En vista de que el padre Augustin no regresaba tal como esperábamos, yo, como es natural, me sentí un tanto preocupado. Después de consultar con el prior Hugues, envié a un par de familiares armados a Casseras con una carta para el padre Paul de Miramonte. Quizá los familiares se cruzaron con el padre Paul en algún lugar cercano a Crieux, pues éste llegó a Lazet poco antes de vísperas. Por consiguiente, no asistí a ese oficio; es más, también estuve ausente durante completas, ocupado en la ingrata tarea de informar tanto al obispo como al senescal de que los restos del padre Augustin se habían convertido en pasto de las aves del cielo.
«Los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen vivirán.» En aquellos momentos creí, y sigo creyéndolo, que el padre Augustin está destinado a gozar de la vida eterna. Para él, la muerte constituye el portal del paraíso. ¡Con qué alegría debió de abandonar su alma aquel cuerpo mortal frágil y enfermo! Recuerdo las palabras de su tocayo: «Dios es alabado allí y aquí, pero aquí por quienes están llenos de angustiosas zozobras, allí por quienes carecen de zozobras; aquí por aquellos cuyo destino es morir, allí por aquellos que viven eternamente; aquí con esperanza, allí habiéndose cumplido esa esperanza; aquí de camino, allí en nuestra patria». Sé que el padre Augustin hallará la gloria eterna en esa ciudad que no ha menester de sol ni de luna que la iluminen, porque la gloria de Dios la ilumina, y su lumbrera es el Cordero. Sé que camina ataviado de blanco entre quienes no han mancillado sus vestiduras. Sé que murió como testigo de la fe y, por tanto, tiene garantizada la salvación.
Con todo, no hallé consuelo en ese pensamiento. Me atormentaba una imagen de la carnicería que no me daba tregua y me infundía un temor que yo me afanaba en ocultar. Como un león en escondrijo, este temor se me echó encima despacio, paso a paso, al tiempo que mi conmoción desaparecía debido al ajetreo causado por el anuncio del padre Paul. Fue el senescal, Roger Descalquencs, quien expresó mi temor durante nuestra conversación inicial sobre el asesinato.
– ¿ Decís que no se hallaron las ropas? -preguntó al sacerdote de Casseras.
– Así es -respondió el padre Paul.
– ¿Ni rastro de las mismas? ¿Ni unos jirones? ¿Nada?
– Nada en absoluto.
Roger reflexionó unos momentos. Estábamos sentados en el gran salón del Castillo Condal, que siempre había sido un lugar caótico, atestado de humo, perros y sargentos descansando, pegajosos caballetes, armas diseminadas por doquier y hedor a comida pasada. De vez en cuando, uno de los hijos pequeños del senescal entraba precipitadamente, daba una vuelta por la habitación y volvía a salir.
Cada vez que eso ocurría, teníamos que alzar la voz para hacernos oír sobre los estentóreos gritos emitidos por el niño, semejantes a los chillidos de un puerco al ser degollado. De esta forma, el asesinato del padre Augustin se hizo de dominio público, pues muchos sargentos de la guarnición oyeron la noticia y se apresuraron a difundirla. Muchos incluso participaron en nuestra conversación, ofreciéndonos sus opiniones sin que nosotros se las pidiéramos.
– Sin duda fueron unos ladrones -dijo uno.
– Unos ladrones les habrían robado los caballos y la ropa -respondió Roger-, pero ¿por qué iban a perder el tiempo cortándoles las piernas y los brazos?
Esa era, a mi entender, la pregunta clave. Meditamos unos momentos sobre ella, hasta que Roger habló de nuevo.
– Las víctimas iban montadas -dijo lentamente-. Cuatro eran mercenarios, ¿no es así, padre?
– Sí.
– Cuatro eran unos mercenarios adiestrados. Reducir a unos soldados profesionales armados… A mi modo de ver, ninguna andrajosa banda de campesinos hambrientos habría sido capaz de conseguirlo.
– ¿Ni siquiera con flechas? -inquirió uno de los sargentos.
Roger frunció el ceño y negó con la cabeza. Al revisar este texto, observo que no he ofrecido una effictio del senescal, ni siquiera una somera descripción de su vida, aunque es un personaje muy importante en mi relato. En aquel entonces llevaba doce años sirviendo al rey de forma vigorosa, juiciosa, acaso un tanto rapaz, pero sólo en beneficio del rey; su estilo de vida no se caracteriza por una excesiva afición a los bienes materiales. Es un hombre de mi edad, con experiencia en campañas militares y un cuerpo fornido y musculoso, que conserva bastante más pelo que yo (es uno de los hombres más hirsutos que conozco), casado en tres ocasiones, pues sus dos primeras esposas murieron de parto. No obstante, ha tenido siete hijos, la mayor de los cuales está casada con el sobrino del conde de Foix.
Debajo de su talante enérgico y un tanto tosco, Roger Descalquencs consigue ocultar la profundidad y sutileza de su inteligencia. Le gusta criar perros y cazar jabalíes; es analfabeto, a menudo taciturno, ignorante en numerosos puntos fundamentales de la doctrina católica, no siente el menor interés por la historia o la filosofía, ningún deseo de ampliar sus conocimientos geográficos ni una devota preocupación por la salvación de su alma. El aspecto que presenta, con su atuendo de lana y cuero lleno de manchas, es más parecido al de un mozo de cuadra que al de un funcionario del rey. He leído que Aristóteles, en una carta al rey Alejandro, aconsejó en cierta ocasión a éste que eligiera a un consejero «avezado en las siete artes liberales, instruido en los siete principios y que dominara las siete disciplinas de un caballero. Esto es lo que considero nobleza auténtica». Si lo juzgamos por ese patrón, Roger no posee ninguna nobleza.
Con todo, es un hombre de profunda perspicacia política, poseedor de una mente bien organizada, clara y lógica. Lo demostró al analizar juiciosamente las pruebas obtenidas hasta el momento.
– Para atacar a unos mercenarios montados y armados, es preciso que uno esté en parecidas condiciones -señaló-, a menos que vaya acompañado por muchos hombres, como sin duda ocurrió en este caso. La mayoría de ladrones no tienen dinero para comprar armas y caballos, a no ser que vivan de una lucrativa ruta de peregrinación. He oído decir que en el camino de Compostela abundan los bandoleros, pero en los alrededores de Casseras no hay, al menos que yo sepa.
– ¿Así que dudáis que sea obra de unos ladrones corrientes y vulgares? -pregunté.
– ¿Quién sabe? -respondió Roger extendiendo las manos.
– Pero ¿no creéis que unos ladrones perderían demasiado tiempo desmembrando unos cadáveres?
– En efecto. También me extraña que supieran dónde situar su emboscada. A mi modo de ver, este ataque no fue un encuentro fortuito. ¿Es lógico que unos bandoleros armados pululen por ese erial? Es el lugar idóneo para una emboscada, pero ¿a quién pretenderían robar aquí? Alguien debió de hablar a los asesinos sobre el padre Augustin.
