Evan sabía que Monk estaba investigando en St Giles aunque, por supuesto, cada cual seguía con su caso.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó Shotts con recelo, mientras caminaban de regreso a la comisaría.
– Averiguar quién violó a esas mujeres de Seven Dials -contestó Evan-. En ese problema no podemos ayudarle.
Shotts blasfemó entre dientes y acto seguido se disculpó.
– Perdone, jefe.
– No se preocupe -dijo Evan con sinceridad. Su padre se habría ofendido, pero aquel caso le enojaba tanto que desahogarse con gritos y empleando un lenguaje normalmente prohibido parecía muy natural-. Si alguien puede encargarse de eso, sin duda es Monk -añadió.
Shotts dio un resoplido cargado de burlón desdén, matizado con algo que podía ser miedo.
– Si pilla a esos cabrones apuesto a que preferirán no haber nacido. ¡No me gustaría que Monk me siguiera, incluso sin haber hecho nada malo!
Evan le miró con curiosidad.
– Si no hubiese hecho nada malo, ¿acaso le seguiría?
Shotts lo miró, titubeó un momento a punto de confiarse y cambió de parecer.
– No, claro -negó.
Era una mentira, al menos ésa fue su intención, y Evan lo sabía pero no tenía sentido ahondar en ello. Tampoco era la primera vez que Shotts le decía algo que luego había resultado ser falso. No daba las explicaciones de rigor sobre el uso que hacía de su tiempo, modificaba ligeramente los hechos. Miró de reojo el rostro impasible de Shotts mientras cruzaban la calle, sorteando la alcantarilla y los excrementos de caballo empapados por la lluvia, esquivaban una carreta de carbón y alcanzaban la acera opuesta. ¿Qué más le quedaba aún por descubrir? ¿Por qué le mentía Shotts?
De pronto le sobrevino una desagradable sensación de soledad, como si el suelo se hundiera bajo sus pies y las antiguas certidumbres se desvanecieran sin dejar nada con qué reemplazarlas. A su alrededor todo era sórdida pobreza, personas cuyas vidas se veían constreñidas por el hambre, el frío y el peligro. Estaban tan acostumbradas que podían comer y dormir en medio de aquella desolación, reír y engendrar hijos, enterrar a sus muertos, robarse unos a otros y dedicarse a sus negocios y oficios, legales o no. La ilegalidad sin duda era el menor de sus problemas, salvo en la medida en que traspasara ciertas salvaguardas. El principio fundamental era sobrevivir. Si les hablara del concepto que su padre tenía de un Dios justo, que les amaba, no entenderían nada en absoluto. Hasta los buenos cuentos de hadas tenían alguna relación con la realidad, un significado que cualquier persona podía comprender.
Entraron en un callejón demasiado estrecho para caminar uno al lado del otro y Shotts pasó delante, seguido por Evan. Era un atajo para regresar a la calle principal. Atravesaron el patio de un curtidor que apestaba a pieles y consiguieron abrir lo suficiente una verja atada con cadenas para salir a la acera.
Evan avivó el paso y alcanzó a Shotts.
– ¿Por qué me dice mentiras? -preguntó, sin rodeos.
Shotts tropezó con el bordillo, recobró el equilibrio y se plantó.
– ¿Señor?
Evan también se detuvo.
– ¿Por qué me dice mentiras? -repitió, con voz afable, sin acusarlo, mostrando sólo desconcierto y curiosidad.
Shotts tragó saliva.
– ¿Sobre qué, señor?
– Muchas cosas: sobre dónde estaba el pasado viernes cuando me dijo que estaba interrogando a Hattie Burrows, por ejemplo. No fue a verla, pues luego me enteré de dónde estuvo ella, y no estaba con usted. Sobre Seven Dials y el charlatán por quien se enteró del caso en el que trabaja Monk.
– Eso… -comenzó Shotts-. Eso fue… una equivocación… -No miró a Evan al contestar.
– ¿Tiene mala memoria? -inquirió Evan educadamente, con el mismo tono que habría empleado para preguntar a Shotts si le gustaban las salchichas.
Shotts estaba atrapado. Si lo afirmaba se convertiría en un mal policía. Ante todo un policía necesitaba un agudo sentido de la observación y una memoria excelente. Y había demostrado ambas cualidades de forma convincente.
– Bueno… bastante buena… casi siempre… señor -dijo para salvar la situación.
– Hay que tener una memoria perfecta para ser un buen mentiroso. -Evan reanudó la marcha con paso decidido y Shotts se puso a su lado, aunque evitando mirarlo-. Mejor que la suya. ¿Por qué lo ha hecho, Shotts? ¿Acaso sabe algo sobre este asesinato que prefiere no decirme? ¿O es otra cosa que no tiene nada que ver con el caso?
Shotts se puso rojo como un tomate. Tuvo que notar el calor que le encendía el rostro, pues se dio por vencido.
– No es nada contra la ley, señor, ¡lo juro! ¡Nunca se me ocurriría violar la ley!
– Le escucho. -Evan mantuvo la mirada al frente.
– Es una muchacha, señor, una mujer. La he estado viendo aunque no debería hacerlo. Es mi única oportunidad, compréndalo, con todo el trabajo extra que nos ha caído encima con lo del asesinato. Quería… Quería dejar a su familia al margen de esto. No es que tengan nada que ver…
Evan trató de disimular su sonrisa, aunque sólo lo consiguió en parte.
– ¡Oh! ¿Y a qué viene tanto secretismo?
– El señor Runcorn no lo aprobaría, señor. Tengo la intención de casarme con ella, pero aún no he ahorrado bastante dinero y no me puedo permitir el lujo de perder el trabajo.
– Pues entonces sea un poco más eficiente con sus mentiras, y así el señor Runcorn no tendrá que enterarse. ¡Al menos sea más entusiasta en sus invenciones!
Shotts le miró fijamente.
Evan siguió caminando, llegó a un cruce y, tras una breve mirada a derecha e izquierda, siguió a grandes zancadas, dejando a Shotts en el bordillo, bloqueado por la carreta de un ropavejero que avanzaba pesadamente. Ahora Evan sonreía abiertamente.
Cuando Evan llegó a la comisaría le dijeron que Monk deseaba verle porque disponía de información relativa al caso de Leighton Duff, datos que, al parecer, darían por concluida la parte inicial de la investigación. Aquel lenguaje no era nada propio de Monk, quien no solía exagerar, así que Evan volvió a salir de inmediato, buscó un coche de caballos que lo llevara a Fitzroy Street y llamó a la puerta de Monk.
