Un león en el escondrijo

El Santo Oficio estaría asediado por problemas de no ser por la ayuda de ciertos funcionarios modestos, como escribas, guardias, mensajeros e incluso espías, llamados por lo general «familiares», que son considerados con desprecio por muchos ciudadanos, a menudo de un modo injusto. Por más que Isarn cargara con el estigma de un pasado herético, era un sirviente bueno y humilde, carente de vanidad y malicia. El padre Augustin carecía también de vanidad y malicia; era un hombre rebosante de virtudes, enriquecidas con la gracia infinita del espíritu santo de Dios, pero al echar a Isarn cometió un error. Un error sin paliativos. En estas cuestiones no conviene precipitarse en condenar, pues la misericordia y la verdad son virtudes que suelen ir aparejadas. Benditos son los misericordiosos, con unas bendiciones que son espléndidas, como yo mismo puedo atestiguar.

Hace unos tres años contraté a un familiar cuyos servicios eran impagables, un hombre de una inteligencia tan extraordinaria y tan hábil en su profesión, que mi pluma es incapaz de describir con justicia su excelencia. No obstante era un perfecto (o eso parecía), e indigno de confianza. ¡Con qué facilidad pude haber rechazado sus extrañas propuestas! ¡Con qué tenacidad pude haberme aferrado a mis sospechas, desaprovechando la ocasión que él me ofrecía! Pero fui insensato. Le escuché, reflexioné, accedí. Y los resultados de esta decisión fueron abundantes.

Le vi por primera vez en su celda en la prisión, a la que había sido trasladado hacía poco. Sabía poco de él, salvo que había sido apresado, junto con otro perfecto, en la feria de Padern.

También conocía su nombre, que no transcribiré aquí. Su identidad es un secreto guardado con celo, por lo que me limitaré a llamarle «S». Por lo que se refiere a su aspecto (del que tampoco puedo ofreceros una detallada effictio), era alto y pálido, con los ojos pequeños, claros y perspicaces.

– Bien, amigo mío -le saludé-. Habéis solicitado una entrevista conmigo.

– Así es -respondió. Tenía una voz dulce y suave como la mantequilla-. Deseo confesar.

– En tal caso debéis esperar a mañana -le recomendé-. El tribunal estará reunido y habrá un notario presente para tomar nota de lo que digáis.

– No -contestó-. Deseo hablar con vos a solas.

– Si deseáis hacer una confesión, debe constar por escrito.

– Os propongo un trato. Concededme unos minutos de vuestro tiempo, señor, y no os arrepentiréis.

Me sentí intrigado. Por lo general sólo me dan el tratamiento de «señor» los campesinos atemorizados y los respetuosos sargentos; ningún perfecto se había dirigido a mí de ese modo. Así que dije al prisionero que procediera, y éste empezó diciendo:

– No soy un hombre bueno, señor.

Yo sabía que «hombre bueno» era otro apelativo de perfecto.

– Entonces esto no es una confesión -respondí-, porque tengo pruebas de que sí lo sois.

– Visto como un hombre bueno. Luzco una toga azul y unas sandalias. No como carne, cuando como con otros, y hablo sobre la gran Babilonia de la Iglesia romana. Pero en mi fuero interno no soy un hereje, ni lo he sido nunca.

Al oír esto me eché a reír, y cuando me disponía a contestar, él se me adelantó. Dijo que sus padres habían sido unos cataros; que su padre había sido acusado de hereje reincidente y quemado en la hoguera, que su madre había sido encarcelada; que su patrimonio había sido confiscado y la casa en la que había nacido destruida. Me explicó que, a los seis años, había perdido todo cuanto le pertenecía. Durante toda su juventud había dormido en los establos de unos parientes, cuidando de sus ovejas y alimentándose de las sobras que le daban. Relató su historia con calma, con su dulce voz, como quien se refiere a un día nublado o una hogaza de pan duro.

– Los hombres buenos destruyeron mi patrimonio -dijo para finalizar-. Pero acudieron a mí, esperando que compartiera mi lecho y mi comida con ellos, que les condujera de aquí para allá, que les ocultara, ayudara y escuchara mientras ellos ponían en peligro toda la aldea. Mis parientes siempre los acogieron en sus casas, y yo permanecía despierto por las noches, temiendo que alguien informara de ello a los inquisidores.

– Debisteis informarnos vos mismo -observé.

– ¿Y adonde habría ido, señor? No era más que un niño. Pero juré que un día recuperaría mi herencia destruyendo a quienes me la habían arrebatado.

Se expresaba con una apacible intensidad que me pareció totalmente convincente. Pero estaba confuso.

– Eran vuestros enemigos y, sin embargo os unisteis a ellos. ¿Cómo es posible?

– Para traicionar al enemigo, es preciso conocerlo bien -respondió «S»-. Señor, el hombre bueno, Arnaud, fue capturado junto conmigo. Yo lo conduje hasta vos. Puedo contároslo todo sobre él, y sobre otros hombres buenos, puedo revelaros sus hábitos, los lugares que frecuentan, los caminos que utilizan y las personas que los dirigen. Puedo entregaros los cinco últimos años de mi vida, y toda la comarca de Corbieres.

– ¿En aras del rencor? -pregunté, pero él no lo entendió. (Enseguida comprobé que no era un hombre muy instruido, aunque sí inteligente.) Así que tuve que preguntárselo de otro modo-: ¿Debido al profundo odio que os inspiran los herejes?

– Los odio, sí. Y deseo aprovecharme de ellos. Os entrego gratis mis últimos cinco años, en señal de mi buena fe. Pero el año próximo tendréis que pagar por ello.

– ¿Me proponéis espiar para mí?

– Sólo y exclusivamente para vos. -El hombre me miró con sus ojillos claros, de color miel, y comprendí que debía de ser un predicador muy convincente, pues tenía una mirada hipnótica-. Nadie más debe saberlo. Os contaré mi historia de hereje reformado. Puesto que traicionaré a muchas personas, mi castigo será leve. Me pondréis en libertad y regresaré a mi ministerio en otra comarca, la del Rosellón. Dentro de un año, me arrestaréis en Tautavel. Os revelaré todo cuanto haya averiguado y me pagaréis doscientas livres tournois.

– ¿Doscientas? Amigo mío, ¿sabéis a cuánto ascienden mis estipendios?

– Doscientas -repitió con firmeza-. Con ese dinero compraré una casa, unas viñas, un huerto…

– ¿Cómo podréis hacerlo si estáis preso? No puedo dejar en libertad a un hombre que ha vuelto a abrazar la doctrina herética. Moriréis en la hoguera.

– No si me ayudáis a escapar, señor. -El hombre se detuvo y tras unos instantes añadió-: Si os complace mi trabajo, quizá me contratéis durante un año más.

Y así fue como contraté al familiar más eficaz que jamás ha trabajado para el Santo Oficio, no durante un año, ni dos, sino durante tantos como quiso concederme. ¡Menuda mosca muerta era aquel hombre! Astuto como un parandus, (que cambia de color según el lugar donde se oculta) y peligroso como un león entre los animales del bosque. Pero me fié de él, y él se fió de mí. «Esfuérzate pues, y ten valor; nada te asuste, nada temas, porque Yavé, tu Dios, irá contigo adondequiera que tú vayas.»