Ya me he referido, en estas páginas, a lo imposible que es adivinar los pensamientos de otra persona. Como escribió el propio san Agustín: «Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos por las operaciones de sus miembros, pueden ser oídos; pero ¿quién puede penetrar en los pensamientos de otro, ver en el interior de su corazón?». No obstante, creo que mis cálculos se asemejaban a los de Roger, pues cuando hablé, él asintió con la cabeza, como hacemos al ver a alguien que conocemos.
– Las visitas del padre Augustin no eran regulares, ni las anunciaba públicamente -dije-. Nadie estaba enterado de ellas a menos que esa persona viera al padre Augustin en el camino.
– O viviera en Casseras.
– O hubiera sido informado por algún empleado de las caballerizas del obispo -dije para terminar-. La noche antes de que partiera el padre Augustin siempre comunicábamos a las caballerizas del obispo su partida.
– Nadie en Casseras sería capaz de cometer semejante atrocidad -insistió el padre Paul con vehemencia-. ¡A nadie se le habría ocurrido siquiera!
Pero lamento decir que sus comentarios no fueron tenidos en cuenta.
– Os diré lo que me choca -dijo el senescal dándose unos golpecitos en la barbilla con un dedo mientras contemplaba el infinito-. Matar a alguien a hachazos es un acto que denota una profunda rabia. Sólo lo cometería alguien que odiara a esa persona. De modo que si fue obra de unos ladrones, debieron hacerlo porque odiaban al inquisidor. Y si no fueron unos ladrones, ¿por qué les arrebataron la ropa?
– Debieron de desnudar a los cadáveres antes de despedazarlos -dije-. Más tiempo perdido.
– Exactamente.
– Un asesino a sueldo quizá se hubiera quedado con las ropas -me aventuré a decir-. Si otra persona le suministró el caballo y las armas, significa que ese sujeto es lo suficientemente pobre como para quedarse con unas ropas hechas jirones y empapadas en sangre, para lavarlas y remendarlas.
Roger gruñó. Luego extendió las piernas y se pasó las manos por el espeso cabello canoso varias veces, como si estuviera cardando lana.
– Si se tratara de ciertos hombres, sería fácil hallar a un enemigo que les odiara hasta el extremo de despedazarlos -observó-. Tratándose de un inquisidor, medio mundo estaría dispuesto a hervirlo vivo. Si yo fuera vos, padre Bernard, a partir de ahora me andaría con mucha cautela. El hecho de que despedazaran también a los guardias quizá signifique que quienquiera que lo hizo odia a toda la Inquisición, no sólo al padre Augustin.
Al oír ese tranquilizador comentario, ¿a quién puede extrañarle que esa noche yo no lograra pegar ojo? De todos modos no tenía intención de dormir, pues como es natural celebramos una vigilia por el alma del padre Augustin. Pero ya sabéis lo que ocurre con las vigilias (y los maitines): por más que te propongas cumplir con tu deber, en ocasiones te vence el sueño de madrugada. Pero esa noche lo que me mantuvo desvelado fue la contemplación de la muerte del padre Augustin, tan cruel e inesperada, y tan próxima a mi propia vida. Confieso que más que congoja sentí temor, e indignación, e incluso (que Dios perdone mi irreverencia) lástima de mí mismo, pues la muerte de mi superior había dejado en mis manos la ardua tarea de llevar a cabo varias inquisiciones. Qué vanidosos somos los hombres, aunque nuestros días no son sino unas sombras fugaces. Cómo nos aferramos a las cuestiones materiales, incluso a la sombra de ese misterio que constituye la muerte. Así, en lugar de ofrecer mis oraciones por el alma del fallecido, me puse a analizar los acontecimientos de la jornada, que había sido muy ajetreada: el senescal había ido a Casseras para recoger los cadáveres y examinar el lugar donde se habían cometidos los asesinatos. El prior Hugues había escrito al superior general, informándole del odioso crimen; el obispo había escrito al inquisidor de Francia, solicitando un sticesor del padre Augustin. ¿Y yo? Aunque tenía una montaña de trabajo, había pasado buena parte del día pensando en quién, de todas las personas a las que había perseguido mi superior, podría haber ordenado su asesinato. Pues se me ocurrió que muchas de ellas no habrían podido matarlo personalmente, puesto que seguían en la cárcel.
El padre Augustin llevaba tan sólo tres meses en Lazet: durante ese tiempo había procesado a Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond Maury, Bruna d'Aguilar y toda la aldea de Saint-Fiacre. Deduje que uno de los habitantes de Lazet debía de ser el responsable de la muerte de mi superior, ya que pocos aldeanos tenían parientes fuera de la cárcel, ni dinero para pagar y equipar a asesinos a sueldo. Eso fue lo que pensé al principio. Pero luego me dije que, tal como había observado el senescal, quizá la agresión no estuviera dirigida personalmente contra el padre Augustin, sino contra todo el Santo Oficio; en tal caso, era posible que el culpable hubiera sido perseguido por orden mía, o del padre Jacques. De pronto se me ocurrió que el padre Augustin era el primer inquisidor que había salido de Lazet en muchos años. Su predecesor había permanecido dentro de los muros de la ciudad desde que yo le conocía; y yo mismo apenas me movía. Por tanto, cabía pensar que el padre Augustin había sido un blanco evidente. Era posible que un malévolo pecador hubiera pasado muchos años rumiando ese atroz crimen, que había llevado a cabo en cuanto se había presentado la oportunidad.
Entonces, presa de la desesperación, comprendí que jamás lograríamos apresar al susodicho pecador si el único medio de conseguirlo era examinando las inquisiciones de los últimos veinte años, pues eran muy numerosas y los recursos del Santo Oficio escasos. Aunque la investigación del senescal revelara nuevas pruebas, y éstas redujeran la lista de sospechosos, necesitábamos un punto de partida, que naturalmente debía provenir de los archivos del Santo Oficio.
Tales eran los pensamientos que ocupaban mi mente cuando me arrodillé en el coro durante la vigilia del padre Augustin. No recé por él, como debí hacer; no fijé mi corazón en el sufrimiento de Cristo y deposité mi vanidad en manos de Dios, humillándome hasta quedar a la altura de la broza de las eras en verano y ser digno de suplicar el perdón divino en nombre de mi superior. No reflexioné sobre sus atroces heridas, ni lloré por ellas como habría llorado por las heridas de nuestro Salvador. En lugar de ello, pensé en los asuntos de este mundo (que no nos causa sino tribulaciones), avancé a tientas por la oscuridad en lugar de alzar mis ojos hacia la luz.