Hacía algún tiempo que no iba a casa de su amigo y se sorprendió al constatar una vez más lo cómoda que era, de hecho, incluso acogedora. Estaba demasiado concentrado en el propósito de su visita para reparar en detalles, aunque percibió algunos toques personales. No era algo que hubiese asociado con Monk, resultaba demasiado plácido. Había tapetes en los respaldos de los sillones y una palmera en un enorme macetero de latón. El fuego ardía con ganas, como si llevara un buen rato encendido. Notó que se serenaba, aunque no era ésa su intención.
– ¿De qué se trata? -preguntó en cuanto se quitó el abrigo, antes de sentarse frente a Monk-. ¿Qué has descubierto? ¿Tienes pruebas?
– Tengo testigos -repuso Monk, cruzando las piernas y recostándose, con los ojos fijos en el rostro de Evan-. Tengo a varias personas que vieron a Rhys Duff en St Giles poco antes del asesinato, incluida una prostituta que le atendió en varias ocasiones. Era él sin lugar a dudas. Identificó el retrato que me diste, y sabía su nombre, así como los de Arthur y Duke Kynaston. Hasta tengo la última víctima de violación, a quien asaltaron justo antes del asesinato, a muy poca distancia de Water Lane.
– ¿Ha identificado a Rhys Duff? -dijo Evan, incrédulo. ¡Era demasiado bueno para ser verdad! ¿Cómo se les había podido pasar por alto a él y a Shotts? ¿Realmente eran tan inferiores a Monk? ¿Tan habilidoso e implacable era él? Miró hacia donde estaba sentado Monk; el fuego teñía de rojo sus enjutos pómulos y arrojaba una sombra sobre sus ojos. Era un rostro duro y despierto, pero no insensible, no carente de imaginación ni incapaz de mostrar compasión. Ahora presentaba una expresión melancólica, como si su triunfo destruyera y creara al mismo tiempo. Había muchas cosas de él que Evan no comprendía, pero eso no impedía que le tuviera aprecio. Jamás había temido el compromiso de su amistad.
– No -contestó Monk-. Describió a tres hombres, uno alto y más bien delgado, otro más bajo y fornido, y un tercero de estatura normal y flaco. No vio o no recuerda sus caras.
– Podrían ser Rhys Duff y Duke y Arthur Kynaston, pero eso no constituye una prueba -arguyó Evan-. Cualquier abogado defensor dirá lo mismo.
Monk entrelazó los dedos para hacerlos crujir sin dejar de mirar a Evan.
– Cuando ese abogado defensor que tienes en mente pregunte por qué diablos Rhys Duff tenía que matar a su padre -dijo-. Era un muchacho decente y distinguido quien, como cualquier otro de su edad y su clase, de vez en cuando buscaba placer en brazos de una prostituta. Que su padre fuese un tanto mojigato, incluso un poco presuntuoso tal vez, no es motivo para algo más que una riña y quizá una reducción de su asignación. Pero esto nos da la respuesta: porque Leighton Duff interrumpió a su hijo y sus amigos mientras violaban y pegaban a una muchacha, para su horror y consternación. Aquello no podía aceptarlo como parte de los apetitos naturales de todo muchacho. Por consiguiente, era preciso hacerle callar.
Evan siguió el razonamiento a la perfección.
El motivo era lo único que le había faltado hasta entonces. Una disputa era fácil de entender, incluso unos cuantos puñetazos. Pero una lucha a muerte debida al uso de prostitutas resultaba absurda. Ahora bien, una serie de violaciones cada vez más violentas, realizadas por los tres, y sorprendidos con las manos en la masa, no era ni mucho menos lo mismo. Era repulsivo y, además, criminal. Para colmo, semejante espiral de violencia conducía indefectiblemente al asesinato. Imaginar a tres muchachos, excitados por el triunfo de la violencia contra una víctima aterrorizada, matando a golpes al único hombre que amenazaba con ponerlos al descubierto, resultaba nauseabundo, pero no difícil de creer.
– Sí, comprendo -convino, con una súbita tristeza. Se trataba de actos horrendos, tan infames y repulsivos que le hacían sentir una intensa rabia contra los muchachos que los habían cometido. No obstante, lo que ocupaba su mente era la imagen de Rhys tal como lo había encontrado, tirado en el suelo, empapado en sangre, inconsciente pero respirando aún, apenas con vida.
A ésta siguió la visión del chico en la cama del hospital, con el rostro hinchado y amoratado, cuando abrió los ojos e intentó hablar, ahogado por el horror, hundido en el dolor.
Evan no experimentó la menor sensación de triunfo, ni siquiera el habitual alivio de la tensión interior que implica saber la verdad. No se sentía en paz.
– Deberías acompañarme a visitar a esos testigos -dijo, cansinamente-. Me figuro que me dirán lo mismo que tú. ¿Crees que estarán dispuestos a testificar ante un tribunal? -No sabía qué prefería. Aunque no lo hicieran, nada cambiaría la verdad de los hechos.
– Lo estarán -contestó Monk, impaciente-. La majestad de la ley les persuadirá. Una vez en el estrado no tienen por qué mentir. De todos modos, la decisión no es tuya.
Tenía razón. No había nada que discutir.
– Pues se lo comunicaré a Runcorn -prosiguió Evan. Sonrió torciendo los labios hacia abajo-. No le gustará nada que tú hayas resuelto el caso.
Una extraña mirada cruzó el rostro de Monk, una mezcla de ironía y algo que podía ser arrepentimiento, o incluso una forma de culpa. Evan advirtió su incertidumbre, un titubeo como si quisiera decirle algo más y no supiera por dónde empezar. En lugar de levantarse, seguía arrellanado en el confortable sillón.
– Ya sé que se negó a investigar las violaciones -dijo Evan-, pero esto es distinto. Nadie se tomaría la molestia de interponer una acción judicial por violación cuando hay un asesinato. Los acusaremos de homicidio. Las violaciones las demostraremos para establecer el motivo. Las de Seven Dials quedarán probadas de manera implícita.
– Lo sé.
Evan estaba desconcertado. ¿Por qué era tan profundo el desprecio que Monk sentía por Runcorn? Runcorn a veces se mostraba pedante, pero era su manera de defenderse de la trivialidad que se le antojaba su vida, quizá de la soledad. Era uno de esos hombres cuya única preocupación era el trabajo, el prestigio que le otorgaba, hasta en sus relaciones con los demás. Evan se daba cuenta de que no sabía nada en absoluto acerca del hombre que era Runcorn fuera de la comisaría, salvo que nunca hablaba de familiares o amigos, o de afición alguna. ¿Acaso Monk se había detenido alguna vez a considerar esas cosas?
– ¿Sigues pensando que tendría que haber intervenido en los casos de violación? -preguntó, notando el tono crítico que encerraba su voz.
