Capítulo 10

Monk y Evan se marcharon, pero Corriden Wade permaneció en el salón de las visitas, caminando de un lado a otro, incapaz de estarse quieto y mucho menos sentado. Sylvestra estaba inmóvil, con la mirada perdida, como si su voluntad y sus fuerzas se hubiesen extinguido. Hester estaba de pie junto al fuego.

– Lo siento -dijo Wade con sentimiento, mirando a Sylvestra-. ¡Lo siento muchísimo! No tenía idea de que fuera a ocurrir esto… Es una situación espantosa.

Hester no apartaba sus ojos de él. ¿Acaso el doctor Wade había observado desde hacía tiempo el lado oscuro de Rhys y temía un desastre, aunque algo menos grave, menos intenso, menos irreversible que la muerte? Viendo su rostro ahora, con las mejillas hundidas por el cansancio y la falta de sueño, no era difícil creer que había visto materializarse un temor que abrigaba desde hacía mucho pero que le había sido imposible evitar.

Aunque después se le ocurrió otra cosa. ¿Sería Corriden Wade el nexo que faltaba en la cadena de pruebas de Evan? ¿Era él, quizá, quien había tratado de advertir a Leighton Duff sobre las debilidades de su hijo, sobre su propensión al auténtico vicio? ¿Había sido algo que dijo Wade lo que finalmente permitió que Leighton Duff atara los cabos sueltos, constatando la terrible verdad?

Con un estremecimiento de horror se dio cuenta de que en su fuero interno había aceptado que Rhys era culpable. Se había resistido durante mucho tiempo y ahora, en un instante, se había rendido sin siquiera ser consciente de ello.

Wade dejó de caminar y miró a Sylvestra.

– Tienes que descansar, querida. Te daré un preparado que te ayude a dormir. Estoy seguro de que miss Latterly hará compañía a Rhys si es preciso, aunque dudo que lo sea. Vas a necesitar todas tus fuerzas. -Se volvió hacia Hester-. Lamento cargarla con tantas responsabilidades, aunque no dudo que tanto su coraje como su compasión estarán a la altura de las circunstancias.

Era un cumplido muy profundo, hecho con suma seriedad. No era el momento adecuado para agradecerlo, sino para aceptarlo.

– Por supuesto -convino-. Mañana empezaremos a dar los pasos necesarios.

Wade asintió y por fin pareció calmarse un poco. Hester consideró prudente concederle unos minutos a solas con Sylvestra. Su preocupación por ella saltaba a la vista. Ahora, más que nunca, debían disponer de una intimidad que les permitiera aproximarse salvando la tragedia en la que estaban envueltos.

– Iré a ver cómo sigue Rhys -dijo-. Buenas noches. -No esperó respuesta, se dio la vuelta y salió sin más, cerrando la puerta tras de sí.


* * *

Rhys no la llamó en toda la noche. Fuera lo que fuese lo que el doctor Wade le había dado, bastó no sólo para inducirle el sueño sino la inconsciencia. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba despierto cuando oyó que la campanilla caía al suelo.

Se levantó de inmediato. Era pleno día. Se puso el chal en los hombros y abrió la puerta que conectaba las dos habitaciones.

Rhys yacía de cara a ella, con los ojos muy abiertos, aterrado.

Hester entró en el dormitorio y se sentó en la cama.

– Dígamelo otra vez, Rhys -pidió en voz baja-. ¿Mató usted a su padre?

Negó despacio con la cabeza, sin apartar sus ojos de ella.

– ¿Ni siquiera por accidente? -insistió-. ¿Peleó con él, sin saber quién era, en la oscuridad?

Rhys dudó un instante y volvió a negar. Su expresión era de puro horror, con los labios cerrados, la mandíbula apretada, los músculos del cuello agarrotados por la tensión.

– ¿Llegó a verle en el callejón? -inquirió, sin poder apartar las pruebas de su mente-. Si alguien le abordó y le atacó, ¿está seguro de que sabía quién era?

Hizo un ruidito extraño. De haber tenido voz, podría haber sido una carcajada, aunque amarga. Lo que sabía encerraba una espantosa ironía y no se lo podía contar aunque quisiera.

– ¿Había suficiente luz para ver? -preguntó de nuevo.

Él la miraba sin moverse.

Demasiadas preguntas. Pensó desesperadamente cuál sería la correcta.

– ¿Sabe lo que ocurrió esa noche?

Asintió, aún sin apartar sus ojos de los suyos, aunque el horror que anidaba en su interior era tan palpable que Hester notó cómo el frío se iba apoderando de ella, y su angustia tan grande que consumía y destrozaba todo lo demás.

– Rhys… -Le agarró el brazo, asiéndolo con fuerza, notando los músculos y el hueso bajo sus dedos-. Estoy decidida a ayudarle tanto como pueda, pero debo saber cómo. ¿Puede decirme, de una forma u otra, qué ocurrió? Usted estaba allí y lo vio. Si quiere alegar contra la acusación, debe darles alguna otra cosa que puedan creer.

Pasaron varios segundos sin que hiciera otra cosa más que mirarla, luego cerró los ojos y se volvió muy despacio.

– ¡Rhys!

Negó con la cabeza.

Hester no sabía qué pensar. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, aún le resultaba insoportable que alguien más lo supiera. Pese a enfrentarse a un arresto y, con el tiempo, a un juicio del que dependería su vida, no iba a divulgar el secreto.

Ahora bien, ¿acaso era consciente de su situación? ¿Tal vez se imaginaba que no iba a pasar nada porque no lo habían llevado detenido?

– ¡Rhys! -exclamó en tono apremiante-. Debe saber que esto no se ha resuelto. Está bajo arresto domiciliario. Es igual que si estuviera en una celda de Newgate. La única razón por la que está aquí, y no allí, es que está demasiado enfermo para ser trasladado. Pero se celebrará un juicio, y si lo declaran culpable se lo llevarán a Newgate por más enfermo que esté. Les traerá sin cuidado su salud, pues de todos modos le ahorcarán… -No pudo seguir. No podía soportarlo, pese a que el muchacho no se había vuelto ni había abierto los ojos. Tenía el cuerpo rígido, y las pestañas no impedían que las lágrimas le rodaran por las mejillas-. Rhys -prosiguió con dulzura-. Tengo que hacerle comprender que esto es real. ¡Para salvarse, debe decirle a alguien la verdad!

Rhys volvió a negar con la cabeza.

– ¿Lo mató usted? -susurró Hester.

Negó de nuevo, con un movimiento ínfimo pero inequívoco.

– ¡Pero sabe quién lo hizo! -insistió.

Se volvió muy despacio, buscando su mirada. Permaneció quieto unos instantes. Se oyeron los pasos de la doncella en el descansillo.

– ¿Lo sabe?

Cerró los ojos sin contestar.

Hester se levantó, salió de la habitación y bajó la escalera para ir a la sala de las visitas, donde Sylvestra procuraba mantenerse ocupada con tareas sin importancia. Un montón de hilos de bordar estaban hechos una maraña encima de una mesa auxiliar, con un trozo de tela arrugada al lado. Un jarrón contenía flores de invierno procedentes del invernadero, sin que las hubiesen terminado de arreglar, simplemente metidas en agua. En la consola semicircular, un par de cartas de la bandeja estaban abiertas y el resto sin abrir.

Se volvió cuando oyó la puerta.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó sin más preámbulos, para acto seguido morderse el labio como si no estuviera segura de querer oír la respuesta-. La verdad es que no sé qué hacer. Leighton era mi marido. Le debo… Se lo debo todo, no sólo lealtad sino amor, respeto, decencia. -Frunció la boca, haciendo pucheros-. ¿Cómo ha podido pasar algo así? ¿Qué… qué le ha hecho cambiar tanto? Y no me diga que Rhys no ha cambiado… ¡He visto claramente la diferencia y me aterra!

Se volvió hacia otro lado, retorciéndose las manos en el regazo. Una mujer con menos dominio de sí misma habría llorado, o chillado, o habría arrojado algún objeto para aliviar la tensión.