Ni siquiera pensé: mi amigo ha muerto; no volveré a verlo. Al leer esto, sin duda me tacharéis de ruin y desalmado. Pero he comprobado que a medida que transcurre el tiempo echo de menos al padre Augustin con profunda intensidad, y comprendo que esto es consecuencia de la rara cualidad de nuestra amistad. La amistad auténtica, según nos dicen las autoridades, es Un sendero que conduce a la virtud, y muchos recorren este sendero de la mano. Ailred de Rievaulx dice en su Spiritualis Amicitia: «El amigo, adherido a su amigo en el espíritu de Cristo, se convierte en un solo corazón y un alma y al elevarse a través de los estadios del amor hasta la amistad de Cristo, se convierte, con un beso, en un solo espíritu». Es un noble ideal, pero tiene poco que ver con la amistad que me unía a Augustin. El padre Augustin y yo manteníamos nuestros corazones y nuestras almas firmemente separadas, sobre todo debido, me temo, a mi despreciable orgullo. No obstante, yo sabía que el padre Augustin observaba los estatutos del Señor, y recuerdo las palabras de Cicerón en De Amicitia: «Amé la virtud del hombre, que no se ha extinguido». El padre Augustin y yo no compartíamos agradables chanzas ni secretos íntimos. No nos deleitábamos en nuestra mutua compañía, ni nos desahogábamos el uno con el otro cuando nos sentíamos afligidos por las tribulaciones del mundo. Pero él caminaba delante de mí por el sendero de la virtud, cual una lámpara que iluminaba mis pasos. Era un modelo y un ideal, el inquisidor perfecto, celoso pero ecuánime, de una fe inquebrantable y un valor a toda prueba. Su presencia me procuraba renovadas fuerzas, de lo cual no me percaté hasta que murió. En el padre Augustin identifiqué un sentido de la misión ausente en su predecesor, y lo seguí ciegamente, sabiendo que el padre Augustin no me llevaría por el camino errado.
Sin él, no tenía nadie a quien seguir. De nuevo, tuve que trazar mi propio rumbo, extraviándome por caminos que me conducían a pantanos y ortigas, pues siempre he dejado que mis nefastos estados de ánimo y mi curiosidad, mi pereza y mi orgullo, gobernaran a las virtudes que tienen tan escaso arraigo en mi carácter. De haber vivido el padre Augustin, quizá… Pero de haber vivido el padre Augustin, nada de esto habría ocurrido.
Sé que murió con valor. Aunque su cuerpo era débil, era fuerte de espíritu y, sin duda, se enfrentó al último momento con tanta serenidad como el que más, con sus pensamientos y emociones fijos en las recompensas eternas. Creo que estaba mejor preparado para la muerte que la mayoría de nosotros, dado que había vivido durante tanto tiempo a su sombra. Pero ahora, al recordar sus manos temblorosas, su cuerpo frágil, indefenso como el de un pajarillo, y lo lenta y esforzadamente que realizaba hasta la tarea más sencilla… cuando recuerdo esas cosas, se me encoge el corazón y los ojos se me llenan de lágrimas, pues sé que cuando recibió la herida de muerte no tuvo tiempo ni fuerzas siquiera de alzar el brazo, o agachar la cabeza, en un vano intento de protegerse. Tenía la vista tan débil que acaso no viera siquiera la hoja del hacha que se abatió sobre él.
Matarlo debió ser como matar a un cordero atado.
Es extraño que ahora pueda llorar por él y entonces no fuera capaz de hacerlo. Supongo que ahora creo conocerlo mejor, por razones que enseguida comprenderéis, y además he cambiado en muchos aspectos. Los hechos han conspirado para ampliar los límites de mis afectos.
No obstante, cuando contemplé por primera vez su cuerpo despedazado lo lógico habría sido que experimentara un profundo dolor. Pero sentí náuseas y cierto nerviosismo. Es posible que, al contemplar una prueba tan atroz del carácter efímero de la vida, uno rechace de forma instintiva la noción de que esos fragmentos de carne ensangrentados, esos huesos destrozados, puedan ser en esencia humanos. O quizá se debiera a que no guardaban ningún parecido con el padre Augustin, puesto que su cabeza, el miembro más característico, aún no había sido hallada.
Pero no debo referirme aún a los restos. Llegaron más tarde, al cabo de dos días. No debo adelantarme en mi narración, pues aún queda un terreno intermedio que es preciso recorrer.
El senescal, como ya he dicho, regresó junto con los cadáveres de las víctimas dos días después. En el ínterin, yo había estado muy atareado. Uno de los familiares asesinados (y el único, a Dios gracias) era un hombre casado, con hijos. Fui a ver a su esposa e hijos y a ofrecerles el escaso consuelo que pude y, con el consentimiento del prior y el obispo, pude prometer a la desconsolada viuda una pequeña pensión. Asimismo tuve que informar a los inquisidores de Carcasona y Toulouse de que el padre Augustin había perecido, y advertirles de que ellos también corrían peligro. No quería enviar a unos mensajeros con esa noticia, para evitar que otros servidores del Santo Oficio cayeran asesinados durante el camino. Pero el hecho de utilizar a tres hombres empleados al servicio del obispo sirvió para aplacar mis temores al respecto.
Por lo demás, todo el trabajo que había realizado el padre Augustin recayó, como es natural, en mí. ¡Con qué pesar recordé los momentos, tan recientes, en que había despotricado contra el padre Augustin por sus viajes a Casseras! ¡Qué agobiado me había sentido entonces! Al consultar su agenda de interrogatorios, comprendí que el padre Augustin había tratado de contrarrestar sus ausencias cargándose con más trabajo del que ningún hombre habría podido resolver, y menos aún un hombre de salud frágil. Me sentí al mismo tiempo avergonzado y espantado. ¿Cómo podría sustituirlo? Era imposible. Muchas personas languidecerían en prisión durante varios meses, esperando ser entrevistadas, porque el Santo Oficio no poseía los medios para revisar sus casos de inmediato.
Como es natural, pensé que el responsable de la muerte del padre Augustin pudiera encontrarse entre las personas con las que él había tratado hacía poco. Por tanto, me afané en revisar sus pertenencias y examinar los documentos referentes a sus últimas inquisiciones. No hallé nada interesante en su celda, pues en ella sólo guardaba los humildes efectos que exigían las reglas: sus tres hábitos y pelliza de invierno, sus medias, calcetines y prendas interiores y los tres libros que nos entregan a los que accedemos a niveles de aprendizaje más elevados: la Historia Scholastica de Pierre Comester, las Sentences de Pierre Lombard y las Sagradas Escrituras. Su escapulario y su hábito, su manto negro y su cinturón de cuero, su cuchillo, su talego y su pañuelo habían desaparecido. Encontré y deseché unos bálsamos y cordiales que le había preparado nuestro hermano enfermero, así como una vela perfumada que al parecer tenía efectos saludables para las jaquecas y la vista cansada. Su almohada de hierbas se la di al pobre Sicard. He omitido a Sicard en este relato, pues lo cierto es que desempeña un papel insignificante en él. Ingresó en la orden en calidad de oblato, y presentaba muchos de los rasgos que poseen las personas que acaban de abandonar el convento en el que han pasado su infancia: una voz apagada, un apetito voraz, una leve joroba y una reverencia algo codiciosa por los libros. (El hermano Lucius, nuestro escriba, también poseía esos rasgos.) Aunque Sicard nunca me había parecido un joven de gran inteligencia ni habilidad, había servido al padre Augustin leal y eficientemente como escriba, y la muerte de mi superior le afectó mucho. Por consiguiente, lo mantuve a mi servicio durante varios días después de que ésta ocurriera, como quien da cobijo a un gatito, permitiendo que se quedara con la almohada perteneciente al padre Augustin porque sabía le procuraría cierto consuelo. Lo hice con el consentimiento del prior, que al poco tiempo me desembarazó de él. Al término del mes, Sicard pasó a ayudar al hermano bibliotecario, lo cual le permitió dormir más horas de las que había dormido cuando estaba al servicio del padre Augustin.