Monk se encogió de hombros.
– No -dijo a regañadientes-. Hizo bien. Habría supuesto una experiencia mucho peor para las víctimas que para los delincuentes…; suponiendo que hubiesen llegado a testificar…, cosa que dudo. Yo no pediría a una mujer que me importara que se sometiera a eso. Nuestro afán se debería más al propio deseo de venganza que al bienestar de las mujeres o un elevado sentido de la justicia. Sufrirían en balde; los hombres saldrían libres. Ni siquiera tendríamos ocasión de enjuiciarlos en el futuro, suponiendo que encontráramos pruebas concluyentes, porque ya habrían sido juzgados.
Su expresión era de rabia, pero se debía a la situación, no iba dirigida contra Runcorn.
– La violación es un delito para el que no tenemos una respuesta ni siquiera remotamente justa o compasiva -prosiguió-. Atañe a una parte de las emociones que no ejercitamos de un modo honesto, por no hablar de gobernar con racionalidad. Es incluso más primitivo que el asesinato. ¿Por qué, Evan? Lo negamos, lo excusamos, torturamos la lógica y deformamos los hechos para fingir que no ha sucedido, que en cierto modo la culpa es de la víctima y que, por consiguiente, no se ha cometido el crimen mencionado.
– No lo sé -dijo Evan, sin dejar de meditar-. Tiene que ver con la propia violación…
– ¡Por el amor de Dios! ¡Es a la mujer a quien violan! -exclamó Monk, enfurecido.
– Por supuesto -convino Evan con sequedad-, pero la violación que tanto nos consterna es la propia. Lo que se degrada es nuestra propiedad. Alguien ha tomado algo a lo que sólo nosotros tenemos derecho. La violación de cualquier mujer nos recuerda que nuestras propias mujeres también pueden verse degradadas así. Es algo muy íntimo.
– ¡También lo es matar! -contraatacó Monk.
– El asesinato sólo te quita la vida. -Evan seguía pensando en voz alta-. La violación supone la contaminación de tu posteridad, de la fuente de tu inmortalidad, si quieres verlo así.
Monk levantó las cejas.
– ¿Así es cómo lo ves tú?
– No, pero eso no quita que crea en la resurrección del cuerpo. -Evan pensó que iba a disculparse ante Monk por tener fe, pero se sorprendió hablando con absoluta serenidad y voz firme, tal como su padre habría hecho con un feligrés-. Creo en un alma individual que viaja por toda la eternidad. Esta vida dista mucho de serlo todo, de hecho es una parte minúscula, una simple antecámara, un lugar donde separar la luz de la oscuridad, donde llegamos a saber lo que valoramos de un modo auténtico.
– ¡Es un lugar odiosamente injusto y poco equitativo! -exclamó Monk con voz quebrada-. ¿Cómo puedes pasear por St Giles, tal como has estado haciendo, e imaginar siquiera un Dios apropiado para otra cosa que el miedo y el odio? Si no quieres perder la cordura, más te vale pensar que se debe al azar y hacer lo que puedas para reparar las peores monstruosidades.
Evan se inclinó hacia delante e imprimió a sus palabras toda la energía de su espíritu, recordando fragmentos medio olvidados.
– ¿Quieres un mundo justo, donde el pecado se castigue al instante y la virtud se vea recompensada?
– ¿Por qué no? -desafió Monk-. ¿Qué tendría de malo? ¿Comida y ropa para todos, salud, inteligencia, oportunidad de triunfo?
– ¿Y perdón, piedad y coraje? -presionó Evan-. ¿Compasión por el prójimo, humildad y fe?
Monk frunció el ceño, pues empezaba a dudar.
– ¡Dices eso como si la respuesta no fuese una certidumbre! ¿Por qué no? Pensaba que eran las cualidades que más valorabas. ¿No lo son?
– ¿Las valoras tú?
– ¡Sí! Puede que no siempre actúe en consecuencia, pero sí, sin duda.
– Pero si el mundo siempre fuese justo, y de manera inmediata, todo el mundo se inclinaría a ser bueno, no por compasión o piedad, sino porque sería una idiotez no hacerlo -razonó Evan-. Sólo un idiota cometería un acto que con toda seguridad va a ser castigado de inmediato.
Monk no dijo nada.
– ¿Coraje contra qué? -prosiguió Evan-. Haz bien, y no tendrás nada que temer. La virtud siempre será recompensada, sin tardanza. Tampoco habría lugar para la humildad y el perdón. La justicia se encargaría de todo. Ya puestos, ni siquiera cabrían la piedad y la generosidad, pues nadie las necesitaría. El remedio de toda enfermedad se encontraría en el propio paciente.
– ¡De acuerdo! -interrumpió Monk-. Me ha quedado bastante claro. Quizá sea mejor aceptar el mundo tal como es que cambiarlo por el que describes. Aunque eso no quita que éste a veces me parezca insoportable, no para mí, sino para otras personas. -Se puso en pie-. Tu padre estaría orgulloso de ti. Tal vez estés desperdiciando tu talento en batidas policiales y tu lugar sea un pulpito. -Seguía con el ceño fruncido-. ¿Quieres que vayamos a ver a esos testigos?
Evan también se levantó.
– Sí, por favor.
Monk fue a buscar su abrigo y Evan volvió a ponerse el suyo, y juntos salieron al atardecer frío y oscuro, caminando uno al lado del otro hacia Tottenham Court Road, donde encontraron un coche de caballos.
Una vez a bordo, camino de St Giles, Monk habló de nuevo, con voz insegura, como si le costara dar con las palabras justas, aprovechando la oportunidad que le brindaba la oscuridad nocturna para expresar una idea penosa.
– ¿Runcorn habla alguna vez del pasado…, de mí?
Evan percibió la emoción de su voz y supo que estaba buscando algo que le asustaba.
– De vez en cuando, aunque muy poco -contestó, mientras pasaban por Whitefields Tabernacle y seguían cuesta abajo hacia Oxford Street.
– Solíamos trabajar juntos en St Giles -prosiguió Monk, con la vista clavada al frente. Evan no podía verle la cara, pero con la voz le bastaba para juzgar su estado de ánimo-. Mucho antes de que reconstruyeran parte del barrio. Cuando la gente lo llamaba «Holy Land».
– Tuvo que ser muy peligroso -dijo Evan, para llenar el silencio.
– Sí. Siempre íbamos como mínimo dos, habitualmente más.
– No me ha contado nada.
