Tal como le había dicho a Evan, Monk no estaba teniendo mucho éxito en su búsqueda de los responsables de las violaciones y las palizas de Seven Dials. Todavía no estaba seguro de si eran tres o sólo dos. Ningún cochero era capaz de describir de manera fidedigna a tres hombres a un mismo tiempo. Cuanto le habían dicho era impreciso, vago, poco más que una impresión: figuras encorvadas en la niebla y el frío de la noche invernal, voces en la oscuridad, órdenes para dirigirse a una dirección, sombras que entraban y salían, un repentino desplazamiento de pesos en el carruaje. Un cochero estaba casi seguro de que una tercera persona se había apeado en un cruce donde se había visto obligado a detenerse a causa del tráfico.
Otro le había dicho que uno de sus pasajeros cojeaba de mala manera, que otro iba mojado como si se hubiese revolcado en el arroyo o hubiese caído en un barril cisterna y que otro más, entrevisto a la luz del carruaje, llevaba la cara ensangrentada.
Nada probaba que se tratara de los hombres que Monk andaba buscando.
El domingo, sabiendo que la encontraría en casa, fue a darle cuentas a Vida Hopgood. En su saloncito rojo, ante un fuego bien alimentado, le ofreció un té marrón oscuro con un aroma tan fuerte, que agradeció un pegajoso bollo dulce para suavizar un poco el sabor.
– Entonces ¿se da por vencido? -preguntó Vida con desdén, aunque Monk percibió un matiz de decepción y vio la sombra que cruzó su mirada. Estaba enfadada, pero sus hombros le caían vencidos por la carga de la esperanza perdida.
– ¡No, ni mucho menos! -contestó Monk con acritud-. Sólo le cuento lo que sé hasta ahora. Le prometí que lo haría, ¿recuerda?
– Sí… -convino Vida a regañadientes, irguiéndose un poco más en el asiento. Lo miró entrecerrando los ojos-. Usted cree que fueron violadas, ¿verdad?
– Sí, en efecto -dijo Monk sin titubeos-. No es seguro que todas lo fueran por los mismos hombres, aunque al menos ocho probablemente sí, y en tres de los casos puede que incluso sea demostrable.
– ¿Puede? -dijo, poniéndose en guardia-. ¿Cómo que «puede»? ¿Qué pasa con las demás? ¿Quién lo hizo, entonces?
– No lo sé pero no importa. Con tal que demostremos dos o tres será más que suficiente, ¿no le parece?
– ¡Sí! Sí, creo que bastará.
Le miró de hito en hito, retándole a preguntarle qué planes tenía al respecto.
Monk no tenía la menor intención de preguntar nada. Estaba demasiado enojado para preocuparse por eso.
– Me gustaría hablar con más mujeres. -Tomó otro sorbo de té amargo. El sabor era horrible pero tenía un efecto vigorizante.
– ¿Para qué? -preguntó, desconfiada.
– Hay lagunas de tiempo, semanas en las que no atacaron a nadie. ¿Fue realmente así?
Vida reflexionó varios minutos antes de contestar.
– ¿Y bien?
– No, no fue así. Puede probar con Bella Green. No quería enredarla en esto pero, si tiene que ser, que sea.
– ¿Por qué no?
– Jesús! ¿Qué demonios le importa? Porque su hombre es veterano de guerra y se llevará un disgusto de muerte si se entera de que han pegado a su mujer y que no pudo ayudarla, eso sin contar con hacerle encajar que ella haga la calle para ganar lo que él no gana. El pobre perdió una pierna en la batalla del Alma. Ahora no vale para mucho. No ha vuelto a ser el mismo desde que volvió.
Monk no permitió que sus sentimientos afloraran
– ¿Alguna otra?
Vida le ofreció más té, que él rechazó.
– ¿Alguna otra? -repitió.
– Pruebe con Maggie Arkwright. Lo más seguro es que no se crea una sola palabra de lo que le diga, pero eso no significa que no sea verdad…, al menos de vez en cuando.
– ¿Por qué iba a mentirme sobre este asunto?
– Porque su maromo es ladrón, un profesional, vamos, y por principio nunca dice la verdad a los guindillas. -Le dedicó una sonrisa sardónica-. Y si cree que va a poder engañarla, se equivoca; no sea más narciso de la cuenta.
– Lléveme a verlas.
– No tengo tiempo ni dinero que perder. Usted no está haciendo más que llenarse el buche. ¿Dónde está su orgullo? -Levantó la voz-. ¿Va a servirme de algo? O me vendrá dentro de un mes con que no sabe quién lo hizo, igual que estamos ahora, ¿eh?
– Voy a descubrir quién lo hizo -dijo sin el más leve matiz de humor o amabilidad-. Si usted no me paga, lo haré por mi cuenta. La información será mía.
La miró con fría claridad, asegurándose de que interpretara bien sus palabras.
– Vale -dijo Vida al fin, con voz muy grave y baja-. Vayamos a ver a Bella y a Maggie. Andando. ¡Ya está bien de cháchara y de gastar mi leña!
No se molestó en contestar, se levantó y la siguió fuera, poniéndose el abrigo mientras cruzaban el umbral hacia la calle, donde ya casi había oscurecido por completo y la niebla se había espesado. Se le metió en la garganta, húmeda, fría y con un amargo sabor a hollín y humo.
Caminaban en silencio, sin que sus pasos resonaran, pues el ruido era engullido al instante. Eran poco más de las cinco. Había bastantes más personas por la calle. Unas haraganeando en los portales, pues les faltaban ánimos para mendigar o no veían clara la perspectiva. Otras aún conservaban la esperanza y vendían cerillas, cordones de zapato y otras cosas por el estilo. Todos se afanaban en sus negocios, legales o ilegales. Los carteristas y demás rateros merodeaban entre las sombras y volvían a desaparecer sigilosamente. Monk era lo bastante precavido como para no llevar nada valioso encima.
Mientras seguía a Vida Hopgood a lo largo de estrechos callejones, arrimándose a las paredes, un recuerdo le rondaba la cabeza, la impresión fugaz de haber estado en un sitio peor que aquél, la amenaza de un peligro inminente y violento. Pasó ante una ventana, medio tapada con paja y papel, ridícula barrera contra el frío. Se volvió como si creyera saber lo que iba a ver, aunque no fue más que una mancha borrosa de rostros amarillentos por la luz de las velas, un hombre con barba, una mujer gorda y otras personas que no le decían nada.
¿A quién esperaba haber visto? La única sensación que percibía era de peligro y algo le decía que debía apresurarse. Otros dependían de él. Rememoró pasajes angostos, túneles atravesados a gatas, sabiendo todo el rato que en cualquier momento podía caer de cabeza al abismo de las cloacas y ahogarse. Era el truco predilecto de los ladrones y los falsificadores que se ocultaban en las maltrechas casas de vecinos conocidas como «Holy Land», un laberinto de tres o cuatro hectáreas entre los barrios de St Giles y St George. Conducían a sus perseguidores por una ruta deliberada, a través de callejones, subiendo y bajando escaleras. Había trampillas que daban a sótanos que se comunicaban entre sí a lo largo de cientos de metros. Un hombre podía reaparecer en la superficie a medio kilómetro, o esperar y clavar un cuchillo en la garganta de su perseguidor, o abrir una trampilla que diera a una fosa séptica. Los policías sólo se internaban allí armados hasta los dientes y en formaciones nutridas, y aun así rara vez lo hacían. Si un hombre desaparecía en aquella populosa barriada podía pasar más de un año antes de que reapareciera; la comunidad escondía a los suyos, y los intrusos entraban allí por su cuenta y riesgo.
¿Cuánto tiempo había pasado? La taberna Stunning Joe ya no existía. Hasta ahí, bien. Acababa de pasar por la esquina donde antes estuvo. Al menos eso creía. El «Holy Land» de entonces sin duda había cambiado. Los edificios más ruinosos habían sido derribados y reconstruidos. Los bastiones criminales se habían derrumbado, disipándose su poder.
¿Qué había evocado el recuerdo y cuán lejano era éste? ¿Diez, quince años atrás? Cuando él y Runcorn eran novatos e inexpertos, habían luchado codo con codo, guardándose mutuamente las espaldas. Lo suyo era camaradería, basada en la confianza.
¿Qué había sido de ella? ¿Se había ido corrompiendo progresivamente, tras un puñado de asuntos sin importancia que fueron separando sus caminos, o fue por un único y nefasto incidente?
No lo recordaba.
