería Hester. ¿Acaso serviría siquiera para aliviar a Rhys? ¿O le daría falsas esperanzas?
Como mínimo, ahora debía tener el coraje de ir al encuentro de Rhys y no eludirlo como preferiría hacer.
Cuando llegó junto a Rhys, Hester ya estaba con él. Se volvió al oír los pasos de Rathbone, con ojos desesperados, suplicando un poco de esperanza.
Se sentaron juntos en la celda gris del sótano del Old Bailey. Rhys tenía el cuerpo dolorido, los músculos agarrotados, las manos rotas le temblaban. Se le veía desamparado. Hester se sentó a su lado, abrazándole por los hombros.
Rathbone no sabía qué más hacer.
– ¡Rhys! -exclamó-. ¡Tiene que contarnos lo que ocurrió! Quiero defenderle, ¡pero no tengo con qué! -Sus músculos también se tensaron, la frustración le hizo cerrar los puños-. ¡No tengo armas! ¿Le mató usted?
Rhys meneó la cabeza, no más de un centímetro en cada dirección, aunque su negativa fue clara.
– ¿Lo hizo otra persona?
Otra vez el mismo movimiento ínfimo, aunque esta vez de asentimiento.
– ¿Sabe quién fue?
Asintió, con una sonrisa amarga y los labios temblorosos.
– ¿Tiene algo que ver con su madre?
Se encogió ligeramente de hombros, y luego lo negó.
– ¿Un enemigo de su padre?
Rhys se volvió, sacudiendo la cabeza, golpeándose los muslos con las manos entablilladas.
Hester le agarró las muñecas.
– ¡Basta! -gritó-. Tiene que decírnoslo, Rhys. ¿No entiende que le declararán culpable, a menos que podamos demostrar que lo hizo otra persona o, como mínimo, que otro pudo hacerlo?
Asintió despacio, aunque rehusó mirarla.
En el aire flotaba la violencia de la verdad.
– Le ahorcarán -sentenció Rathbone, a propósito.
El cuello de Rhys se agitó como si quisiera decir algo, luego se dio por vencido y no volvió a mirarles.
Hester miraba fijamente a Rathbone, con los ojos bañados en lágrimas.
Él permaneció quieto un par de minutos. No había nada que decir o hacer. Suspiró y se marchó. Mientras caminaba por el pasillo se cruzó con Corriden Wade, que entraba en la celda. Al menos sería capaz de proporcionarle algún alivio físico, o incluso algún preparado lo bastante fuerte como para provocarle unas horas de sueño.
Más adelante encontró a Sylvestra, tan consternada que parecía al borde de sufrir un colapso. Suerte que Fidelis Kynaston estaba con ella.
Rathbone pasó la velada a solas en su domicilio, incapaz de comer ni de sentarse junto al fuego. Caminaba preocupado de un lado a otro de la habitación, dando vueltas a un dato inútil tras otro, cuando el mayordomo anunció que Monk se encontraba en el vestíbulo.
– ¡Monk! -Rathbone se aferró a aquel nombre como si fuese la balsa de un náufrago-. ¡Monk! ¡Hágale pasar de inmediato!
Monk se veía cansado y pálido. Tenía el pelo mojado y el rostro húmedo.
– ¿Y bien? -inquirió Rathbone, aspirando alterado, con las manos tensas y un hormigueo en los brazos-. ¿Qué tiene?
– No lo sé -repuso Monk, más bien sombrío-. No sé si servirá para mejorar las cosas o si no hará más que empeorarlas. Leighton Duff era uno de los violadores que actuaron en Seven Dials y más tarde en St Giles.
Rathbone se quedó anonadado.
– ¿Qué? -dijo, con la voz aguda por la incredulidad. Era ridículo, completamente absurdo. Sin duda, no había entendido bien-. ¿Qué acaba de decir?
– Leighton Duff participó en las violaciones de ambos barrios -repitió Monk-. Tengo a varias personas que le identificarán, en concreto a un cochero que le vio en St Giles la noche antes de Nochebuena, con sangre en las manos y la cara, justo después de una de las peores violaciones.
Mientras tanto, Rhys se encontraba en Lowndes Square disfrutando de una agradable velada en compañía de la señora Kynaston, Arthur Kynaston y Lady Sandon y su hijo.
Rathbone sintió una conmoción tan grande que le pareció como si la habitación diera vueltas a su alrededor.
– ¿Está seguro? -preguntó, dándose cuenta acto seguido de lo estúpidas que eran sus palabras. Bastaba con ver el rostro de Monk. Además, nunca le habría traído semejante noticia si no estuviera convencido más allá de toda duda.
Monk no se tomó la molestia de contestar. Se sentó sin esperar la invitación pertinente, arrimándose al fuego. Aún temblaba y se le veía agotado.
– No sé qué significa -prosiguió, mirando más allá de Rathbone, hacia la butaca que tenía enfrente, aunque más bien se diría que lo que veía estaba en su mente-. Tal vez Rhys no participó en esa violación, pero sí en algunas o en todas las demás -dijo-. Tal vez no. Lo que está claro es que Leighton Duff no siguió a su hijo llevado por el ultraje o el horror ante lo que éste hacía, para enfrentarse a él con justificada indignación. -Se volvió hacia Rathbone, que seguía de pie en el mismo sitio-. Lo siento. Lo único que significa es que hemos interpretado mal el motivo. No demuestra nada más. No sé qué querrá hacer al respecto. ¿Qué tal va el juicio?
– Fatal -respondió Rathbone, dirigiéndose por fin a la otra butaca, donde se sentó muy envarado-. No tengo con qué luchar. Supongo que esto, como mínimo, proporcionará munición suficiente para replantear desde el principio qué fue lo que pasó. Sembrará dudas. Sin duda prolongará el juicio… -Sonrió con amargura-. ¡Ebenezer Goode quedará impresionado! -Un pozo de horror se abrió en su interior-. Y la señora Duff destrozada.
– Sí, ya lo sé -contestó Monk, en voz muy baja-. Pero es la verdad, y si permite que ahorquen a Rhys por algo de lo que no es culpable, nadie podrá remediar lo irremediable, no podremos hacerle volver de la tumba. Hay una suerte de liberación en la verdad, sea cual sea. Al menos las decisiones que tomas se fundamentan en la realidad. Puedes aprender a vivir con ellas.
Rathbone le miró con más atención. En su rostro se apreciaba a un tiempo dolor y el anuncio de una especie de paz que no había visto antes. Su hastío encerraba una posibilidad de descanso.
– Sí -convino Rathbone-. Gracias, Monk. Más vale que me dé los nombres de esas personas y los demás datos… y por supuesto su factura. Lo ha hecho muy bien.
Rathbone apartó de su mente la idea de tener que contarle a Hester lo que ahora sabía. Aquella noche bastante tendría con elaborar la estrategia a seguir con Rhys.
