Imaginad mi posición. Se me había prohibido el acceso a las dependencias del Santo Oficio. Mi amor por Johanna de Caussade, bien famélico o bien alimentado por su ausencia (tengo entendido que las autoridades discrepan sobre este punto), era no obstante lo suficiente intenso para mantenerme en vela por las noches. Conocía a Pierre-Julien, y conocía su mentalidad; cuando identificara a la joven poseída citada en la carta como Babilonia de Caussade, no cejaría hasta arrancarle una confesión de brujería, y también a las personas allegadas a ella. Por lo demás, aunque no era un hombre inteligente, acabaría sospechando de Babilonia, siquiera a través de un proceso de eliminación. No podía fundar mis esperanzas en su falta de inteligencia.
«De lo profundo te invoco, Oh Yavé.» Al igual que san Agustín, tenía el alma destrozada y sangrante; mi corazón era un yermo y lo único que contemplaba era la muerte. Cuando Pierre-Julien se alejó de mí, permanecí un rato en la calle, sin ver ni oír. Yo era, tal como había dicho Pierre-Julien, como los ciegos que tienen ojos y los sordos que tienen oídos. Comía el pan del dolor, pues conocía los métodos del Santo Oficio. Una vez que se fija en ti, no tienes escapatoria. Sus redes son inmensas y su memoria larga. ¿Quién mejor que yo iba a saberlo? Así pues me sumí en la tristeza, y vi ante mí tan sólo ortigas y saladares, la desolación de la desesperanza.
Durante un tiempo deambulé por las calles sin rumbo, y ni siquiera hoy puedo deciros si algunas personas me saludaron mientras vagaba por la ciudad. Mis ojos no reparaban en lo que me rodeaba; no veía más que la calamidad que se había abatido sobre mí. Luego, cuando empecé a sentirme cansado, tomé conciencia de mi persona y mi entorno. Empecé a prestar atención a las protestas de mi tripa, pues habían pasado las nonas y debía de estar comiendo. De modo que regresé al priorato, y al entrar en el refectorio recibí numerosas miradas de censura debido a lo tarde que era. Supuse que me impondrían un castigo durante el capítulo de faltas, pero eso no me importaba; me sentía débil y abatido bajo el peso de mi conciencia. Cualquier penitencia que me impusieran la tendría bien merecida, pues mi orgullo y mi vanidad habían hecho que me expulsaran del Santo Oficio. Me habían impedido ayudar a Johanna y me habían excluido de toda decisión en relación con su suerte. Yo mismo me había mutilado los brazos y arrancado la lengua.
Había sido un estúpido, pues sólo un estúpido suelta todo lo que piensa, mientras que un hombre sabio se lo guarda hasta el momento oportuno.
¡Dios misericordioso, sufría como un condenado! Me retiré a mi celda y recé. Luchando contra la desesperación que se abatía una y otra vez sobre mí, ofuscando mis facultades, me esforcé en tomar una decisión. Pero sólo se me ocurría una. Tenía que hallar el medio de regresar al Santo Oficio, aunque era más fácil que un camello pasara a través del ojo de una aguja. Era preciso que recuperara mi puesto allí.
Sabía que tendría que comprar mi readmisión a un elevado precio. Pierre-Julien me obligaría a untarme la cara con estiércol y lamer el polvo como una serpiente. No obstante, os aseguro que, de ser necesario, estaba dispuesto a comer cenizas como si fueran pan. Mi orgullo era insignificante comparado con mi amor por Johanna.
Quizás os parezca increíble que yo hubiera sucumbido a una pasión carnal tan atolondrada y rápidamente, después de dos breves encuentros. Quizás os extrañe el poder de las cadenas, hacía poco forjadas, que me ataban con tal fuerza al lejano objeto de mi deseo. Pero ¿no se apegó el alma de Jonatan a la de David después de su primer encuentro? ¿Acaso no ha sido demostrado, por numerosas autoridades, que el amor, al entrar por los ojos, suele tener unos efectos instantáneos? Existen innumerables ejemplos, tanto en el presente como en el pasado, y confieso que el mío es otro. Yo estaba dispuesto, pese a todo, a chupar el veneno de las llagas de un leproso con tal de impedir que le ocurriera algo malo a Johanna.
Pensé que quizás era voluntad de Dios que yo padeciera estos reveses. Quizá quería convertirme en un hombre humilde y arrepentido. Comoquiera que no había logrado transformarme con su amor divino, quizá pretendía obtener los mismos resultados castigando y zahiriéndome. «Bien me ha estado ser humillado para aprender tus mandamientos…»
Así que me lavé la cara, pensé en la estrategia que debía adoptar y regresé a la sede del Santo Oficio dispuesto a postrarme sobre el estiércol. Era casi la hora de vísperas y las sombras se habían alargado; mientras rezaba y me reprochaba mi conducta, había transcurrido buena parte del día. Pero Raymond Donatus seguía sin aparecer, según me informó el hermano Lucius cuando me abrió la puerta.
– ¿Y el padre Pierre-Julien? -pregunté-. ¿Dónde está?
– Arriba, en el scriptorium. Está examinando los archivos.
– Decidle que he venido, con talante humilde y contrito, a pedirle perdón -dije, sin hacer caso de la expresión atónita del canónigo-. Rogadle que acceda a concederme una entrevista. Decidle que estoy sinceramente arrepentido.
Obediente, el hermano Lucius fue a transmitir mi mensaje. Tan pronto como desapareció, entré en la habitación de Pierre-Julien y restituí la carta del obispo Jacques Fournier a su lugar, pues no quería que, además de mis otros pecados, me tacharan de ladrón. Huelga decir que no me entretuve. Cuando el hermano Lucius regresó, me hallaba de nuevo junto a la puerta exterior, con aire de inocencia y humildad.
– El padre Pierre-Julien dice que no desea hablar con vos -me informó el hermano Lucius.
– Decidle que vengo tan sólo con ánimo de escuchar y aceptar. Estaba equivocado, y deseo que me aconseje.
El hermano Lucius subió de nuevo la escalera. Al cabo de unos momentos, volvió a bajar portando una respuesta fría y áspera.
– El padre Pierre-Julien dice que está muy atareado.
– En tal caso esperaré hasta que pueda recibirme. Id a decírselo, hermano, por favor. Cuando desee verme, aquí me encontrará.
Acto seguido me senté en uno de los bancos y me puse a recitar los salmos penitenciales. Tal como yo había previsto, el sonido de mi voz (perfectamente adiestrada, aunque lo diga yo) obligó a Pierre-Julien a abandonar el scriptorium con la rapidez con que el humo obliga a una rata a abandonar su madriguera.
– ¡Silencio! -me espetó desde la cima de la escalera-. ¿Qué queréis? ¡No sois bienvenido aquí!
– He venido a suplicaros, padre. He sido necio y desobediente. He desdeñado la sabiduría y halagado la vanidad. Os pido perdón, padre.
– No puedo hablar de eso ahora -replicó Pierre-Julien. Presentaba un aspecto alterado, arrugado, sudoroso y trémulo-. Hay muchas cosas… Raymond sigue sin aparecer…
– Permitidme ser vuestro báculo, padre. Vuestro escabel. Permitidme serviros.
– Os burláis de mí.