Con todo, reconozco que no todos los familiares son dignos de confianza. Algunos venden su honradez por dinero y los pobres por un par de zapatos. Grimaud Sobacca era uno de esos individuos; su aspecto de no haber roto nunca un plato era falso, pero el padre Jacques le arrojaba de vez en cuando unas libras por unos servicios viles y deshonrosos. En ocasiones Grimaud difundía rumores falsos, provocando enemistades entre personas que luego se denunciaban mutuamente por herejes. A veces fingía ser un prisionero, y se convertía en depositario de secretos que más tarde transmitía al padre Jacques. Otras veces sobornaba a doncellas, amenazaba a niños, robaba documentos. Si el padre Jacques aceptó alguna vez dinero, estoy convencido de que se lo entregaba a Grimaud.

Entonces, al morir su benefactor, Grimaud acudió al padre Augustin en busca de ayuda. Llevó al Santo Oficio unos hediondos rumores como un gato que lleva ratones muertos a la cocina, salvo que Grimaud era más que un gato y, como la mayoría de sabandijas, siempre hallaba la forma de colarse. Una tarde, cuando regresábamos al priorato a la hora de completas, mi superior me preguntó por Grimaud. Me dijo que éste había ido a verlo aquel día para contarle una historia sobre unas mujeres herejes que vivían en Casseras. Se habían mudado al viejo castillo cátaro que había allí, y no asistían a la iglesia.

– ¿Habéis oído hablar de esas mujeres? -preguntó el padre Augustin-. No sabía que hubiera un castillo en Casseras.

– Y no lo hay -respondí-. Hay una forcia, una granja fortificada, que fue confiscada hace tiempo, cuando condenaron a su dueño por hereje. Según tengo entendido, las tierras pertenecen ahora a la Corona. La última vez que estuve en Casseras no vivía nadie en la granja, la cual había sido en gran parte demolida.

– ¿Entonces Grimaud mintió?

– Grimaud siempre miente. Recorre las calles de Babilonia y se revuelca en el lodazal como si fuera un lecho de especias y preciados ungüentos.

– Entiendo. -Era evidente que mi enérgica condena había impresionado al padre Augustin-. No obstante, escribiré al sacerdote de esa localidad. ¿Cómo se llama ese sacerdote?

– Es el padre Paul de Miramonte.

– Le escribiré para pedirle que confirme esa historia.

– ¿Le disteis dinero a Grimaud?

– Le dije que si lográbamos arrestar a alguna de esas mujeres, tras las oportunas pesquisas, recibiría una pequeña suma.

– Si hubiera herejes en Casseras, el sacerdote os lo habría comunicado, padre. Es un hombre de fiar.

– ¿Lo conocéis?

– Procuro conocer a la mayoría de los párrocos de esta comarca.

– Y supongo que a muchos de los parroquianos.

– Sí.

– En tal caso quisiera que me hablarais de estas gentes. -A continuación mi superior recitó una lista de seis nombres: Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond Maury, Oldric Capiscol, Petrona Capdenier y Bruna d'Aguilar-. Los nombres de esas personas constaban en algunas actas del padre Jacques, aunque nunca fueron acusadas ni condenadas.

– ¡Aimery Ribaudin! -exclamé-. ¿Aimery Ribaudin?

– ¿Os dice algo ese nombre? -inquirió el padre Augustin.

Me detuve, le tomé del brazo y señalé la calle frente a nosotros, a la derecha. La calle estaba llena de imponentes hospitia, unos edificios de dos pisos que en la planta baja albergaban grandes comercios y almacenes abovedados-. ¿Veis ese hospitum? Pertenece a Aimery Ribaudin. Es un armero, un cónsul y un hombre muy rico.

– ¿Habéis oído a alguien difamarlo alguna vez?

– Jamás. Es un benefactor de Saint Polycarpe.

– ¿Y los otros? ¿Qué opinión os merece Bernard de Pibraux?

– Pibraux es una aldea situada al oeste de Lazet. La familia señorial tiene tres hijos varones, y Bernard es el menor. No lo conozco personalmente. -Nos habíamos detenido, pero al percatarme de que la gente nos observaba con curiosidad, reanudé el paso-. Raymond Maury es un panadero, vive cerca del priorato. Es un tipo quisquilloso, pero tiene nueve hijos que alimentar. Bruna dAguilar es una viuda de la parroquia de Saint Nicholas, rica, cabeza de familia. Sí que he oído habladurías sobre ella.

– ¿Qué habladurías?

– Unas habladurías absurdas. Que escupe tres veces para bendecir su pan. Que su puerco recita el pater noster.

– Ya.

– Los otros dos nombres no los conozco. He oído hablar de varios Capiscol, pero no de un Oldric. Quizás haya muerto.

– Quizá. Lo vieron en una reunión que se celebró hace cuarenta y tres años.

– Entonces es muy posible que haya muerto. Quizá lo acusaron y condenaron antes de que viniera aquí el padre Jacques. Os recomiendo que examinéis los viejos expedientes.

– Lo haré -respondió el padre Augustin.

Y cumplió su palabra. Ordenó a Raymond que examinara los archivos en busca de expedientes de hacía cincuenta años y mandó a Sicard que los leyera, cada noche, desde completas a maitines, hasta que al pobre Sicard se le enrojecieron los ojos y se quedó ronco. Un buen día, en nuestra sede, mientras yo escribía una carta a Jean de Beaune, el inquisidor de Carcasona (que nos había pedido una copia de ciertos documentos que conservábamos nosotros), el padre Augustin bajó laboriosamente por la escalera circular y se detuvo frente a mi mesa.

– ¿Habéis consultado hace poco los archivos, hermano Bernard? -me preguntó.

– ¿Yo? No.

– ¿No tenéis ningún archivo en vuestro poder?

– No. ¿Por qué? ¿Falta algún libro?

– Creo que sí. -El padre Augustin parecía un tanto distraído; mientras hablaba observó mis plumas, mi tierra de batán y mi piedra pómez-. Raymond no consigue dar con uno de los antiguos archivos.

– Puede que no lo haya buscado en el lugar correspondiente.

– Dijo que quizá se lo habíais enviado a otro inquisidor.

– Nunca envío los originales, padre, sino que mando hacer unas copias. Raymond lo sabe bien. -Confieso que empezaba a compartir la preocupación de mi superior-. ¿Cuánto hace que falta ese archivo?

– No lo sé. Raymond no puede asegurarlo, pues rara vez son consultados los antiguos archivos.

– Quizás alguien haya depositado por error ambas copias en la biblioteca del obispo.

– Es posible. En cualquier caso, he pedido a Raymond que busque la copia del obispo y la traiga.

Me esforcé en descifrar el enigma, pues no podía dejar que quedara sin resolver.

– ¿Ha visto el hermano Lucius ese archivo?

– No.

– ¿Y el obispo?

– Se lo preguntaré.

– Ninguna otra persona tiene acceso a nuestros archivos. A menos que… -Me detuve y, por una maravillosa coincidencia de pensamiento, el padre Augustin concluyó la frase que yo había iniciado.

– A menos que lo tomara el padre Jacques.

– A menos que lo colocara en un lugar erróneo.

– Ya.

El padre Augustin y yo nos miramos. ¿Había estado borrando sus huellas el padre Jacques? Pero no dije nada, porque el que refrena sus labios es sabio.

– Indagaré en el asunto -declaró por fin mi superior. Pareció dejar de lado el tema con un brusco movimiento de la mano; de repente cambió de tema y dijo-: Mañana necesitaré unos caballos -dijo-. ¿Qué hay que hacer para conseguirlos?

– ¿ Unos caballos?

– Deseo visitar Casseras.

– Ah. -Después de explicarle que debíamos comunicárselo al mozo de cuadra del obispo, pregunté a mi superior si había recibido más informes del padre Paul de Miramonte-. ¿Se han confirmado las sospechas de Grimaud? -inquirí-. ¿Es cierto que en la forcia de Casseras viven unas herejes?

