Capítulo 11

Monk tenía muy claro que cualquier intento de hallar circunstancias atenuantes para explicar la conducta de Rhys Duff estaba condenado al fracaso. Era un muchacho cuya falta de dominio, en primer lugar de sus apetitos y después de su genio, le había llevado de la violación a la acusación de asesinato a la que ahora se enfrentaba. Curiosamente, lo que Monk no le perdonaba eran las palizas. De todos sus crímenes, le parecían el colmo de la violencia gratuita.

Sin embargo, iba a intentarlo, por Hester. Había dicho que lo haría, llevado tal vez por la emoción del momento, y ahora estaba obligado.

Con todo, ése no era el meollo de sus pensamientos mientras se dirigía a St Giles. No conseguía librarse de la expresión de desdén que había visto en los ojos de las personas que le habían conocido antes del accidente y eran partidarias de Runcorn por considerar que se había llevado la peor parte. Runcorn, tal como era ahora, irritaba a Monk como un sarpullido. Era pedante, estrecho de miras, servil. Aunque quizá no siempre había sido así. Cabía imaginar que lo sucedido entre ellos hubiese contribuido a deformar su naturaleza original.

Si alguien hubiese presentado tal argumento como excusa de su propia conducta, lo habría rechazado justamente como eso: una excusa. Otra cosa era que le faltara el coraje, la honestidad o la fuerza necesarios para superarlo. Aunque al juzgar a terceros era capaz de una benevolencia que jamás se concedía a sí mismo.

Se encontraba en Oxford Street avanzando hacia el sur. En breve, el coche de caballos se detendría y él se apearía. Haría el resto del camino a pie, sin saber aún con qué objetivo concreto. El tráfico era denso, llegaban gritos desde todas direcciones, el aire estaba lleno de relinchos de caballo, del traqueteo de los arneses y los silbidos de las ruedas en la lluvia.

Debía centrar su atención en Rhys Duff. ¿Qué podía buscar? ¿Qué constituiría una circunstancia atenuante? La tesis del accidente era insostenible. Tuvo que haber sido una pelea deliberada y prolongada, librada hasta que ambos hombres fueron incapaces siquiera de moverse. ¿Provocación? Aquello era concebible para Leighton Duff, por la rabia y el dolor de descubrir lo que había hecho su hijo. No resultaba concebible a la inversa.

Salvo si había algo más, otra pelea que llegó a su punto culminante en Water Lane. ¿Acaso eso justificaría algo? ¿Existían circunstancias que permitieran comprender una violencia tal que terminara en asesinato? No se las imaginaba. Leighton Duff no había muerto de un golpe en la cabeza, que podría haber sido fruto de una trágica pérdida de control. Había muerto apaleado, golpe tras golpe.

El coche se detuvo, Monk se apeó, pagó al cochero y se encaminó bajo la lluvia hacia el primer callejón. El olor a suciedad empezaba a resultarle familiar, así como la grisácea estrechez de los edificios, las paredes combadas y vencidas, la sensación de derrumbe inminente cuando crujía la madera. El viento batía los marcos sueltos y silbaba entre los cristales rotos.

«Holy Land» era así veinte años atrás, sólo que más peligroso. Se levantó el cuello del abrigo y hundió las manos en los bolsillos. No valía la pena intentar esquivar los charcos; las alcantarillas rebosaban por todas partes. La única solución consistía en guardar unas botas viejas expresamente para aquellos menesteres.

¿Qué había impulsado a Leighton Duff a seguir a su hijo aquella noche en concreto? ¿Habría encontrado algo que, con una horrible impresión, le hiciera caer en la cuenta de lo que estaba haciendo el chico? ¿Qué podía ser y por qué no lo había encontrado Evan? ¿Lo habría destruido Leighton Duff, o se lo habría llevado consigo para enfrentarse a Rhys? En tal caso, ¿por qué no lo habían encontrado entre sus objetos personales? Rhys no se había marchado. ¿Se lo habrían llevado Arthur o Duke Kynaston para luego destruirlo?

¿O tal cosa no existía y Leighton Duff ya lo sabía de antes, o cuanto menos lo sospechaba? ¿Qué le había decidido a seguir a Rhys aquella noche?

¿Cabía pensar que le hubiese seguido en otra ocasión?

Cruzó un patio angosto con una herrería en el otro extremo. El calor que desprendía el horno se propagaba a una distancia considerable, mezclado, con el olor a fuego, a metal candente, a cuero mojado y sudor de caballo.

Se le ocurrió una idea nueva mientras apretaba el paso para evitar que el calor le atrapara. ¿Y si Leighton Duff también frecuentaba a las prostitutas y era así como se había enterado de la conducta de Rhys? Puestos a considerar la cuestión, ¿cómo se había enterado? ¿Rhys había regresado a casa herido, viéndose obligado a explicar a su padre a qué se debían las manchas de sangre, los arañazos y los moretones? Seguramente, no. Sin duda gozaba de la suficiente intimidad como para que no resultara necesario dar esa explicación ni ninguna otra más simple. Bastaba con que le quitara importancia diciendo que se había enardecido en un combate de boxeo, o alegando un accidente hípico, una refriega callejera, una caída, mil cosas. Debería comprobar con Sylvestra Duff si había sucedido algo por el estilo.

¿Y qué pasaría si Leighton Duff hubiese estado allí por su cuenta, tal vez para pasar el rato con una prostituta en concreto? Eso explicaría que se hubiera enterado de la presencia de Rhys en St Giles, así como de la serie de violaciones y palizas; y quizás explicaría también parte de la rabia de Rhys al ser castigado por su padre. Semejante hipocresía, a sus ojos, bastaría para enfurecerle.

Y para rematar el asunto, el estar al corriente de la asociación de su padre con tales mujeres, ¿explicaba su propia violencia hacia las prostitutas, una sensación de violación de su familia, sobre todo de su madre? Eso podría considerarse el principio de alguna clase de atenuante…, suponiendo que fuese verdad…, y demostrable.

La respuesta consistía en ver si alguien de St Giles reconocía a Leighton Duff situándolo en otras noches que no fuesen la de su muerte. ¿Le conocerían en los burdeles? En cualquier caso, sería de vista. Un hombre tan sofisticado y mundano era muy poco probable que empleara su verdadero nombre. La sociedad sabía perfectamente que muchos caballeros se entregaban al placer en sitios como aquel, pero otra cosa era verse sorprendido en el intento. La reputación de uno se resentía, a veces en gran medida.

Se detuvo bruscamente, poco faltó para que tropezara con el bordillo y se cayera. Con tal brutalidad le sobrevino el recuerdo, que casi perdió el equilibrio. Por supuesto, un hombre podía arruinar su carrera, convertirse en el hazmerreír de la sociedad, no tanto por sus debilidades carnales como por el absurdo de ser sorprendido en una situación ridícula. Su dignidad se hacía añicos para siempre. Sus subordinados se reían de él, perdiéndole el respeto. Uno ya no podía seguir ejerciendo su autoridad.

¿Por qué pensaba en la autoridad?

Un hombre que asaba castañas en un brasero le miraba con curiosidad. Una muchacha pasó riendo hacia la calle principal, acarreando una bolsa con ambas manos.