Siguió a Vida Hopgood por un patinillo con pozo, cruzaron un pasadizo abovedado y luego una calle sorprendentemente animada para entrar en otro callejón. El frío calaba hasta los huesos, la niebla era una mortaja glacial. Monk se devanaba los sesos sin encontrar nada más que el presente, su enojo con Runcorn, el desdén que le inspiraba y la conciencia de que Runcorn le odiaba, y que su odio era tan profundo y amargo que le dominaba. Incluso cuando iba contra su propio interés, su dignidad y todo cuanto quería ser, era una pasión tan desatada que escapaba a su control; le hacía perder el juicio.
– ¡Eh! ¿Qué le pasa? -La voz de Vida atravesó sus pensamientos, devolviéndole a Seven Dials y a la violación de las mujeres del taller.
– ¡Nada! -dijo con aspereza-. ¿Vive aquí Bella Green?
– ¡Pues claro! ¿Para qué diablos cree que le he traído hasta aquí?
Aporreó la puerta desvencijada y gritó el nombre de Bella.
Pasaron varios minutos antes de que abriera una niña de entre doce y quince años. Lucía una melena rizada y revuelta, pero llevaba la cara limpia y tenía buena dentadura.
Vida preguntó por Bella Green.
– Mi mamá está ocupada -contestó la niña-. Volverá dentro de un rato. ¿Quieren esperar?
– Sí.
Vida no iba a dejarse disuadir, aunque Monk fuera a permitirlo.
Pero no los dejaron entrar. La niña sin duda había sido advertida contra los desconocidos. Cerró de golpe la puerta dejando a Vida y Monk expuestos al frío de la calle.
– La destilería de ginebra -dijo Vida de inmediato, sin ofenderse-. Habrá ido a por una botella para Jimmy. Alivia el dolor, pobre diablo.
Monk no se molestó en preguntar si el dolor era corporal o fruto de la funesta desesperación de la mente. La diferencia resultaba académica, la carga que suponía vivir con ello era la misma.
La suposición de Vida fue correcta. Entre el ruido y la inmundicia del despacho de ginebra, las risas, los cristales rotos y las mujeres apiñadas para darse calor y apoyarse en un semejante y no en las piedras heladas, encontraron a Bella Green. Caminaba hacia ellos llevando en brazos una botella como si fuese un bebé. Su contenido daría unos momentos de olvido a su marido, un hombre a quien sin duda había visto responder al llamamiento de su país con entereza, valentía y esperanza, para recibirlo a su regreso con el cuerpo destrozado y sumido en la depresión por los largos años de desesperanza y dolor cotidiano que veía en su porvenir.
A su lado, una mujer que lloraba se desplomó lentamente hasta topar con el suelo, sumida en la sensiblera autocompasión típica de la borrachera de ginebra.
Bella vio a Vida Hopgood y su rostro cansado mostró sorpresa y algo que muy bien podía ser incomodidad.
– Tengo que hablar contigo, Bella -dijo Vida, haciendo como si no viera la botella de ginebra-. No quería hacerlo, ya sé que bastante tienes con tus problemas, pero necesito tu ayuda.
– ¡Mi ayuda! -Bella no podía concebir algo semejante-. ¿Para qué?
Vida se volvió y salió a la calle, pasando por encima de una mujer desplomada sobre los adoquines, insensible al frío. Monk fue tras ella, sabiendo que de nada serviría tratar de incorporar a nadie. Al menos en el suelo no volverían a caerse. Cogerían más frío y humedad pero no se lastimarían más.
Caminaron deprisa de vuelta hasta la puerta a la que Vida y Monk habían llamado poco antes. Bella entró directamente. Hacía frío y la humedad se filtraba por las paredes. Reinaba un olor agrio pero había dos habitaciones, lo cual era más de lo que muchos tenían. La segunda la presidía una pequeña estufa que irradiaba un tímido calor. Sentado junto a ésta había un hombre con una sola pierna. La pernera vacía del pantalón colgaba plana por el borde de la silla, sujeta con un alfiler. Iba bien afeitado y peinado, aunque tenía la piel tan pálida que parecía gris y unas sombras oscuras bordeaban sus ojos azules.
Monk se acordó de Hester con tal sobresalto que se le cortó la respiración. A cuántos hombres como aquél habría conocido y cuidado, tras verlos llegar del campo de batalla, aún aturdidos por el horror y la incredulidad, sin entender todavía lo que les había ocurrido, lo que les deparaba el porvenir, preguntándose tan sólo si lograrían sobrevivir, aferrándose a la vida con la denodada y valerosa desesperación que los había llevado hasta allí.
Ella les había atendido durante sus peores días y noches. Había vendado sus atroces heridas, les había dado aliento, instándolos a luchar, a no darse por vencidos aun cuando toda esperanza parecía perdida. Tal como había hecho con él al final del caso Grey. Entonces quiso darse por vencido. ¿Por qué gastar energía, esperanzas y dolor en una batalla perdida de antemano? Resultaba agotador, fútil. No era siquiera digno.
Sin embargo, ella se negó a darlo por perdido. Quizá estuviera acostumbrada a perseverar, a resistir, a seguir con la labor, a perseguir una meta, a mantener la calma aparente incluso cuando todo indicaba que era inútil. ¿Cómo si no aquellos hombres derrengados iban a luchar contra pronósticos absurdos, a sobrevivir al dolor y la pérdida, y a brindar apoyo a sus compañeros, si las mujeres que cuidaban de ellos no mostraban el mismo coraje y la misma vana fe ciega?
Aunque tal vez la fe nunca fuese vana. ¿Acaso la propia fe era la clave? ¿O era el coraje?
Pero Monk no quería pensar en Hester. Se había prometido no hacerlo. Le causaba un vacío interior, una sensación de pérdida que impregnaba; todo lo demás, impidiéndole concentrarse, ensombreciendo su estado de ánimo. Necesitaba todas sus energías para pensar en los detalles que iba almacenando en su mente acerca de los actos violentos de Seven Dials. La única ayuda con que contaban aquellas mujeres era la que Vida Hopgood consiguiera de él. Merecían que les diera lo mejor de sí mismo.
Debía olvidar al hombre dejado caer en la silla, que anhelaba con desesperación las pocas horas de alivio que le proporcionaría la ginebra, y concentrarse en la mujer. Quizá hasta podría interrogarla sin que el hombre cayera en la cuenta de que habían violado a su esposa. Monk podía aludir a los hechos como si se tratase de un mero asalto. Había una gran diferencia entre lo que uno creía saber, en privado, sin reconocerlo abiertamente, y lo que uno se veía obligado a admitir, a oír en voz alta, dándolo a conocer a terceros de modo que nunca podía volver a olvidarse.
– ¿Cuántos hombres fueron? -preguntó en voz baja.
Ella supo a qué se refería; la comprensión y el miedo resultaban patentes en su mirada.
– Tres.
– ¿Está segura?
– Sí. Primero había dos, luego vino un tercero. No vi de dónde salió.
– ¿Dónde ocurrió?
– En el patio de Foundry Lane.
– ¿A qué hora?
– Hacia las dos, no puedo ser más exacta. -Hablaba en voz muy baja y ni una sola vez desvió la vista hacia su marido, como si deseara fingir que no se encontraba allí, que no sabía nada.
– ¿Recuerda alguna característica de ellos? ¿Estatura, constitución, ropas, olor, voces?
Bella meditó unos minutos antes de contestar. Monk comenzó a sentir una pizca de esperanza. Aunque tal vez era una tontería.
– Uno de ellos olía a algo raro -dijo Bella muy despacio-. Como a ginebra, sólo que no era ginebra. Era como… más ácido, como más limpio.
– ¿Alquitrán? ¿Creosota? -aventuró, tanto por mantenerla concentrada como por la esperanza de definir el olor.
– Qué va… Más limpio que eso. Sé cómo huele el alquitrán, y también la creosota. No era pintura ni nada de eso. Además, no eran obreros; tenían las manos muy finas… ¡Más que las mías!
– Caballeros…
– Sí…
Vida soltó un resoplido que dejó clara su opinión.
– ¿Algo más? -insistió Monk-. ¿La tela de la ropa, la estatura, la constitución? ¿Pelo abundante o ralo, patillas?
– Sin patillas. -El semblante de Bella palideció ante el recuerdo, la mirada se le ensombreció. Hablaba prácticamente con susurros-. Uno era más alto que los otros dos. Había uno flaco y otro gordo. El flaco gastaba muy mala uva, como si le reconcomiera la rabia. Para mí que era uno de esos chiflados del camino de Limehouse que mascan drogas chinas y pierden la cabeza.