– Antes no era así, miss Latterly. -Se le quebraba la voz, como si le costara trabajo hablar-. A veces era terco, desconsiderado, como la mayoría de los jóvenes, pero no había crueldad en él. No lo comprendo. Anoche pensé que estaba tan cansada que dormiría como un tronco. Quería dormir -recalcó con énfasis-. Sólo quería dejar de sentir y pensar. Pero estuve varias horas despierta. Me devané los sesos tratando de comprender qué le había hecho cambiar, por qué se había vuelto tan diferente, cuándo había empezado a suceder. Y no encontré respuestas. Sigue sin tener sentido para mí. -Se volvió hacia Hester, con expresión sombría y desesperada-. ¿Por qué alguien iba a querer golpear a esas mujeres? ¿Por qué violar a una mujer que al fin y al cabo consiente? ¿Cómo es posible que alguien haga eso? Es cosa de locos…

– Yo tampoco lo comprendo -dijo Hester con franqueza-. Aunque es obvio que no se trata de un apetito, sino más bien del deseo de ejercer cierto poder, una necesidad de hacer daño y humillar… -Se interrumpió. Sylvestra la miraba atónita, como si acabara de revelarle algo nuevo e inconcebible.

– ¿Nunca ha deseado castigar a alguien, más por rabia que por justicia? -preguntó Hester.

– Pues… Supongo que sí -dijo Sylvestra despacio-. Aunque no puede decirse que sea… Sí, supongo que sí. -Miró a Hester con curiosidad-. ¿Está diciendo que viene a ser lo mismo, aunque espantosamente magnificado?

– No lo sé. Sólo intento entenderlo.

El fuego se asentó, soltando un haz de chispas.

– ¿Quiere decir que no es apetito… sino… odio? -preguntó Sylvestra, esforzándose por comprenderla.

– Tal vez.

– Pero ¿por qué Rhys iba a odiar a esas mujeres? ¡Ni siquiera las conoce!

– Quizá no importa quiénes sean. Cualquiera serviría, cuanto más débil, más vulnerable, mejor…

– ¡Basta! -Sylvestra tomó aire con un estremecimiento-. Lo siento. No es culpa suya. Le he preguntado y ahora no quiero oír la respuesta. -Se retorcía las manos. Se había arañado con las uñas sin darse ni cuenta-. Pobre Leighton. Debía llevar siglos sospechando que pasaba algo terrible y, finalmente, quiso comprobarlo. Y cuando lo siguió y lo descubrió… -No pudo terminar. Allí estaban ellas, de pie en aquella silenciosa y majestuosa sala, dos mujeres tratando de imaginar la misma terrible escena en el callejón, padre e hijo frente a frente, ante un horror que les iba a separar para siempre. Y entonces el hijo había atacado, quizá llevado por la rabia, o por la culpa, quizá impelido por un miedo indefinido a ser atrapado por la ley, e imaginando que podría eludir las consecuencias si luchaba por escapar. Y se dieron golpes, puñetazos y patadas mutuamente hasta que Leighton murió y Rhys quedó tan malherido que perdió el conocimiento y se quedó tirado sobre los adoquines, empapado en su propia sangre.

Ahora le resultaba tan terrible que no podía aceptar que él lo hubiese hecho. Había sido otra persona, otro ser, alguien a quien no conocía.

– Tenemos que encontrarle un abogado -dijo Hester en voz alta-. Necesitará una buena defensa cuando se celebre el juicio. ¿Tiene a alguien de confianza?

– ¿Un abogado? -Sylvestra parpadeó-. ¿De verdad lo llevarán a juicio? ¡Está demasiado enfermo para eso! Debe estar loco, ¿no se han dado cuenta? Corriden se lo dirá…

– No está tan loco como para no ser juzgado-dijo Hester con absoluta certeza-. No sabría decirle si una alegación de locura sería su mejor defensa, pero debe encontrar a un abogado. ¿Tiene alguno?

A Sylvestra le costaba concentrarse. Sus ojos miraban sin ver.

– ¿Un abogado? El señor Caulfield siempre ha llevado nuestros asuntos. Aunque yo nunca he hablado con él. Leighton se encargaba de todo, como usted comprenderá.

– ¿Lleva causas legales? -preguntó Hester, casi segura de saber la respuesta-. Necesita a un abogado habilitado para alegar ante un tribunal superior, alguien que pueda representar a Rhys. Habrá que contratarlo a través del señor Caulfield, pero si no tiene usted ninguna preferencia, yo tengo buena relación con Sir Oliver Rathbone. Es uno de los mejores abogados de la ciudad.

– Yo… supongo… -Sylvestra parecía insegura. Hester no sabía si se debía a la conmoción ante el giro que habían tomado los acontecimientos, o si dudaba sobre si contratar a un abogado desconocido, sin saber cuánto le costaría, para defender a Rhys, temiendo como temía que fuese culpable. Quizá era una decisión demasiado importante para tomarla a solas. No estaba acostumbrada a tomar decisiones. Siempre había contado con su marido para resolver esa clase de asuntos. Él se informaba y evaluaba la situación. Su palabra era inapelable. Lo más probable es que ella ni siquiera esperara que le pidiera su opinión.

Dependía de Hester que Rhys tuviera una buena defensa. Casi con toda seguridad, nadie más se ocuparía de ello.

– Hablaré con Sir Oliver y le pediré que venga a verla. -Decidió no plantearlo como una pregunta, de modo que a Sylvestra le resultara más difícil negarse. Le sonrió de un modo alentador-. ¿Le parece oportuno que vaya a primera hora de la mañana?

Sylvestra contuvo el aliento, sin saber qué responder.

– Gracias -aceptó Hester, con ternura, mostrando una seguridad que distaba mucho de sentir.


* * *

Llegó al bufete de Rathbone a las nueve en punto. Aguardó hasta que el primer cliente terminó su visita, y a continuación la condujeron a su despacho, donde el empleado anunció que entretendría como era debido al siguiente cliente informándolo de que Sir Oliver, lamentablemente, debía atender un asunto urgente, cosa que no dejaba de ser verdad.

Hester no le hizo perder tiempo con preámbulos. Era consciente de que la había recibido sin cita previa y que abusaba de su amistad al pedirle un favor. Detestaba hacerlo, más aún después de su último encuentro y de lo que había creído adivinar respecto a sus sentimientos hacia ella. Si la vida de Rhys no dependiera de ello, no habría acudido a él. El abogado de Sylvestra podría haber encargado el caso a quien él hubiese querido.

– Han arrestado a Rhys por el asesinato de su padre -dijo sin rodeos-. No se lo han llevado de la casa, por supuesto, porque está demasiado enfermo, pero lo van a procesar. Su madre está desesperada, no sabe qué hacer, no está en posición ni condiciones mentales de encontrarle el mejor defensor posible. -Se interrumpió, pues notó la penetrante mirada de los ojos de él y su expresión preocupada, como si se adelantara a los acontecimientos.

– Creo que más vale que te sientes y me cuentes los hechos del caso, hasta donde sepas. -Indicó la silla frente a su escritorio, rodeándolo para sentarse tras él. De momento no cogió la pluma para tomar notas.

Hester intentó ordenar sus pensamientos para referirle los hechos con tino, de modo que resultaran comprensibles, sin dejarse llevar por la emoción.

– Rhys Duff y su padre, Leighton Duff, fueron hallados en Water Lane, un callejón del barrio de St Giles -comenzó a explicar-. De resultas de una paliza, Leighton Duff estaba muerto. Rhys estaba gravemente herido, por la misma causa, pero sobrevivió, aunque se ha quedado sin habla y tiene las dos manos destrozadas, de modo que no puede sostener una pluma. Esto es importante, pues significa que no puede comunicarse, salvo asintiendo y negando con la cabeza.

– Es una complicación añadida -convino Rathbone con seriedad-. He leído algo sobre el caso. Es imposible abrir un periódico y no enterarse. ¿Qué pruebas hay que lleven a la policía a suponer que Rhys mató a su padre, en lugar de la suposición más natural de que ambos fueron atacados, posiblemente para robarles, por ladrones u otros rufianes del barrio? ¿Lo sabes?