Un magistrado. Se trataba de un magistrado a quien una redada policial había sorprendido en un burdel. Estaba acostado con una chica insolente y gorda de unos catorce años. Cuando la policía irrumpió en el lugar, salió corriendo de la habitación con los pantalones por las rodillas, el pelo revuelto, olvidando las gafas, tropezó y cayó rodando por las escaleras, aterrizando a los pies del oficial de policía, con la camisa en la cabeza, dejando muy poco margen para la imaginación. Monk no estuvo presente. Se lo habían contado después, y rió hasta que le saltaron las lágrimas y le dolieron las costillas.

¿Por qué se acordaba de eso ahora? Seguía siendo divertido pero había algo injusto en ello.

¿Por qué? ¿Por qué tendría Monk que sentirse culpable? Aquel hombre era un hipócrita; sentenciaba a mujeres por un crimen del que él mismo era inductor, por vender bienes que a todas luces él compraba.

No obstante, la sensación de pesar le acompañó mientras torcía a la izquierda y volvía a cruzar la calle. De manera inconsciente se estaba dirigiendo hacia uno de los burdeles más grandes que conocía. ¿Lo hacía para preguntar sobre Leighton Duff? ¿O era allí donde había tenido lugar la redada? ¿Por qué iba la policía a irrumpir en un burdel de St Giles o «Holy Land»? Estaba plagado de establecimientos de ese tipo y a nadie le importaba. Tuvo que haber alguna otra razón, un robo, una falsificación, tal vez algo más serio, como un secuestro o hasta un asesinato. Eso justificaría la irrupción policial sin previo aviso.

Se cruzó con un hombre que acarreaba un atado de bastones de paseo, abriéndose camino por los callejones hacia la calle principal, donde se dedicaría a venderlos. Un mendigo buscó refugio en un portal para resguardarse de la lluvia. Sin ninguna razón especial, Monk le dio tres peniques.

Sería más inteligente ir a la comisaría y pedir a Evan una copia del retrato de Leighton Duff. Miles de hombres encajaban en su descripción. Sería una tarea extremadamente tediosa peinar St Giles en busca de alguien que hubiese visto a Leighton Duff y le reconociera, pero no tenía otro sitio por donde empezar. Y sólo faltaban uno o dos días para que se iniciara el juicio.

Ahora bien, mientras estuviera en St Giles debía aprovechar para ver si lograba reconstruir la historia que había vivido allí con Runcorn. Eso era lo que más necesitaba saber. Vida Hopgood estaba satisfecha. Esbozando una sonrisa, pensó en su rostro cuando le contó lo de Rhys Duff y sus amigos. No podía decirse que fuese perfecto que Arthur y Duke Kynaston quedaran libres de culpa, pero aquel no tenía por qué ser el resultado final. Era poco probable que volvieran por Seven Dials, y si lo hacían se encontrarían con una recepción de lo más desagradable. ¿Quizá Monk debería advertirles? Igual les salvaba la vida, cosa que tampoco le quitaba el sueño, aunque de paso libraría a su conciencia de la mancha de ser cómplice de asesinato si resultaban ser tan tontos como para no hacerle caso.

Llegó a la comisaría y encontró a Evan, que ahora llevaba otro caso.

– ¿Puedes prestarme los retratos de Rhys y Leighton Duff? -preguntó, una vez en el minúsculo despacho de Evan. Éste se sorprendió.

– ¿Para qué? ¿No se ha dado por satisfecha Vida Hopgood?

– Sí. Esto no es para ella. -Preferiría con mucho no tener que contar a Evan que estaba tratando de salvar a Rhys Duff, que trabajaba en contra del caso que Evan había construido.

– ¿Pues para quién? -Evan le observó con detenimiento, con sus brillantes ojos color avellana.

Tarde o temprano Evan se enteraría de que Rathbone había aceptado la defensa. Evan testificaría en el juicio y entonces lo sabría, si no antes.

– Para Rathbone -contestó Monk con parquedad-. Le gustaría saber más acerca de lo que pasó antes de la noche del crimen.

Evan le miraba fijamente. No había enojo en su expresión, ninguna muestra de sentirse traicionado. Es más, se diría que sentía alivio.

– Quieres decir que Hester ha convencido a Rathbone para que defienda a Rhys y que tú trabajas en ello -dijo Evan, con un tono que parecía traslucir satisfacción.

A Monk le picó en lo más vivo que Evan supusiera que estaba trabajando para Hester, y más en una causa perdida como aquella. Pero lo peor es que era cierto. Arremetía contra molinos de viento, como un loco de atar. Aquello no se correspondía con su personalidad, con cuanto sabía acerca de sí mismo, y consistía en aliviar el dolor de Hester cuando viera que declaraban a Rhys Duff culpable de un crimen por el que sería ahorcado, siéndole del todo imposible ofrecerle siquiera el más leve consuelo. Al reconocer su dolor, le dieron retortijones en el estómago. Sólo con eso bastaba para que odiara a Rhys Duff y sus egoístas y obsesivos apetitos, su crueldad, su estupidez y su ciega violencia.

– Estoy trabajando para Rathbone -espetó a Evan-. Es una absoluta pérdida de tiempo, pero si no lo hago encontrará a otro, haciendo gastar más dinero de la cuenta a la pobre señora Duff, por no mencionar su pesar. Si existe una mujer que no merezca más carga de la que ya soporta, ¡sin duda es ella!

Evan no discutió. Monk hubiese preferido que lo hiciera. Aquello era una evasiva y Monk supo que Evan lo sabía. En cambio, se limitó a volverse hacia el cajón de su escritorio con un amago de sonrisa y un ligero encogimiento de hombros, para darle los dos retratos.

– Necesito que me los devuelvas cuando ya no los utilices por si hay que presentarlos como pruebas.

– Gracias -dijo Monk, con menos cortesía de la que Evan merecía. Los dobló cuidadosamente y se los metió en el bolsillo. Se despidió de Evan y salió de la comisaría a toda prisa. Preferiría que Runcorn no supiese que había estado allí. Lo último que quería era tropezarse con él por casualidad.

El día se presentaba largo y frío, y el anochecer sería el mejor momento para encontrar personas que estuvieran por ahí a horas en las que cabía la posibilidad de que hubiesen visto a Rhys o a Leighton Duff o, ya puestos, a alguno de los Kynaston. Enojado por tanta impotencia, con los pies mojados y entumecido de frío, se encaminó una vez más hacia St Giles, deteniéndose en una taberna para comer empanada caliente con patatas y cebolla, y una ración de budín de huevo.

Pasó varias horas en el barrio, preguntando y buscando, caminando por los callejones y adentrándose en los pasajes, subiendo y bajando escaleras, internándose en la parte antigua, intacta desde hacía generaciones. El agua goteaba desde los aleros podridos, las piedras estaban pegajosas, la madera crujía, las puertas colgaban torcidas, pero a su paso las cerraban de golpe. La gente se movía por delante y por detrás de él como si fuesen sombras. En un momento dado, todo le era extraño, atemorizador y amargo, y al siguiente creía reconocer algo. Doblaba una esquina y veía exactamente lo que esperaba ver, una puerta con grandes tachuelas de hierro cuyo dibujo podría reseguir con los ojos cerrados.