– El opio no incita a la violencia de esta manera -contestó Monk-. Quienes lo toman suelen dormitar medio inconscientes, tendidos en catres en cuartos llenos de humo. No deambulan por los callejones… -se interrumpió justo antes de emplear el verbo «violar»-… atacando a la gente. La ingesta de opio es una actividad muy solitaria, al menos a nivel mental. Esos hombres trabajaban conjuntamente, ¿no es así?
– Sí…, sí, juntos. -El rostro se le crispó con una expresión de amargura-. ¡Pensé que lo que me hacían era algo que un hombre prefería hacer a solas!
– ¿Y no fue así?
– No… Muy orgullosos, estaban. -Bajó aún más la voz-. Uno se reía. De eso me acordaré hasta el día en que me muera, de verdad. Se reía, sí, justo antes de arrearme.
Monk se estremeció, y no fue sólo por el frío que hacía en la habitación.
– ¿Eran mayores o jóvenes? -preguntó.
– No sé. A lo mejor eran jóvenes. Tenían la piel suave, sin patillas, sin… -se llevó la mano a la mejilla-. No raspaban.
Muchachos ávidos de sangre, pensó Monk para sus adentros, con ganas de saborear la violencia y embriagarse de poder; muchachos inadaptados, incapaces de hallar su sitio en su propio mundo, en busca de desamparados a quienes dominar e imponer su voluntad sin que nadie se lo impidiera, deseosos de humillar en lugar de ser humillados.
¿Sería eso lo que le había ocurrido al muchacho de Evan? ¿Había ido con un par de amigos a Seven Dials en busca de acción, de la sensación de poder que les era negada en su mundo, y por una vez su violencia había topado con una resistencia inesperada? ¿Tal vez su padre lo había seguido precisamente esa vez, recibiendo un castigo que no merecía?
¿O la pelea había sido sólo entre padre e hijo?
Era posible, aunque no había prueba alguna. De ser así, al menos uno de los autores ya había sufrido una terrible venganza y Vida Hopgood no tendría que investigar más.
Dio las gracias a Bella Green y echó un vistazo para ver si merecía la pena decirle algo a su marido. Resultaba imposible saber por su mirada si los había escuchado. Decidió hablarle de todas formas.
– Gracias por recibirnos. Que tenga un buen día.
El hombre abrió los ojos en un repentino golpe de lucidez pero no contestó.
Bella les acompañó afuera. La niña no se veía por ningún lado, debía de estar en la otra habitación. Bella tampoco volvió a hablar. Titubeó, como si fuera a preguntar qué esperanzas podía tener o como si quisiera darle las gracias. Se le notó en los ojos, que por un momento parecieron más dulces. Pero guardó silencio, y ellos salieron a la calle donde los engulló al instante la niebla cada vez más densa, ahora amarillenta y agria por el humo, que se posaba como hielo en los adoquines.
– ¿Y bien? -inquirió Vida.
– Cuando esté listo se lo diré -repuso Monk. Tenía ganas de caminar a grandes zancadas, estaba demasiado enfadado para andar al paso de ella, y tenía mucho frío, pero no sabía dónde se encontraba ni hacia dónde se dirigían. Se vio obligado a esperarla contra su voluntad.
La siguiente casa que visitaron era un poco más cálida. Dejaron atrás la niebla helada para entrar en una habitación donde una estufa panzuda, que olía a hollín viejo, desprendía un reconfortante calor. Maggie Arkwright era regordeta y tranquila, de pelo negro y tez rubicunda. Era fácil entender que le fuera bien en su profesión a media jornada. Emanaba buen humor e incluso un saludable aspecto que resultaba muy atractivo. Tras echar un vistazo a las dos butacas de la habitación, a la mesa con sus cuatro patas originales, la banqueta y el arcón de madera con tres mantas dobladas encima, Monk se preguntó si lo habría comprado con lo recaudado en su segundo empleo.
Entonces recordó que Vida le había dicho que su marido era un ladrón de poca monta, y cayó en la cuenta de que bien podía ser él la fuente de su relativa prosperidad. El hombre entró un momento después que ellos. Tenía una cara simpática, con los ojos rodeados por unas arrugas que denotaban buen talante, pero llevaba la cabeza rapada al modo que Monk denominaba como «esquilada de terrier», el corte de pelo propio de la cárcel. Probablemente no llevaba más de una semana, como mucho diez días, en libertad. Cabía suponer que ella se había encargado de mantener la casa mientras él aceptaba la hospitalidad de Su Majestad en Millwall o Coldbath Fields.
Se oyó un estallido de risas en la habitación contigua, la aguda carcajada socarrona de una anciana y las más alegres risas de los niños. Eran el puro sonido de la hilaridad despreocupada y sin reservas.
– ¿Qué desean? -preguntó Maggie educadamente, aunque mirando precavida a Monk. A Vida la conocía, pero él emanaba un aire de autoridad que no le inspiraba la menor confianza.
Vida se explicó y poco a poco Monk fue sonsacando a Maggie el relato de su asalto. Había sido una de las primeras en sufrir los ataques y parecía mucho menos maliciosa que las más recientes. Le dio una versión muy adornada de lo sucedido, carente de interés práctico, aunque le proporcionó el nombre de una víctima más, una mujer a quien Vida no conocía. Le dijo donde encontrarla, aunque tendría que esperar al día siguiente. A aquellas horas estaría borracha y no le serviría de nada. Se rió al decirlo, mofándose a placer pero sin crueldad.
Monk encontró a la mujer en un tenderete donde vendía toda clase de artículos para el hogar: cacharros, platos, baldes, algún que otro cuadro o adorno, velas, jarras y aguamaniles; la mayoría de escaso valor. No era joven, debía rondar la cuarentena, aunque no era fácil decirlo. Tenía una buena complexión, como si hubiese sido buena moza en su juventud, pero su cutis acusaba los excesos de ginebra, la escasez de aire puro y agua fresca, y toda una vida arraigada en la mugre.
Consideró a Monk como posible cliente, con moderado interés, pues nunca bajaba la guardia. Perder interés era perder dinero, y perder dinero suponía la muerte.
– ¿Es usted Sarah Blaine? -preguntó, pese a que encajaba con la descripción de Maggie y se encontraba en el sitio previsto. Rara era la ocasión en que alguien allí permitía que le quitaran el sitio, ni siquiera por un día.
– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó cautelosa. Entonces abrió mucho los ojos, con un gesto inconfundible de aversión, asaltada por un amargo y profundo recuerdo. Tomó aire y lo soltó silbando entre dientes-. ¡Vaya! ¡Esperaba no volver a verte nunca más, hijo de puta! ¡Te daba por muerto! Me dijeron que habías palmado en el cincuenta y seis. Salí pitando para el Grinnin' Rat y pagué una ronda a toda la concurrencia. Bailamos y cantamos; lo que yo te diga. ¡Bailamos sobre tu tumba, Monk, sólo que tú no estabas dentro! ¿Qué pasó? ¿El demonio no te quiso? ¿Eres demasiado, hasta para sus tragaderas?
Monk se quedó pasmado. Le conocía. No cabía la posibilidad de negarlo. ¿Y cómo podría hacerlo? No había cambiado. Seguía teniendo el mismo cuerpo delgado, la mirada dura y firme, los pómulos altos, la misma voz vibrante y exacta.
No tenía la más remota idea de quién era ella, ni de qué relación habían tenido, excepto por lo evidente, que era que le odiaba; no sólo porque fuese policía sino por alguna razón personal.
– Me hirieron -contestó con la verdad sin más-. No me mataron.
– Ah sí, ¿eh? Pues sí que es una lástima -dijo lacónicamente-. ¡Qué se le va a hacer, tendremos más suerte la próxima vez! -Los ojos brillantes y los labios torcidos dejaban claro lo que quería decir-. Bueno, nada de esto es robado, ¡así que largo! No tengo nada para ti. Y no voy a decirte nada de nadie.
Dudó entre decirle o no que ya no estaba en la policía, o si era mejor que creyera que seguía en activo. Le confería poder, cierta autoridad cuya pérdida aún le dolía.
– Las únicas personas que me interesan ahora son los hombres que la violaron y apalearon en Steven's Alley hace un par de semanas…
Observó su rostro y se congratuló ante el absoluto asombro que por un instante hizo desaparecer cualquier otra expresión.
– ¡No sé de qué me hablas! -dijo al cabo de un rato, apretando los dientes y con la mirada cargada de odio-. ¡A mí no me ha violado nadie! ¡Te equivocas otra vez, maldita sea! ¡Te pasas de listo! Te presentas por aquí con tu ropa cara como si fueras Lord Muck, dándote aires de importancia, ¡y en realidad no sabes nada!