Ese Sicard jamás llegará a predicador. No posee las facultades necesarias.
Pero os hablaba de los efectos personales del padre Augustin. Después de registrar su celda, examiné su mesa y sus documentos en la sede del Santo Oficio. Allí encontré cuatro archivos de la época del padre Jacques, señalados y glosados en los pasajes en que aparecían los nombres de Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond de Maury, Oldric Capiscol, Petrona Capdenier y Bruna d'Aguilar. También hallé un antiguo expediente, señalado en varios lugares, en el que descubrí toda la penosa historia de Oldric Capiscol.
Cuarenta y tres años atrás, siendo un muchacho de trece años, Oldric había adorado a un perfecto por orden de su padre. Al cabo de tres años, alguien que había estado presente en esa adoración difamó a Oldric y éste pasó dos años encarcelado; tras ser puesto en libertad, soportó la poena confusibilis, el nombre que damos a un humillante castigo que obliga al penitente a lucir unas cruces amarillas en el pecho y la espalda. Oldric exhibió esas vergonzantes insignias durante un año, pero al comprobar que le impedían ganarse el sustento, se las quitó y encontró trabajo como barquero. Huelga decir que no logró escapar del castigo con tanta facilidad. «Estad ciertos de que vuestro pecado os alcanzará.» Al ser descubierto y citado para comparecer en 1283, Oldric, temeroso de presentarse, huyó de la ira del Santo Oficio, que procedió a excomulgarle. Después de permanecer un año excomulgado, fue declarado hereje en 1284. En 1288 fue por fin capturado, pero huyó de camino a la cárcel, para ser capturado de nuevo cerca de Carcasona. Fue condenado a cadena perpetua, a pan y agua.
Esto me extrañó, pues sabía que el padre Jacques, de haber presidido el auto de fe, le habría condenado a muerte. En una glosa marginal, el padre Augustin había anotado que en la actualidad no había ningún Oldric Capiscol en la cárcel, llegando a la conclusión de que, puesto que no constaba que hubiera vuelto a fugarse, el prisionero debió de morir en cautividad entre 1289 y aquel momento.
Por tanto, Oldric no podía ser culpable del asesinato del padre Augustin, aunque me pregunté con cierto desasosiego si no tendría algún descendiente que quisiera vengarse del Santo Oficio. Ninguno de los Capiscol que yo conocía parecía poseer un temperamento colérico; eran polleros, y todos los polleros que conozco (con frecuencia ocupados con cortarles la cabeza a los pollos) muestran un talante particularmente sereno, quizá porque pueden descargar su agresividad sobre sus animales. No obstante, comprendí que podía existir una rama de la familia que yo no conociera, y mientras me hallaba sentado a la mesa de mi superior, hojeando con lentitud los polvorientos archivos de antiguos nombres y delitos, me invadió una profunda inquietud. ¿Existía alguien en Lazet cuya vida no se hubiera visto afectada de algún modo por nuestra implacable persecución de almas descarriadas? ¿Cómo era posible buscar e identificar a los asesinos, cuando tantas personas tenían motivo para odiar, o temer, al difunto? En Avignonet, Guillaume A'rnaud y Stephen de Saint-Thibery habían sido asesinados por unos caballeros herejes desconocidos por sus víctimas, que se habían desplazado desde Montsegur sólo para asesinar a esos dos defensores de la fe. ¿Había corrido el padre Augustin una suerte semejante? ¿Eran sus asesinos unos herejes sin más, sin ningún vínculo directo con el hombre al que habían matado con tal brutalidad?
Pero recordé que los culpables sabían dónde y cuándo atacar. Habría sido imposible preparar una emboscada sin disponer de un cuartel general cerca de Casseras, o de un informador entre los servidores del obispo. Si la investigación del senescal era exhaustiva, sin duda aparecería un nombre o una descripción. Entretanto, yo tenía el deber de ofrecer una lista de nombres, para cotejarlos con cualquier indicio que descubriera el senescal.
Esto es lo que me propuse hacer, los dos días antes de que éste regresara. Y empecé por los sospechosos de soborno.
De todos los sospechosos sólo uno, Bernard de Pibraux, había sido arrestado y encarcelado por el padre Augustin. El otro, Raymond Maury, había sido citado para comparecer ante el tribunal dentro de cinco días. Las razones del padre Augustin, en este caso, eran meridianamente claras, pues era menos probable que desapareciera un panadero con nueve hijos que un noble vigoroso y soltero, sin (según deduje de varios documentos) ninguna perspectiva de heredar la fortuna familiar. Ninguno de los acusados parecía poseer cuantiosos bienes materiales, por lo que me pregunté, en un principio, cómo habían hallado los medios para convencer al padre Jacques de no iniciar una pesquisa contra ellos. Pero Bernard de Pibraux tenía un padre que lo adoraba, y recordé que los parientes de la esposa de Raymond constituían una familia de conocidos y prósperos peleteros. La mayoría de las familias habrían estado dispuestas a pagar una elevada suma con tal de evitar que recayera sobre ellas la infamia de estar emparentadas con un hereje. Se trata, sin la menor duda, de una mancha hereditaria.
Al examinar los archivos del padre Jacques, leí con detenimiento las acusaciones originales contra Bernard de Pibraux y Raymond Maury. Ambos nombres habían sido citados, de pasada, por testigos que habían acudido a declarar por asuntos no relacionados con aquéllos. Un testigo había oído un día a Raymond comentar en su tienda que «una muía tiene un alma semejante a la de un hombre». El otro testigo había visto a Bernard de Pibraux inclinarse ante un perfecto y darle comida. Ninguno de esos incidentes se había convertido en motivo de una investigación por parte del padre Jacques, aunque el padre Augustin había entrevistado luego a Bernard, quien había insistido en que desconocía la identidad del perfecto. Había conocido a ese divulgador de falsa doctrina en casa de un amigo, se había inclinado ante él por cortesía y le había dado un poco de pan que le sobraba. Bernard negó haberle dado dinero al padre Jacques en ninguna circunstancia.
En estos casos es muy difícil discernir la verdad. El padre Augustin había entrevistado a numerosos testigos, ninguno de los cuales había podido atribuir a Bernard ningún otro acto que pudiera calificarse de heterodoxo. El joven asistía a la iglesia, aunque no de una manera indefectible: su cura párroco le censuraba por ser «un joven atolondrado, propenso a beber en exceso, que desatiende con frecuencia el cuidado de su alma, como tantos otros en esta comarca. Pertenece a un pequeño grupo de amigos que comparten las mismas costumbres. No logro convencerles para que dejen tranquilas a las jóvenes doncellas». El padre Augustin, con su característica eficiencia, se había afanado en recabar los nombres de ese «pequeño grupo de amigos»: eran Guibert, el primo de Bernard; Etienne, el hijo de un castellano vecino; y Odo, hijo del notario local. Me pregunté si tendrían un temperamento violento, y fui a preguntar a Pons si Bernard de Pibraux había recibido la visita de unos amigos de su edad.
– No -respondió Pons-. Sólo su padre y su hermano.
– ¿Respondió el padre por el hermano?
– Si lo hizo, no era necesario -contestó Pons sonriendo, cosa rara en él, os lo aseguro-. Esos tres están cortados por el mismo patrón.