– ¡No! -Abrumado como me sentía por una profunda angustia, ansioso de proteger a Johanna y disgustado por mi lamentable orgullo, mi tono era del todo convincente-. Creedme cuando os aseguro que estoy decidido a renunciar a mi propia voluntad. Soy un ser ruin e inferior, como la leche que al verterse se cuaja y convierte en queso. Perdonadme, padre. Me pavoneo muy ufano cuando debería limitarme a meditar sobre mis pecados y el temible juicio de Dios. Soy como los enemigos de la cruz de Cristo, cuyo Dios es su vientre y sólo se ocupan de asuntos terrenales. Vuestro juicio es mi ley, padre. Ordenadme y os obedeceré, pues soy indigno de presentarme ante Dios. Soy un imbécil, y los imbéciles mueren por la boca.
¿Cómo explicar las lágrimas que en aquellos momentos nublaron mis ojos? Quizá fueran lágrimas de indignación, aunque desde esta lejana perspectiva no puedo deciros si mi indignación iba dirigida contra mis múltiples pecados, contra Pierre-Julien, contra mi terrible situación o contra las tres cosas. Sea como fuere, tuvieron el efecto deseado. Pierre-Julien vaciló unos instantes, tras lo cual alzó la vista hacia el scriptorium, me miró y avanzó unos pasos.
– ¿Os arrepentís sinceramente? -preguntó, con evidente recelo, aunque con menos contundencia de lo que yo había previsto.
En respuesta, caí de rodillas y me cubrí la cara con las manos.
– Compadeceos de mí, Dios mío, a través de vuestra infinita bondad -supliqué-, a través de vuestra infinita misericordia, y borrad mi ofensa. Purificadme de mis iniquidades y pecados. Conozco mis transgresiones y tengo siempre presentes mis pecados.
Pierre-Julien emitió un gruñido. Bajó hasta donde me encontraba y apoyó una mano sudorosa sobre mi tonsura.
– Si os arrepentís sinceramente de vuestros errores -dijo-, os perdono por vuestra obstinada arrogancia. – (¡Sus palabras eran carbones encendidos, os lo aseguro!)-. Pero debéis suplicar la misericordia de Dios, hijo mío. Dios es quien conoce vuestro corazón y quien puede restituiros la alegría de vuestra salvación. El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito. ¿Habéis conseguido humillar vuestro espíritu, hijo mío?
– Sí -respondí, y no mentía. Antes esa pomposa benevolencia me habría hecho rechinar los dientes, pero en esos momentos sólo pensé: no merezco otra cosa.
– Entonces acercaos. -Era evidente que mi aflicción le sabía dulce a Pierre-Julien. Le estimulaba como el vino, y daba color a sus mejillas y una sonrisa a sus labios-. Acercaos, nos daremos el beso de la paz y rogaremos a Dios que bendiga nuestra unión con la extirpación de numerosos herejes.
Pierre-Julien me abrazó para perdonarme mis pecados; yo acepté su beso como habría aceptado unos latigazos, en penitencia por mi arrogancia. Luego le seguí hasta, su habitación, donde se puso a perorar sobre la virtud de la humildad, que purificaba el alma como el fuego de un refinador y el jabón de un batanero. Yo escuché en silencio. Por fin, tras convencerse de que no me proponía desafiar su autoridad, Pierre-Julien me pidió que regresara a mis quehaceres «con espíritu obediente», teniendo siempre presente que los humildes heredarán la tierra.
– Padre -dije antes de que Pierre-Julien regresara al scriptorium-, en cuanto a la carta que mencionasteis, la del obispo de Pamiers…
– Ah, sí -respondió Pierre-Julien asintiendo con la cabeza-. Creo que constituye una prueba importante.
– ¿Contra quién, padre?
– ¡Pues contra la joven poseída, claro está!
– Claro -dije. Debía andarme con cautela, pues no quería dar la impresión de ser contumaz-. ¿La habéis identificado?
– Aún no -confesó Pierre-Julien-. Pero preguntaré a Pons si hay alguna joven hermosa en prisión que parezca estar poseída por el diablo. -De improviso frunció el ceño y me miró con un aire un poco suspicaz-. Habéis examinado todos los interrogatorios realizados por el padre Augustin -dijo-. ¿No habéis hallado a nadie que encajara con esta descripción? ¿Alguien a quien el padre Augustin hubiera interrogado? La fecha de la carta puede serviros de ayuda.
Esto me planteaba un problema. No quería alertar a Pierre-Julien sobre, la existencia de Babilonia. Por otra parte, no convenía que la descubriera a través de otros medios y me acusara de haberle engañado. Así pues, respondí a su pregunta con otra destinada a despistarle.
– Si el padre Augustin no mencionó nunca a esa joven, no la acusó y ni siquiera la investigó -dije-, significa que estaba convencido de su inocencia.
– En absoluto. Sólo significa que murió antes de emprender la inquisición.
– Pero, padre, si esa joven es una hechicera, ¿por qué dijo el padre Augustin que estaba poseída y trató de librarla de esa posesión?
– Quizá sea víctima de la brujería -reconoció Pierre-Julien-. No obstante, ella nos conducirá al culpable. Recordad lo que dice el Doctor Angélico sobre las invocaciones al diablo. Aunque parezca que el diablo está en poder del hechicero, no es así. Quizá la joven invocó a un demonio y fue poseída por él. Tened en cuenta que es una mujer. Una mujer es por naturaleza más débil que un hombre.
– Pero el padre Augustin dijo que esa joven poseía grandes méritos espirituales -señalé-. No lo habría hecho de haber creído que era una hechicera.
– Hijo mío, el padre Augustin no era infalible -replicó mi superior, un tanto irritado-. ¿Nos os instruyó sobre los métodos y las características de una hechicera?
– No, padre.
– Ya. Lo cual significa que acaso el padre Augustin era tan ignorante del tema como vos, aunque sin duda más erudito en otras materias. Recordad, por otra parte, que ha muerto. Debemos proseguir solos. -Tras levantarse, Pierre-Julien indicó que nuestra conversación había concluido; me dijo que, en señal de arrepentimiento, debía entrevistar de nuevo a Bruna d'Aguilar y utilizar el interrogatorio que me había facilitado-. Si lo deseáis, podéis hacerlo antes de completas -añadió-. En estos momentos estoy muy atareado, de modo que no necesito a Durand.
– Sí, padre -respondí con humildad-. A propósito de los notarios…
– Tomaré una decisión dentro de un par de días -me interrumpió Pierre-Julien-. Por supuesto, si Raymond Donatus sigue sin aparecer, tendremos que contratar a otro notario.
Tras inclinarme, me aparté a un lado para dejar que me precediera a través de la puerta. Aunque yo mostraba una expresión grave, en mi fuero interno estaba eufórico, pues según parecía Pierre-Julien había dejado en mis manos la investigación de la carta del obispo Jacques Fournier. Lo cual significaba que lograría proteger a Babilonia del ojo acusador de Pierre-Julien. Tenía sobrados motivos para confiar en que éste ni siquiera averiguaría su existencia.
Pero por desgracia subestimé su astucia y afán de poder. Poco después de regresar al scriptorium, Pierre-Julien me hizo abandonar mi mesa llamándome con su voz aflautada.
– ¡Bernard! -gritó-. ¡Hermano Bernard!
Como un sirviente leal, subí rápido y lo hallé sentado junto a un arcón de archivos abierto, rodeado de expedientes inquisitoriales.