Monk sabía que mentía. No habría sabido decir por qué, no era una cuestión de inteligencia sino de instinto. Estaba familiarizado con la incredulidad y el desprecio.
– La he sobrevalorado -dijo con tono mordaz-. Pensaba que sería más leal a los suyos. -Era la única cualidad que le constaba que ella apreciaría.
Y así fue, pues se estremeció como si la hubiese golpeado.
– Tú no eres más de los míos que las ratas que hay en ese montón de basura de ahí. Tal vez tendrías que probar con una de ellas, ¿eh? Quieres lealtad para los tuyos… ¡Igual hablan contigo si les preguntas como Dios manda! -Rió sonoramente de su propio chiste, aunque con un deje de crispación. Tenía miedo de algo y, mientras la miraba, sentada envuelta en su chal gris y negro, con los hombros caídos, el pelo agitándose ante su rostro en el aire gélido, fue cobrando peso el convencimiento de que era a él a quien temía.
¿Por qué? No suponía ningún tipo de amenaza para ella.
La respuesta debía radicar en el pasado, en aquello que les hubiese unido entonces y que la había llenado de regocijo al creerlo muerto.
Monk enarcó las cejas de un modo sarcástico.
– ¿Eso cree? ¿Serán capaces de describir a los hombres que le dieron a usted una paliza…, igual que a todas las demás mujeres, esas pobres desgraciadas que trabajan en talleres todo el día y que luego, por la noche, salen unas horas a hacer la calle para conseguir el dinero extra que les falta para alimentar a sus hijos? ¿Me dirán cuántos hombres eran, si eran mayores o jóvenes, cómo sonaban sus voces, de dónde llegaron y hacia dónde se fueron… después de pegar a la quinceañera Carrie Baker y romperle el brazo a su hermana pequeña?
Consiguió el efecto deseado, pues Sarah se mostró herida y sorprendida. Su dolor era real.
Durante un instante olvidó la rabia que sentía contra Monk para dirigirla contra aquellos hombres, contra la injusticia de un mundo que permitía tales cosas, la inmensa monstruosidad del miedo y el sufrimiento que se cernían sobre ella y los de su clase, con la certidumbre de que no habría reparación ni venganza.
Él era el único ser vivo que tenía a su alcance, el único con quien compartir la pena.
– ¡Y a ti qué te importa, maldito chacal! ¡Un jodido perro policía, eso es lo que eres! -Tenía la voz ronca por la amargura y la conciencia de su propia impotencia, ni siquiera podía provocarle más que un mero arañazo en la piel, nada comparado con la herida abierta que le estaba matando. Por eso lo odiaba, con toda la pasión de la futilidad-. ¡Bofia! Vives de los pecados de los demás… Si nosotros no pecamos, no sirves para nada. Remover la cloaca, limpiar las letrinas de los demás, eso es lo que haces. Por eso estás lleno de mierda.
La satisfacción ante su propia ocurrencia le iluminó el rostro.
Monk no consideró oportuno contraatacar.
– No tiene por qué tenerme miedo, no ando buscando velas y teteras robadas…
– ¡No te tengo miedo! -espetó Sarah, con el miedo brillando en sus ojos, odiándolo aún más porque sabía que él podía verlo con tanta claridad como antaño.
– No estoy en la policía -prosiguió, haciendo caso omiso de sus interrupciones-Trabajo por mi cuenta, para Vida Hopgood. Ella es quien me paga y le importa un rábano de dónde procedan estas mercancías. Quiere acabar con las violaciones y las palizas.
Sarah lo miró de hito en hito, tratando de descifrar la verdad en su rostro.
– ¿Quién le pegó, Sarah?
– ¡No lo sé, imbécil! -exclamó furiosa-. Si lo supiera, ¿no crees que ya habría encargado a alguien que le rebanara el cuello a ese cabrón?
– ¿Era un hombre solo? -preguntó Monk sorprendido.
– No, eran dos. Al menos eso creo. ¡Era una noche negra como el corazón de una bruja y no se veía tres en un burro! Ja! Tendría que decir negra como el corazón de un guindilla, ¿no crees? Sólo que nadie sabe si los guindillas tenéis corazón. Igual tendríamos que abrir a uno en canal para comprobarlo, ¿eh?
– ¿Y qué pasa si lo tiene y es tan rojo como el suyo?
Sarah escupió.
– Cuénteme lo que pasó -insistió Monk-. Quizá me sirva para dar con esos hombres.
– ¿Y qué, si los encuentras? ¿A quién le importa? ¿Quién hará algo al respecto? -dijo con desprecio.
– ¿Acaso no lo haría usted, si supiera quiénes son? -preguntó Monk.
Aquello colmó el vaso. Le contó todo lo que recordaba, soltándolo poco a poco y, pensó Monk, con considerable franqueza. No reveló nada nuevo, salvo que también recordaba el extraño olor, penetrante y alcohólico, y sin embargo imposible de identificar.
Monk se marchó caminando contra el viento, dándole vueltas en la cabeza a lo que ella acababa de referirle y también, a regañadientes, cada vez más preocupado, preguntándose qué habría hecho en el pasado para merecer un odio tan intenso.
Al atardecer, obedeciendo a un impulso, decidió ir a ver a Hester. No se dio una razón para hacerlo. No tenía ninguna. Había decidido mantenerla apartada de su mente mientras se ocupara de aquel caso. No tenía nada que decirle, ni tampoco nada que perseguir ni discutir. Sabía dónde estaba porque Evan se lo había dicho. Había mencionado el apellido Duff y Ebury Street. Partiendo de ahí no le fue nada difícil plantarse en el umbral de la casa correcta.
A la doncella que abrió la puerta le explicó que era un conocido de miss Latterly y que estaría muy agradecido si pudiera visitarla, siempre y cuando ella dispusiera de unos minutos. La respuesta de la señora Sylvestra Duff fue de lo más gentil. Ella no tenía previsto salir y, si a miss Latterly le apetecía, podía pasar toda la velada lejos de Ebury Street. Había trabajado muy duro últimamente y bien merecía un respiro y cambiar de escenario, si así lo deseaba.
Monk le dio las gracias con un sentimiento próximo a la alarma. Al parecer la señora Duff daba por sentado que su relación con Hester era más intima de lo que los hechos daban a suponer. No deseaba pasar toda la velada con ella. No tenía nada que decirle. De hecho, ahora que se encontraba allí, ni siquiera estaba seguro de querer verla. Aunque decir eso en aquel momento le haría parecer ridículo y cobarde. Podría interpretarse de infinitas maneras, ninguna favorable para su persona.
Monk tuvo la impresión de que Hester tardaba siglos en bajar. ¿Quizás ella tampoco abrigaba deseos de verle? ¿Por qué? ¿Se habría ofendido por algo? Últimamente se había mostrado muy crispada. Había hecho algunos comentarios sardónicos acerca de su conducta en el caso de difamación, sobre todo a propósito de su viaje al continente. Se diría que estaba celosa de Evelyn von Seidlitz, algo absurdo. Su pasajera fascinación por Evelyn no tenía por qué afectar a su amistad, salvo si ella forzaba las cosas.
Monk caminaba de un lado a otro de la sala de día mientras esperaba: nueve pasos en una dirección, nueve en la contraria.
Evelyn von Seidlitz nunca sería una amiga como Hester. Era hermosa, cierto, pero también tan superficial como un charco, egoísta de manera innata. Poseía la clase de fealdad que creaba desencanto en el alma. En tanto que Hester, con sus hombros angulosos y el rostro despierto, la mirada tan directa y la lengua demasiado franca, no tenía ningún encanto, sino una clase de belleza similar a una amable brisa marina, o a la luz que se derrama en las tierras altas cuando uno puede ver de un extremo a otro el horizonte, tal como lo recordaba de su juventud en las grandes colinas de Northumberland. Era algo que uno llevaba dentro y de lo que jamás se cansaba. Curaba las heridas superficiales y posaba una mano limpia en el corazón, con gentileza.
Se oyó ruido en el vestíbulo.
Se volvió justo cuando ella cruzaba el umbral. Iba vestida de gris oscuro con un cuello de encaje blanco. Se la veía muy elegante, muy femenina, como si hubiese hecho un esfuerzo especial para la ocasión. Aquella no era una cita social, ¡y era lo menos parecido a un encuentro de carácter romántico! ¿Qué demonios le habría dicho la señora Duff?