– ¿Qué aspecto tenían? ¿Te dieron la impresión de estar muy enojados? ¿Había algo furtivo en su talante?
– ¿ Furtivo?
– ¿Parecían llevarse algo entre manos?
Pons arrugó el ceño y se rascó la mejilla.
– Todos los que vienen aquí parecen asustados -dijo-. Temen que no les dejemos marcharse.
Me pareció una observación muy válida. A veces olvidamos el terrible efecto que causa la prisión en la mayoría de visitantes.
– ¿Y Bernard? -pregunté-. ¿Cómo sobrelleva el estar encarcelado?
– A eso sí puedo contestaros. Bernard tiene un genio de los mil diablos. No calla nunca. Aunque le arroje tres cubos de agua, se queda tan fresco. Algunos prisioneros se han quejado.
– ¿ Es un hombre violento?
– Lo sería si yo no lo tuviera a raya. Una vez lo encadené, lo cual le calmó un poco. -Comprendo.
Regresé a mi mesa armado con esta información y me puse a reflexionar. A mi modo de ver, jamás lograríamos establecer la culpa o inocencia de Bernard con respecto a la «veneración» del perfecto, a menos que confesara haber cometido un acto herético. Deduzco que el padre Augustin opinaba lo mismo, pues se había esmerado en preguntar a Bernard los nombres de todo enemigo que quisiera perjudicarle. Este procedimiento, destinado a arrestar a falsos testigos, es útil cuando resulta difícil establecer la culpa de una persona. Pero como Bernard no había nombrado al testigo que le había acusado, no había ningún indicio de conspiración.
Al enfrentarme a este dilema, pensé en lo que habría hecho el padre Jacques. Para él habrían habido dos opciones. O habría privado a Bernard de alimento hasta arrancarle una confesión antes de recomendar una sentencia benévola, o habría pasado por alto el episodio. En un par de ocasiones, antes, fui testigo de esta tendencia a pasar por alto ciertos actos sospechosos de los que nos habían informado «por falta de pruebas», y no creo que a mi superior le moviera el afán de lucro, sino más bien su propensión a la misericordia.
– Si un hombre se niega a matar un pollo para su suegra -me dijo una vez el padre Jacques-, no significa que sea un hereje. Quizá la mujer sea una cascarrabias y una arpía. ¿Quién querría sacrificar un suculento pollo para una mujer así? Decidle que se vaya.
No hablé nunca al padre Augustin de esos pequeños deslices, pues eran infrecuentes; las personas implicadas no tenían dinero siquiera para pagar un portazgo (y mucho menos un soborno) y solían producirse cuando el padre Jacques se sentía agobiado por el trabajo. Yo le hubiera felicitado por su clemencia, de no haber sido por los tremendos ataques de mal genio a los que también propendía. A mi entender, el hecho de que la falta de Bernard de Pibraux hubiera sido pasada por alto no indicaba nada anormal por lo que se refiere a la conducta del padre Jacques.
Pero en el caso de Raymond Maury comprendí que había algo que estaba mal. Decir que una muía posee un alma semejante a la de un hombre es sostener la creencia, propugnada por los cataros, de que el Dios de las Tinieblas ha tomado las almas de los hombres y los animales del Reino de la Luz para infundirlas en unos seres corpóreos hasta que puedan ser restituidas al cielo. Ahora bien, es posible que uno insulte a un enemigo diciéndole que tiene «el alma de una muía y la moral de una rata», o algo semejante, y que alguien oiga y malinterprete ese insulto. Pero el padre Augustin, tras entrevistar a algunos amigos y conocidos de Raymond Maury, había obtenido de ellos otras pruebas que demostraban que el panadero era un hombre de opiniones erradas. Un vecino, al informar a Raymond que se proponía realizar una peregrinación para asegurarse una indulgencia, oyó decir a éste: «¿Crees que algún hombre puede absolverte de tus pecados? Sólo Dios puede hacerlo, amigo mío». Otro amigo recordaba haber ido a la iglesia de Sainte Marie de Montgauzy para rezar con el fin de que le restituyeran unos artículos que le habían robado; de camino se tropezó con Raymond Maury, que se burló de sus intenciones. «Tus rezos no te valdrán de nada», parece ser que le dijo.
Como comprobaréis, el padre Augustin había recabado unas pruebas muy perjudiciales contra Raymond, y al hacerlo había suscitado serias dudas sobre el padre Jacques. Daba la impresión de que la honestidad del antiguo inquisidor estuviera en tela de juicio, de lo contrario ¿por qué no había arrestado a Raymond Maury? Me parecía increíble que la aparente ceguera del padre Jacques se debiera a un impulso misericordioso, por más que Raymond fuera padre de nueve hijos; en estos casos, la misericordia debe mostrarse en el momento de dictar sentencia. No, al leer las actas me convencí de que se había efectuado algún tipo de pago ilícito.
Me apenó pensar eso, pero no me sorprendió del todo. Lo que me sorprendió fue el documento que encontré oculto en uno de los archivos. Después de leerlo con detenimiento, lo identifiqué como una carta, pero no reconocí la mano que la había escrito.
Aunque no puedo reproducir con fidelidad la totalidad del texto, creo recordar que decía lo siguiente:
«Jacques Fournier, obispo, humilde siervo de la iglesia de Pamiers por la gracia de Dios, saluda a su noble hijo, el hermano
Augustin Duese, inquisidor de la depravación herética, con afecto en el Señor.
»He recibido con alegría vuestra caritativa carta. En cuanto al asunto sobre el que me pedís consejo, ojalá pudiera ofrecer a mi estimado hijo un consejo útil. Os referís a una mujer joven, de gran belleza y cualidades espirituales, que está "poseída por demonios"; solicitáis unas invocaciones para librarla de esa maldición. En efecto, tal como apuntáis, en mi biblioteca poseo varios tomos que describen esos exorcismos, pero antes de iniciar ese ritual, os recomiendo que examinéis de una manera exhaustiva la forma y los síntomas de la enfermedad de esa mujer. ¿Se trata, como decís, de una posesión, o de un caso de locura propiciada por algún enemigo experto en las artes diabólicas? El Doctor Angélico nos previene contra esas viejas capaces de infligir daño, sobre todo a niños, utilizando el mal de ojo; y existen otras, más peligrosas, capaces de invocar a los "reyes infernales", sobre los que sé muy poco. Antes de empuñar la espada contra un enemigo de semejante envergadura, debéis protegeros con la armadura de la fe y el valor.
»En cuanto a la fórmula para eliminar a los demonios, tomad nota:
»La persona poseída debe sostener una vela, sentada o arrodillada; el sacerdote comenzará con "nuestra ayuda es en nombre del Señor", y los presentes cantarán los responsos. A continuación el sacerdote rociará a la persona poseída con agua bendita, le colocará una estola alrededor del cuello y recitará el salmo setenta: "Apresúrate, Señor, en mi ayuda…", y seguirá con la letanía de los enfermos, invocando a los santos: "Orad y compadeceos de él; sálvalo, Señor".
