John Evan temblaba de frío mientras el viento de enero azotaba el callejón. P. C. Shotts sostenía en alto su linterna de ojo de buey para alumbrar los dos cuerpos. Formaban un amasijo de ropa y sangre sobre los gélidos adoquines del pavimento unos dos metros más allá.
– ¿Alguien sabe qué ha ocurrido? -preguntó Evan, castañeteando los dientes.
– No, señor -contestó Shotts, desanimado-. Una mujer los encontró y el viejo Briggs vino a avisarme.
Evan no salía de su asombro.
– ¿En este preciso lugar?
Echó un vistazo alrededor, a las paredes mugrientas, al arroyo y a las escasas ventanas ennegrecidas por la mugre. Las puertas que alcanzaba a ver eran estrechas, daban directamente a la calle y estaban manchadas por años de humedad y hollín. La única farola se encontraba a unos veinte metros de distancia, brillando apenas como una luna perdida. Le desagradaba sobremanera el movimiento que intuía justo fuera del cerco de luz, las figuras encorvadas aguardando al acecho, la miríada de pordioseros, ladrones y desdichados que vivían en los bajos fondos de St Giles, a tiro de piedra de Regent Street, en el corazón de Londres.
Shotts se encogió de hombros, bajando la vista hacia los cuerpos.
– Bueno, está claro que no estaban borrachos ni se estaban muriendo de hambre o frío. Con toda esta sangre, lo más seguro es que la mujer se asustase y gritara y, atemorizada ante la posibilidad de que la culparan, siguiera gritando hasta que llegó más gente. -Negó con la cabeza-. Por estos pagos saben bien cómo apañarse para cuidar unos de otros. Le diré incluso que, si hubiese tenido más temple y se hubiese parado a pensar, seguramente habría seguido su camino sin hacer nada.
Evan se inclinó hacia el cuerpo que tenía más cerca. Shotts bajó un poco la linterna para que observara mejor la cabeza y el torso. Era un hombre que, a juicio de Evan, ya había superado la cincuentena. Tenía el pelo canoso y espeso, y la piel suave. Cuando Evan la tocó con el dedo, la notó tensa y fría. Sus ojos aún estaban abiertos. Le habían golpeado de tal modo que Evan sólo logró hacerse una idea muy general de sus rasgos. Daba la impresión de haber sido un hombre apuesto. Saltaba a la vista que su ropa, pese a los desgarrones y las manchas, era de excelente calidad. Hasta donde Evan podía deducir, se trataba de un hombre de estatura media y constitución robusta. No era fácil decirlo, ante un sujeto doblado de aquel modo, con las piernas torcidas y parcialmente debajo del cuerpo.
– Por el amor de Dios. ¿Quién le habrá hecho esto? -preguntó a media voz.
– No lo sé, señor -contestó Shotts, tembloroso-. Nunca había visto a nadie tan molido a golpes, ni siquiera por aquí. Tiene que haber sido un loco, es lo único que se me ocurre. ¿Le han robado? Supongo que sí.
Evan movió un poco el cuerpo para acceder a los bolsillos del abrigo. En los exteriores no había nada. Probó dentro y halló un pañuelo limpio y planchado, de algodón de primera calidad, finamente bordado. Nada más. Hurgó en los bolsillos del pantalón y encontró un puñado de calderilla.
– El ojal está desgarrado -observó Shotts, examinando la chaqueta-. Parece que le hayan arrancado el reloj y la cadena. A saber lo que andaba haciendo por aquí. Esto es un poco peligroso para alguien de aspecto semejante. Fulanas y pelanduscas las hay a montones a menos de un kilómetro al oeste. En Haymarket hay todas las que se quiera y no es peligroso. ¿Usted vendría hasta aquí?
– No lo sé -contestó innecesariamente Evan-. Quizá si averiguamos el motivo por el cual lo hizo sabremos lo que le ha sucedido. -Se puso en pie y se acercó al otro cuerpo. Era un hombre más joven, rondaría los veinte años, aunque su rostro también estaba tan magullado que sólo el trazo afilado de la mandíbula y la fina textura de la piel aportaban algún indicio sobre su edad. La compasión y un acceso de ira ciega se apoderaron de Evan cuando observó la parte inferior de las ropas que cubrían su torso empapadas en sangre, la misma que aún se filtraba y manaba de debajo de su cuerpo, manchando los adoquines.
– Dios mío -dijo con voz ronca-. Pero ¿qué ha pasado aquí, Shotts? ¿Qué clase de criatura puede hacer algo así? -No usó el nombre de Dios en vano. Como hijo de cura rural, fue educado en una pequeña comunidad campesina, donde todo el mundo se conocía, para bien o para mal, y donde las campanas de la iglesia sonaban por igual en la casa solariega que en la cabaña del labriego o la posada del tabernero. Había conocido la felicidad y la tragedia, la bondad y también todos los pecados que la envidia y la codicia propiciaban.
Para Shotts, criado no lejos de los desagradables y oscuros bajos fondos de Londres, la escena no resultaba tan chocante, aunque bajó la vista hacia el muchacho con un estremecimiento de compasión por él y de miedo ante la posibilidad de que alguien fuera capaz de hacer aquello.
– No sé, señor, pero espero que atrapemos al cabrón que lo hizo y confío en que lo cuelguen. Yo lo haría si estuviera en mi mano. Aunque no será fácil cogerlo. No veo por dónde empezar. Y no podemos contar con que nos ayude mucho la gente de por aquí.
Evan se arrodilló junto al segundo cuerpo y palpó los bolsillos en busca de algo que al menos le identificara. Al rozar el cuello del muchacho con los dedos sintió un escalofrío de incredulidad, casi de horror. ¡Estaba caliente! ¿Era concebible que todavía viviese?
Si estaba muerto, lo estaba desde hacía menos tiempo que el hombre mayor. ¡Tal vez llevaba horas tirado y desangrándose en aquel callejón helado!
– ¿Qué pasa? -preguntó Shotts, mirándole fijamente con los ojos muy abiertos.
Evan puso la mano delante de la nariz y los labios del joven. No notó nada, ni el más leve signo de aliento.
Shotts se agachó y acercó más la linterna.
Evan sacó su reloj de bolsillo, limpió el cristal con el interior de la manga y lo sostuvo frente a los labios del joven.
– ¿Qué pasa? -repitió Shotts, en voz alta y estridente.
– ¡Creo que está vivo! -susurró Evan. Acercó el reloj a la luz para examinarlo. Había una diminuta mancha de vaho-. ¡Está vivo! -exclamó alborozado-. ¡Mire!
Shotts era muy realista. Evan le caía bien y, sabiendo que era hijo de un párroco, tenía con él ciertas concesiones.
– Quizá murió después que el otro -dijo amablemente-. Es horrible lo malherido que está.
– ¡Aún está caliente! ¡Y todavía respira! -insistió Evan, inclinándose más-. ¿Ha avisado a un médico? ¡Consiga una ambulancia!
Shotts negó con la cabeza.
– No puede salvarlo, señor Evan. Ya está muy lejos. Lo mejor que podemos hacer por él es dejar que muera del todo sin que sepa lo que le pasa. De todas formas no creo que pueda decirnos quién le atacó.
Evan no levantó la vista.
– No estaba pensando en lo que pudiera decirnos -repuso, y era cierto-. Si está vivo tenemos que hacer cuanto podamos. No hay nada que decidir. Ocúpese de que alguien traiga un médico y una ambulancia. ¡Venga!
Shotts titubeó, mirando a ambos lados del callejón desierto.
– No me va a pasar nada -dijo Evan bruscamente, aunque no estaba muy seguro. No le apetecía quedarse a solas en aquel lugar. Se sentía como un pez fuera del agua. A diferencia de Shotts, él no pertenecía a aquel mundo. Era consciente de su miedo y se preguntó si se le notaría en la voz.
Shotts obedeció a regañadientes, dejándole el ojo de buey. Evan vio desaparecer su fornida silueta al doblar la esquina y sintió un instante de pánico. No tenía nada con qué defenderse si el asesino, quienquiera que fuese, regresaba.
Aunque, ¿por qué iba a hacerlo? Era una idea absurda. Lo sabía muy bien. Llevaba en la policía el tiempo suficiente como para saberlo; de hecho, eran ya más de cinco años, desde 1855, a mediados de la guerra de Crimea. Recordó su primer caso de asesinato. Fue entonces cuando conoció a William Monk, el mejor policía del que tenía noticia, pues era el más implacable, el más valiente, el más instintivamente inteligente. Evan era el único que se había dado cuenta de que también podía llegar a ser muy vulnerable. Había perdido la memoria por completo en un accidente con un carruaje pero, obviamente, no se atrevía a decírselo a nadie. No sabía quién era, cuáles eran sus habilidades o sus limitaciones, quiénes eran sus enemigos o sus amigos. Vivía bajo una permanente amenaza, descifrando una pista tras otra, llegando a saber poco o nada, sólo fragmentos.
