20

No llamé de inmediato a Quinn, aunque estuve a punto de hacerlo. Tan pronto como Carvajal se perdió de vista, me encontré preguntándome por qué vacilaba. Los pronósticos de Carvajal sobre las cosas que iban a ocurrir demostraron ser exactos; me había dado una información relativa a la carrera de Quinn, y mi responsabilidad para con él anulaba todas las demás consideraciones. Además, el concepto que tenía Carvajal del futuro como algo inflexible e inmodificable seguía pareciéndome totalmente absurdo. Todo lo que no había ocurrido aún era susceptible de modificación; podía modificarlo, y lo haría en bien de Quinn.

Pero no le llamé.

Carvajal me había pedido, ordenado, amenazado, prevenido que no debía intervenir en este asunto. Si Quinn renunciaba a su compromiso con los kuwaitíes, Carvajal sabría el porqué, y eso podría representar el final de mi frágil y absorbente relación con aquel poderoso hombrecillo. Pero, aun en el caso de que yo interviniese, ¿podía Quinn zafarse de aquel compromiso? Según Carvajal, era imposible. Pero, por otro lado, quizá Carvajal estaba llevando un doble juego, y lo que realmente preveía era un futuro en el que Quinn no asistía a la inauguración del banco kuwaití. En ese caso, el guión o texto podía exigirme que fuese el agente que provocase el cambio, el que advirtiese a Quinn que no debía asistir a su cita, y Carvajal estaría contando conmigo justo para todo lo contrario de lo que decía, aunque, en cualquier caso, para que las cosas ocurrieran como debían ocurrir. No parecía muy plausible, pero debía contar con esa posibilidad. Me encontraba perdido y desorientado en medio de un laberinto de callejones sin salida. Mi sentido de estocasticidad no me servía de nada. Dejé de saber qué pensaba sobre el futuro e incluso sobre el presente, y el mismo pasado comenzó a parecerme incierto. Creo que aquella comida con Carvajal fue el inicio de mi proceso de pérdida de lo que anteriormente había considerado como cordura.

Medité durante un par de días. Luego me dirigí al despacho de Bob Lombroso y le planteé a él toda la cuestión.

—Tengo un problema de táctica política —dije.

—¿Y por qué recurres a mí en lugar de a Haig Mardikian? El es el estratega.

—Porque mi problema comprende el tener que ocultar una información confidencial acerca de Quinn. Sé algo que a Quinn le gustaría conocer, pero no estoy capacitado para contárselo. Mardikian es hasta tal punto un peón de Quinn que es probable que, con la promesa de mantener el secreto, me sonsaque la historia y luego vaya a contársela a él directamente.

—Yo también soy un peón de Quinn —dijo Lombroso—. Y tú también.

—Sí —respondí—. Pero tú no lo eres hasta el punto de quebrantar la confianza de un amigo por servir a Quinn.

—¿Y crees que Haig sí?

—Podría.

—Haig se sentiría molesto si supiese que tienes esa opinión de él.

—Pero sé que no le vas a contar nada de esto —dije—. Estoy seguro de que no.

Lombroso no respondió nada, se limitó a permanecer de pie contra el esplendoroso fondo de su colección de tesoros medievales, hundiendo los dedos en su espesa barba negra, y estudiándome con mirada inquisitiva. Se produjo un prolongado y tenso silencio. Pero yo estaba seguro de haber hecho bien acudiendo a él en lugar de a Mardikian. De todo el equipo de Quinn, Lombroso era el miembro más razonable y digno de confianza, un tipo espléndidamente cuerdo, equilibrado e incorruptible, con una forma de pensar caracterizada por la independencia y el rigor. Pero si me equivocaba respecto a él, podía darme por perdido.

—¿Aceptas el trato? —dije finalmente—. ¿Mantendrás en secreto lo que te voy a contar?

—Depende.

—¿De qué?

—De si estoy o no de acuerdo contigo en que lo mejor es ocultar lo que deseas ocultar.

—¿Te lo cuento y tú decides?

—Sí.

—Pero no puedo hacer eso, Bob.

—Eso significa que tampoco confías en mí, ¿no?

Lo pensé durante un instante, y mi intuición me animó a contárselo todo, aunque la cautela me advirtió que había al menos una oportunidad de que pasara por encima de mí y le fuese con la historia a Quinn.

—Está bien —dije—. Te lo voy a contar. Espero que todo lo que diga quede entre tú y yo.

—Adelante —dijo Lombroso.

Respiré profundamente.