»Luego comienza el exorcismo, que debe recitarse así:
»"Yo te exorcizo, siendo débil pero renacido en el sagrado bautismo por el Dios vivo, por el Dios auténtico, por el Dios que te ha redimido con su preciosa sangre, para que puedas ser exorcizado, para que los delirios y la perversidad del engaño del demonio te abandonen y huyan de ti con todos los espíritus impuros repudiados por Aquél que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, y limpiará la Tierra con fuego. Amén…"»
Pero no recitaré toda la fórmula, puesto que no tiene nada que ver con mi relato. La carta concluía con un respetuoso saludo (la paz de nuestro Señor Jesucristo sea contigo, etcétera) y la petición de unas copias de ciertas actas que, de nuevo, no hacen al caso. Estaba fechada tres semanas antes.
Digo que la carta me sorprendió, pero lo cierto es que me quedé tan estupefacto que por poco me caigo de la silla. ¿Quién era esa «mujer joven, de gran belleza y cualidades espirituales»? Desde luego, nadie que yo conociera. Pensé que quizá fuera una de las mujeres de Casseras, por ejemplo la hija de la viuda. Pero ¿por qué le preocupaban al padre Augustin las tribulaciones de esa joven? Los demonios, invocados o en posesión de una desdichada alma, no correspondían al ámbito del Santo Oficio. El papa Alejandro IV había advertido específicamente a los inquisidores de que no debían ocuparse de casos de adivinación (o parecidos) a menos que olieran a herejía.
En cuanto a las fórmulas reseñadas, no comprendí en qué sentido habrían beneficiado a mi superior, puesto que no era sacerdote y habría tenido que hablar con uno antes de acudir al obispo de Pamiers. Era uno de tantos misterios. Pero comprendí que el padre Agustín no pudo haber escrito él misino al obispo, debido a su débil vista, de modo que fui a hablar con Sicard y le pregunté si había escrito él esa carta.
– Sí -respondió, pestañeando y mirándome con sus ojos grandes y azules. (Estaba inspeccionando unos volúmenes de la Summa, la obra del Doctor Angélico, para comprobar si estaban afectados por la polilla que roe los libros)-. Recuerdo haberla transcrito. El padre Augustin los envió a Pamiers con otros documentos. Pero tendréis que preguntarle al hermano Lucius sobre esos documentos.
– ¿ Qué decía la carta? ¿ Lo recordáis?
– Se refería a una mujer. Que estaba poseída por el demonio.
– ¿Sabéis quién es? ¿Mencionó el padre Augustin su nombre?
– No.
Yo aguardé, pero enseguida comprendí que si quería obtener más información, tendría que extraerla como una muela. Sicard siempre se comportaba así; estaba imbuido de la disciplina del claustro. O quizás el padre Augustin le había insistido en que hablara sólo cuando alguien se dirigiera a él, respondiera sólo a las preguntas que le hicieran y se abstuviera de hacer comentarios hasta haber alcanzado un alto grado de madurez y educación.
– ¿Mencionó el padre Augustin dónde o con quién vive esa mujer? -pregunté-. ¿Os ofreció alguna descripción detallada? Haced memoria.
Sicard obedeció. Se chupó el labio inferior y negó con la cabeza mientras sus delicados dedos jugueteaban nerviosamente con una pluma.
– Sólo dijo que era una mujer joven. Y de grandes cualidades espirituales.
– ¿Y no os ofreció ninguna explicación?
– No, padre.
– ¿Y no se os ocurrió pedírsela?
– ¡Desde luego que no, padre! -contestó Sicard, asombrado-. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Por curiosidad. ¿No sentisteis curiosidad? Yo la habría sentido.
El pobre muchacho me miró como si no acabara de entender la palabra «curiosidad» y no tuviera ningún deseo de familiarizarse con ella. Entonces comprendí que el padre Augustin había elegido de una manera sabia a su escriba, al escoger a alguien carente de curiosidad, innatamente respetuoso, tristemente desprovisto de perspicacia y, por esos motivos, casi incapaz de revelar los secretos del Santo Oficio. Así pues me marché, tras despedirme de Sicard con unas palabras de ánimo, y asistí a completas sin dejar de pensar en esa extraordinaria carta, la cual decidí (de un modo juicioso, según comprobé más tarde) mantener de momento en secreto.
Me prometí visitar a las mujeres de Casseras para cerciorarme de que no había nada anómalo allí, pero no quería hacerlo hasta después de que regresara el senescal, pues deseaba oír su informe antes de tomar otras decisiones.
El senescal regresó al día siguiente, por lo que no pude presentarle una lista de posibles sospechosos. Ni siquiera me había entrevistado todavía con Bernard de Pibraux. Quizás había confiado demasiado en mis dotes, pero debo confesar que no esperaba que el senescal regresara tan pronto. De haber llevado yo mismo la investigación, creo que me habría movido más despacio y con mayor sigilo.
Supongo que todos tenemos diferentes maneras de trabajar.
Estaba escribiendo unas cartas cuando llegaron los cadáveres. Pensé que debía hablar sin falta con los tres amigos de Bernard de Pibraux, Etienne, Odo y Guibert, para averiguar, si podía, su paradero el día del asesinato del padre Augustin. Dos de esos jóvenes habían sido adiestrados en el arte de la batalla, y puesto que eran jóvenes, impetuosos y aficionados a la bebida, había sobradas razones para creer que quizás habían decidido infligir una terrible venganza sobre el responsable de la desgracia de su amigo. Esta conjetura estaba reforzada, a mi modo de ver, por la posible inocencia de Bernard de Pibraux. Una banda de jóvenes vehementes y exaltados, convencidos de que su amigo había sido encarcelado de un modo injusto, habrían actuado movidos por la ciega ira necesaria para perpetrar un acto de destrucción tan obsceno.
Hasta el momento, en todo caso, eran los principales sospechosos.
Quizás ignoréis que existe un procedimiento y una fórmula para citar a unos individuos a fin de que comparezcan ante el tribunal. Es preciso escribir al cura párroco de dichos individuos en los siguientes términos: «Nosotros, los inquisidores de la depravación herética, os enviamos saludos, rogando y ordenándoos estrictamente, en virtud de la autoridad que nos ha sido conferida, que citéis en nuestros nombres a fulano y mengano, para que comparezcan en tal fecha y tal lugar, para responder de su fe». En este caso, como es lógico, cité los tres nombres, y solicité que comparecieran ante mí en distintos momentos y fechas, pues deseba interrogarlos por separado.
Había sellado la carta y estaba afilando mi pluma para redactar la siguiente (citando al suegro de Raymond Maury), cuando llamaron a la puerta principal. Puesto que estaba cerrada por dentro, como tenemos costumbre de hacer en nuestra sede, me levanté para abrirla y me encontré a Roger Descalquencs en el umbral.
– ¡Señor! -exclamé.
– Padre. -Estaba empapado en sudor y cubierto de polvo; en la mano derecha sostenía las riendas de su palafrén-. ¿Queréis haceros cargo de esos barriles?
– ¿Qué?
– Los cadáveres están en esos barriles -respondió, señalando los caballos que había detrás de él. Cada uno portaba dos pequeños barriles de madera sujetos con cuerdas. Estaban custodiados por unos seis sargentos de aspecto cansado, los cuales mostraban unas manchas que indicaban la dureza del viaje-. Los han salado.
– ¿Que los han salado?