– Sí. Monk ha encontrado pruebas que los relacionan con los casos de violación de Seven Dials…

– ¡Un momento! -interrumpió, levantando la mano-. Has dicho «los». ¿A quienes te refieres? ¿Y cuáles son esos casos de violación de Seven Dials? ¿También está acusado de violación?

Hester no estaba siendo tan clara como se había propuesto. Había percibido un mínimo cambio de expresión al mencionar el nombre de Monk, y se sentía culpable. ¿Qué habría visto Rathbone en sus ojos?

Debía hablar con inteligencia y orden. Comenzó de nuevo.

– Monk recibió encargo de una mujer de Seven Dials para que averiguara quién había estado timando y luego, cada vez con más violencia, violando y pegando palizas a mujeres trabajadoras, prostitutas ocasionales de Seven Dials que… -se interrumpió.

Rathbone frunció el ceño. ¿No aprobaba a Monk, o a las mujeres, o es que temía que eso empeorara aún más el caso de Rhys?

– ¿Qué sucede? -preguntó sin proponérselo.

– Eso es un delito muy feo -dijo en voz baja-, pero ningún tribunal lo aceptará… por una docena de razones muy distintas, tanto sociales… -arrugó un poco la nariz con un gesto de desagrado, profundo y sutil- como por impedimentos legales -agregó-. La violación es un delito difícil de demostrar. ¿Por qué aceptó Monk el caso? ¡Por más cosas que haya olvidado, tiene que ser consciente de cómo funciona la justicia!

– Ya lo he discutido con él -dijo, con una sonrisa muy leve-. No es por lo que te temes. -Mientras hablaba confiaba en estar diciendo la verdad, no sólo lo que ella deseaba creer-. Su intención era ponerlos en evidencia ante la sociedad, no provocar que las gentes de Seven Dials se tomaran la justicia por su mano.

Los labios de Rathbone dibujaron una sonrisa irónica, apenas visible.

– Muy propio de Monk. Es una buena ironía emplear la hipocresía de la sociedad para castigar a uno de los suyos por un crimen que pretende que no existe, y que no quiere ver en los tribunales. -Mantuvo la vista fija en ella-. Pero ¿eso qué relación guarda con Rhys Duff y la muerte de su padre?

– Durante algún tiempo, Rhys Duff frecuentó la compañía de mujeres que su padre desaprobaba, evitando relacionarse con damas de su condición -explicó Hester-. Al menos eso piensa su madre. -Se retorcía las manos en el regazo sin darse cuenta-. Puede que en realidad se figurase lo que Rhys estaba haciendo. Sea como fuere, la noche de autos discutieron, Rhys salió de la habitación y, según parece, de la casa. Leighton Duff salió una media hora después, al darse cuenta de que Rhys se había ido, quizá sospechando dónde iba. -Le miró para asegurarse de que seguía el hilo de su explicación.

– Continúa -indicó Rathbone-. De momento todo está perfectamente claro.

– Aquella noche violaron y pegaron una paliza a una mujer en St Giles -prosiguió Hester-. A pocos metros de Water Lane. Poco tiempo después de eso, encontraron los cuerpos de Rhys y su padre en Water Lane. Rhys estaba sin sentido y no ha hablado desde entonces. Leighton Duff estaba muerto.

– Y el supuesto -concluyó Rathbone-, es que Leighton Duff sorprendió a Rhys y a sus amigos, mientras aún era obvio que se trataba de los violadores de esa mujer… tanto si estaban con las manos en la masa como si acababan de concluir su fechoría y uno o más de ellos le atacaron. No tardó en ahuyentar a los otros dos pero Rhys, sabiendo que no tenía escapatoria, peleó con él hasta matarlo.

– Sí… más o menos. -Era terrible admitirlo, y le costaba trabajo hacerlo. Su voz sonó aguda y crispada.

– Entiendo. -Guardó silencio unos momentos, meditando ensimismado, y ella no osó interrumpirle-. ¿Tienen algo que vincule a Rhys o a sus compañeros…? ¿Quiénes son, lo sabes?

– Sí, Arthur y Marmaduke Kynaston. Encajan con las descripciones y, además, una chica que dio el nombre de Rhys, también nombró a Arthur y Duke. Todo el mundo lo llama Duke.

– Entiendo -asintió de un modo apenas visible-. ¿Resultaron heridos al mismo tiempo que Rhys, lo sabes?

– Sí que lo sé, y no, al parecer no presentan heridas. -Comprendió lo que estaba pensando-. ¡Aunque eso sólo los convierte en cobardes!

– Me temo que tienes razón pero ¿hay alguien que viera a los tres muchachos en Seven Dials o que los relacione con violaciones anteriores?

– No, que yo sepa.

– ¿Y hay pruebas para demostrar que esas violaciones no fueron casualidad, cometidas por distintas personas? Deben producirse muchas violaciones en Londres cada semana.

– No creo que muchas las lleven a cabo tres hombres juntos, que respondan a la descripción de uno alto y delgado, otro de estatura media y otro esbelto, los tres con apariencia de caballeros, que llegaban y se marchaban en coche de caballos -contestó sombríamente.

Rathbone suspiró.

– Das la impresión de creer que es culpable, Hester. ¿Es así?

No quería contestar. Ahora que le planteaban la cuestión de un modo tan directo, y que veía la mirada inteligente y sutil de Rathbone, quien no le permitiría eludirla, y a quien no podía mentir, debía tomar una decisión.

Él aguardó.

– Dice que no lo hizo -contestó muy despacio, eligiendo con cuidado las palabras-. No estoy segura de qué es lo que recuerda. Le asusta, le horroriza. Pienso que, quizá, cuando dice eso, dice lo que desearía que fuese verdad. Tal vez no llegue a saberlo.

– Pero crees que, por la razón que fuera, cometió el acto -dijo Rathbone.

– Sí… sí, creo que sí. No puedo evitarlo.

– Entonces, ¿qué quieres que haga?

– Ayudarle… Yo… -Cayó en la cuenta de que se estaba dejando llevar por la emoción más que por la razón, no sólo en lo que concernía a Rhys, sino en su súplica a Rathbone. Pese a todo, no podía dejar de hacerlo, aun siendo consciente de ello-. Por favor, Oliver. Yo no sé lo que ocurrió, ni por qué se permitió caer en una situación tan desesperada. Yo… No se me ocurre qué alegar como atenuante… No sé qué puede haber, pero debo creer que hay algo. -Miró su rostro, siempre tan despierto y a veces frío, que ahora le devolvía una mirada de lo más afable.

Hester se obligó a pensar en Rhys, en su terror, su impotencia.

– Puede que no sea justicia lo que pido, quizá sólo piedad. Necesita que alguien hable por él… -Soltó una risita lastimosa-. ¡En sentido literal! No creo que sea pura malicia. He pasado muchas horas con él, en la intimidad. He presenciado su dolor. Si hizo esas cosas, tiene que haber una razón, al menos una causa, ¡algo que lo explique! Quiero decir…

– Quieres decir locura -terminó Rathbone en su lugar.

– No, no es eso…

– Sí, sí que lo es, querida. -Su voz era muy paciente, procuraba no hacerle más daño que el indispensable-. Un muchacho no viola y pega a mujeres que no conoce, para luego matar a su padre porque le ha descubierto, si está cuerdo en el sentido que cualquier hombre o mujer corriente daría al término. Lo que ya no sé es si la ley establecerá la misma distinción y, a decir verdad, lo dudo mucho. -Sus ojos rebosaban tristeza-. Es muy concreta en su definición de la locura, y el hecho de que Rhys atacara a su padre indica que sabía que la violencia contra esas mujeres estaba mal, y eso es lo que el tribunal tomará en consideración. Sabía lo que estaba haciendo, y eso es un factor determinante.

– ¡Pero tiene que haber algo más! -exclamó Hester desesperada-. ¡No puedo darme por vencida así! Llevo con él demasiado tiempo…

Rathbone se puso de pie y rodeó el escritorio hacia ella.

– Entonces deja que haga los preparativos para que lo vea por mí mismo, siempre y cuando la señora Duff desee que le represente…

– ¡No es menor de edad! -dijo acalorada, levantándose a su vez-. ¡Será si él lo desea!