No descubrió nada, salvo que había estado allí antes, y eso ya lo sabía. La comisaría en la que había trabajado lo hacía evidente para todo el mundo.

Comenzó por los burdeles más grandes y prósperos. Si Leighton Duff había ido a St Giles en busca de prostitutas, lo más probable era que lo hubiese hecho allí.

Trabajó hasta pasada la medianoche, preguntando, amenazando, engatusando y coaccionando sin descubrir nada de nada. Si Leighton Duff había estado en alguno de aquellos sitios, o bien las madamas no lo recordaban, o bien mentían para salvaguardar su reputada discreción. Monk se inclinaba por la primera opción. Duff estaba muerto, no tenían por qué tener miedo de contestar a Monk. No había perdido tanto de su antigua personalidad como para no poder sacar información a personas que vivían al borde del delito. Conocía demasiado bien ese equilibrio para no aprovecharlo.

Caminaba por un callejón corto subiendo hacia Regent Street cuando vio a un cochero de pie en la acera charlando con un vendedor de bocadillos. Al doblar la esquina le alcanzó una ráfaga de viento helado.

Monk compró un bocadillo enorme por un penique. Le hincó el diente con gusto. Lo cierto es que era muy sabroso, de pan fresco, con la corteza crujiente y una loncha gruesa de jamón, generosamente aderezado con chutney de ruibarbo.

– Está bueno -dijo, con la boca llena.

– ¿Ya ha encontrado a sus violadores? -preguntó el cochero, levantando las cejas. Tenía unos ojos muy tristes, más bien saltones, de color azul pálido.

– Sí, gracias -contestó Monk, sonriendo-. ¿Lleva mucho tiempo trabajando en esta zona?

– Unos ocho años, ¿por qué?

– Por curiosidad. -Se volvió hacia el vendedor de bocadillos-. ¿Y usted?

– Veinticinco -contestó-. Más o menos.

– ¿Me conoce?

El hombre pestañeó.

– Claro que le conozco. ¿Qué clase de pregunta es esa?

Monk se armó de valor.

– ¿Recuerda una redada en un burdel, hace mucho tiempo, en la que sorprendieron a un magistrado? Cayó rodando por las escaleras y se hizo bastante daño. -Antes de terminar de decirlo el rostro del hombre le dijo que sí. La risa lo arrugó y sus labios soltaron una carcajada.

– ¡Sí! -dijo divertido-. ¡Sí, claro que me acuerdo! Menudo cabrón estaba hecho, el viejo Gutteridge. Encerró tres años a Polly Thorp sólo porque un tipo al que le hizo un servicio dijo que le había robado el dinero, ¡mientras tenía los pantalones bajados! -Volvió a reír, hinchando los carrillos, que le brillaban a la luz de la farola del otro lado de la calle-. Le pillaron bien pillado…, con los pantalones bajados y todo. Dejó la judicatura después de eso. Se le acabó el ir endilgando cuatro años por aquí, cinco años por allá, y la gente lo agradeció. Se oían risas por todo Holy Land; lo que yo le diga. Me enteré de que Runcorn se llevó todos los méritos, aunque yo siempre me dije que eso había sido obra suya, señor Monk. Muchos de por aquí lo pensaron. Sólo que no estuvo presente en el momento de los hechos, por decirlo así.

– ¿Eso cree? -dijo Monk despacio-. Bueno, hace mucho tiempo ya. -Quería cambiar de tema. Se estaba quedando sin saber qué decir. No podía permitirse mostrarse vulnerable ante aquellos hombres. Su habilidad dependía del temor y el respeto que les infundiera. Sacó el retrato de Leighton Duff del bolsillo y se lo mostró al vendedor de bocadillos-. ¿Ha visto a este hombre alguna vez?

El vendedor de bocadillos inclinó un poco el papel hacia la luz de la lejana farola. Meditó unos instantes.

– Sí, era el vejete que liquidaron en Water Lane. Ya me lo enseñó un guindilla, este dibujo. ¿Por qué quiere saberlo?

– Me preguntaba si habría venido por aquí alguna vez antes de esa noche -contestó Monk.

El cochero le miró con curiosidad.

– ¡Eh, espere un momento! -dijo, interviniendo de motu proprio-. Yo lo he visto. No la noche en que lo liquidaron, ésa no, pero le vi antes de eso, como un par de semanas antes, o puede que menos. Fue la noche antes de Nochebuena, ¡de eso me acuerdo! Se lo juro.

Monk notó que el cuerpo se le tensaba y que el corazón empezaba a latirle con fuerza. Percibía un aroma de triunfo.

– ¿La noche antes de Nochebuena estuvo aquí, en St Giles?

– ¡Sí! ¿No se lo acabo de decir? Iba descompuesto, el tío, como si se hubiese peleado. La cara manchada de sangre, tenía, y también las mangas.

Monk tragó saliva.

– Piénselo bien. ¿Está seguro?

– Sí, claro que estoy seguro. Las orejas, ¿sabe? -Miró a Monk con una sonrisa-. Me gustan las orejas. Las orejas siempre son distintas. ¿Se había fijado en eso?

– Sí, por supuesto. ¿Y qué es lo que recuerda tan bien de las orejas de este hombre? -preguntó, mientras levantaba la mano ante el dibujo para ocultar las orejas.

– Largas -dijo el cochero sin titubeos-. Largas y delgadas, con el lóbulo grande. Aparte la mano y mire. Verá que no me equivoco.

Monk obedeció. El hombre tenía razón.

– ¿Y la sangre? ¿Vio si estaba herido? -No quería preguntarlo. Faltó poco para que no lo hiciera. Aquello lo desmentía todo. El caso se le iba de entre las manos.

– No, sólo sangre. No tenía por qué ser suya. Podría ser la de otro. Parecía como borracho, iba tambaleándose un poco, pero la mar de contento, como si acabara de ganar algo. Así que igual hubo alguien que se llevó la peor parte, ¿eh?

– Es posible. ¿Iba solo? ¿Vio a alguien más? -¿Habría estado Rhys con él, o le habría dejado donde hubiese tenido lugar la pelea? Aquel testimonio era demasiado bueno para ser verdad. ¡Quizá después de todo sería capaz de llevarle algo a Hester! O, mejor dicho, a Rathbone.

– Vi a otro -dijo el cochero, meditabundo-.

Pero no sabría decirle quién era. Sólo vi una sombra. Alto, más bien, y flacucho, aunque no es fácil decirlo, llevaba un buen abrigo. Tapa mucho un buen abrigo.

– Alto… y delgado -dijo Monk, despacio-. ¿Y su cara? ¿Era moreno o rubio? ¿Joven o viejo? -¿Cuan probable era que se tratara de Rhys?-. ¿También iba herido?

– ¡No me atosigue! -protestó el cochero-. Sólo puedo contestar una cosa cada vez.

– ¿Le vio la cara? -preguntó Monk, controlándose con dificultad.

– A medias.

– ¿Moreno o rubio?

– Moreno. Muy moreno.

Monk tragó saliva.

