18

Fue una semana llena de problemas. Por el lado político, todas las noticias fueron malas. En todas partes, los nuevos demócratas se apresuraban a prestar su apoyo al senador Kane, y éste, en lugar de dejar abiertas sus opciones al cargo de la vicepresidencia, como hacen la mayoría de los políticos expertos, informó alegremente en una rueda de prensa que le gustaría que Socorro fuese su acompañante en la candidatura. Quinn, quien tras el asunto de la congelación del petróleo empezó a conseguir cierto renombre nacional, dejó repentinamente de interesar a todos los dirigentes del partido al oeste del río Hudson. Dejaron de llegar invitaciones a pronunciar discursos, las peticiones de fotos firmadas descendieron al mínimo; señales triviales si se quiere, pero significativas. Quinn era consciente de lo que estaba ocurriendo, y no le hacía nada feliz.

—¿Cómo ha ocurrido tan rápido todo esto de la alianza Kane-Socorro? —preguntó—. Un día soy la gran esperanza blanca del partido y al siguiente todo el mundo me da con la puerta en las narices —nos dirigió la famosa mirada Quinn, con los ojos saltando de uno a otro, buscando quién era el que le había fallado. Su presencia resultaba tan impresionante como siempre; la sensación de desencanto que transmitía, casi intolerablemente penosa.

Mardikian carecía de respuesta. Tampoco la tenía Lombroso. ¿Qué podía decir yo? ¿Que había tenido en mi poder las claves del asunto y las había desperdiciado? Me refugié en un encogimiento de hombros y en un «así es la política». Me pagaban por obtener intuiciones razonables, no por adivinarlo todo.

—Espera —le prometí—. Están formándose nuevas pautas. Dame un mes y te lo podré delinear todo.

—Te concedo hasta seis semanas —me respondió Quinn ásperamente.

Su malhumor disminuyó tras un par de días cargados de tensión. Estaba demasiado ocupado con problemas locales, de los que se produjo repentinamente una verdadera avalancha —el tradicional malestar social que, como una nube de mosquitos, cae sobre Nueva York todos los veranos, como para obsesionarse durante mucho tiempo con una nominación que realmente no había pretendido ganar.

Fue también una semana llena de problemas domésticos. El cada vez más profundo compromiso de Sundara con el Credo del Tránsito estaba empezando a sacarme de quicio. Su comportamiento resultaba ya tan disparatado, impredecible y carente de motivos como el de Carvajal; pero ambos llegaban a su enloquecida fortuidad desde direcciones distintas; la conducta de Carvajal estaba regida por una ciega obediencia a una revelación inexplicable, mientras que la de Sundara, por su deseo de romper con toda pauta y estructura.

Reinaban el capricho y la extravagancia. El día que fui a ver a Carvajal, ella, sin decirme nada, se fue a solicitar un permiso para ejercer la prostitución al Edificio Municipal. Le llevó la mayor parte de la tarde, debido al examen médico, la entrevista sindical, las fotografías y las huellas digitales, y todas las demás complicaciones burocráticas. Cuando llegué a casa, pensando únicamente en Carvajal, me mostró triunfante la tarjetita laminada que la autorizaba a vender legalmente su cuerpo en cualquiera de los cinco grandes distritos.

—¡Dios mío! —exclamé.

—¿He hecho algo malo?

—¿Has esperado allí, en la cola, como cualquier puta de veinticinco dólares de Las Vegas?

—¿Debería haber utilizado tus influencias políticas para conseguir mi tarjeta?

—¿Qué pasaría si te hubiese visto allí algún periodista?

—¿Y qué?

—La esposa de Lew Nichols, ayudante administrativo especial del alcalde Quinn, afiliándose al sindicato de prostitutas.

—¿Crees que soy la única casada del sindicato?

—No me refiero a eso. Estoy pensando en el posible escándalo, Sundara.

—La prostitución es una actividad legal, y se considera que la prostitución regulada produce beneficios sociales que…

—Es legal en la ciudad de Nueva York —dije—. Pero no en Kankakee o en Tallahassee. Ni tampoco en Sioux City. Uno de estos días Quinn va a intentar obtener votos en todos esos sitios y en otros parecidos, y puede que cualquier listillo consiga la información de que uno de los consejeros más próximos a Quinn está casado con una mujer que vende su cuerpo en un burdel público, y eso…

—¿Y se supone que voy a tener que ajustar mi vida a la necesidad de Quinn de respetar la moralidad de los votantes de los pueblos? —me preguntó, con los negros ojos fulgurantes y las mejillas encendidas bajo el color oscuro de su piel.

