A los cautivos la libertad

Dormí y me desperté, dormí y me desperté. La primera vez que me desperté, con una intensa jaqueca, me acerqué trastabillando a la puerta y exigí una explicación: ¿por qué estaba encerrado en un lugar tan inhóspito? Durante unos minutos nadie respondió. Luego oí la voz de Pons en el pasillo; me dijo que yo era un hereje empecinado y un peligro para los demás. Quizás añadió algo más, pero no lo recuerdo. Mareado, volví a acostarme.

Cuando me desperté de nuevo, estaba más despejado. Sabía dónde me hallaba y por qué; por el tañido de las campanas, deduje que era sexta y me pregunté qué había ocurrido durante el tiempo transcurrido desde que había recibido el golpe en la cabeza. Estaba muy preocupado por Johanna. Asimismo, estaba sediento y tenía todo el cuerpo entumecido y dolorido. Cuando respiraba me dolía la espalda.

Tras incorporarme no sin dificultad, aporreé la puerta hasta que apareció Pons.

– ¿Qué queréis? -preguntó con aspereza.

– Quiero vino. Me duele todo. Ve al priorato en busca del hermano Amiel.

Tras una pausa, Pons respondió:

– Debo consultarlo con el padre Pierre-Julien.

– ¡Obedéceme!

– Ya no tengo que obedeceros, padre. Debo consultarlo con el padre Pierre-Julien.

Acto seguido Pons se marchó y comprendí que mis perspectivas eran poco halagüeñas. ¿Cómo iba a apelar al papa cuando mi petición de que me atendiera un enfermero era recibida de tan mala gana? Sin duda mi suerte sería el desprecio, el aislamiento y el abandono. En cuanto a mis escasos amigos, su amistad hacia mí tendría que ser inquebrantable para resistir la desaprobación del Santo Oficio.

Sentado en la cama que antes había ocupado Vitalia, medité sobre las alternativas que tenía. Éstas eran pocas e ingratas, pues comprendí con toda claridad que si no quería permanecer encerrado en la cárcel, perseguido por Pierre-Julien y atormentado por mis temores acerca de Johanna, tenía que fugarme. La mera idea me consternó: ¿cómo iba a fugarme? Los muros eran gruesos; el portal estaba custodiado por guardias; la puerta del cuarto de guardia estaba cerrada con llave y el único que poseía una llave era Pons. Entonces pensé que tendría que rescatar también a las mujeres y se me encogió el corazón. Sin duda, parecía una empresa imposible. Si estaban encerradas abajo, no sería difícil rescatarlas, ya que las puertas del murus largus estaban cerradas por fuera. Pero la puerta del cuarto de guardia, donde me hallaba yo, estaba cerrada con llave, y más allá de los muros de la prisión, la ciudad no ofrecía un refugio a un hereje que se había fugado.

No obstante, debía intentarlo. Cuando menos, debía tratar de averiguar el paradero de Johanna.

– ¡Pons! -grité-. ¡Pons!

Nadie respondió. Pero insistí hasta que la esposa del carcelero, resoplando y rezongando, me informó de que su marido había ido a ver a Pierre-Julien.

– ¿Qué queréis ahora? -me preguntó.

– Las mujeres… Si no están aquí conmigo, ¿dónde están?

– Abajo, naturalmente.

– ¿En el murus largus!

– Comparten una celda.

– ¿Y esa celda tiene una ventana?

– ¡Pues no! -contestó la mujer del carcelero, refocilándose-. Está situada en el ala sur, cerca de la escalera. No tiene ventanas. Es muy húmeda. Y vuestras amigas comen lo mismo que el resto de los prisioneros.

Estaba claro que mi petición de que las mujeres comieran a su mesa la había ofendido mucho. Quizás había sido una imprudencia por mi parte pedírselo. Si esa mujer se había convertido en mi enemiga, el único culpable era yo.

Mientras oía sus pasos alejándose por el pasillo, construí mentalmente un plano de la prisión, y comprendí que Johanna se encontraba prácticamente debajo de donde estaba yo. Pero el suelo era grueso y estaba bien precintado; no ofrecía ninguna rendija o grieta a través de la cual yo pudiera pasarle una nota o susurrarle un mensaje. Por lo demás, no disponía de los medios para escribir una nota. No tenía pluma ni pergamino. Si quería pedir ayuda a mis influyentes amigos, necesitaba los instrumentos con que hacerlo. ¿Y quién se atrevería a facilitármelos?

Durand, pensé. Durand me los facilitará.

Mientras reflexionaba sobre esto apareció el hermano Amiel, por cortesía de Pierre-Julien.

– Aquí está vuestro matasanos -declaró Pons, agitando sus llaves. Luego abrió la puerta, introdujo al hermano Amiel en el cuarto de un empujón y volvió a cerrar la puerta con llave-. Si me necesitáis, llamadme -dijo-¡Estaré en la cocina, al fondo del pasillo.

El hermano Amiel torció el gesto cuando el sonido de las llaves indicó que Pons se había retirado. Echó un vistazo por toda la habitación, con evidente disgusto, antes de mirarme. Al observar mi estado, sus pobladas cejas se elevaron casi hasta el nacimiento del pelo.

– Veo que alguien os ha dejado muy maltrecho, hermano Bernard.

– En efecto.

– ¿Dónde os duele?

Cuando se lo indiqué, el hermano Amiel me examinó para comprobar si tenía algún hueso roto. Al comprobar que no era así, pareció perder interés; dijo que los hematomas desaparecerían y la hinchazón remitiría. Me entregó un emplasto consistente en un paño de lino y una pasta, que extrajo de una bolsa de cuero.

– Hisopo, consuelda y ajenjo -dijo -. Un poco de mejorana. Y una poción para el dolor, pero es preciso calentarla. ¿Accederá a calentarla el carcelero?

– Lo dudo.

– En tal caso guardadla un rato debajo de la ropa. Puede que baste el calor de vuestro cuerpo. -Tras depositar en mi mano un frasco de loza de barro tapado con un corcho, dijo que esperaría hasta que me hubiera bebido la poción-. Dicen que sois un hereje -añadió-. ¿Es cierto?

– No.

– Yo no lo creí. Y así se lo dije al hermano Pierre-Julien.

– ¿Cuándo?

– Ayer por la mañana. Habló con todos los hermanos, uno tras otro. Nos preguntó por vos. -Amiel se expresó con tono indiferente; siempre me había parecido un hombre más interesado en los muertos que en los vivos-. Me preguntó por mi liebre.

– ¿Vuestra liebre?

– Mi liebre embalsamada.

– Ah. -Debí suponerlo-. Os aconsejo que os andéis con cuidado -le recomendé-. El padre Pierre-Julien tiene unas ideas muy raras sobre los animales muertos.

– ¿Cómo?

– Ve hechicería por todas partes. Andaos con cuidado. No es una persona racional.

Pero el hermano Amiel era demasiado prudente, o quizás indiferente, para seguir hablando del tema. No se lo reprochaba; no conviene denigrar a un inquisidor en las dependencias del Santo Oficio. Inquirió sobre el color de mi orina y observó que el cuarto de guardia era frío. Le pregunté si la poción me daría sueño y respondió afirmativamente.

– Entonces prefiero no bebería -contesté-. Debo estar bien despejado, hermano. Tengo que escribir unas cartas.

– Como queráis. -Con un ademán que indicada que no se responsabilizaba de mi bienestar, Amiel volvió a guardar la poción en su bolsa-. Procurad descansar. Si se produce una hemorragia o tenéis fiebre, mandadme llamar. Pero de momento no puedo hacer nada más por vos…

– Esperad. Hay algo que podéis hacer por mí. Id a ver a Durand Fogasset y decidle que tengo que escribir unas cartas.

– ¿Durand Fogasset?