Rathbone sonrió con atribulado afecto.

– Querida Hester, si no puede hablar ni escribir, ni tiene una ocupación, no sólo está en muy malas condiciones para defenderse, sino que carecerá de recursos económicos.

– ¡Su padre era rico! ¡Sin duda ese aspecto estará resuelto! -protestó.

– No, si mató a su padre, Hester. Lo sabes tan bien como yo. Si le condenan por ese crimen, no puede heredar.

Estaba hecha una furia.

– ¿Insinúas que no puede tener una defensa como Dios manda porque si resulta culpable no podrá pagar? ¡Eso es monstruoso! -Estaba tan enfadada que por poco se atraganta-. Es…

Rathbone le puso ambas manos sobre los hombros, asiéndola con tanta firmeza que se vio obligada a mirarle.

– ¡No he dicho eso, Hester! Pensaba que me conocías lo suficiente como para suponer que no sólo trabajo por dinero…

Hester tragó saliva. Le sobraban motivos para estar avergonzada. Había venido para suplicarle que aceptara un caso imposible, sabiendo que se saldría con la suya.

– Lo siento.

– No obstante, procuro trabajar dentro de los márgenes que establece la ley -concluyó-. Dadas las circunstancias, antes debo hablar con su madre. -Torció los labios con auténtico buen humor-. Aunque me figuro que contigo en la casa, y sin duda a cargo de todo, podré contar con su cooperación.

Hester se sonrojó.

– Gracias, Oliver.

A modo de respuesta, éste emitió un gruñido de aquiescencia.


* * *

Era media tarde cuando Rathbone llegó a Ebury Street. Hester había informado a Sylvestra de que como mínimo estaba dispuesto a considerar el caso, y Sylvestra, en su confusión y desdicha, no había tenido nada que objetar. Había consultado con su abogado, un hombre muy afable, experto en cuestiones de propiedad, herencias y finanzas, pero que desconocía por completo el derecho penal. Le pareció bien contratar a cualquier letrado que le recomendaran y que estuviera dispuesto a defender una causa tan poco prometedora.

– Sir Oliver Rathbone -anunció el mayordomo, y Rathbone entró en el salón de las visitas casi pisándole los talones. Iba tan elegante como siempre, con la soltura de quien es consciente de su propio poder y no siente ninguna necesidad de impresionar al prójimo.

– ¿Cómo está usted, señora Duff? -saludó, con una leve sonrisa-. Miss Latterly.

– ¿Cómo está usted, Sir Oliver? -contestó Sylvestra, con una encomiable serenidad que sin duda no sentía-. Le agradezco mucho que haya venido. No estoy muy segura de que pueda hacer algo por mi hijo. Miss Latterly habla muy bien de usted, pero mucho me temo que la nuestra es una causa perdida. Por favor, siéntese -agregó, indicando la butaca que tenía enfrente.

Hester se sentó en el sofá, un poco apartada de ellos, pero de modo que pudiera ver la cara de ambos.

– Uno no siempre sabe cómo será una defensa hasta que comienza, señora Duff -contestó con calma-. ¿Debo suponer que desea que su hijo cuente con todo el apoyo posible, dadas las trágicas circunstancias en que se encuentra? -La miró con paciencia y amabilidad, como si su pregunta no revistiera mayor importancia, sin presionarla.

– Sí… -dijo Sylvestra despacio-. Sí, por supuesto. Yo… -Su rostro mantenía la compostura, pero las ojeras y las arrugas en la comisura de sus labios hacían patente que le costaba un gran esfuerzo. Sería inconcebible que no fuese así.

Rathbone sonrió de inmediato.

– Naturalmente, todavía no acierta a saber qué puede hacerse. Debo admitir que yo tampoco, aunque no es nada inusual. Sea cual sea la verdad del asunto, debemos procurar, en la medida de lo posible, velar por la justicia y la compasión. Esto sólo es posible si al señor Duff lo representa alguien que luche por él con la misma firmeza que si lo considerara una persona de valía, capaz de abrigar esperanzas y sentir dolor, y merecedora de una oportunidad para justificar sus actos.

Sylvestra frunció el ceño.

– Debo decir que con sus palabras ya está abogando por él de forma brillante, Sir Oliver. Me sería imposible no estar de acuerdo con cuanto acaba de decir. Nadie podría. -Permanecía sentada inmóvil, pese a la emoción que la desgarraba interiormente. Su dominio de sí misma era extraordinario, una facultad aprendida a lo largo de los años y que ahora ponía en práctica-. Lo que me desconcierta es por qué desea usted representar a mi hijo -prosiguió-. Y es obvio por su presencia aquí, y eso sin mencionar sus palabras, que no me equivoco. Como también lo es que no es usted un muchacho ansioso por hacer carrera y ganarse una reputación… Y suponiendo que así fuese, tampoco elegiría este caso. También dudo que ande tan escaso de trabajo como para aceptar el primer caso que le presenten. ¿Por qué acepta el de mi hijo, Sir Oliver?

Rathbone sonrió, y sus mejillas se sonrojaron un poco.

– Por miss Latterly, señora Duff. Le preocupa mucho la situación de Rhys, tanto si resulta ser culpable como si no. Me ha convencido de que necesita la mejor defensa posible. Si me da su consentimiento, haré cuanto esté en mi mano para que así sea.

Hester notó cómo la sangre afluía a su rostro y apartó la vista, evitando los ojos de Rathbone, por si acaso la miraba. Se había servido de sus sentimientos hacia ella, quizá induciéndolo a error, pues estaba insegura de sus propias emociones. Era culpable, pero no se arrepentía. Volvería a hacer lo mismo. Si no luchaba ella por Rhys, nadie más lo haría.

Sylvestra por fin se calmó, liberando la tensión de sus hombros.

– Gracias, Sir Oliver, tanto por su franqueza como por compadecerse de mi hijo. Me temo que habrá muy pocas personas, si es que hay alguna, que sientan lo mismo por él. Me figuro que… que le verán… como a un monstruo. -Se interrumpió en seco, incapaz de continuar. Aquellas palabras eran demasiado duras, así como demasiado penosas, y aludían a un futuro que se le vendría encima en cuestión de días, ni siquiera semanas. Sería el pan de cada día a partir de ahora. Su mundo cambiaría para siempre.

Hester quería añadir algo, ofrecer consuelo a toda costa, pero hacerlo sería mentir, y todos lo sabían. Cualquier cosa que dijera supondría menospreciar la verdad e implicaría también desconocimiento.

Rathbone se puso en pie.

– Me encargaré de que cuanto pueda decirse en su favor se diga de la forma más elocuente, señora Duff. Ahora me gustaría hablar con Rhys. Si no tiene inconveniente, quisiera que miss Latterly me acompañara arriba.

Sylvestra también se levantó y dio un paso al frente.

Rathbone levantó un poco la mano.

– Por favor, señora Duff, es preciso que lo vea a solas. Lo que ocurre entre abogado y cliente debe ser confidencial. Miss Latterly estará presente en calidad de enfermera, por si se angustia demasiado y necesita su ayuda. Y estará sujeta a las mismas reglas.

Sylvestra se mostró desconcertada, con el rostro lleno de incertidumbre, mirando alternativamente a Rathbone y a Hester.

– Me ocuparé de que no se le moleste más que lo absolutamente imprescindible para averiguar lo que debemos saber -prometió Hester.

– Piensa realmente que… -comenzó Sylvestra, y se le quebró la voz. Tenía miedo. Sus ojos reflejaban el pavor que le provocaba la verdad. Parecía, a punto de pedir a Rathbone que no la desentrañara. Se volvió hacia Hester.

Ésta le sonrió, fingiendo no comprenderla, y se dirigió hacia la puerta.

Condujo a Rathbone arriba y tras llamar a la puerta, por simple cortesía, le hizo pasar al dormitorio.

– Rhys, este señor es Sir Oliver Rathbone. Hablará en su nombre ante el tribunal.

Rhys miró hacia ella, y luego a Rathbone. Estaba tendido boca arriba, recostado sobre varias almohadas tal como lo había dejado Hester, con las manos entablilladas encima del cubrecama. Parecía asustado y tenso.