El padre Augustin guardó silencio durante un buen rato. Cuando me disponía a repetir mi pregunta (ignorando que mi superior poseía un oído extraordinariamente fino), éste me demostró de pronto que sí me había oído.

– Que yo sepa -respondió-, esas mujeres son buenas católicas. Asisten a misa, aunque no de un modo regular, debido a su precaria salud. El padre Paul, dice que la forcia se encuentra a cierta distancia de la aldea, y que tal vez sea éste otro de los motivos que les impide asistir cuando hace mal tiempo. Viven de forma modesta y piadosa; crían pollos y truecan los huevos por queso. El padre Paul no ve nada censurable en sus costumbres.

– ¿Entonces…? -pregunté confundido-. ¿Por qué deseáis ir a Casseras?

De nuevo, el padre Augustin reflexionó unos momentos antes de responder.

– Las mujeres que viven juntas de esa forma se exponen a peligros y calumnias -dijo por fin-. Si las mujeres desean vivir con castidad, sirviendo a Dios y obedeciendo sus leyes, deben buscar la protección de un sacerdote o un monje e ingresar en un convento. De lo contrario corren un grave riesgo, en primer lugar porque viven aisladas, exponiéndose a ser violadas o a que les roben sus pertenencias, y segundo porque la gente recuerda que las seguidoras femeninas del error albigense vivían antaño en unas circunstancias análogas, y fundaron numerosos «conventos» heréticos. La gente desconfía de mujeres que prefieren vivir como María antes que como Marta, pero rechazan la disciplinada guía de la autoridad ordenada.

– Es cierto -dije-. Esos casos siempre suscitan recelos. Como bien decís, ¿por qué no ingresan en un convento?

– Además… -El padre Augustin se detuvo antes de repetirse enfáticamente, con toda la parsimonia de esa figura retórica llamada conduplicatio-. Además, una de ellas sabe leer.

– Ah. -El don de las letras, entre personas legas, puede ser una bendición o una maldición-. Imagino que no en latín.

– No lo creo. Pero como sabéis, la gente instruida corre más peligro que la ignorante.

– Sin duda.

He presenciado la obstinada vanagloria de hombres y mujeres instruidos a medias en materia de letras, quienes después de haber aprendido de memoria algunos pasajes del Evangelio, se consideran superiores a las más eruditas autoridades. He oído a patanes recitar fragmentos de las Sagradas Escrituras errónea y corruptamente, como en la epístola de Juan que dice «los suyos se negaban a recibirlo», traduciendo «los suyos» por «los cerdos», confundiendo sui con sues. Y en el salmo que reza «espanta a las fieras del cañaveral», dicen «espanta a los animales de las golondrinas», confundiendo harundinis con hirundinis. Asumen la apariencia de erudición como un manto, que para otros analfabetos oculta su abismal ignorancia.

– Si esas mujeres corren el peligro de caer en el error, viviendo de un modo peligroso, procuraré guiarlas por el camino recto -dijo el padre Augustin-. Lo único que necesitan es una paternal amonestación. Un amable discurso.

– Como santo Domingo -apostillé. El padre Augustin pareció complacido con esa comparación.

– Sí, como santo Domingo. -Acto seguido el padre Augustin añadió a su manera seca pero contundente-: A fin de cuentas, los Domini Canes no son sabuesos del Señor sólo porque atacamos a los lobos feroces. También estamos aquí para hacer que las ovejas descarriadas regresen al redil.

Tras expresar esa opinión, el padre Augustin se alejó renqueando, resoplando como un fuelle y apoyado en su bastón. Confieso que en aquel momento se me ocurrió un pensamiento despreciable, la imagen de un perro viejo, pelón, desdentado y cojo, y sonreí al tiempo que observaba la pluma que sostenía en la mano.

Pero mi sonrisa se borró cuando me pregunté: «¿Cómo se alimentan los perros desdentados si no es escarbando en busca de criaturas muertas?».

Era evidente que el padre Augustin estaba decidido a perseguir a los herejes hasta la tumba, e incluso más allá. Yo sabía que si lo hacía, nos causaría graves problemas. La gente protestaría y nos censuraría por ello. Más de uno echaría mano de sus influyentes benefactores.

Pero no había previsto lo peor. Lo cual demuestra mi falta de previsión.


Casseras está cerca de Rasiers, una población más grande. Si la memoria no me falla, calculo que Rasiers cuenta con una población de unos trescientos habitantes, entre los cuales se halla el preboste real. El preboste ocupa el castillo, antaño propiedad de la familia que construyó la forcia en las afueras de Casseras, una familia sobre la que sé poco salvo que hace unos cien años el cabeza de familia, un tal Jordan de Rasiers, entregó su castillo a las fuerzas del norte. Después de consultar los archivos de nuestro Santo Oficio, puedo deciros también que su nieto, Raymond-Arnaud, perdió la forcia de Casseras, junto con una mansión en Lazet, cuando le condenaron por hereje en 1254.

Antaño tanto Rasiers como Casseras estaban infestadas de herejes. He visto centenares de documentos, de los interrogatorios de 1253 y 1254, cuando la mayoría de aldeanos fueron llamados a Lazet, en grupos reducidos, para ser interrogados. Según recuerdo, unas sesenta personas pertenecientes a cuatro familias de Casseras fueron condenadas. (He comprobado a menudo que la herejía infecta la sangre, como algunas enfermedades hereditarias.) Esas familias ya no están representadas en la aldea; sus miembros fueron encarcelados, ejecutados o enviados a cumplir largas peregrinaciones de las que jamás regresaron. Algunos, en su mayoría niños, fueron enviados a vivir con parientes lejanos. Como declaró Jerónimo en su comentario sobre los gálatas: «Extirpad la carne putrefacta, expulsad a las ovejas sarnosas del redil, si no queréis que toda la casa, toda la masa, todo el cuerpo, todo el rebaño se abrase, perezca, se pudra y muera». Una vez cauterizada la infección de la herejía, Casseras recobró la salud (aunque, como decía el padre Augustin, no conviene bajar nunca la guardia).

Para llegar a la aldea desde Lazet, debéis viajar hacia el sur durante media jornada hasta alcanzar la verde meseta de los pastizales, bosques y trigales de Rasiers, un armonioso cuadro de tesoros naturales que deleita la vista y ofrece numerosos y variados productos al diligente labrador. «¡Cuántas son tus obras, Oh Yavé, y cuan sabiamente ordenadas! Está llena la tierra de tus beneficios.» Casseras está situada más al sur, entre colinas, y la tierra allí no es tan fértil. No hay huertos ni viñas, carros ni caballos, ni un molino, ni una posada, ni un priorato, ni un herrero. Sólo dos casas poseen unos cobertizos independientes para las ovejas, las mulas y los bueyes. La iglesia constituye un modesto receptáculo de la gracia de Dios: una caja de piedra caliza oscura que contiene un altar de piedra, un crucifijo de madera y un arcón que contiene el cáliz, la patena, los lienzos y las vestiduras. También hay unos cuadros en las paredes, mal ejecutados y en pésimo estado. Por supuesto, mejor es humillar el corazón con los humildes, pero allí hay poco para glorificar la majestad de Cristo.

