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—Si Quinn gana —me había dicho Sundara una noche de finales del verano de 1997—, ¿te ofrecerá un puesto en su administración?

—Probablemente.

—¿Lo aceptarás?

—Ni por asomo —le dije—. Llevar una campaña es divertido. La administración municipal día a día debe ser mortalmente aburrida. Tan pronto terminen las elecciones volveré con mis clientes de siempre.

Tres días después de las elecciones, Quinn me mandó llamar y me ofreció el puesto de ayudante administrativo especial, que acepté sin la menor vacilación, sin pensar ni un solo instante en mis clientes, mis empleados o mi resplandeciente oficina llena de equipos de proceso de datos.

¿Le había mentido a Sundara aquella noche de verano? No, el único engañado era yo mismo. Mi vaticinio había sido incorrecto debido a la imperfección de mi conocimiento de mí mismo. Entre agosto y noviembre pude aprender que la proximidad del poder es como una droga que crea hábito. Durante más de un año había estado extrayendo vitalidad de Paul Quinn. Cuando pasa uno tanto tiempo tan cerca de un poder tan enorme, se queda prendido de ese flujo de energía, y se convierte en una especie de adicto. Uno no se aleja de buena gana de la dinamo que le ha estado alimentando. Una vez elegido alcalde, Quinn me contrató, me dijo que me necesitaba, y me lo creí, pero lo cierto era que yo le necesitaba a él. Quinn estaba destinado a dar un gigantesco salto, a convertirse en un brillante cometa que atravesaría la sombría noche de la política norteamericana, y yo anhelaba subirme a aquel tren, recibir parte de su fuego y sentirme calentado por él. Era así de sencillo y así de humillante. Podía intentar creerme que sirviendo a Quinn estaba prestando un servicio a la humanidad, participando en una grandiosa y arrebatadora cruzada para salvar la mayor de nuestras ciudades, contribuyendo a sacar a la civilización urbana moderna del abismo en que había caído y a dotarla de sentido y viabilidad. Podía ser incluso cierto. Pero lo que me atraía hacia Quinn era el vértigo del poder, del poder en abstracto, del poder por el poder, del poder para moldear, conformar y transformar. Salvar Nueva York era algo accidental; lo que yo ansiaba era ejercer mi dominio sobre las fuerzas dominantes.

La totalidad del equipo de la campaña entró a formar parte de la nueva administración municipal. Quinn nombró a Mardikian alcalde suplente y a Bob Lombroso administrador financiero. George Missakian se convirtió en coordinador de los medios de comunicación de masas y Ara Ephrikian obtuvo el nombramiento de director de la Comisión de Planificación Municipal. Luego, los cinco nos reunimos con Quinn y repartimos los restantes cargos. Ephrikian fue quien propuso la mayor parte de los nombres; Missakian, Lombroso y Mardikian evaluaron sus cualificaciones; yo efectué valoraciones intuitivas, y Quinn formulaba el dictamen final. De este modo encontramos el acostumbrado surtido de negros, puertorriqueños, chinos, italianos, irlandeses, judíos, etc., encargados de dirigir los departamentos de Recursos Humanos, de Vivienda y Remodelación, de Protección del Medio Ambiente, de Recursos Culturales, y todos los demás cargos importantes. Luego, discretamente, colocamos a muchos de nuestros amigos, incluyendo un elevado número de armenios, judíos sefarditas y otros grupos exóticos en los puestos más altos de los escalones inferiores. Mantuvimos a las personas más competentes de la administración DiLaurenzio, pues no había tantas, y resucitamos a algunos de los entrometidos pero bien preparados subordinados de Gottfried. Era una sensación maravillosa estar eligiendo un gobierno para Nueva York, expulsar a los inútiles y haraganes y reemplazarlos por hombres y mujeres creativos y aventurados que, por casualidad, sólo por casualidad, correspondían también a la combinación étnica y geográfica que debía tener el gabinete del alcalde de Nueva York.

Mi propio trabajo era amorfo, evanescente. Yo era algo así como el consejero privado, el adivino, el que despejaba los problemas, la eminencia gris que se ocultaba tras el trono. Se suponía que debía utilizar mis facultades intuitivas para mantener a Quinn siempre dos pasos por delante del cataclismo, y todo ello en una ciudad en la que, si el Departamento de Meteorología permite que caiga sobre ella una tormenta de nieve, los lobos se arrojan de inmediato sobre el alcalde. Acepté una reducción de honorarios que ascendía a casi la mitad del dinero que habría ganado como asesor privado. Pero mi salario municipal seguía siendo superior al que realmente necesitaba. Y contaba con otro premio recompensa: saber que si Paul Quinn subía, yo subiría con él.

Derechos hasta la Casa Blanca.