– ¿Y pudo ver si iba herido?

– Pues sí, ahora que lo pienso, también llevaba sangre encima. Tampoco mucha, hasta donde yo vi. Pero sí, iba hecho una piltrafa. Diría que el abrigo estaba desgarrado, y parecía mojado. ¿Por qué, jefe? ¿Qué importa eso ahora? Ya lo ha pillado, ¿no?

– Sí. Sólo trato de poner un poco de orden en las pruebas que verá el tribunal. ¿Está convencido de la fecha?

– Sí, ya se lo he dicho.

– Gracias. Me ha sido de gran ayuda. Ahora hágame el favor de llevarme a Ebury Street. Y tome otro bocadillo. -Dio tres peniques al vendedor de bocadillos y cogió dos-. Tome uno también usted -agregó, alegremente-. Son muy buenos. -Le dio uno al cochero y saltó a bordo de una zancada. Lo único que lamentaba era no tener nada para el caballo.

En Ebury Street se apeó y pagó al cochero, a quien dio las gracias de nuevo, subió los escalones y llamó a la puerta. Cuando Wharmby la abrió, tan adusto como siempre, Monk pidió ver a la señora Duff.

– Lo lamento, señor, pero la señora Duff no recibe en este momento -dijo Wharmby, con firmeza.

– Por favor, hágale saber que trabajo para Sir Oliver Rathbone y que debo hacerle una pregunta relacionada con el caso -repuso Monk, con el mismo estoicismo-. Es importante que reciba una respuesta para seguir avanzando. Es por el bien del señor Duff.

– Sí, señor, se lo diré. -Titubeó. No había más que decir y, sin embargo, no se movió.

Monk aguardó. Tenía ganas de meterle prisa, pero temía que si se mostraba demasiado directo rompería el hechizo del momento y saldría perdiendo.

– ¿Se acuerda de Nochebuena, Wharmby? -preguntó, sin darle importancia.

– Sí, señor-contestó Wharmby, sorprendido.

– ¿Y la noche antes?

Wharmby asintió con la cabeza.

– Sí, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿Quién estuvo en la casa, aquella noche?

– Nadie, señor. Al atardecer la señora Duff salió con la señorita Wade, a un concierto. El señor Rhys fue a cenar a casa de los Kynaston y el señor Duff salió por asuntos de negocios.

– Comprendo. -Notó otra vez el sabor del triunfo-. ¿Y cómo estaban todos ellos cuando regresaron a casa, o la siguiente vez que los vio?

– ¿Que cómo estaban, señor? Bastante normales, si se tiene en cuenta que era Nochebuena.

– ¿Nadie presentaba heridas de ningún tipo? ¿Quizá un accidente de tráfico sin importancia, o algo por el estilo?

– Creo que el señor Duff tenía un rasguño en la cara. Dijo que se lo había hecho una piedra que había salido disparada por un carruaje que iba demasiado deprisa. ¿Por qué, señor? ¿Significa algo eso? ¿Puede… puede ayudar al señor Rhys, señor? -Pese a la curiosidad de su rostro, le miraba con ojos asustados, como si temiera la respuesta. Casi le había dado reparo preguntar.

La actitud de Wharmby desconcertó a Monk. Tal preocupación no encajaba con la imagen que se había formado de Rhys Duff. El mayordomo no daba muestras de estar afectado por la muerte violenta de su patrón. ¿Sería porque quien le afligía ahora era Sylvestra, al imaginar aquella segunda pérdida, casi peor que la primera?

– No lo sé -admitió Monk-. Estoy haciendo cuanto puedo. Es posible que esto contribuya… a atenuar las cosas… un poco. Quizá no sea preciso que moleste a la señora Duff. Si usted dice que esa noche el señor Rhys dijo que iba a cenar a casa de los Kynaston, puedo corroborarlo hablando con ellos. ¿Me daría su dirección?

– Cómo no, señor. Se la apunto enseguida. -Y sin aguardar consentimiento, se esfumó reapareciendo al cabo de un momento para entregarle una cuartilla escrita con exquisita caligrafía.

Monk le dio las gracias y se marchó en busca de otro coche de caballos.

En el domicilio de los Kynaston pidió ver al señor Kynaston.

Fue recibido, a regañadientes, en la biblioteca. El fuego estaba apagado pero las ascuas aún calentaban un poco. Joel Kynaston entró, cerró la puerta y miró a Monk de la cabeza a los pies con manifiesto desagrado. Era un hombre de aspecto muy peculiar, con el pelo abundante y lustroso de color castaño rojizo, la nariz larga y una boca poco corriente. Era de estatura media y de complexión delgada, y en aquel momento parecía más bien impaciente.

– ¿Qué puedo hacer por usted, caballero? -dijo, mostrándose dinámico y eficiente-. El mayordomo me ha informado de que está haciendo averiguaciones sobre Rhys Duff a propósito de su inminente juicio. Todo este asunto me resulta muy molesto. El señor Duff era íntimo amigo mío y su muerte es una terrible tragedia para toda mi familia. Si puedo servir a la justicia, tengo la obligación cívica de hacerlo, eso no lo voy a eludir. Pero debo advertirle, señor, que no abrigo el menor deseo ni intención de verme envuelto en algo qué suponga más daño para la familia Duff, como tampoco para mi familia. ¿Qué es lo que desea de mí?

– ¿El señor Rhys Duff visitó su casa la noche anterior a la Nochebuena, señor Kynaston?

– No tengo ni idea. No me encontraba en casa. ¿Por qué es importante eso? Leighton Duff estaba perfectamente sano y salvo entonces. ¿A qué se debe su interés sobre si Rhys estuvo aquí?

Monk comprendía el deseo de proteger a sus hijos, a quienes era harto probable que supiera involucrados estrecha y trágicamente con la familia Duff. Igual se sentía culpable por no haber advertido su conducta, tal como al parecer había hecho Leighton Duff. Aunque si por azar hubiese sido él quien lo hubiese averiguado en lugar de su amigo, podría haber muerto a palos en Water Lane y Monk estaría haciendo esas mismas preguntas a Leighton Duff. No resultaba difícil ver que el señor Kynaston estaba tenso, a disgusto, y poco dispuesto a que Monk, o cualquier otro, siguiera metiendo el dedo en la llaga. Quizá debía darle alguna explicación.

– Verá, creo posible que la pelea de la noche en que murió el señor Duff no fuese la primera con su hijo a propósito de su conducta -respondió Monk-. Hay indicios de que se vieron y discutieron acaloradamente la noche antes de Nochebuena. Me gustaría saber si eso es cierto.

– No comprendo por qué -dijo Kynaston, frunciendo el ceño-. Me parece obvio lo que ocurrió. Leighton se dio cuenta de lo que estaba haciendo Rhys, de que su conducta era a todas luces inaceptable, algo indigno de un caballero. Había perdido el control de su temperamento y sus caprichos, convirtiendo su debilidad en auténtico vicio. Su padre le siguió e intentó convencerle, a lo que Rhys reaccionó con maliciosa rabia, atacándole…, con las consecuencias que conocemos de sobra.

– ¿Tenía Rhys mal carácter, señor Kynaston?

