12

En los meses siguientes nos dedicamos seriamente a la tarea de planificar el ascenso de Paul Quinn, y el nuestro propio, hasta la Casa Blanca. Ya no tenía que mostrarme cauto en relación con mi deseo, que rozaba con la compulsión, de convertirle en presidente; todos los miembros de su círculo íntimo reconocían ya abiertamente el mismo fervor que yo había encontrado tan embarazoso hacía sólo año y medio. Actuábamos todos a cara descubierta.

El proceso de fabricación de un presidente no ha variado mucho desde mediados del siglo XIX, aunque las técnicas empleadas son algo distintas en esta época de redes de datos, vaticinios estocásticos y saturación intensiva del ego a través de los medios de comunicación de masas. El punto de partida lo constituye por supuesto un candidato fuerte, preferentemente con su base de poder en un estado densamente poblado. El hombre debe resultar plausiblemente presidenciable; debe parecer y hablar como un presidente. Si su estilo natural no es ése, habrá que entrenarle para crear a su alrededor un aura de plausibilidad. Los candidatos óptimos la poseen ya de entrada. McKinley, Lyndon Johnson, Franklin D. Roosevelt y Wilson poseían todos esa dramática apariencia presidencial. Lo mismo ocurría con Harding. Nadie había parecido jamás más presidente que Harding; era su única cualificación para el cargo, pero había bastado para conducirle al mismo. Dewey, Al Smith, Mc-Govern y Humphrey carecían de ella, y perdieron. Stevenson y Willkie la poseían, pero tuvieron que enfrentarse con hombres cuya aura presidencial era todavía mayor. John F. Kennedy no se ajustaba al ideal imperante en 1960 de cómo debía parecer un presidente: es decir, sabio y paternal, pero poseía otras cualidades que le favorecían, y al ganar alteró en cierta medida el modelo, beneficiando, entre otros, a Paul Quinn, que resultaba presidencialmente plausible debido precisamente a su aire kennediano. También es importante hablar como un presidente. El aspirante a candidato debe resultar firme, serio y enérgico, pero al mismo tiempo caritativo y flexible, con un tono de voz que logre transmitir el calor humano y la sabiduría de Lincoln, el valor de Truman, la serenidad de Franklin D. Roosevelt, el ingenio de John F. Kennedy… Y Quinn reunía todas aquellas cualidades.

Pero el hombre que desee alcanzar la presidencia debe contar con el siguiente equipo: alguien que allegue fondos (Lombroso), alguien que seduzca a los medios de comunicación de masas (Missakian), alguien que analice las tendencias y sugiera las medidas más adecuadas (yo), alguien que coordine una alianza a escala nacional de jerifaltes políticos (Ephrikian), y alguien que dirija y coordine la estrategia (Mardikian). El equipo sigue entonces adelante con el producto, realiza las necesarias conexiones con los mundos de la política, el periodismo y las finanzas, y va imbuyendo en las mentes de la gran masa la idea de que se trata del Hombre Justo para el Cargo. Para cuando se celebre la Convención de Nominación, o Primarias, habrá que, mediante promesas manifiestas o encubiertas, haber alcanzado el número suficiente de delegados como para que el candidato salga en la primera votación o, en el peor de los casos, en la tercera; si para entonces no has conseguido que sea nominado, las alianzas se derrumban y comienzan a hacer su aparición los nombres inesperados. Una vez nominado, eliges un vicepresidente que, en filosofía política, apariencia y origen geográfico, sea lo más distinto del candidato que pueda ser una persona, sin por ello dejar de hablarse, y te lanzas luego a la tarea de hacer morder el polvo al candidato del otro gran partido.

A comienzos de abril de 1999 celebramos nuestra primera gran reunión formal de carácter estratégico en el despacho de alcalde delegado de Mardikian, que se encontraba en el ala oeste del edificio del Ayuntamiento. Estábamos Haig Mardikian, Bob Lombroso, George Missakian, Ara Ephrikian, y yo. Quinn no; se encontraba en Nueva York luchando con el Departamento de Sanidad. Educación y Bienestar para obtener mayores recursos financieros con destino a la ciudad, según lo dispuesto en el Decreto sobre Estabilidad Emocional. Reinaba en la sala una crepitación eléctrica que no tenía nada que ver con el mecanismo de purificación mediante ozono. Era la crepitación del poder, real y potencial. Nos habíamos reunido para poner manos a la tarea de conformar la Historia.