Un camino pedregoso discurre desde Casseras a través de los campos de la aldea y un agreste monte hasta los pastizales en bancales de la antigua forcia de Rasiers. Ahí veréis con frecuencia unas ovejas pastando, pertenecientes a familias del lugar que pagan al preboste unas tasas forestales y de pastoreo por el privilegio de utilizar los terrenos reales. (Esas tasas provocan numerosas quejas, que oigo por doquier. Los campesinos dicen que son excesivas. ¿Cómo podemos dar dinero a la Iglesia cuando el rey nos exige tanto?) En algunos puntos, el camino al que me refiero es empinado como una escalera y en otros profundo como una zanja, casi impracticable cuando llueve, peligroso cuando nieva, más apto para las cabras que las personas, inseguro incluso para los jinetes más avezados. Por ello el padre Augustin y los sargentos que lo escoltaban, después de cruzar el Agly, decidieron apremiar a sus monturas a través de escarpadas colinas bajo un sol abrasador y arriesgar sus vidas al atravesar un frondoso bosque conocido por su población de bandoleros, se enfrentaron, al término de su viaje, con una escalada más difícil que todas las anteriores.

Asimismo decidieron regresar el mismo día, y también más rápido, para llegar a Lazet antes de que cerraran las puertas al anochecer. Es decir, fue el padre Augustin quien tomó esa decisión, una imprudencia que por poco le cuesta la vida. A resultas de ella pasó casi tres días en cama, ¿y por qué? Porque no quería (o eso dijo) dejar de asistir a la celebración de completas. Entiendo que todo hermano dominico tiene el deber de asistir a completas, la oración que constituye la corona y culminación de nuestra jornada, que ninguna abstención pasa inadvertida y ninguna excusa basta para justificarla. No obstante, como señala el mismo san Agustín, Dios ha creado la mente humana racional e intelectual, y la razón nos dicta que un hombre débil, postrado debido a los dolores y la fatiga de un largo viaje, se abstendrá de asistir a completas en más ocasiones que otro que decida sabiamente interrumpir su viaje para pernoctar bajo el techo de un sacerdote local.

Así se lo manifesté a mi superior cuando lo visité en su celda el segundo día de su convalecencia, y él convino en que había calculado mal sus fuerzas.

– La próxima vez, pasaré la noche allí -dijo.

Yo estaba asustado.

– ¿Es que pensáis regresar?

– Sí.

– Pero si esas mujeres son heterodoxas, debéis hacer que vengan aquí.

– No son heterodoxas -me interrumpió el padre Augustin con voz débil y ronca. No obstante, como yo había agachado la cabeza a la altura de sus labios, logré captar las palabras que farfulló a la par que el airado tono, el más leve eco de la cólera que rezumaban. Esa cólera, que brotaba de una fuente oculta, me sorprendió. No me explicaba el motivo-. Necesitan una orientación espiritual -prosiguió el padre Augustin, cerrando los ojos. Percibí su fétido aliento sobre mi mejilla y observé con nitidez el contorno de su cráneo bajo la piel.

– Pero el mismo padre Paul puede ofrecerles esa orientación -dije.

Mi superior movió la cabeza con irritación, casi febrilmente.

– No.

– Pero…

– El padre Paul es un hombre sencillo con más de un centenar de almas a su cuidado. Esas mujeres son de buena familia, y muy inteligentes, en la medida en que una mujer puede ejercer esas facultades, más desarrolladas en el hombre.

El padre Augustin hizo una pausa. Aguardé unos instantes, pero no añadió nada más, por lo que me aventuré a decir:

– De modo que si esas mujeres han abrazado la fe errónea y el padre Paul las amonesta por ello, es más probable que ellas lo conviertan a él que a la inversa. ¿Es eso lo que pretendéis decir, padre?

Mi superior balanceó de nuevo la cabeza con aire enojado, como los que beben el vino de la ira del Señor y no descansan de día ni de noche. Su postrado estado empezaba a incidir en su talante, por lo general sereno y frío.

– Sois irreverente -rezongó-. Ese tono burlón… me atormenta…

Arrepintiéndome al instante, le pedí perdón.

– Lo lamento, padre. No debo expresarme de esa forma, es uno de mis defectos.

– Son asuntos muy graves.

– Lo sé.

– Pero os burláis de ellos. Siempre. Incluso ante unos presos encadenados. ¿Cómo puedo comprenderos?

Pensé: oíd y no entendáis. Era siempre así, me temo. Los monjes, al margen de la orden a la que pertenezcan, por lo general están obligados a hablar en voz baja, sin reír, con tono humilde, solemne, y con pocas palabras.

– No conseguirán convertir al padre Paul -prosiguió mi superior con el aliento resonando en la garganta-. Pero es posible que él no logre convencerlas a ellas.

– Desde luego. Comprendo.

– Esas mujeres necesitan una guía pastoral. Como fraile dominico, tengo el deber de impedir que caigan en el error. Me he ofrecido a visitarlas de vez en cuando y velar por la salud de sus almas. Es mi deber, hermano.

– Desde luego -repetí, pero sin comprender. La guía pastoral es deber del clero seglar, no de los frailes predicadores. Existen algunas excepciones (como sabéis, Guillaume de París es desde hace años el confesor del rey), pero la regla de santo Domingo, aunque envía a nuestros hermanos a los confines más alejados de la Tierra para que difundan la palabra de Dios mediante los persuasivos poderes de la amable retórica, no propicia (por más que invita a la gente a orar con nosotros a la hora de completas), la estrecha intimidad que crean los lazos de una guía pastoral. Y menos aún un trato abierto y frecuente con mujeres.

Confieso que eso fue lo que más me extrañó y preocupó. No es necesario que exponga un argumento demostrativo sobre los peligros de la amistad entre monjes y mujeres, ya se trate de matronas, vírgenes o rameras. San Agustín declaró sin ambages que esas amistades no eran sino ocasiones para pecar. «Debido a una desmedida propensión hacia los goces carnales, olvidamos los más nobles y elevados.» San Bernardo de Clairvaux pregunta: «¿No es más difícil estar siempre con una mujer y abstenerse de yacer con ella que resucitar a los muertos?». Incluso las amistades forjadas en una inspiración divina, como la de santa Cristina de Markgate y el eremita Roger, están erizadas de peligros, pues ¿no se aprovechó el diablo, enemigo de la castidad, de la íntima amistad que ambos mantenían para quebrantar la resistencia del hombre?

Ahora bien, hay muchos hombres en las órdenes sagradas que, debido a que Eva profanó el árbol prohibido y vulneró la ley de Dios (y debido a que la mujer es más amarga que la muerte, lazo para el corazón, y sus manos, ataduras), se niegan a hablar, o siquiera mirar, a las mujeres con quienes se cruzan. En ese sentido carecen de un espíritu caritativo, y su temor al contacto carnal es exagerado. ¿Acaso no permitió Jesús que una mujer le besara los pies, los lavara con sus lágrimas y los secara con su cabellera? ¿No le dijo: «Tu fe te ha salvado; ve en paz»? Yo he hablado con muchas mujeres en la calle, fuera del priorato, en portales y detrás de muros de conventos. He predicado para mujeres en iglesias y las he escuchado en prisiones. Esa clase de trato puede resultar muy provechoso en muchos aspectos.

Pero comer con una mujer, dormir bajo su techo, reunirse a menudo con ella y abrirle el corazón representa un gran peligro. Lo sé (y aquí debo hacer una vergonzosa confesión), porque yo mismo corrí ese peligro cuando era joven, exponiéndome a pecar y perder la gracia divina. De joven, antes de ordenarme, yací con mujeres, pecaminosamente, fuera del matrimonio. ¡Con qué diligencia estudié el arte del amor! ¡Con qué afán leí las obras de los trovadores y empleé sus dulces frases como flechas dirigidas a los corazones de numerosas doncellas! Pero cuando tomé el voto de castidad, lo hice con la solemne intención de cumplirlo. Incluso cuando era un predicador ordinario y viajaba por la campiña con un predicador general, mayor y más experimentado que yo (el reverendo padre Dominic de Radel), sentía el vehemente deseo de arrojar contra Jesús, como contra una roca, los pensamientos perversos e impuros que tenía. Me afanaba en volver la cabeza para no contemplar ninguna, forma femenina, esforzándome en alcanzar el amor perfecto de Dios y desechar todo temor.