– Se me acaba de ocurrir -dijo-, que el padre Augustin fue asesinado cuando se dirigía a visitar a unas mujeres cerca de Casseras. Según dijisteis, eran «unas mujeres piadosas». ¿No es así?
– Sí, padre -respondí sintiendo que el corazón me daba un vuelco.
– ¿Visitasteis a esas mujeres cuando fuisteis a Casseras?
– Sí, padre.
– ¿Alguna de ellas es joven y hermosa?
– Padre -respondí con tono jovial, aunque en mi fuero interno estaba tan desolado como las aguas de Nimrin-, para un monje como yo, todas las mujeres son jóvenes y hermosas.
Pierre-Julien frunció el ceño.
– Ese comentario es indigno de vos, hermano -me espetó-. Os lo pregunto de nuevo: ¿alguna de ellas era joven y hermosa?
– Soy sincero, padre. Lo que a un hombre le parece hermoso puede no serlo para otro.
– ¿Alguna de ellas era joven? -insistió Pierre-Julien. Comprendí que tenía que contestar, pues se estaba impacientando.
– Yo no diría que ninguna de esas mujeres sea joven-respondí con cautela-.Todas son maduras.
– Describídmelas.
Yo obedecí, empezando por Vitalia. Aunque me abstuve de elogiar en exceso la maravillosa tez de Johanna o el rostro angelical de Babilonia, mi discreta effictio de cada mujer suscitó la curiosidad de Pierre-Julien. ¡Ojalá hubiera podido mentir! Pero de haberlo hecho, habría corrido un grave riesgo.
– ¿Mostró alguna de esas mujeres unas características chocantes? -inquirió Pierre-Julien-. ¿Un lenguaje blasfemo o un talante irrespetuoso?
– En absoluto, padre -respondí, confiando en que ninguno de los sirvientes hubiera mencionado el extraño arrebato de Babilonia.
– ¿Asisten diligentemente a la iglesia?
– Siempre que se lo permite su salud. Viven a cierta distancia de la aldea.
– Pero ¿el cura de la localidad las visita periódicamente? ¿Cada dos días, más o menos? -Al observar que yo dudaba, Pierre-Julien prosiguió-: Si no es así, hermano, considero la situación de esas mujeres poco deseable. Las mujeres no deben vivir juntas sin un hombre, a menos que estén siempre atendidas por un sacerdote o un monje.
– Lo sé.
– En caso contrario, las mujeres no son de fiar. Caen con frecuencia en el error.
– Desde luego. Al padre Augustin le preocupaba precisamente ese problema. Fue allí para convencerlas de que se convirtieran en terciarias dominicas.
– No me gusta -declaró Pierre-Julien-. ¿Por qué viven en un lugar tan remoto? ¿De qué huyen?
– De nada, padre, sólo desean servir al Señor.
– En tal caso deberían ingresar en un convento. No, es muy sospechoso. Se hallaban cerca del lugar donde fue asesinado el padre Augustin, viven como beguinas (que hace poco han sido condenadas por el Santo Padre, por si no lo sabíais) y una de ellas es posible que sea hechicera. Dadas las circunstancias, creo que debemos hacer que comparezcan para interrogarlas.
¿Qué podía yo decir? Si me ponía a discutir con él, Pierre-Julien se habría hecho cargo él mismo del asunto. De modo que agaché la testuz, en señal de acatamiento, mientras pensaba: es preciso impedirlo. Debo impedirlo. De pronto se me ocurrió que si me demoraba en cumplir las órdenes de mi superior, si me entretenía en la tarea que me había encomendado, quizá Johanna y sus amigas habrían abandonado la forcia antes de que las citáramos para que comparecieran en Lazet.
Por supuesto, uno nunca logra escapar al Santo Oficio; lo único que uno consigue mudándose a otro lugar es aplazar lo inevitable. Pero mientras yacía despierto en mi catre, después de completas, analizando los acontecimientos de la jornada, se me ocurrió otra idea. ¿Y el archivo que faltaba? Estaba tan preocupado por el peligro que corría Johanna, que había olvidado preguntar a Pierre-Julien, mientras se hallaba en el scriptorium examinando nuestros archivos, qué era lo que buscaba. No obstante, sospeché que buscaba el archivo que le había llevado a casa de Raymond. Pensé que de un tiempo a esta parte habían desaparecido numerosos archivos relacionados con casos del Santo Oficio, y supuse que podía aprovecharme de ese hecho.
Quizá consiguiera, si trabajaba con ahínco, que despidieran a Pierre-Julien. Perder un archivo era un acto de manifiesta incompetencia. Y existían muchos otros medios de minar su labor.
Observaréis que no estaba preocupado por la desaparición de Raymond. Mis pensamientos se centraban única y exclusivamente en Johanna. Como dice Ovidio: «El amor nos infunde un temor angustioso». El que ha sido herido por la espada del amor se siente siempre angustiado por el pensamiento del ser amado, y su alma es esclava de ese amor. Ninguna otra cosa le interesa, cuando su amor corre peligro.
«Contra ti, sólo contra ti he pecado, he hecho lo malo a tus ojos.»
A la mañana siguiente asistí a maitines, pero Pierre-Julien no asistió. Cuando pasé por su celda, de camino al priorato, comprobé que no estaba allí. Y aunque supuse que lo hallaría en el Santo Oficio, mis esperanzas se vieron frustradas.
En lugar de encontrarme con él me topé con la esposa de Raymond, que estaba sentada a la puerta del Santo Oficio, llorando como una penitente.
– Ricarda -dije-, ¿qué hacéis aquí?
– ¡Ay, padre, Raymond no ha regresado a casa! -dijo entre sollozos-.¡Está muerto, lo presiento!
– No debéis estar aquí, Ricarda. Volved a vuestra casa.
– ¡Dicen que se acostaba con mujeres! ¡Dicen que yo lo maté!
– Qué disparate. Nadie piensa semejante cosa.
– ¡El senescal sí!
– Entonces el senescal es un necio. -La ayudé a incorporarse, y me pregunté si sería capaz de regresar a casa sola-. Lo estamos buscando, Ricarda -dije-. Hacemos cuanto podemos por dar con él.
Ricarda no dejaba de sollozar y comprendí que no podía dejarla sola. Así pues, decidí acompañarla a su residencia y dirigirme luego al Castillo Condal, pues estaba impaciente por entrevistarme con Roger Descalquencs. Ese día me había propuesto tres cosas: interrogar a Roger sobre el resultado del registro en casa de Raymond, idear la forma de prevenir a Johanna contra las intenciones de mi superior y visitar el palacio del obispo. Se me había ocurrido que debía consultar la biblioteca de Anselm, no porque Raymond lo hubiera hecho antes de su desaparición, sino porque esta biblioteca no estaba guardada en unos arcones, sino en unas estanterías, con cada códice dispuesto ordenadamente junto al siguiente. Por tanto, deduje que no tendría dificultad alguna en comprobar si faltaba algún libro.
Por consiguiente, no me supuso ninguna molestia acompañar a Ricarda a su casa. La dejé en la puerta, al cuidado de la nodriza (que se hallaba allí en el momento oportuno, puesto que su desdichada patrona lloraba como una criatura). Desde allí me encaminé rápido al Castillo Condal, donde el centinela apostado a la puerta me saludó con jovialidad. Lo reconocí enseguida, pues era uno de los hombres que me habían escoltado a Casseras.
– Demasiado tarde, padre -observó-. Su amigo acaba de marcharse.
