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El invierno cayó sobre la ciudad. Algunos años no nevaba hasta enero o incluso febrero, pero aquél tuvimos un blanco Día de Acción de Gracias, y, en las primeras semanas de diciembre, hubo continuas ventiscas de nieve. La ciudad contaba con sofisticados equipos de limpieza, cables de calefacción enterrados en las calles, camiones cisternas con líquidos descongelantes, un verdadero ejército de gigantescas palas, sistemas de desagüe, rastrillos y mecanismos de arrastre, pero ningún aparato podía hacer frente a una estación que dejaba caer diez centímetros de nieve el miércoles, doce el viernes, quince el lunes y medio metro el sábado. De cuando en cuando teníamos un respiro entre tormenta y tormenta, lo que permitía que se ablandara la parte superior de los montones de nieve y que se fuese derritiendo lentamente en dirección a las alcantarillas; pero luego volvía el frío, aquel frío asesino, y lo que se había derretido volvía a transformarse en hielo duro y cortante. En la congelada ciudad quedó interrumpida toda actividad. Reinaba un extraño silencio. Yo me quedé en casa, al igual que todo el mundo que no tenía razones muy poderosas para salir a la calle. El año 1999, todo el siglo veinte, parecía despedirse con helada cautela.

En este sombrío periodo no tuve contacto con nadie, salvo con Bob Lombroso. El financiero me telefoneó cinco o seis días después de mi despido para expresarme su condolencia.

—Pero ¿por qué —me preguntó— decidiste contarle a Mardikian la historia verdadera?

—Pensé que no tenía más remedio. Tanto él como Quinn habían dejado de tomarme en serio.

—¿Y creíste que te tomarían más en serio si afirmabas ser capaz de ver el futuro?

—Aposté. Y perdí.

—Para tratarse de un individuo con un sexto sentido tan extraordinario, abordaste la situación de un modo sorprendentemente torpe.

—Lo sé. Lo sé. Supongo que creí que Mardikian tenía una imaginación más flexible. Puede que sobrevalorase también a Quinn.

—Haig no ha llegado a donde está gracias a su imaginación —dijo Lombroso—. En cuanto al alcalde, está apostando muy fuerte y no se siente inclinado a correr riesgos innecesarios.

—Pero yo soy un riesgo necesario, Bob. Puedo ayudarle mucho.

—Si piensas en la posibilidad de que te llame de nuevo, olvídala. Quinn está aterrorizado de ti.

—¿Aterrorizado?

—Bien, puede que la expresión sea algo fuerte. Pero le haces sentirse profundamente incómodo. Medio sospecha que podrías ser realmente capaz de hacer esas cosas que dices. Creo que eso es lo que le asusta de ti.

—¿El haber despedido a un auténtico vidente?

—No, lo que le asusta es el hecho de que puedan existir auténticos videntes. Dijo, y esto es algo absolutamente confidencial, Lew, me perjudicará mucho si se entera de que tú lo sabes, que la idea de que la gente pueda ser realmente capaz de ver el futuro le oprime como una mano alrededor de su garganta. Que le hace sentirse un paranoico, que limita sus opciones, que hace que el horizonte se cierre a su alrededor. Estoy repitiendo frases suyas. Odia la idea del determinismo; cree ser un hombre que ha conformado siempre su propio destino, y siente una especie de terror existencial cuando se enfrenta con alguien que afirma que el futuro es algo fijo, como un libro que podemos abrir y leer a voluntad; pues eso le convertiría en una especie de marioneta que sigue unas pautas fijadas de antemano. Hace falta mucho para empujar a Paul Quinn a la paranoia, pero creo que tú lo has conseguido. Y lo que más le molesta es la idea de que fue él quien te contrató, quien te hizo miembro de su equipo, quien te mantuvo tan cerca de él durante cuatro años sin darse cuenta de la amenaza que representabas para él.

—No he representado nunca una amenaza para él, Bob.

—El piensa de otro modo.

—Está equivocado. En primer lugar, el futuro no ha sido como un libro abierto para mí durante todos los años en que he trabajado con él. Hasta hace muy poco tiempo me he atenido a métodos estocásticos, justo hasta enredarme con Carvajal. Ya lo sabes.

—Sí, pero Quinn no.

—¿Bien y qué? Es absurdo que se sienta amenazado por mí. Mira, mis sentimientos hacia Quinn han sido siempre una mezcla de espanto y admiración, de respeto y… bien, de amor. De amor. Incluso ahora. Creo que es un gran ser humano y un gran dirigente político; deseo llegar a verle en la presidencia, y aunque hubiese preferido que no se asustara de mí, no le guardo rencor por ello. Puedo comprender cómo, desde su punto de vista, puede haberle parecido necesario librarse de mí. Pero, a pesar de todo, sigo queriendo hacer por él todo cuanto esté en mi mano.

—No te readmitirá, Lew.

—Lo acepto. Pero puedo seguir trabajando en su favor sin que él lo sepa.

—¿Cómo?

—A través de ti —repliqué—. Puedo formularte sugerencias que transmitas a Quinn como si te hubiesen ocurrido a ti mismo.

—Si le voy con las mismas cosas que tú —dijo Lombroso—, me pondrá de patitas en la calle tan rápido como a ti. Puede que incluso más rápido.

—No se tratará del mismo tipo de cosas, Bob. En primer lugar, porque ahora yo sé lo que resulta peligroso para contarle; en segundo, porque no tengo ya mi fuente de información. He roto con Carvajal. ¿Sabes? Nunca me previno que iba a quedar despedido. Me cuenta el futuro de Sudakis, pero no el mío propio. Creo que deseaba mi despido. Carvajal no me ha proporcionado nada más que disgustos, y no voy a volver a él para seguir teniéndolos. Pero todavía puedo ofrecer mis propias capacidades intuitivas, mi habilidad estocástica. Puedo analizar las tendencias y formular la estrategia a seguir, y lo que puedo hacer es transmitirte a ti mis intuiciones, ¿no? Lo dispondremos todo de tal forma que Quinn y Mardikian no descubran jamás que tú y yo estamos en contacto. No puedes permitir que me derrumbe, Bob. No mientras haya trabajos que hacer para Quinn. ¿Estás de acuerdo?

—Podemos intentarlo —dijo Lombroso cautelosamente—. Supongo que sí, que podemos hacer un intento. Está bien. Seré tu portavoz, Lew. Siempre que me concedas la opción de decidir lo que deseo transmitir a Quinn y lo que no. Recuerda que ahora soy yo y no tú quien se juega el pescuezo.

—Claro que sí —le dije.

Si no podía prestar personalmente mis servicios a Quinn, lo haría por persona interpuesta. Por primera vez desde mi despido me sentí vivo y esperanzado. Aquella noche ni siquiera nevó.

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