– ¡Sólo he venido a saludarte! -dijo con precipitación-. ¡No tenía intención de interrumpirte! ¿Cómo estás?
Hester se sonrojó.
– Bastante bien, gracias -dijo sarcásticamente-. ¿Y tú?
– Cansado, trabajo en un caso agotador y con pocas esperanzas -contestó-. Será difícil resolverlo, más complicado aún probarlo y no soy muy optimista respecto a que la ley juzgue a los culpables, suponiendo que dé con ellos, ¿le estoy interrumpiendo?
Hester cerró la puerta y se apoyó en el picaporte.
– De ser así no habría bajado. La doncella es muy capaz de transmitir un recado.
Quizá presentara un aspecto menos formal que de costumbre, pero seguía careciendo de todo encanto femenino. Ninguna otra mujer le habría hablado de semejante modo.
– No tienes idea de lo que es la gentileza, ¿verdad? -criticó Monk.
Hester abrió mucho los ojos.
– ¿Para eso has venido, para que alguien sea gentil contigo?
– De ser así no habría venido aquí, ¿no crees?
Hester no hizo caso de su sarcasmo.
– ¿Qué te gustaría que dijera? ¿Que estoy segura de que sabes lo que haces y que tu habilidad finalmente triunfará? ¿Que una causa justa siempre merece la lucha, se gane o se pierda? -Enarcó las cejas-. ¿Que el honor está en la batalla, no en la victoria? No soy un soldado. Conozco de sobra el coste de las batallas mal planeadas y el precio de las pérdidas.
– Sí, todos sabemos que tú habrías dirigido la guerra mucho mejor que Lord Raglán -espetó Monk-. Sólo que el Ministerio de Defensa no tuvo el buen juicio de ponerte a ti como responsable.
– Mejor les habría ido si hubiesen elegido a una persona al azar en la calle -replicó Hester-. ¿Cuál es tu batalla, a todas estas?
– Preferiría contártelo en algún sitio más cómodo y más íntimo -contestó-. ¿Te apetece salir a cenar?
Si la pilló por sorpresa, lo disimuló muy bien… ¡Demasiado bien! Quizás era justamente lo que esperaba. ¡Y no era en absoluto lo que él se había propuesto decir! Pero batirse en retirada no haría más que empeorar las cosas. Atraería la atención hacia sus sentimientos. Ni siquiera podía fingir que pensaba que estaba ocupada, la señora Duff le había dicho que no era así.
– Gracias -aceptó Hester con un aplomo que Monk no esperaba. Se diría que la idea le agradaba. Se volvió y abrió la puerta, encaminándose hacia el vestíbulo. Pidió su capa al lacayo y luego ella y Monk salieron a la calle glacial, de nuevo sumida en la niebla; las farolas no eran más que vagas lunas aureoladas por el hielo que flotaba a la deriva, las aceras estaban resbaladizas.
Les llevó menos de diez minutos encontrar un coche de caballos y acomodarse en él. Monk dio la dirección de una posada que conocía bastante bien. No iba a llevarla a un sitio caro, por si malinterpretaba el gesto, pero llevarla a uno barato le haría pensar que no podía permitirse nada mejor y hasta sería capaz de ofrecerse a pagar.
– ¿Cuál es tu batalla? -repitió Hester, una vez sentados codo con codo en el frío interior del carruaje, que arrancó con una sacudida para luego avanzar a buen paso. Hacía un frío tremendo. No había mucho que ver, sólo una penumbra rota por borrones de luz, súbitas apariciones en la bruma cuando las siluetas se definían, la linterna de un carruaje, la cabeza y los cuartos delanteros de un caballo, la encumbrada silueta negra de un cochero y luego el velo de niebla cerrándose otra vez.
– Al principio, sólo se trataba de mujeres a las que timaban en Seven Dials -contestó Monk-. Para empezar, no era más que servirse de una prostituta y negarse a pagar…
– ¿No tienen chulos y madamas para evitar que pasen estas cosas? -preguntó Hester.
Monk hizo una mueca de estupor, aunque tendría que haber supuesto que Hester estaría al corriente. Apenas la habían protegido de muchas verdades.
– Éstas eran aficionadas -explicó Monk-. En su mayoría mujeres que trabajan en fabricas y talleres durante el día pero que necesitan un poco de dinero extra de vez en cuando.
– Comprendo.
– Luego comenzaron las violaciones. Y ahora la cosa se ha intensificado y son víctimas de tremendas palizas… cada vez más violentas.
Hester guardó silencio.
Monk la miró de reojo; al pasar cerca de otro carruaje, la luz de las linternas le iluminó la cara. Al ver la tristeza y la rabia que reflejaba, su soledad se desvaneció al instante. Todos los momentos de resentimiento, de irritación y de autoprotección se resumieron en las causas que habían compartido, y desaparecieron, dejando sólo el entendimiento. Continuó explicándole sus esfuerzos por sacar a la luz algunos datos relevantes sobre esos hombres, sus interrogatorios a cocheros y vendedores ambulantes para averiguar de dónde procedían.
Llegaron al mesón donde Monk había planeado cenar. Se apearon, pagaron al cochero y entraron. Monk apenas era consciente de la calle en la que se encontraban, ni del ruido o el calor del interior. Decidió lo que iban a cenar y lo encargó sin consultar a Hester, que aunque hizo una mueca de fastidio, no le interrumpió, salvo para pedir que le aclarara algún punto de su relato.
– Estoy decidido a encontrarles -concluyó con implacable entrega-. Tanto si Vida Hopgood me paga como si no. Voy a detenerles y pienso asegurarme de que todos los que actúan como ellos se enteren de que han pagado por sus fechorías, ya sea mediante la justicia de la ley o la de la calle. -Hizo una pausa, como si esperara que ella le replicara con el consabido discurso sobre la inviolabilidad de la ley, la caída en la barbarie si se abandonaba ésta, fuera cual fuese la causa o la provocación.
No obstante, Hester guardó un meditabundo silencio que se prolongó varios minutos antes de contestar.
La habitación parecía girar a su alrededor con el repiqueteo de la loza, el sonido de voces y risas. El olor a comida, cerveza y lana húmeda preñaba el aire. La luz destellaba en la cristalería y se reflejaba en los rostros, en los cuellos blancos de las camisas y en los platos.
– El muchacho a quien cuido recibió una paliza, casi mortal, en St Giles -dijo finalmente-. Su padre murió en la pelea. -Miró a Monk-. ¿Estás seguro de que podrás dar con el hombre correcto? Si te equivocas, no habrá vuelta atrás. La ley los juzgará, tendrá que haber pruebas fehacientes y alguien que hable en su defensa. Si se trata de la calle, será una mera ejecución. ¿Estás dispuesto a ejercer de acusación, defensa y jurado… y dejar que sean las víctimas quienes juzguen?
– ¿Y si la alternativa es la libertad? -preguntó Monk-. No sólo la libertad de disfrutar de todos los placeres y recompensas de la vida, sin obstáculos ni tener que responder por los agravios, sino la libertad de seguir cometiendo fechorías, sembrando nuevas víctimas, hasta que alguien resulte asesinado, quizá una de esas jovencitas, de doce o catorce años, demasiado débiles para defenderse. -La miró fijamente, buscando sus ojos claros-. Estoy implicado. Soy el jurado, decida lo que decida. La omisión también es un juicio. Desentenderse, apartar la vista, también es una decisión.
– Me consta -convino Hester-. La justicia puede llevar los ojos vendados, pero la ley no. Ve cuándo y a quién elige, porque la administran quienes ven cuándo y a quién eligen. -Seguía con el ceño fruncido.
Monk mencionó el tema del que ambos evitaban hablar. Él lo sabía y pensó que ella tal vez también. Con cualquier otra persona, habría dejado pasar la ocasión. Era un asunto demasiado delicado y tenía muchas posibilidades de ser también muy doloroso. Con Hester, el mero hecho de haber pensado en ello era casi como habérselo dicho.
– ¿Estás segura de que no podrían ser tu joven paciente y su padre, o sus amigos? Háblame de él…
De nuevo esperó un rato antes de responder. En la mesa contigua un anciano sufrió un ataque de tos. Detrás de él una mujer reía; podían oírla pero no verla. Era un sonido agudo y estridente. La sala se iba caldeando a medida que pasaba el tiempo.