Rathbone trabajó hasta las seis de la mañana y, después de dos horas de sueño, un baño caliente y el desayuno, se enfrentó de nuevo a la sala del tribunal. El ambiente de expectación se había disipado. Incluso había asientos vacíos en la tribuna del público. La función había degenerado de gran drama en simple tragedia. Ya no despertaba interés.
Rathbone había tenido ocupados a sus mensajeros toda la noche. Monk se encontraba en la sala.
En el balcón, Rhys presentaba el mismo aspecto pálido y enfermizo de la víspera. Obviamente, sufría dolores corporales además de una gran confusión mental, aunque ahora había en él un aire de desesperación que llevó a Rathbone a pensar que lo único que esperaba era el final de su suplicio.
Sylvestra permanecía sentada como sumida en una pesadilla, incapaz de moverse ni hablar. A un lado tenía a Fidelis Kynaston y al otro a Englantyne Wade. Rathbone se congratuló al ver que no estaba sola aunque, no obstante, era posible que el tener que oír las cosas que iba a oír le resultara más duro en compañía de sus amigas. No sería extraño que prefiriese digerir la impresión a solas, en la intimidad, donde poder llorar sin sentirse observada.
Aunque todo el mundo lo sabría. No tendría modo de ocultarlo, como solía hacerse con los secretos de familia. Quizá sería mejor que lo oyeran en el tribunal en lugar de en boca de la gente, distorsionado por cada nueva versión. No había prevenido a Sylvestra sobre lo que iba a desvelar. Ella no era su cliente, lo era Rhys. Además, no había tenido tiempo, ninguna oportunidad para explicarle lo que sabía, y no podía prever lo que declararían sus testigos; simplemente, no tenía nada que perder en nombre de Rhys.
– ¿Sir Oliver? -conminó el juez.
– Señoría -saludó Rathbone-. La defensa llama a declarar a la señora Vida Hopgood.
El juez se mostró sorprendido pero no hizo ninguna observación. Una discreta agitación recorrió la tribuna.
Vida ocupó su lugar en el estrado un tanto nerviosa, levantando el mentón, con la espalda muy tiesa y su magnífica cabellera medio oculta por un sombrero.
Rathbone comenzó de inmediato. Estaba inseguro de ella, pues no había tenido tiempo de prepararla. Luchaba por salvar una vida y no contaba con nada más.
– Señora Hopgood, ¿cuál es la ocupación de su marido?
– Tiene una fábrica -contestó con cautela-. Hace camisas y demás.
– ¿Y contrata a mujeres para que cosan esas camisas… y demás? -preguntó Rathbone.
En la tribuna alguien ahogó una risita, de puro nerviosismo.
– Sí -afirmó Vida.
Ebenezer Goode se puso en pie.
– Sí, señor Goode -se anticipó el juez-. Sir Oliver, ¿la ocupación del señor Hopgood tiene alguna relación con la culpabilidad o la inocencia del señor Duff en este caso?
– Sí, Señoría -respondió Rathbone, sin titubeos-. Las mujeres que contrata son del todo pertinentes, de hecho son las auténticas víctimas de esta tragedia.
Una oleada de asombro recorrió la sala. Varios miembros del jurado se mostraron confundidos y molestos.
En el balcón, Rhys cambió de posición y un espasmo de dolor le hizo torcer el gesto. El juez tampoco parecía contento.
– Si va a demostrar ante este tribunal que abusaron de ellas de una forma u otra, Sir Oliver, no contribuirá a la causa de su cliente. El hecho de que puedan o no identificar a sus asaltantes será un suplicio para estas mujeres, y usted no sacará nada. De hecho, sólo conseguirá mermar aún más la compasión por su cliente. Si tiene la intención de alegar locura, se le exigirá que presente pruebas prácticas, de naturaleza muy concreta, como sin duda bien sabe. Usted ha alegado «no culpable». ¿Acaso desea cambiar esa alegación ahora?
– No, Señoría. -Rathbone oyó cómo sus palabras caían a un pozo de silencio y se preguntó si acababa de cometer una espantosa equivocación. ¿Qué estaría pensando Rhys de él?-. No, Señoría. No tengo motivo alguno para pensar que mi cliente no tenga la mente sana.
– En ese caso, prosiga con el interrogatorio de la señora Hopgood -ordenó el juez-, pero presente sus argumentos tan deprisa como pueda. No voy a permitir que malgaste el tiempo y la paciencia de este tribunal con tácticas dilatorias.
Para Rathbone esa acusación se aproximaba mucho a la verdad.
– Gracias, Señoría -dijo, y se volvió hacia Vida-. Señora Hopgood, ¿ha tenido escasez de mano de obra en los últimos tiempos?
– Sí. Muchas enfermedades -respondió. Adivinó lo que él quería. Era una mujer inteligente y sabía expresarse, a su manera-. O más bien heridas. Me costó más de una trifulca pero al final les sonsaqué lo que pasaba. -Miró a Rathbone y, al ver su expresión, siguió con renovado entusiasmo-. Hacen un poco la calle a escondidas…, le ruego que me disculpe, señor, quiero decir que tienen relaciones con algún caballero de vez en cuando para conseguir un dinerillo extra… cuando sus hijos pasan hambre o cosas por el estilo.
– Lo comprendemos -aseguró Rathbone, y entonces se lo explicó al jurado-. Quiere decir que ejercen la prostitución de un modo no profesional cuando pasan momentos de estrechez.
– ¿No es eso lo que he dicho? Sí. No es culpa suya, son unas desgraciadas. ¿Quién se queda viendo cómo pasan hambre sus hijos sin hacer nada para evitarlo? No sería humano. -Suspiró-. Como he dicho, algunas se sacaban unos cuartos con ese trabajo extra. Bueno, primero empezaron a timarles la paga. No tienen chulos que las protejan, ¿entiende? -Su hermoso rostro se ensombreció de ira-. Después fue peor. Esos tipos no sólo las timaban, sino que se ponían muy brutos y comenzaron a pegarles. Al principio, sólo un poco y luego la cosa fue a más. -Fue torciendo el gesto hasta hacer patentes su rabia y su pesar-. Algunas se llevaron unas palizas de miedo, con huesos rotos, dientes rotos, narices rotas, hasta patadas les habían arreado. Las hay que todavía son unas crías. Así que reuní un poco de dinero y contraté a alguien para que averiguara quién estaba haciendo aquello. -Se interrumpió de golpe, sin dejar de mirar a Rathbone-. ¿Quiere que le diga a quién contraté y lo que averiguó?
– No, gracias, señora Hopgood -respondió Rathbone-. Nos ha proporcionado un excelente fundamento para que podamos discernir lo sucedido a estas pobres mujeres. Sólo una cosa más…
– ¿Sí?
– ¿A cuántas mujeres conoce que fueran maltratadas de ese modo?
– ¿En Seven Dials? Unas veintitantas, que yo sepa. Luego se fueron a St Giles…
– Gracias, señora Hopgood -interrumpió Rathbone-. Por favor, cuéntenos sólo lo que sepa de primera mano.
