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Así pues, a comienzos de 1996 instalamos nuestro cuartel general en el noveno piso de un viejo rascacielos de Park Avenue, gastado por las inclemencias del tiempo, pero dotado de una vista realmente espectacular de la abultada sección media del Edificio Pan Am; y nos lanzamos a la tarea de convertir a Paul Quinn en alcalde de esta ciudad absurda. No parecía difícil. Todo lo que teníamos que hacer era conseguir el número adecuado de peticiones cualificadas —está tirado, a los neoyorquinos puede hacérseles firmar cualquier cosa—, y pasear a nuestro hombre por toda la ciudad para darle a conocer en los cinco grandes distritos antes de las primarias. El candidato era atractivo, inteligente, tenaz, ambicioso, evidentemente capacitado; no teníamos, pues, que crear ninguna imagen ni hacer trabajos de cosmética con un hombre de plástico.

La ciudad había sido desahuciada tantas veces, y tantas veces mostrado nuevos arranques de indudable vitalidad, que había pasado finalmente de moda el viejo tópico de Nueva York como metrópoli moribunda. Los únicos que sacaban el tema a colación eran ya los idiotas o los demagogos. En teoría, Nueva York debía haber perecido hace una generación, cuando los sindicatos de funcionarios civiles se apoderaron de la ciudad y comenzaron a exprimirla como un limón. Pero el zanquilargo y animoso Lindsay consiguió su resurrección y la convirtió en la Ciudad de la Alegría, sólo para que luego la alegría se convirtiese en una pesadilla, cuando de cada armario celosamente cerrado comenzaron a salir esqueletos armados con granadas[4]. Fue entonces cuando Nueva York se dio cuenta de cómo era en realidad una ciudad moribunda; el anterior período de decadencia comenzó a parecer una era dorada. La clase media de raza blanca emprendió un éxodo aterrorizado; los impuestos se elevaron hasta niveles de represión para poder mantener el funcionamiento de servicios esenciales en una ciudad donde la mitad de sus habitantes eran demasiado pobres como para poder sufragar los gastos de mantenimiento; las grandes empresas respondieron trasladando presurosamente sus sedes a las frondosas afueras, erosionando todavía más la base tributaria. En cada barriada estallaron bizantinas rivalidades étnicas. Detrás de cada poste de luz se ocultaba un atracador. ¿Cómo podía sobrevivir una ciudad asolada por tantas plagas? El clima era odioso, la población maligna, el aire ponzoñoso, la arquitectura un desastre, y toda una serie de procesos autoacelerativos había cercenado alarmantemente la base económica sobre la que se asentaba.

Pero la ciudad sobrevivía, e incluso florecía. Contaba con el puerto, con el río, con la afortunada situación geográfica que hacía de Nueva York un nexo neural indispensable para toda la costa Este, una especie de ganglio o nudo de comunicaciones al que no se podía renunciar. Además, en su disparatado y sudoroso hacinamiento, la ciudad había alcanzado una especie de masa crítica, un nivel de actividad cultural que la convertía en realimentador del espíritu, en algo que se autoenriquecía y autopotenciaba, pues, incluso en un Nueva York moribundo, ocurrían tantas cosas y había tantos acontecimientos de toda índole, que la ciudad simplemente no se podía morir, que debía seguir palpitando y vomitando las fibras de la vida, reavivándose y renovándose inagotablemente. En el corazón de aquella ciudad seguía latiendo una irreprimible energía lunática, y así ocurriría siempre.

Así pues, no estaba moribunda, pero sí aquejada de graves problemas.

Se podía contrarrestar el aire contaminado con máscaras y filtros. El tema del crimen se podía abordar como las ventiscas o los calores veraniegos, negativamente evitándolos, y positivamente mediante un contraataque técnico: o bien no llevaba uno encima nada de valor, se movía ágilmente por las calles, y se encerraba en su casa echando tantas cadenas y cerrojos como le era posible, o se equipaba uno con sistemas de alarma espacio-positivos, bastones de autodefensa y conos de seguridad que irradiaban de un circuito inserto en las costuras de la ropa, y se arriesgaba a desafiar a los posibles asaltantes. Todo se podía contrarrestar. Pero la clase media blanca se había marchado, probablemente para siempre, y eso provocaba dificultades que los muchachos de la electrónica no podían resolver. Para 1990 la ciudad se componía fundamentalmente de negros y puertorriqueños, y estaba moteada por dos tipos de enclaves, uno que mermaba o decaía (las «bolsas» de judíos viejos y de italianos e irlandeses), y otro, cuyas dimensiones y poder crecían constantemente (los deslumbrantes islotes de los ricos, de los estamentos directivos y creativos). Una ciudad poblada únicamente de ricos y pobres experimenta ciertos molestos trastornos espirituales, y tendrá que transcurrir todavía algún tiempo antes de que la naciente burguesía no blanca se convierta en una fuerza real que favorezca la estabilidad social. Gran parte de Nueva York brilla con luz propia como sólo brillaron en el pasado Atenas, Constantinopla, Roma, Babilonia y Persépolis; el resto es una jungla, literalmente una jungla pobre y depauperada, en la que la única ley es la de la fuerza. No es tanto una ciudad moribunda como una ciudad ingobernable de siete millones de almas desplazándose en siete millones de órbitas y sometidas a espectaculares presiones centrífugas que amenazan con convertirnos a todos nosotros en hipérboles en cualquier momento.