Ahora bien, Monk no habría tenido miedo de estar solo en aquel callejón. Hasta los pobres, los muertos de hambre y los violentos de aquel barrio miserable se lo habrían pensado dos veces antes de atacarle. Su rostro, de mentón prominente, nariz aguileña y ancha y ojos brillantes, transmitía una sólida sensación de peligro. Los rasgos más blandos de Evan, todo humor e imaginación, no asustaban a nadie.
Se volvió al oír un ruido en el extremo del callejón que daba a la calle, pero sólo era una rata correteando por el arroyo. Alguien cambió de postura en un umbral, aunque él no vio nada. El sonido apagado de un carruaje que pasaba a unos cincuenta metros de allí parecía llegar desde otro mundo, desde un lugar con vida y espacios abiertos, donde la creciente luz diurna aportaría algo de color.
Temblaba de frío. Pero tenía que quitarse el abrigo y cubrir con él al chico que seguía con vida. En realidad, ya tendría que haberlo hecho. Se lo sacó enseguida y cubrió con cuidado al muchacho, arropándolo mientras sentía cómo el frío penetraba hasta sus huesos.
La espera hasta el regreso de Shotts se eternizó, pero éste trajo finalmente al médico consigo, un hombre demacrado, de manos huesudas, con el rostro flaco y paciente. El sombrero de copa le iba grande y lo llevaba hundido hasta las orejas.
– Riley -se presentó escuetamente antes de agacharse para observar al muchacho. Sus dedos lo palparon con destreza bajo la atenta mirada de Shotts y Evan. Ya era pleno día pero el callejón, embutido entre altas paredes roñosas, seguía en penumbra.
– Tiene razón -dijo Riley al cabo de un momento, con voz áspera y mirada sombría-. Sigue vivo… aunque a duras penas. -Se puso en pie de un salto y se volvió hacia la silueta como de coche fúnebre de la ambulancia, mientras el conductor hacía retroceder a los caballos para llevarla hasta el fondo del callejón-. Ayúdenme a levantarlo -pidió cuando otra figura se apeó del pescante y abrió las puertas traseras.
Evan y Shotts obedecieron en el acto, levantando al herido con todo el cuidado posible. Riley supervisó sus esfuerzos hasta que el joven quedó tendido en el suelo del interior del vehículo, envuelto en mantas. Luego devolvió a Evan su abrigo ensangrentado, húmedo y sucio por la inmundicia de los adoquines mojados.
Riley le miró y frunció los labios.
– Más vale que se ponga ropa seca, se tome un trago de whisky, y se coma después un plato bien caliente de gachas -indicó, negando con la cabeza-. Si no será usted quien pille una pulmonía y probablemente sea, además, en balde. Dudo mucho que logremos salvar a este pobre diablo. -La compasión alteró su semblante a la luz de la linterna, mostrándolo aún más demacrado y vulnerable-. Por el otro no puedo hacer nada. Es trabajo de la funeraria, y también suyo, por supuesto. Le deseo suerte. En semejante sitio la va a necesitar. Sólo Dios sabe lo que ha pasado aquí, aunque quizá sea más apropiado decir que sólo el diablo lo sabe. -Dicho esto, subió al coche junto a su paciente-. El furgón del depósito de cadáveres vendrá a por el otro -agregó como si se le acabara de ocurrir-. Éste me lo llevo a St Thomas. Pregunte por él allí. Supongo que no tiene la menor idea de quién es, ¿verdad?
– Todavía no -contestó Evan, sabiendo que tal vez no llegara a averiguarlo nunca.
Riley cerró la puerta, dio un golpe en la chapa para avisar al conductor, y la ambulancia arrancó y desapareció.
El furgón del depósito de cadáveres ocupó su lugar y se llevó el otro cuerpo, dejando a Evan y a Shotts solos en el callejón.
– Con esta luz ya se ve lo suficiente -dijo Evan inexorablemente-. Supongo que encontraremos algo. Luego ya buscaremos testigos. ¿Qué ha sido de la mujer que dio la voz de alarma?
– Daisy Mott. Sé donde encontrarla. De día en la fábrica de cerillas, de noche en esos pisos de ahí, en el número dieciséis -señaló con el brazo izquierdo-. No creo que pueda decirnos gran cosa. Si los que han hecho esto la hubieran visto también la habrían matado, no tenga la menor duda.
– Sí, ya me lo figuro -convino Evan de mala gana cv-. Puesto que gritó, como mínimo la habrían hecho callar. ¿Qué me dice del viejo Briggs, el que fue en busca de usted?
– No sabe nada. Ya le he interrogado.
Evan comenzó a ampliar el radio de búsqueda, alejándose de donde habían encontrado los cuerpos, caminando muy despacio con los ojos clavados en el suelo. No sabía lo que andaba buscando, algo que alguien hubiese perdido, una huella, más manchas de sangre. ¡Tenía que haber más sangre!
– No ha llovido -sentenció Shotts-. Esos dos han luchado como fieras por su vida. Tiene que haber más sangre. No es que yo sepa lo que nos pueda decir si la encontramos, salvo que hay otro herido y eso ya lo deduzco sólito.
– Aquí hay sangre -anunció Evan, tras ver una mancha oscura en los adoquines próximos al agua sucia que corría por medio del callejón. Tuvo que tocarla con el dedo para cerciorarse de que era roja y no marrón como los excrementos-. Y aquí también. Sin duda parte de la pelea tuvo lugar aquí.
– Por aquí hay más -dijo Shotts-. Me gustaría saber cuántos eran.
– Más de dos -contestó Evan en voz baja-. De haberse tratado de una lucha en igualdad de condiciones habríamos encontrado cuatro cuerpos. Quienquiera que fuese conservó la forma física necesaria para irse por sus propios medios… A no ser, por supuesto, que un tercero se lo llevara. Pero no parece probable. No, tengo la impresión de que estamos hablando de dos o tres hombres como mínimo.
– ¿Armados? -Shotts le miró con atención.
– No lo sé. El doctor nos dirá cómo murió la víctima. No he visto ninguna herida de cuchillo, y tampoco de porra o algo por el estilo. Está claro que no le han dado garrote. -Se estremeció al decirlo. St Giles se había hecho tristemente célebre por una repentina oleada de viles asesinatos cometidos con un trozo de alambre enrollado al cuello de la víctima. Cualquier sucio pordiosero de baja estofa se convertía en sospechoso. En una ocasión, dos hombres de semejante calaña sospecharon el uno del otro y el asunto por poco acaba en mutuo asesinato.
– Hay algo raro. -Shotts no se movía de donde estaba, ciñéndose inconscientemente el abrigo para combatir el frío-. Los ladrones que tienen la intención de robar en un sitio como éste suelen llevar un cuchillo o un alambre. No buscan pelea, quieren beneficios y una huida fácil, sin riesgo de salir heridos.
– Exactamente -convino Evan-. Un alambre en el cuello o un cuchillo en el costado. Silencioso. Eficaz. Sin riesgos. Cogen el dinero y se esfuman en la noche. Así pues, ¿qué es lo que ha pasado, Shotts?
– No lo sé, señor. Cuanto más lo pienso menos lo entiendo. Aquí no hay arma ninguna. Si la hubo, se la llevaron consigo. Es más, tampoco veo que haya rastros de sangre, así que si tienen heridas, no serán ni mucho menos tan graves como las de estos pobres tipos que se han llevado el doctor y el furgón del depósito. Ya sé que estaban muertos, o tan cerca de morir que poco importa, lo que quiero decir es que…
– Sé muy bien lo que quiere decir -interrumpió Evan-. Ha sido una pelea muy desigual.
Por el tramo de calle que se divisaba desde el callejón pasó un coche de caballos seguido de cerca por un carromato cargado de muebles viejos. Desde un rincón lejano les llegó el triste reclamo de un trapero. Un mendigo, envuelto en medio abrigo viejo, titubeó a la entrada del callejón, lo pensó mejor y siguió su camino. Tras las mugrientas ventanas había más movimiento. Se oían voces. Un perro ladró.
– Hay que odiar mucho a un hombre para matarlo a golpes -dijo Evan en un susurro-. A no ser que se trate de una persona completamente chiflada.
– No eran de por aquí. -Shotts negó con la cabeza-. Se les veía limpios, bien alimentados y con ropa buena. Eran de algún otro sitio, sin duda de más al oeste, o bien eran de provincias y estaban de visita.
– Ciudad -corrigió Evan-. Botas de ciudad, cutis de ciudad. El aire del campo da más color a las mejillas.
– Pues entonces del oeste. No eran de ningún sitio de por aquí cerca, de eso estoy más que seguro. Así que ¿quién del vecindario iba a conocerlos como para odiarlos tanto?