– Es un notario. Trabaja aquí al lado, donde trabajaba yo. Es un hombre joven, de aspecto desaliñado, con una espesa mata de pelo negro que le cae sobre los ojos. Suele andar cubierto de manchas de tinta. Supongo que estará en el scriptorium… o quizá con el padre Pierre-Julien. En tal caso, dejadle el recado a uno de los familiares.

– Muy bien. ¿Decís que queréis que escriba unas cartas para vos?

– Quiero que entregue unas cartas que yo escribiré. Quiero que me traiga pluma y pergamino. Y tinta.

Por lo visto, al hermano Amiel le pareció una petición lógica. Me aseguró que hablaría con Durand Fogasset. Luego, después de despedirse de mí, llamó a Pons, que le abrió la puerta; sin cambiar una palabra, los dos hombres se retiraron y me dejaron de nuevo solo.

Pero esta vez cuando menos disponía del emplasto, que apliqué sobre mis doloridas sienes. Su agradable tacto, frío y húmedo, me reconfortó. El aroma de las hierbas contribuyó a despejar mi ofuscada mente.

De pronto me acordé de Lothaire Carbonel, cuyo padre había sido un hereje impenitente.

Lothaire era un hombre rico, con un secreto que sólo compartía yo, desde que Raymond Donatus había muerto. Me pregunté qué estaría dispuesto a sacrificar un hombre rico para evitar que se descubriera un secreto vergonzoso. Recordé que Lothaire era el orgulloso propietario de una cuadra de caballos. Sin duda sus cocinas estaban bien surtidas. Y seguramente no echaría en falta un par de prendas de vestir: una capa… unas botas… una túnica corta…

Si disponía de un buen caballo, y la ventaja de la sorpresa, quizá consiguiera zafarme de mis perseguidores. Pero quedaba por resolver el problema de las llaves, y los guardias. Gracias a las estrecheces del presupuesto inquisitorial, el turno de mañana era poco nutrido; aparte de los dos guardias apostados dentro de la entrada de la prisión, había otros dos que patrullaban en pareja por el interior del edificio, y uno cuya misión consistía en prohibir el acceso al Santo Oficio a través de la puerta exterior. Hasta la fecha los familiares encargados de este cometido habían demostrado cierta lasitud, al menos con respecto a la exclusión de visitantes femeninas… y en cualquier caso, me dije alborozado, el guardia no estaría allí. El hermano Lucius siempre llega al alba, y estará en el scriptorium. No nos verá, porque la puerta interior de la prisión se encuentra en la planta baja.

Reflexioné sobre la puerta. Por las noches estaba siempre cerrada, pero por las mañanas la abría el hermano Lucius cuando llegaba. Si partíamos al amanecer, eliminaríamos buena parte de los problemas. No obstante, se me encogió el corazón al darme cuenta de que persistía el problema del cuarto de guardia. Las llaves de éste las tenía Pons. Jamás se las entregaba a nadie. Si pretendía fugarme, tenía que conseguir esas llaves, pero ¿qué probabilidades tenía de conseguirlo? Sólo lograría arrebatárselas a Pons si le atacaba. Cuando le hubiera reducido, quizá pudiera maniatarlo, amordazarlo e incluso encerrarlo. Su mujer y sus hijos estarían acostados, y yo podía evitar pasar frente a su vivienda dado que la escalera prácticamente lindaba con la puerta del cuarto de guardia. Sólo tenía que bajar un tramo de escalera, hasta la celda de Johanna, y desde allí bajar otro tramo hasta alcanzar la entrada a las dependencias del Santo Oficio. Si lograba evitar a la patrulla, conducir a mis acompañantes hacia la salida a través de los establos y escapar montados en los caballos donados por Lothaire Carbonel… ¿Era un plan imposible?

Quizá no fuera imposible, pero en todo caso impracticable. Pons, aunque un tanto corpulento, poseía una gran agilidad y no era un enclenque. Por lo demás, solía llevar siempre un cuchillo. Si yo le levantaba de la cama, quizá no acudiera armado, pero no conseguiría reducirlo con facilidad; probablemente me derrotaría él a mí. En cualquier caso, la trifulca despertaría a su familia. Es imposible derribar a un hombre sin hacer ruido.

Reflexioné preocupado sobre este problema, y los movimientos de la patrulla, hasta que llegó Durand. Le oí conversar con Pons durante unos minutos hasta que apareció; el carcelero le formuló bruscamente unas preguntas, pero no parecía convencido por las respuestas susurradas de Durand. (Conseguí distinguir el tono de esos comentarios, aunque no su contenido, porque ambos hombres conversaban en la cocina.) Sea como fuere, Pons sacó las llaves y abrió la puerta del cuarto de guardia. Cuando entró Durand, me sorprendió la reconfortante sensación de alivio y alegría que éste me produjo.

Portaba varios libros y unas hojas de pergamino. Estaba pálido.

– Os he traído unos archivos -dijo, mirando de soslayo mientras Pons, que no cesaba de manifestar su descontento con sonoras exclamaciones, salía de la habitación y cerraba la puerta con llave-. Deseo aclarar un par de cosas.

– ¿Ah, sí?

No comprendí a qué se refería y me desconcertó su enigmática forma de expresarse. Pero cuando Durand depositó en mis manos un archivo, y dejó que se abriera, vi un cuchillo largo y muy afilado oculto entre las páginas. Observé que era el cuchillo que yo solía utilizar para afilar las plumas.

– ¿Lo habéis visto? -preguntó Durand sin apartar la vista de la puerta-. Supuse que os sería útil.

Mi estupor me impidió responder. Pero al fin recobré el habla.

– Durand… esto no os concierne -dije, midiendo bien las palabras-. Dejadlo estar. No es necesario que os molestéis.

– Por supuesto que me concierne. Es preciso resolverlo.

– Pero no vos, amigo mío. Dejadlo estar.

– Muy bien. Lo dejaré estar. -Tras retirar el cuchillo de su escondrijo, Durand avanzó hacia la cama de la que me había levantado para saludarle y colocó el cuchillo debajo de la manta.

Le aferré del brazo y le atraje hacia mí.

– Lleváoslo -le susurré al oído-. Os implicarán en esto.

Durand negó con la cabeza.

– Si me lo preguntan -respondió bajando la voz-, responderé sí, le di el cuchillo para que afilara las plumas. ¿Por qué no iba a hacerlo? -Luego, como consciente de un público invisible, Durand alzó de nuevo la voz-. El padre Amiel ha tenido suerte en dar conmigo -dijo, mirándome fijamente a la cara-. Me he pasado toda la mañana trabajando con el padre Pierre-Julien, que ha estado interrogando a una de vuestras amigas. La mayor de las tres, Alcaya. -Yo contuve el aliento y Durand se apresuró a asegurarme que el interrogatorio no había tenido lugar en el calabozo inferior-. No ha sido necesario. La mujer se ha mostrado muy sincera. Ha hablado de Montpellier, del libro del padre Olieu y… otras cosas. Se ha mostrado… el padre Pierre-Julien se ha mostrado muy satisfecho.

Comprendí que esto era una advertencia. Si Pierre-Julien se sentía satisfecho, significaba que Alcaya se había condenado a sus ojos como hereje. Y si Alcaya era condenada como hereje, a mí me condenaría como encubridor y ocultador de herejes.

– Debo escribir unas cartas -dije, consciente de que el tiempo apremiaba-. ¿Podéis aguardar y entregarlas luego a sus destinatarios? No os haré esperar mucho rato.