– Los han metido en salmuera. Para que se conserven.
Me persigné y dos de los sargentos, al observar mi gesto, hicieron lo propio.
– Supuse que querríais que los trajera aquí -prosiguió el senescal. Tenía la voz ronca y jadeaba-. A menos que se os ocurra una idea mejor.
– Pues…
– Os advierto que despiden un olor bastante desagradable.
En éstas Raymond Donatus (siempre alerta) bajó del scriptorium; le oí a mi espalda, emitiendo unos sonidos de estupor.
– Es preciso examinarlos… -balbucí-. Pediré al hermano enfermero…
– ¿Queréis conservarlos en el priorato?
– ¡No! No… -La idea de que esos macabros restos contaminaran y perturbaran la paz del claustro me repelía. Sabía que alterarían a muchos de mis hermanos-. No, lleváoslos… -Recordé los establos situados en el piso inferior-. Se me ocurre una idea. Transportadlos abajo. Acompañadles, Raymond. Yo iré en busca del hermano enfermero.
– Eso puede hacerlo Jean. Debo hablar con vos. ¡Jean! Ya me has oído. -El senescal se dirigió hacia uno de los sargentos-. Encargaos de que vuestros hombres descarguen los barriles, Arnaud. ¿Dónde podemos hablar, padre?
– Ahí.
Conduje al senescal a la habitación que antes había ocupado mi superior y le indiqué que se sentara. Al verle desplomarse en la silla del inquisidor, le ofrecí un refrigerio. Pero él rechazó mi ofrecimiento.
– Comeré cuando llegue a casa -dijo-; Decidme, ¿ha ocurrido algo en mi ausencia? ¿Habéis averiguado algo que nos sea útil?
– Ah. -Era evidente que esto no constituía una buena noticia-. Yo iba a haceros esa misma pregunta.
– Padre, no soy un sabueso. No poseo un buen olfato para estos asuntos. -El senescal suspiró y fijó la vista en sus espléndidas botas españolas-. Lo único que puedo decir es que si hay aldeanos implicados, todos ellos lo están. Absolutamente todos.
– Contadme lo que habéis averiguado.
El senescal accedió a mi petición. Me contó que sus sargentos habían registrado Casseras, en busca de armas, caballos o ropas ocultos. Me dijo que había interrogado a todos los aldeanos, preguntándoles qué habían hecho la tarde de la muerte del padre Augustin. Según recordaba, no hubo discrepancias en sus relatos.
– No hubo nada anormal. Ese día nadie vio a unos extraños. Nadie parece sentir odio hacia el Santo Oficio. Y nadie se ausentó esa noche, lo cual es probablemente el dato más importante que averigüé.
– ¿Por qué?
– Porque se han hallado más fragmentos de los cadáveres.
Al parecer, durante la estancia del senescal en Casseras se habían producido dos asombrosos hallazgos a cierta distancia de la aldea. En un caso, un pastor había hallado un brazo amputado en lo alto de la montaña, y lo había llevado a Casseras para entregárselo al cura. Asimismo, habían hallado una cabeza cerca de una aldea situada en el camino a Rasiers, una aldea en la que el cura, que había oído hablar de la matanza de Casseras, se había apresurado a enviar la cabeza a Estolt de Coza. Estolt, a su vez, la había remitido a Roger.
– Los fragmentos estaban diseminados a lo largo de varios kilómetros -señaló el senescal-. El brazo se encontraba a una jornada a pie de Casseras, de modo que si alguno de la aldea lo dejó allí, necesariamente esa noche debió ausentarse…
– ¿Aunque fuera montado a caballo?
– En tal caso, habría tenido que regresar a pie, porque en Casseras no vimos ningún caballo, padre.
– Comprendo.
– ¿Ah, sí? Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Todo indica que los asesinos se separaron y emprendieron distintas direcciones.
– Diseminando de paso unos miembros sanguinolentos.
– ¿Tiene esto algún sentido para vos?
– Me temo que no del todo.
– En todo caso, podemos afirmar que los asesinos eran dos, probablemente más, y que no eran de la aldea. Estoy convencido de que no eran de la aldea. La pericia con que llevaron a cabo su plan, las distancias que recorrieron… no. Opino que eran de otro lugar.
Después de manifestar esa opinión, Roger guardó silencio. Durante breves momentos permaneció contemplando sus botas con el ceño fruncido, absorto en sus pensamientos, mientras yo analizaba mentalmente sus argumentos, los cuales parecían bastante sólidos.
De pronto Roger rompió el silencio.
– ¿Sabéis cuánto cuesta contratar a una partida de asesinos? -me preguntó de sopetón. Yo no pude reprimir una sonrisa.
– Por extraño que parezca, señor, no tengo la menor idea.
– Bien… depende de lo que uno quiera. Supongo que podríais contratar a un par de mendigos por una suma irrisoria. Pero hace poco juzgamos en mi tribunal a dos mercenarios que habían percibido quince libras. ¡Quince! ¡Por dos mercenarios!
– ¿Y de dónde iba a sacar alguien en Casseras quince libras?
– Exactamente. ¿De dónde? Digamos que el precio fuera veinte libras, con ese dinero uno podría adquirir media casa en Casseras. Imagino que incluso Bruno Pelfort tendría que vender buena parte de su rebaño, y es el hombre más rico de la aldea. Pero el sacerdote dice que Pelfort tiene más o menos el mismo número de animales.
– Así que a menos que todos los aldeanos contribuyeran…
– O que obtuvieran el dinero de alguien como Estolt de Coza…
– Pero no lo creéis probable.
– No veo la causa. Si lo que dice el padre Paul es cierto.
– Yo creo que lo es.
– Yo también. ¿No ha habido recientemente herejes en Casseras?
Negué con la cabeza.
– No que sepamos.
– ¿Y en Rasiers?
– En Rasiers tampoco.
– ¿Y esas mujeres de la forcia! El padre Paul dice que el inquisidor fue a verlas para ofrecerles una guía espiritual. ¿Es eso cierto?
Yo dudé unos instantes, sin saber qué responder. No estaba seguro de que fuera cierto. Al observar mi vacilación, el senescal esbozó una mueca muy desagradable.
– ¡Espero que no se tratara de una historia sentimental! -exclamó el senescal-. Algunos aldeanos dicen que…
– ¿Os parece probable, señor?
– Quiero saber lo que opináis vos.
– Me parece improbable.
– Pero ¿no imposible?
– Me parece muy improbable.
Al hablar, comprendí que el énfasis que daba a mis palabras, y la expresión de mi rostro al pronunciarlas, debían de ser odiosamente irreverentes, pues dejaban entrever que un hombre de la edad y el aspecto del padre Augustin habría sin duda renunciado hacía tiempo a la pasión amorosa. Pero para mi sorpresa, el senescal no reaccionó como yo esperaba. En lugar de responder con un comentario sarcástico, o una sonrisa, frunció el ceño y se rascó la mandíbula.
– A mí también me parecería improbable -dijo-, de no haber conocido a esas mujeres. Tenían los ojos enrojecidos de llorar. No cesaban de hablar de la bondad, la piedad y la sabiduría del padre Augustin. Fue muy… -El senescal se detuvo y sonrió, pero como si lo hiciera a regañadientes-. Si se hubieran referido a vos, padre, lo comprendería. Sois el tipo de monje por el que una mujer lloraría.