– No me sorprende. -La voz de Monk se desvaneció al final de la frase, delatando un sentimiento de pérdida, no ya de la amistad de Runcorn, sino de lo que fuese que había dado al traste con ella. Evan comprendió lo que le perturbaba, pero era un asunto demasiado delicado para abordarlo sin más. Monk quería saber quién había sido, pero sólo paso a paso, de modo que pudiera retirarse si lo que encontraba resultaba demasiado feo. Estaba explorando su propia alma, un territorio donde no había escapatoria, el único enemigo al que siempre debería enfrentarse, tarde o temprano, más real que cualquier otro aspecto de la vida o la muerte.
– Nunca habla de su familia -dijo Evan, en voz alta-. No está casado.
– No… -el tono de Monk era remoto, como si la observación careciera de sentido, aunque la tensión de su cuerpo decía lo contrario.
– Me parece que lo lamenta -agregó Evan, recordando alusiones ocasionales y el momentáneo pesar del rostro de Runcorn, disimulado al instante. Celebraban el aniversario de boda de un sargento, todos le felicitaban y hablaban de sus respectivas familias. Por un momento, Evan vio la pena que inundaba los ojos de Runcorn, consciente de su soledad, de su exclusión. No era un hombre dotado por naturaleza o temperamento para llenar ese vacío. Habría sido más feliz en compañía de alguien que le diera ánimos cuando flaqueaba, que lo admirara, que agradeciera su apoyo, alguien con quien compartir sus éxitos.
¿Acaso Monk, con su fuerza interior, su coraje innato, intencionadamente o no, le había robado todo eso a Runcorn? Monk temía haber obstaculizado el éxito profesional de Runcorn, poniéndole trabas, apropiándose de triunfos que le correspondían a él. La pérdida interior era lo que Evan temía, la confianza, la esperanza, el coraje de poner el destino a prueba y atenerse a las consecuencias, eso era lo que anidaba en la mente de Evan. ¿Cabía concebir que un hombre pudiera arrebatarle eso a otro? ¿O era que simplemente no había sabido ayudarle?
Monk no soportaba aquel silencio.
– ¿Crees que… quiso hacerlo? Me refiero a si hubo alguien, ¿lo sabes?
Evan recordó un retazo de conversación, y un nombre.
– Sí, me parece que sí. Aunque hace bastantes años, unos quince o dieciséis. Se llamaba Ellen, creo.
– ¿Qué sucedió?
– No lo sé.
El carruaje giró en Oxford Circus, dando sacudidas entre el denso tráfico para cambiar de rumbo. Estaban a punto de llegar. Después siguieron a pie, por callejones y patios, subiendo y bajando escaleras hasta habitaciones gélidas, mientras Monk volvía sobre sus preguntas y Evan tomaba notas para reunir pruebas. Ya no había más tiempo para conversar.
Monk tomó aliento y lanzó un suspiro.
Al día siguiente por la tarde, Evan ya tenía cuanto necesitaba. Tal como había dicho Monk, era inexorable. Avisó que quería ver a Runcorn y a las tres menos cinco llamó a la puerta de su despacho.
– Pase -dijo Runcorn, desde el interior.
Evan abrió la puerta y entró en la habitación que una chimenea mantenía caldeada, aunque el frío interior que traía consigo no disminuyó.
– Veamos -dijo Runcorn, levantando la vista de los papeles que estaba leyendo-. Más vale que las noticias que me trae sean ciertas. No quiero que me hable de más intuiciones. A veces es usted demasiado blando, Evan. Lo digo por su propio bien. Si su deseo es ser predicador, debería haberse quedado en el pueblo.
– Si hubiese querido ser pastor, señor, ¡lo sería! -repuso Evan, mirando a Runcorn con descaro. Notó que le costaba controlar su genio tanto como a Monk, sentía el mismo deseo de vencer, la tentación de luchar porque sí. Runcorn le hacía sacar lo peor de sí mismo, tal como le ocurría con Monk.
– Vaya al grano. -Runcorn frunció la boca-. ¿Qué es lo que tiene? Supongo que estamos hablando del asesinato de Leighton Duff. No se habrá embarcado en una cruzada por Monk. -Le miraba con dureza, como si una parte de su ser deseara pillar a Evan en un renuncio. Quería apreciar a Evan. Instintivamente lo hacía. Sin embargo, la estrecha relación que mantenía con Monk a menudo avinagraba ese aprecio.
– Sí, señor. -Evan se puso en posición de firmes, en la medida en que eso era posible en un hombre de su talante-. Tengo testigos que vieron a Rhys Duff y a sus dos amigos utilizando prostitutas en St Giles. Una de las mujeres ha reconocido el retrato. Tengo su declaración. También sabe su nombre. Rhys no es un nombre de pila muy corriente, señor.
Runcorn se inclinó hacia delante, apartando los papeles del escritorio.
– Siga…
– También tengo el testimonio de la última víctima de violación, señor, la noche del asesinato. Describe a tres hombres que encajan con las características físicas de Rhys Duff y sus dos amigos, Arthur y Marmaduke Kynaston.
Runcorn suspiró muy despacio y se apoyó en el respaldo, cruzando las manos sobre la barriga.
– ¿Hay pruebas que impliquen a los hermanos Kynaston en el asesinato? Me refiero a pruebas irrefutables, no a suposiciones razonables. No podemos permitirnos la menor fisura.
– Ya lo sé, señor. Y no, no hay pruebas. Si conseguimos condenar a Rhys Duff, quizá los demás caigan después. -Le enfurecía tener que dejarles en libertad hasta entonces. Fuera quien fuese el que mató a Leighton Duff, los otros dos eran culpables de la cadena de crímenes que habían precipitado los hechos. Si en el último momento se habían dado a la fuga, se trataba de un acto de cobardía, no de compasión u honor. De haber tenido la más mínima decencia, habrían intervenido evitando tan trágico final.
– ¿Puede ubicarlos allí? -preguntó Runcorn con brusquedad.
– Puedo situarlos yendo de putas por St Giles con Rhys, pero no esa noche, y sin nombres. Estaba con otros dos hombres que encajan con su descripción. Eso es todo… de momento. Lo peor es que ninguno de los dos presenta heridas, cosa que indicaría que no participaron en la pelea final contra Leighton Duff.
– Bueno, ¡pues no vamos a acusarlos de violación! -exclamó Runcorn, muy decidido-. No cabe ni pensarlo, así que olvídelo. Lo que tenemos son pruebas de que tres muchachos, uno de ellos Rhys Duff, han pegado palizas y violado a varias mujeres de St Giles, concretamente la noche en que Leighton Duff fue asesinado. Unos pasos se detuvieron en el pasillo y luego siguieron su camino. Runcorn no dio muestras de oírlos-. ¿Sabe si Rhys y su padre fueron juntos o por separado?
– Por separado, señor. Hay cocheros que pueden testificar.