– Me temo que sí. De niño lo mantenía a raya. Nunca se le permitió perder los estribos mientras estuvo a mi cargo. Lo que le dejaran hacer en casa, naturalmente, no lo sé. Aunque su padre me confió que estaba preocupado por él. No deseo hablar mal de una pobre mujer que, Dios lo sabe bien, carga con más pesar del que nadie debería soportar jamás, pero la señora Duff ha consentido al muchacho como si aún fuese un crío y su carácter, como era de esperar, se ha resentido.

– Comprendo. ¿Hay alguien a quien pueda preguntar si Rhys estuvo aquí esa noche?

– Puede preguntárselo a mi esposa, supongo. Estaba en casa, y creo que mis hijos también.

Monk estaba desconcertado pero no hasta el punto de perder la compostura. Cabía la posibilidad de que Rhys hubiese ido solo en esa ocasión. Como también era probable que Kynaston se equivocara por completo.

– Gracias -aceptó Monk, inseguro de que la palabra de la señora Kynaston le bastara. En cuanto Kynaston se volvió hacia la puerta, Monk se dispuso a seguirle.

Kynaston se detuvo.

– Me está pisando los talones, Monk. Preferiría que esperase aquí, yo iré a preguntar a mi esposa y volveré con su respuesta.

– Como quiera -convino Monk-. En tal caso deberé informar a Sir Oliver de que no se me ha permitido hablar con la señora Kynaston en persona, y quizá sienta la necesidad de llamarla a testificar en el juicio. -Le miró fríamente de hito en hito-. No obstante, si yo hablara con ella, quizá sería suficiente.

Kynaston se envaró.

– ¡No me gusta que me amenacen, señor Monk!

– A nadie le gusta -dijo Monk, con una sonrisa poco convincente-, pero la mayoría hacemos caso.

Kynaston le observó detenidamente, sopesando su temple y testarudez; después giró sobre los talones y abrió la marcha.

Monk se sorprendió al ver a Fidelis Kynaston. No tenía ninguna idea preconcebida de la mujer de Kynaston, pero aquella mujer de tan extraordinaria compostura, con el rostro asimétrico y una voz serena y encantadora, le pilló completamente desprevenido. Su calma interior le fascinó.

– Éste es el señor Monk -dijo Kynaston con sequedad, sin mirarle-. Insiste en hacerte una pregunta sobre Rhys Duff. Deberías contestarle.

– ¿Cómo está usted, señor Monk? -saludó con amabilidad. A diferencia de su marido, su rostro transmitía tristeza en lugar de tensión o enojo. Quizá no era en absoluto consciente de la participación de sus hijos en el crimen, o del tipo de conducta que lo había propiciado. No sería extraño que Kynaston la hubiese protegido de esa realidad, en ese caso sería un hombre más admirable de lo que Monk había supuesto. Sin embargo, al observar el rostro de Fidelis podía apreciarse que su compostura ocultaba un penoso conocimiento y que su serena mirada emanaba de años de autodominio respecto a las más tristes desgracias. ¿Era concebible que ambos lo supieran y que, no obstante, se protegieran mutuamente, sin compartir jamás la tragedia?

– Siento mucho molestarla a estas horas, señora Kynaston -dijo Monk-, pero es preciso que le pida que se traslade mentalmente a la noche anterior a Nochebuena. ¿Puede decirme si se encontraba en casa y, en ese caso, quién estuvo con usted y hasta qué hora?

– Por supuesto -dijo Fidelis, con una sombra de desconcierto en los ojos-. Estuve en casa, como también mis hijos y Rhys Duff, y Lady Sandon y su hijo, el señor Rufus Sandon. Jugamos a las cartas y conversamos acerca de un montón de cosas, sobre todo de las exploraciones en Egipto. Rufus Sandon estuvo la mar de entusiasta a propósito de monsieur Champollion por haber descifrado la Piedra Roseta. Rhys estaba fascinado. Creo que de buena gana se habría quedado toda la noche escuchándole.

– ¿A qué hora se marchó, señora Kynaston?

– Hacia las dos, diría yo -respondió-. Era ya muy tarde. Y aunque al día siguiente era Nochebuena y no tenían que madrugar, también la noche sería larga. Recuerdo que lo comentaron. Marmaduke se retiró más temprano. Estaba menos interesado, pero los demás nos quedamos hasta avanzada la noche. ¿Puedo preguntarle por qué desea saberlo, señor Monk? ¿Puede servir para ayudar a Rhys? -No era preciso preguntarse si deseaba hacerlo, todo su porte decía hasta qué punto era así.

– No lo sé, señora -contestó Monk, con franqueza-. No me ha dicho lo que esperaba que dijera. Debo admitir que me deja un tanto confundido. ¿No tiene la menor duda acerca de la fecha?

– Ninguna. Comentamos el hecho de que al día siguiente era Nochebuena -afirmó.

– Gracias. Agradezco su gentileza.

– Entonces no lo vamos a retener más, señor Monk -dijo Kynaston bruscamente, justo cuando Fidelis se disponía a hablar de nuevo.

Monk le hizo una reverencia y se marchó, desconcertado por completo. Si Rhys había estado en casa de los Kynaston hasta las dos de la madrugada, no podía ser él con quien Leighton Duff había peleado en St Giles poco después de medianoche. No dudaba de Fidelis, aunque resultaría sencillo corroborar su declaración hablando con Lady Sandon. No había pedido su dirección, pero una mujer con título no sería difícil de localizar.

En cuanto llegó a su domicilio se dirigió al escritorio y sacó todas sus notas sobre las horas, fechas y lugares de las violaciones que había investigado. Estaban en orden cronológico y sólo le llevó unos instantes determinar que la memoria no le fallaba. Se había producido una violación, con paliza especialmente brutal, la noche antes de Nochebuena y, según la víctima, poco antes de medianoche, siendo más probable que fueran dos que tres los asaltantes.

La conclusión era tan desconcertante como ineludible. Rhys no era culpable de aquella violación. Leighton Duff había estado allí y se había visto envuelto en alguna clase de riña. Marmaduke Kynaston pudo haber estado allí. Arthur Kynaston, como Rhys, quedaba descartado. Tenía que estar completamente seguro. Había más datos que comprobar, con Lady Sandon, con Sylvestra Duff y, para mayor seguridad, con la servidumbre de casa de los Duff.

¿Leighton Duff había seguido a Marmaduke Kynaston y a su compañero de violaciones, fuera quien fuese… o era él mismo su compinche? ¿Y a Rhys, quien solía ser el tercero del grupo, en esta ocasión lo había retenido alguna otra cosa, quedándose en casa de los Kynaston, escuchando relatos sobre Egipto y la Piedra Roseta? ¿Era incluso posible que los tres hombres que cometían las violaciones no fueran siempre los mismos?

Se metió en la cama con la cabeza llena de ideas y los sueños no le dejaron dormir en paz.

Por la mañana se levantó, se vistió y, tras un desayuno apresurado, salió a la calle sin siquiera notar el frío. Hacia las dos de la tarde ya había comprobado los hechos. Rhys Duff había permanecido en casa de los Kynaston hasta las dos de la madrugada, luego regresó directamente a su casa, de donde no salió hasta el mediodía de la víspera de Navidad. No pudo haber estado en St Giles.