– ¡Vaya! -Como es natural, me eché a reír a carcajadas, aunque confieso, Dios me perdone, que me sentí halagado-. ¿Debo interpretarlo como un cumplido o una acusación?
– Ya sabéis a qué me refiero. Tenéis una forma de hablar… ¡Uf! -Por lo visto, incómodo con el tema, Roger lo despachó con un brusco ademán-. Ya me entendéis. Pero el padre Augustin era… un monje nato.
– ¿Un monje nato?
– ¡No corría sangre por sus venas! ¡Era seco como el polvo! ¡Cielo santo, padre, ya sabéis a qué me refiero!
– Sí, lo sé. -No era momento de andarse con disimulos-. ¿De modo que creéis que esas mujeres estaban sinceramente afectadas por la muerte del padre Augustin?
– ¿Quién sabe? Las lágrimas de una mujer… Pero creo que si el padre Augustin estaba investigándolas, tendrían motivo para asesinarlo.
– ¿Y los medios?
– Quizá. Y quizá no. Viven con modestia, pero deben de vivir de algo. De algo más que unas gallinas y un huerto.
– Desde luego -respondí, pensando en la carta de Jacques Fournier. Se hallaba en la habitación contigua, y pude habérsela mostrado al senescal en aquel momento. ¿Por qué no lo hice? ¿Porque todavía no se la había mostrado al prior? Quizá deseaba salvaguardar la reputación del padre Augustin. Si durante mi visita a Casseras, que iba a realizar próximamente, descubría que éste había mantenido una relación ilícita con esas mujeres, una relación que no tenía nada que ver con su asesinato, tenía el deber de ocultar a todo el mundo su conducta irregular-. Lamentablemente, el padre Augustin no investigaba a esas mujeres -afirmé-. Que yo sepa, quería convencerlas para que ingresaran en un convento. Por su seguridad.
– Ya.
– Y si ellas hubieran querido disuadirlo, podrían haberlo hecho sin necesidad de cortarlo en trozos.
– Sí.
En ese momento ambos guardamos silencio, como si estuviéramos agotados, absortos en nuestros respectivos pensamientos. Los míos se referían a Bernard de Pibraux, y al montón de trabajo por terminar que aguardaba sobre mi mesa. Los de Roger es evidente que se referían a las caballerizas del obispo, pues al cabo de un rato preguntó:
– ¿Habéis hablado con el mozo de cuadra del obispo?
– No. ¿Y vos?
– Aún no.
– Si logramos averiguar quién estaba informado de la visita del padre Augustin fuera de Casseras…
– Sí.
– Y cotejamos esos nombres con los de las personas a las que él pudo haber ofendido…
– Por supuesto. Podríais investigar también el asesinato de vuestros familiares, si habían hablado con alguien del viaje que iban a hacer a Casseras.
– Hay mucho trabajo que hacer -dije suspirando-. Quizá nos lleve semanas. O meses. Y quizá resulte infructuoso.
El senescal rezongó.
– Si envío recado a todos los alguaciles, prebostes y castellanos que viven a tres jornadas a caballo de Casseras, quizás hallemos a un testigo que vio huir a los asesinos -dijo, aliviándose un cavernoso bostezo-. Imagino que esos hombres se detendrían para lavarse las manchas de sangre. Quizás alguien logre dar con uno de los caballos robados.
– Quizá.
– Es posible que los asesinos se jactaran de lo que habían hecho. Ocurre con frecuencia. -Dios quiera que sea así.
De nuevo pareció asentarse sobre nosotros cierta sensación de cansancio como la niebla. Era evidente que tocaba poner fin al diálogo, levantarnos de nuestras sillas y acometer nuestros quehaceres. Pero en cambio permanecimos sentados sin más, mientras un olor a sudor de caballos invadía poco a poco la habitación. Recuerdo que me miré las manos, que estaban manchadas de tinta y cera de sellar.
– Bien -dijo por fin Roger, casi como si gimiera, como si le supusiera un esfuerzo sobrehumano-, supongo que debo ir a hablar con el mozo de cuadra del obispo. Procurad obtener esos nombres que queréis. Y una descripción de los caballos que han desaparecido.
– El obispo está muy disgustado por la desaparición de esos caballos. -Confieso que mi intención al decirlo no era caritativa, pero el senescal sólo respondió a mis palabras, no a mi tono.
– ¿Han desaparecido cinco? -preguntó-. Yo también estaría muy disgustado. Costará una fortuna reemplazarlos. ¿Vais a haceros cargo de los cadáveres, padre?
– Naturalmente -le aseguré, levantándome al mismo tiempo que él.
Al otro lado de la puerta oí unos pasos, unos murmullos y unos crujidos que indicaban que los barriles que contenían los restos del padre Augustin (y de sus familiares) eran transportados a los establos. Creí percibir también el sonido hueco de agua salada contra la madera. Entonces comprendí que tendría que examinar el macabro contenido de esos receptáculos, una tarea de lo más ingrata.
– ¿Señor? -pregunté, deteniendo a Roger en el umbral-. Si no tenéis inconveniente, señor, me gustaría visitar Casseras dentro de unos días. -Al formular esta petición, sabía que tenía que andarme con cuidado para no ofenderle con lo que podía interpretarse como una falta de respeto por sus métodos-. Dado que estoy más familiarizado que vos con los signos que denotan la presencia de la herejía, quizá logre descubrir unas pistas que vos pasasteis por alto, sin querer, por supuesto.
– ¿Vos? -El rostro del senescal reflejaba asombro y preocupación. Me parece prodigioso que un hombre pueda hablar sin palabras, pues al igual que las oraciones de los santos constituyen unos frasquitos llenos de aromas, el movimiento de las sombras constituye la lengua del semblante de un hombre-. ¿Que queréis ir? ¡Eso sería una temeridad!
– No si me acompañan algunos de vuestros hombres.
– El padre Augustin iba acompañado y ya sabemos cómo acabó.
– Yo podría doblar la guardia.
– Citad a los aldeanos aquí. Es menos peligroso.
– Cierto. -De pronto se me ocurrió una idea-. Pero eso los asustaría. Quiero que me consideren su amigo. Quiero que confíen en mí. Por otra parte, no tenemos sitio en la prisión.
– Si yo fuera vos, padre, recapacitaría -me advirtió Roger. Cerró la puerta y apoyó una mano en mi brazo, dejando una mancha gris sobre el tejido blanco-. ¿No teméis que os asesinen?
Me reí para restar importancia a su preocupación.
– Puesto que utilizaré vuestros caballos, señor, al menos sabremos que el culpable no obtuvo esta información de las caballerizas del obispo -respondí en tono de chanza, afanándome en mostrar un talante valeroso aunque no las tenía todas conmigo. Pues aunque mi intelecto me decía que los asesinos del padre Augustin habían dejado la escena del crimen a sus espaldas y se hallaban muy lejos, en mi fuero interno experimentaba un absurdo temor que decidí sofocar a toda costa.
Por desgracia, como quizás os hayáis imaginado, el hecho de contemplar los restos del padre Augustin sólo sirvió para intensificar ese temor.