Goode se levantó otra vez.
– Todo lo que hemos oído hasta ahora son testimonios de oídas, Señoría. La señora Hopgood no se cuenta entre las víctimas y no ha mencionado al señor Rhys Duff. Me he mostrado muy paciente, igual que su Señoría. Todo esto es trágico y aborrecible pero del todo irrelevante.
– No es irrelevante, señoría -arguyó Rathbone-. La acusación se fundamenta en que Rhys Duff fue al barrio de St Giles en busca de una prostituta y que su padre lo siguió, lo castigó por su conducta y en la pelea resultante Rhys mató a su padre, quedando muy malherido. Por consiguiente, lo que ocurrió con esas mujeres es pertinente al fundamento.
– No protesto porque estas desafortunadas mujeres fueran violadas, Señoría -le contradijo Goode-, pero si lo fueron, eso sólo añade brutalidad a la conducta del acusado y contribuye a validar el motivo. No es de extrañar que su padre le acusara de pecados graves y que intentara escarmentarle, llegando a amenazarle con entregarlo a la justicia.
Rathbone giró en redondo para situarse frente a él.
– ¡Usted no ha demostrado ninguna clase de acto violento contra ninguna mujer, ni de St Giles, ni de Seven Dials!
– ¡Caballeros! -exclamó el juez, con dureza-. Sir Oliver, si está decidido a demostrar ese punto, más vale que tenga la absoluta certeza de estar contribuyendo a la causa de su cliente, y no a su condena, pero si así se da por satisfecho, adelante, demuéstrelo. Proceda con premura.
– Gracias, Señoría.
Despidió a Vida Hopgood y una por una fue llamando a media docena de mujeres de St Giles que Monk había localizado. Comenzó por una de las primeras y menos malheridas. El tribunal guardó un incómodo silencio y escuchó sus patéticos relatos de pobreza, enfermedad, desesperación, salidas a la calle para conseguir unos peniques vendiendo su cuerpo y luego el engaño, seguido por una escalada de violencia.
Rathbone detestaba hacer aquello. Las mujeres tenían el rostro macilento y apenas si podían expresarse, ofuscadas por el miedo y la vergüenza. Se despreciaban a sí mismas por lo que hacían pero la necesidad las acuciaba. Detestaban verse allí, en la magnífica sala del tribunal, delante de unos abogados con peluca y togas exquisitas, del juez con su toga escarlata, y tener que hablar de sus necesidades, de su humillación y su pesar.
Rathbone echó un vistazo a los rostros del jurado y percibió distintas emociones en ellos. Quería ver hasta qué punto su imaginación era capaz de concebir la clase de vida que les estaban describiendo. ¿Cuántos de ellos, si no todos, habían empleado los servicios de esas mujeres? ¿Qué sentían ahora? ¿Vergüenza, ira, compasión o repulsa? Más de la mitad levantó la vista hacia el balcón para ver a Rhys, con el rostro transido de emoción, aunque resultaba imposible decir qué era lo que despertaba la ira y la repulsa que evidenciaban sus rasgos.
Rathbone también miró a Sylvestra Duff torciendo los labios con horror ante aquel mundo que se abría frente a ella, algo que jamás habría imaginado, mujeres cuyas vidas eran tan diferentes de la suya que bien podrían pertenecer a especies distintas. Y, sin embargo, vivían a pocos kilómetros de distancia, en la misma ciudad. Y su hijo se había servido de ellas, hasta cabía pensar, por lo que ella sabía, que hubiera quizá engendrado un hijo con alguna.
A su lado, Fidelis Kynaston estaba pálida pero menos conmocionada. Ya poseía cierto conocimiento del dolor, del lado oscuro del mundo y de quienes vivían en él. Para ella era una nueva exposición de unos hechos que ya conocía.
Al otro lado, Englantyne Wade se mantenía inmóvil mientras una oleada tras otra de desdicha pasaba por encima de ella, cosas que jamás hubiese imaginado llegar a oír descritas con tanta crudeza.
Al día siguiente, los relatos contenían aún más violencia. Las testigos presentaban señales de las palizas: se vieron caras hinchadas, moretones y dientes rotos.
Ebenezer Goode dudó antes de interrogar a cada una de ellas. Ninguna reconoció a sus asaltantes. Cada acto brutal sumaba puntos a su fundamento. ¿Qué clase de desafío era aquel? Por otra parte, tampoco era necesario demostrar que aquellas mujeres eran prostitutas. No había un solo hombre o mujer en la sala que no lo supiera; todos reflexionaban sobre sus emociones a propósito de su comercio y su lugar en la sociedad, o en sus propias vidas. De todos modos, se trataba de una cuestión emotiva más que racional. Las palabras no eran más que espuma en la superficie de una gran marea de sentimiento.
Una oleada de ira y repulsa barrió la sala cuando salió a declarar Lily Barker, de sólo trece años y con el hombro dislocado. Con voz entrecortada contó a Rathbone los golpes y patadas que le habían dado tanto a ella como a su hermana. Repitió los improperios que le habían gruñido y refirió, cómo intentaba arrastrarse para esconderse en la oscuridad.
Fidelis Kynaston estaba tan pálida que Rathbone pensó que sufría más con lo que oía que Sylvestra, sentada a su lado.
El juez se inclinó hacia delante, con el rostro tenso por la angustia.
– ¿Aún no ha establecido cuanto necesita, Sir Oliver? Seguro que no es preciso abundar más. Es un asunto espantoso, esta espiral de violencia y brutalidad. ¿Qué más se propone mostrarnos? ¡Exponga sus argumentos!
– Tengo una víctima más de violación, Señoría. Esta vez de St Giles.
– Muy bien. Comprendo que necesita establecer que sus asaltantes se trasladaron al barrio pertinente. Pero sea breve.
– Señoría.
Rathbone llamó a la mujer a quien violaron y pegaron la noche antes de Nochebuena. Tenía la cara llena de magulladuras y moretones. Le costaba trabajo hablar por culpa de los dientes rotos. Poco a poco, fue cerrando los ojos, negándose a mirar a las personas que la observaban mientras refería su terror, dolor y humillación. Comenzó describiendo cómo la acorralaron tres hombres, cómo uno de ellos la inmovilizó, cómo se rieron los tres, hasta que al final la tiraron al suelo.
En el balcón, Rhys tenía el semblante demudado, los ojos tan hundidos que casi podía verse su calavera bajo la piel. Se inclinó sobre la barandilla, con las manos entablilladas en tensión, temblando.
La mujer describió cómo se habían mofado de ella, repitió sus insultos. Uno le dio una patada, le dijo que era una mierda de la que había que deshacerse para limpiar la raza humana de las mujeres de su clase.
En el balcón, Rhys comenzó a aporrear la barandilla con las manos. Uno de los celadores trató de detenerle, pero tenía todos los músculos del cuerpo tan agarrotados que no lo consiguió. Su rostro era una máscara de puro dolor.
Nadie más se movía.
