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El divorcio, dijo Carvajal un terso y brillante miércoles de octubre; un día en el que, arrastradas por un duro viento del Oeste, caían las primeras amarillentas hojas de arce. Y ahora solicite el divorcio, disponga el final de su matrimonio. El miércoles 6 de octubre de 1999, justo ochenta y seis días antes de que acabara el siglo, a menos que fuese uno un purista e insistiera, armado de lógica, pero no de justicia emocional, que el nuevo siglo no comenzaría en realidad hasta el 1 de enero del 2001. En cualquier caso, quedaban ochenta y seis días hasta el cambio de cifra. Cuando cambie la cifra, había dicho Quinn en su más famoso discurso, borremos la pizarra y comencemos desde cero, recordando pero no repitiendo los errores del pasado. ¿Había sido mi matrimonio con Sundara uno de los errores del pasado? Y ahora solicita el divorcio, me había dicho Carvajal; y, más que dictarme una orden imperiosa, me informaba de manera impersonal de cómo iban a ocurrir las cosas todavía por venir. Así es cómo el inflexible e inesquivable futuro devora indefectiblemente al presente. A Orville y Wilbur Wright les llegó el momento de Kitty Hawk; a John F. Kennedy el de Lee Harvey Oswald; a Lew y Sundara Nichols les llegaba ahora el momento del divorcio, asomando su punta, como un iceberg, sobre el océano de los meses por venir; pero ¿por qué, por qué, para qué, con qué fin? ¿Por qué[6], pourquoi, warum? Todavía la amaba.

Sin embargo, nuestro matrimonio había ido evidentemente agravándose durante todo el verano, y la eutanasia constituía ya una prescripción razonable. Había desaparecido ya todo lo que nos uniera antes, se había derrumbado ruinosamente; ella estaba engolfada en los ritmos y rituales del Tránsito, totalmente entregada a sus «sagrados» disparates, y yo sumido en mis sueños de un poder visionario. Aunque compartíamos un apartamento y una cama, no compartíamos nada más. Lo que mantenía aún en marcha nuestra relación era el más flojo de todos los combustibles, la pálida gasolina de la nostalgia, eso y el débil impulso que puede proporcionar la pasión recordada.

Creo que, en aquel último verano, hicimos el amor tres veces. ¡Hicimos el amor! Absurdo eufemismo de joder, un eufemismo casi tan lamentable como el más grotesco de todos, dormir juntos. Lo que Sundara y yo hicimos en aquellos tres furtivos contactos carnales no podía llamarse amor; hicimos sudor, sábanas arrugadas, una respiración jadeante, incluso orgasmos; pero ¿amor? ¿Amor? El amor estaba allí, embotellado, contenido dentro de mí, y quizá incluso dentro de ella también, elaborado desde hacía mucho tiempo y depositado en una recóndita bodega como el vino del premier cru; como un valioso tesoro que se oculta a los demás; y cuando nuestros cuerpos se encontraron en la oscuridad de aquellas tres viscosas noches estivales, no estábamos haciendo el amor, sino agotando las existencias de un depósito cada vez más exhausto, viviendo de las rentas.

¡Tres veces en tres meses! No hacía muchos meses, y en el plazo de cinco días, conseguimos alcanzar puntuaciones mejores, pero eso había sido antes de que, inesperadamente, se hubiese interpuesto entre nosotros aquella barrera de vidrio. La culpa era probablemente mía; ahora no la buscaba ya nunca, y ella, obedeciendo quizá algún mandamiento del Tránsito, se sentía feliz no buscándome a mí. Su cuerpo grácil y voluptuoso no había perdido nada de su belleza a mis ojos, ni tampoco me sentía ponzoñosamente celoso de algún otro amante, pues ni tan siquiera el episodio de la licencia para ejercer la prostitución había repercutido para nada en mi deseo de ella; para nada, en absoluto. Lo que pudiera hacer con otros, incluso eso, se reducía siempre a nada en el momento en que la tenía entre mis brazos. Pero aquellos días me parecía que el contacto sexual entre Sundara y yo era irrelevante, inadecuado, un intercambio obsoleto hecho con una moneda devaluada. Ahora no teníamos nada que ofrecernos el uno al otro, salvo nuestros cuerpos; y, habiéndose erosionado todos los demás niveles de contacto entre nosotros, el de cuerpo con cuerpo se había convertido en menos que insignificante.