Yo había presentido la inminencia de la presidencia de Quinn por primera vez en 1995, en aquella fiesta en casa de Sarkisian, y Haig Mardikian la había barruntado mucho antes. Los italianos tienen una palabra, papabile, para describir a un cardenal con grandes posibilidades de llegar a ser Papa. Quinn era presidencialmente papabile. Era joven, con personalidad, enérgico, independiente, una clásica figura kennediana, y, a lo largo de cuarenta años, los tipos como Kennedy habían conservado una cierta aureola mística para el electorado. Es cierto que fuera de Nueva York era un desconocido, pero eso apenas importaba, con todas las crisis urbanas un 250 por 100 más intensas que hacía una generación, cualquiera que se mostrase capaz de gobernar una ciudad de las dimensiones de Nueva York se convierte automáticamente en un presidente en potencia, y si Nueva York no vencía a Quinn como había vencido a Lindsay en los años sesenta, en un año o dos disfrutaría de una reputación a escala nacional. Y entonces…

Y entonces…

Ya a comienzos del otoño de 1997, con la Alcaldía prácticamente ganada, me encontré preocupándome cada vez más, de un modo que pronto descubrí como obsesivo, por las posibilidades de Quinn de ser nominado para la presidencia. Le sentía presidente, si no en el año 2000, sí cuatro años más tarde. Pero no bastaba con formular la predicción. Jugaba con la idea de la llegada a la presidencia de Quinn, como un niño pequeño juega consigo mismo, excitándome con ella, extrayendo placer personal, exaltándome.

Todo ello en privado, en secreto, pues me sentía avergonzado de estos planes prematuros; no quería que tipos tan fríos como Mardikian y Lombroso supiesen que me encontraba ya enfangado en turbias fantasías masturbatorias acerca del resplandeciente futuro de nuestro héroe, aunque supongo que por aquel entonces ellos debían albergar ya ideas semejantes. Elaboré interminables listas de políticos a los que merecía la pena «trabajar» en lugares tales como California, Florida y Texas; representé gráficamente la dinámica de los bloques electorales nacionales; maquiné intrincados esquemas que representaban los vértices de poder de una convención nacional para la nominación, y me inventé una infinidad de escenarios simulados para la propia elección. Todo esto, tal como he dicho, tenía una naturaleza obsesiva, lo que significa que volvía una y otra vez, ávidamente, con impaciencia, sin poderlo evitar, en cualquier momento libre, a mis análisis y vaticinios.

Todo el mundo tiene alguna obsesión que le domina, alguna fijación que se transforma en una armadura que rodea al edificio de su vida: es de este modo como nos convertimos en coleccionistas de sellos, jardineros, ciclistas, corredores de maratón, drogadictos o fornicadores. Todos nosotros llevamos dentro idéntico vacío, y cada uno lo rellena esencialmente del mismo modo, cualquiera que sea el relleno que elijamos. Quiero decir que elegimos la cura que más nos gusta, pero que todos nosotros estamos aquejados de la misma enfermedad.

Así pues, soñaba con el presidente Quinn. Creía que merecía el puesto, y ello por una razón: no sólo era un líder carismático, sino también humano, sincero y sensible a las necesidades de la gente —es decir, que su filosofía política era muy parecida a la mía—. Pero me encontraba también abocado a prestarme al avance de las carreras de otras personas, a ascender de forma vicaria, a poner discretamente mis habilidades estocásticas al servicio de otros. Todo ello hacía que me dominase una emoción subterránea, nacida de una compleja hambre de poder unida al deseo de autoborrarme, de no figurar, una sensación de que era tanto más invulnerable cuanto menos visible. Yo no podía llegar a ser presidente; no estaba dispuesto a exponerme a la turbulencia, el agotamiento, el peligro y el feroz y gratuito odio con que la masa tan fácilmente cubre a los que buscan su favor. Pero, esforzándome por convertir a Paul Quinn en presidente de los Estados Unidos, podía colarme de algún modo en la Casa Blanca, aunque fuese por la puerta de atrás, sin tener que exponerme desnudo, sin correr los verdaderos riesgos. Aquí está, al descubierto, la raíz de mi obsesión. Pretendía servirme de Paul Quinn y hacerle creer que era él quien se estaba sirviendo de mí. Me había identificado con él au fond; era para mí como mi otro yo, mi máscara, mi pata de conejo, mi marioneta, mi hombre de paja. Yo deseaba mandar. Deseaba el poder. Deseaba convertirme en Presidente, Rey, Emperador, Papa, Dalai-Lama. A través de Quinn llegaría adonde me proponía de la única forma que me era factible. Llevaría las riendas del hombre que llevaba las riendas; y, de este modo, me transformaría en mi propio padre y también en papaíto de todos los demás.

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