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Sundara se esfumó hacia finales de junio, sin dejar ningún mensaje, y estuvo sin aparecer cinco días. No me puse en contacto con la policía. Cuando volvió, sin dar la menor explicación, no le pregunté dónde había estado. Otra vez en Bombay, en Tierra del Fuego, en Ciudad del Cabo o Bangkok, a mí me daba lo mismo. Me estaba convirtiendo en un buen marido del Tránsito. Quizá se había pasado los cinco días haciendo reverencias ante el altar de un templo del Tránsito de la ciudad, en caso de que haya en ellos altares, o quizá se había dedicado a recuperar el tiempo perdido en algún burdel del Bronx. Ni lo sabía ni deseaba preocuparme de ello. En aquellos momentos habíamos perdido ya todo contacto; era como si patináramos el uno junto al otro sobre una delgada capa de hielo, sin mirarnos nunca, sin intercambiar ni una sola palabra, limitándonos a deslizamos silenciosamente hacia algún destino desconocido y peligroso. Los procesos del Tránsito ocupaban todas sus energías día y noche, noche y día. Deseaba preguntarle qué sacaba de todo aquello, qué significaba para ella. Pero no lo hice. Una calurosa noche de julio volvió a casa de hacer lo que sólo Dios sabría, llevando nada más que un sari color turquesa pegado a su húmeda piel con una lascivia que, en la puritana Nueva Delhi, le habría costado una condena de diez años de cárcel por escándalo público. Se acercó a mí, puso los brazos sobre mis hombros, y suspiró mientras se apoyaba contra mí haciéndome sentir el calor de su cuerpo, que me hizo temblar; sus ojos buscaron los míos y había en las brillantes y negras pupilas una mirada de dolor, de pérdida y arrepentimiento, una terrible mirada de incontenible pena. Y como si pudiese leer sus pensamientos, pude oír claramente que decía: «Di una sola palabra, Lew, una sola palabra, y les dejo y todo volverá a ser como antes». Sé que eso es lo que me estaban diciendo sus ojos. Pero no pronuncié la palabra que esperaba de mí. ¿Por qué me quedé callado? Por qué sospeché que Sundara se limitaba a realizar otro estúpido ejercicio del Tránsito a costa mía, a jugar al «¿De verdad creías que iba en serio?» ¿O más bien porque en el fondo de mi ser no deseaba realmente apartarla del camino que había elegido?

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