La mujer del estrado siguió hablando, despacio, esforzándose para pronunciar cada palabra. Contó cómo la tiraron una y otra vez al suelo hasta que terminó hecha un ovillo sobre los adoquines.
– Eran duros y estaban mojados -dijo, con voz ronca-. Entonces uno se me tiró encima. Pesaba mucho, olía a una bebida extraña, algo bastante seco. Otro me levantó las rodillas y me rompió el vestido. Entonces noté cómo entraba. Era como si me desgarrara por dentro. Me hacía un daño horrible. Yo…
Se interrumpió, abriendo los ojos con horror mientras Rhys se zafaba de los celadores, boqueando con desesperación, torturando su garganta con un sonido que no lograba articular, como si en su interior no dejara de gritar.
Un celador le embistió y le agarró un brazo. Rhys la emprendió a golpes con él, sumido en un paroxismo de terror y aversión. El otro celador intentó reducirle sin éxito. Rhys perdió el equilibrio, histérico de miedo, se tambaleó un momento sobre la barandilla, quiso volverse y cayó.
Una mujer chilló.
El jurado se puso en pie.
Sylvestra gritó su nombre y Fidelis la estrechó entre sus brazos.
Rhys había aterrizado con un estrépito horrible y yacía inmóvil.
Hester fue la primera en reaccionar. Se levantó de su asiento del fondo de la tribuna, en un extremo de la fila para acudir presta si la requerían, y se arrodilló junto a él.
Entonces, súbitamente, se produjo una gran agitación. La gente gritaba y se daba empujones. Había personas heridas, algunas de cierta gravedad. Los reporteros se abrían paso como posesos para ir a dar la noticia. Los ujieres intentaban en vano restablecer un poco el orden. El juez golpeaba con furia con el mazo sobre la mesa. Alguien pedía a gritos un médico para una mujer a quien un banco, al volcar, había roto una pierna.
Rathbone se dirigió hacia donde estaba tendido Rhys. ¿Dónde estaba Corriden Wade? ¿Lo habrían retenido para que atendiera a la mujer? Rathbone ni siquiera sabía si Rhys seguía vivo. Una caída desde esa altura podía haberle matado. No era difícil partirse el cuello. Le pasó por la cabeza la idea de que igual sería una misericordiosa huida del espantoso final que le aguardaba.
¿Se habría suicidado, al oír el completo horror de su crimen contado desde el punto de vista de la víctima, con sus sentimientos de vergüenza, humillación, impotencia y dolor? ¿Era eso lo más que podía hacer para alcanzar alguna clase de redención?
¿Era el fracaso definitivo de Rathbone o quizá lo único que en verdad había hecho por él?
¡Pero Rhys no había violado a esa mujer! Estuvo jugando a las cartas con Lady Sandon. Había sido Leighton Duff quien la había violado y apaleado. Leighton Duff… ¿y quién más?
El alboroto en la sala del tribunal era insoportable. Algunas personas gritaban, pidiendo paso para una camilla. Alguien chillaba una y otra vez, en vano. A su alrededor todo el mundo se empujaba para ir de un lado a otro.
Inclinada sobre el cuerpo de Rhys, Hester, en un momento de desesperación, tuvo el mismo pensamiento que había cruzado la mente de Rathbone… ¿Era así como Rhys escapaba al fin del dolor corporal que le afligía y de la agonía mental, aun peor, que le impedía incluso dormir? ¿Era ésa la única paz que podía encontrar en un mundo convertido en una pesadilla infinita?
Entonces le tocó y supo que seguía vivo. Deslizó una mano hacia su nuca, entre el abundante pelo. Palpó los huesos con cuidado, explorándolos. El cráneo no tenía ninguna depresión. Apartó la mano. Ni rastro de sangre. Tenía las piernas torcidas pero la columna vertebral recta. A juicio de Hester, Rhys sufría una conmoción pero no estaba herido de gravedad.
¿Dónde estaba Corriden Wade? Levantó la vista hacia el gentío y no vio a nadie conocido; había un grupo apiñado junto al banco volcado, donde alguien yacía tendido. Rathbone se encontraba al otro lado de la multitud, que empujaba a diestro y siniestro.
Hester vio a Monk y sintió una punzada de alivio. Se abría paso a codazos, pálido y enojado. Le gritó algo a alguien. Un hombre corpulento cerró el puño con ganas de pelea. Otros tiraron de él. Dos mujeres lloraban sin razón aparente.
Monk finalmente llegó y se arrodilló junto a Hester.
– ¿Está vivo? -preguntó.
– Sí, pero tenemos que sacarlo de aquí -respondió, notando que el miedo le agudizaba la voz.
Monk bajó la vista hacia Rhys, que estaba inconsciente.
– Gracias a Dios, no puede notar nada -dijo en voz baja-. He mandado al celador a buscar uno de esos bancos largos, para trasladarlo.
– Hay que ingresarlo en un hospital -dijo Hester, desesperada-. ¡No puede quedarse en la celda! ¡No sé el alcance de sus heridas!
Monk abrió la boca como para responder pero se mordió la lengua. Uno de los celadores había bajado del balcón y apartaba a la gente para acercarse a Rhys.
– Pobre diablo -dijo, lacónicamente-. Más le habría valido matarse pero, ya que no está muerto, haremos cuanto podamos por él. Perdone, señorita, deje que lo ponga en el banco que nos trae Tom.
– Vamos a llevarlo al hospital más cercano -insistió Hester, levantándose temblorosa, faltándole poco para tropezar con su propia falda.
– Lo siento, señorita, pero tenemos que llevarlo de vuelta a la celda. Es un prisionero…
– ¡Cómo quiere que escape! -exclamó furiosa, dejando que toda su impotencia y su dolor se convirtieran por un momento en vano enojo-. ¡Está totalmente inconsciente, estúpido! ¡Mírelo!
– Sí, señorita -dijo el celador, impasible-, pero la ley es la ley. Lo llevaremos a su celda y usted podrá quedarse con el reo, si no le importa que la encerremos con él. Seguro que le envían un médico en cuanto lo encuentren.
– ¡Claro que me quedaré con él! -se atragantó-. ¡Y traigan al doctor Wade de inmediato!
– Lo intentaremos, señorita. ¿Necesita algo para darle? ¿Agua, quizá, o un poco de coñac? Seguro que puedo conseguirle un poco de coñac.
Le costó trabajo controlarse. Aquel hombre hacía cuanto podía.
– Gracias. Sí, tráigame agua y coñac, por favor.
El otro celador y otros dos hombres llegaron con el banco de madera. Con una delicadeza sorprendente asieron a Rhys y lo tendieron en la camilla improvisada, para acto seguido sacarlo de la sala del tribunal, apartando a empellones a los mirones, y llevarlo hacia su celda.
Hester los siguió, haciendo caso omiso de la gente que la rodeaba, de las miradas curiosas y los murmullos. Sólo podía pensar en la gravedad de las heridas de Rhys y preguntarse por qué se había arrojado desde el balcón. ¿Había sido un accidente al tratar de zafarse de los celadores que intentaban reducirlo o había querido matarse intencionadamente? ¿Había perdido el último resquicio de esperanza?