– ¿Cómo está usted? -saludó Rathbone, sonriendo e inclinando la cabeza, como si Rhys le hubiese contestado con normalidad-. ¿Le importa si me siento?

Rhys asintió y acto seguido miró a Hester.

– ¿Prefiere que me vaya? -preguntó ella-. Puedo ir a la habitación de al lado y acudir en cuanto me avise.

Negó de inmediato con la cabeza y Hester percibió su inquietud, su soledad, la sensación de estar hundiéndose bajo el peso de la confusión que le atormentaba. Se retiró a un rincón de la habitación y tomó asiento.

– Tiene que ser sincero conmigo -comenzó Rathbone-. Todo lo que me diga quedará entre usted y yo, será confidencial si así lo desea. Estoy obligado por ley a actuar sólo en su interés, siempre y cuando no ponga en entredicho mi propia honestidad. No puedo mentir, pero puedo guardar un secreto, y así lo haré si usted me lo pide.

Rhys asintió.

– Lo mismo sirve para miss Latterly.

Rhys le miraba fijamente.

– ¿Sabe qué sucedió la noche en que mataron a su padre?

Rhys se estremeció y dio la impresión de encogerse, pero no apartó sus ojos del rostro de Rathbone, y asintió despacio.

– Bien. Ya sé que sólo puede indicar «sí» o «no». Yo le haré preguntas y, si puede contestarlas así, hágalo. Si no puede, espere y se las plantearé de otra manera. -Titubeó sólo un instante-. ¿Fue con sus amigos, Arthur y Duke Kynaston, al barrio de St Giles y, una vez allí, emplearon los servicios de prostitutas?

Rhys se mordió el labio, y luego asintió, con un leve rubor en las mejillas.

– ¿En alguna ocasión lastimó a alguna de esas mujeres, o peleó con ellas, aunque fuese de manera fortuita?

Rhys negó violentamente con la cabeza.

– ¿Lo hicieron Arthur o Duke Kynaston?

Rhys permaneció quieto.

– ¿Sabe si lo hicieron o no?

Rhys negó con la cabeza.

– ¿También fue con ellos a Seven Dials?

Rhys asintió muy despacio, con aire vacilante.

– ¿Desea añadir algo? -preguntó Rathbone-. ¿Fueron con frecuencia?

Rhys negó con la cabeza.

– ¿Sólo unas pocas veces?

Asintió.

– ¿Lastimaron a alguna mujer, allí?

Volvió a negar con la cabeza, bruscamente, con expresión airada.

– ¿Su padre iba con usted?

Rhys abrió mucho los ojos, asombrado.

– No -contestó Rathbone a su propia pregunta-. Pero ¿sabía que usted iba allí y no lo aprobaba?

Rhys asintió, torciendo la boca con una amarga sonrisa, llena de rabia, dolor y una tremenda frustración. Intentó hablar, los músculos del cuello se le hacían un nudo, sacudía la cabeza.

Hester se levantó de un salto de su butaca y acto seguido se dio cuenta de que no debía interrumpir. Corría el riesgo de protegerle en ese momento en detrimento de su porvenir. Rathbone debía enterarse de cuanto pudiera, por doloroso que fuese.

– ¿Discutieron sobre ese asunto? -prosiguió Rathbone.

Rhys asintió despacio.

– ¿Aquí, en casa?

Asintió.

– ¿Y cuando fueron a St Giles la noche de su muerte?

Otra vez el movimiento brusco y violento de negación, y la sacudida hacia delante como si fuese a reír, de haber podido hacerlo.

– ¿Discutieron por alguna otra cosa?

Los ojos de Rhys se llenaron de lágrimas y comenzó a golpear la colcha con sus manos rotas, con el cuerpo presa de un dolor interno mucho mayor que el que tenían que hacerle los huesos.

Rathbone se volvió hacia Hester, con el semblante demudado.

Ella se aproximó.

– ¡Rhys! -dijo con severidad. Se sentó en la cama y le asió ambas muñecas, tratando de obligarle a permanecer quieto, pero tenía los músculos tan tensos que no lo logró. Tenía más fuerza de lo que esperaba, y todo su cuerpo era presa de la emoción-. ¡Rhys!-volvió a exclamar, en tono apremiante-. ¡Ya basta! Se le moverán los huesos otra vez. Ya sé que piensa que le da igual, ¡pero no es verdad! Por favor…

Rhys fue abriendo los puños despacio, con las mejillas bañadas en lágrimas. Miró a Hester y luego se volvió, de modo que ella sólo podía verle la nuca.

– Rhys -dijo con firmeza-. ¿Mató a su padre?

Hubo un largo silencio. Ni Hester ni Rathbone se movieron. Entonces, lentamente, Rhys volvió a mirarla fijamente y negó con la cabeza.

– Pero ¿sabe quién lo hizo? -insistió.

Esta vez se negó a contestar siquiera con una mirada.

Hester se volvió hacia Rathbone.

– De acuerdo, por ahora -concedió él, poniéndose en pie-. Pensaré qué es lo que debemos hacer. Procure descansar y recobrarse tanto como pueda. Necesitará todas sus fuerzas cuando llegue el momento. Haré cuanto esté en mi mano para ayudarle, se lo prometo.

Rhys le miró sin pestañear y Rathbone le sostuvo la mirada unos instantes antes de dedicarle una sonrisa discreta, no ya de esperanza sino de afecto, y salir de la habitación.

En el descansillo esperó a que Hester se reuniera con él y cerrara la puerta.

– Gracias -dijo Hester, sin más.

– Puede que me haya mostrado algo impetuoso -reconoció, encogiendo un poco los hombros, en voz muy baja para que sólo ella le oyera.

A Hester se le cayó el alma a los pies. Por un momento se había permitido abrigar esperanzas. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto confiaba en él, de lo profunda que era su confianza respecto a su capacidad para conseguir hasta lo imposible. Había sido injusta haciéndole asumir una carga tan pesada. Había visto una y mil veces a la gente hacer lo mismo con los médicos, quienes se debatían bajo el peso de una esperanza vana, y después con la consecuente desesperación, mezclada con el sentimiento de culpa. Ahora ella le había hecho lo mismo a Rathbone, debido a lo mucho que le preocupaba Rhys.

– Lo siento -dijo con humildad-. Me consta que tal vez nada pueda hacerse.

– Algo habrá -repuso Rathbone, frunciendo un poco el ceño como si algo le desconcertara-. Me ha dejado confundido. He entrado ahí convencido de su culpabilidad por pruebas más o menos circunstanciales, y ahora que he hablado con él, no sé qué pensar. Ni siquiera sé qué otras posibilidades puede haber. ¿Por qué no contesta a la pregunta de quién mató a su padre, si no lo hizo él? ¿Por qué no nos cuenta cuál fue el motivo de su discusión? ¡Ya has visto la cara que ha puesto cuando se lo he preguntado!

Hester no tenía ninguna sugerencia que hacer. Había pasado noches enteras en vela devanándose los sesos buscando esas mismas respuestas.

– Lo único que se me ocurre es que encubre a alguien -dijo en voz baja-. Y las únicas personas a quienes encubriría son sus amigos íntimos o su familia. No logro imaginarme a Arthur Kynaston haciendo esto, y el único pariente que está aquí es su madre.

– ¿Qué sabes sobre su madre? -preguntó Rathbone, echando un vistazo hacia el vestíbulo al oír unos pasos que lo atravesaban y se perdían en dirección a la puerta que comunicaba con las dependencias del servicio-. ¿Es concebible que haya hecho algo por lo que Rhys esté dispuesto a sufrir lo que sea con tal de protegerla?

Hester titubeó. En un principio, pensó en negar siquiera la posibilidad. Recordaba con demasiada viveza el enojo de Rhys para con Sylvestra, su regocijo al lastimarla. ¡Cómo iba a estar defendiéndola! Luego cayó en la cuenta de que ni el odio ni el amor solían manifestarse de un modo diáfano. Era posible que la amara y la detestara al mismo tiempo, que supiera algo que jamás revelaría, pese a despreciarla por ello.