Durand asintió con la cabeza y me mostró los materiales que me había traído para escribir. Me pareció prudente ocultar mi carta a Lothaire entre las demás, para que la culpa de mi fuga, si se producía, no recayera en una sola persona, sino en muchas. Así pues, dirigí mis peticiones de ayuda al deán de Saint Polycarpe, al administrador real de confiscaciones y a los inquisidores de Carcasona y Toulouse. Les pedí que aceptaran ser mis compurgadores, sabiendo como sabían que yo era un hombre de intachable piedad y creencias ortodoxas. Recalqué la necesidad de que colaboraran conmigo, a fin de impedir que Pierre-Julien siguiera atacando a siervos fieles y leales de Cristo. Mencioné, y cité, varios pasajes de las Sagradas Escrituras.

Por fortuna, no tuve que escribir todas mis peticiones de ayuda yo mismo. Durand, que había traído varias plumas y suficiente tinta para ahogar a una guarnición, copió mi primera carta, modificando sólo los hombres y los lugares (pues cada carta estaba redactada en términos idénticos). Nos sentamos juntos a la mesa de los guardias, escribiendo rápidamente, sin atrevernos a afilar nuestras plumas. Pons nos interrumpió en dos ocasiones, pues el prolongado silencio en mi habitación debió parecerle muy sospechoso. No obstante, nuestra monacal diligencia pareció tranquilizarle, pues en ambas ocasiones se retiró sin hacer comentario alguno.

Aparte de enarcar las cejas, Durand tampoco hizo ningún comentario. Me miró, sonriendo, y siguió copiando las cartas.

Deseo puntualizar que Durand, aunque más lento que Raymond, escribía con una letra exquisita cuando las circunstancias le permitían emplearla. No dejaba de ser curioso que un joven tan torpe y desaliñado poseyera una caligrafía tan limpia, elegante y armoniosa. Pero quizá su letra fuera un reflejo de su alma. Pues tenía fundados motivos para creer que, debajo de sus costumbres un tanto disolutas y su desastrado aspecto, se ocultaban unas virtudes incorruptibles.

Durand era, esencialmente, un hombre caritativo.

Como es lógico, estos comentarios son fruto de muchos días de reflexión, pues en aquel momento tenía otras cosas en que pensar. En aquel momento estaba preocupado por mi carta a Lothaire Carbonel. Éste sabía leer, pero sólo la lengua vulgar, pues no era un hombre instruido. Por consiguiente, tuve que redactar mi misiva en occitano, utilizando palabras sencillas, como si me dirigiera a un niño. Informé sucintamente a Lothaire de que había hallado el nombre de su padre en los archivos del Santo Oficio; que si deseaba conservar su posición, sus bienes y el buen nombre de sus hijos, debía facilitarme cuatro caballos ensillados, una túnica, una capa, botas, pan, vino y queso, los cuales me serían entregados en la entrada de los establos del Santo Oficio al amanecer del día siguiente. Añadí que, en señal de mi buena fe (pues era imprescindible que me obedeciera sin rechistar) yo le entregaría los archivos que implicaban a su padre, para que hiciera con ellos lo que creyera oportuno.

Supuse que el hermano Lucius no presentaría ningún problema. Debido a un error, o porque nadie había imaginado que tendría la oportunidad de utilizarlas, yo seguía conservando las llaves de los arcones que contenían los archivos. Si me desviaba un poco de mi itinerario y visitaba el scriptorium al abandonar el Santo Oficio, el hermano Lucius no podría impedirme que me llevara un archivo. Era un hombre menudo, dócil y obediente, y si le decía que me habían puesto en libertad, jamás sospecharía que estaba mintiendo. ¿Por qué iba a sospecharlo, si tenía en mi poder las llaves de marras? Quizá le sometieran a un riguroso interrogatorio (lo cual hizo que me remordiera la conciencia) si se percataban de la ausencia del archivo. Pero dudaba que nadie sospechara ni de lejos que el hermano Lucius encubría a un hereje. Y si éste mantenía la boca cerrada (a fin de cuentas, estaba habituado a guardar silencio), no era probable que descubrieran su fallo.

Así pues, hice la promesa a la que me he referido en relación con el archivo, subrayándola para darle mayor énfasis. A continuación doblé la carta varias veces, hasta que era lo suficiente pequeña para sostenerla en la palma de mi mano. Por último, escribí en ella el nombre de Lothaire.

– Entregad esta carta antes que las otras -dije, señalando el nombre y esperando a que Durand asintiera con la cabeza. Tras recibir esta confirmación, introduje el documento en el escote de su túnica, de forma que cayó entre su pecho y la lana de color verde deslustrado que le cubría-. ¿Conocéis las señas?

– Sí, padre.

– Llevadle la carta enseguida y esperad una respuesta. Preguntadle: ¿sí o no? Luego buscad el medio de hacérmelo saber.

– Sí, padre.

– Quizás halléis un sello en mi mesa. Preferiría que sellarais estas cartas.

Durand asintió de nuevo con la cabeza. No había nada más que añadir, en todo caso mientras pudiera oírnos el carcelero. Nos levantamos simultáneamente, como en respuesta a una silenciosa campana, y el notario ocultó la mayor parte de mi correspondencia (salvo la importante carta a Lothaire Carbonel) entre las páginas de un archivo. Durante unos instantes me observó entre el rebelde mechón que le caía sobre los ojos. Luego dijo «id en paz» en latín.

Respondí en la misma lengua, como si recitara una oración: «Que Dios os bendiga, estimado amigo, y sed prudente». Nos abrazamos rápido pero con fervor. Advertí que exhalaba cierto olor a vino.

Cuando nos separamos, Durand recogió sus libros, plumas y pergamino, y llamó a Pons. No dijimos nada mientras escuchamos el sonido metálico de las llaves en el pasillo; quizá nos embargaba la emoción. Pero antes de que Durand abandonara la habitación, le pregunté:

– ¿Todavía os duele la tripa, hijo mío? Confío en que no os impida seguir trabajando aquí.

Durand se volvió brevemente y me sonrió. No volví a verle.

San Agustín hablaba de la amistad como alguien que la ha conocido en su forma más pura. «Nos enseñábamos unos a otros y aprendíamos unos de otros», escribió de sus amigos. «Cuando alguno de nosotros se ausentaba, le añorábamos profundamente, y cuando regresaba le recibíamos con alegría. Con estos y otros signos, el cariño entre amigos se transmite de un corazón a otro, a través de la expresión facial, de palabras, de miradas y mil gestos amables. Eran como chispas que prendían fuego a nuestras almas, y éstas se fundían en una sola.»

¿Qué gesto puede ser más amable que salvar la vida de un amigo? Ahora sé, demasiado tarde, que Durand fue mi amigo leal. Creo que podríamos haber sido amigos, tal como definió y celebró el término Tulio Cicerón. Pero el afecto leal del notario era tan contenido y discreto, una flor tan modesta y delicada, que casi lo pisoteé. Deslumbrado por la pasión que compartía con Johanna de Caussade, no fui capaz de percatarme, en aquel entonces, del afecto más reservado, frío y sereno de Durand.

Un regalo así constituye uno de los mayores dones de Dios: mayor, según Cicerón, que el fuego y el agua. Atesoro mi recuerdo de la amistad de Durand. Es uno de los más preciados para mí.

Que la gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo le acompañen.


El resto de la jornada transcurrió despacio. Lo pasé durmiendo e inquieto, presa de una agitación del espíritu casi insoportable. Como es lógico recé, pero no logré serenarme. A la hora de vísperas, aproximadamente, alguien deslizó una nota debajo de mi puerta; en ella aparecía escrita la palabra «sí», de puño y letra de Durand. Pero ni siquiera esto consiguió calmar mis temores. Sólo me obligó a emprender un camino que por fuerza me parecía aterrador, desesperado y, probablemente, condenado al fracaso.