¿O era que les había mentido todo el tiempo y que había matado a su padre y violado y pegado a todas aquellas mujeres?
Se negaba a creer esto último… No lo haría hasta que no tuviera más remedio. Mientras hubiera cualquier otra posibilidad, por remota que fuese, se aferraría a ella. Ahora bien, ¿cuál era esa posibilidad? ¿Qué otra explicación plausible quedaba? No dejaba de rebuscar en su imaginación y sus recuerdos.
Mientras seguía a los celadores se le ocurrió una, tan extrema y horrible que dio un traspié y por poco cayó. Se puso a temblar. Tenía frío, estaba mareada y su mente buscaba a toda prisa el modo de averiguar si sería cierto lo que había imaginado y cómo podría probarlo. Y comprendió entonces por qué Rhys no podía hablar, por qué, aunque pudiese… no lo haría.
Tuvo que apretar el paso para no rezagarse y en cuanto llegaron a la celda se dio la vuelta plantándose ante los celadores.
– Gracias. Traigan agua y coñac, y déjennos a solas. -Era una carrera contra el tiempo. El doctor Wade, o algún otro médico, no tardaría en llegar. Si tenía razón, mejor que no se tratara de Corriden Wade. Pero debía cerciorarse. Cualquiera que la sorprendiera haciendo lo que se disponía a hacer se quedaría horrorizado. Hasta podrían demandarla. Sin duda haría peligrar su carrera. Si ese alguien era Corriden Wade, podía incluso perder la vida.
El celador se marchó, dejando la puerta abierta, y su compañero aguardó fuera, junto al umbral. ¿Qué podía hacer para ahorrar tiempo?
– ¿Se encuentra bien, señorita?
– Sí, por supuesto, gracias. Soy enfermera. He atendido a muchos hombres heridos. Ahora debo examinarlo para determinar cuáles son las peores heridas. El médico lo agradecerá cuando llegue. ¿Dónde está ese coñac? ¿Y el agua? Con un poquito tengo bastante, ¡dese prisa! -Le temblaban las manos. Tenía la boca seca. Notaba el pulso acelerado en el pecho.
Rhys seguía inconsciente. En cuanto recobrara el sentido ya no podría hacer nada. No debía meter más prisa al celador o levantaría sospechas.
Desabrochó el cuello de Rhys y le quitó la corbata. Desabotonó la camisa y la abrió. Con mucha delicadeza comenzó a explorar la parte superior de su cuerpo. No llevaba vendajes. Poco podía hacerse con las magulladuras, salvo aplicar ungüentos, por ejemplo de árnica. Las peores ya se estaban curando. Las costillas rotas se soldaban bien, aunque le constaba que todavía le provocaban dolor, sobre todo al toser, al estornudar y al revolverse en la cama.
¿Dónde estaba el celador con el coñac y el agua? ¡Hacía siglos que se había ido!
Desabrochó el cinturón del pantalón con cuidado. Allí era donde estaban las peores heridas, las que había tratado el doctor Wade sin permitir que ella las viera por respeto al pudor de Rhys. Bajó un poco el pantalón y vio el cardenal azul y morado que ya se desvanecía. Aún presentaba marcas de rasguños donde le habían dado patadas pero sus contornos ya eran amarillentos y más pálidos. No advirtió que llevara más vendajes.
– ¡Señorita!
Se quedó helada.
– ¿Sí?
– El agua, señorita -dijo el celador en voz baja-. Y un poco de coñac. ¿Está muy mal?
– Aún no estoy segura. Gracias por traer esto. -Cogió el cuenco con agua y el coñac y los dejó encima de la mesita-. Se lo agradezco mucho. Puede encerrarme. Estaré perfectamente bien. Vuelvan para avisarme cuando llegue el médico. Llamen a la puerta, por favor. Tendré al enfermo preparado.
– Sí, señorita. ¿Seguro que se encuentra bien? Está muy pálida. Igual usted también tendría que tomar un trago de coñac.
Hester intentó sonreír y lo hizo con esfuerzo.
– Tal vez sí, gracias.
– Muy bien, señorita. Llame cuando quiera salir.
– Así lo haré. Ahora más vale que vea qué puedo hacer por él. ¡Gracias!
Por fin se marchó y la dejó a solas. Se volvió hacia Rhys y comenzó de inmediato. No había tiempo que perder. Podían regresar con el médico en cualquier momento. Si se equivocaba, no tendría ningún argumento para explicar lo que estaba haciendo. Probablemente sería su perdición, ¡incluso si tenía razón pero no conseguía demostrarlo!
Le bajó los pantalones y la ropa interior, descubriendo su cuerpo hasta los muslos. No había ningún vendaje a la vista, ni yeso, ni gasas, ni esparadrapo. Sólo la más espantosa magulladura, como si hubiese encajado repetidos puñetazos y patadas. Con el estómago en un puño, lo hizo girar, poniéndolo boca abajo, y comenzó la exploración que le diría lo que necesitaba saber, aunque bastaba con ver el lento hilillo de sangre que todavía manaba y la carne desgarrada y violácea.
Sólo le llevó un instante. Luego, con manos temblorosas, torpes por la rigidez de los dedos, volvió a subirle la ropa y le dio la vuelta, faltando poco para que lo tirara del banco. Intentó abrocharle los pantalones pero estaban arrugados por detrás y no cerraban. Cogió su chaqueta y lo cubrió con ella justo cuando empezó a abrir los ojos.
– ¡Rhys! -se le quebró la voz. Ya no soportaba más la angustia que llevaba dentro. Le dolía la garganta. Las manos no le obedecían.
Jadeó para recobrar el aliento. Rhys la emprendió con ella. Quería zafarse y alejarla.
– ¡Rhys! -Le agarró los brazos por encima de las tablillas, clavando los dedos en su carne-. Rhys, ¡sé lo que le ocurrió! ¡No es culpa suya! ¡No es el único! ¡He conocido a soldados que pasaron por lo mismo, hombres valientes, guerreros!
Rhys se puso a temblar con tanta violencia que no conseguía mantenerlo quieto, ni siquiera estrechándolo entre sus brazos. La intensidad de su rabia hizo que ella temblara también. Rhys sollozaba de forma incontrolable, llorando sin posible consuelo, mientras ella le acunaba y le acariciaba la cabeza.
Hasta transcurridos unos minutos, Hester no sabría decir cuántos, ésta no se dio cuenta de que podía oírle. Su llanto se oía. La desesperación, la caída, o el saberse descubierto le habían devuelto el habla.
– ¿Quién fue? -preguntó, apremiante-. ¡Tiene que decírmelo! -Aunque en su fuero interno estaba segura de saberlo. Sólo había una explicación a por qué no lo había sabido nadie más, por qué Corriden Wade no se lo había referido a nadie, ni a ella, ni a Rathbone. Se aclaraban muchas cosas, el miedo de Rhys, su crueldad y rechazo ante su madre, su silencio. Recordó con una punzada de dolor la campanilla apartada de la cómoda, fuera de su alcance.