– No lo sé -dijo en voz alta-. Cuanto más lo pienso, menos segura estoy. Pero no tengo la menor idea.

Rathbone la miraba con suma atención.

– ¿No la tienes?

– ¡No! Claro que no. ¡Si supiese algo, te lo contaría!

Rathbone asintió con la cabeza.

– En ese caso, si queremos ayudar a Rhys, tendremos que averiguar más de lo que sabemos ahora. Puesto que él no nos puede decir nada, y me imagino que la señora Duff tampoco podrá o no querrá hacerlo, tendremos que emplear otros medios. -Esbozó una sonrisa divertida-. No conozco a nadie más adecuado que Monk, si se aviene a colaborar y la señora Duff está dispuesta a aceptarlo.

– ¿Cómo iba a negarse? -dijo Hester, temiendo mientras lo decía que Sylvestra se opusiera-. Quiero decir…, salvo… sin dar a entender que hay algo aún peor que ocultar.

– Lo plantearé de tal manera que le resultará extremadamente difícil rehusar -prometió-. También me gustaría hablar con Arthur y Duke Kynaston. ¿Qué puedes decirme a propósito de ellos?

– Me cuesta trabajo creer que Arthur tenga un papel protagonista en este asunto -dijo, con toda sinceridad-. Es un chico honesto, de una franqueza que me desarma. Su hermano mayor, Marmaduke, es harina de otro costal. -Se mordió el labio-. Me resulta mucho más fácil imaginar qué reaccionara violentamente ante un desafío o una crítica, y sin duda lo haría si creyera estar en peligro. Tiene una lengua muy afilada y bien dispuesta a herir al prójimo. -La honestidad le obligó a seguir hablando-. Aunque ha venido a visitar a Rhys, y es obvio que no estuvo envuelto en una pelea del calibre de la que mató a Leighton Duff y dejó a Rhys en tan lamentable estado. ¡Ojalá pudiera decir lo contrario!

Rathbone sonrió.

– De eso me doy perfecta cuenta, querida, se te nota en la voz. No obstante, iré a visitarles. Por algún lugar tengo que empezar, aparte de contratar a Monk. Quizá será mejor que bajemos a reunimos con la señora Duff y que la tranquilicemos diciéndole que nos ponemos manos a la obra y que vamos a presentar batalla sin amedrentarnos.


* * *

Rathbone así lo hizo, y pidió permiso a Sylvestra para contratar a alguien que intentara esclarecer los acontecimientos con vistas a ayudar a Rhys, no sólo en busca de pruebas incriminatorias, como había hecho la policía. Expuso su solicitud de tal manera que Sylvestra no tuvo más remedio que aceptar para que no pareciera que abandonaba a Rhys a su suerte o que tenía algo que ocultar. También le pidió la dirección de la familia Kynaston y ella le explicó que Joel Kynaston conocía a Rhys desde que era niño, y que estaba segura de que le ofrecería toda la ayuda que estuviera en su mano.

Cuando Rathbone ya había salido, Sylvestra se volvió hacia Hester con el rostro pálido y tenso.

– ¿Cree que podrá hacer algo, miss Latterly? ¿O nos estamos empeñando en una batalla perdida de antemano porque no hacerlo sería un acto de cobardía, una traición al coraje y al sentido del honor que tanto admiramos? Por favor, conteste con franqueza. Ahora preferiría saber la verdad. El momento de las mentiras piadosas, por más bienintencionadas que sean, ya pasó. Necesito saber la verdad para tomar las decisiones adecuadas.

– No lo sé -dijo Hester con sinceridad-. Nadie puede saberlo hasta que se vea la causa y se dicte sentencia. He presenciado muchos juicios, y muchos de ellos han terminado de la forma más inesperada. No hay que rendirse hasta agotar todas las posibilidades. Aún estamos muy lejos de ese punto. Créame, si hay alguien capaz de atenuar hasta las peores circunstancias, ése es sin duda Sir Oliver.

El rostro de Sylvestra se suavizó al sonreír,, aunque la tristeza no se borró de sus ojos.

– Le tiene mucho cariño, ¿verdad? -Apenas fue una pregunta.

Hester notó que se le encendía el semblante.

– Sí… sí, tengo un gran concepto de él. -Sus palabras sonaron forzadas y absurdas, poco entusiastas, y Rathbone merecía algo mejor. Pero la sombra de Monk planeaba demasiado nítida en su mente para permitir que Sylvestra sacara conclusiones erróneas, tal como parecía estar haciendo. Tampoco era de extrañar. El de Oliver había sido un gesto encantador y delicado por su parte, algo que apuntaba hacia el futuro, en un mundo que para Sylvestra era todo oscuridad y violencia, donde ya no había sitio para la paz y la esperanza que había conocido hasta entonces.

– Yo… -comenzó Hester-, le tengo en alta estima.

Sylvestra tenía demasiado tacto para insistir y Hester se disculpó, con la excusa de subir a ver cómo seguía Rhys.

Le encontró tendido tal como lo había dejado, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Se sentó en la cama.

– No nos rendiremos -dijo en voz baja.

Él la miró, escrutando su rostro, torció el gesto con enojo y se volvió.

Hester pensó en levantarse y marcharse. Tal vez prefería estar solo. Entonces le miró con más detenimiento, percibió la desesperación que ocultaba su rabia, y no pudo marcharse. Se limitó a seguir sentada y esperar, callada e impotente. Así al menos Rhys sabría que le importaba lo suficiente como para permanecer a su lado.


* * *

Ya era última hora de la tarde cuando Rathbone regresó. Le condujeron al comedor, donde Hester y Sylvestra cenaban desganadas, procurando dar cuenta de lo mínimo necesario para no ofender a la cocinera.

Rathbone entró con expresión grave, y ambas dejaron de comer en el acto.

– Buenas noches, Sir Oliver -saludó Sylvestra, con voz ronca-. ¿Es que ha… descubierto algo? ¿Puedo ofrecerle algo para comer? Si le apetece cenar… yo… -Se le quebró la voz y levantó la vista hacia él, muerta de miedo por lo que él iba a decir a continuación.

Rathbone se sentó pero declinó la invitación.

– No, no he descubierto nada nuevo, señora Duff. He ido a hablar con el señor Kynaston, con la esperanza de que arrojara algo de luz sobre lo ocurrido. Tengo entendido que conoce a su familia desde hace veinticinco años. También intenté conocer a sus hijos, los que estuvieron con Rhys en St Giles. Quería formarme una opinión sobre ellos para considerar si era oportuno llamarles a declarar como testigos. De todos modos, me imagino que la acusación lo hará.

Sylvestra tragó saliva y por poco se atraganta.

– Habla en pasado, Sir Oliver, como si lo que dice ya no fuese cierto. ¿Está dando a entender que a Joel Kynaston le… le repugna tanto lo que ha hecho Rhys que no va a… que lo que diga va a… a perjudicar a Rhys?

– No será favorable, señora Duff-dijo Rathbone, con tristeza-. Se lo cuento porque me pregunto si hay algún motivo que a usted le conste para que él adopte esa postura. Según su opinión, Rhys ha ejercido una mala influencia sobre sus hijos, sobre todo en el mayor, Marmaduke, quien a su juicio ha llevado una vida más… -titubeó, buscando la palabra correcta- libertina de la que habría llevado sin el ejemplo y el aliento de Rhys.

Hester estaba asombrada. La arrogancia de Duke Kynaston le había resultado tan patente, con aquella asunción natural del liderazgo, que le era inconcebible que Rhys hubiera influido en él, inclinándose a pensar que más bien había sido al revés. Aunque también era cierto que no había conocido al Rhys de antes del incidente. Apenas conocía a Duke ahora. Lo único que había visto de él eran la fanfarronería y las bravuconadas propias de los chicos de su edad, así como una importante dosis de mala educación para con quien consideraba su inferior, social e intelectualmente hablando.

Miró a Sylvestra para intentar juzgar el alcance de su sorpresa.