Bienvenido al Ayuntamiento, alcalde Quinn.

¿Quién puede gobernar lo ingobernable? Siempre hay alguien dispuesto a hacerlo, Dios le ayude. De nuestros más o menos cien alcaldes, algunos han sido honrados y otros unos pillos, y aproximadamente unos siete, administradores competentes y eficaces. Dos de ellos eran unos pillos, pero ¿para qué fijarse en su moralidad si supieron hacer que la ciudad funcionase tan bien como el mejor? Algunos eran «estrellas», otros desastres y, en suma, todos ellos contribuyeron a empujar a la ciudad hacia su definitiva debacle entrópica. Y ahora Quinn. Promete una etapa de grandeza combinando al parecer la fuerza y vigor de Gottfried, el encanto de Lindsay y la humanidad y compasión de LaGuardia.

Le situamos, pues, en las primarias de los Nuevos Demócratas contra el feble y desamparado DiLaurenzio. Bob Lombroso ordenó millones a los bancos, George Missakian coordinó toda una serie de directos spots televisivos en los que aparecían muchas de las celebridades que habían asistido a aquella fiesta, Ara Ephrikian efectuó trueques a nivel de club para conseguir apoyos, y yo me dejaba caer de cuando en cuando por el cuartel general con sencillísimos informes de proyecciones o vaticinios que no decían nunca nada más profundo que:


Actúa con cautela.

Sigue adelante.

Tenemos que hacerlo.


Todo el mundo esperaba que Quinn avanzara arrolladoramente y, de hecho, ganó las primarias por mayoría absoluta en una lista de siete candidatos. Los republicanos encontraron un banquero llamado Burgess que aceptó su nominación. Era un desconocido, un novicio en política, y me pregunto si es que buscaban deliberadamente el fracaso o adoptaban simplemente una postura realista. Una encuesta celebrada un mes antes de las elecciones concedía a Quinn un 83 por 100 de los votos; pero el 17 por 100 restante le preocupaba e incomodaba. Deseaba todos los votos y juró llevar su campaña hasta el pueblo. En los últimos veinte años ningún candidato se había dejado arrastrar por la rutina de las caravanas y los apretones de manos, pero insistió en hacerlo a pesar de que Mardikian estaba aterrado ante la posibilidad de un asesinato.

—¿Qué probabilidades hay de que disparen contra mí si me doy un paseo por Times Square? —me preguntó Quinn.

No me ocupaba de sus riesgos de fallecimiento, y así se lo comuniqué.

También le dije:

—Pero preferiría que no lo hicieses, Paul. Yo no soy infalible ni tú eres inmortal.

—Si Nueva York no ofrece la seguridad necesaria para que un candidato se encuentre con sus votantes —replicó Quinn—, lo mejor que podíamos hacer es utilizarla como campo de pruebas para una bomba.

—Hace sólo dos años que asesinaron aquí a un alcalde.

—Todo el mundo odiaba a Gottfried. Era el mayor fascista que se haya conocido. ¿Por qué tendría nadie que albergar esos sentimientos contra mí, Lew? Voy a hacerlo.

Quinn siguió adelante y se salió con la suya. Puede que le ayudase. Alcanzó la mayor victoria electoral de toda la historia de Nueva York, una aplastante mayoría del 88 por 100. El 1 de enero de 1998, un día increíblemente templado, casi como de Florida, Haig Mardikian, Bob Lombroso y todos los demás nos apiñábamos en un estrecho círculo al pie de los escalones del Ayuntamiento para ver cómo nuestro hombre prestaba juramento en su toma de posesión. Una vaga inquietud me corroía por dentro. ¿Qué es lo que temía? No podría decirlo. Puede que una bomba. Sí, una bomba redonda, negra y brillante, como de comic, con una mecha encendida silbando por el aire para volarnos a todos nosotros en pedacitos. Pero no se arrojó bomba alguna. ¿Por qué este pájaro de mal agüero, Nichols? ¡Goza del triunfo! Me mantuve impasible. Manotazos en la espalda, besos en las mejillas. Paul Quinn era alcalde de Nueva York, ¡feliz 1998 a todo el mundo!

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