– ¡Voy a protegerle! -prometió resuelta-. Me encargaré de que los celadores se queden con usted todo el tiempo, o me quedaré yo, se lo juro. ¡Ahora hable!
Lentamente, con la voz entrecortada por la angustia, en un susurro, como si no quisiera oírse a sí mismo, le habló de la noche en que murió su padre.
La puerta se abrió de golpe y Corriden Wade entró con su maletín en la mano, el rostro demacrado, la mirada sombría y furiosa. Los dos celadores se encontraban justo detrás de él, con un aire de suspicacia.
– ¿Qué está haciendo, miss Latterly? -inquirió Wade, mirando el rostro pálido y crispado de Rhys-. Déjeme a solas con mi paciente, por favor. Es evidente que corre peligro-. Se volvió hacia los celadores-. Voy a necesitar agua limpia, varias palanganas y vendajes. Quizá miss Latterly pueda encargarse de esto último. Sabrá mejor lo que necesito…
– Ni hablar -dijo Hester bruscamente, situándose entre Rhys y Wade. Miró a un celador-. Por favor, vaya a buscar a Sir Oliver Rathbone ahora mismo. El señor Duff quiere prestar declaración. Es fundamental que lo traiga a toda prisa. Estoy convencida de que entiende la urgencia… y la importancia.
– ¡El señor Duff no puede hablar! -exclamó Wade con desdén-. Es obvio que esta tragedia ha turbado a miss Latterly, cosa que no me sorprende. Quizá sea mejor que la saquen fuera y vean si pueden…
– ¡Traigan a Sir Oliver! -repitió Hester gritando, enfrentándose al celador-. ¡Ahora mismo!
El hombre titubeó. Entendía la autoridad del médico. Siempre obedecería antes a un hombre que a una mujer.
– Traiga a mi abogado -dijo Rhys, con voz ronca-. ¡Quiero prestar declaración antes de morir!
Wade se puso blanco como el papel.
Uno de los celadores carraspeó.
– Ve a buscarle, Joe -dijo con urgencia-. Yo espero aquí.
El otro celador obedeció a toda prisa.
Hester no se movía de donde estaba.
– ¡Esto es absurdo! -comenzó Wade, como si fuera a apartarla de un empujón, pero el celador le agarró por el hombro. No sabía nada de medicina pero sí de últimas voluntades.
– ¡Suélteme! -ordenó Wade, furioso.
– Lo siento, señor -dijo el celador, con fría formalidad-, pero esperaremos al abogado antes de comenzar ningún tratamiento en la persona del reo. Está bastante bien, por ahora. La enfermera lo ha atendido. Ahora espere aquí y tenga un poco de paciencia, en cuanto el abogado termine con su tarea, podrá hacer usted lo que guste.
Wade abrió la boca para replicar pero cayó en la cuenta de que sería inútil. Parecía atrapado, sin escapatoria posible.
Rhys miró a Hester.
Ella le sonrió y volvió a plantar cara a Wade y al celador. Su desilusión era insondable.
Transcurrieron varios minutos.
Rathbone llegó acalorado y con los ojos muy abiertos.
– Quiero… -comenzó Rhys, y suspiró estremeciéndose-. Quiero contarle lo que ocurrió…
Sin mediar palabra, Corriden Wade se volvió y salió de allí, aunque ahora ya no tenía adonde ir.
El tribunal reanudó la sesión por la tarde. Rhys no estaba presente, pues lo habían ingresado en el hospital, dejándolo al cuidado del doctor Riley bajo vigilancia policial. Todavía estaba acusado de un espantoso crimen.
La tribuna estaba sorprendentemente vacía. Había asientos libres en todas las filas. El público había dado por sentado que la caída de Rhys desde el balcón era un intento de suicidio y, por consiguiente, el reconocimiento tácito de su culpabilidad. Ya no quedaba nada que encerrara un interés real. El veredicto estaba cantado. Las tres mujeres, Sylvestra Duff, Englantyne Wade y Fidelis Kynaston, ocupaban asientos contiguos y destacaban claramente. No se miraban entre sí pero había en ellas una intimidad, un silencioso compañerismo que saltaba a la vista de cualquiera que las observara con atención.
El juez pidió silencio y ordenó a Rathbone que prosiguiera. Los miembros del jurado se mostraban adustos pero resignados, como si les hubiesen descargado de sus obligaciones y estuvieran presentes por mera formalidad.
– Gracias, Señoría -saludó Rathbone-. Llamo a declarar a la señora Fidelis Kynaston.
Se produjo un murmullo de sorpresa cuando Fidelis, muy pálida, cruzó el entarimado y subió al estrado. Prestó juramento y miró a Rathbone con la cabeza erguida, aunque sus manos se aferraban a la barandilla, como si necesitara su apoyo.
– Señora Kynaston -comenzó, con amabilidad-. ¿Celebró una fiesta en su casa la noche antes de Nochebuena?
Fidelis había adivinado lo que Rathbone le iba a preguntar. Contestó con voz ronca.
– Sí.
– ¿Quiénes estuvieron presentes?
– Mis dos hijos, Rhys Duff, Lady Sandon, Rufus Sandon y yo misma.
– ¿A qué hora se marchó de su casa el señor Duff?
– Hacia las dos de la madrugada.
La tribuna se llenó de murmullos. Un miembro del jurado dio un respingo.
– ¿Está segura de la hora, señora Kynaston? -insistió Rathbone.
– Por completo -respondió ella, mirándole de frente como si fuese un verdugo-. Si se lo pregunta a Lady Sandon, o a cualquiera del personal de servicio, le dirán exactamente lo mismo.
– Entonces, ¿es posible que Rhys Duff se contara entre los hombres que violaron a esa desdichada mujer en St Giles hacia la medianoche?
– No… -Tragó saliva, con el cuello tieso-. Es imposible.
– Gracias, señora Kynaston, no tengo más preguntas que hacerle.
Goode, tras dudar un momento, declinó su turno.
Rathbone llamó al cochero, Joseph Roscoe.
Roscoe describió al hombre que había visto partir de St Giles con las manos y la cara manchadas de sangre. Rathbone sacó el retrato de Leighton Duff y se lo mostró.
– ¿Es este el hombre que vio?
Roscoe no titubeó.
– Sí, señor, es él.
– Señoría, esto es una semblanza de Leighton Duff, a quien el señor Roscoe acaba de identificar.
No siguió adelante. Un ruido como el rugido del mar ocupó la sala del tribunal. Sylvestra estaba quieta como una estatua, su rostro era la máscara de un horror indecible. Englantyne Wade, sentada a su lado, sostenía sus manos. Fidelis, paralizada, seguía mirando al cochero.
Los miembros del jurado miraban al cochero y a Rathbone de manera alternativa.