Pero todos somos pecadores. Y yo caí, como Adán, cuando tuve que permanecer varias semanas en una aldea de Ariege debido a una enfermedad que contrajo mi compañero, dejándolo postrado. Mis sermones en la iglesia local hicieron que una viuda se me acercara en busca de guía espiritual. Conversamos no una, sino muchas veces, y… ¡oh, Señor, apiádate de mí, pues soy débil! Para no detenerme en un incidente profano y deshonroso, me limitaré a decir que gozamos juntos de los placeres de la carne.

Por supuesto, no creí que el padre Augustin fuera a sucumbir en ese sentido. Sospeché que el estado de su salud no se lo permitiría. Por lo demás, le consideraba un hombre que seguía a pies juntillas los estatutos del Señor (si no fuera una frivolidad, diría más bien que seguía renqueando los estatutos del Señor). El padre Augustin era puro como un olivo verde en la casa del Señor, y no imaginé que su alma se uniera al alma de otra persona, ni que la llama de la infame lascivia encendiera su pasión.

Con todo, los viajes del padre Augustin a Casseras me irritaban. No eran periódicos, ni muy frecuentes, pero lo bastante frecuentes para retrasar los asuntos del Santo Oficio. Para comprender el motivo, debéis comprender la magnitud de la inquisitio que habíamos emprendido.

Jean de Beaune me había escrito desde Carcasona para informarme de que estaba interrogando a unos testigos de Tarascón, o una población cercana. Uno de los testigos había implicado a un hombre de una aldea llamada Saint-Fiacre, situada en los dominios de Lazet. Cuando fue llamado e interrogado, ese hombre difamó casi a todos los habitantes de Saint-Fiacre, acusando incluso al sacerdote local de albergar y ayudar a algunos perfectos. Al enfrentarme a un testimonio de tal envergadura, me sentí perdido. ¿Por dónde debía empezar? ¿A quién debía llamar a testificar en primer lugar?

– Arrestadlos a todos -me ordenó el padre Augustin.

– ¿A todos?

– No sería la primera vez. Place diez años, el antiguo inquisidor de Carcasona arrestó a toda la población de una aldea en las montañas. No recuerdo el nombre.

– Pero padre, en Saint-Fiacre habitan más de ciento cincuenta personas. ¿Dónde vamos a meterlas?

– En la prisión.

– Pero…

– O en los calabozos reales. Hablaré con el senescal.

– ¿Por qué no los convocamos en grupos reducidos? Sería más sencillo…

– ¿Si el resto huyera a Cataluña? En tal caso, sin duda tendríamos menos trabajo. -Mi superior se abstuvo de añadir: «¿Alegaréis esa excusa cuando resucitéis y os presentéis ante Aquél ante cuyo rostro la Tierra y el Cielo huirán?». Pero su fría expresión era tan elocuente como cualquier lengua. Aunque dudaba que toda la población de Saint-Fiacre huyera a través de las montañas, tuve que reconocer que algunos habitantes, en especial los pastores, quizá tomaran esa ruta. Así pues me dispuse, de mala gana, a convencer a Roger Descalquencs para que me ayudara, pues sin el senescal no conseguiríamos obligar a más de ciento cincuenta personas a desplazarse hasta Lazet, y menos aún a que se entregaran en manos del Santo Oficio. (Como es lógico, Roger había pronunciado el voto de obediencia exigido a todo el que ocupa un cargo oficial, pero era un hombre muy ocupado y en ocasiones había que aplacarlo.)

Asimismo tuve que apaciguar a Pons, nuestro carcelero, enojado por la afluencia de prisioneros, y contratar los servicios de otro notario. Ni siquiera Raymond Donatus, pese a su rapidez y pericia, era capaz de asumir semejante cantidad de interrogatorios. El padre Augustin y yo tuvimos que interrogar no sólo a los habitantes de Saint-Fiacre, sino a testigos que pudieran servir para implicar a los cuatro sospechosos identificados por mi superior por haber sobornado supuestamente al padre Jacques: es decir, los sospechosos Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond Maury y Bruna d'Aguilar. Dado que el padre Augustin se ocupaba única y exclusivamente de esos casos, dejó en mis manos las actas de Saint-Fiacre. Necesitábamos dos notarios, por lo que solicitamos unos fondos al administrador real de confiscaciones, quien nos proporcionó, a regañadientes, unas livres tournois para contratar a Durand Fogasset.

Durand había trabajado en algunas ocasiones para mí. Era un joven alto y desgarbado, de piel cetrina, con los dedos siempre manchados de tinta, la ropa raída y una tupida y negra pelambrera que le caía sobre los ojos. Su habilidad y experiencia concordaban con la modesta suma que le pagamos. Es más, fue sólo por necesidad por lo que trabajó para nosotros, pues en Lazet abundaban los notarios y en aquella época no había oportunidad de ejercer en las zonas rurales. Aunque no puede decirse que su conducta fuera impropia de su cargo, Durand no ocultó lo que opinaba sobre el Santo Oficio y sus funcionarios. Por esa razón, y porque no era tan competente como Raymond, el padre Augustin le tenía en muy baja estima. «Ese desmañado joven», era el epíteto que empleaba al referirse a Durand. Por consiguiente, el joven notario trabajó sólo conmigo.

Al revisar el párrafo anterior, me preocupa que pueda inducir a engaño. Durand no expresó ninguna opinión censurable o herética. No abrió la boca durante mis interrogaciones, ni me criticó después por algo que yo hubiera dicho. Pero a veces, con una mueca o un agrio comentario («¿deseáis que en lo sucesivo omita todas las jaculatorias a la Virgen, o que las incluya en la trascripción?»), lograba transmitir su silenciosa desaprobación.

En cierta ocasión, después de interrogar a una habitante de Saint-Fiacre de dieciséis años, pregunté a Durand con franqueza qué opinaba al respecto. La testigo había dedicado largo rato a expresar la devoción que sentía por su tía, y yo, como de costumbre, le había permitido apartarse del asunto sobre el que la estaba interrogando, sabiendo que hay que dejar que algunos temas se aireen y agoten, para aliviar un corazón abrumado, antes de pasar a otros. De este modo demuestro también mi talante comprensivo. Al término de la sesión, dije a Durand que cuando redactara la versión definitiva del protocolo, omitiera la mayoría de referencias a la tía de la testigo.

– Sus comentarios sobre el Sagrado Sacramento son pertinentes y, por supuesto, la visita del perfecto. El resto podemos descartarlo.

Durand me miró unos momentos.

– ¿Lo consideráis irrelevante?

– Por lo que respecta a nuestra investigación, sí.

– Pero la tía era como una madre para esa chica. Se ocupó de ella con gran ternura y cariño. ¿Cómo pudo esa joven traicionarla? Es antinatural.

– Quizá. -Discutir sobre lo natural, y lo que esto comprende, equivale a hundirse en un pantano teológico-. Con todo, no hace al caso. Recabamos pruebas, Durand. Pruebas de una asociación herética. Nuestra misión no es buscar excusas.