No vi a Pierre-Julien. Su ausencia indicaba que seguía ocupado con Alcaya y sus amigas; cuando hubiera obtenido pruebas suficientes para condenarlas, las utilizaría para implicarme a mí. Como podéis imaginar, sentía una angustiosa preocupación por Johanna. ¿Y si al abrir la puerta de su celda comprobaba, ¡Dios misericordioso!, que no podía andar? Recuerdo que, cuando pensé por primera vez en esa posibilidad, salté de la cama estrujándome las manos y empecé a pasearme por la habitación como un lobo enjaulado. Recuerdo que me golpeé las sienes con las palmas de las manos en un frenético intento de borrar esa imagen de mi mente.

No podía pensar esas cosas. Me trastornaban, nublaban mi razón. La desesperación sólo me conduciría al fracaso; si quería triunfar en mi empresa, necesitaba una buena dosis de esperanza. «Es bueno esperar, callando, el socorro de Javé.» Asimismo, necesitaría algo con que atar al carcelero, lo cual hallé entre mis ropas. Le sujetaría las manos con el cinturón y los pies con las medias. Utilizaría el emplasto para amordazarle. Pero ¿cómo podría realizar esos complicados trámites al tiempo que sostenía un cuchillo contra su cuello?

Claro está que si lo mataba, los problemas desaparecerían. Durante unos instantes pensé en esta alternativa, antes de descartarla por ser una monstruosidad. Por otra parte, se me ocurrió que no era necesario que le atara: podía llevármelo conmigo. Podía encerrarlo en el arcón de los archivos de Pierre-Julien, o pedir a Johanna que lo maniatara.

Pons podía hacer de escudo si nos topábamos con la patrulla.

Esos pensamientos ocuparon mi mente durante la larga y solitaria tarde. Cuando las campanas llamaron a completas, recité el oficio lo mejor que pude. Luego me acosté, sabiendo que la señal de maitines, aunque débil, me despertaría, como había hecho durante tantos años. Entre maitines y laudes, me prepararía, pues las puertas de Lazet se abrían al alba, y el oficio de laudes concluía aproximadamente a esa hora. Así pues, tan pronto como sonara la campana de laudes, pondría mi plan en marcha.

Tales eran mis intenciones. Pero no pude conciliar el sueño entre completas y maitines; permanecí acostado en mi camastro, sudando como si hubiera corrido desde Lazet hasta Carcasona (en este caso, se cumplía el proverbio de «con temor y temblor trabajad por vuestra salud»). Enseguida comprendí que no lograría descansar mientras Johanna estuviera en prisión, de modo que me sumergí en la oración hasta que las palabras de los Evangelios empezaron a calmar mi atormentado espíritu. «Yavé es mi luz y mi salud, ¿a quién temer? Yavé es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblar?» Muchos rostros pasaron ante mí esa noche; muchos recuerdos penosos y nostálgicos ocuparon mis pensamientos. Comprendí que mi vida, en cierto sentido, había terminado. Confié en que me aguardaba una vida nueva.

Pedí perdón a santo Domingo. Pedí perdón a Dios Nuestro Señor. Había roto mis votos. Iba a la deriva. Pero pensé que no podía haber obrado de otro modo; el amor me propulsaba como los vientos del cielo. ¿Cómo había terminado así?, me pregunté. Siempre me había considerado un hombre civilizado, moderado, sensato, un hombre propenso a arrebatos de orgullo e ira, sí, pero no dominado por pasiones extremas. ¿Cómo era posible que hubiera abandonado la senda de la razón, mi propia naturaleza?

Al parecer, a través del amor. El amor es tan potente como la muerte, y si un hombre lo sacrifica todo por amor, se condena sin remisión.

Esas reflexiones no iluminaron las tinieblas que me rodeaban. Pero a medida que transcurría la noche, fui perdiendo el temor, me resigné e incluso empecé a impacientarme. Deseaba poner manos a la obra. Deseaba arrojar mis dados y ver cómo caían. Al oír la campana de maitines, recité de nuevo el oficio (en voz baja), omitiendo las acciones que acompañaban a las palabras. Luego, con manos trémulas, comí el pan que me habían traído antes.

¿Qué puedo deciros sobre estos últimos y angustiosos momentos de espera? Oí ratas y los lloros lejanos de un niño. Palpé el cuchillo debajo de la manta. Vi un débil haz de luz que se filtraba debajo de la puerta y a través de la cerradura, arrojado por una lámpara en el pasillo.

Me sentí completamente abandonado.

En ocasiones temí que la noche no terminara nunca. Me pregunté: ¿está cambiando la luz? ¿Está amaneciendo? Deduzco que en cierto momento me quedé dormido, pues tuve la sensación de que Johanna entraba en la habitación, se acostaba a mi lado y me acariciaba la tonsura. Como es natural, pensé «eso es imposible», y me desperté sobresaltado, temiendo no haber oído la campana de laudes. Pero Dios, en su infinita misericordia, me salvó de esa espantosa suerte. Al incorporarme en la cama, con el corazón latiéndome violentamente, oí el amortiguado tañido de una campana y comprendí su significado.

Había llegado el momento. Dios mío, recé, en ti confío: líbrame de los que me persiguen y en tu justicia sálvame.

Me metí un dedo en la boca y vomité en el suelo. Luego volví a acostarme, aferrando el cuchillo contra el pecho, y me tapé con la manta hasta el mentón. Al principio, cuando llamé a Pons, mi voz era un mero gemido; chillé como las ratas que corrían de una esquina a otra de mi habitación. Pero después de carraspear para aclararme la garganta, conseguí expeler más aire de mis pulmones y emití un grito más potente. Más apremiante. Más imperioso.

– ¡Pons! -grité-. ¡Ayúdame, Pons!

No obtuve respuesta, aunque mi grito retumbó como un trueno en el silencio.

– ¡Pons! ¡Me encuentro mal ¡Por favor, ven!

¿Y si me oía la patrulla antes de que lo hiciera Pons? Esta posibilidad no se me había ocurrido hasta ese momento.

– ¡Pons! ¡Pons!

¿Y si se negaba a acudir? ¿Y si yo estaba condenado a permanecer tendido en ese camastro, oliendo el hedor de mis vómitos, hasta que amaneciera o Dios sabe cuándo?

– ¡Ayúdame, Pons! ¡Estoy enfermo!

Por fin oí unas protestas y unos pasos que anunciaban que se acercaba el carcelero. Pero por desgracia los sonidos iban acompañados por una quejumbrosa voz femenina.

Su esposa venía con él.

– ¿Qué ocurre? -rezongó Pons mientras giraba la llave en la cerradura-. ¿Os sentís mal?

No respondí. Al abrirse la puerta vi la silueta de dos figuras recortarse en el pasillo iluminado por la lámpara. Una de ellas, el carcelero, agitó una mano delante de la cara.

– ¡Uf! -exclamó-. ¡Qué peste!

– ¿Ha vomitado?

– ¿Qué ha ocurrido, padre?

Tenso, mascullé unas palabras inaudibles y gemí. El carcelero se acercó.

– ¡Que limpie él mismo esta porquería! -soltó la mujer, tras lo cual su marido le ordenó que cerrara la boca. Pons avanzó con cautela, procurando sortear los vómitos, que no eran discernibles en la penumbra de la habitación. Cuando llegó junto a mi cama, se inclinó y miró mi rostro.

– ¿Estáis indispuesto?

Extendí una mano débil y temblorosa. Emití un ruego con voz susurrante y le toqué en un hombro. Frunciendo el ceño, Pons se agachó y acercó el oído a mis labios.

De pronto sintió la hoja del cuchillo sobre el cuello.

– Dile que acerque una lámpara -le ordené.

Vi los dientes de Pons relucir en la oscuridad. Vi el centelleo de sus ojos.

– ¡Trae una lámpara! -dijo con voz ronca.

– ¿Qué?

– ¡Trae una lámpara, mujer! ¡Ahora!