El juez estaba muy serio y profundamente impresionado.
– ¿Está seguro del terreno que pisa, Sir Oliver? ¿Está afirmando que Leighton Duff, en lugar de Rhys Duff, fue el violador en todos esos espantosos casos?
– Sí, Señoría -respondió Rathbone, con convicción-. Leighton Duff era uno de los tres. Rhys Duff no tuvo nada que ver con ellos. Cierto es que iba a St Giles para verse con una prostituta, pero pagaba el precio convenido y nunca hizo uso de la violencia. Sin duda, sobre esta práctica todos tendremos nuestro juicio moral, pero no es un crimen, y mucho menos violación, o asesinato.
– Entonces, ¿quién mató a Leighton Duff, Sir Oliver? No se suicidó. Parece evidente que él y Rhys pelearon, y que Rhys sobrevivió y él murió.
– Se lo explicaré, Señoría, con su venia.
– Tiene que hacer algo más que explicarlo, Sir Oliver, debe demostrarlo ante este tribunal y este jurado, más allá de toda duda razonable.
– Eso es lo que me propongo, Señoría. Con tal fin llamo a miss Hester Latterly al estrado.
El renovado interés de la sala causó un discreto revuelo. Más de uno estiró la cabeza para ver a Hester mientras cruzaba el entarimado, subía al estrado y prestaba juramento ante Rathbone.
– ¿Cuál es su ocupación, miss Latterly? -comenzó Rathbone, casi como conversando.
– Soy enfermera.
– ¿Tiene algún paciente a su cargo en la actualidad?
– Sí. Estoy contratada para cuidar a Rhys Duff desde que salió del hospital tras el incidente en Water Lane.
– ¿Contaba también con la atención de un médico?
– El doctor Corriden Wade. Tengo entendido que ha sido el médico de cabecera de la familia durante años.
El juez se inclinó hacia delante.
– Por favor, limítese a referir lo que sepa, miss Latterly.
– Lo siento, Señoría.
– ¿Adquirió experiencia en el ejército atendiendo a hombres heridos del mismo modo y gravedad que Rhys Duff, miss Latterly?
– Sí. Cuidé a muchos soldados heridos en Scutari.
Un murmullo de aprobación recorrió la tribuna. Dos miembros del jurado asintieron con la cabeza.
– ¿Curaba usted misma las heridas del señor Rhys o se limitaba a cuidarle, velando por su aseo, su alimentación y otras necesidades? -Rathbone debía andarse con ojo en la forma de plantear las preguntas. De momento nadie parecía tener la más remota idea de qué era lo que pretendía probar. No debía insinuar las respuestas a Hester, como tampoco dejar espacio para la duda una vez que mostrara la verdad ante el jurado.
Goode escuchaba con atención.
– Curaba las heridas producidas por encima de la cintura -contestó Hester-. Algunas bastante graves, los huesos rotos de las manos, además de las dos costillas rotas. No se podía hacer mucho al respecto. El doctor Wade me dijo que había vendado las heridas que tenía por debajo de la cintura. Lo hizo él mismo por respeto al pudor del señor Duff.
– Comprendo. En ese caso, ¿nunca llegó a verlas?
– Así es.
– ¿Se conformó con la palabra del doctor Wade sobre su naturaleza y gravedad, y le creyó cuando dijo que estaban curando tan bien como cabía esperar?
– Sí.
El juez volvió a inclinarse hacia delante.
– Sir Oliver, ¿la naturaleza o ubicación de las heridas del señor Duff tienen relevancia alguna para determinar si fue responsable de la muerte de su padre? ¡Debo admitir que no veo la conexión!
– Sí, Señoría, la tiene. -Rathbone se volvió hacia Hester-. Miss Latterly, ¿el señor Duff estuvo sujeto a un grado inusual de trastorno emocional durante el tiempo en que cuidó de él?
Goode se puso en pie.
– Señoría, miss Latterly no conocía al señor Duff antes de esta tragedia. No puede saber si su angustia era habitual o no.
El juez miró a Rathbone.
– ¿Sir Oliver? La objeción del señor Goode es razonable.
– Señoría, me refería a si estaba sujeto a emociones fuera de lo común en un hombre en su estado. Miss Latterly ha cuidado a muchos hombres malheridos. Pienso que está en mejor posición que nadie para saber a qué atenerse en esos casos.
– Estoy de acuerdo. -El juez asintió con la cabeza-. Puede contestar, miss Latterly.
– Sí, Señoría. Rhys sufría unas pesadillas atroces en las que intentaba gritar y agitaba los brazos a pesar del dolor espantoso que debían provocarle las manos rotas. Sin embargo, cuando estaba despierto, se negaba en redondo a responder a las preguntas sobre el incidente, mostrando una extrema aflicción, hasta el punto de reaccionar con violencia contra todo el mundo, sobre todo contra su madre, cuando se insistía sobre la cuestión.
– ¿Y a qué conclusiones llegó? -preguntó Rathbone.
– No saqué ninguna conclusión. Me tenía desconcertada. Yo… temía que en efecto hubiese matado a su padre y que recordarlo le resultara insoportable.
– ¿Sigue siendo de esa opinión?
– No…
– ¿Por qué no?
Hester tomó aliento con un prolongado suspiro.
Todos los presentes en la sala estaban pendientes de su respuesta. Goode, con el ceño fruncido, escuchaba con suma atención.
– Porque esta mañana, al verle caer, de pronto he recordado algo que aprendí en el ejército. De entrada me ha parecido demasiado monstruoso para que fuese cierto pero después, en la celda donde lo han trasladado, he estado a solas con él varios minutos hasta que ha llegado el médico. He efectuado un breve examen de sus heridas… por debajo de la cintura. -Se interrumpió, con el rostro transido de dolor.
Rathbone aborrecía obligarla a decir aquello pero no había alternativa posible.
Hester vio su mirada y no se amedrentó.
– Le violaron -dijo en voz muy baja, aunque perfectamente audible-. Rhys fue la última víctima de los violadores.
Tras un jadeo colectivo de asombro, la sala se sumió en un silencio absoluto que sólo rompió un gemido de Sylvestra, que se vino abajo, incapaz de soportar el tormento que le estaba desgarrando el alma.
– Rhys y su padre discutieron porque Rhys sabía una parte de lo que estaba ocurriendo. Su padre le había criticado por utilizar prostitutas, y tanta hipocresía le enfureció, pero por respeto a su madre no quiso destapar el asunto. Salió furibundo de la casa y se dirigió a St Giles. Por pura casualidad, su padre hizo lo mismo.
Suspiró de nuevo y su voz se hizo más grave.