Me detuve y miré a Durand, que contemplaba el suelo con el ceño fruncido y sosteniendo los folios del protocolo contra el pecho.

– ¿Me consideráis injusto? -pregunté con tono afable-. ¿Creéis que he sido cruel con esa chica?

– No -negó con la cabeza, aún con el ceño fruncido-. Os habéis… sois muy amable con personas como ella. -Luego me miró de soslayo, con aire irónico-. Es vuestro estilo, por lo que he observado. La técnica que soléis emplear.

– Y da resultado.

– Sí. Pero después de ganaros la confianza de los testigos y sonsacarles esas confidencias, las descartáis. Y podrían ser importantes.

– ¿En qué sentido?

– En la defensa de esa joven.

– ¿Os referís a que se vio obligada a traicionar a la Iglesia sagrada y apostólica por amor?

Durand pestañeó y dudó unos instantes. Parecía confundido.

– Durand-dije-, ¿recordáis las palabras de Cristo? «El que ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí.»

– Sé que esa joven obró mal -respondió Durand-, pero sus motivos, sin duda, eran menos innobles que los de su tía, pongo por caso… o su primo.

– Es posible. Y serán tenidos en cuenta cuando se dicte sentencia.

– ¿Cómo podrán tenerlos en cuenta si no constan en acta?

– Yo estaré presente cuando el tribunal dicte sentencia. Me ocuparé de que consten en acta. -Al observar el ceño fruncido de Durand, añadí-: Recordad el estado de las finanzas del Santo Oficio, amigo mío. ¿Podemos permitirnos gastar cientos de ares de pergamino en las reflexiones íntimas de cada testigo que interrogamos? Si lo hiciéramos, me temo que no podríamos pagaros vuestro sueldo.

Al oír esto Durand contrajo el rostro en una expresión extraordinaria, mezcla a partes iguales de disgusto, congoja y turbación. Luego se encogió de hombros y agachó la cabeza, como solía hacer, en un vago conato de inclinación de despedida.

– En eso tenéis razón -comentó-. Iré a redactar este protocolo. Gracias, padre.

Lo observé encaminarse a grandes zancadas hacia la escalera. Pero antes de que llegara a ella, decidí recalcar mi argumento con una última observación.

– ¡Durand! -dije, y él se volvió-. Recordad también -agregué-, que esa joven tomó una decisión. En última instancia, todos somos libres de tomar una decisión. Esa libertad es el don que ofrece Dios a la humanidad.

Durand reflexionó unos momentos.

– Quizá pensó que no podía obrar de otra forma.

– En tal caso estaba equivocada.

– Sin duda. Bien… gracias, padre. Lo tendré presente.

Pero me he apartado del tema que nos ocupa. Este diálogo no tiene nada que ver con el asunto de mi relato, que es la cantidad de trabajo que nos supusieron las indagaciones del padre Augustin sobre la moral de su predecesor, y el arresto de toda la población adulta de Saint-Fiacre. Estábamos tan atareados, como he dicho, que necesitábamos otro notario, que finalmente fue Durand; hasta el extremo de que un día llegué tarde a completas y fui castigado por mi desobediencia durante el capítulo de faltas. No obstante, en medio de ese caos, el padre Augustin visitó Casseras en tres ocasiones. Sabiendo como sabía lo agobiados que estábamos por el enorme trabajo que teníamos, no dudó en ausentarse, y confieso, que Dios me perdone, que yo estaba muy enojado. Al igual que Job, pensé: «No reprimiré mi boca, hablaré en la angustia de mi alma, me quejaré de la amargura de mi vida».

Así pues, acudí a mi confesor.

Es difícil purgar nuestro corazón de rencor y resentimiento en un priorato. Un fraile habla en raras ocasiones, y cuando lo hace es de acuerdo con unas fórmulas; sus infrecuentes conversaciones suelen ser oídas por otros, porque casi nunca está solo. Un fraile debe secuestrar sus sentimientos y dar la impresión de sobrellevar todas sus aflicciones con serenidad de espíritu. Pero no es necesario que os lo explique; todos hemos pasado noches en vela, bebiendo el vino de la ira mientras maldecimos en silencio a nuestro hermano, que suele estar acostado, despierto y furioso, en el catre junto al nuestro.

Sólo la confesión nos ofrece alivio. Mientras describimos nuestros ruines sentimientos, enumeramos de paso las faltas e injusticias de nuestros hermanos. Y eso fue lo que hice, encerrado con el prior Hugues. Confesé mis amarguras y referí con detalle el motivo de las mismas. El prior me escuchó con los ojos cerrados; él y yo compartíamos una larga historia, pues nos habíamos conocido en la escuela del priorato en Carcasona. y respetábamos mutuamente nuestros criterios.

– No sé qué hacer -le dije-. El padre Augustin es tan constante y perseverante, tan diligente y celoso en su búsqueda de la verdad, que viaja a Casseras, a mi parecer sin ningún motivo fundado; a menos que se haya apartado de algún modo de la regla.

– ¿En qué sentido? -preguntó el prior abriendo mucho los ojos.

– Hay unas mujeres implicadas en el asunto, padre. Es imposible no hacer ciertas conjeturas.

– ¿Sobre el padre Augustin?

– Sé que parece increíble…

– ¡Desde luego!

– Pero ¿por qué, padre? ¿Por qué lo hace?

– Preguntádselo vos mismo.

– Ya lo he hecho. -Relaté con brevedad la explicación que me había dado el padre Augustin sobre su conducta-. Pero no somos curas de parroquia, sino monjes. No alcanzo a comprenderlo.

– ¿Y por qué tenéis que comprenderlo? «¿Acaso soy el guardián de mi hermano?»

Estuve a punto de responder «sí», porque en un priorato, el prior es el guardián de todos sus hermanos en Cristo. Pero sabía que esa frase ingeniosa no haría, sino desconcertar a mi viejo amigo. Aunque inteligente y sereno, el prior no era dado a los comentarios jocosos.

De modo que callé.

– El hermano Augustin cree con sinceridad que cumple el mandato de Dios -prosiguió el prior con su característica placidez, y comprendí que como pastor vigilante de nuestro rebaño, con toda seguridad ya había hablado del asunto con mi superior-. El deber de un inquisidor -señaló- es salvar almas.

– ¿A expensas de su trabajo en el Santo Oficio?

– Disculpadme, hijo mío, pero hacéis mal al poner en tela de juicio los actos de vuestro superior. -Con su benévola sonrisa, el prior logró amonestarme sin ofenderme-. Vuestro único deber es servir y soportar vuestra cruz con valor.

Callé de nuevo, pues comprendí que el prior llevaba razón.

– Tened por seguro que velo por nuestro hermano -continuó el prior-, y no dejaré que le ocurra ninguna desgracia. Limitaos a cumplir con vuestro deber y limpiad vuestro corazón de esos airados pensamientos, que sólo sirven para amargaros la existencia.

De modo que me esforcé en hacer que mi alma se sintiera apaciguada como un jardín debidamente regado, mientras el padre Augustin, al parecer en paz con su conciencia, seguía visitando Casseras más o menos cada dos semanas, persiguiendo con obstinación un fin que a quienes lo rodeábamos se nos escapaba. Esos viajes lo dejaban siempre gravemente debilitado, y le advertí en varias ocasiones que acabarían matándolo.

Y no me equivoqué, pues el día de su muerte el padre Augustin se encontraba en Casseras.