– No, no estoy segura -dijo en voz tan baja que Monk tuvo que inclinarse para oírla, olvidando lo que le quedaba por comer-. Evan está investigando el caso. Supongo que ya lo sabes. No ha logrado averiguar qué hacían en St Giles. Es poco probable que sea algo digno de admiración. -Hizo una pausa, manifestando una profunda infelicidad-. Me cuesta creer que él hiciera algo así, al menos no de buen grado ni de manera intencionada…
– Pero no estás segura -apostilló Monk.
Sus ojos buscaron los de ella, anhelando un consuelo que no halló.
– No… No estoy segura. Tiene una faceta cruel que resulta muy inquietante. No sé por qué, pero la dirige en gran medida contra su madre.
– Lo siento… -Inconscientemente se inclinó hacia delante y tocó las manos de Hester, que descansaban sobre la mesa. Notó la finura de sus dedos, a pesar de que eran unas manos firmes.
– No tiene por qué tener relación con esto -dijo Hester despacio, y Monk pensó que lo hacía más para convencerse a sí misma que para convencerle a él-. Es sólo… podría ser… porque no puede hablar. Está solo… -Le miró con una intensidad ajena a cuanto la rodeaba-. ¡Está espantosamente solo! No sabemos lo que le ocurrió y él no nos lo puede decir. Hacemos suposiciones, hablamos unos con otros, elaboramos teorías y ni siquiera puede decirnos dónde nos equivocamos, en qué resultan ridículas o injustas. No es fácil imaginar tanta impotencia.
Monk se debatía sobre si decir o no lo que tenía en mente. La veía tan abatida, tan implicada con un dolor del que era testigo a diario…
Ahora bien, se trataba de Hester, no de una mujer delicada y vulnerable, que precisara de su protección, habituada tan sólo a los aspectos femeninos de la vida. Ella había conocido lo peor, incluso más que él mismo.
– Tu compasión por él no altera lo que haya podido hacer antes -le contestó.
Hester apartó sus manos.
Se sintió un tanto herido, como si con ese gesto hubiese retirado una parte de sí misma. Era tan independiente. No necesitaba a nadie. ¡Era capaz de dar, pero no de recibir!
– Ya lo sé -dijo Hester en voz baja.
– ¡No, no lo sabes! -Monk contestaba a sus propios pensamientos. Su amiga no sabía lo arrogante que llegaba a ser, hasta qué punto su manera de dar era una manera de tomar; mientras que para los demás sería un regalo que se dignara recibir.
– ¡Sí que lo sé! -Se enfadó, poniéndose a la defensiva-. Sólo que no pienso que fuese Rhys. ¡Yo le conozco! Y tú no.
– Y tu juicio es imparcial, por supuesto -la desafió, apoyándose en el respaldo-. ¿No puede ser un poco sesgado, aunque sólo sea una pizca?
Una pareja pasó junto a ellos; la falda de la mujer rozó la silla de Hester.
– ¡Ésa es una observación estúpida! -replicó bruscamente, sonrojándose-. Estás dando a entender que si sabes algo sobre una cosa, tu juicio será sesgado y por tanto no válido, mientras que si no sabes nada, tendrás la mente despejada y por tanto tu juicio será correcto. Si no sabes nada, no tienes la mente clara, ¡la tienes vacía! Rigiéndonos por ese razonamiento, podríamos suprimir los jurados, bastaría con preguntar a cualquiera que no estuviera enterado del caso, y esa persona nos daría la decisión perfecta, ¡sin error posible!
– ¿No crees que tal vez sería buena idea saber algo sobre las víctimas, también? -dijo Monk con sarcasmo-. ¿O hasta sobre los crímenes? ¿O es que todo eso es irrelevante?
– Acabas de contarme los crímenes y de explicarme quiénes son las víctimas -señaló Hester, levantando la voz-. Y sí, en cierto modo es irrelevante para juzgar a Rhys. El horror de un crimen no tiene nada que ver con que una determinada persona sea culpable o no. Eso es elemental. Sólo tiene que ver con el castigo. ¿Por qué actúas como si no lo supieras?
– Y que alguien te guste, o te inspire compasión, no tiene nada que ver con la culpabilidad o la inocencia -repuso él, levantando la voz a su vez-. ¿Por qué actúas como si lo hubieras olvidado? Por más que te preocupe, Hester, no puedes cambiar lo que ya ha sucedido.
Un hombre de la mesa vecina se volvió para mirarlos.
– ¡No te pongas condescendiente! -exclamó furiosa-. ¡Eso ya lo sé! ¿Acaso ya no te importa averiguar la verdad? ¿Tan deseoso estás de presentarte con un culpable ante Vida Hopgood para demostrar lo que vales, que le llevarías a cualquiera, con razón o sin ella?
Aquello le dolió. Fue como si de repente le hubiese dado una patada sin previo aviso. Tomó la determinación de no permitir que Hester lo notara.
– Averiguaré la verdad, por desagradable que sea -repuso fríamente-. Si resulta ser alguien que nos cae mal a todos y cuyo castigo nos alegra, tanto mejor. -Bajó la voz, atrapado por la emoción-. Pero si es alguien que nos agrada y nos inspira compasión, y cuyo castigo nos desgarra el corazón, eso no hará que haga la vista gorda y finja que no es el culpable. Si piensas que el mundo se divide entre buenos y malos, no es que seas idiota, es que rayas en la imbecilidad moral y te niegas a madurar…
Hester se levantó.
– ¿Serías tan amable de conseguirme un coche para regresar a Ebury Street? Si no, supongo que podré conseguirlo por mi cuenta.
Monk también se levantó e inclinó la cabeza con sarcasmo, recordando su encuentro unas horas antes.
– Estoy encantado de que hayas disfrutado con la cena -contestó con tono hiriente-. Ha sido un placer.
Hester se ruborizó, fastidiada, aunque él advirtió un destello de reconocimiento en sus ojos.
Salieron sin mediar palabra a la calle, donde la niebla se había espesado. Hacía un frío glacial, respirar casi dolía. El tráfico se veía obligado a avanzar al paso y Monk tardó un rato en encontrar un coche disponible. Montaron, se sentaron uno junto al otro y guardaron un tenso silencio hasta Ebury Street. Hester se negaba a hablar y él tampoco tenía ganas de decirle nada. Le pasaban cientos de ideas por la cabeza pero no estaba preparado para compartir ninguna de ellas, al menos de momento.
Se separaron tras un mero «Buenas noches» y Monk siguió hacia Fitzroy Street, con frío, enojado y solo.
Por la mañana regresó una vez más a Seven Dials para reanudar la caza de testigos que pudieran haber visto algo relacionado con los asaltos, más concretamente a algún visitante habitual del barrio. Ya había interrogado a todos los cocheros y ahora se centraba en los vendedores ambulantes, los mendigos y los vagabundos. Llevaba los bolsillos llenos de calderilla. La gente solía mostrarse más dispuesta a hablar a cambio de una pequeña recompensa. Era dinero suyo, no de Vida.
Las tres primeras personas a las que abordó no sabían nada. La cuarta vendía unas empanadas de carne calientes y de tentador aroma, aunque con toda probabilidad no contenían más que despojos y recortes. Compró una, pagando un precio superior al que correspondía, aunque no tenía ninguna intención de comérsela. La sostuvo en la mano mientras hablaba con el hombre. Hacía viento aquella mañana. La niebla se había disipado pero el frío era intenso. Los adoquines estaban resbaladizos por culpa del hielo. Mientras estaba allí de pie, la empanada se le fue antojando cada vez más tentadora, viéndose menos inclinado a considerar su contenido.
– ¿Ha visto u oído algo sobre un grupo de dos o tres desconocidos que deambulan por aquí de noche? -preguntó casi sin darle importancia-. Unos caballeros del oeste.
– Sí -contestó el mercachifle sin sorprenderse-. Son los que han arreado esas palizas de muerte a algunas de nuestras mujeres, las pobres. Por qué quiere saberlo, ¿eh? No es asunto de los guindillas. -Miró a Monk con inequívoco desagrado-. Los busca por alguna otra cosa, ¿no es eso?
– No, los busco precisamente por eso. ¿No le parece razón suficiente?
El desdén del vendedor se hizo visible.
– ¿Ah sí? Y hará que los encierren, ¿verdad? No me venga con ese cuento. ¿Desde cuándo a los de su calaña les importa un carajo lo que nos pase a la gente como nosotros? Te conozco, malvado cabrón. Ni siquiera te importan los tuyos, ¿por qué te iba a importar un pobre desgraciado?