Evan se metió las manos en los bolsillos. Ahora pasaba más gente por el final del callejón, hombres que iban a trabajar a fábricas y almacenes, mujeres que hacían lo mismo recibiendo por ello sueldos miserables. También iban apareciendo los incontables personajes que trabajaban en la calle: vendedores ambulantes, traficantes de esto y aquello, tipos que encontraban cosas para vender entre la basura, chivatos, ladrones de poca monta e intermediarios de toda índole.
– ¿A qué puede venir aquí un hombre como la víctima? -Evan hablaba consigo mismo-. A comprar algo que no puede conseguir en la parte de la ciudad en la que vive.
– Trapicheo -dijo Shotts sucintamente-. Mujerzuelas, prestamistas, fulleros, peristas, falsificadores, fraguas donde fundir metales sin que nadie haga preguntas.
– Exactamente -convino Evan-. Tenemos que averiguar qué clase de servicio buscaban y quién se lo prestó.
Shotts se encogió de hombros y soltó una carcajada sorda. Fue el modo de sopesar sus probabilidades de éxito.
– Esa mujer, Daisy Mott -comenzó Evan, dirigiéndose hacia la calle. Tenía tanto frío que apenas sentía nada por debajo de los tobillos. La peste del callejón le provocó una arcada; se estaba mareando. Había contemplado demasiada violencia y dolor en el breve lapso de unas horas.
– El doctor llevaba razón -observó Shotts, alcanzándole-. Una taza de té bien caliente con un chorrito de ginebra no le haría ningún mal, y a mí tampoco.
– De acuerdo -Evan no discutió-. Y una empanada o un bocadillo. Luego iremos en busca de esa mujer.
Sin embargo, cuando dieron con ella, fue bien poco lo que les dijo. Era menuda, pálida y delgada. Podía tener cualquier edad entre los dieciocho y los treinta y cinco. Imposible decirlo. Estaba cansada y asustada y, si hablaba con ellos, era porque no veía el modo de evitarlo.
La fábrica de cerillas bullía de actividad, con el rumor de la maquinaria como telón de fondo y un penetrante olor a serrín, aceite y fósforo preñando el aire. Todo el mundo estaba pálido. Evan vio a varias mujeres con costras supurantes y la piel comida por la necrosis ósea conocida como «mordisco del fósforo», a la que tan propensos eran los obreros de las fábricas de cerillas. Le devolvían la mirada sin apenas mostrar curiosidad.
– ¿Qué fue lo que vio? -preguntó Evan con tono amable-. Cuénteme exactamente lo que ocurrió.
La mujer respiró hondo pero no dijo nada.
– A nadie le importa de dónde venía -interpuso Shotts para alentarla- ni adónde iba.
Evan forzó una sonrisa.
– Entré en el callejón -comenzó vacilante-. Aún era casi de noche. Estaba muy cerca de él cuando lo vi. Primero me dije que sería un borracho durmiendo la mona. Pasa mucho por aquí.
– No lo dudo. -Evan asintió con la cabeza, consciente de ser el centro de todas las miradas y de la torva expresión del encargado a unos doce metros de ellos-. ¿Cómo advirtió que estaba muerto?
– ¡La sangre! -espetó con desprecio y la voz ronca-. Toda aquella sangre. Llevaba una linterna y vi sus ojos, que me miraban. Entonces grité. No pude evitarlo.
– Es natural. Cualquiera habría hecho lo mismo. ¿Qué pasó luego?
– No sé. El corazón se me iba a salir por la boca y me mareé. Creo que me quedé allí plantada sin parar de gritar.
– ¿Quién la oyó?
– ¿Qué?
– ¿Quién la oyó? -repitió-. Alguien tuvo que acudir.
La mujer titubeó, presa del miedo otra vez. No osaba implicar a un tercero. Evan podía leerlo en sus ojos. Monk habría sabido qué hacer para que hablara. Tenía la habilidad de detectar de inmediato el punto flaco de las personas y sabía utilizarlo de la manera adecuada. Nunca perdía de vista el objetivo principal, cosa que a Evan le ocurría con demasiada frecuencia. No se dejaba distraer por un deje de piedad irrelevante, poniéndose en lugar del interrogado, lo cual siempre era falso. No sabía lo que sentían. A su juicio, Evan era un sentimental. Al pensar esto, Evan casi pudo escuchar la voz de Monk en su cabeza. Era cierto. Y además, la gente no quería compasión. Le habrían odiado en caso de compadecerse. Era la máxima indignidad.
– ¿Quién acudió? -preguntó con más aspereza-. ¿Prefiere que vaya puerta por puerta, sacando a la gente de su casa para preguntárselo? ¿Le gustaría que la arrestara por mentir a la policía? ¿Quiere llamar la atención? Cuesta poco criar fama. -Se refería a que la gente pensaría que era una confidente de la policía, y ella lo sabía.
– Jimmy Elders -dijo al cabo, mirándole con antipatía-. Y su mujer. Vinieron los dos. Viven hacia la mitad del callejón, donde la puerta de madera con un candado. Pero él sabe tan poco como yo de lo que pasó. Luego el viejo Briggs. Él fue a por el guindilla.
– Gracias. -Sabía que preguntarlo era una pérdida de tiempo, pero debía cumplir todas las formalidades-. ¿Había visto antes a alguno de los dos hombres, cuando estaban vivos?
– No. -Contestó sin pensarlo siquiera. Era lo que él esperaba. Miró a su alrededor y vio que el encargado se había aproximado un poco. Era un hombre corpulento, de pelo negro y rostro adusto. Evan esperó que no fueran a descontarle del salario el tiempo que él le había robado, aunque pensó que probablemente lo harían. Decidió no perjudicarla más.
– Gracias. Adiós.
Sin mediar palabra, la mujer volvió al trabajo.
Evan y Shotts regresaron al callejón y hablaron con Jimmy Elders y su esposa por derecho consuetudinario, aunque éstos no hicieron más que corroborar lo que ya les había dicho Daisy Mott. Elders aseguró no haber conocido a ninguno de los dos hombres en vida ni saber qué podían estar haciendo allí. Su expresión lasciva daba a entender lo más evidente, aunque se abstuvo de expresarlo con palabras. Con Briggs les pasó tres cuartos de lo mismo.
Dedicaron todo el día a rondar por el callejón, que al parecer llevaba por nombre Water Lane, subiendo y bajando estrechas escaleras medio podridas, visitando habitaciones donde a veces vivía una familia entera y otras veces ejercían su profesión jóvenes prostitutas paliduchas cuando el frío y la humedad les impedía hacerlo en la calle. Bajaron a sótanos donde mujeres de todas las edades cosían sentadas a la luz de las velas mientras los niños de dos y tres años jugaban en la paja y hacían muñecas con los retales sobrantes. Los niños más mayores descosían prendas viejas cuyas telas aprovechaban sus madres para confeccionar prendas nuevas.
Nadie admitió haber visto u oído nada fuera de lo común. Nadie sabía nada sobre la presencia de dos desconocidos en el barrio. Siempre había gente yendo y viniendo. Había casas de empeños, peristas de bienes robados, falsificadores de documentos de poca monta, albergues para pobres, destilerías de ginebra y cuartos bien escondidos donde los hombres perseguidos por la justicia hallaban un refugio temporal. Los dos hombres agredidos podían haber tenido tratos con cualquier rufián del barrio, o con ninguno. Tal vez lo único que hacían era entretenerse contemplando un estilo de vida muy distinto del suyo, e inconmensurablemente inferior. Quizás habían actuado como predicadores mal aconsejados, llegados allí para salvar de sí mismos a los pecadores, siendo atacados por su presunción y entrometimiento.
Si alguien sabía algo, sin duda temía más a los autores del crimen, o a sus compinches, que a la policía, por lo menos a la representada por Evans y P. C. Shotts.
A las cuatro de la tarde, dado que ya oscurecía y el frío apretaba, Shotts anunció que haría algunas averiguaciones en la taberna, donde contaba con algunos conocidos, y Evan se dirigió al hospital para ver qué le explicaba el doctor Riley. Se le hacía muy cuesta arriba esa labor, pues no deseaba tener que volver a pensar en el muchacho que había sobrevivido al ataque en tan espantoso lugar. El mero recuerdo conllevaba una sensación de frío y mareo. Estaba demasiado cansado para hacer de tripas corazón y sobreponerse.
Se despidió de Shotts y anduvo a paso ligero en dirección a Regent Street, donde sabía que encontraría un coche de caballos.
Al llegar al hospital de St Thomas fue directamente al depósito de cadáveres. Echaría un vistazo a los cuerpos, deduciría cuanto pudiera por su cuenta y luego pediría a Riley que le explicara lo que le quedase por saber. Detestaba los depósitos de cadáveres, aunque a todos sus conocidos les pasaba lo mismo. Después de visitarlo se tenía la impresión de que la ropa iba a oler ya siempre a vinagre y lejía, como si aquella humedad impregnada nunca fuese a desaparecer.