El padre Augustin murió en la festividad de la Natividad de la Virgen. Su ausencia del priorato ese día, que a mí me pareció una imprudencia, por no decir una falta de respeto, fue muy comentada. No obstante, el hecho de que no regresara para asistir a completas no suscitó ningún comentario; mi superior tenía la costumbre de pasar la noche con el padre Paul, en Casseras, antes de regresar a Lazet.

Pero la tarde del día siguiente, en vista de que él y su séquito seguían ausentes, empezamos a preocuparnos.

Llegado a este punto en mi relato, intentaré ofrecer una demonstratio de unos hechos que yo no presencié. No es empresa fácil parafrasear las palabras de otros, a fin de recrear con nitidez ciertos episodios cuyos aspectos siguen siendo vagos en mi mente. Pero debo hacerlo, pues esos episodios son cruciales para que comprendáis mi desgraciada situación.

El camino que discurre desde Casseras hasta la forcia, que he descrito con anterioridad, era, como he dicho, una vía accidentada e inhóspita, poco transitada por los aldeanos salvo los que llevaban a sus ovejas a pastar en los terrenos del rey. Su último y más empinado tramo, situado entre peñascos y un nuevo bosque, casi nunca era utilizado. Sólo las personas que habitaban en la forcia, y el inquisidor que hacía poco iba a visitarlas, tenían por fuerza que recorrer ese impracticable camino de cabras. Pero al día siguiente de la festividad de la Natividad, dos muchachos decidieron visitar la forcia, para saludar y admirar a los guardaespaldas del inquisidor y los espléndidos corceles que montaban esos magníficos hombres. Los muchachos, podéis suponer, eran hijos de Casseras.

Se llamaban Guido y Guillaume.

Guido y Guillaume jamás habían visto unos caballos antes de la llegada del padre Augustin. Ni una espada, ni una maza. Por consiguiente, acogían con euforia esas tardes que traían al inquisidor de Lazet a la casa del sacerdote local, pues el inquisidor siempre era atendido por cuatro hombres armados y sus monturas, los cuales dormían hacinados en el granero de Bruno Pelfort. A los chicos les fascinaba la noción de la guerra. En más de una ocasión habían sido sorprendidos siguiendo a nuestros familiares Bertrand, Maurand, Jordan y Giraud como sus sombras, y algunas veces habían sido recompensados por su asiduidad con restos de comida o un breve paseo a caballo.

Por tanto, cuando sus héroes pasaron por Casseras en la festividad de la Natividad y no regresaron por la noche, los jóvenes se sintieron profundamente decepcionados. Al igual que el resto de la aldea, dedujeron que el padre Augustin había decidido pernoctar en la forcia. («Supusimos que vuestro fraile había decidido por fin divertirse con su amiga», declaró después un habitante.) De modo que, a la mañana siguiente, salieron corriendo para ver a sus ídolos, sin querer desaprovechar esa oportunidad.

Cuando conversé con Guillaume, que era el mayor de los dos, describió esa mañana con todo detalle. Según dijo Guillaume, la forcia inspiraba cierto temor a Guido, pues creía, como todos los chicos de la aldea, que estaba habitada por unos «demonios». El significado de ese comentario siempre se me ha escapado, dado que los aldeanos adultos parecían sentir simpatía por las mujeres que eran vecinas suyas. Quizá la noción de los «demonios» derivara de las creencias heréticas de la familia de Rasiers. Es posible que se hubieran manifestado allí ciertas apariciones demoníacas. Sea como fuere, Guillaume tuvo que convencer a su amigo para que lo acompañara allí, señalando que era imposible que quedaran demonios en la forcia, puesto que el inquisidor de Lazet ya los habría ahuyentado.

Los chicos hablaban sobre el inquisidor, comentando la cantidad de demonios que habría encerrado en jaulas en Lazet, cuando de pronto percibieron un olor fétido. (Recordad que era el mes de septiembre y hacía mucho calor.) A medida que avanzaron, el hedor aumentó; Guillaume dedujo enseguida que habría una oveja muerta cerca de allí, víctima de una enfermedad, de unos perros o alguna de las desgracias que, según tengo entendido, suelen ocurrirles a las ovejas. Cuando Guillaume hizo un comentario al respecto, Guido se apresuró a contradecirle, alegando que nadie había informado sobre la pérdida de una oveja.

De improviso oyeron el sonido de moscas. Al principio temieron que fuera un enjambre de abejas que se aproximaba, y Guido quiso renunciar a la expedición. Pero Guillaume utilizó sus dotes de razonamiento para analizar el asunto: al relacionar el hedor con el sonido, dedujo que el cadáver de un animal había atraído a los insectos, y dado que los insectos eran muy numerosos, el animal debía de ser muy grande.

Así que avanzó no sin cierto temor, empuñando un afilado palo, y al llegar a un lugar donde el sendero desembocaba en una pequeña meseta rodeada de frondosos matorrales, halló los restos del padre Augustin y sus acompañantes.

Sin duda habréis oído decir que el padre Augustin y sus guardaespaldas fueron asesinados a hachazos. Pero quizá no comprendéis que, cuando empleo la frase «asesinados a hachazos», no utilizo una hipérbole, sino que es una descripción real y precisa del estado de las víctimas. Sus cuerpos habían sido desmembrados en pequeñas porciones, diseminadas cual semillas. No quedaba un solo retazo de sus vestiduras. La translatio que cabe aplicar al estado de los cadáveres es la de una cripta saqueada, o la del Valle de los Huesos, salvo que esos huesos no estaban limpios y secos. Estaban empapados de sangre y carne purulenta y, bajo un manto de moscas, clamaban venganza al cielo.

Imaginad el espectáculo que contempló el pobre Guillaume: la escena de una matanza atroz, el polvo empapado en sangre, las hojas y las piedras salpicadas de sangre, fragmentos de carne putrefacta adheridos a todas las superficies, y el aire impregnado de un hedor tan potente que parecía poseer una presencia corpórea. (Posteriormente, Guillaume me confesó que apenas podía respirar.) Al principio, los chicos, aturdidos no lograron identificar lo que veían. Durante unos instantes Guillaume pensó que se trataba de unas ovejas que habían sido despedazadas por una manada de lobos. Pero al acercarse y tocar el manto de moscas éstas alzaron el vuelo y se dispersaron como la niebla, y al ver un pie humano en el Suelo, comprendió lo ocurrido.

– Eché a correr -me dijo Guillaume cuando lo interrogué-. Eché a correr porque Guido echó a correr. No nos detuvimos hasta llegar a la aldea.

– ¿No fuisteis a la forcia? Quedaba más cerca.

– No se nos ocurrió -respondió Guillaume. Tras lo cual añadió un tanto avergonzado-: Guido le tenía miedo a la forcia.

Era Guido el que tenía miedo, no yo.

– ¿Y luego qué pasó?

– Vi al sacerdote y se lo conté.

Como podéis suponer, el padre Paul se quedó horrorizado, sin saber qué hacer. Fue a hablar con Bruno Pelfort, que era el hombre más rico e importante de Casseras, y ambos fueron a pedir ayuda a los otros aldeanos. Decidieron enviar una partida de hombres a explorar el lugar de la matanza y retirar los restos de los cadáveres. Se llevaron unos aperos de labranza a modo de armas, por si sufrían una emboscada. A instancias de

Guillaume, llevaron también unos cubos y sacos. A continuación catorce hombres, armados con guadañas, palas y aguijones, partieron hacia la forcia.

Regresaron al cabo de un buen rato, perseguidos por unos enjambres de moscas.

– Fue terrible -me explicó el padre Paul-. El hedor era insoportable. Algunos de los hombres que recogieron los restos… sintieron náuseas. Vomitaron. Algunos dijeron que era obra del diablo y estaban muy asustados. Más tarde, quemaron los cubos y los sacos. Nadie quería seguir utilizándolos.