– Joel Kynaston es un hombre muy estricto -dijo Sylvestra, meditabunda, sin mirar a Rathbone, con la vista fija en su plato-. Es un ferviente defensor de la autodisciplina, sobre todo entre los jóvenes. La considera el fundamento de un fuerte carácter. El sostén del coraje y el honor y, sin ella, tarde o temprano todo se viene abajo. -Hablaba con prudencia, haciendo patente un convencimiento de años-. Se lo he oído decir tantas veces… Es muy admirado por eso. Puede que a algunos les parezca dureza pero, en su posición, si hiciera excepciones, si se supiera que es indulgente con alguien, invalidaría los principios que defiende. -Parecía abstraída, aunque fruncía levemente el ceño, como si se estuviese concentrando mucho en lo que decía y su discurso surgiera de la memoria más que de la comprensión.

– ¿Y consideraba que Rhys daba mal ejemplo? -preguntó Rathbone, con delicadeza-. ¿No era buen estudiante?

Sylvestra se mostró sorprendida.

– Al contrario, era un estudiante excelente. Pero no son sólo los estudios académicos lo que apasiona a Joel, ante todo está la valía moral. Su colegio goza de muy buena reputación, y se debe en gran medida a su propio ejemplo. -Se miró las manos-. A veces pienso que espera demasiado de los chicos, olvidando que no pueden tener la fuerza de carácter que cabe esperar en un hombre hecho y derecho. No comprende la necesidad que tienen los jóvenes de descubrir los límites por sí mismos. Rhys era… un explorador… del pensamiento, me refiero. Al menos… -De pronto se vino abajo, los labios le temblaban-. No estoy segura de lo que quiero decir. -Tragó saliva y recobró la compostura haciendo un enorme esfuerzo-. Lo siento. Sé que mi marido sentía un profundo respeto por Joel Kynaston. Creía que era un hombre excepcional. -Se apresuró, como si temiera ser interrumpida-. No me sorprendería que Joel sintiera su muerte en lo más profundo de su ser y no pudiera perdonar a nadie que haya tenido algo que ver con el asunto. Lo siento, Sir Oliver, pero si quiere encontrar a alguien que nos ayude, tendrá que buscar en otro lugar.

Antes de que Rathbone le contestara, se abrió la puerta y entró Corriden Wade. Se le veía muy preocupado, con el rostro demacrado, como si hubiese dormido poco, y su tensión se hizo palpable antes de que dijera nada. Miró a Rathbone con sorpresa y algo de inquietud.

Sylvestra se levantó de inmediato y fue a su encuentro con expresión de alivio y esperanza.

– Corriden, él es Sir Oliver Rathbone, a quien he contratado para que defienda a Rhys. Estamos buscando cualquier cosa que pueda servirnos. Ha hablado con Joel, pero según parece opina que Rhys era una mala influencia para Arthur y Duke y, siendo la clase de hombre que es, sólo es capaz de decir la verdad. Supongo que eso debería merecer mi admiración y, si se tratara de otra persona, sería la primera en aplaudirlo. -Se mordió el labio-. Cosa que demuestra lo hipócrita que soy, ¡porque ahora no puedo hacerlo! Desearía con todo mi corazón que cediera un poco, ¡aun a riesgo de ser menos honorable! ¿No es espantoso que diga esto? ¡Jamás pensé que llegaría el día en que diría algo así! Estarás avergonzado de mí.

Wade la rodeó con el brazo.

– Nunca, querida. Es muy humano que tu deseo sea proteger a quienes amas, sobre todo cuando no hay nadie más que vaya a hacerlo. Eres su madre. No podría esperar menos de ti. -Echó un vistazo a Rathbone, más allá de Sylvestra-. ¿Cómo está usted, Sir? Soy Corriden Wade, el médico de la familia, y actualmente Rhys está a mi cargo en lo que a sus necesidades físicas se refiere. -Inclinó la cabeza hacia Hester-. Y al de miss Latterly, por supuesto. Se ha portado de maravilla con él.

Rathbone, que se había puesto en pie al hacerlo Sylvestra, se acercó e hizo una reverencia para responder a la presentación de Wade.

– ¿Cómo está usted, doctor Wade? Me alegra mucho que haya venido. Es posible que precisemos de su ayuda como facultativo cuando llegue el momento. Tengo entendido que conoce a Rhys desde hace mucho.

– Desde que era un crío -contestó Wade. Parecía preocupado, como si temiera lo que Rathbone fuese a preguntarle-. Deseo con más ganas de las que pueda imaginar ofrecer un testimonio que sirva para atenuar esta terrible tragedia, aunque hasta ahora no se me ha ocurrido nada. -Aún tenía un brazo apoyado en el de Sylvestra-¿En qué basará su defensa, Sir Oliver?

– Todavía no sé lo bastante como para decirlo -repuso Rathbone, con habilidad. Si tenía tanto miedo como le parecía a Hester, su disimulo era soberbio. A juicio de ella, probablemente estaba asustado. Había una rigidez en su forma de estar, de pie, un titubeo en su voz que ella ya había observado con anterioridad, en los peores momentos de algunos casos del pasado, cuando parecía que no había escapatoria al desastre, ninguna otra solución más que la tragedia y el fracaso.

– ¿Qué más quiere saber? -preguntó Wade-. La señora Duff me ha contado lo que cree la policía: que Rhys había frecuentado la compañía de mujeres de la calle, el elemento más bajo de nuestra sociedad, que actuó con violencia en esas relaciones, y que Leighton llegó a sospecharlo. Cuando le siguió y le recriminó su conducta, pelearon. Rhys resultó herido, como ya sabe, y Leighton, quizá por ser un hombre de más edad, pillado por sorpresa, murió. ¿Sirve como defensa argumentar que la pelea no pretendía llegar tan lejos, y que la muerte fue accidental? -Se mostró un tanto dubitativo mientras lo decía.

– Si dos hombres pelean y uno de ellos muere, salvo si puede demostrarse que ha sido por accidente -contestó Rathbone-, se considerará asesinato. Para que sea homicidio involuntario, deberíamos poder demostrar que Leighton Duff tropezó y cayó por casualidad, o que al caer se clavó un arma que portaba, o alguna otra cosa de ese estilo. Me temo que está bastante claro que no pasó nada de eso. Todas las heridas fueron infligidas por puños y botas. Algo que no puede ser considerado accidental.

Wade asintió.

– Eso es lo que me temía. Sir Oliver, ¿no cree que deberíamos seguir esta conversación en privado? Sin duda es muy penoso para la señora Duff oír todo esto.

– No -dijo Sylvestra con dureza-. No pienso quedarme al margen de… ¡algo que afecta a la vida de mi hijo! De todas formas, si son pruebas, las oiré en el juicio. Prefiero enterarme de todo ahora y, al menos, estar preparada.

– Pero Sylvestra, querida…

– No soy una niña a la que tengas que ocultarle la verdad, Corriden. Todo esto va a suceder, por más que me empeñe en ignorarlo y fingir. Por favor, concédeme la dignidad de soportarlo con tanto coraje como sea capaz, en lugar de esconderme.

Wade titubeó, con expresión sombría.

– Por supuesto -dijo Rathbone, con admiración-. Sea cual sea el resultado final, sólo alcanzará la paz de espíritu si sabe que ha hecho cuanto ha podido por ayudarle.

Sylvestra le miró, con ojos agradecidos.

– Así pues, ¿los cargos serán de asesinato, Sir Oliver?

– Sí. Me temo que no hay defensa posible como accidente.

– Y no cabe imaginar que Leighton atacara a Rhys y que éste, en cierto modo, actuara en defensa propia -apostilló Wade, con gravedad-. Puede que Leighton estuviera consternado por la conducta de Rhys pero a lo más que habría llegado habría sido a levantarle la mano. Puede que le diera un golpe, pero ¿dónde está el padre que no castiga a su hijo? Eso no termina en asesinato. No conozco a ningún hijo capaz de devolver el golpe.

– Entonces ¿qué otra defensa puede haber? -preguntó Sylvestra, desesperada. Lanzó una mirada rápida a Hester, y siguió mirando a los hombres-. ¿Qué nos queda? ¿Qué más hay? Sin duda, no serán Arthur y Duke.