– Bien. Así pues todo indica que en esa ocasión Leighton Duff siguió a su hijo. Cabe presumir que tenía motivos para sospechar lo que andaba haciendo. Sería espléndido que averiguara en qué consistía eso. Puede que la esposa lo sepa, aunque me imagino que no será tarea fácil sonsacarla. -Nada en su expresión daba a entender que tuviera en cuenta su sufrimiento. Evan apenas osaba pensar en cómo la afectaría la noticia. Esperó de todo corazón que en su relación con el doctor Wade hubiera sitio para la ternura. ¡Sin duda iba a necesitar todo su apoyo!
– Pero más vale que lo intente -prosiguió Runcorn-. Vaya con cuidado al hacerle las preguntas, Evan. Será un testimonio crucial en el juicio. Habrá que registrar la casa, por supuesto. Tal vez encuentre ropa manchada de sangre de asaltos anteriores. Debe demostrar que estuvo fuera de casa todas las veces que tenga intención de concretar. ¡No deje escapar ni un detalle! Imagino que si no confiesa y vamos a juicio, su madre contratará al mejor Consejero Real que encuentre para defenderlo. -Apretó los labios-. Aunque no comprendo que alguien quiera entablar semejante batalla. Si usted hace bien su trabajo, la defensa no ganará.
Evan no dijo nada. En lo que a él respectaba, nadie ganaba.
– ¿Cómo lo ha descubierto? -preguntó Runcorn con curiosidad-. ¿Fue mera persistencia? ¿La pregunta indicada en el momento oportuno?
– No, señor. -Evan realmente no sabía porqué le causaba tanto placer ser perverso. Tenía algo que ver con el aire de satisfacción de Runcorn-. De hecho, lo averiguó Monk. Investigando sus casos de violación llegó hasta Rhys Duff.
Runcorn levantó la cabeza, su mirada se ensombreció. Estuvo a punto de interrumpirle pero cambió de parecer.
– Nos vimos ayer a última hora de la tarde y me dio la información sin más -continuó Evan-. La he comprobado por mí mismo y he tomado declaración a los testigos. -Miraba inocentemente a Runcorn, como si no supiera que le estaba fastidiando-. Tanto mejor para nosotros que se pusiera tan testarudo -añadió para colmar el vaso-. De lo contrario igual aún seguiría acorralando a la señora Duff y buscando un amante.
Runcorn le fulminó con la mirada, las mejillas encendidas.
– Monk investiga sus casos por dinero, Evan -dijo entre dientes-. ¡No lo olvide! Usted investiga los suyos porque es funcionario de justicia, sin miedos ni favores, debiendo toda su lealtad sólo a Su Majestad, de cuya ley es representante. -Se inclinó sobre el escritorio y apoyó los codos en la superficie pulida-. Usted piensa que Monk tiene un cerebro privilegiado y, hasta cierto punto, así es. Pero no lo sabe todo. No lo sabe todo sobre él, ni mucho menos. Obsérvele y aprenda cuanto pueda pero, se lo advierto, ¡no se haga amigo suyo! ¡Lo lamentará! -Dijo esto último frunciendo el ceño, no con malicia, sino con alarma, como si tuviera miedo por Evan. La sombra de una vieja tristeza veló su rostro.
Evan se sorprendió. Runcorn estaba hablando mal de Monk y lo normal hubiera sido enfadarse con él. En cambio, percibía una sensación de pérdida, de soledad, y sólo sentía pena, y quizá algo de culpa.
– No se fíe de él… -agregó Runcorn, antes de cambiar bruscamente de tono-. ¡Supongo que no me cree! -Su voz transmitía enojo, consigo mismo por haber hablado de un modo tan explícito, por hacer más patentes de lo que se proponía sus sentimientos, y un deje de autocompasión porque no contaba con que le creyeran.
Muy a su pesar, Evan le creyó, no por lo que hubiese dicho Runcorn, sino porque el propio Monk se lo temía. Aunque eso era cosa del pasado, no tenía por qué ser así. Y lo que fuese en el futuro dependería de él.
– Claro que le creo, señor -dijo Evan en voz alta-. No me ha contado nada, sólo me ha dicho que tenga cuidado. Me figuro que habla de alguna experiencia personal, o no se sentiría así, pero no tengo ni idea de qué va. Monk nunca me ha hablado de ello.
Runcorn prorrumpió en carcajadas y por poco se atraganta. Rebosaba impotencia, una rabia y un pesar que el tiempo no había curado.
– ¡Ni lo hará! Le aprecia. ¡Le necesita! Quizá no sea capaz de arrepentirse, ¡pero es lo bastante sensato para comprender lo que usted pensaría de él!
Evan no quería saberlo, habría preferido con creces permanecer en la ignorancia, pero le constaba que al propio Monk le resultaba preciso saber.
– ¿A propósito de qué, señor?
Runcorn se levantó de repente, empujando la silla con tal brusquedad que se tambaleó sobre las dos patas traseras antes de perder el equilibrio y caer. Se volvió hacia el archivador, dando la espalda a Evan.
– Arreste a Rhys Duff por el asesinato de su padre -ordenó-. Ha hecho un buen trabajo. No esperaba que fuese capaz de resolver el caso. Ha sido acertado aprovecharse de Monk. Utilícelo siempre que pueda. Pero no permita que él le utilice a usted. No cuente con que le cubra la espalda cuando le necesite. -Giró sobre sus talones, con la mirada firme y clara-. Hablo en serio, Evan. No me gustaría ver cómo le hacen daño. A veces le falta nervio, pero es usted buena persona. Téngalo en tan buen concepto como quiera, ¡pero no confíe en él!
Evan titubeó. El asunto pintaba mal, pero que muy mal, aunque no era nada definido, sólo insinuaciones y una pena insustancial. No tenía dónde asirse para demostrar nada, ningún dato que dar a Monk para que rastreara sus propios pasos y se comprendiera a sí mismo.
– ¿Acaso Monk le traicionó, señor? -dijo en voz alta, para acto seguido arrepentirse. No quería oír nada más, pero ahora ya era inevitable.
Runcorn le miró de hito en hito.
– Sí, me traicionó. Confié en él y destruyó todo lo que siempre había querido -contestó con amargura-. Vio que me encaminaba hacia una trampa, y se quedó mirando cómo caía en ella.
Evan tomó aliento para preguntar hasta qué punto era justo culpar a Monk. Quizá no supo ver el riesgo, tal como le pasó al propio Runcorn. O quizá dio por sentado que Runcorn ya lo había visto. Entonces se dio cuenta de que no sólo no tenía sentido discutir los detalles pues lo que contaba era la intención; además, en el fondo de su corazón, Monk también se consideraba culpable.
– Comprendo -dijo en voz baja.