– Muy bien, señor -dijo el encargado una vez se hubo identificado-. El doctor Riley me dijo que se pasaría en algún momento, probablemente hoy. Sólo tengo un cuerpo para usted. El otro aún no ha muerto. Dice el doctor que igual resiste. Nunca se sabe. Pobre diablo. En fin, supongo que querrá ver el que tengo aquí. -No fue una pregunta. Llevaba suficiente tiempo allí como para saber la respuesta. Los policías jóvenes como Evan no iban allí para otra cosa.
– Gracias -aceptó Evan, invadido por una súbita sensación de alivio al constatar que el muchacho seguía vivo. Ahora era consciente de cuánto lo había deseado. Al mismo tiempo, sin embargo, aquello significaba que el joven volvería en sí para enfrentarse a un dolor tremendo y a una lenta y prolongada lucha hasta su recuperación, cosa que horrorizaba a Evan, tanto como el verse forzado a participar en todo ello.
Siguió al encargado entre las filas de mesas cubiertas con sábanas, unas con la desolada silueta de un cadáver debajo, otras vacías. Sus pasos sobre el suelo de piedra rompían el silencio. La luz, reflejada en las paredes desnudas, era intensa y desapacible. Parecía como si sólo los muertos habitaran aquel lugar. Ellos eran intrusos.
El encargado se detuvo junto a una de las mesas y retiró la sábana lentamente, descubriendo el cuerpo de un hombre regordete de estatura y edad medianas. Riley apenas lo había lavado, quizá para que Evan sacara sus propias conclusiones. Pero al estar desprovisto de ropa se hacía visible el terrible alcance de sus heridas. Presentaba el torso entero cubierto de contusiones, negro y púrpura apagado donde éstas habían sangrado internamente mientras aún estaba con vida. Algunas le habían desgarrado la piel. A juzgar por su forma desigual, era obvio que tenía varias costillas rotas.
– Pobre diablo -repitió el encargado entre dientes-. Luchó como un jabato antes de que acabaran con él.
Evan bajó la vista hasta la mano que estaba más cerca. Tenía los nudillos en carne viva y al menos dos dedos dislocados. Sólo le quedaba una uña intacta.
– La otra mano está igual -indicó el encargado.
Evan la alcanzó y la tomó con cuidado. El encargado estaba en lo cierto. Era la mano derecha y, en todo caso, estaba aún peor.
– ¿Quiere que le enseñe la ropa? -preguntó el encargado al cabo de unos segundos.
– Sí, por favor.
Quizá sus prendas de vestir le dijeran algo, posiblemente algo que de momento no podía adivinar. Lo que más le interesaba era el nombre del sujeto. Seguramente tenía familia, tal vez una esposa que estaría preguntándose en esos momentos qué le habría ocurrido. ¿Acaso sus parientes tendrían una idea de dónde había ido o por qué? Probablemente no. Evan debería afrontar el lamentable deber de informar no sólo de su muerte y de la espantosa manera en que le había llegado, sino también del lugar de los hechos.
– Aquí la tiene, señor. -El encargado se volvió y caminó hasta el mostrador que había en un extremo de la sala-. Lo he guardado todo aunque, por otra parte, está tal como se la quitamos. Buena calidad, sin duda. Pero eso ya lo verá usted mismo.
Le mostró la ropa interior, los calcetines y una camisa que había sido blanca, toda manchada de sangre, lodo y aguas residuales del arroyo del callejón. El olor, incluso allí, podía apreciarse. La chaqueta y los pantalones estaban aún peor.
Evan los desdobló y los extendió sobre el mostrador. Los examinó minuciosamente, tomándose su tiempo. Exploró bolsillos, dobladillos, costuras, puños. La tela era de lana, no de la mejor, aunque a él ya le habría gustado vestirla. Era cálida, con una trama más bien suelta, de un indescriptible color marrón, justo lo que cualquier caballero habría elegido para efectuar una expedición a un barrio impropio de la ciudad, aunque quizá no tan peligroso como St Giles. Sin duda se ponía ropa mejor para atender a sus asuntos habituales. El lino de la camisa indicaba que tanto su gusto como su bolsillo le permitían disfrutar del lujo.
Todo aquello le dijo que el hombre era exactamente como se lo había imaginado: residente en cualquier otro barrio, buscando placer o llevando a cabo algún negocio ilícito en una de las zonas más degradadas de Londres.
El traje se había rasgado por las rodillas, presumiblemente cuando cayó al suelo durante la pelea. Una de las rodillas estaba desgarrada por completo, con los hilos rotos; la otra sólo un poco deformada, con algunas fibras abiertas. También había una gran rozadura en el trasero, que aún estaba húmedo y tremendamente sucio. La chaqueta estaba peor. Los dos codos desgarrados, uno del todo inexistente. Tenía un siete en un costado y un bolsillo arrancado de cuajo. Sin embargo, ni siquiera la más concienzuda inspección, centímetro a centímetro, reveló daño alguno hecho por un cuchillo o una bala. Había una cantidad de sangre considerable, mucha más de la que cabía esperar dada la naturaleza de las heridas del hombre muerto. De todos modos, parecía proceder de un tercero, pues era más oscura y húmeda en la parte externa de la prenda y apenas había calado al interior. Al menos uno de sus asaltantes había resultado bastante malherido.
– ¿Sabe lo que ocurrió? -preguntó el encargado.
– No -repuso Evan con pesadumbre-. De momento, no tengo ni idea.
El encargado adoptó un tono algo arisco.
– Lo encontraron en St Giles, ¿no es cierto? Pues entonces me da que nunca lo averiguará. Nadie de allí habla de sus cosas. Pobre diablo. No es el primero que me mandan desde ese sitio. Tuvo que jugársela bien jugada a alguien para que le dieran semejante paliza. No hace falta hacer esto para robar a nadie. Igual era jugador.
– Igual. -En la chaqueta había una etiqueta con el nombre del sastre. Tomó nota de él y de su dirección. Quizá resultara suficiente para identificarlo-. ¿Dónde está el doctor Riley?
– Arriba, en los pabellones, supongo, a no ser que hayan vuelto a llamarlo. Ustedes los guindillas le hacen trabajar de lo lindo.
– No lo hacemos por gusto, se lo puedo asegurar -dijo Evan con cansancio-. Sin duda, preferiría no tener que molestarle.
El encargado suspiró y se atusó el pelo. No dijo más nada.
Evan subió escaleras y recorrió pasillos preguntando por el doctor Riley hasta que lo encontró saliendo de un quirófano, sin chaqueta, la camisa arremangada, los brazos salpicados de sangre.
– Acabo de extraer una bala -explicó entusiasmado-. Un accidente estúpido. Qué maravilla este nuevo anestésico. No había nada comparable en mi juventud. Es lo mejor que ha dado la medicina desde… ¡Yo qué sé! Quizá sea lo mejor, simple y llanamente. Supongo que está aquí por el cadáver de St Giles.
Metió las manos en los bolsillos. Se le notaba cansado. Tenía el rostro cruzado por finas arrugas, una mancha de sangre encima de una ceja y otra en la mejilla por habérsela frotado con la mano sin darse cuenta.
Evan asintió.
Un estudiante de medicina pasó a su lado silbando entre dientes hasta que reconoció a Riley, momento en que se detuvo y le saludó con respeto.
– Muerto a golpes -dijo Riley, frunciendo los labios-. Ninguna herida de arma… Salvo si considera que los puños y las botas lo son. Ni cuchillo, ni pistola, ni porra hasta donde alcanza mi capacidad de juicio. Nada en la cabeza aparte de la conmoción cerebral que supuso el golpe al caer sobre los adoquines. Eso no lo mató, probablemente ni siquiera perdió el conocimiento. Seguramente sólo quedó aturdido y un poco mareado. Murió debido a la hemorragia interna. Órganos reventados. Lo siento.
– ¿Es posible que se lo hiciera un solo hombre?
Riley meditó un buen rato antes de contestar, de pie en medio del pasillo, sin advertir que impedía el paso a los demás.
– Es difícil asegurarlo. No quisiera comprometerme. Basándome sólo en su cuerpo, sin tomar en consideración las circunstancias, supongo que fue obra de más de un asaltante. Si hubiera sido un solo hombre, tendría que estar loco de atar para hacerle esto a un semejante. Tendría que haberse puesto como una fiera.
– ¿Y si tomamos en consideración las circunstancias? -presionó Evan, haciéndose a un lado para que pasara una enfermera con un fardo de ropa sucia.
– Bien, el chico sigue con vida y, si resiste hasta mañana, es posible que se recupere -contestó Riley-. Es demasiado pronto para decirlo, pero para desafiarlos a ambos y hacerles tanto daño, diría que fueron dos asaltantes, fornidos y acostumbrados a la violencia, puede que incluso tres. O, una vez más, estaríamos hablando de dos locos de remate.