Leighton Duff había salido a las ocho y media de la noche y nadie sabía a qué hora había regresado. El lacayo no le había esperado. El señor Duff era un hombre muy considerado y nunca exigía a los sirvientes que retrasaran la hora de acostarse por su causa.

Confirmó que Duke Kynaston se había retirado antes de que finalizara la fiesta, pero nadie sabía decir si había salido de casa o no. Mientras estuvo en casa de los Kynaston, Monk aprovechó la oportunidad para transmitir una advertencia. Había dudado si hacerlo, o si dejar la justicia a la suerte. No obstante, a medida que su mente se fue aclarando, la duda se desvaneció. Pidió ver a los dos hermanos y le dijeron que Arthur estaba fuera, aunque Marmaduke le dedicaría unos minutos si tenía la bondad de ir a la sala de día.

Duke lo miró con una mezcla de interés y desdén.

– Detective privado, ¿eh? -dijo, enarcando una ceja-. Qué manera tan curiosa de ganarse la vida. Con todo, supongo que será mejor que cazar ratas o que confiscar muebles de morosos.

– Algunas veces se parece más a cazar ratas de lo que uno querría -contestó Monk, con la sorna que exigía la situación.

– Tengo entendido que usted fue quien atrapó a Rhys Duff -dijo Duke deprisa, casi interrumpiendo-. ¿Cree que el tribunal le encontrará culpable?

– ¿Por eso ha consentido en verme? -preguntó Monk, divertido-. ¿Porque piensa que puedo saber el resultado final?

Un leve rubor apareció en las mejillas de Duke.

– ¿Lo sabe? -inquirió.

Monk se sorprendió. Bajo tanta bravuconada, ¿acaso Duke sentía cierta preocupación, no desprovista de responsabilidad o culpa?

– No, no lo sé -dijo Monk, más amable-. Creía tener una respuesta irrefutable, pero recientes averiguaciones me hacen estar menos seguro.

– ¿Por qué ha venido aquí? -Duke frunció el ceño-. ¿Qué quiere de nosotros?

– Cuando la noche antes de Nochebuena se fue de la fiesta, ¿adonde fue?

– ¡A dormir! ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene eso?

– ¿No fue a St Giles con Leighton Duff?

Su asombro fue tan grande como su incredulidad.

– ¿Qué?

Monk repitió lo que acababa de decir.

– ¿Con Leighton Duff? ¿Le falta un tornillo? He ido de putas a St Giles, es verdad, con Rhys, si vamos a eso, y con mi hermano Arthur. Pero ¿con Leighton Duff? ¡Ese pedante reprimido y envarado! -Se echó a reír, con una risa áspera y crítica, aunque a oídos de Monk parecía del todo sincera.

– ¿Debo deducir que considera improbable que el señor Duff fuera a St Giles en busca de una prostituta?

– Tan probable como que Su Majestad aparezca en el escenario de un music-hall, diría yo -respondió Duke con amargura-. ¿Qué le ha hecho pensar eso? No debe estar muy al corriente del caso. En realidad no tiene la menor idea, ¿me equivoco?

Monk sacó del bolsillo el retrato de Leighton Duff.

– ¿Considera que es una buena semblanza?

Duke lo observó un momento.

– Sí, lo es, en efecto. Es un magnífico retrato. Tenía este mismo aire condescendiente y farisaico.

– No le apreciaba usted -señaló Monk.

– Una observación muy aguda. -Duke enarcó las cejas-. ¿De verdad se gana la vida con esto, señor Monk?

– Le sorprendería ver cómo se ponen en evidencia las personas cuando creen estar a salvo, señor Kynaston -dijo Monk, con una sonrisa-. Aunque agradezco tanta preocupación por mí, no es necesaria. A lo que he venido ha sido a advertirles, a usted y a su hermano, de que la gente de St Giles, y también de Seven Dials, saben quién cometió las recientes violaciones en sus barrios, y si alguno de ustedes vuelve por allí, es muy probable que se encuentren con un final desagradable. Ya ha estado allí. Sabrá o se imaginará lo fácil que sería que esto ocurriera, y que nunca encontraran sus cuerpos…, al menos en estado reconocible.

Duke le miraba con una mezcla de estupor e incomprensión, aunque claramente marcado por el miedo.

– ¿A usted qué le importa si me asesinan en St Giles? -dijo, malhumorado y agresivo, antes de humedecerse los labios con la lengua.

– Me da igual -respondió Monk con una sonrisa, pero incluso mientras lo decía, notó que eso no era del todo verdad. Marmaduke Kynaston ya no le caía tan mal como al llegar, y no sabría justificarlo mediante motivo alguno-. No quiero que la gente de St Giles sea objeto de una investigación por asesinato.

Duke dejó escapar un profundo suspiro.

– Tendría que habérmelo figurado. ¿Es usted de St Giles?

Monk rió con desenfado. Era la primera vez que le pasaba desde hacía días.

– No. Procedo de Northumberland.

– Supongo que debería darle las gracias por la advertencia -dijo Duke, quitando hierro al asunto, aunque sus ojos seguían reflejando la impresión y su voz sonaba sincera a su pesar.

Monk se encogió de hombros y sonrió.

Salió de la casa aún más confundido.


* * *

El tiempo se agotaba de manera inexorable.

Fue con el retrato de Leighton Duff a Seven Dials y lo mostró a los cocheros, a los mendigos, a un charlatán, a los vendedores de flores, cordones de zapato, cerillas y loza, a un cazador de ratas y a varias prostitutas. Lo reconocieron al menos doce personas, algunas sin el menor titubeo. Ninguna de ellas pudo identificar a Rhys.

Llegada la segunda noche, Monk sólo tenía una pregunta en la cabeza. Regresó a St Giles para buscar su respuesta y recorrió los callejones y patios, los pasajes goteantes subiendo y bajando escaleras medio podridas hasta que el amanecer llegó gris y deprimente a eso de las siete y le sorprendió agotado, y con tanto frío que tenía los pies completamente entumecidos y no conseguía dejar de temblar. Ahora bien, sabía dos cosas. Rhys y su padre habían ido a St Giles la noche del asesinato, procedentes de direcciones distintas y nada probaba que se hubiesen encontrado hasta el fatal enfrentamiento de Water Lane.

De la otra cosa se enteró por casualidad. Estaba hablando con una mujer que había sido prostituta en su juventud y que había ahorrado bastante dinero como para comprar una casa de huéspedes, pero aún podía presumir de estar al corriente de los cotilleos. Fue a verla en parte para confirmar determinadas fechas y lugares pero, ante todo, empujado por la necesidad de rastrear la oscuridad de su propia mente, el miedo que le atenazaba cada vez que el rostro de Runcorn acudía a su pensamiento, cosa que sucedía con frecuencia en aquellos caminos oscuros y resbaladizos. No era Runcorn con su aspecto presente, con canas en las sienes y un poco de tripa, sino un Runcorn más joven y entusiasta, firme y con la mirada más clara y osada.