La última vez que hicimos el amor, dormimos juntos, realizamos el acto; en una palabra, jodimos. Fue seis días antes de que Carvajal dictara su sentencia de muerte a nuestro matrimonio. Entonces no supe que se trataba de la última vez, aunque supongo que, de haber sido la mitad de profeta de lo que la gente creía, debería haberlo sabido. Pero ¿cómo podía haber detectado los matices apocalípticos, la sensación de representación a punto de acabar? No hubo ni siquiera relámpagos que cruzasen los cielos. El jueves, 13 de septiembre, fue un día templado y suave, justo en la transición entre el verano y el otoño. Aquella noche habíamos salido con viejos amigos, el grupo de tres de los Caldecott, Tim, Beth y Corinne. Cena en el Bubble, y luego un show al aire libre. Tim y yo habíamos pertenecido hacía tiempo al mismo club de tenis, y en cierta ocasión ganamos un torneo de dobles mixtos, lo que representó un lazo lo suficientemente fuerte como para mantenernos en contacto ya para siempre; tenía las piernas muy largas y buen carácter, era enormemente rico y del todo apocalíptico, lo que hacía que su compañía me resultase especialmente agradable en aquellos días de abrumadoras responsabilidades municipales. Nada de especulaciones o elucubraciones acerca de los antojos del electorado, nada de sugerencias encubiertas que hubiese que hacer llegar luego a Quinn, nada de análisis de las tendencias del momento, sino simplemente diversión y bromas. Bebimos mucho, nos pasamos algo con la droga y pusimos en práctica un juguetón coqueteo que, durante algún tiempo, pareció a punto de conducirme a la cama con dos cualquiera del trío Caldecott, probablemente Tim y la rubia Corinne, mientras que Sundara se quedaría con el tercer miembro del grupo. Pero según fue avanzando la velada, detecté potentes señales que emanaban hacia mí desde Sundara. ¡Sorpresa! ¿Habría fumado tanto que se había olvidado de que era sólo su marido? ¿Estaría iniciando uno de aquellos imprevisibles procesos del Tránsito? ¿O habría pasado tanto tiempo desde nuestro último polvo que le parecía una tentadora novedad? No lo sé, no lo sabré nunca. Pero el calor de sus repentinas miradas encendió una especie de luz entre nosotros que se hizo rápidamente incandescente; gozosamente, y con delicadeza, nos disculpamos ante los Caldecott, quienes están dotados de una sensibilidad tan naturalmente aristocrática que no se lo tomaron a mal, y no dieron en absoluto a entender que se sentían rechazados; logramos despedirnos airosamente, hablando de volver a vernos pronto otra vez, y Sundara y yo nos marchamos a casa. Todavía ilusionados, todavía incandescentes.

No ocurrió nada que rompiese aquel mágico estado de ánimo. Nos despojamos de las ropas, nuestros cuerpos se aproximaron. Aquella noche no venían a cuento los elaborados rituales previos del Kama-Sutra; ella estaba caliente y yo también; como animales, nos lanzamos el uno contra el otro. Cuando la penetré, soltó un extraño y tembloroso suspiro, un sonido ronco que pareció tocar varias notas a la luz, un sonido como el de uno de esos instrumentos medievales indios que parecen estar afinados sólo para tocar en claves menores y producen tristes salmodias en vibrantes tonos modales. Quizá ella sabía ya que aquél iba a ser el último encuentro entre nuestros cuerpos. Me moví contra ella con la seguridad de que no podía hacer nada equivocado; si en alguna ocasión me limité a ajustarme al guión, fue en aquélla, sin premeditación, sin cálculo, sin separación entre mi yo y los hechos, era como un punto que se desplazase sobre el continuum tiempo-espacio, figura y fondo fundidos e indiferenciables, perfectamente a tono con las vibraciones del instante. Estaba echado sobre ella, estrechándola entre mis brazos, en la clásica posición occidental que, con nuestro amplio repertorio de variaciones orientales, rara vez adoptábamos. Sentía mi espalda y mis caderas tan fuertes como acero toledano y tan flexibles como el más polimerizado de los plásticos, y me columpiaba de arriba a abajo, de arriba a abajo, de arriba a abajo, con movimientos fáciles y confiados, elevándola hasta niveles cada vez más altos de sensación; y, no de pasada, elevándome yo mismo hasta ellos. Para mí fue un polvo perfecto, nacido del cansancio, de la desesperación, la intoxicación y la confusión, una cópula derivada de ese estado de ánimo de «ya-no-me-queda-nada-que-perder». No había ninguna razón por la que no hubiese podido continuar hasta el alba. Sundara se aferraba estrechamente a mí, respondiendo a la perfección a todos mis movimientos. Tenía las rodillas levantadas hasta casi la altura de los pechos, y según deslizaba mis manos sobre el terciopelo de su piel, encontraba, una y otra vez, el frío metal del emblema del Tránsito abrazando su muslo; no se lo quitaba ya nunca, nunca, pero ni tan siquiera eso dañó la perfección del acto. No obstante, no se trató por supuesto de un acto de amor, sino más bien de un acontecimiento simplemente atlético, de dos discóbolos que se movían en tándem siguiendo los rituales prescritos y ordenados de antemano de su especialidad. ¿Qué tenía que ver el amor con todo aquello? En mí quedaba todavía amor por ella, sí, un amor desesperado, de los de temblar, morder y arañar, pero no había ya forma de expresarlo ni dentro ni fuera del lecho.

Recogimos, pues, nuestras medallas de oro olímpicas en salto y trampolín, en levantamiento de peso y en patinaje artístico, en salto de pértiga y 400 metros valla, y, mediante movimientos y suspiros cada vez más potentes, nos pegamos el uno al otro cada vez más estrechamente hasta llegar al momento definitivo. Lo alcanzamos finalmente y, durante un intervalo de tiempo casi interminable, nos disolvimos en la fuente de la creación; luego el intervalo terminó y nos separamos el uno del otro, sudorosos, pegajosos y exhaustos.

—¿Te importaría acercarme un vaso de agua? —preguntó Sundara pasados unos minutos.

Y así fue como terminó.

Y ahora solicita el divorcio, me dijo Carvajal seis días después.

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