– ¿Es posible que pelearan entre ellos?
Riley se mostró sorprendido.
– ¿Y acabar medio muertos en el suelo? No es muy plausible.
– Pero ¿podría ser? -insistió Evan.
Riley negó con la cabeza.
– No crea que le será tan fácil dar con la respuesta, sargento. El más joven es más alto. El mayor estaba un poco fondón pero no le faltaba músculo, era bastante fuerte. Habría podido encajar muchos golpes, puesto que luchaba por su vida. Y no había un arma que diera ventaja a nadie.
– ¿Sabría decirme si las heridas se las hizo atacando o defendiéndose?
– La mayoría al defenderse, hasta donde yo puedo suponer, pero sólo es una deducción debido a su ubicación, en los antebrazos, como si los hubiese levantado para protegerse la cabeza. Puede que el ataque lo iniciara él. Sin duda atizó unos cuantos golpes, a juzgar por el estado de sus nudillos. Alguien lleva la marca de sus puños, tanto si se trata de una parte visible como si no.
– Había sangre en la parte externa de su ropa -dijo Evan-. Sangre de otra persona.
Observó atentamente el rostro de Riley.
Éste se encogió de hombros.
– Podría ser del muchacho o bien de un tercero. No tengo forma de saberlo.
– ¿En qué estado se encuentra el muchacho? ¿Qué heridas presenta?
Riley se mostró afligido, le abrumaba lo que sabía y con gusto lo habría olvidado.
– Está muy mal -dijo casi en voz baja-. Sigue inconsciente, aunque no cabe duda de que está vivo. Si no empeora esta noche va a necesitar muchos cuidados, varias semanas, quizá meses. Está muy malherido, pero es difícil concretar más. No puedo ver dentro de un cuerpo si no corto y abro. La sensación que tengo es que los órganos principales están terriblemente maltratados, pero no reventados. Si lo estuvieran, a estas alturas ya habría muerto. Por los sitios en los que recibió los golpes, tuvo más suerte que el otro hombre. Tiene las dos manos rotas, aunque eso apenas importa, comparado con lo demás.
– No habría nada en su ropa que lo identificara, supongo -preguntó Evan sin ninguna esperanza real.
– Sí -contestó Riley, abriendo los ojos algo más animado-. Según parece llevaba un recibo de calcetines a nombre de «R. Duff». Tiene que ser él. No me imagino a nadie llevando consigo el recibo de los calcetines de otro hombre. Y acude al mismo sastre que el hombre fallecido. Existe una ligera semejanza física en la forma de la cabeza, el corte de cara y, sobre todo, en las orejas. ¿Suele usted fijarse en las orejas de las personas, sargento Evan? No todo el mundo lo hace. Las orejas son muy distintivas. Creo que acabará descubriendo que estos dos hombres son parientes.
– ¿Duff? -A Evan le costaba creer en su buena suerte-. ¿R. Duff?
– Así es. No sé a qué corresponde la «R», pero quizá mañana sea capaz de decírnoslo él mismo.
De todos modos, puede probar suerte en casa del sastre. Un buen profesional suele reconocer su trabajo.
– Sí, sí, claro. Me llevaré una prenda para enseñársela. ¿Puedo ver las ropas del chico?
– Están junto a su cama, en el siguiente pabellón. Le acompañaré.
Se volvió y encabezó la marcha a lo largo del amplio pasillo vacío hasta un pabellón de camas alineadas, cubiertas por mantas grises, con pacientes tendidos o recostados. En el otro extremo, una estufa panzuda daba bastante calor y, pese a que no avanzaban despacio, una enfermera los adelantó tambaleándose, acarreando un cubo lleno de carbón para mantenerla bien alimentada.
Evan se acordó de repente de Hester Latterly, la muchacha a la que había conocido poco después de su primer encuentro con Monk. Había estado en Crimea como enfermera junto a Florence Nightingale. No podía imaginarse el coraje que había necesitado para hacer aquello, para enfrentarse a enfermedades terribles, a la carnicería del campo de batalla, al dolor y la muerte constantes y además encontrar en su fuero interno los recursos precisos para sobreponerse, para ayudar y brindar consuelo a quienes, de entrada, se sabía impotente para aliviar, por no hablar ya de salvarlos.
¡No era de extrañar que aún la consumiera la rabia por lo que ella consideraba incompetencia en la administración sanitaria! ¡Cuánto habían discutido ella y Monk! Sonrió al recordarlo. Monk aborrecía su afilada lengua al mismo tiempo que la admiraba. Y ella despreciaba la dureza que creía ver en él, la arrogancia y la indiferencia ante el prójimo. Y sin embargo, cuando tuvo que hacer frente a la peor crisis de su vida, fue ella quien se mantuvo a su lado, quien se negó a permitir que se diera por vencido, quien luchó por él cuando todo indicaba que no lograría vencer y, peor aún, que no merecía hacerlo.
Cómo se había rebelado contra tanto enrollar vendajes, barrer suelos y acarrear carbón, sabiendo que era capaz de mucho más, como bien había demostrado luego en las tiendas de los hospitales de campaña, ayudando a cirujanos que hacían más de lo que podían. Había querido reformar tantas cosas que su propio afán le cercó el camino.
Ahora estaban al fondo del pabellón y Riley se detuvo junto a una cama donde yacía un joven, pálido e inmóvil. Un cristal empañado con su aliento era lo único que indicaba que se encontraba vivo. A simple vista no lo parecía.
Evan lo reconoció del callejón. Los rasgos eran los que había visto, la curva del párpado, el pelo casi negro, la nariz más bien larga, la boca delicada. Las magulladuras no ocultaban todos esos trazos, además le habían lavado las manchas de sangre. Evan supo que deseaba que sobreviviera; su cuerpo entero estaba en tensión, como si la fuerza de sus sentimientos pudiera contribuir a su curación, y, sin embargo, al mismo tiempo le aterraba el dolor que le esperaba cuando despertara, con el cuerpo destrozado, y recobrara la memoria.
¿Quién era R. Duff? ¿Estaba emparentado con el hombre mayor? ¿Qué había ocurrido en el callejón? ¿Por qué estaban allí? ¿Qué era lo que les había llevado a semejante lugar en una noche de enero?
– Deme los pantalones -susurró Evan, invadido de nuevo por el horror y la repulsa-. Se los llevaré al sastre.
– Más vale que se lleve el abrigo -contestó Riley-. Tiene la etiqueta y mucha menos sangre.
– ¿Menos sangre? ¡El abrigo del otro hombre estaba empapado!
– Ya lo sé. -Riley se encogió de hombros-. En su caso son los pantalones. Quizá terminaron todos en una especie de melé. Sea como fuere, si quiere que ese sastre le sirva de algo, llévese la chaqueta. No es preciso que lo asuste más de lo necesario.
Evan cogió la chaqueta tras examinar ambas prendas. Igual que las del hombre muerto, presentaban varios desgarrones, estaban asquerosas debido al barro y a las aguas residuales del callejón, con manchas de sangre en las mangas, en los faldones del abrigo, y con los pantalones empapados.
Evan salió del hospital horrorizado, con la mente, el alma y el cuerpo exhaustos, y con tanto frío que no conseguía dejar de temblar. Tomó un coche de caballos para ir a su casa. No iba a subirse a un ómnibus con aquella espantosa chaqueta y no albergaba el menor deseo de sentarse con otra gente, personas decentes, al final de un día de trabajo, que no tenían la más remota idea de lo que él había visto y sentido, ni nada sabían sobre el muchacho que yacía invisible en St Thomas y que tanto podía volver a despertar como no.
Llegó a la sastrería a las nueve en punto. Habló personalmente con el señor Jiggs de Jiggs & Muldrew, un hombre voluminoso que requería de todo su arte para disimular su inmensa barriga y unas piernas más bien cortas.
– ¿En qué puedo servirle, señor? -dijo con cierto tono de desaprobación al ver el paquete que Evan llevaba bajo el brazo. Le disgustaban los caballeros que doblaban la ropa de cualquier manera. No era forma de tratar una pieza de la más refinada artesanía.
Evan no estaba de humor ni tenía tiempo para preocuparse por la susceptibilidad de nadie.
– ¿Tiene un cliente que se llama R. Duff, señor Jiggs? -preguntó a bocajarro.
– Mi relación de clientes es un asunto confidencial, señor…
– Se trata de un caso de asesinato -le espetó Evan, más al estilo de Monk que con los buenos modales que le eran propios-. El dueño de este traje está a las puertas de la muerte en St Thomas. Otro hombre, que también llevaba puesto un traje con su etiqueta, está en el depósito de cadáveres. No sé quiénes son… Exceptuando esto… -Hizo caso omiso de la palidez de su semblante y de los ojos como platos de Jiggs-. Si usted puede decírmelo, le exijo que lo haga.
