25

Telefoneé a Carvajal.

—Tengo que hablar con usted —le dije. Nos encontramos en el Hudson Promenade, cerca de la Calle Diez. El tiempo era ominoso, nublado, húmedo y caluroso; el cielo tenía un amenazante tono amarillo-verdoso, con tormentosas nubes ribeteadas de negro que se acumulaban sobre New Jersey, y una abrumadora sensación de apocalipsis inmediata lo impregnaba todo. Rayos de fiero sol, más gris-azulados que amarillos, se abrían paso entre el filtro de las lóbregas nubes apiladas como una manta arrugada en medio del cielo. Era un tiempo absurdo, como de ópera, como un telón exagerado y ruidoso para nuestra conversación.

Los ojos de Carvajal tenían un brillo antinatural. Parecía más alto, más joven, mientras caminaba a saltitos por el paseo apoyándose más en las puntas que en los talones de los pies. ¿Por qué parecía encontrarse cada vez mejor en cada uno de nuestros encuentros?

—¿Y bien? —me preguntó.

—Quiero ser capaz de ver.

—Hágalo, pues. Yo no se lo impido, ¿no?

—Hable en serio —le supliqué.

—Siempre lo hago. ¿En qué puedo ayudarle?

—Enséñeme a ver.

—¿Acaso le he dicho en alguna ocasión que es algo que se puede enseñar?

—Usted dijo que todo el mundo posee el don, pero que muy pocos saben cómo utilizarlo. Está bien. Enséñeme a utilizarlo.

—Quizá se pueda aprender a utilizarlo —dijo Carvajal—, pero no es algo que se pueda enseñar.

—¿Por favor?

—¿Por qué lo desea tanto?

—Quinn me necesita —le dije abyectamente—. Deseo ayudarle a llegar a la presidencia.

—¿Y?

—Quiero ayudarle. Necesito ver.

—¡Pero usted puede pronosticar muy bien las tendencias, Lew!

—No es suficiente. No es suficiente.

La tormenta estalló sobre Hoboken. Un viento húmedo y frío, procedente del Oeste, empujó las abigarradas nubes. El escenario de la Naturaleza se estaba haciendo grotesco, casi cómicamente, excesivo.

—Supongamos que le pido que me entregue el control total de su propia vida —dijo Carvajal—. Supongamos que le pido que me deje tomar todas las decisiones por usted, conformar todos sus actos a mis directrices, que deje su existencia absolutamente en mis manos; y que le digo que, si lo hace, habrá una oportunidad de que aprenda a ver. Pero sólo una oportunidad. ¿Qué contestaría usted?

—Diría que se trata de una propuesta a tomar en consideración.

—El ver puede no ser tan maravilloso como cree, ¿sabe? Ahora mismo lo considera como la llave mágica que le abrirá todas las puertas. Pero ¿qué ocurrirá si demuestra no ser nada más que una carga y un obstáculo? ¿Y si se trata de una maldición?

—No creo que lo sea.

—¿Y cómo lo sabe?

Me encogí de hombros.

—Correré el riesgo. ¿Ha sido una maldición para usted?

Carvajal se detuvo y me miró, y sus ojos buscaron los míos. Este era el momento más adecuado para que los relámpagos cruzasen el cielo, para que sonaran horrísonos truenos a todo lo largo del Hudson, y para que una lluvia tempestuosa azotara el paseo. Pero no ocurrió nada de eso. Absurdamente, las nubes que había directamente encima de nosotros se abrieron y una suave y dulce luz amarillenta se derramó sobre nuestros rostros contraídos y tensos. ¡Qué hábil director de escena puede llegar a ser la naturaleza!

—Sí —respondió Carvajal tranquilamente—. Una maldición. Si ha sido algo es eso, una maldición, una maldición.

—No le creo.

—¿Y qué me importa?

—Aun en el caso de que hubiese sido una maldición para usted, no tiene por qué serlo para mí.

—Muy valiente, Lew. O muy necio.

—Las dos cosas a la vez. No obstante, quiero ser capaz de ver.

—¿Está dispuesto a convertirse en mi discípulo?

—¡Qué palabra tan extraña y chirriante! Y eso, ¿qué significa? —pregunté.

—Ya se lo he dicho. Se tiene usted que entregar a mí sobre la base de no hacer preguntas y de que no le garantizo los resultados.

—¿Y cómo me ayudará eso a ver?

—No haga preguntas —respondió—. Simplemente, entréguese a mí, Lew.

—De acuerdo.

Estallaron los relámpagos. Los cielos se abrieron y, con increíble furia, se abatió sobre nosotros un descomunal chaparrón.

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