– ¿Mi amigo? ¿Qué amigo?
– El otro. El inquisidor. Nunca recuerdo su nombre.
– ¿El padre Pierre-Julien Fauré?
– El mismo.
– ¿Ha estado aquí?
– Sí. Se encaminó hacia allí, por si queréis seguirlo.
Respondí que no era necesario y solicité una audiencia con el senescal. Pero éste también se había marchado (para interrogar a un preboste sobre ciertas multas y confiscaciones), así que di media vuelta y me dirigí al palacio del obispo. Al llegar tenía que intercambiar unas palabras de cortesía con el obispo, antes de conseguir las llaves (y la autorización) para consultar sus libros. Por fortuna, cuando me disponía a saludarle hallé al obispo enzarzado en una violenta discusión. Nada más entrar en el palacio oí unas voces airadas. Con lo cual me ahorré una larga y tediosa descripción de sus últimas adquisiciones equinas.
Ni siquiera el obispo Anselm fue capaz de anteponer sus caballos a una estancia repleta de enfurecidos combatientes, entre los cuales se hallaba su capellán, el archidiácono, el deán de Saint Polycarpe, el tesorero real y el cónsul, Lothaire Carbonel.
– Hermano Bernard -dijo el obispo durante el súbito silencio que se produjo cuando aparecí-. Me han informado de que deseáis consultar la biblioteca.
– Si vos me lo autorizáis, señor.
– Por supuesto. Louis, vos tenéis las llaves, acompañad al hermano Bernard a la biblioteca.
El capellán se levantó obediente y me condujo escaleras arriba a los aposentos privados del obispo. Apenas nos retiramos cuando se reanudó el vocerío; al parecer el obispo Anselm había ofendido gravemente al capítulo de canónigos de Saint Polycarpe. Lo cual no representaba una novedad, pues rara vez se mostraban de acuerdo con él, y no sin razón. El obispo Anselm consideraba la tesorería de la catedral como su arca personal.
Louis, un glotón hosco y avaricioso, me condujo a la biblioteca del obispo, una estancia cerrada con llave contigua a su suntuosa alcoba. Como la luz era escasa, Louis encendió una lámpara de aceite para que pudiera moverme a mis anchas. Luego me dejó mientras yo examinaba las estanterías, buscando un hueco sospechoso entre los tomos encuadernados en cuero. ¡Qué cúmulo de estanterías poseía el obispo! En lugar de estar amontonados en precarias pilas, cada códice ocupaba su espacio correspondiente, para facilitar la tarea de localizar e identificar los numerosos volúmenes que integraban la biblioteca.
Por consiguiente, no fue difícil observar que faltaban unos libros. Había un espacio claramente definido, y el polvo que cubría el hueco en la estantería me informó de que el archivo en cuestión había desaparecido hacía varias semanas, aunque no (a juzgar por el polvo que cubría los libros adyacentes) varios años. El otro espacio no fue tan sencillo de detectar, pero la curiosa holgura con que estaban dispuestos los volúmenes en una estantería me indicó que uno de ellos había sido extraído hacía poco.
Me complació comprobar que uno de los colaboradores del obispo (o quizás un antiguo empleado del Santo Oficio) se había esmerado en disponer los libros en orden, ayudándome así a deducir el contenido de uno de los volúmenes que faltaban. Puesto que los archivos situados a ambos lados del espacio que había dejado este tomo comprendían unos testimonios de los habitantes de Crieux, deduje que el archivo que faltaba comprendía también los pecados de esa aldea. No me sorprendió que las actas hubieran sido registradas a instancias del inquisidor mencionado por el padre Augustin en su nota marginal. Decididamente, el padre Augustin había estado buscando este archivo extraviado. Y decididamente, no hacía mucho que se había extraviado.
El otro archivo que faltaba era antiguo, pues databa al menos de cuarenta años atrás. Por desgracia, no conseguí adivinar siquiera su contenido, debido al ligero cambio de lugar de los archivos contiguos (¿destinado tal vez a ocultar la llamativa ausencia del tomo?). Incluso después de consultar algunos de esos archivos, no logré deducir qué aldeas faltaban. Por tanto, ya que no podía hacer nada más, fui en busca del hermano Louis, a quien hallé con el oído pegado a la puerta de la sala de audiencias del obispo. Al verme, me miró enojado.
Era evidente que yo había interrumpido una parte importante de la discusión.
– ¿Habéis terminado, padre? -me preguntó el hermano Louis, prosiguiendo sin aguardar mi respuesta-: Entonces cerraré con llave. No es necesario que os acompañe a la puerta.
– Faltan dos archivos, hermano -dije, antes de que me obligara a cruzar el umbral-. ¿Los habéis tomado vos? ¿O fue el obispo?
– ¡Por supuesto que no! -Aunque Louis hablaba quedo, su voz denotaba temor e ira-. ¡Jamás tocamos esos libros! Es probable que se los llevara el padre Pierre-Julien.
– ¿ El padre Pierre-Julien?
– Ha estado aquí esta mañana. Lo he visto salir con un archivo bajo el brazo.
– ¿Ah, sí? -Un dato muy interesante-. ¿Uno o dos archivos?
– Preguntádselo al padre Pierre-Julien. Yo no soy quién para inmiscuirme en sus asuntos.
– Desde luego. Lo comprendo. -Entonces pregunté al hermano Louis, con tono conciliador, sobre Raymond Donatus, quien hacía un par de días había visitado el palacio. ¿Se había llevado algún archivo?
Louis frunció el ceño.
– Raymond Donatus no vino por aquí -respondió-. No lo he visto desde hace… varias semanas. Meses.
– ¿Estáis seguro?
– Sí, padre. -De nuevo, intuí que Louis se debatía entre el temor y la furia-. No hemos visto a nadie del Santo Oficio excepto al hermano Lucius. El hermano Lucius siempre me entrega los archivos a mí.
– Pero ¿no entra en la biblioteca?
– No, padre.
– ¿La última vez que estuvo aquí Raymond Donatus se llevó algunos archivos?
– Es posible. No lo recuerdo. Hace mucho tiempo.
– ¿ Pero habríais reparado en ello?
– ¡Tengo que ocuparme de muchas de cosas, padre! ¡Siempre estoy muy atareado!
– Por supuesto.
– Ahora mismo, por ejemplo, debería estar en la sala de audiencias, con el obispo Anselm. Me ha pedido que regrese en cuanto terminarais en la biblioteca. ¿Habéis terminado, padre?
Al comprender que Louis no me serviría de más ayuda, respondí afirmativamente y me marché. A continuación me dirigí al Santo Oficio, confiando en encontrar a Pierre-Julien.
Para mi sorpresa, al salir me topé con él frente al palacio. Estaba sudoroso y acalorado y tenía las mejillas arreboladas. Portaba dos archivos inquisitoriales bajo el brazo.
– ¡Vos! -exclamó, y se detuvo de repente-. ¿Qué hacéis aquí?
Yo podría haberle formulado la misma pregunta. Lo cierto era que deseaba hacerle esa pregunta. Pero como había aprendido a ser cauteloso con Pierre-Julien, respondí con tono humilde y afable.
– He venido a consultar la biblioteca del obispo -contesté.
– ¿ Por qué motivo?
– Porque antes de desaparecer, Raymond me comunicó que faltaba un archivo. Y he comprobado que faltan dos. -fijando la vista en los archivos que Pierre-Julien portaba bajo un brazo, no pude por menos de preguntarle-: ¿Son ésos los archivos que faltan?