Dejó caer la chaqueta sobre la mesa del sastre.
Jiggs dio un paso atrás como si hubiese visto algo vivo y peligroso.
– Haga el favor de echarle un vistazo -ordenó Evan.
– ¡Oh, Dios mío! -El señor Jiggs se llevó una mano a la frente-. ¿Qué ha ocurrido?
– Todavía no lo sé -contestó Evan, un tanto más amable-. ¿Tendría la bondad de mirar esta chaqueta y decirme si sabe para quién la confeccionó usted?
– Sí. Sí, por supuesto. Conozco a todos los caballeros con los que trato, señor. -El señor Jiggs desdobló cautelosamente la prenda, sólo lo justo para ver la etiqueta de su firma. La miró fijamente, tocó el tejido con el dedo índice y luego levantó la vista hacia Evan-. Hice este traje para el joven señor Rhys Duff, de Ebury Street, señor. -Se le veía muy pálido-. Lamento mucho comprobar que le ha sobrevenido una desgracia. Me apena sinceramente, señor.
Evan se mordió el labio.
– No lo dudo. ¿Hizo también un traje de lana marrón para otro caballero, posiblemente pariente suyo? Le hablo de un hombre de cincuenta y tantos años, de mediana estatura y constitución más bien robusta. Tenía el pelo cano, bastante más rubio que el de Rhys Duff, diría yo.
– Sí, señor. -Jiggs suspiró temblorosamente-. Hice varios trajes para Don Leighton Duff, padre del señor Rhys Duff. Mucho me temo que es la persona que me acaba de describir. ¿También está herido?
– Siento decirle que ha muerto, señor Jiggs. Deme el número de su domicilio en Ebury Street, por favor. Tengo el triste deber de informar a la familia.
– Oh, vaya, por supuesto. Esto sí que es terrible. Ojalá supiera cómo ayudarle. -Dio un paso atrás al decirlo, pero por su mirada parecía realmente afligido y Evan estaba dispuesto a creerlo, al menos en parte.
– ¿El número de Ebury Street? -repitió-. Sí… Sí. Creo que es el treinta y cuatro, si la memoria no me falla, pero deje que lo compruebe en los libros. Sí, claro, ahora mismo se lo doy.
A pesar de todo, Evan no fue directamente a Ebury Street, sino que antes pasó de nuevo por St Thomas. En cierto sentido, resultaría más grato para la familia saber que, al menos, Rhys Duff seguía con vida, tal vez incluso que estaba consciente. Y si estaba en condiciones de hablar, quizá le contaría lo ocurrido y Evan tendría que hacer menos preguntas.
Además, una parte de su ser todavía no estaba preparada para ir a decirle a una mujer que su marido había muerto y que su hijo tal vez no sobreviviría, pues nadie sabía aún con exactitud el alcance de sus heridas, su dolor o su posible discapacidad.
Encontró a Riley de inmediato, con el aspecto de haber pasado toda la noche allí. Desde luego, parecía ir vestido con las mismas ropas, porque presentaban las mismas arrugas y manchas de la víspera.
– Sigue vivo -dijo en cuanto vio a Evan, anticipándose a su pregunta-. Empezó a despertarse hará cosa de una hora. Vayamos a ver si ha vuelto en sí. -Y emprendió la marcha a grandes zancadas, como si él también anhelara saberlo.
En el pabellón había mucho movimiento. Dos médicos jóvenes cambiaban vendajes y examinaban heridas. Una enfermera que no aparentaba más de quince o dieciséis años acarreaba cubos de agua sucia, con los hombros caídos debido al esfuerzo que hacía para no derramarlos. Una mujer vieja a duras penas podía con un cubo de carbón y Evan se ofreció a llevarlo, pero ella rehusó mirando nerviosamente a Riley. Otra enfermera agarró un amasijo de ropa sucia y pasó rozándolos apartando la mirada. Riley parecía no percatarse de nada, toda su atención se centraba en los pacientes.
Evan le siguió hasta el fondo del pabellón, donde vio con un profundo alivio, borrado de inmediato por la angustia, que Rhys Duff yacía inmóvil boca arriba con los ojos abiertos, unos ojos grandes y oscuros que miraban fijamente al techo donde se diría que sólo veían horror.
Riley se detuvo junto a la cama y le miró con cierta preocupación.
– Buenos días, señor Duff -dijo muy despacio-. Se encuentra usted en el hospital de St Thomas. Yo me llamo Riley. ¿Cómo se encuentra?
Rhys Duff volvió ligeramente la cabeza hasta que sus ojos encontraron a Riley.
– ¿Cómo se encuentra, señor Duff? -repitió Riley.
Rhys abrió la boca y movió los labios, pero no emitió sonido alguno.
– ¿Le duele la garganta? -preguntó Riley frunciendo el ceño. Saltaba a la vista que no se lo esperaba.
Rhys le miró fijamente.
– ¿Le duele la garganta? -preguntó Riley de nuevo-. Asienta con la cabeza si es que sí.
Rhys movió la cabeza muy despacio. También parecía ligeramente sorprendido.
Riley puso la mano en la fina muñeca de Rhys, por encima del vendaje que le cubría la mano rota. La otra, igualmente herida, descansaba sobre la colcha.
– ¿Puede hablar, señor Duff? -preguntó Riley en voz baja.
Rhys volvió a abrir la boca sin llegar a decir nada.
Riley aguardó.
La mirada de Rhys reflejaba un terrible recuerdo, el miedo y el dolor lo tenían paralizado. En un abrir y cerrar de ojos movió la cabeza de lado a lado en señal de negación. No podía hablar.
Riley se volvió hacia Evan.
– Lo siento, de momento no sacará nada de él. Puede que mañana esté en condiciones de responder «sí» y «no», o puede que no. Por ahora está demasiado trastornado para que usted le moleste lo más mínimo. Desde luego no va a decirle nada ni podrá describirle a nadie. Y pasarán semanas antes de que sea capaz de sostener una pluma, suponiendo que las manos lleguen a curarse como esperamos.
Evan titubeó. Necesitaba desesperadamente saber qué había ocurrido, pero le desgarraba la pena ante aquel chico lesionado de aquel modo insoportable. Deseó tener la fe de su padre para lograr comprender que pudieran llegar a ocurrir cosas como aquella. ¿Por qué no existía alguna clase de justicia que lo impidiera? Él no contaba con una fe ciega que calmara su rabia ni su pesar.
Como tampoco tenía la capacidad de Hester para proporcionar una ayuda eficaz que aliviara la dolorosa desesperación que embargaba al muchacho.
Quizá lo único que podía hacer era empeñarse en desvelar la verdad tal como lo haría Monk.
– ¿Sabe quién le hizo esto, señor Duff? -preguntó Evan, sin hacer caso a Riley.
Rhys cerró los ojos y volvió a negar con la cabeza. Si guardaba algún recuerdo, estaba claro que prefería enterrarlo al resultarle demasiado monstruoso.
– Me parece que debería usted marcharse, sargento -dijo Riley, con los nervios a flor de piel-. No puede decirle nada.
Evan admitió que era cierto y, tras una última mirada al rostro ceniciento del joven que yacía en la cama, se dispuso a cumplir con el deber que más aborrecía.
Ebury Street era una calle tranquila y elegante sumida en el frío de la mañana. Una fina lámina de hielo cubría las aceras haciendo que a las criadas no les apeteciera entretenerse con cotilleos al aire libre. Las dos o tres personas que Evan vio eran pura actividad, abrían las ventanas para sacudir plumeros y fregasuelos y volvían a cerrarlas lo antes posible. Un recadero adolescente llegó correteando hasta una puerta de servicio y tocó la campanilla con los dedos entumecidos.
Evan encontró el número treinta y cuatro, e imitando inconscientemente a Monk se dirigió a la puerta principal. En cualquier caso, noticias como la que él traía no debían pasar primero por las cocinas.
Su llamada fue atendida por una doncella con un impecable uniforme. El lino almidonado y el encaje anunciaban de inmediato un hogar con una posición económica muy superior a la que sugerían las ropas del finado.
– Dígame, señor.
– Buenos días. Soy el sargento de policía Evan. ¿Es éste el domicilio del señor Leighton Duff?
– Sí, señor, pero no se encuentra en casa en este momento -dijo la doncella con cierta inquietud. No era la clase de información que normalmente habría dado a una visita, aun sabiendo que fuese verdad. Miró el rostro de Evan, percibiendo su fatiga y su pesar-. ¿Está todo en orden, señor?
– No, me temo que no. ¿Tiene esposa el señor Duff?
La muchacha se llevó una mano a la boca, con los ojos alarmados, pero no gritó.
– Será mejor que avise a su doncella y quizá al mayordomo. Lamento decir que traigo muy malas noticias.
Incapaz de hablar, la doncella terminó de abrir la puerta invitándolo a entrar.