– ¿Y nadie pensó en las mujeres?

– Claro que pensamos en ellas. Temíamos que hubieran corrido la misma suerte. Pero nadie quería ir a averiguarlo.

– Pero alguien fue.

– Sí. Cuando llegamos a la aldea, envié recado al preboste, en Rasiers. Mantiene un reducido destacamento apostado allí. Acudió con algunos soldados, que fueron a la forcia.

Entretanto la gente se puso a discutir sobre los restos. Se había confirmado que eran los restos de unos varones, y la gran mayoría de aldeanos coincidía en que pertenecían al padre Augustin y sus hombres. Pero nadie tenía la certeza, porque no habían hallado las cabezas. Faltaban también otros miembros, y algunas personas fueron acusadas de haberlos dejado olvidados en el lugar de los hechos.

Pero el padre Paul insistió en que habían recogido todas las partes visibles de los cuerpos. Afirmó haberlo comprobado personalmente.

– Si falta algo, debemos explorar otro lugar -dijo-. Quizás el bosque. Nos llevaremos a los perros.

– Ahora no -replicó Bruno-. No hasta que lleguen los soldados.

– Muy bien. Partiremos cuando lleguen los soldados -dijo el padre Paul.

De pronto alguien le preguntó qué debían hacer con los restos que estaban en su poder, lo cual suscitó otra discusión. Una persona recomendó enterrarlos de inmediato, pero los demás se opusieron vivamente. ¿Cómo iban a enterrar la mitad del cuerpo de un hombre, cuando la otra mitad seguía oculta en algún lugar del bosque? Por lo demás, esos cadáveres pertenecían al Santo Oficio. El Santo Oficio los reclamaría con toda seguridad. Hasta entonces, era preciso conservarlos.

– ¿Cómo podéis decir semejante disparate? -protestó la madre de Guillaume-. Es imposible conservarlos. No son pedazos de tocino salado. Huelen que apestan.

– ¡Cuida esa lengua! -le espetó el padre Paul. Estaba trastornado, pues de todos los aldeanos sólo él había tenido un trato íntimo con el padre Augustin. (Luego averigüé que, al contemplar el lugar de la matanza, había caído de rodillas y durante un rato había sido incapaz de andar)-. ¡Qué falta de respeto es ésa! ¡Estos hombres, por más que hayan sido bárbaramente tratados, no dejan de ser hombres!

Después de un largo y ponderado silencio, uno de los aldeanos observó:

– Podríamos salarlos, como hacemos con el tocino.

Los presentes se miraron con recelo. Parecía casi una propuesta blasfema, pero ¿qué podían hacer? Poco a poco, hasta el padre Paul llegó a la conclusión de que la elección residía entre salarlos y ahumarlos. De modo que, a regañadientes, dio su consentimiento para que utilizaran sal, después de lo cual estalló una airada discusión sobre quiénes dedicarían su tiempo a ese menester, y quiénes donarían sus toneles, pues nadie quería ocuparse de una tarea tan ingrata.

Una matrona incluso llegó a declarar que debía encargarse el padre Paul, puesto que, al igual que el inquisidor, era un hombre de Dios.

Pero el padre Paul negó con la cabeza.

– Debo ir a Lazet -dijo-, para comunicárselo al padre Bernard.

Todos se mostraron de acuerdo en que era preferible que fuera un sacerdote quien llevara a cabo esa misión. Recomendaron al padre Paul que esperara a que llegara Estolt de Coza, el preboste, para tomar prestado su caballo; pero el sacerdote quería partir cuanto antes.

– Si el preboste desea enviarme un caballo, éste no tardará en darme alcance -dijo-. Debo apresurarme, pues si parto de inmediato llegaré a Lazet antes del anochecer.

El padre Paul decidió llevarse a Aimery, el hijo de Bruno, y al cabo de unos minutos partió con una modesta provisión de vino, pan y queso. Apenas habían recorrido los dos hombres unos kilómetros cuando se reunió con ellos uno de los sargentos que escoltaban al preboste, montado en un caballo que cedió al padre Paul, lo cual indicaba que Estolt había llegado a Casseras poco después de que partiera el sacerdote. Montado en un caballo, el padre Paul no necesitaba que le acompañara nadie. Continuó solo y Aimery y el sargento retrocedieron.

De regreso en Casseras, el preboste se hizo cargo del asunto. Escuchó con expresión grave el relato de Bruno Pelfort sobre lo ocurrido esa mañana. Examinó los restos del padre Augustin y sus familiares. Luego, acompañado por sus sargentos, unos intrépidos voluntarios de la aldea y su lebrel, se encaminó con cautela hacia el lugar del asesinato.

– Mi lebrel es un excelente perro de caza, con un olfato muy fino -me explicó cuando fui a verle-. Aunque se asustó al ver tanta sangre, no tardó en hallar gracias a su excelente olfato una cabeza y un miembro de otro cadáver ocultos entre unos matorrales. Deduje que alguien los había dejado allí.

A diferencia del padre Paul, Estolt tuvo la presencia de ánimo de examinar el suelo en busca de huellas. Por desgracia, la tierra estaba endurecida y reseca por el sol, pero halló pruebas suficientes, como unas ramas partidas y manchas de sangre, para llegar a la conclusión de que unos caballos se habían adentrado en el bosque y posiblemente habían sido conducidos de nuevo fuera del mismo.

– No sé -dijo Estolt- si los agresores se hallaban en la forcia o si habían huido. -En aquellos momentos no se le ocurrió que pudieran haber regresado a la aldea.

Después de que alguien envolviera en su capa los pedazos de los cadáveres recién hallados, Estolt y sus acompañantes se dirigieron a la forcia. En el sendero que tomaron no había manchas de sangre, ni mostraba ningún rastro sospechoso. De las ruinas brotaba una columna de humo, pero era delgada y sutil, procedente de un fuego encendido para cocinar. Oyeron voces de mujeres, pero no eran unas voces estridentes debido al temor, sino que emitían unos apacibles murmullos, como el arrullo de las palomas; según dijo Estolt más tarde, era un sonido que le indicó, con más elocuencia que unas palabras, que no hallaría a los asesinos en aquel lugar.

Lo que halló fue a cuatro mujeres impecables: una anciana llamada Alcaya de Rasiers; una vieja desdentada y decrépita que ostentaba el paradójico nombre de Vitalia; una viuda, Johanna de Caussade, y su hija Babilonia. No estaban enteradas de la carnicería que había tenido lugar no lejos de su casa, y cuando se lo contaron se mostraron horrorizadas.

– No habían oído nada ni habían visto a nadie -me informó el preboste-. No se lo explicaban. Hablé con Alcaya, descendiente del anciano Raymond-Amaud de Rasiers, por lo que deduzco que era dueña de una parte del lugar. Hablé sobre todo con ella, pues me dio la impresión de llevar la voz cantante. Pero fue la viuda quien regresó conmigo a Casseras.

Y allí, según averigüé, la viuda se ocupó de salar los restos de los cinco hombres asesinados. Fue casi un acto de exaltada devoción, que a los aldeanos les pareció muy sospechoso. A tenor de lo que averigüé más tarde, sus sospechas no eran infundadas. Con todo, creo que Johanna de Caussade decidió llevar a cabo aquella macabra tarea por sentido del deber moral, lo cual es digno de encomio.

Aunque yo honraba al padre Augustin, y le respetaba, jamás habría tenido el valor de hacer semejante cosa.

Загрузка...