—Comí con Carvajal hace unos días. Me dijo que Quinn va a decir algunas impertinencias sobre Israel en su discurso de inauguración del Banco de Kuwait a comienzos del mes que viene, y que esas impertinencias van a ofender a un montón de votantes judíos de aquí, agravando la situación de enemistad de los judíos locales hacia Quinn, que yo no sabía que existiera, pero que Carvajal considera ya seria y con posibilidades de empeorar.

Lombroso me miró asombrado.

—¿Te has vuelto loco, Lew?

—Puede ser. ¿Por qué?

—¿Crees de verdad que Carvajal puede ver el futuro?

—Juega a la Bolsa como si pudiese leer los periódicos del mes que viene, Bob. Nos advirtió que Leydecker iba a morir y que Socorro le sustituiría. También nos informó sobre Gilmartin. Y…

—Sí, lo de la congelación del petróleo. Tiene intuición, formula buenos vaticinios. Pero creo que ya hemos mantenido esta misma conversación por lo menos una vez.

—El no se limita a formular vaticinios como yo. El ve.

Lombroso me miró fijamente. Intentaba parecer paciente y tolerante, pero parecía preocupado y molesto. Por encima de todo, era un hombre de razón, y yo le estaba contando locuras.

—¿Crees que puede predecir el contenido de un discurso improvisado para el que todavía faltan tres semanas?

—Sí.

—¿Y cómo es posible algo así? Pensé en el diagrama que había trazado Carvajal sobre el mantel, en las dos corrientes del tiempo que fluían en direcciones contrarias. Pero no podía intentar convencer a Lombroso de todo aquello.

—No lo sé —dije—. No tengo la menor idea. Lo acepto por fe. Me ha dado tantas pruebas que estoy convencido de que puede hacerlo, Bob. Lombroso no pareció nada convencido.

—Es la primera vez que oigo que Quinn tenga problemas con los votantes judíos —dijo—. ¿Qué pruebas hay de ello? ¿Qué demuestran las encuestas?

—Nada. Todavía.

—¿Todavía? ¿Y cuándo empezará a notarse?

—Dentro de unos cuantos meses, Bob. Carvajal dice que el New York Times publicará este otoño un artículo sobre cómo Quinn pierde el apoyo judío.

—¿No crees que me enteraría antes que nadie si Quinn tuviese problemas con los judíos, Lew? Pero por lo que llega a mis oídos, es el alcalde más popular entre ellos desde tiempos de Beame, o puede que de LaGuardia.

—Eres millonario. Al igual que tus amigos —respondí—. Y moviéndote entre millonarios no puedes extraer una muestra representativa de cuál es la opinión popular. Ni tan siquiera eres representativo como judío, Bob. Tú mismo lo has dicho, eres un sefardita, eres latino, y los sefarditas constituyen una élite, una minoría dentro de una minoría, una pequeña casta aristocrática que tiene muy poco que ver con la señora Goldstein y el señor Rosenblum. Quinn puede estar perdiendo el respaldo de cien Rosemblums por día y vuestro pequeño grupo de Spinozas y Cardozos no se enterará hasta que lo leáis en el Times. ¿O no tengo razón?

Encogiéndose de hombros, Lombroso dijo:

—Admito que hay cierta verdad en ello. Pero nos estamos saliendo del tema, ¿no? ¿Cuál es tu problema real, Lew?

—Deseo prevenir a Quinn de que no pronuncie ese discurso o, al menos, convencerle para que renuncie a las impertinencias. Pero Carvajal no me deja que le diga ni una palabra.

—¿Que no te deja?

—Dice que el discurso tiene que ocurrir tal como él lo ha percibido, e insiste en que permita que tenga lugar. Si hago cualquier cosa para impedir que Quinn actúe como lo exige el guión de ese día, Carvajal amenaza con romper sus relaciones conmigo. Con aspecto preocupado y sombrío, Lombroso caminó en lentos círculos por su despacho.

—No sé qué es más disparatado —dijo finalmente—, si creer que Carvajal puede ver el futuro o temer que romperá contigo si le transmites tu intuición a Quinn.

—No es una simple intuición. Es una auténtica visión.

—Eso es lo que tú dices.

—Bob, por encima de todo deseo que Paul Quinn llegue al cargo más alto de este país. No tengo derecho a ocultarle ningún dato, especialmente cuando he encontrado una fuente única como Carvajal.

—Carvajal puede ser simplemente un…

—¡Tengo una fe absoluta en él —dije, con una pasión que me sorprendió incluso a mí, pues, hasta aquel mismo momento, había mantenido algunas reticencias acerca del poder de Carvajal, y ahora estaba plenamente convencido de él—. ¡Por eso es por lo que no puedo arriesgarme a una ruptura con él!