La mesa era redonda, pero me sentí como si ocupase un lugar en el centro del grupo. Los cuatro, mucho más versados que yo en los manejos del poder y de las influencias, recurrían a mí en busca de orientación y directrices, pues el futuro aparecía envuelto en densas nieblas y ellos sólo podían intentar adivinar a través de los enigmas de los días todavía por venir, mientras que creían que yo veía, que sabía. No estaba dispuesto a explicar la diferencia que existe entre ver y ser capaz de formular conjeturas. Saboreaba aquella sensación de dominio. Sí, a cualquier nivel que lo alcancemos, el poder crea un hábito, como las drogas. Allí estaba yo sentado entre millonarios, dos abogados, un agente de Bolsa y un magnate de las redes de datos; tres de ellos atezados armenios y el otro un atezado judío español, y todos tan ansiosos como yo por experimentar el resonante triunfo de alcanzar la presidencia, por compartir una gloria delegada, todos soñando con construirse imperios propios con el disfrute del poder, y todos esperando a que les dijera lo que había que hacer para llegar a la, tomado al pie de la letra, conquista de los Estados Unidos de América.

—Empecemos por tu interpretación, Lew —dijo Mardikian—. ¿Cuáles crees que son las posibilidades reales de que Quinn consiga ser nominado el año que viene?

Efectué la pausa propia de un vidente, levanté la mirada como si estuviera buscando la inspiración de un tótem estocástico, la dejé fija en el espacio, escrutando hasta las motas de polvo en busca de augurios, adopté el aire más pomposo posible; en una palabra, les regalé una representación completa, y al cabo de unos instantes respondí solemnemente:

—Para la nominación puede que una probabilidad entre ocho. Para la elección, una entre cincuenta.

—No es muy buena.

—No.

—No lo es en absoluto —dijo Lombroso.

Mardikian se desanimó, comenzó a dar tirones a la punta de su carnosa e imperial nariz, y dijo:

—¿Nos estás diciendo que debemos abandonar totalmente la idea? ¿Es ésa tu valoración?

—Para el año que viene, sí. Olvidémonos de lo de la presidencia.

—¿Renunciamos así, sin más? —dijo Ephrikian—. ¿Nos limitamos a seguir en el Ayuntamiento y a olvidarnos de todo?

—Espera —le musitó Mardikian. Me miró nuevamente—. ¿Y en el 2004, Lew?

—Mejor, mucho mejor.

Ephrikian, un hombre robusto, de barba negra y cráneo afeitado a la moda, adoptó un aire impaciente y molesto. Arrugó el ceño, y dijo:

—Los medios de comunicación están explayándose justo ahora acerca de lo alcanzado por Quinn en su primer año como alcalde. Creo que es el momento de subir el otro peldaño, Lew.

—Estoy de acuerdo —dije amistosamente.

—Pero nos estás diciendo que en el 2000 será derrotado.

—Digo que será derrotado cualquier candidato que presenten los Nuevos Demócratas —repliqué—. Cualquiera. Quinn, Leydecker, Keats, Kane, Pownell, cualquiera de ellos. Este es el momento de que Quinn se lance, correcto, pero el siguiente escalón no es necesariamente el más alto de todos.

Missakian, rechoncho, afectado, de finos labios, el experto en medios de comunicación, el hombre de la visión clara, dijo:

—¿No puedes concretar algo más, Lew?

—Sí —dije, y me lancé a ello.

Formulé mi nada arriesgada predicción de que cualquiera que se presentase contra el presidente Mortonson en el 2000, Leydecker era el más probable, saldría derrotado. Los presidentes en ejercicio de este país no pierden jamás las elecciones a menos que su primer mandato haya sido un desastre de las proporciones del de Hoover, y Mortonson había realizado su tarea al estilo limpio, agradable, gris y razonablemente cachazudo tan del agrado de los norteamericanos. Leydecker representaría un desafío bastante sólido, pero no existían temas realmente controvertidos y, a pesar de tratarse de un candidato de evidente calibre presidencial, saldría derrotado, incluso por un margen muy amplio. Razoné que lo mejor sería mantenerse al margen de Leydecker. Dejarle correr solo. En cualquier caso, un intento por parte de Quinn de arrebatarle la nominación al año siguiente estaría probablemente abocado al fracaso, y convertiría a Quinn en enemigo de Leydecker, lo que no resultaba en absoluto conveniente. Mejor dejar que fuese Leydecker quien corriera el riesgo, que fuese él quien se estrellase intentando derrotar al invencible Mortonson. Esperaríamos para proponer a Quinn, todavía joven, sin la mácula de ninguna derrota, en el 2004, cuando la Constitución impidiese que Mortonson se presentase de nuevo.