Mascullando unas imprecaciones, la mujer obedeció y fue en busca de una lámpara. Cuando salió, dije a su esposo, lenta y pausadamente, que cuando regresara le ordenara que cerrara la puerta. Curiosamente, no sentí vergüenza ni repugnancia mientras me hallaba tendido en el camastro, aunque sentí en mi mano el acelerado pulso del carcelero y su aliento cálido en mi mejilla. Sólo era consciente de una gélida ira, de una intensa excitación que me temo que no era la suerte de coraje que nos concede Dios, sino un algo más abyecto y menos virtuoso.

– Si dices una inconveniencia -murmuré-, morirás. Morirás, Pons. ¿Está claro?

El carcelero asintió con la cabeza, casi de forma imperceptible. En cuanto reapareció su esposa le dijo que cerrara la puerta y durante el breve instante en que ésta se volvió de espaldas, me levanté de la cama.

Al ver lo que yo me proponía, la mujer del carcelero contuvo el aliento.

– Si gritas, tu marido morirá -le advertí-. Deja la lámpara en la mesa.

La mujer respondió con un gemido.

– ¡Deja la lámpara en la mesa! -repetí.

– ¡Por todos los santos, suelta la lámpara de una vez! -exclamó mi prisionero-. ¡Apresúrate!

La mujer obedeció.

– Bien. ¿Ves ese cinturón? ¿Y esa media? Están a los pies de la cama -dije, sin quitar ojo a Pons-. Coge la media y átale los pies. Átaselos con fuerza o le cortaré la oreja.

Por supuesto, jamás hubiera hecho semejante cosa. Pero debí emplear un tono convincente, porque la mujer rompió a llorar. La oí buscar en la penumbra los objetos que le había indicado; oí el sonido de la hebilla del cinturón al chocar con algo. Acto seguido la mujer se acercó a mí, sosteniendo mi cinturón de cuero.

Ordené al carcelero que se sentara en el suelo con las manos apoyadas en las rodillas, para que yo pudiera verlas. Observé mientras su esposa le ataba los pies, ordenándole cómo debía hacerlo. Cuando hubo terminado le ordené que le atara las manos a la cama, situada detrás del carcelero, y comprobé la resistencia de ambas ligaduras sin apartar el cuchillo del cuello del carcelero. Por último, le metí el emplasto en la boca.

– Ahora quítale el cinturón -ordené a la mujer. Aunque Pons llevaba poca ropa, se había tomado la molestia de colocarse el cinturón, probablemente porque las llaves estaban sujetas al mismo-. Dame las llaves. No, el cinturón no. Ahora átate los pies con el cinturón. Yo te ataré las manos.

– No hagas daño a mis hijos -sollozó la mujer mientras se ataba los pies con el cinturón de cuero de su esposo.

Le aseguré que no tenía intención alguna de lastimar a sus hijos, a menos que ella se pusiera a gritar. Después de haberle atado las manos a la cama con la otra media, la amordacé con uno de sus calcetines.

– Disculpadme -dije, levantándome por fin para contemplar mi obra a la luz de la lámpara, la cual constituía una inesperada ventaja. Disculpad el hedor. Era inevitable.

Si Pons hubiera podido matarme en aquellos momentos, no habría dudado en hacerlo. Pero tuvo que contentarse con dirigirme una mirada fulminante, imbuida del odio natural de un hombre que ha sido humillado ante su esposa. Yo me acerqué a la puerta, la abrí con sigilo y asomé la cabeza. No vi a nadie. No oí nada. Tras pronunciar una oración en silencio, salí al pasillo y cerré la puerta del cuarto de guardia con llave. «Confiadamente esperé a Yavé, y se inclinó y escuchó mi clamor.» ¡Qué milagrosa había sido mi fuga! ¡Con qué facilidad había cumplido el primer paso!

Pero era consciente de que no tenía motivos para celebrarlo, puesto que ignoraba cuándo cambiaba la guardia en la prisión. Quizás estuviera a punto de producirse el relevo del turno de mañana; quizás hubiera unos guardias en la cocina del carcelero, o se encaminaran en aquel momento hacia allí. Quizás el hermano Lucius no había llegado todavía. Cualquiera de esas circunstancias podía frustrar mi huida.

Por otra parte, Pons y su mujer habían empezado a hacer ruido. Antes o después conseguirían quitarse las mordazas o soltar las ligaduras que les sujetaban; antes o después alguien los oiría. Yo sabía que el tiempo apremiaba. No obstante, debía proceder con la máxima cautela, bajar despacio la escalera, conteniendo el aliento y aguzando el oído para oír los pasos de los familiares. Por desgracia, uno de los presos en el murus largus debía de estar enfermo; la resonancia de sus lamentos y los insultos que le dedicaban los prisioneros cuyo sueño había perturbado me impedían distinguir los amortiguados pasos de unos guardias. Pero cuando bajé al pasillo del ala sur comprobé que estaba desierto, aunque resonaban unos gemidos, ronquidos e imprecaciones tan siniestros y sobrenaturales, que parecían proceder de unos espíritus (debido al hecho de que las personas encargadas de vigilarlos estaban encerradas arriba). Supuse que ese clamor ocultaba mis cautelosos pasos.

Así pues, tras identificar la celda que deduje que ocupaba Johanna y sus compañeras, me acerqué y pronuncié su nombre sin temor a que una distante patrulla me oyera.

– ¿Johanna? -pregunté, mirando nervioso a un lado y otro del pasillo-. ¡Johanna!

– ¡Ber… Bernard! -respondió Johanna con voz débil e incrédula.

Cuando me disponía a pronunciar de nuevo su nombre, oí unas risas sofocadas y me contuve. Al aguzar el oído, reconocí el sonido metálico de unas cotas de malla y las pisadas de unas recias botas. Pero ¿de dónde provenían?

Deduje que de la escalera. Una patrulla del piso situado debajo de donde me encontraba yo.

Por fortuna la prisión ocupa una de las torres de defensa de Lazet, pues todas las torres de la ciudad están dotadas de escaleras circulares. Así pues, pude retroceder sobre mis pasos sin que me vieran los guardias situados en el piso inferior, ni me oyeran, gracias a los gemidos del prisionero que estaba enfermo. Al llegar a la cima de la escalera me detuve, consciente de que el cuarto de guardia y sus ocupantes se hallaban a cuatro pasos de donde estaba yo, de modo que seguí mentalmente el itinerario de los dos familiares armados y rogué a Dios que no se apartaran de él.

Por lo general, patrullaban el piso superior. Por lo general, éste no albergaba a prisioneros. Pero si Pons había cambiado la guardia, yo corría un grave peligro.

– Señor, atiéndeme, escucha mi súplica -imploré-. Haz que los malvados caigan en sus propias trampas para que yo pueda escapar.

Podéis imaginar mi alegría y gratitud cuando las retumbantes pisadas, el sonido metálico de las armaduras y los estentóreos comentarios de los guardias empezaron a disiparse. De pronto se oyeron unos golpes violentos y una orden emitida con tono aún más violento: «¡Deja de quejarte o te cortaré la lengua!». Tras lo cual se produjo un silencio sepulcral que indicaba que la airada orden iba dirigida al prisionero indispuesto.

Esperé a que los guardias se alejaran, sabiendo que tenían que patrullar todo el murus largus antes de regresar al murus strictus situado en el piso inferior. Si me daba prisa, podría conducir a mi banda de fugitivas escaleras abajo antes de que apareciera la patrulla. Pero debía apresurarme.

Y proceder con gran sigilo.

Al llegar de nuevo a la celda de Johanna, no anuncié mi presencia. Simplemente descorrí el cerrojo, torciendo el gesto con cada crujido y ruido sospechoso que se producía, la abrí y me reuní con mi amada. Vi a Johanna de pie ante mí, ¡a Dios gracias sana y salva! La habría abrazado si no hubieran sido nuestras circunstancias tan arriesgadas. Observé en la penumbra que estaba demacrada; tenía el pelo alborotado y su belleza había mermado. Pero pese a las manchas rojas de su piel y a su ceño arrugado, la amaba con profunda ternura.