Pierre-Julien miró los volúmenes con expresión ausente, como si no los hubiera visto jamás. Cuando volvió a alzar la vista, parecía desconcertado y tardó unos instantes en responder.
– Así es -contestó por fin-. He venido a devolverlos.
– ¿Os habéis llevado uno esta mañana?
– Sí. Yo… me he llevado uno esta mañana. -De improviso Pierre-Julien empezó a hablar atropelladamente-. Como ya os he dicho, autoricé a Raymond a que se llevara un archivo a casa. Como no encontraron el archivo allí, he venido esta mañana para consultar la copia del obispo. Al hacerlo, se me ha ocurrido que quizás el senescal, al registrar la casa de Raymond, había confundido nuestros archivos inquisitoriales con los de Raymond. De modo que he ido a verle y le he pedido que me mostrara los archivos que él había hallado. ¡Imaginad la alegría que me he llevado al comprobar que había acertado!
– De manera que…
– Raymond tenía en su poder no sólo el archivo que yo le había entregado, sino las dos copias de otro volumen de testimonios que deduzco que le había pedido el padre Augustin. -Esbozando una sonrisa un tanto forzada, Pierre-Julien me mostró los tomos encuadernados en cuero que sostenía-. ¡El misterio está aclarado! -declaró.
Yo no estaba de acuerdo con él. Mientras ponía en orden mis pensamientos, se me ocurrieron varios interrogantes.
– Raymond me dijo que faltaban esos archivos -señalé-. Los que le había pedido el padre Augustin.
– Supongo que debió de encontrarlos.
– ¿Entonces por qué no me los entregó a mí?
– Sin duda… sin duda le sobrevino la muerte antes de poder hacerlo.
Era una explicación razonable. Mientras yo meditaba en ella, Pierre-Julien prosiguió:
– Acabo de restituir nuestras copias al scriptorium. Ahora devolveré estos volúmenes al obispo y asunto resuelto.
– ¿Decís que estos archivos obraban en poder del senescal? -pregunté intrigado por el nuevo interrogante que se me acababa de ocurrir-. ¿Por qué se llevó los archivos de Raymond? ¿Con qué objeto?
– ¡Pues para comprobar si contenían algunas pruebas! -replicó Pierre-Julien con tono irritado-. Sois un tanto lento de reflejos, hermano.
– Pero no debió de examinarlos. De haberlo hecho, habría observado que algunos no pertenecían a Raymond.
– ¡Precisamente! El senescal es un hombre muy atareado. No había examinado los documentos. De haberlo hecho, por supuesto que nos lo habría advertido.
– ¿Y todavía tiene en su poder los otros archivos? ¿Los archivos notariales de Raymond?
– Supongo que sí.
– ¿Y los halló juntos, en un mismo lugar?
– ¿A qué viene esta pregunta, hermano? ¿Qué más da dónde los encontró? ¡El caso es que los encontró! Esto es lo que nos importa. Nada más.
El tono estridente de Pierre-Julien interrumpió mis reflexiones (pues había estado hablando para mis adentros) e hizo que me callara. Presentí que mi superior se estaba poniendo nervioso, incluso furioso, y no quería darle motivo para que volviera a destituirme de mi puesto.
De modo que me incliné y asentí con la cabeza, fingiendo sentirme satisfecho. Luego nos despedimos (con unas frases cordiales) y regresé al Santo Oficio tan rápido como me lo permitió la dignidad de mi cargo. Llamé a la puerta con energía hasta que el hermano Lucius descorrió el cerrojo y subí veloz al scriptorium, donde saqué con torpeza las llaves que llevaba en el cinturón.
– ¡Lucius! -grité-. ¿Ha restituido hace un rato el padre Pierre-Julien unos archivos a uno de estos arcones?
– Sí, padre.
– ¿A cuál de ellos? ¿A qué arcón?
El escriba subía jadeando la escalera y tuve que aguardar a que entrara en la habitación para satisfacer mi curiosidad. Cuando señaló el arcón más grande, lo abrí y extraje el volumen superior.
– No, padre -objetó Lucius-. El padre Pierre-Julien los ha depositado más abajo.
– ¿Dónde? ¿En el fondo?
Al ver que el escriba se encogía los hombros, me sentí tan irritado que casi di una patada en el suelo. Al parecer tendría que examinar cada archivo, y me pregunté si tendría tiempo de hacerlo antes de que regresara Pierre-Julien. Pero tuve suerte, pues cuando extraje el quinto archivo hallé el testimonio que yo y el padre Augustin buscábamos: el testimonio de los habitantes de Crieux de hacía 20 años.
No obstante, faltaban dos de los cinco primeros folios. Una amplia porción de la lista de declarantes y buena parte del índice de materias habían desaparecido. Cuando abrí el siguiente volumen, comprobé que también había sido maltratado. Los dos archivos estaban incompletos.
¡Qué abominación!
Al hojearlos, descubrí que faltaban otros folios. Hallé numerosas irregularidades y lagunas en las actas. También hallé un nombre que me era familiar, el de un hombre, muerto hacía tiempo, cuyo hijo era nada menos que Lothaire Carbonel (el hombre mismo al que acababa de ver en el palacio del obispo). ¡Dios misericordioso, pensé, y el padre había muerto antes de que se dictara sentencia! Pero no podía entretenerme, pues Pierre-Julien estaba a punto de regresar al Santo Oficio y no quería que supiera que yo había estado examinando los archivos…
Así pues, los tiré exclamando «¡no consigo encontrarlos!» (para que me oyera el escriba), tras lo cual cerré el arcón y giré la llave en la cerradura con manos temblorosas. Os aseguro que estaba muy agitado. Todo indicaba que Pierre-Julien había manipularlo los archivos, pues de lo contrario me habría advertido que estaban incompletos. «Protege Yavé a los desvalidos; yo era un mísero y El me socorrió.» ¡Vaya si me había socorrido el Señor! Manipular un archivo inquisitorial era grave, pero el motivo de haberlo hecho era aún más grave. Estaba claro que, tras consultar por primera vez ciertos archivos que podían haber sido robados o no por Raymond Donatus, Pierre-Julien había descubierto, y ocultado, la identidad (o identidades) de unos herejes que habían sido difamados, unos herejes con los cuales debía de tener alguna relación. Unos herejes contumaces, que no se habían retractado ni cumplido penitencia. Unos herejes que podían arrebatarle el cargo que ostentaba y cubrirle de ignominia, si su relación con él llegaba a descubrirse.
¡Estaba entusiasmado con mi descubrimiento! ¡Eufórico! Di fervientes gracias a Dios y le bendije mientras bajaba para dirigirme a mi mesa. Pero también sabía que las pruebas que había hallado eran incompletas y que éstas serían irrefutables si conseguía descubrir los nombres y los delitos de esos herejes. Así que me apresuré a afilar mi pluma y me senté para escribir una carta.
La carta iba dirigida a Jean de Beaune, el inquisidor de Carcasona. Le informé de cuanto sabía sobre los documentos que faltaban y le pregunté si, durante los últimos cuarenta años, él o sus predecesores habían solicitado unas copias de ese testimonio. Era bastante posible (aunque no muy probable) que lo hubieran hecho. En tal caso, le pedí que copiara el texto y remitiera la nueva copia a Lazet, por lo que le estaría eternamente agradecido.