—Pero ¿quieres ser realmente una puta, Sundara?

Prostituta es el término que la dirección del sindicato prefiere.

—Prostituta no es mejor que puta. ¿No estás satisfecha con el tipo de arreglos que hemos venido haciendo? ¿Por qué quieres venderte?

—Lo que deseo —me respondió glacialmente— es convertirme en un ser humano libre, liberado de todas las limitadoras ataduras al ego.

—¿Y lo vas a conseguir a través de la prostitución?

—Las prostitutas aprenden a desmantelar sus egos. Existen sólo para servir a las necesidades de los demás. Una semana o dos en un burdel municipal me enseñará a subordinar las demandas de mi ego a las necesidades de los que acudan a mí.

—Podrías hacerte enfermera. Podrías hacerte masajista. Podrías…

—Hago lo que quiero.

—¿Y qué es lo que vas a hacer? ¿Pasarte una o dos semanas en un burdel municipal?

—Probablemente.

—¿Te lo ha sugerido Catalina Yarber?

—Se me ha ocurrido a mí sola —dijo Sundara solemnemente. Sus ojos echaban fuego. Estábamos al borde de la peor pelea de toda nuestra vida juntos, del típico choque de «te lo prohíbo tajantemente / no me des órdenes». Me puse a temblar. Me imaginé a Sundara, frágil y elegante, a la Sundara deseada por todos los hombres y por muchas mujeres, fichando a la entrada de uno de aquellos sombríos cubículos municipales; a Sundara junto a un lavabo enjabonándose el vientre con lociones antisépticas; a Sundara en su estrecho camastro, con las rodillas apoyadas en los senos, satisfaciendo a algún gaznápiro con cara de bruto y oliendo a sudor, mientras que, con los tickets en la mano, una cola inacabable esperaba a su puerta. No. No podía aceptarlo. Un grupo de cuatro, de seis, de diez, el tipo de sexualidad en grupo que prefiriese, pero nunca un grupo indefinido, nunca que ofreciese su maravilloso y tierno cuerpo al primer miserable rufián de Nueva York que pudiese pagar la entrada. Por un instante me sentí tentado de montar en la anticuada cólera marital y decirle que se dejase de todas aquellas tonterías, o de lo contrario… Pero, por supuesto, era imposible. Por tanto, no dije nada, mientras que un abismo se abría entre nosotros. Nos encontrábamos en islas distintas en medio de un mar tormentoso, alejados el uno del otro por poderosas corrientes turbulentas, y yo era incapaz incluso de gritarle a través del estrecho cada vez mayor que nos separaba, incapaz incluso de tender hacia ella mis manos en fútil gesto. ¿Adonde había ido a parar la identificación que nos uniera durante todos aquellos años? ¿Por qué se agrandaba cada vez más el estrecho entre nosotros?

—Vete pues a tu casa de putas —musité, y salí del apartamento sumido en un loco ataque, en absoluto estocástico, de ira y miedo.

No obstante, en lugar de inscribirse en un burdel, Sundara se desplazó al aeropuerto J. F. Kennedy y cogió un rocket con destino a la India. Se bañó en el Ganges en uno de los muelles de Benarés, perdió una hora buscando en vano el barrio ancestral de su familia en Bombay, comió curry en el Green’s Hotel y cogió el siguiente rocket de vuelta a casa. Su peregrinación había durado en total cuarenta y ocho horas, costándole exactamente cuarenta dólares por hora, simetría que no consiguió aliviar mi deprimido estado de ánimo. Tuve el suficiente sentido común como para no hacer de todo ello un motivo de disputa. En cualquier caso, hubiese sido inútil; Sundara era un ser libre, y cada día más; tenía derecho a gastarse su propio dinero en lo que prefiriese, aunque fuesen disparatadas excursiones de menos de dos días a la India. Tuve mucho cuidado de, en los días que siguieron a su vuelta, no preguntarle si se proponía realmente utilizar su nueva licencia para ejercer la prostitución. Quizá ya lo estaba haciendo, pero yo prefería ignorarlo.

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