– Tres sujetos le agredieron en Water Lane -prosiguió Hester, y aunque aquello era ofrecer testimonio de oídas, Goode no la interrumpió. El horror crispaba su peculiar semblante-. Le derribaron y le violaron -continuó-, tal como venían haciendo con las mujeres y tal vez con otros muchachos. Quizá nunca lo sepamos. Entonces, mientras se defendía y gritaba, uno de ellos se detuvo al darse cuenta de quién era… Leighton Duff acababa de violar y pegar una paliza a su propio hijo. -Hablaba con voz ronca-. Trató de evitar que siguieran pegándole pero sus compinches habían ido demasiado lejos para echarse atrás. Si le dejaban con vida, los acusaría. Fueron ellos quienes mataron a Leighton Duff y quienes creyeron haber matado a Rhys.
Englantyne Wade no sabía qué cara poner. Fidelis sostenía a Sylvestra y la acunaba haciendo caso omiso de la compasión que inspiraban al resto del público.
– ¿Cómo es posible que sepa todo esto, miss Latterly? -preguntó Rathbone.
– Porque Rhys ha recobrado el habla -contestó-. Me lo ha contado él.
– ¿Y le ha dicho los nombres de los otros asaltantes?
– Sí… eran Joel Kynaston, el director de su antiguo colegio, y Corriden Wade, su médico. Esta era en parte la razón por la que no podía contárselo a nadie. El resto eran fruto de la vergüenza y la humillación.
Englantyne Wade levantó la cabeza de golpe, con ojos como platos y el cutis macilento. Le faltaba el aire. Fidelis guardó la compostura con aplomo, como si en el fondo de su corazón no le sorprendiera.
– Gracias, miss Latterly.
Rathbone se volvió hacia el juez para hacer una declaración y se interrumpió. El rostro del juez estaba grabado con un horror y una piedad tan profundas que al verlo resultaba imposible no sentirse conmocionado.
Rathbone miró a los miembros del jurado y vio las mismas emociones reflejadas en sus caras, con la excepción de cuatro cuya incredulidad no les permitía aceptar los hechos. La violación era cosa de mujeres, de mujeres descarriadas que se buscaban problemas. Aquello no podía pasarle a un hombre… ¡A ninguno! Los hombres eran inviolables…, al menos en lo referente a la intimidad de su cuerpo. El horror y la incomprensión les tenía anonadados. Estaban sentados con la mirada perdida, ajenos a cuanto les rodeaba, sin percatarse siquiera del extraño silencio que reinaba en la tribuna.
Rathbone miró a Sylvestra Duff. Estaba tan pálida que no parecía viva. Englantyne Wade tenía la cabeza inclinada hacia delante y se cubría el rostro con las manos. La única que se movía era Fidelis Kynaston. Seguía sosteniendo a Sylvestra, acunándola. Rathbone creyó ver que le hablaba al oído. Su expresión era de ternura, como si fuese a cargar con parte de aquella última agonía; dos amigas compartiendo sendas desgracias.
El juez rompió el silencio.
– ¿Tiene algo más que añadir, Sir Oliver?
– No, Señoría -contestó Rathbone-. Si alguien tiene dudas, presentaré las pruebas médicas pertinentes, aunque preferiría con mucho no someter al señor Duff a más penas y pesares de los que ya ha padecido. Poseo una declaración jurada sobre lo que ocurrió en Water Lane la noche en que murió su padre. Sin duda se celebrarán nuevos juicios y lo llamarán a testificar, lo cual ya será bastante duro de por sí, contando con que recobre tanto la salud como el equilibrio mental. Mientras, me conformo con basarme en la palabra de miss Latterly.
El juez se volvió hacia Ebenezer Goode.
Goode se puso de pie, muy serio.
– Estoy al corriente de la experiencia como enfermera de miss Latterly, Señoría. Si ella se aviene a verificar para el tribunal en qué fundamenta su juicio, aparte de la palabra del señor Duff, lo acataré.
El juez se volvió hacia Hester.
Con las palabras imprescindibles, en voz baja ante el silencioso tribunal, describió las magulladuras y desgarros que había visto, comparándolos con heridas semejantes que había curado en Crimea y con lo que los propios soldados le habían contado.
Le dieron las gracias y le permitieron marcharse. Regresó a la tribuna tan aturdida y turbada que apenas notaba la presencia de la gente. Ni siquiera se apartó de inmediato al notar que un hombre se arrimaba y la rodeaba con un brazo.
– Has hecho bien -dijo Monk, con delicadeza, sosteniéndola con una fuerza sorprendente, como si fuera a llevarla en volandas-. No se puede cambiar la verdad, ni siquiera ocultándola.
– Hay verdades que es mejor no saber -contestó en un susurro.
– No es cierto, no con verdades como ésta. Sólo que es mejor descubrirlas según cuándo y cómo.
– ¿Y la pobre Sylvestra? ¿Cómo va a poder soportarlo?
– Paso a paso, día tras día, y sabiendo que lo que construya a partir de ahora será duradero, porque descansará sobre la realidad, no basándose en mentiras. No puedes hacer que sea valiente, eso es algo que nadie puede hacer por otra persona. -Se interrumpió, sin dejar de abrazarla.
– Pero ¿por qué? -dijo casi para sí misma-. ¿Por qué lo arriesgaron todo para hacer algo tan… vano? -Y mientras decía esto iba rememorando comentarios de Wade, cargados ahora de un significado radicalmente distinto, comentarios sobre el modo en que la naturaleza depura la raza desprendiéndose de los incapaces, de los moralmente inferiores. También recordó las alusiones de Sylvestra a propósito de Leighton Duff, de su afición por el peligro en sus días como jinete de carreras de obstáculos, de su entusiasmo ante el riesgo, la euforia de asumirlo y salir airoso contra todo pronóstico-. ¿Y qué me dices de Kynaston? -susurró a Monk.
– Poder -contestó él-. El poder de aterrorizar y humillar. Quizá la imagen de rectitud que había forjado para los padres de sus alumnos le pesara más de la cuenta. Lo más seguro es que nunca lo sepamos y, francamente, me da igual. Lo que de verdad me preocupa son los apuros que pasarán sus familias… Sobre todo Sylvestra y Rhys.
– Creo que Fidelis Kynaston la apoyará -dijo Hester-. Se ayudarán mutuamente. Y miss Wade también. Las tres se enfrentan a un trance horrible. Tal vez se marchen a la India -agregó, pensando en voz alta-. Todos juntos, cuando Rhys se encuentre mejor. No podrán quedarse aquí.
– Es posible -convino Monk-. Aunque no deja de ser sorprendente lo que uno es capaz de enfrentar cuando no tiene otro remedio. -Le hablaría sobre Runcorn en otro momento, más tarde, cuando estuvieran a solas y resultara más apropiado.
– La India les gustaría -insistió-. Allí hay mucha necesidad de personas con conocimientos de enfermería, sobre todo mujeres. Lo leí en las cartas de Amalia.
– ¿Crees que saben algo sobre enfermería? -preguntó Monk, sonriendo.
– ¡Todo se aprende!
Monk sonrió con franqueza, aunque ella no lo vio.
El jurado declinó retirarse y emitió un veredicto de inocencia.
Hester tomó de la mano a Monk y se apoyó en él.