Un mayordomo de escaso pelo gris se acercó desde el fondo del vestíbulo con el ceño fruncido.
– ¿Quién es el caballero, Janet? -Se volvió hacia Evan-. Buenos días, señor. ¿Puedo servirle en algo? Lo siento pero el señor Duff no se encuentra en casa en este momento y la señora Duff no recibe. -Sin duda no interpretó la expresión de Evan como lo había hecho la doncella.
– Soy de la policía -aclaró Evan-. Traigo noticias terribles para la señora Duff. Lo siento mucho. Quizá sea conveniente que esté usted presente por si necesita asistencia. Y no estaría de más que enviara al mozo en busca de su médico de cabecera.
– Pero ¿qué…? ¿Qué ha sucedido? -Ahora se mostró totalmente horrorizado.
– Me temo que el señor Leighton Duff y el señor Rhys Duff han sido víctimas de un acto violento. El señor Rhys está ingresado en el hospital St Thomas y su estado es muy grave.
El mayordomo tragó saliva.
– Y… ¿Y el señor…? ¿El señor Leighton Duff?
– Lamento decirle que ha muerto.
– Dios mío… Yo… -Se tambaleó un poco, plantado en medio del magnífico vestíbulo con su escalinata en curva, aspidistras en urnas de piedra y un paragüero de latón lleno de bastones con mango de plata.
– Será mejor que se siente un momento, señor Wharmby -dijo Jane, con voz apesadumbrada.
Wharmby se irguió y tomó aire, aunque se le veía muy pálido.
– ¡Ni hablar! ¿Y luego qué? Mi deber, igual que el suyo, es cuidar a la pobre señora Duff haciendo cuanto podamos. Encárguese de que Alfred vaya en busca del doctor Wade. Yo informaré a la señora de que hay alguien que desea verla. Cuando vuelva traiga una licorera con coñac… Sólo por si alguien precisa un reconstituyente.
Sin embargo, no fue necesario. Sylvestra Duff permaneció sentada, sin pestañear, en un gran sillón del salón de día, con la tez blanca de tan pálida como estaba, acentuando así la negrura de sus cabellos y sus marcadas facciones. No era hermosa a primera vista -su cara era demasiado larga, demasiado aguileña, la nariz delicadamente acampanada, los ojos casi negros-, pero poseía una gran distinción que iba en aumento a medida que pasaba uno más tiempo en su compañía. Hablaba en voz baja y comedida. En otras circunstancias, habría resultado adorable. Ahora estaba tan desgarrada por el horror y el pesar que apenas si conseguía articular frases completas.
– Cómo… -comenzó-. ¿Dónde? ¿Dónde dice usted?
– En una calle secundaria de una zona que se conoce como St Giles -contestó Evan amablemente, moderando un poco la cruda verdad. Deseaba con toda su alma que no tuviera que enterarse de todos los detalles.
– ¿St Giles? -Parecía no significar nada para ella. Evan examinó su rostro, los pómulos altos y suaves, la curvatura de la frente. Le pareció ver que se endurecía, aunque bien pudo ser un cambio producido por la luz al volverse hacia él.
– Queda a poca distancia de Regent Street, yendo hacia Aldgate.
– ¿Aldgate? -dijo frunciendo el ceño.
– ¿Dónde le dijo que iba, señora Duff? -preguntó Evan.
– No me lo dijo.
– Quizá pueda contarme lo que recuerde de ayer.
Negó muy lentamente con la cabeza.
– No… No, eso puede esperar. Antes debo reunirme con mi hijo. Debo… Debo estar junto a él. ¿Dice usted que está muy malherido?
– Eso me temo. Pero no podría estar en mejores manos. -Se inclinó un poco hacia ella-. Ahora mismo no puede hacerse nada más por él -dijo muy serio-. Lo que más le conviene es descansar. La mayor parte del tiempo no está del todo consciente. Sin duda el doctor le administrará tisanas y sedantes para aliviarle el dolor y ayudarle a sanar.
– ¿Acaso pretende proteger mis sentimientos, sargento? Le aseguro que no es necesario. Mi deber es estar donde resulte más útil, y además es lo único que me dará algún consuelo. -Lo miró de hito en hito. Tenía unos ojos asombrosos, tan oscuros que casi ocultaban sus emociones, otorgándole una peculiar reserva. Evan pensó que los grandes aristócratas españoles debían tener un aspecto parecido: orgullosos, reservados, celosos de su vulnerabilidad.
– No, señora Duff -contestó Evan-. Lo único que pretendo es que me explique cuanto pueda de lo que ocurrió ayer mientras aún lo tenga fresco en su memoria, antes de que se dedique de pleno a su hijo. Por ahora, lo que él necesita es la ayuda del doctor Riley. Y yo necesito la suya.
– Es usted muy directo, sargento.
No supo si debía tomarlo como una crítica o como una simple observación. Su voz carecía de expresión. Estaba demasiado trastornada por los hechos que acababa de referirle Evan. Se mantenía muy erguida, la espalda tiesa, los hombros rígidos, las manos inmóviles sobre el regazo. Evan imaginó que al tocarlas las encontraría fuertemente apretadas.
– Perdone, pero no es momento de andarse con remilgos. Esto es de suma importancia. ¿Su marido y su hijo salieron juntos de casa?
– No. No… Rhys se marchó antes. No le vi salir.
– ¿Y su marido?
– Sí… sí, a él sí le vi salir, por supuesto.
– ¿Le dijo dónde iba?
– No…, no. Solía ausentarse por las noches… Iba a su club. Es algo muy corriente entre los caballeros. Los negocios, igual que el ocio, dependen de las relaciones sociales. No dijo nada… en particular.
No sabía a ciencia cierta por qué, pero no acababa de convencerle. ¿Cabía la posibilidad de que ella supiera que su marido frecuentaba ciertos lugares dudosos e incluso, quizás, que tenía trato con prostitutas? Eran legión los que aceptaban de manera tácita ese tipo de cosas, aunque se habrían quedado pasmados si alguien osara tener el mal gusto y la falta de tacto de mencionarlo. Todo el mundo conocía las necesidades físicas. Nadie aludía a ellas jamás; era al mismo tiempo poco delicado e innecesario.
– ¿Cómo iba vestido, señora?
Levantó sus arqueadas cejas.
– ¿Vestido? Supongo que como ustedes le encontraron, sargento. ¿A qué viene esto?
– ¿Su marido llevaba reloj, señora Duff?
– ¿Reloj? Sí. Ah, ya entiendo. Le… robaron. Sí, tenía un reloj de oro muy bueno. ¿No lo llevaba puesto?
– No. ¿Tenía la costumbre de llevar mucho dinero encima?
– No lo sé. Puedo preguntárselo a Bridlaw, su ayuda de cámara. Seguramente nos lo sabrá decir. ¿Es importante?
– Podría serlo. -Evan estaba desconcertado-. ¿Recuerda si llevaba puesto el reloj de oro cuando salió? -Se le antojaba raro e incluso perverso ir a un sitio como St Giles, fuera cual fuese la razón, exhibiendo un artículo tan caro como un reloj de oro, tan llamativo además. Era casi una invitación al robo. ¿Tal vez se perdió? ¿Fue arrastrado hasta allí contra su voluntad?-. ¿Le comentó si tenía previsto encontrarse con alguien?
– No. -Contestó con bastante aplomo.
– ¿Y el reloj? -insistió Evan.
– Sí. Me parece que lo llevaba puesto. -Miró a Evan atentamente-. Casi siempre lo llevaba. Le gustaba mucho. Creo que me habría llamado la atención no vérselo puesto. Ahora recuerdo que llevaba un traje marrón. No el mejor, ni mucho menos, de hecho era bastante sencillo. Se lo hizo confeccionar para las ocasiones más informales, fines de semana y cosas así.
– Sin embargo, era miércoles -le recordó Evan.
– En ese caso, tendría planeada una velada informal -respondió de modo terminante-. ¿Por qué lo pregunta, sargento? ¿Qué importancia tiene eso ahora? ¡No le… asesinaron… por lo que llevaba puesto!
– Trataba de deducir adonde tenía intención de ir, señora Duff. St Giles no es precisamente el sitio donde uno espera encontrar a caballeros con los medios y la posición social del señor Duff. Cuando sepa por qué estaba allí, o con quién, estaré mucho más cerca de averiguar lo que le ocurrió.
– Comprendo. Supongo que he sido una tonta al no darme cuenta. -Apartó la vista. La estancia era muy acogedora, de bellas proporciones. No había más ruido que el crepitar de las llamas en la chimenea y el leve tictac del reloj en la repisa. Todo transmitía gracia y serenidad, no podía ser más opuesto al callejón donde había fallecido su dueño. Lo más probable era que su viuda no sólo no conociera St Giles sino que ni alcanzara a imaginárselo.
– ¿Su marido salió poco después que su hijo, señora Duff? -Se inclinó un poco hacia ella al hablar, como para atraer su atención.