– ¿Recuerda la redada en el burdel, cuando pillaron al magistrado Gutteridge con los pantalones bajados? -No tenía muy claro por qué lo preguntaba, ni qué respuesta esperaba, sólo que no conseguía quitárselo de la cabeza.

La mujer rió con ganas.

– Claro que sí. ¿Por qué?

– ¿La dirigió Runcorn?

– ¡Eso ya lo sabe! ¡No me venga con que lo ha olvidado! -Le miró entrecerrando los ojos y ladeando la cabeza.

– ¿La montó él? -preguntó Monk.

– ¿Qué es esto, un juego o algo así? Usted la montó y Runcorn se le adelantó. Aunque si se lo permitió fue porque sabía que el pobre Gutteridge iba a estar dentro. Runcorn cayó como un angelito, el muy bobo.

– ¿Por qué? Fue culpa del propio Gutteridge. ¿Esperaba que la policía aplazara una decisión porque se estaba permitiendo un capricho?

La mujer abrió mucho los ojos.

– ¡Pues sí! ¡Claro que sí! ¡O por lo menos que le avisaran! Aquello levantó muchas ampollas, salpicó a mucha gente importante. ¡Aquí nos daba igual, la verdad! ¡Nos partimos de risa, qué quiere que le diga!

– ¿A qué gente importante? -Monk hizo una pausa, pues sabía que se le estaba escapando algo y que ese algo era importante.

– Oiga, ¿de qué va todo esto? -se extrañó la mujer, frunciendo el ceño-. ¡Ya está muerto y enterrado! ¿A quién le importa ya? No tiene nada que ver con las violaciones que ha habido en el barrio.

– Ya lo sé. Sólo quiero saber más. Cuénteme -insistió.

– Bueno, hubo unos cuantos tíos que después de aquello se sintieron expuestos. -Rió de su propio chiste-. Siempre habían confiado en que ustedes, los guindillas, se mantendrían alejados de ciertas casas de placer. -Se frotó los ojos con el dorso de la mano-. Después ya no se fiaban de nadie. ¡No podían! Así que se agriaron las relaciones entre la poli y ciertos personajes influyentes. Fue la única vez que se me ocurrió que podría caerme bien el señor Runcorn. Se pasa el tiempo dando el coñazo. ¡Es peor que usted! Usted será un cabrón, pero siempre va de frente, no está lleno de hipocresía como él. A usted nunca le vi decir una cosa y hacer otra. Él no es así. -Le miró con más atención-. ¿Qué está pasando, Monk? ¿Qué narices le importa una redada de hace veinticinco años en una casa de citas?

– No estoy muy seguro -dijo, sincerándose.

– Va a por usted, ¿es eso? -preguntó, con un tono que daba a entender cierta compasión. Monk no supo si era por él o por Runcorn.

– ¿A por mí? -repitió-. ¿Por qué? -Parecía una estupidez, pero la mujer sabía algo, sino no habría sacado aquella conclusión. Tenía que enterarse. Estaba demasiado cerca para dejarlo escapar, fuera lo que fuese.

– Bueno, usted le tendió la trampa, ¿no? -dijo, incrédula-. Sabía que todos aquellos tíos iban a estar allí y no le dijo nada. Dejó que irrumpiera y que hiciera el ridículo más espantoso. Supongo que nadie dijo nada, pero esas cosas no se perdonan nunca. Perdió el ascenso, entonces, y también a su chica, porque su padre era uno de los de dentro, ¿me equivoco? -Se encogió de hombros-. Yo de usted me andaría con ojo, aunque haya llovido mucho. Él no perdona, ¿entiende? Está lleno de rencor, el maldito Runcorn.

Monk apenas la escuchaba. No recordaba haber hecho aquello, ni siquiera después de la explicación. Aunque recordaba la sensación de triunfo, la profunda y ardiente satisfacción de saber que había vencido a Runcorn. Ahora sólo sentía vergüenza. Era una mala pasada, una venganza demasiado grande por más motivo que le hubiese dado Runcorn. Y lo peor era que no se le ocurría ninguno.

Le dio las gracias en voz baja y se marchó, dejándola desconcertada, murmurando varias veces para sí misma lo mucho que habían cambiado los tiempos.

¿Por qué? Caminaba con la cabeza gacha contra la lluvia, las manos hundidas en los bolsillos, haciendo caso omiso de las alcantarillas rebosantes que le mojaban los pies. Ya era de día. ¿Por qué había hecho algo semejante? ¿Había sido tan deliberado y cruel como todos pensaban? De ser así, no era de extrañar que Runcorn todavía le detestara. Con perder un ascenso ya era suficiente. Gajes del oficio. Pero perder a la mujer que amaba era un golpe muy duro y Monk ahora sería incapaz de asestárselo a ningún hombre.

El juicio a Rhys Duff ya había dado comienzo. La información que poseía era bastante pertinente, incluso aunque no sirviera de mucho. Debía ir a referírsela a Rathbone. Hester sufriría. Lo que no le cabía imaginar era cómo encajaría Sylvestra Duff la noticia de que su marido también era un violador.

Cruzó Regent Street, sin apenas darse cuenta de que ya había salido de St Giles, y se detuvo para tomar una taza de té bien caliente. ¿Tal vez no debía contárselo a Rathbone? No absolvía a Rhys del asesinato de su padre, sólo de una violación, ¡causa por la que, a fin de cuentas, tampoco le estaban procesando!

Ahora bien, formaba parte de la verdad, y la verdad era importante. Lo cierto era que sabían muy poco de ella como para que tuviera sentido. Rathbone le pagaba para que averiguara cuanto pudiera. Se lo había prometido a Hester. Debía aferrarse a su sentido del honor, a la integridad y a la confianza en los amigos que ahora tenía. Lo que había sido en el pasado le resultaba penoso. No lo recordaba ni lo entendía.

¿Se entendería a sí mismo Rhys Duff?

Eso era irrelevante. Monk era un hombre adulto y, tanto si lo recordaba como si no, era responsable. Sin duda estaba en plena posesión de sus facultades y podía responder. El único motivo para no enfrentarse consigo mismo era el miedo a lo que iba a encontrar, sumado a la afrenta a su orgullo que supondría reconocer ante Runcorn que sentía remordimientos.

¿Tenía el coraje necesario?

Había sido cruel, arbitrario, precipitado en sus juicios, pero jamás mentiroso, y mucho menos cobarde.

Apuró la taza de té, se sirvió un bollo, pagó su consumición y, comiéndoselo por el camino, se dirigió a la comisaría.

Se vio obligado a esperar hasta las nueve y cuarto, momento en el que Runcorn llegó. Se le veía abrigado y seco envuelto en su elegante abrigo, con el rostro sonrosado, recién afeitado y con los zapatos lustrosos.

Miró a Monk con seriedad, bajando la vista del pelo mojado a su rostro agotado, de los ojos hundidos y el abrigo empapado hasta las botas mugrientas. Su expresión era petulante, resplandeciente de satisfacción.

– Se diría que no le van muy bien las cosas, Monk -dijo alegremente-. ¿Quiere pasar y calentarse los pies? ¿Quizá le apetece una taza de té?