– Apresuraos -murmuré, escudriñando la oscuridad de la celda. Aunque había sido construida para albergar tan sólo a una persona, estaba tan atestada como el resto del edificio-. Venid, Babilonia, Alcaya. -Entonces distinguí a una cuarta figura-. ¿Vitalia?

– La trajeron del hospital -dijo Johanna con voz entrecortada-. A Alcaya le quemaron los pies.

Johanna se detuvo y su hija prorrumpió en sonoros sollozos.

– ¡No hagáis ruido!

Durante unos momentos no supe qué hacer. Un cúmulo de pensamientos se agolpaban en mi mente y chocaban unos con otros. Sólo disponíamos de cuatro caballos, pero Vitalia estaba en su lecho de muerte. Alcaya no podía andar, pero si no había perdido el uso de sus manos podía cabalgar. ¿Y si la transportaba yo en brazos? ¿Y si entregaba mi lámpara y mi cuchillo a Johanna? Pero ¿y los guardias? Los presos más cercanos habían empezado a hacer preguntas y no tardarían en suplicarme que les dejara en libertad.

Después de mirar a las demás, contemplé a Alcaya. Tenía mal aspecto; su rostro húmedo relucía a la luz de la lámpara. Pero su mirada era lúcida y su sufrimiento sereno.

– Alcaya -dije, extendiendo una mano. Pero ella negó con la cabeza.

– Marchaos -respondió con suavidad-. No puedo abandonar a mi hermana.

– No hay tiempo para discutir…

– Lo sé. Acércate, hija mía. Tesoro mío.

Entonces presencié el milagro más grande. Pues cuando Alcaya abrazó a Babilonia y le susurró unas palabras al oído, la joven dejó de llorar. Escuchó con atención mientras Alcaya pronunciaba una suerte de frases proféticas, inaudibles para el resto de nosotros, que infundieron a Babilonia una extraordinaria calma. Estoy convencido de que fue Dios, que en aquellos momentos obraba por mediación de Alcaya, quien aplacó a los demonios que habitaban en el alma de Babilonia. Su cuerpo tenso se relajó y dejó que Alcaya la besara sin resistirse, tras lo cual se incorporó, no sin esfuerzo pero dócilmente, y se situó junto a su madre.

De improviso se me ocurrió que no había tenido en cuenta a Babilonia. ¿Y si su demonio le provocaba un incomprensible arrebato de furia mientras nos fugábamos?

Otro motivo para apresurarnos.

– ¡Vamos! -exhorté a Johanna-. ¡Debemos partir de inmediato! ¡Antes de que regresen los guardias!

– Que Dios os bendiga -dijo Alcaya con cariño.

Esa fue su despedida, pues yo no estaba dispuesto a admitir más demoras. Conduje a Johanna y a su hija fuera de la pequeña, ruidosa y tenebrosa habitación y les ordené que bajaran rápidamente la escalera. Mientras se apresuraban a obedecerme, cerré la puerta de la celda con el cerrojo, confiando en que los guardias tardaran en descubrir nuestra fuga. Al cabo de unos instantes bajé la escalera, pisando el borde de la falda de Babilonia, hacia el murus strictus.

Al llegar abajo, me coloqué delante de mis compañeras y, sin mediar palabra, las conduje hacia la puerta que era el motivo de todas mis angustias y temores. ¿Estaría abierta? ¿Habría llegado el hermano Lucius? ¿Nos toparíamos con el guardia del Santo Oficio cuando se dirigiera hacia la cocina situada en el piso superior?

En tal caso, pensé, tendré que matarle. Y empuñé el cuchillo, dispuesto a atacarlo.

Pero tuvimos suerte. La puerta estaba abierta; no había ningún guardia esperando en la antesala en la que yo había pasado tantas largas jornadas, persiguiendo la morbilidad herética. Pero percibí un olor extraño. Un olor a humo.

– Esperad -dije, alarmado ante esta inesperada novedad. Al avanzar hacia la escalera me alarmé aún más al comprobar que el olor era más intenso.

Me volví hacia mi amada y susurré: -Esperad aquí. Si ocurre un imprevisto, huid por esa puerta. Da a la calle. Quizás halléis un lugar donde refugiaros.

– ¿Ocurre…? ¿Y tú?

– Quiero asegurarme de que tenemos el camino libre -respondí-. En tal caso, regresaré de inmediato. Observa y reza.

No tuve más remedio que llevarme la lámpara. Sin ella no habría podido abrirme camino hasta la puerta de los establos ni retirado la barra de la puerta apresuradamente. Os aseguro que entré al establo con el cuchillo en ristre, pero al llegar al fondo de la escalera y percatarme de que el olor a humo era menos pronunciado, deduje que no me toparía con obstáculo alguno.

Y no me equivoqué. Nadie me atacó cuando irrumpí en el apestoso sótano; a la tenue luz de mi lámpara, no vi ninguna sombra huidiza ni observé el resplandor de armas, antorchas ni brasas. Satisfecho, di media vuelta. Subí la escalera convencido de que el hermano Lucius habría encendido el brasero en el scriptorium, pues el olor a humo se intensificaba con cada paso que daba.

Lo cual me extrañó, porque normalmente el brasero sólo se utilizaba después de Navidad.

– Tenemos el camino libre -informé a Johanna-. Toma esta lámpara y baja. Hallarás una puerta grande de doble hoja que da a la calle; nuestros caballos aguardan frente a esa puerta.

– ¿Y tú? -preguntó-. ¿Qué vas a hacer?

– Debo ir en busca de un archivo. En pago por los caballos.

– Podemos esperarte…

– No. Apresuraos.

Johanna tomó la lámpara. Su ausencia suponía una desventaja para mí, pues el camino que conducía al scriptorium no estaba iluminado; mientras mis compañeras bajaban rápido, tuve que subir a tientas hasta que un leve resplandor me indicó que casi había alcanzado la cima de la escalera. Es posible que la preocupación que me infundía la peligrosa escalada (pues la escalera era muy empinada y angosta) me distrajera y no percibiera los sonidos naturales que emanaban del scriptorium. Sea como fuere, cuando llegué a mi destino y alcé la vista de mis botas, durante unos instantes me quedé paralizado debido al estupor.

Pues vi ante mí al hermano Lucius prendiendo fuego a su mesa de trabajo.

A partir de entonces los acontecimientos se precipitaron. Pero antes de relatarlos, deseo describiros la escena que contemplé cuando me detuve en el umbral, estupefacto. Los dos arcones de los archivos estaban abiertos y su contenido diseminado por el suelo. Al igual que un gran número de hojas de pergamino. Las llamas brotaban de los arcones, que parecían dos piras, y algunos de los documentos diseminados por el suelo también ardían: concretamente, los que se hallaban más alejados de donde estaba yo.

El hermano Lucius, de espaldas a mí, vertía el aceite de las lámparas sobre el suelo sembrado de papeles. En una mano sostenía una antorcha. Era evidente que se proponía inundar el scriptorium de aceite inflamable antes de batirse en retirada escaleras abajo. Pero no tuvo oportunidad de llevar a cabo su plan.

Pues cuando salí de mi estupor y grité, el hermano Lucius se volvió sorprendido. De pronto se convirtió en una tea encendida, pues su hábito había prendido fuego y ardía con furia.

He tenido muchas semanas para reconstruir mentalmente la causa de esta tragedia. Los detalles están grabados, a fuego, en mi memoria. Recuerdo que, al volverse el hermano Lucius, el aceite de lámpara se derramó sobre su persona, al caer del recipiente que sostenía en la mano derecha, Al misino tiempo, el hermano Lucius dejó caer la antorcha, la cual debió de rozar el tejido manchado de aceite de su hábito.