—¿Así que Quinn se muestra a favor de Leydecker en el 2000 y luego se queda sin hacer nada? —preguntó Ephrikian.

—Más que eso —repliqué. Miré a Bob Lombroso. El y yo habíamos discutido ya la estrategia a seguir, llegando a un acuerdo, y ahora, adelantando sus poderosos hombros, barriendo el lado armenio de la mesa con una elegante mirada, Lombroso comenzó a delinear nuestro plan.

Quinn intentaría alcanzar prominencia nacional durante los próximos meses, con el punto álgido a comienzos del verano de 1999, momento en el que realizaría un tour por todo el país y pronunciaría discursos importantes en Memphis, Chicago, Denver y San Francisco. Respaldado por algunos sólidos logros en la ciudad de Nueva York, que atraerían la atención sobre él (reordenación de enclaves, degottfriedización de las fuerzas policiales, y otros), comenzaría a hablar sobre temas de mayor trascendencia, como la política de intercambio regional de energía proveniente de la fusión, readopción de las abolidas leyes sobre Intimidad de 1982 y, ¿por qué no?, congelación obligatoria del petróleo. Hacia el otoño iniciaría un ataque directo a los Republicanos, no tanto al propio Mortonson como a miembros cuidadosamente elegidos de su gabinete (especialmente el secretario de Energía, Hospers; el de Información, Theiss, y el de Medio Ambiente, Perlman). De este modo se introduciría en la contienda, transformándose en una figura a escala nacional, en un imparable líder joven, en un hombre con el que había que contar. La gente empezaría a hablar de sus posibilidades presidenciales; aunque las encuestas y sondeos de opinión le situarían muy por debajo de Leydecker como favorito para la nominación, ya nos ocuparíamos de eso, y no se pronunciaría nunca candidato a las Primarias. Haría entender a los medios de comunicación de masas que prefería a Leydecker a cualquiera de los restantes candidatos, pero tendría enorme cuidado de no respaldarle abiertamente. En la Convención de los Nuevos Demócratas, que se celebraría en San Francisco en el 2000, una vez que Leydecker hubiese sido nominado y pronunciado el acostumbrado discurso renunciando a designar su vicepresidente, Quinn lanzaría una dramática oferta de aceptar su nominación para la vicepresidencia, que sería en último extremo derrotada. ¿Por qué para la vicepresidencia? Porque la lucha en la Convención haría que hablasen ampliamente de él todos los medios de comunicación sin exponerle, a diferencia de la oferta para la presidencia, a las acusaciones de ambición prematura, y sin provocar la irritación del poderoso Leydecker. ¿Por qué derrotada? Porque, en cualquier caso, Leydecker iba a perder las elecciones frente a Mortonson, y Quinn no tenía nada que ganar compartiendo con él la derrota en calidad de aspirante a la vicepresidencia. Mejor verse desestimado por la Convención, creándose así la imagen de brillante recién llegado, de gran promesa frustrada por zancadillas políticas, que resultar derrotado en las elecciones.

—Nuestro modelo —concluyó Lombroso— es John F. Kennedy, descartado así para la vicepresidencia en 1956, y candidato a la presidencia en 1960. Lew ha trazado diversas simulaciones que muestran el solapamiento de los vectores dinámicos, uno a uno, y podemos mostraros los perfiles.

—Muy bien —dijo Ephrikian—. ¿Cuándo debe producirse el magnicidio, en el 2003?

—Por favor, seamos serios —dijo Lombroso amablemente.

—Muy bien —dijo Ephrikian—. Hablaré, pues, en serio. ¿Qué pasará si Leydecker decide presentarse también en el 2004?

—Entonces tendrá sesenta y un años —replicó Lombroso—, y contará en su historial con una derrota. Quinn tendrá cuarenta y tres y no habrá sido vencido nunca. Uno se encontrará en decadencia y el otro en auge, y el partido estará deseoso de ganar después de ocho años alejado del poder.

Se produjo una larga pausa.

—Me gusta —anunció Missakian finalmente.

—¿Y a ti, Haig? —pregunté.

Mardikian se había mantenido un buen rato en silencio. Ahora asintió:

—Quinn no está preparado para hacerse cargo del país en el 2000. Eso será en el 2004.

—Y el país estará preparado para Quinn —dijo Missakian.

Загрузка...