Runcorn le encaró.
– ¿Ah sí? Lo dudo. Aunque yo he hecho cuanto he podido. Arreste a Rhys Duff. Y no mencione nada sobre los otros dos hombres, ¿me oye bien, Evan? ¡Se lo prohíbo! Pondría en peligro la oportunidad de atraparles en el futuro. -Sus ojos reflejaban el enojo y la frustración de su impotencia. Le sublevaba verlos escapar y pensar que tal vez sería para siempre.
– Sí, señor. Entendido.
Se volvió y se fue, con la decisión de llevar a Monk con él cuando fuese a Ebury Street. Monk había resuelto aquel caso al mismo tiempo que el suyo. Merecía estar presente.
Hacía frío y caía la noche cuando Monk, Evan y Shotts llegaron en coche de caballos. Evan había considerado la posibilidad de ir en el carromato de la policía, pero decidió no hacerlo. Rhys todavía estaba demasiado enfermo para transportarlo en aquel vehículo, suponiendo que pudiera moverse. El temor a que no fuera así era el motivo por el que había llevado a Shotts consigo. Tenía previsto dejarlo de guardia para evitar el caso extremo de que Sylvestra tratara de llevarse a Rhys a escondidas.
El carruaje paró y se apearon. Evan pagó al cochero y, subiéndose el cuello del abrigo, cruzó la acera adelantándose a sus dos acompañantes. Nunca un arresto le había producido tan poca satisfacción. De hecho, ahora, de pie en el umbral con la mano extendida hacia la campanilla, reconoció que le daba pavor. Le constaba que Monk, a un metro detrás de él, sentía lo mismo, aunque en el caso de Monk era debido a Hester. Él no conocía a Rhys. No le había visto la cara. Para él sólo era el montón de pruebas que había reunido y, por encima de todo, el causante de la desdicha de las mujeres con las que había hablado, descubriendo sus desgraciadas vidas.
Se abrió la puerta y el rostro del mayordomo se ensombreció en cuanto reconoció a Evan.
– ¿Señor? -dijo con cautela.
– Lo siento -comenzó Evan, luego se irguió y continuó con más firmeza-, pero es necesario que vea a la señora Duff. Soy consciente de que quizá no soy oportuno, pero no tengo alternativa.
El mayordomo miró a Monk y Shotts. Estaba muy pálido.
– ¿Qué ha ocurrido, señor? ¿Ha habido otro… incidente?
– No. No ha sucedido nada nuevo, pero ahora comprendemos mejor lo sucedido la noche de la muerte del señor Duff. Me temo que es preciso que entremos.
El mayordomo sólo titubeó un instante. Había percibido autoridad en la voz de Evan y de pronto comprendió la importancia de su cargo.
– Sí, señor. Si tienen la bondad de seguirme informaré a la señora Duff de su presencia. -Se hizo a un lado para dejarlos entrar. Evan y Monk lo hicieron, dejando a Shotts fuera, según lo acordado previamente. Estaba allí sólo como precaución. Contaba con la posibilidad de quedarse toda la noche, hasta que lo relevaran por la mañana. Sólo se vería dispensado de la tarea si consideraban que Rhys estaba en condiciones de ser trasladado a una prisión mientras estuviera pendiente de juicio.
El vestíbulo era cálido y luminoso, un mundo distinto a la gélida penumbra de la calle. El mayordomo lo atravesó hasta la puerta del salón de las visitas.
– Wharmby -dijo Evan de pronto.
– Diga, señor.
– Tal vez debería pedirle a miss Latterly que bajara.
– ¿Señor?
– Creo que la señora Duff preferirá que haya alguien más presente, alguien que pueda ofrecerle… asistencia…
Wharmby se puso aún más pálido. Tragó saliva de manera visible.
– Lo siento… -repitió Evan.
– ¿A qué… a qué ha venido, señor? -preguntó Wharmby.
– A contar a la señora Duff lo que sabemos sobre el modo en que el señor Duff encontró la muerte, y luego los deberes que se desprenden de ello. Dígale que estamos aquí, y luego haga el favor de avisar a miss Latterly.
Wharmby estiró los bajos de su chaqueta y se irguió antes de abrir la puerta del salón.
– El señor Evan ha venido a verla, señora, y viene otro caballero con él. -Sin añadir nada más salió otra vez al vestíbulo, miró con intención a Evan y se encaminó a la escalera, dejando que entraran solos.
Sylvestra estaba de pie en la alfombra delante del fuego. Naturalmente, seguía de luto riguroso, y llevaba el pelo recogido en un gran moño que caía sobre su nuca. A la luz del fuego se la veía muy hermosa, con sus altas mejillas y su cuello esbelto.
– Y bien, señor Evan, ¿qué le trae por aquí? -preguntó, arqueando las cejas con una ligera sorpresa. Miró hacia Monk.
Evan los presentó brevemente, sin dar explicaciones.
– Buenas noches, señor Monk… -Se limitó a saludarlo.
– Señora -inclinó la cabeza. Desearle «buenas noches» a su vez habría resultado hipócrita. Cerró la puerta y se adentró en la estancia.
Evan ansiaba que hubiese algún modo de eludir aquel momento. Notaba la presencia de Monk a su lado, con la mente teñida por una crueldad cuyos resultados había visto, hirviendo de rabia.
– Verá, señora Duff. Hemos averiguado buena parte de lo que ocurrió la noche que mataron a su marido. Aunque antes de explicárselo me gustaría hacerle un par de preguntas. -Hizo caso omiso de su asombro y de que Monk fuera cambiando el peso de una pierna a otra detrás de él-. ¿Le manifestó el señor Duff, o demostró de algún modo, que estuviera inquieto por lo que el señor Rhys hacía las noches que salía de casa, o por las compañías que frecuentaba?
– Sí…, lo sabe perfectamente. Se lo dije yo misma.
– ¿Le dio a entender, con palabras o por su conducta, que había descubierto algo que le perturbaba aún más?
– ¡No! Al menos a mí no me dijo nada. ¿Por qué? -Su tono se fue agudizando-. Haga el favor de ser franco conmigo, señor Evan. ¿Ha descubierto qué hacía mi marido en St Giles o no? Ya le dije la primera vez que vino que creía que había seguido a Rhys para intentar hacerle entrar en razón sobre la clase de mujeres con las que se estaba viendo. ¿Me está confirmando que fue así? -Levantó un poco el mentón, casi como si le retara-. Eso no basta para explicar que se persone aquí, con el señor Monk, a estas horas.