Tras concluir la misiva, redacté otra casi idéntica, dirigida al inquisidor de Toulouse. Luego sellé ambos documentos y se los entregué a Pons. (Pons era quien se encargaba siempre de elegir y enviar a los familiares con los recados que le confiábamos.) Si todo salía como era de esperar, yo recibiría respuesta en un plazo de tres o cuatro días.
«Justo eres, Yavé, y justos son tus juicios.» Yo pretendía salvar a Johanna sacrificando a Pierre-Julien. Y estaba decidido a conseguir que despidieran a mi superior, con o sin pruebas contundentes. Pero os revelaré los pormenores de mis planes más adelante.
Tras regresar a mi mesa, me sorprendió (aunque no me disgustó) comprobar que Pierre-Julien seguía ausente. Me sorprendió aún más su ausencia a la hora de comer en el priorato. Empecé a sentirme un tanto preocupado y decidí ir en su busca, cuando Pierre-Julien apareció de pronto a última hora de la tarde en el Santo Oficio, apestando a vino. Me saludó a voz en cuello y se lanzó a una explicación sobre su larga ausencia que de no haber sido tan confusa, habría resultado perfectamente convincente. Luego apoyó una mano en mi brazo y me obligó a acercarme.
– ¿Os he dicho que Raymond arrancó unos folios de los archivos que tomó prestados? -me preguntó.
Espero que mi manifiesta sorpresa fuera atribuible a la doblez de semejante fechoría. Lo cierto es que me asombró que Pierre-Julien sacara a colación el tema. Pero enseguida deduje que trataba de ocultar su infame conducta, en caso de que yo hubiera consultado (o me propusiera consultar) los archivos. Farfullé una respuesta incomprensible.
– Probablemente lo hizo para proteger su reputación -prosiguió Pierre-Julien-, y huyó de la ciudad al comprender que su pecado no tardaría en ser descubierto. Pero daremos con él.
– ¿Es posible que lo hiciera por encargo de otro? -inquirí-. ¿Por dinero?
– Quizás. Es lamentable.
– ¿Es posible que lo asesinara la persona que le pagó, para impedir que Raymond revelara este hecho? -continué. Y aunque planteé esta posibilidad casi con tono jocoso, de improviso me pregunté si había dado con la verdad. ¿Habían asesinado a Raymond porque se había apoderado de los archivos incompletos después de que hubieran sido manipulados y sabía quién lo había hecho? Pero esta interpretación de los hechos excluía la culpabilidad de mi superior, de modo que me apresuré a descartarla.
– Me parece muy poco probable -exclamó Pierre-Julien con expresión de desconcierto-. En cualquier caso, hermano, podéis dejar el asunto en mis manos. Ya tenéis suficientes problemas con investigar la terrible suerte del padre Augustin. ¿Habéis citado ya a esas mujeres?
– No, padre -respondí con absoluta serenidad-. Todavía no las he citado.
Y os aseguro que no pensaba hacerlo.
Aquella tarde encontraron a Raymond Donatus.
Recordaréis la gruta de Galamus en el mercado de la ciudad. Recordaréis también que todos los días, al anochecer, un canónigo de Saint Polycarpe recoge de ese lugar sagrado las ofrendas depositadas en él. Coloca las ofrendas en un voluminoso saco y las lleva a las cocinas de la catedral, pues en su mayoría consisten en hierbas, hogazas, fruta y demás productos. A veces hay pescado salado, y otras tocino, pero sólo en una ocasión, la tarde a la que acabo de referirme, había una generosa cantidad de carne: trozos de carne envueltos en fragmentos de tela ensangrentados.
Sorprendido ante tal abundancia, el canónigo de turno metió todos esos extraños paquetes en su saco. Éste pesaba tanto que tuvo que arrastrarlo, en lugar de acarrearlo, hasta las cocinas. Los empleados de cocina se mostraron entusiasmados y dieron gracias a Dios por su generosidad hacia sus fieles servidores. Pero cuando abrieron el primer paquete, su alegría dio paso al horror.
Pues era carne humana: un brazo amputado a la altura del codo.
Como es natural, avisaron al deán, luego al obispo y luego al senescal. A la hora de maitines, habían abierto todos los paquetes y contemplado las partes constituyentes de Raymond Donatus. Al observar la identidad del cadáver, Roger Descalquencs mandó llamar de inmediato a Pierre-Julien, quien, por consiguiente, se hallaba ausente del priorato durante maitines.
Os ruego que reflexionéis sobre la conducta de mi superior. Ignoro si le explicaron el motivo de que el senescal le hubiera mandado llamar, pero aunque no se hubiera enterado hasta llegar a Saint Polycarpe, el caso es que se abstuvo de informarme del espantoso hallazgo que habían hecho allí. Después de maitines, me comunicaron que el senescal había mandado llamar a Pierre-Julien (pues enseguida observé que su asiento en el coro estaba vacío); pero me prohibieron que abandonara el priorato. Así pues, regresé a mi lecho muy alterado y apenas logré conciliar el sueño.
Cuando volví a levantarme para asistir a laudes, me encontré con Pierre-Julien e inmediatamente después hablé con él en su celda. Me dijo que habían hallado el cuerpo desmembrado de Raymond en la gruta de Galamus; que unos heraldos publicarían la noticia en toda la ciudad y que buscarían a los testigos que pudieran haber visto a alguien depositar los restos de Raymond en el lugar santo; que alguien debía informar a la viuda.
– Podéis encargaros vos, hermano -dijo Pierre-Julien. Parecía muy cansado y tenía mala cara-. Con ayuda del cura de la parroquia de la esposa, o algún amigo o pariente…
– Desde luego -respondí. Estaba demasiado conmocionado para oponerme-. ¿Dónde está Raymond?
– En Saint Polycarpe. Lo han colocado en la cripta. Quizá la viuda desee trasladarlo a otro lugar…
– Que Dios nos perdone a todos -murmuré haciendo una genuflexión-. ¿Cuánto tiempo hace que… quiero decir… los restos son recientes o…?
Pierre-Julien tragó saliva y pestañeó.
– Hermano, no puedo responderos -contestó-. No tengo suficiente experiencia en esta materia. -Acto seguido se levantó y yo hice lo propio-. Debemos informar a Durand -prosiguió-. Lo haré yo mismo. Asimismo escribiré al inquisidor general, para informarle de que Satanás sigue entre nosotros. El Santo Oficio está sitiado, pero lucharemos y venceremos. Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza.
– ¿Sitiado? -repetí, sin entender. De pronto lo comprendí.-. Ah, ya. La misma suerte que el padre Augustin. Pero no los mismos culpables, padre.
– Exactamente los mismos -afirmó tajante Pierre-Julien.
– Padre, Jordan Sicre está en Cataluña. En todo caso, está de camino hacia aquí.
– Jordan Sicre era un mero agente del mal.
– Pero el padre Augustin y sus escoltas fueron desmembrados para ocultar la ausencia del cadáver de Jordan. La muerte de Raymond es muy distinta…
– Es la misma. Un sacrificio en una encrucijada… exactamente igual. Un acto de brujería.
De no haber temido suscitar la cólera de Pierre-Julien, le habría llevado la contraria. Pero como temía que sacara a colación el asunto de Johanna y sus amigas, me despedí de él rápido. Abandoné el priorato y, sabiendo que la parroquia de Ricarda era la iglesia de Saint Antonin, me dirigí hacia esa iglesia, sin dejar de pensar: ¿Cuál es la respuesta? ¿Quién es el culpable? ¿Por qué te mantienes alejado, Señor? Pero antes de llegar a Saint Antonin, pasé junto a un heraldo que declamaba en la calle y me detuve para escucharlo.