Sus gritos todavía resuenan en mi corazón.

Que dios me perdone, pero no supe qué hacer; retrocedí al tiempo que el hermano Lucius avanzaba hacia mí, pues temí tocarlo. Retrocedí escaleras abajo, solté el cuchillo que sostenía y traté con torpeza de quitarme la capa. Cuando el hermano Lucius se precipitó hacia mí, con el cabello en llamas, me aparté a un lado sin siquiera darme cuenta.

El hermano Lucius cayó rodando y quedó tendido a mitad de la escalera. Arrojé mi capa sobre él en el preciso momento en que apareció Johanna, jadeando y con los ojos desorbitados.

– ¡Detente! -grité, aunque Johanna no corría peligro de abrasarse. Mi capa era muy pesada y tan eficaz como un apagavelas. Empecé a golpear con ambas manos el cuerpo que yacía debajo de mi capa.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Johanna.

– Ten -respondí entregándole las llaves del carcelero. Permitid que haga un inciso para explicaros la disposición de las llaves: colgaban de un aro de cuero, que Pons había lucido suspendido de su cinturón. Desde que yo se las había arrebatado, había llevado el aro de cuero suspendido del dedo del corazón de una mano. Entonces di gracias a Dios por haber cargado con aquel objeto tan pesado, ruidoso y engorroso-. ¡Cierra con llave la puerta que comunica con la prisión! -dije, tosiendo y asfixiándome debido al hediondo olor a humo.

– ¿Con qué llave?

– No lo sé. Pruébalas todas. ¡Apresúrate! -Sospechaba que los gritos del hermano Lucius habían resonado en todo el edificio y deseaba cerrar el Santo Oficio a cal y canto contra cualquier intruso. Pero ¿qué podía hacer con el maltrecho hermano Lucius? Con los huesos rotos debido a la caída y abrasado por el fuego, necesitaba que le atendieran de inmediato. Cuando Johanna corrió a cerrar la puerta, me volví hacia él, vacilando.

No me atrevía a retirar mi capa de su humeante cabeza.

– Dios misericordioso. -No tengo palabras para describir su aspecto cuando por fin lo hice. Pero no intentaré describirlo; sin duda habéis visto a numerosos herejes abrasarse en la hoguera.

Los ojos se me inundaron de lágrimas.

– ¡Dios misericordioso! -blasfemé-. Lucius, pero ¿qué pretendíais…? ¿Qué puedo hacer? Es imposible… no puedo…

– Padre. -Os juro que cuando el hermano Lucius habló, no di crédito a mis oídos. Creí que había hablado otra persona. Dios sabe de dónde sacó fuerzas para articular unas palabras-. Padre… Padre Bernard…

El humo era casi sofocante. Lloré de desesperación, ¿pues cómo iba a abandonarlo? Por otra parte, ¿cómo iba a quedarme allí?

– Deseo confesarme -dijo el hermano Lucius con un hilo de voz-. Me muero, padre, escuchad mi confesión.

– Ahora no. -Traté de levantarlo, pero gritó de dolor y volví a depositarlo en el suelo-. Debemos marcharnos… el fuego…

– Yo maté a Raymond Donatus -musitó el hermano Lucius con voz ronca y desgarradora-. Absolvedme, padre, pues me arrepiento de mis pecados.

– ¿Qué? -De nuevo, estaba convencido de no haber oído bien-. ¿Qué habéis dicho?

– Yo maté a Raymond Donatus. He prendido fuego a los archivos del Santo Oficio. Muero en pecado…

– Bernard -dijo Johanna-. Ya he cerrado la puerta con llave. No ha aparecido nadie, pero…

– ¡Calla! -Aunque en aquel momento me hubiera amenazado una legión de familiares, no me habría movido de allí. Nada importaba salvo la confesión del hermano Lucius (tal es la inquisitiva naturaleza de quienes estamos habituados a indagar los secretos del alma) -. ¿Es eso cierto, hermano? ¡Contestad, Lucius!

– Mis ojos… -se quejó.

– ¿Cómo lo matasteis? ¿Por qué motivo?

– Bernard…

– ¡Calla! ¡Espera! ¡Debo oír su confesión!

Y el hermano Lucius confesó. Pero puesto que lo hizo torpemente, con numerosas interjecciones, repeticiones y súplicas de perdón (luego llené las lagunas en su relato con mis suposiciones y conjeturas), no la referiré palabra por palabra. En lugar de ello, la resumiré lo mejor que pueda, sacrificando la dramática excitación de la reconstrucción en aras de la precisión y la claridad.

He aquí su triste relato.

El hermano Lucius era hijo ilegítimo de una mujer que se había quedado ciega. Pobre y sin amigos, habría subsistido de la fría caridad de un lugar donde reparten limosnas o un hospital, de no ser por los estipendios que percibía su hijo del Santo Oficio. El hermano Lucius entregaba sus estipendios, con la aprobación de sus superiores, a una mujer que alojaba y atendía a su madre como si fuera parienta suya. Ambas mujeres habían vivido juntas y felices durante muchos años.

Pero el hermano Lucius había empezado a tener problemas con la vista. Reconoció los síntomas y comprendió adonde conducirían. Y aunque un canónigo ciego puede vivir el resto de su vida al cuidado de sus hermanos, ¿qué puede hacer una mujer cuya única amiga no puede darle de comer sin una ayuda pecuniaria?

Lucius no soportaba la perspectiva de condenar a su madre a la sucia y miserable existencia que tantos indigentes incapacitados están obligados a vivir, suponiendo que logren sobrevivir. Era una mujer de carácter orgulloso y despectivo, por lo que resultaba difícil de complacer; por lo demás, conocía cada escalón, cada rincón, cada agujero de la casa en la que vivía dichosa. Era su hogar, por el que se movía sin mayores dificultades. A su avanzada edad, jamás se aclimataría a otro hogar como se había aclimatado a éste.

Por consiguiente, el hermano Lucius fue a hablar con el limosnero de Saint Polycarpe para pedirle ayuda. Pero no consiguió nada. La suma de las limosnas ofrecidas por los fieles, una suma habitual que rara vez aumentaba, no era suficiente.

– El capítulo tiene muchas personas que dependen de él – informó el limosnero al hermano Lucius-.Tienen que aceptar lo que se les da.

Confundido por los obstáculos terrenales, el escriba recurrió a la oración. Se dedicó a la contemplación del sufrimiento inefable de Cristo. Se lanzó a la búsqueda del amor de Dios. Ayunó, renunció a dormir y castigó su cuerpo. Pero fue en vano; su vista seguía deteriorándose.

Entonces, con la llegada de Pierre-Julien, se le ofreció una alternativa, desesperada, pero el hermano Lucius era un hombre desesperado.

Mientras copiaba las deposiciones, averiguó a través del curioso pero preciso sistema que utilizaba Pierre-Julien en sus interrogatorios, que uno podía invocar a demonios y obligarles a hacer lo que les ordenara si realizaba ciertos ritos. Averiguó que al desmembrar a un ser humano, y dejar el cadáver en una encrucijada, uno tenía la relativa esperanza de obtener lo que deseaba. Averiguó, en suma, que el mal podía redundar en un bien.

A mi modo de ver, el hermano Lucius no estaba en su sano juicio cuando recurrió a una solución tan extrema. Hablaba continuamente de «entumecimiento», «voces» y «un profundo cansancio». Cuando uno se siente muy debilitado la seducción del diablo le parece irresistible, y el hermano Lucius estaba muy débil debido a las penitencias y los castigos que se había infligido. No obstante, había tenido la energía suficiente para decapitar a Raymond con un hacha.