– También creemos saber cómo encontró la muerte, señora Duff, y debemos actuar en consecuencia -repuso Evan. No tenía intención de ser cruel, y se dio cuenta de que prolongando lo que tenía que decir lo estaba siendo. Un golpe seco era mejor-. Tenemos testigos que vieron a Rhys varias veces en St Giles, en ocasiones acompañado, otras solo. Una muchacha lo vio allí aquella noche…
– Es evidente que estuvo allí aquella noche, señor Evan -interrumpió Sylvestra-No me está diciendo nada nuevo. ¡Es obvio!
Monk no pudo soportarlo más. Dio un paso al frente, hacia el círculo iluminado por las velas, con expresión adusta.
– He estado investigando una serie de violaciones brutales, señora Duff. Las cometieron tres hombres juntos. Forzaban a mujeres, a veces de no más de doce o trece años, y luego las golpeaban, les rompían huesos, les daban patadas…, en ocasiones hasta hacerles perder el conocimiento…
El rostro de Sylvestra reflejaba su horror. Le miró fijamente, como si acabara de surgir del suelo trayendo consigo la fetidez del terror y el dolor.
– La última violación fue perpetrada en St Giles la noche que su marido fue asesinado a golpes -dijo en voz muy baja-. Resulta imposible eludir la evidencia de que siguió a Rhys hasta St Giles, y que dio con él inmediatamente después de que se cometiera ese crimen. Ocurrió a menos de cincuenta metros del sitio donde encontraron su cuerpo.
Estaba pálida como la nieve.
– ¿Qué… me está… diciendo? -susurró.
– Hemos venido a arrestar a Rhys Duff por el asesinato de su padre, Leighton Duff -contestó Monk-. No hay alternativa.
– ¡No se lo pueden llevar! -Era Hester. Ninguno de ellos la había oído entrar-. Está demasiado enfermo para ser trasladado. Si dudan de mi palabra, el doctor Wade dará fe. Acabo de enviarle recado para que venga de inmediato. -Miró a Sylvestra-He pensado que su presencia podía ser necesaria.
– ¡Oh, gracias a Dios! -Sylvestra se tambaleó un momento pero recobró la compostura-. Esto… esto es… ¡absurdo! Rhys no pudo… no… -Pasó la mirada de Evan a Hester-. ¿Cree que pudo hacer eso?
– No lo sé -dijo Hester, muy seria, terminando de entrar en la habitación-. Pero tanto si es cierto como si no, no se lo pueden llevar de aquí esta noche, ni en un futuro inmediato. Puede ser que esté acusado, pero aún no se ha demostrado que sea culpable de nada. Apartarlo de la atención médica que precisa pondría en peligro su vida, y eso no puede permitirse.
– Soy consciente de su estado de salud -respondió Evan-. Si el doctor Wade dice que no puede ser trasladado, un agente montará guardia fuera. -Se volvió hacia Sylvestra-. No se inmiscuirá en sus asuntos salvo si le da motivos para pensar que planea llevarse a Rhys por su cuenta. Si eso sucediera, naturalmente lo arrestaría de inmediato y lo llevaría a la prisión.
Sylvestra se quedó sin habla.
– Eso no sucederá -dijo Hester por ella-. Permanecerá aquí, a cargo del doctor Wade… y de mí misma.
Sylvestra asintió con la cabeza.
– Voy a subir para informarle de su situación -dijo Evan, volviéndose hacia la puerta.
Hester se interpuso en su camino. Por un momento, Evan temió que fuera a impedirle el paso, pero tras un instante de duda se dirigió hacia la puerta delante de él.
– Le acompañaré. Puede que Rhys precise… ayuda. Tengo… -buscó sus ojos con una mezcla de determinación y súplica-, tengo la intención de estar presente, sargento Evan. Lo que va a decirle le causará una gran aflicción, y todavía está muy débil.
– Por supuesto -convino Evan-. No pretendo hacerle ningún daño.
Hester se volvió y cruzó el vestíbulo hacia la escalera, con Evan detrás. Al parecer Monk prefería quedarse con Sylvestra. Quizá pensara que sabría sonsacarle con más éxito que Evan. Tal vez llevara razón.
Hester subió la escalera, recorrió el descansillo, abrió la puerta de la habitación de Rhys y una vez dentro se hizo a un lado para que Evan se situara frente a la cama.
Rhys descansaba boca arriba, con las manos rotas sobre la colcha. Se limitaba a mirar al techo. Estaba recostado sobre un buen montón de almohadas, de modo que podía ver el rostro de Evan con bastante comodidad. Se mostró sorprendido de verlo; los moretones y la hinchazón habían desaparecido por completo. Era un muchacho guapo, de una belleza poco convencional, con la nariz un poco demasiado larga, la boca demasiado delicada y unos ojazos oscuros que destacaban en su pálida tez.
Evan se estremeció al recordar cómo le había encontrado. Se sentía responsable. Se había empeñado en que debía vivir, sacándole desde el límite de las tinieblas a la cegadora luz del dolor. Tendría que haber sido capaz de protegerle de algún modo. Era su deber encontrar una respuesta mejor que aquélla.
– Señor Duff -comenzó, con la boca seca. Tragó saliva y se sintió peor-. Hemos seguido la pista de sus movimientos la noche en que su padre fue asesinado, y al menos en otras tres noches antes del incidente. Usted fue con cierta frecuencia a St Giles, donde empleó los servicios de una prostituta, de hecho, de varias prostitutas…
Rhys le miraba fijamente. Un leve rubor coloreó sus mejillas. Le incomodaba que esa clase de cosas se mencionaran delante de Hester, sus ojos lo hacían patente, por como desviaba la mirada hacia ella cada dos por tres.
– La noche en cuestión, violaron y dieron una paliza a una mujer… -Evan se interrumpió. El semblante de Rhys Duff había adquirido un tono ceniciento, casi gris, y sus ojos reflejaban tanto horror que Evan tuvo miedo de que fuese a darle un ataque.
Hester dio unos pasos hacia él y se detuvo.
El silencio parecía rugir en la habitación. Las luces titilaban. Un trozo de carbón se desmoronó en el hogar.
– Rhys Duff…, queda arrestado por el asesinato de Leighton Duff, la noche del siete de enero de 1860, en Water Lane, St Giles. -Habría sido de una cruel brutalidad advertirle que cuanto dijera podría ser utilizado en su contra en el juicio. No podía decir nada, no podía defenderse, explicarse o negar.
Hester pasó por delante de Evan y se sentó en la cama, tomando las manos de Rhys entre las suyas e instándole a mirarla.
– ¿Lo hizo usted, Rhys? -inquirió, tirando de sus brazos, haciéndole daño para romper el hechizo.
La miró. Su garganta emitió un ruido ahogado casi como una risa, sus mejillas se cubrieron de lágrimas y negó con la cabeza, con un movimiento que se fue haciendo violento para terminar sacudiéndola de un lado a otro, sin dejar de emitir aquellos sonidos desgarrados.