Monk le miró a los ojos y constató que en efecto le había reconocido. Aquel hombre no aludía a la policía en general, su odio era algo personal. ¿Debía preguntarle, recuperar algún hecho tangible del pasado? ¿Sería acaso algo verdadero? ¿Serviría de algo? ¿Le revelaría algún detalle que hubiese preferido quizá no saber, algo alarmante, incompleto y sin explicación?
Tal vez. Aunque puede que imaginarlo fuese aún peor.
– ¿Qué quiere decir con eso de «ni siquiera los míos»? -Se arrepintió de haberlo dicho en cuanto las palabras salieron de su boca.
El hombre profirió un gruñido de asco.
Una mujer envuelta en un chal negro se detuvo un momento y compró dos empanadas.
– Te he visto joder a uno de los tuyos -contestó el vendedor cuando se alejó la mujer-. Le dejaste colgado, como a un auténtico idiota, eso fue.
A Monk se le revolvió el estómago. Era lo que se temía.
– ¿Cómo lo sabe? -protestó.
– Vi su cara, y he visto la tuya. -Vendió otra empanada y se hurgó en los bolsillos buscando una moneda de tres peniques para el cambio-. Él no se lo esperaba. Lo pillaste por sorpresa, pobre tipo.
– ¿Cómo? ¿Qué es lo que hice?
– ¿A ti qué te pasa? -Le miró incrédulo-. Quieres saborearlo dos veces, ¿no es eso? Pues no lo sé. Sólo sé que llegasteis aquí juntos y que se la jugaste. Se fiaba de ti y acabó cubierto de mierda. Supongo que fue culpa suya. Tendría que haber sabido con quién andaba. Lo llevabas escrito en la cara. ¡Yo no me habría fiado de ti ni muerto!
Era desagradable y directo, y probablemente decía la verdad. Le habría gustado pensar que el hombre mentía, encontrar el modo de eludir sus palabras, pero sabía que no tenía escapatoria.
Notó cómo se le enfriaba el estómago y luego el pecho.
– ¿Qué me dice de esos hombres que ha visto? -preguntó, con voz apagada-. ¿No quiere que los detengan?
El rostro del hombre se ensombreció.
– Claro que quiero…, y lo haremos… ¡sin tu ayuda!
– Pues no habéis hecho muy buen trabajo hasta ahora -señaló Monk-. Ya no estoy en la policía. Trabajo para Vida Hopgood, en esto. Todo lo que averiguo se lo cuento a ella.
La incredulidad del hombre era manifiesta.
– ¿Por qué? ¿Te expulsaron de la policía? ¡Bueno! ¡Supongo que ese tipo sacó lo mejor de ti al final! -Sonrió, mostrando sus dientes amarillos-. Así que después de todo sigue habiendo algo de justicia.
– ¡No tiene ni idea de lo que pasó entre nosotros! -exclamó Monk a la defensiva-. ¡No sabe lo que él me había hecho a mí! -Sonaba infantil, y se dio cuenta de ello mientras lo decía, pero ya era demasiado tarde para rectificar.
El hombre sonrió.
– ¿A ti? Para mí eres un canalla de primera clase, ¡pero apostaría por ti contra cualquiera!
Monk sintió un escalofrío de aprensión, aunque quizá también de orgullo, de un orgullo perverso y doloroso, una especie de compensación por la zozobra que le provocaban tantas otras cosas.
– Pues entonces ayúdeme a encontrar a esos hombres. Ya sabe lo que han hecho. Deje que Vida Hopgood se entere de quiénes son y ponga fin a sus fechorías.
– Ya… Vale. -Su rostro se relajó, disipando su enojo-. Supongo que si alguien puede encontrarlos, ése eres tú. No sé gran cosa, si no ya me habría encargado yo mismo.
– ¿Ha visto a esos hombres, o a alguien que encaje con la descripción?
– ¿Cómo voy a saberlo? He visto a montones de tíos que no eran de por aquí, pero normalmente ya sabes a qué han venido. Vienen a los burdeles, o a jugar, o a cualquier otra cosa que no se atrevan a hacer cerca de sus casas.
– ¡Descríbamelos! -exigió Monk-. No me importan los demás. Dígame todo lo que vio de esos hombres, dónde y cuándo, cuántos eran, cómo iban vestidos, todo lo que sepa…
El hombre reflexionó durante unos segundos antes de responder. Su descripción confirmó lo que Monk ya sabía en cuanto a su complexión, y a que en ciertas ocasiones eran tres y en otras sólo dos. El nuevo dato que aportó fue que los había visto reunirse, en las afueras de Seven Dials, como si llegaran de distintas direcciones, y que luego se habían ido juntos.
Ya no pudo evitar por más tiempo poner a prueba su teoría. Habría preferido con mucho no hacerlo, pues se temía que era cierta y no deseaba que lo fuese. Hester actuaba como una tonta al respecto, eso estaba claro, pero no quería herirla, y lo haría, cuando se viera obligada a aceptar que Rhys Duff era uno de los violadores.
Le llevó todo el día, pasando de una calle gris y desolada a la siguiente, preguntando, engatusando, amenazando, pero al anochecer ya había dado con otras personas que habían visto a los hombres inmediatamente después de uno de sus asaltos, y tan sólo a unos cincuenta metros del lugar de los hechos. Iban despeinados, se tambaleaban un poco, y uno de ellos estaba manchado de sangre, sus manchas se hicieron visibles cuando la linterna de un carruaje que pasaba a su lado le iluminó el rostro.
No era lo que quería. Cuanto averiguaba parecía llevarle de manera irremediable hacia una tragedia que, ahora estaba casi seguro, iba a involucrar a Rhys Duff; pero aún sentía una especie de euforia, una fuerza interior fruto de la sensación de poder, el sabor del triunfo. Estaba doblando una esquina hacia una calle más ancha, saltando de la acera estrecha y evitando el arroyo, cuando recordó haber hecho exactamente lo mismo con anterioridad, con el mismo ímpetu debido a la misma sensación: el saber que había ganado.
Luego vino lo de Runcorn. No sabía exactamente qué, pero algunos hombres le habían contado cosas que necesitaba saber, y le habían temido, igual que ahora. Era un conocimiento poco grato de rememorar, los ojos precavidos, el odio que encerraban y su derrota porque él era más fuerte y más listo, y ellos lo sabían. Pero no recordaba que eso les doliera. Era sólo ahora, en retrospectiva, cuando dudaba de haber obrado de manera correcta.
Se estremeció y apretó el paso. Ya no había vuelta atrás.
Tenía bastante para ir a ver a Runcorn. Debía poner el asunto en manos de la policía. Así protegería a Vida Hopgood e impediría que interviniera la ley de la calle que Hester tanto temía. De este modo habría un juicio, y pruebas.
Encontró un carruaje y dio al cochero la dirección de la comisaría. Runcorn tendría que escucharlo. La información que le llevaba era demasiado para que pudiera obviarla.
– ¿Palizas? -dijo Runcorn escéptico, apoyándose en el respaldo de su silla y levantando la vista hacia Monk-. Me suena a drama doméstico. ¿Por qué nos viene con esto? Casi todas las mujeres retiran la denuncia. Además, un hombre tiene derecho a pegar a su mujer para castigarla, dentro de los límites de lo razonable. -Torció el labio con una mezcla de irritación y divertimento-. No le va a usted esto de perder el tiempo con causas inútiles. Nunca le he considerado la clase de hombre que arremete contra molinos de viento… -Dejó la frase suspendida en el aire, cargada de significados implícitos-. ¡Pues sí que ha cambiado! Ha venido un poco a menos, ¿no es eso? -Inclinó la silla levemente hacia atrás-. Veo que acepta casos de pobres y desesperados…
– Las víctimas de palizas y violaciones suelen estar desesperadas -dijo Monk, controlando su temperamento en la medida que le era posible, aunque notó que el enojo se iba haciendo patente en su voz.
Runcorn respondió de inmediato. Estaban despertando los efectos de un buen puñado de antiguas rencillas. Ambos reproducían escenas pasadas, la ansiedad de Runcorn, su testarudez y su tendencia a la provocación, la ira de Monk, su desdén y su afilada lengua. Por un instante, Monk se sintió como si le hubiesen arrancado de su propio ser, convirtiéndose en el espectador de dos seres atrapados en la reinterpretación de la misma vana tragedia una vez tras otra.