—En ese caso, informa a Quinn sobre el discurso. Si Quinn no lo pronuncia, ¿cómo sabrá Carvajal que el responsable eres tú?

—Lo sabrá.

—Podemos declarar que Quinn está enfermo. Podemos incluso ingresarle en el Bellevue todo el día y someterle a un chequeo médico completo. Podemos…

—Lo sabrá.

—Podemos indicarle a Quinn que debería moderar cualquier observación que pueda interpretarse como antiisraelita.

—Carvajal sabrá que fui yo quien lo hizo —dijo.

—¿Te tiene realmente cogido, no?

—¿Qué puedo hacer, Bob? —supliqué—. Pienses lo que pienses ahora, Carvajal nos va a ser enormemente útil en el futuro. Si no quieres correr el riesgo de estropearlo todo con él…

—Bien, en ese caso no hagamos nada. Dejemos que el discurso ocurra como está previsto, si tanto te preocupa la posibilidad de ofender a Carvajal. Un par de impertinencias no van a causar un daño irreparable, ¿no?

—Serán muy negativas.

—No harán tanto daño. Tenemos dos años por delante antes de que Quinn tenga que presentarse de nuevo ante los electores. Si es necesario, en ese plazo de tiempo puede hacer cinco peregrinaciones a Tel-Aviv —Lombroso se acercó y puso su mano sobre mi hombro. A esa distancia, el impacto de su fuerte y vibrante personalidad resultaba abrumador. Con gran calor e intensidad, dijo—: ¿Te encuentras bien estos días, Lew?

—¿Qué quieres decir?

—Me tienes preocupado. Toda esa locura sobre la capacidad de ver el futuro. Y tanto follón por un discurso de nada. Puede que necesites descansar. Sé que en los últimos tiempos has estado sometido a una gran tensión, y…

—¿Tensión?

—Sundara —dijo—. No tenemos por qué fingir que no sé lo que está ocurriendo.

—No, no estoy muy contento con Sundara. Pero si crees que las actividades pseudorreligiosas de mi mujer han afectado a mi juicio, a mi equilibrio mental, a mi capacidad para funcionar como miembro del equipo del alcalde…

—Me limito a sugerir que estás muy cansado. Las personas cansadas encuentran muchos motivos de preocupación, no todos ellos reales, y el continuo preocuparse las cansa aún más. Rompe ese círculo vicioso, Lew. Lárgate a Canadá un par de semanas, por ejemplo. Un tiempo cazando y pescando y te sentirás como nuevo. Tengo un amigo que posee una finca cerca de Banff, mil agradables hectáreas repartidas entre las montañas, y…

—Gracias, pero estoy en mejor forma de lo que crees —respondí—. Siento haberte hecho perder el tiempo esta mañana.

—No me lo has hecho perder, Lew. Es muy importante que compartamos nuestros problemas. Según los datos que tengo, Carvajal ve el futuro. Pero es una idea difícil de aceptar para un hombre racional como yo.

—Supón que es verdad. ¿Qué aconsejarías?

—Suponiendo que fuera verdad, creo que lo mejor sería que no hicieses nada que pudiera molestar a Carvajal. Pero sólo suponiendo que lo sea. En ese caso nos interesaría exprimirle toda la información que tenga, y no deberías arriesgarte a una ruptura por las consecuencias de algo tan poco importante como este discurso.

Asentí con la cabeza.

—Yo también lo creo. Así pues, ¿no le dirás lo más mínimo a Quinn sobre lo que debería decir o no en esa inauguración bancaria?

—Por supuesto que no.

Comenzó a acompañarme hacia la puerta. Estaba temblando y sudando, y supongo que con los ojos fuera de las órbitas.

Tampoco me lo pude callar.

—¿Y no le dirás a la gente que me estoy derrumbando, Bob? Porque no es así. Puede que esté al borde de alcanzar un nuevo umbral de consciencia, pero no me estoy volviendo loco. De verdad que no me estoy volviendo loco —lo dije con tanta vehemencia, que me sonó poco convincente incluso a mí mismo.

—Creo que te vendrían bien unas breves vacaciones. Pero no. No voy a difundir ningún rumor de que estás a punto de que te pongan la camisa de fuerza.

—Gracias, Bob.

—Gracias por venir a verme.

—No podía recurrir a nadie más.

—Todo irá bien —me dijo suavemente—. No te preocupes por Quinn. Empezaré a averiguar si de verdad puede tener problemas con la señora Goldstein y el señor Rosenblum. Por tu parte, podrías encargarle una encuesta a tu departamento —me estrechó la mano—. Y descansa algo, Lew, descansa.

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