– Ya he tomado una, gracias -dijo Monk. Si seguía allí era sólo porque recordaba el desprecio que le inspiraba la cobardía, junto al pensamiento de lo que Hester opinaría si fracasaba en aquella última confrontación-. Aunque pasaré. Quiero hablar con usted.

– Estoy muy ocupado -dijo Runcorn-, aunque supongo que podré disponer de quince minutos. ¡Tiene muy mal aspecto! -Abrió la puerta de su despacho y Monk le siguió dentro. Alguien había encendido el fuego y el ambiente era muy agradable. Flotaba un ligero aroma a cera de abejas y a lavanda.

– Siéntese -invitó Runcorn-, pero antes quítese el abrigo, o me va a manchar la butaca.

– He pasado la noche en St Giles -dijo Monk, sin sentarse.

– Salta a la vista -repuso Runcorn. Arrugó la nariz-. Y, la verdad, también se huele.

– He hablado con Bessie Mallard.

– ¿Quién es? ¿Y por qué me lo cuenta? -Runcorn se sentó y se puso cómodo.

– Antes era puta. Ahora regenta una pequeña casa de huéspedes. Me ha hablado de la noche de la redada en el burdel de Cutter's Row, cuando sorprendieron al magistrado Gutteridge, que bajó rodando la escalera… -Se interrumpió. Una marea de intenso púrpura se extendió por el semblante de Runcorn. Las manos, apoyadas en la suave madera del escritorio, se cerraron de pronto en sendos puños.

Monk suspiró. No había forma de eludirlo.

– ¿Por qué le detestaba tanto como para dejarle caer en esa trampa? No lo recuerdo.

Runcorn le miraba fijamente, abriendo más los ojos a medida que entendía lo que Monk le decía.

– ¿Qué más le da? -Su voz era aguda, dolida-. Echó a perder mis planes con Dora. ¿No era eso lo que quería?

– No lo sé. Ya se lo he dicho… No lo recuerdo. Pero fue un acto malicioso y quiero saber por qué lo hice.

Runcorn pestañeó. Estaba desconcertado por completo. Aquel no era el Monk que conocía.

Monk se inclinó sobre el escritorio, bajando la mirada hacia él. Tras el rostro recién afeitado, la máscara de suficiencia, había un hombre con una herida en su amor propio que jamás había llegado a cicatrizar. Monk se la había infligido… al menos en parte. Necesitaba saber por qué.

– Lo siento -dijo en voz alta-. Ojalá no lo hubiese hecho, pero necesito saber por qué lo hice. Antes trabajábamos juntos, confiábamos uno en el otro. ¿Qué cambió? ¿Fue usted… o fui yo?

Runcorn permaneció callado tanto rato que Monk llegó a pensar que no iba a contestarle. Se oía ruido de taconeo en el pasillo, y la lluvia que goteaba de los aleros hasta el alféizar de la ventana. Desde lejos llegaba el rumor del tráfico y un caballo relinchó.

– Fue cosa de ambos -dijo Runcorn finalmente-. Todo comenzó con el abrigo, como quien dice.

– ¡Abrigo! ¿Qué abrigo? -Monk no entendía a qué se refería.

– Me compré un abrigo nuevo con el cuello de terciopelo. Usted entonces se compró uno con el cuello de piel, lo justo para que fuese mejor que el mío. Salíamos a cenar juntos, al mismo sitio.

– Qué estupidez -dijo Monk de inmediato.

– Así que me tomé la revancha -prosiguió Runcorn-. Algo relacionado con una chica. Ni siquiera recuerdo qué. La cosa fue creciendo hasta que se nos fue de las manos.

– ¿Eso fue todo? ¿Tan sólo celos infantiles? -Monk estaba horrorizado-. ¿Perdió a la mujer que quería… por culpa del cuello de un abrigo?

El rostro de Runcorn estaba lívido.

– ¡Fue más que eso! -dijo a la defensiva-. Fue… -Levantó la vista hacia Monk, con los ojos encendidos de ira, con más sinceridad de la que Monk jamás había visto en él. Fue como verlo por primera vez, sin ningún velo de por medio-. Fueron mil cosas, la forma en que socavaba mi autoridad sobre los hombres, riéndose a mis espaldas, apropiándose de mis ideas, de mis arrestos…

Monk sintió que le engullía el vacío de la ignorancia. No sabía si todo aquello era la verdad, o simplemente la forma que tenía Runcorn de excusarse. Detestaba esa sensación de pánico ciego y asfixiante que causaba la impotencia. ¡No sabía nada! Estaba luchando sin armas. ¡Pudo haber sido un hombre así! No se reconocía como tal, pero ¿hasta qué punto le había cambiado el accidente? ¿O era sencillamente que se había visto obligado a mirarse desde fuera, tal como lo haría un desconocido, y al verse a sí mismo, había cambiado?

– ¿Eso hacía? -dijo despacio-. ¿Por qué a usted? ¿Por qué se lo hacía sólo a usted? ¿Por qué no a los demás? ¿Qué me hizo usted a mí?

Runcorn presentaba un aspecto desdichado y desconcertado, debatiéndose en sus pensamientos.

Monk aguardó. Debía ser paciente. Una palabra de más, sólo una, y la verdad se le escabulliría.

Runcorn levantó los ojos buscando los de Monk, pero no habló de inmediato.

– Supongo… que estaba resentido -dijo por fin-. Siempre parecía saber la palabra adecuada, adivinar las respuestas correctas. La suerte siempre estaba de su parte, y usted no dejaba sitio para nadie más. Nunca perdonaba un error.

Aquello era una dura crítica. No perdonaba.

– Pues debí hacerlo -dijo muy serio-. En eso me equivoqué. Siento lo de Dora. Ya sé que no puedo deshacer lo hecho, pero lo siento.

Runcorn le miró de hito en hito.

– ¡Dice que lo siente! -exclamó, asombrado. Suspiró profundamente-. Lo hizo muy bien en el caso Duff. Gracias. -Era lo más que podía hacer para aceptar la disculpa.

Era más que suficiente. Monk asintió con la cabeza. No podía dejar una mentira entre ellos. Rompería el frágil puente que acababa de construir con tanto esfuerzo.

– Todavía no he terminado con él. No estoy seguro del motivo, pero el propio padre fue responsable de al menos una de las violaciones de St Giles, y era visitante asiduo de Seven Dials.

– ¿Qué? -Runcorn no daba crédito a lo que creía haber oído-. ¡Eso es imposible! ¡No tiene ningún sentido, Monk!

– Ya lo sé, pero es verdad. Tengo una docena de testigos. Uno lo vio la noche antes de Nochebuena manchado de sangre, y esa noche hubo una violación en St Giles, y tanto la señora Kynaston como Lady Sandon jurarán si es preciso que Rhys Duff estuvo con ellas todo el tiempo, a kilómetros de distancia.

– Rhys Duff no está acusado de violación. -Runcorn frunció el ceño, profundamente impresionado. Era lo bastante buen policía para ver las implicaciones.

Monk no arguyó nada más. Era innecesario.

– Le quedo agradecido -dijo Runcorn, negando con la cabeza.

Monk asintió, dudó un instante, se despidió y se marcho a casa para darse un baño y dormir. Después iría a hablar con Rathbone.

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