Lo había hecho en los establos, utilizando un hacha que empleaban para partir leña para el Santo Oficio. Se había derramado mucha sangre, pero buena parte de ella había caído en el abrevadero de los caballos, pues Lucius había tenido la precaución de apoyar el cuello de Raymond en el borde de dicho abrevadero. A continuación había transferido la sangre de Raymond a los barriles de salmuera, con un cucharón que había sustraído de la cocina del carcelero.

– Yo sabía que… nadie lo vería -dijo el canónigo con voz entrecortada-. Estaba muy oscuro. Húmedo. Y los puercos… todo estaba lleno de sangre…

– Pero ¿estaba Raymond vivo cuando le cortasteis la cabeza?

– Tenía que estar.

– De modo que lo llevasteis a los establos y le convencisteis para que apoyara el cuello en el abrevadero de los caballos…

– No.

Al parecer, la elección de la víctima del hermano Lucius había estado dictada única y exclusivamente por una circunstancia: el hecho de que cuando llegaba al Santo Oficio, con frecuencia se encontraba a Raymond durmiendo la borrachera. Por lo visto el notario tenía la costumbre de pasar toda la noche acostado sobre un montón de capas viejas en el scriptorium, después de despedirse de su última conquista. A menudo el hermano Lucius tenía que zarandearlo, propinarle un bofetón o arrojarle un cubo de agua para despertarlo.

Según averigüé, Raymond había muerto sin recobrar el conocimiento, una mañana, cuando el hermano Lucius, al hallarlo en su acostumbrado estado de embriaguez, le había arrastrado hasta los establos y le había cortado la cabeza con el hacha. El canónigo había realizado este trámite desnudo, por temor a mancharse el hábito. Después de desmembrar el cadáver, y depositarlo en los barriles de salmuera, Lucius se había lavado concienzudamente, y también había lavado sus herramientas, antes de regresar al trabajo. Se había propuesto transportar los restos de Raymond a la gruta de Galamus, situada en medio de una encrucijada.

– Tres viajes -balbució-. Envueltos en sus capas… Utilicé las bolsas de los archivos.

¡Las bolsas de los archivos!

Por supuesto, yo sabía a qué se refería. Cada vez que Lucius copiaba una deposición destinada a la biblioteca del obispo, o llevaba a encuadernar unos folios, o iba a recoger unos expedientes encuadernados, transportaba esos objetos en una o dos bolsas de cuero destinadas a tal fin. Con frecuencia salía del Santo Oficio portando una bolsa bajo el brazo. A nadie le habría chocado verle ausentarse brevemente, cargado con dos voluminosas bolsas de cuero, del Santo Oficio, ni siquiera el día en que había desaparecido Raymond.

Pero deshacerse del cadáver de Raymond requería tres visitas a la gruta, y tres viajes el mismo día habrían llamado la atención. Por tanto, Lucius había tenido que esperar un día entero para realizar uno de sus viajes antes del amanecer, con el fin de que nadie lo viera. (El otro viaje clandestino lo había hecho por la tarde, antes de que vaciaran la gruta.) Quizá, dijo Lucius, ese lapso de un día había dado al traste con los ritos. O quizá debió matar a Raymond en una encrucijada. Sea cual fuere la causa, ningún demonio se había manifestado ante el hermano Lucius.

Lucius no sabía qué hacer. Las personas con las que trataba no tenían costumbre de emborracharse hasta perder el sentido y exponerse a ser atacadas en lugares recónditos. Pero Lucius disponía de una última baza. Conocía a un oficial, cuyo nombre omitiré, que en cierta ocasión había ofrecido a Raymond una gran cantidad de dinero a cambio de que quemara los archivos del Santo Oficio. Raymond se ufanaba de haberse negado a satisfacer los deseos de ese hombre y, sin nombrar al culpable, había revelado al hermano Lucius que iba a denunciar el asunto al padre Jacques.

Pero no había llegado a denunciarlo, o, si lo había hecho, nadie había investigado el caso. Cuando el notario se quejaba de sus gastos, solía bromear sobre la posibilidad de «prender fuego a los archivos». La broma era conocida por todos en el Santo Oficio, pero un día a Raymond se le escapó el nombre del oficial en cuestión.

Armado con ese nombre, el hermano Lucius fue a ofrecerle sus servicios.

– En caso de perder la vista -musitó Lucius-, al menos mi madre… habría tenido un dinero…

– Lo comprendo.

– ¡Escucha, Bernard! -Johanna me tiró de una manga sin dejar de toser-. ¡Oigo pasos junto a la puerta! ¡Han llamado a la puerta! ¡Debemos irnos, Bernard!

Yo sabía que tenía razón. También sabía que, si no nos llevábamos al hermano Lucius, perecería a causa del humo y las llamas antes de que alguien consiguiera derribar la puerta y auxiliarle.

Pero será una muerta rápida, pensé. Más rápida que la que le aguarda si se salva de las llamas. Pues nadie que hubiera padecido las atroces heridas que había padecido él podía sobrevivir mucho tiempo.

De modo que le abandoné allí. ¡Dios me perdone! Le abandoné porque el tiempo apremiaba, porque me asfixiaba y porque, en mi fuero interno, creía que el hermano Lucius merecía ese castigo. Le abandoné porque estaba asustado y furioso, y porque no tuve tiempo de reflexionar.

Debía tomar una decisión. Y la tomé. Pero he sufrido las consecuencias. Cada día padezco tales remordimientos de conciencia, que tengo el rostro hinchado de llorar y sobre mis párpados gravita la sombra de la muerte. Estoy lleno de amargura, no porque abandoné al hermano Lucius, sino porque le abandoné sin administrarle la absolución. Él me pidió la absolución, a cambio de su arrepentimiento, pero yo no se la di. Dejé que muriera solo. Dejé que se enfrentara solo a Dios. «Líbrame de la sangre, ¡oh Dios!, Dios de mi salvación, y cantará mi lengua tu justicia.» Suplico a Dios que aparte de mí este amargo cáliz, lleno de hiel. Confieso mis faltas, y tengo siempre presente mi pecado.

Ya entonces lo tenía presente, cuando bajé rápido la escalera que conducía a los establos. Recuerdo que pensé «que Dios perdone mi pecado», mientras retiré la barra de la inmensa puerta que había permanecido cerrada durante mucho tiempo. Luego, al encontrarme con Lothaire Carbonel, me olvidé de Lucius. Carbonel me exigió que le entregara el archivo, pero yo no lo tenía.

– ¡El archivo! -exclamó. Apenas distinguí su rostro en la penumbra; su aliento formaba unas nubes blancas de valor-. ¿Dónde está el archivo?

– Se ha quemado.

– ¿Qué?

– Se ha quemado. Se han quemado todos los archivos. Fijaos. Alzad la vista.

Al mirar hacia arriba vimos brotar de la ventana superior del Santo Oficio densas nubes de humo y unas lluvias de chispas. Dentro de unos momentos toda la planta ardería y se desplomaría sobre las estancias inferiores.

– Sólo necesitamos tres caballos -dije boqueando y montándome en el primer caballo con dificultad, pues seguía tosiendo como un poseso-. El cuarto puede quedarse.

Pero Lothaire no respondió. Contemplaba como paralizado aquella conflagración que él, y sin duda muchos otros, había deseado tantas veces presenciar. De modo que le dejé, del mismo modo que había dejado al hermano Lucius. Partí a paso rápido pero no a galope hacia las puertas de la ciudad. Huí en el preciso momento en que los primeros y sofocados gritos de alarma sonaron en mis oídos.

Era la mañana de la festividad del día de difuntos. Esa mañana, me llevé a Johanna de Caussade y a su hija, y huí de Lazet antes de que repararan en mi ausencia.

No puedo deciros más. Mi historia concluye aquí. Si continuara, pondría en peligro las vidas de muchas personas.

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