Ella se volvió muy despacio.
– Me figuro que también querrá saber cómo iba vestido mi hijo.
– Sí, por favor.
– Pues no lo recuerdo. Llevaba algo muy corriente, gris o azul marino, creo. No… Abrigo negro y pantalón gris.
Era lo que llevaba puesto cuando le encontraron. Evan no dijo nada.
– Dijo que salía a divertirse un rato -prosiguió ella, con la voz quebrada por la emoción-. Estaba… enfadado.
– ¿Con quién? -Trató de reproducir la escena. Probablemente Rhys Duff no contaba más de dieciocho o diecinueve años y aún era inmaduro, rebelde.
Ella levantó un poquito un hombro. Era un gesto de negación, como si aquella pregunta no tuviese respuesta.
– ¿Hubo alguna discusión, señora, una diferencia de opinión con su marido?
Permaneció callada tanto rato que Evan temió que no fuera a responder. Desde luego era un trago amargo y doloroso. Se trataba de la última vez que habían estado juntos. Ahora ya no tendrían ocasión de reconciliarse. El hecho de que no se apresurara a negarlo de inmediato fue respuesta suficiente.
– Fue algo trivial -dijo al fin-. Ahora ya no importa. A mi marido no acababan de gustarle algunas de las compañías predilectas de Rhys. Oh… No era que fueran a hacerle daño, sargento. Me refiero a compañía femenina. Mi marido deseaba que Rhys conociera a jóvenes damas de buena familia. Estaba dispuesto a ofrecerle una posición si decidía casarse; suerte con la que no todos los chicos pueden contar.
– Desde luego que no -convino Evan de manera sentida. Conocía a docenas de muchachos, y también a hombres no tan jóvenes, que habrían contraído matrimonio encantados pero no podían permitírselo. Mantener una residencia adecuada para una esposa costaba más de tres o cuatro veces la cantidad precisa para llevar vida de soltero. Y a eso había que sumar los gastos casi inevitables de los hijos. Rhys Duff era un hombre inusualmente afortunado. ¿Por qué no se mostraba más agradecido?
Como respondiendo a sus pensamientos, la señora Duff le habló en voz baja.
– Quizás era… demasiado joven. Lo habría hecho de buena gana si… si no hubiese sido la voluntad de su padre. Los jóvenes son a veces tan… tan testarudos… incluso contra su propio interés.
Daba la impresión de dominar a duras penas la aflicción que anidaba en sus entrañas. Evan detestaba tener que imponerle más preguntas, pero también sabía que aquél era el mejor momento para que le contara la verdad sin tapujos. Al día siguiente se mostraría más cautelosa y le ocultaría cualquier cosa que pudiera desvelar intimidades o perjudicar a los suyos.
Evan se esforzaba por decir algo que le sirviera de consuelo, pero no encontraba nada adecuado. Recordaba con suma claridad el rostro pálido y magullado del muchacho, primero tendido en el callejón, abatido y ensangrentado, y luego en St Thomas, guardando en la mirada un horror literalmente indecible. Volvió a ver su boca abierta, esforzándose, sin conseguir pronunciar siquiera una palabra. ¿Qué podía decir nadie para consolar a su madre?
Tomó la resolución de que por más tiempo que le llevara, por más duro que fuese, averiguaría lo que había ocurrido en aquel callejón y haría pagar al responsable.
Reanudó el interrogatorio.
– ¿No dijo nada sobre dónde tenía intención de ir? ¿Solía frecuentar algún sitio?
– Se marchó un tanto… acalorado -contestó la señora Duff. Parecía haber recobrado el dominio de sí misma-. Creo que su padre estaba más o menos al corriente de los sitios que frecuentaba. Quizá sea una de esas cosas de hombres. Hay… sitios. Aunque es sólo una impresión. No puedo ayudarle, sargento.
– En cualquier caso, ambos salieron de la casa de bastante mal humor.
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo pasó desde que salió su hijo hasta que lo hizo su marido?
– No estoy segura, porque Rhys salió del salón y no fue hasta una media hora después cuando nos percatamos de que también había salido de casa. Entonces mi marido salió de inmediato.
– Comprendo.
– ¿Los encontraron juntos? -La voz se le volvió a quebrar y tuvo que hacer un visible esfuerzo para dominarse.
– Sí. Se diría que su marido alcanzó a su hijo y que poco después los asaltaron.
– ¿Cree que se habían perdido? -Le miró con inquietud.
– Es bastante posible -convino Evan, esperando que fuese cierto. De todas las explicaciones posibles, sería la más amable, la que a ella menos le costaría aceptar-. No es difícil perderse en semejante laberinto de callejones y pasajes. Basta con andar unos pocos metros en la dirección equivocada… -dejó la frase sin terminar. Deseaba creerlo casi tanto como ella, pues conocía demasiado bien las alternativas.
Llamaron a la puerta, algo nada habitual en un sirviente. Lo normal era que el mayordomo entrase sin más y aguardara el momento oportuno para servir lo que le hubiesen pedido o entregar un mensaje.
– Adelante -dijo Sylvestra, no sin cierta sorpresa.
El hombre que entró era delgado y moreno, de rostro atractivo, mirada intensa, y una nariz tal vez excesivamente pequeña. Su expresión era de profunda preocupación y tristeza. Hizo caso omiso de Evan y se dirigió de inmediato junto a Sylvestra, con unos modales que mostraban una mezcla de profesionalidad y familiaridad. Casi con toda probabilidad se tratase del médico que Wharmby había mandado llamar.
– Querida mía, no hallo palabras para expresar mi pena. Naturalmente, cualquier cosa que esté en mi mano hacer, no tienes más que decirla. Me quedaré contigo todo el tiempo que desees. Por descontado voy a recetarte algo que te ayude a dormir, y que te serene y conforte durante estos espantosos primeros días. Englantyne me ha dicho que si quieres irte de aquí e instalarte con nosotros, nos encargaremos de proporcionarte toda la paz e intimidad que precises. Nuestra casa será la tuya.
– Gracias… Sois muy amables… Yo… -Sufrió un estremecimiento-. Ni siquiera sé lo que quiero, todavía… Lo que tengo que hacer. -Se puso en pie, se tambaleó un instante y buscó el brazo que él le ofreció al instante-. Lo primero es ir a St Thomas y ver a Rhys.
– ¿Te parece prudente? -advirtió el doctor-. Acabas de sufrir una tremenda conmoción, querida. Permíteme ir en tu lugar. Yo al menos podré comprobar que recibe los mejores cuidados y atenciones profesionales. Me encargaré de que lo traigan a casa en cuanto sea viable desde el punto de vista médico. Mientras tanto, me ocuparé de él personalmente, te lo prometo.
Sylvestra titubeó, debatiéndose entre el amor y el sentido común.
– ¡Deja que por lo menos lo vea! -suplicó-. Llévame. Prometo no ser una carga. ¡Aún puedo dominarme!
El médico sólo dudó un instante.
– Por supuesto. Toma un poco de coñac para cobrar ánimo y te acompañaré. -Volvió la vista a Evan-. Estoy seguro de que ya ha terminado aquí, sargento. Cualquier cosa que precise saber podrá esperar a un momento más oportuno.
Fue poco menos que echarlo, cosa que Evan aceptó casi con cierto alivio. En ese momento, poco más sacaría en claro. Tal vez más adelante hablaría con el ayuda de cámara y otros sirvientes. El cochero quizá supiera dónde acostumbraba a ir su señor. Mientras tanto conocía a algunas personas en St Giles, confidentes, hombres y mujeres a quienes presionar un poco, preguntando con criterio, y con suerte sonsacarles un montón de información.
– Por supuesto -concedió, poniéndose en pie-. Procuraré molestarla lo menos posible, señora.
Se marchó mientras el doctor cogía la licorera que le alcanzó el mayordomo y servía una copa.
Una vez en la calle, donde empezaba a nevar, se levantó el cuello del abrigo y caminó a buen paso. Se preguntó qué habría hecho Monk. ¿Se le habrían ocurrido preguntas agudas y mordaces cuyas respuestas habrían revelado un nuevo hilo de verdad a seguir y desenmarañar? ¿Le habrían abrumado menos que a Evan la piedad y el horror? ¿Acaso sus emociones le habían impedido percatarse de algo evidente?
Seguramente lo más obvio fuese que padre e hijo habían ido de putas a St Giles y habían pecado de imprudentes, quizá pagaron menos de lo requerido, quizá se mostraron despóticos o arrogantes, haciendo ostentación de su dinero y sus relojes de oro, y un rufián, envalentonado por la bebida, les había atacado y luego, cual perro ante el olor de la sangre, había perdido totalmente el control.
Fuera como fuese, ¿qué podía saber la viuda al respecto? Había hecho bien en no hostigarla.
Agachó la cabeza contra el viento del este y apretó el paso.