– Se lo he dicho antes -dijo Runcorn, echándose hacia delante y haciendo que las patas de la silla tronaran al golpear el suelo, apoyando los codos en el escritorio-. Nunca podrá demostrar que un hombre haya sido violento con una prostituta. ¡Ellas se venden, Monk! Puede que usted no lo apruebe. -Arrugó la nariz como si imitara a Monk, aunque en su voz no había mofa-. Puede que piense que es una manera inmoral y despreciable de ganarse la vida, pero nunca nos libraremos de ellas. Puede que ofenda a su sensibilidad pero le aseguro que muchísimos hombres a los que usted llama caballeros, en cuyos círculos anhela ingresar con su donaire y sus formas corteses, muchos de ellos van a Haymarket, e incluso a lugares como Seven Dials, para servirse de esas mujeres, pagando por el privilegio.
Monk abrió la boca para responder pero Runcorn no le dio oportunidad.
– Quizá le gustaría pensar de otra manera, pero ya va siendo hora de que vea a sus queridos burgueses y aristócratas tal como son realmente. -Golpeó el escritorio con el dedo extendido-. Les gusta casarse con sus esposas por cumplir con la sociedad, para llevarlas colgadas del brazo cuando salen a cenar y bailar con sus pares. Les gusta tener una esposa serena y como Dios manda. -Siguió golpeando la mesa y hablando con sorna-. Una mujer virtuosa que no sepa nada sobre los placeres de la carne, para que sea la madre de sus hijos, la guardiana de todo lo que es seguro y bueno y eleva el espíritu y es moralmente intachable. Pero en lo que atañe a sus apetitos, quieren a una mujer que no sepa nada de ellos a nivel personal, que no espere nada de ellos salvo el pago por los servicios prestados y que no se horrorice si exhiben ciertos gustos que desagradarían y llenarían de espanto a sus gentiles esposas. ¡Quieren la libertad de ser cualquier maldita cosa que les guste! ¡Y eso incluye muchas cosas que quizá usted no apruebe, Monk!
Monk se inclinó por encima del escritorio hacia él, con la mandíbula prieta, escupiendo las palabras entre los dientes.
– Si un hombre quiere una esposa que no le satisfaga y con quien no disfrute, pues es una desgracia -repuso-. Y pura hipocresía… por parte de ambos cónyuges. Mas no es un crimen. Pero si se junta con dos amigos suyos y va a Seven Dials y entonces viola y pega a las obreras de los talleres que practican un poco de prostitución como trabajo extra… eso es un crimen. Mi intención es detenerlos antes de que cometan un asesinato.
El rostro de Runcorn estaba ensombrecido por la rabia y la sorpresa, pero esta vez fue Monk quien no le permitió hablar, todavía inclinado hacia delante, bajando la vista hacia él. La ventaja que Runcorn había tenido al estar sentado y Monk de pie se había invertido, pero se negó a retroceder. Sus caras estaban a menos de dos palmos de distancia.
– ¡Pensé que tendría la valentía y el sentido del deber y la ley necesarios para sentir lo mismo! -prosiguió Monk-. Contaba con que me pidiera la información de la que dispongo y que le alegraría disponer de ella. Lo que piense de mí no importa… -Chasqueó los dedos en el aire con un ruido seco-. ¿No es lo bastante hombre para olvidarlo, al menos durante el tiempo que lleve atrapar a esos hombres que violan y pegan a mujeres, y hasta a niñas, por «placer» como usted dice? ¿O es que me odia tanto como para sacrificar su honor con tal de negarme esto? ¿Tanto ha perdido de sí mismo?
– ¿Perdido? -El rostro de Runcorn estaba lívido de ira-. No he perdido nada, Monk. Tengo un empleo. Tengo un hogar. Tengo hombres que me respetan… a algunos hasta les caigo bien… ¡y eso es más de lo que usted puede decir! ¡Yo no he perdido nada! -Tenía los ojos brillantes, acusadores y triunfantes, pero su voz se iba haciendo aguda, traicionando viejas heridas que nada de eso iba a curar. No se le veía relajado ni en paz consigo mismo.
Monk notó la rigidez de su propio cuerpo.
Runcorn había metido el dedo en la llaga, y ambos lo sabían.
– ¿Esa es su respuesta? -dijo en voz muy baja, dando un paso atrás-. Le cuento que están violando y dando palizas a mujeres en la zona de la que usted es responsable ¿y me contesta repitiendo antiguas peleas conmigo a modo de justificación para hacer la vista gorda? Puede que tenga empleo, y el dinero que éste le proporciona, y el aprecio de algunos de sus subalternos… ¿Cree que le respetarían si le oyeran decir esto? Ya no me acordaba de por qué le despreciaba… pero ahora me lo ha recordado. Es usted un cobarde, y antepone sus mezquinas aversiones personales al honor.
Se irguió, poniéndose en pie.
– Iré a contarle a la señora Hopgood que le he dicho que tengo pruebas y que quería compartirlas con usted; pero que usted está tan empeñado en vengarse de mí que no me ha hecho caso. Esto se sabrá, Runcorn. No imagine que se trata de algo entre usted y yo, porque no es así. Nuestra mutua aversión es mezquina y deshonrosa. A esas mujeres les están haciendo daño, puede que la próxima resulte muerta, y será su culpa, ya que no habremos sido capaces de trabajar conjuntamente para detener a esos hombres…
Runcorn se puso de pie, con la cara sudorosa y la piel blanca alrededor de los labios.
– ¡No se atreva a decirme cómo debo hacer mi trabajo! ¡Y no trate de coaccionarme con amenazas! ¡Deme una sola prueba que pueda utilizar ante un tribunal y arrestaré al hombre que resulte acusado! ¡Hasta ahora no me ha dicho nada consistente! Y no voy a desperdiciar el tiempo de un solo hombre hasta que sepa que es probable que se haya cometido un crimen y vea factible interponer una acción judicial. ¡Una mujer honrada a la que hayan violado, Monk! Una mujer que presente pruebas que se puedan utilizar…
– ¿A quién está juzgando, Runcorn? -contraatacó Monk-. ¿Al hombre o a la mujer, al violador o a la víctima?
– A ambos -dijo Runcorn, bajando la voz repentinamente-. Tengo que hacer frente a la realidad. ¿Acaso lo ha olvidado, o sólo lo finge porque así todo le resulta más sencillo? Le da a sus palabras un aire de elevada moral, pero es pura hipocresía, y usted lo sabe.
Monk lo sabía y eso le enfurecía. Lo detestaba con toda la pasión de la que era capaz. Había momentos en los que odiaba a la gente, a casi todas las personas, por su obstinada ceguera. Era una injusticia, una violenta, cruel y farisaica injusticia.
– ¿Tiene algo concreto, Monk? -preguntó Runcorn, esta vez en voz baja y hablando en serio.
Sin tomar asiento, Monk le contó todo lo que sabía y cómo lo había averiguado. Le dijo con qué víctimas había hablado, presentando todos los hechos por orden cronológico, demostrando que los ataques habían sido cada vez más violentos, resultando en heridas más graves, fruto de actos más maliciosos. Contó a Runcorn cómo había seguido la pista hasta determinados cocheros, fechas y lugares. Le proporcionó las descripciones físicas más aproximadas que pudo.
– De acuerdo -dijo Runcorn finalmente-. Entiendo que se han cometido crímenes. No me cabe la menor duda. Ojalá pudiese hacer algo al respecto. Pero ahora deje su rabia a un lado para que su cerebro piense con claridad, Monk. Usted conoce el sistema judicial. ¿Cuándo ha visto que condenen a un caballero por violación? Los jurados están constituidos por terratenientes. ¡Uno no puede ser jurado si no tiene propiedades! Todos ellos son hombres… evidentemente. ¿Le cabe imaginar a un jurado de este país condenando a uno de los suyos por violar a una serie de prostitutas de Seven Dials? Haría usted pasar un verdadero suplicio a esas mujeres… y sería en balde.
Monk no dijo nada.
– Averigüe quiénes son, si puede, por todos los medios -prosiguió Runcorn-. Y cuénteselo a su cliente. Pero si ella provoca a los hombres del barrio para que ataquen a los responsables, y la cosa termina en asesinato, entonces intervendremos. El asesinato es harina de otro costal. Tendremos que investigar hasta que demos con los culpables. ¿Es eso lo que quiere?
Runcorn tenía razón. Resultaba asfixiante tener que admitirlo.
– Descubriré quiénes son -dijo Monk, casi entre dientes-. Y lo demostraré… no ante Vida Hopgood o ante usted. ¡Lo daré a conocer a su maldita sociedad! ¡Veré cómo caen en desgracia!
Y dicho esto giró sobre sus talones y salió por la puerta.
Fuera había oscurecido y nevaba, aunque él apenas se dio cuenta. Su ira estaba demasiado encendida como para que el gélido viento pudiera templarla.