Aunque aún era temprano, éste había atraído a una numerosa muchedumbre. Las gentes estaban asomadas a las ventanas de sus alcobas, con los ojos legañosos, para escuchar la extraña noticia que proclamaba el heraldo. Como yo conocía a algunas de esas gentes, y no deseaba conversar con ellas (o no habría llegado a Saint Antonin), me acerqué tan sólo lo suficiente para escuchar lo que decía el heraldo. Era lo siguiente: que Raymond Donatus, notario público, había sido hallado en la gruta de Galamus, desmembrado. Que el senescal deseaba interrogar a la persona que había perpetrado este horrendo crimen, o a alguien que lo hubiera presenciado, o a alguien que hubiera limpiado una gran cantidad de sangre en los dos últimos días, o a alguien que hubiera visto a una persona depositar unos voluminosos paquetes, envueltos en trozos de tela, en la gruta de Galamus. Además, que el senescal quería hablar con cualquiera que hubiera salado carne hacía poco. También deseaba hablar con alguien que hubiera visto a Raymond Donatus durante los tres días anteriores. Por último, que cualquiera que hubiera extraviado una capa, o varias capas, debía comunicárselo enseguida al senescal.
El castigo por este mortal y sangriento delito sería terrible, y la venganza del Señor sería aún más terrible. Por orden de Roger Descalquencs, senescal real de Lazet.
Después de transmitir su mensaje, el heraldo espoleó a su caballo y siguió adelante. De inmediato resonaron en la calle las exclamaciones de asombro de la gente. De haberme quedado, sin duda habrían detectado mi presencia y me habrían asediado a preguntas, pero huí antes de que el heraldo pronunciara sus últimas palabras. Huí en cuanto le oí mencionar lo de la carne salada. Huí, no a Saint Antonin, sino a Saint Polycarpe, donde pedí que me dejaran entrar en la cripta.
Allí, rodeado de sepulcros, el sacristán me mostró el cadáver mutilado de Raymond. No deseo mancillar este pergamino con una descripción. Baste decir que el cuerpo estaba parcialmente vestido, presentaba un color cerúleo y era casi irreconocible. Cada miembro mutilado, dispuesto sobre un sarcófago destapado, ocupaba su lugar correspondiente. Y cada miembro exhalaba un intenso olor a salmuera.
– Este cadáver ha sido salado -farfullé a través de la manga del hábito.
– Sí.
– ¿En qué estaba envuelto? ¿Dónde está la tela?
– Estaba envuelto en cuatro capas, hechas jirones -respondió el sacristán también con voz sofocada por la manga del hábito-. Se las ha llevado el senescal.
– No han desnudado el cuerpo -murmuré, hablando para mis adentros. Sin duda recordaréis que al padre Augustin le habían quitado la ropa-. ¿Qué comentarios hizo el senescal? ¿Sospecha de alguien?
– Lo ignoro, hermano. No estuve presente cuando examinó los restos. -Tras vacilar unos instantes, el sacristán me preguntó, con tono amable, si Ricarda Donatus les pediría que le enviaran cuanto antes el cadáver-. Hay que enterrarlo, hermano. Las moscas…
– Sí. Me encargaré cuanto antes del asunto.
Después de dar las gracias al sacristán, abandoné Saint Polycarpe, pero no me dirigí a casa de Ricarda. Creo que en esto no cumplí el deber que tenía para con ella (pero debo confesar que aquel día reinaba otra mujer en mi corazón y mi pensamiento). Cruelmente, dejé que la pobre Ricarda se enterara de la atroz suerte de su marido a través de un heraldo en la calle, en lugar de hacerlo de labios de un amigo comprensivo, pues me dirigí derecho al Santo Oficio, donde el hermano Lucius abrió la puerta para franquearme la entrada.
Pierre-Julien estaba en su habitación, conversando con Durand Fogasset; oí las voces de ambos. El hermano Lucius, que parecía más insignificante que nunca, me miró pestañeando como un búho deslumbrado por el sol. Le pregunté si recordaba su último encuentro con Raymond Donatus y asintió con la cabeza en silencio.
– Dijisteis que os marchasteis de aquí antes que él -observé-. ¿No es así?
– Sí, padre.
– De modo que no podéis decirme qué centinela estaba de turno esa noche. Me refiero al turno de noche, no al de la mañana.
– No, padre.
– Entonces id a preguntárselo a Pons -le ordené mientras me dirigía hacia la escalera-. Preguntad a Pons quién montaba guardia esa noche y decidle que me envíe a ese centinela. Deseo interrogarlo.
– Bien, padre.
– Otra cosa, Lucius. ¿Tenéis las lámparas encendidas arriba?
– Sí, padre.
– Perfecto.
Cuando el escriba fue a hacer lo que le había pedido, tomé una de las lámparas y bajé con ella hasta la puerta de los establos. Recordaréis que esa puerta estaba situada al fondo de la escalera. Examiné con minuciosidad la barra de madera que la cerraba, pero no observé en ella polvo ni indicios de que la hubieran tocado hacía poco. Asimismo, el suelo no mostraba polvo ni pisadas. Me chocó que el suelo estuviera tan limpio. ¿Quién lo había limpiado, y por qué? Que yo supiera, nadie había entrado en el establo desde que habíamos retirado los restos del padre Augustin.
Quité la barra, la dejé a un lado y abrí la puerta. De inmediato percibí un olor pútrido que sin duda era achacable a mi incompetencia. Había olvidado notificar a los habitantes de Casseras que sus barriles de salmuera se hallaban allí.
Los barriles habían permanecido durante varias semanas abiertos, conteniendo la salmuera en la que habían sido depositados los trozos de carne putrefacta. Claro está que desde la presencia (y sacrificio) de los marranos de Pons en los establos, éstos no olían precisamente a rosas. No obstante, el hedor era más abrumador que el de unos cerdos. Era tan nauseabundo e insoportable que hizo que los ojos me lagrimearan.
Contuve el aliento y miré dentro del primer barril, pero tan sólo vi la superficie oscura y grasienta de la salmuera. El suelo alrededor de los barriles estaba húmedo, pero todo estaba húmedo, permanentemente húmedo y resbaladizo como el hielo que se funde. El pesebre de los caballos estaba manchado de sangre, ignoro si de un hombre o un cerdo, aunque las manchas parecían antiguas y al mismo tiempo estaban pegajosas, quizá debido a la humedad de los establos. He omitido decir que durante la semana anterior había llovido mucho, y la lluvia siempre tenía un efecto funesto sobre esos establos. Yo jamás habría guardado un caballo mío en ellos. Quizá leche, y pescado, pero no un caballo.
Comprobé, con inmensa frustración, que no había ninguna prueba irrefutable de que Raymond Donatus hubiera sido despedazado o salado en esa hedionda caverna. Desde luego algo había sido despedazado y salado, pero quizá habían sido los puercos. Por otra parte, nada indicaba que Raymond no hubiera sido asesinado allí; de hecho, parecía más que posible. ¿Posible? Me parecía probable. Al contemplar las paredes húmedas, las densas sombras y el suelo de piedra negro y resbaladizo, pensé: es la guarida del mal. Casi me pareció oír las alas de murciélago de los demonios invocados.