Hester se levantó y se enfrentó a Evan.
– Muy bien, sargento, ya ha cumplido con su deber. El señor Duff ha oído la acusación y se ha declarado inocente. Si desea aguardar al doctor Wade para confirmar que está demasiado enfermo para ser trasladado, puede hacerlo abajo, quizá en la sala de día. La señora Duff seguramente preferirá estar a solas…
– No será preciso esperar.
Evan giró sobre los talones y se encontró ante Corriden Wade, quien parecía agotado, con las mejillas hundidas, pero mostrando una total resolución.
– Buenas noches, doctor Wade…
– Yo no diría tanto -dijo éste con sequedad-. Mucho me temía que terminaría por ocurrir esto, y ahora que ya ha sucedido, debo informarle de manera oficial, en calidad de médico de Rhys, que no está en condiciones de ser trasladado. Si lo hace, puede poner en peligro no sólo su recuperación, sino posiblemente su vida. Y debo recordarle que aunque usted haya presentado cargos, todavía no ha demostrado nada. Ante la ley sigue siendo un hombre inocente.
– Lo sé muy bien, doctor Wade -contestó Evan con calma-. No tengo la menor intención de forzar las cosas. Dejaré a un agente montando guardia fuera de la casa. Sólo he venido a informar al señor Duff de los cargos, no pretendía llevármelo detenido.
Wade se tranquilizó un poco.
– Bien, bien. Perdone si me he precipitado un poco. Compréndalo, para mí es muy penoso en el ámbito de lo personal, así como en el profesional. He sido amigo de la familia durante años. Esta tragedia me hiere en lo más vivo.
– Me consta -concedió Evan-. Ojalá mis órdenes fuesen otras.
– Seguro -Wade asintió con la cabeza y se adentró en la habitación, dedicando una breve mirada de agradecimiento a Hester-. Gracias, miss Latterly, por su colaboración. Estoy convencido de que su asistencia ha sido muy valiosa. Me quedaré un rato con Rhys, para asegurarme de que la noticia no le haya afectado seriamente. Quizá tendría usted la bondad de consolar como considere oportuno a la señora Duff. Yo no tardaré en bajar.
– Sí, por supuesto -convino Hester, y acto seguido se llevó consigo a Evan fuera de la habitación y escaleras abajo.
– Lo siento, Hester -dijo Evan, que iba detrás de ella-. La verdad es que no hay alternativa. Las pruebas son abrumadoras.
– Ya lo sé -contestó sin volverse-. William me lo contó. -Estaba tensa, se mantenía erguida con esfuerzo, como si temiera no ser capaz de recobrar la compostura si se permitía un solo instante de debilidad. Cruzó el vestíbulo y entró en el salón de las visitas sin llamar.
Sylvestra estaba sentada en el sofá, cerca del fuego, y Monk de pie en medio de la alfombra. Ninguno de los dos hablaba en aquel momento.
Sylvestra miró a Hester, interrogándola con ojos aterrorizados.
– El doctor Wade está con él -dijo Hester, a modo de respuesta-. Está muy apenado, por supuesto, pero no corre peligro. Y naturalmente se queda en casa. -Bajó la voz-. Le he preguntado si es culpable y lo ha negado con vehemencia.
– Pero… -balbuceó Sylvestra-. Pero… -Miró a Monk y luego a Evan, detrás de Hester.
– ¡Eso no ayuda a nadie! -exclamó Monk, con aspereza.
Sylvestra estaba desconcertada. Movía las manos como si quisiera agarrar algo, cerrándolas en el aire. Tenía el cuerpo tenso y se movía con torpeza, cada vez más cerca de la histeria. En ese momento, su necesidad de apoyo era mayor que la de Rhys.
Hester fue a su lado y la tocó, asiéndole los brazos.
– Esta noche no podemos hacer nada pero por la mañana trazaremos un plan. Han presentado los cargos. Habrá que responder, sea cual sea la respuesta. El señor Monk es investigador privado. Puede que aún queden cosas por descubrir y, como es natural, usted contratará al mejor consejero legal que pueda. Ahora debe cuidar de sus propias fuerzas. Sin duda el doctor Wade hablará con su hermana, y yo puedo hacerlo con la señora Kynaston, si para usted va a ser más fácil.
– Yo… No lo sé… -Sylvestra temblaba y tenía la piel fría.
Evan se revolvió, incómodo. No tenía por qué ser testigo de aquella agonía. Ya había terminado su tarea allí. Aquello era una intromisión por su parte, y también por la de Monk. Miró a Hester.
Estaba absorta en los sentimientos de Sylvestra. Él y Monk apenas alcanzaban la periferia de su mente.
– Hester… -Fue Monk quien habló, aunque indeciso.
Evan le miró. Su rostro reflejaba una piedad tan profunda que resultaba descarnada, extraordinaria, y tuvo que pasar un momento para que Evan se diera cuenta de que se debía a Hester, no a la mujer que acababa de recibir tan tremendo golpe. No era sólo piedad, sino también una profunda admiración y una ternura que rara vez se permitía mostrar.
Deseó que Hester se volviera y le viera, pero la consumía su inquietud por Sylvestra.
Evan se dirigió hacia la puerta. Desde el vestíbulo vio que el doctor Wade bajaba la escalera. Se le veía demacrado, y aún cojeaba un poco debido a su accidente hípico.
– No le será posible trasladarlo -dijo, antes de llegar abajo-. Lo que aún no sé decirle es si estará en condiciones de soportar un juicio.
– Necesitaremos la opinión de más de un médico -contestó Evan. Observó la expresión crispada de Wade, su mirada turbia, y pensó que tal vez se debía al miedo que le inspiraba el porvenir.
– Sargento…
– Dígame, doctor.
– ¿Ha…? -Se mordió el labio. Lo que iba a decir parecía causarle un agudo dolor. Buscó las palabras adecuadas, vaciló sobre el acierto de su decisión y por fin hizo de tripas corazón-. ¿Ha considerado la posibilidad de que no esté cuerdo…, de que no sea responsable, tal como usted y yo entendemos el término?
¡Así que Wade admitía que era culpable! ¿Se debía simplemente a las pruebas que había presentado? ¿O acaso sabía algo acerca de Rhys, fruto de la observación del muchacho a lo largo de los años?
– Ningún hombre en su sano juicio sería capaz de hacer lo que han hecho a esas mujeres, doctor -respondió-. La culpa no nos corresponde decidirla a nosotros…, gracias a Dios.
Wade suspiró profundamente, saludó a Evan con la cabeza y se dirigió al salón.