– Me temo que no, querida -dijo Wade, bajando la voz-. De haber estado involucrados también presentarían heridas, y no leves, precisamente. Y tanto tú como yo sabemos que no es así. A no ser que la policía encuentre a dos o tres rufianes en St Giles, no hubo nadie más. Y si hubiesen participado en el asunto, no se habrían presentado aquí para acusar a Rhys. -Lanzó un sonoro suspiro-. Me apena mucho decir esto, pero creo que la única defensa creíble es que el equilibrio mental de Rhys se ha visto afectado y que, sencillamente, no está cuerdo. Será el procedimiento que seguirá usted, ¿verdad, Sir Oliver? Conozco a profesionales excelentes a quienes podría convencer para que examinen a Rhys y den su opinión, ante el tribunal, por supuesto.

– La locura no es fácil de demostrar -contestó Rathbone-. Rhys parece muy racional cuando uno habla con él. Es obvio que posee inteligencia y conciencia.

– ¡Por Dios, hombre! -exclamó Wade llevado por la emoción-. Mató a su padre a golpes, ¡y poco faltó para que le costara su propia vida! ¿Cómo va hacer eso alguien en su sano juicio? ¡Tuvieron que pelear como animales! Tuvo que ponerse frenético para… ¡para hacer algo así! Yo vi el cuerpo de Leighton… -Se interrumpió tan bruscamente como había comenzado, con el rostro pálido, los ojos hundidos-. Lo siento, Sylvestra. No tendría que haber dicho eso. No tenías por qué saber…, por qué oírlo de esta manera. ¡Lo siento mucho! Leighton era mi mejor amigo… un hombre a quien admiraba, con quien compartí experiencias que no compartí con nadie más. Que todo haya tenido que terminar así es… ¡devastador!

– Lo sé -dijo Sylvestra en voz baja-. No tienes por qué disculparte, Corriden. Comprendo tu rabia y tu aflicción. -Miró a Rathbone-. Sir Oliver, pienso que el doctor Wade tal vez tenga razón. Le quedaré muy agradecida si concentra sus esfuerzos en la búsqueda de pruebas, testimonios, que den consistencia al desequilibrio mental de Rhys. Quizá hubo síntomas anteriores y no supimos verlos. Por favor, recurra a los mejores médicos. Me han informado de que dispongo de recursos para hacer frente a estos gastos. Es… -rió de manera entrecortada, con pesar-. Resulta ridículo que esté empleando el dinero que nos dejó Leighton para defender al hijo que le mató. Si esto no es una locura, no sé muy bien qué será. ¡Y no obstante tengo que hacerlo! Por favor, Sir Oliver…

– Haré cuanto pueda -prometió Rathbone-. ¡Aunque no podré ir más allá de lo demostrable! Ahora estoy convencido de que querrá visitar a su paciente, doctor Wade, y yo quisiera retirarme a reflexionar sobre los siguientes pasos a dar.

– Por supuesto -convino Wade, en seguida. Se volvió hacia Hester-. Y usted, miss Latterly ha demostrado una fuerza y un coraje extraordinarios en todo este asunto. Ha trabajado sin tregua por el bienestar de Rhys. Nadie habría podido hacer más; de hecho, dudo que nadie hubiese hecho tanto. Esta noche velaré yo a Rhys. Por favor, tómese un poco de tiempo para descansar, quizá le apetezca emplearlo haciendo algo que la entretenga. La señora Duff y yo ya nos arreglaremos aquí, se lo prometo.

– Gracias -aceptó Hester, algo dubitativa No acababa de tener claro lo de separarse de Rhys. Saltaba a la vista que Sylvestra no podía hallar mejor consuelo que el de Wade. Y ardía en deseos de acompañar a Rathbone a convencer a Monk para que aceptara el caso. Confiaba plenamente en las dotes persuasorias de Rathbone pero, aun así, quería estar presente. Seguro que habría algo, un pensamiento, una emoción, de los que pudiera echar mano-. Muchas gracias. Es muy considerado por su parte. -Miró a Sylvestra, para comprobar que estaba de acuerdo.

– Por favor… -agregó Sylvestra.

No había más que hablar. Hester les dio las buenas noches y se volvió para salir con Rathbone.


* * *

– ¿Qué? -dijo Monk, incrédulo, de pie en mitad de la habitación de cara a Hester y Rathbone. Era muy tarde, el fuego estaba casi apagado y fuera llovía a cántaros. Los abrigos de Rathbone y Hester goteaban sobre la alfombra, pese a que habían venido desde Ebury Street en coche de caballos.

– Investigue el caso para ver si hay alguna prueba que pueda atenuar lo que hizo Rhys -repitió Rathbone.

– ¿Por qué, por el amor de Dios? -inquirió Monk, mirando a Rathbone y evitando los ojos de Hester-. ¿No está bastante claro lo que ocurrió?

– No, no lo está -dijo Rathbone, con paciencia-. Me he comprometido a defenderlo, y no puedo comenzar hasta que conozca todos los detalles que pueda…

– ¡No podrá de ningún modo! -interrumpió Monk-. ¡Es tan indefendible como cualquier acto humano pueda serlo! Lo único que puede decir para procurar que no lo ahorquen es que está loco. Cosa que tal vez sea cierta.

– No es cierta -repuso Rathbone, manteniendo la calma no sin dificultad. Hester lo notó en los músculos de su mandíbula y en la forma de estar de pie. Hablaba sin levantar la voz-. Desde cualquier punto de vista legal, es perfectamente racional y no presenta síntomas de padecer delirios. Si se niega a aceptar el caso alegando que le horroriza y le consterna, dígalo claramente. No tendré más remedio que aceptarlo. -Él tampoco miraba a Hester. Estaba enojado, acaso empeñado en provocar una respuesta que no deseaba.

Monk advirtió su aspereza. Se volvió para mirar a Hester.

– Supongo que ha sido idea tuya implicarlo en esto.

– Le he pedido que defienda a Rhys -repuso ella.

La aceptación de Rathbone y la negativa de Monk colgaban en el aire, como una espada que les separara.

A Hester se le ocurrieron un montón de cosas que decir. Quería excusar a Rathbone. Se había comprometido a defender una causa imposible porque ella le había convencido. Le había persuadido para que viera a Rhys y así compartiera la piedad y el instinto de protección que el muchacho le inspiraba. Se sentía culpable por ello, y lo admiraba por no anteponer su reputación, exponiéndola al fracaso que le aguardaba.

Quería que Monk sintiera la misma compasión y aceptara el caso, ¡no por ella, sino por Rhys! Aunque eso no era del todo cierto. También quería que lo aceptara por ella, tal como había hecho Rathbone. Y lo bueno del caso era que se avergonzaría de sí misma si Monk aceptaba.

Ahora bien, lo único que importaba era Rhys. Estaba en juego su vida.

– Estuviste investigando las violaciones -dijo Hester a Monk-. Ahora podrías investigar sobre el propio Rhys y su padre. Descubrir si Leighton Duff sabía lo que estaba haciendo su hijo, y si le siguió para intentar impedírselo.

– No veo que eso pueda servirle de mucho -señaló Monk, con amargura-. ¡Y no se me ocurre nada que pueda servir de algo!

– ¡Pues inténtalo! -gritó de pronto Hester, invadida por la impotencia, la rabia y el dolor-. No creo que Rhys sea malvado ni esté loco. Tiene que haber algo más…, alguna herida, algún…, no sé… ¡algo! ¡No tienes más que buscarlo!

– Te han vencido, Hester -dijo Monk, con sorprendente dulzura-. No sigas luchando. No le hace ningún bien a nadie.

– No, te equivocas… -Quería llorar. Notaba las lágrimas escociéndole en los ojos y la garganta. Era ridículo-. ¡Sólo… inténtalo! ¡Tiene que haber algo más que podamos hacer!

Monk la miró fijamente. No la creía, y ella se daba cuenta. Hundió las manos en los bolsillos.

– De acuerdo, lo intentaré -accedió, negando ligeramente con la cabeza-, aunque no servirá de nada.

– Gracias -intervino Rathbone-. Será mejor que quedarse de brazos cruzados.

Monk suspiró.

– Dejen de mojarme el suelo y cuéntenme lo que sepan…

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