Regresé aprisa arriba.
– ¡Ah, hermano Bernard!-exclamó Pierre-Julien, que se hallaba en la antesala y parecía sorprendido de verme-. ¿Habéis informado a Ricarda?
– He olido el cadáver de su esposo -respondí-. Lo han salado.
– ¿Salado? Ah, sí. Estaba en salmuera.
– ¿Sabíais que había unos barriles de salmuera abajo?
– ¿Unos barriles de salmuera? -Pierre-Julien me miró de nuevo sorprendido. Pero yo no estaba muy convencido de que su sorpresa fuera auténtica-. No. ¿Qué hacen ahí esos barriles?
– Los trajeron de Casseras, con los restos del padre Augustin. ¿No os lo dijo el senescal?
– No.
– Debió de olvidarse. Ah. -Al oír el crujido de unos goznes me volví y vi al hermano Lucius entrar desde la prisión, seguido de cerca por uno de los familiares. Era un hombre que hacía tiempo que trabajaba para el Santo Oficio, un antiguo mercenario llamado Jean-Pierre. Reconocí su rostro cerúleo, picado de viruela y en forma de media luna como un gajo de manzana sin el corazón, y la postura encorvada y cansina de sus hombros. Era bajo y delgado, con una espesa cabellera-. Jean-Pierre -lo saludé, y observé su expresión de recelo-, ¿estabais de servicio cuando Raymond Donatus se marchó de aquí, hace tres noches?
– Sí, padre.
– ¿Lo visteis marcharse? ¿Cerrasteis la puerta tras él?
– Sí, padre.
– ¿Y no regresó? ¿No regresó nadie?
– No, padre.
– Estáis mintiendo.
El familiar pestañeó. Sentí a mi alrededor cierta tensión o tirantez. Mis próximas palabras tuvieron un efecto aún más llamativo, tal como yo pretendía. Pues deduje que si habían guardado el cadáver de Raymond en los establos, una deducción lógica, puesto que cabe preguntarse en qué otro lugar podría uno salar en secreto un cadáver, era posible que Jean-Pierre (que había estado solo en el edificio, la noche en que había desaparecido el notario) lo hubiera colocado allí. ¿Qué otra persona habría tenido tiempo de llevar a cabo semejante carnicería?
– Sé que estáis mintiendo, Jean-Pierre. Sé que Raymond Donatus fue asesinado en este edificio. Y sé que lo asesinasteis vos.
– ¿Qué? -exclamó Pierre-Julien. Durand contuvo el aliento y el familiar retrocedió como si le hubieran golpeado.
– ¡No! -protestó-. ¡No, padre!
– Sí.
– ¡Se marchó! ¡Yo lo vi marcharse!
– No es cierto. Raymond no salió de aquí. Lo mataron abajo y su cadáver permaneció dos días en los barriles de salmuera. Lo sabemos. Tenemos pruebas. ¿Quién pudo hacerlo sino vos?
– ¡La mujer! -exclamó Jean-Pierre muy alterado-. ¡Debió de matarlo la mujer!
– ¿Qué mujer?
– Padre, yo… yo… mentí, yo estaba… el notario se fue, pero regresó. Con una mujer. Más tarde.
– ¿Y vos le abristeis la puerta?
El familiar presentaba un color no ya cerúleo, sino rojo; parecía a punto de romper a llorar.
– Me pagó por hacerlo, padre -balbució-. Me pagó Raymond Donatus.
– ¿De modo que cuando llamó a la puerta le exigisteis dinero a cambio de franquearle la entrada?
– ¡No, él me lo ofreció antes!
– ¿Y esto había ocurrido en otras ocasiones?
– No, padre. Al menos… estando yo de servicio. -La voz de Jean-Pierre apenas era audible-. Dijo que Jordan Sicre solía ayudarle, antes de que Jordan… desapareciera. Raymond traía aquí a muchas mujeres, padre, y sé que estaba mal, pero yo no lo maté. En cierta ocasión me ofreció dinero por matar a Jordan, pero lo rechacé. Jamás habría sido capaz de hacer semejante cosa.
– Describid a la mujer… -dijo Pierre-Julien, pero yo le interrumpí. Como podéis suponer, anhelaba averiguar más sobre Jordan Sicre.
– ¿Cómo teníais que matar a Jordan? -pregunté-. ¿Cuándo? ¿Por qué?
– Padre, Raymond me dijo que Jordan había asesinado al padre Augustin y que iban a traerlo de regreso a Lazet. Me dijo que debía envenenar a Jordan, para impedir que revelara que Raymond había traído a mujeres al Santo Oficio. Dijo: «Si averiguan mi falta, Jean-Pierre, averiguarán también la tuya». Pero me negué a hacerlo, padre. Es pecado matar.
– Describid a esa mujer -repitió Pierre-Julien-. ¿Cuántos años calculáis que tenía? ¿Tenía el pelo de color cobrizo?
– ¡No existe tal mujer! -dije bruscamente-. ¡Está mintiendo!
– ¡No, padre, no!
– ¡Está claro que mentís! -espeté al acusado-. ¿Pretendéis decirme que una misteriosa mujer asesinó a Raymond Donatus, lo arrastró escaleras abajo hasta el establo, lo despedazó y se marchó por la puerta que vos custodiabais? ¿Me tomáis por idiota, Jean-Pierre?
– ¡Escuchadme, padre! -El familiar, que había roto a llorar, estaba aterrorizado-. Raymond se la llevó arriba, padre, y luego me la envió a mí. Nosotros… entramos ahí… -dijo, indicando la habitación de Pierre-Julien-… porque la silla dispone de un cojín…
– ¿Fornicasteis sobre mi silla?
– …Y luego ella salió… subió de nuevo, a por su dinero. Más tarde oí cerrarse la puerta. Yo seguía en vuestra habitación, señor… Deduzco que la mujer se marchó con él, padre.
– ¿Los visteis marcharse juntos? ¿A los dos? -preguntó Durand inopinadamente, antes de recordar que debía guardar silencio. Pero era una buena pregunta.
– Los oí marcharse -respondió el familiar-. Oí pasos y que se cerraba la puerta. No tenía echado el cerrojo. Y no hubo ninguna otra novedad en toda la noche. ¡Os juro que es cierto, padre! La mujer debió de matarlo aquí… tal vez me quedé dormido, o bien lo mató después de que salieran de aquí.
– Estáis mintiendo. Lo matasteis vos. Os pagaron para que lo hicierais.
– ¡No! -El familiar cayó de rodillas gimoteando-. ¡No, padre, no…!
– ¿Por qué iba a mentir? -inquirió Pierre-Julien con aspereza-. ¿Por qué no puede esa mujer ser la hechicera de Casseras?
– ¡Porque no hay ninguna hechicera en Casseras! -repliqué casi escupiéndole-. ¡Esto no tiene nada que ver con las mujeres de Casseras!
– ¡El asesinato de Raymond fue una obra de hechicería, Bernard!
– ¡No es así! ¡Lo planearon para que pareciera una obra de hechicería! ¡Pagaron a este hombre para que asesinara a Raymond Donatus y se deshiciera del cadáver como habría hecho un hechicero!
– ¡Tonterías! ¿Quién iba a pagarle para hacer semejante cosa?
– ¡Vos, padre! -contesté clavándole un dedo en las costillas-. ¡Vos!