Narratio

La sombra de la muerte

El día que conocí al padre Augustin Duese, pensé: «Ese hombre vive a la sombra de la muerte». Lo pensé, en primer lugar, debido a su aspecto, pálido y desmejorado, como uno de los huesos resecos en la visión de Ezequiel. Era un hombre alto y muy delgado, con la espalda encorvada, la piel cenicienta, las mejillas hundidas, los ojos casi perdidos en unas cuencas profundas y sombrías, el pelo ralo, los dientes cariados, el paso vacilante. Parecía un cadáver andante, y no sólo debido a su avanzada edad. Llegué a la conclusión de que la muerte rondaba cerca de él y le atacaba incesantemente con las armas de la enfermedad: inflamación de las articulaciones, sobre todo en manos y rodillas, mala digestión, vista cansada, estreñimiento, problemas a la hora de orinar. Sólo sus orejas estaban sanas, pues tenía un oído muy fino. (Tengo entendido que su pericia como inquisidor se debía a su capacidad de detectar el tono de falsedad en la voz de una persona.) Asimismo, estoy convencido de que la cualidad penitencial de sus comidas pudo haber contribuido al deterioro de su estómago, obligado a digerir unos alimentos que el mismo Domingo habría rechazado, una comida que me resisto a llamar comida, y que el padre Augustin ingería en porciones muy escasas. Hasta me atrevería a decir que si efectivamente el padre Augustin hubiera estado muerto, quizás habría comido un poco más, aunque imagino que comer abundantes raciones de las vituallas que él prefería, consistentes en pan duro, mondaduras de verduras hervidas y corteza de queso, habría sido más difícil que tragarse un espino. Sin duda, el padre Augustin ofrecía sus sufrimientos como sacrificio al Señor.

A mi entender, una dieta así debe seguirse con menos celo. El Doctor Angélico [1] nos dijo que la austeridad que conlleva la vida religiosa es necesaria para mortificar la carne, pero si la practicamos sin criterio, nos arriesgamos a enfermar. No pretendo decir con esto que el padre Augustin hiciera gala de sus mortificaciones: su abstinencia no era un gesto vano y falso, como aquéllas contra las que nos previene Cristo al condenar a los hipócritas que ayunan con semblante triste y desfiguran sus rostros para dar la impresión de que ayunan. El padre Augustin no era así. Si se mortificaba, era porque se sentía indigno. Pero no se granjeó la amistad de los porqueros del priorato con sus peticiones de nabos enmohecidos y fruta dañada. Las sobras de ese tipo siempre han sido consideradas propiedad de ellos, en la medida en que un lego dominico puede incluso ser dueño de una col. En cierta ocasión comenté al padre Augustin que, mientras él se mataba de hambre, de paso mataba de hambre a nuestros puercos, y unos puercos en ayunas no nos servían de nada.

Él, como es lógico, no respondió. La mayoría de inquisidores que conozco sabe utilizar el silencio con la más experta precisión.

Sea como fuere, el padre Augustin no sólo parecía, y estoy seguro de que se sentía, un hombre moribundo, sino que se comportaba como tal. Me refiero a que parecía tener mucha prisa, como si contara sus días. Y para ofreceros un ejemplo de esta extraña premura, describiré lo que ocurrió poco después de su llegada a Lazet, tres meses antes de su muerte, en respuesta a mi petición de ayuda en la noble tarea de «capturar a los zorros que pretenden destruir las vides del Señor», es decir, arrestar a los enemigos que rodean la Iglesia, la cual se alza como un lirio entre espinas. Sin duda conocéis a esos enemigos. Quizás incluso os hayáis topado con esos divulgadores de doctrina herética, sembradores de discordia, fabricantes de cismas, divisores de la unidad, quienes ponen en tela de juicio la sagrada verdad proclamada por la Santa Sede y mancillan la pureza de la fe con sus enseñanzas erróneas.

Hasta los primeros padres sufrieron la plaga de esos emisarios de Satanás. (¿Acaso no nos aseguró el mismo san Pablo: «Los herejes deben existir para que los elegidos puedan manifestarse entre vosotros»?) Aquí, en el sur, peleamos contra numerosos y perversos dogmas, numerosas sectas pestíferas cuyos nombres y actividades difieren pero cuyo veneno corrompe con los mismos efectos perniciosos. Aquí en el sur, las viejas semillas de la herejía maniquea denunciada por san Agustín han arraigado profundamente, y siguen prosperando, pese a los píos esfuerzos de la santa orden benedictina.

Aquí, numerosos frailes dedican su vida a defender la cruz de Cristo. Cuando me nombraron vicario de Jacques Vaquier, inquisidor de la depravación herética de Lazet (¡parece que hace un siglo!), mi intención no fue pasarme el día persiguiendo a esos defensores de la iniquidad, sino aliviar la ardua tarea del padre Jacques cuando éste se sintiera abrumado por ella. Se da la circunstancia de que el padre Jacques se sentía abrumado con frecuencia, por lo que yo pasaba más tiempo ocupado con los asuntos del Santo Oficio de lo que me había propuesto en un principio. No obstante, Jacques Vaquier investigó muchas almas que, cual ovejas, por desgracia se habían descarriado, y cuando murió el invierno pasado, el trabajo que dejó inconcluso era demasiado oneroso para una persona. Por eso solicité a París que enviaran a un nuevo superior. Y por eso llegó el padre Augustin al priorato una tarde de verano, seis días antes de la festividad de la Anunciación (fecha en que estaba prevista su llegada), sin avisar, inesperadamente, con la única compañía de su joven escriba y ayudante, Sicard, que era los ojos de su amo.

Ambos estaban demasiado cansados para cenar, o para asistir a completas. Que yo sepa, se acostaron nada más llegar. Pero al día siguiente, a la hora de maitines, vi al padre Augustin sentado en el coro frente a mí, y después de tercia, me reuní con él en su celda. (Para lo cual, como es lógico, nos concedieron un permiso especial.) Debo aclarar que en el priorato de Lazet, a los hermanos nombrados para servir en el Santo Oficio se les concede el mismo privilegio del que goza nuestro lector y bibliotecario, es decir, ocupar una celda individual, y permiso para cerrar la puerta de su celda. No obstante, el padre Augustin no cerraba su puerta.

– Prefiero no hablar de temas heréticos en un lugar consagrado a Dios -me explicó-. Por tanto, y a ser posible, hablaremos sobre los vástagos del Anticristo sólo cuando los ataquemos, en lugar de emponzoñar el aire del priorato con obras y pensamientos perversos. Por consiguiente, no veo la necesidad de sigilo ni de puertas cerradas en este lugar.

Yo me mostré de acuerdo con él. Luego el padre Augustin me pidió, con tono solemne, que rezara con él para pedir a Dios que bendijera nuestros esfuerzos por eliminar del país esta morbilidad herética. Observé enseguida que él y Jacques Vaquier eran muy distintos. El padre Augustin tenía la costumbre de emplear ciertas frases hechas al referirse a los herejes: «los zorros en las vides», «la cizaña en la cosecha», «los descarriados» y demás. Asimismo, era muy preciso en la utilización de los términos definidos por el Concilio de Tarragona, el siglo pasado, relativos a los distintos grados de culpabilidad en materia de asociación herética; por ejemplo, jamás calificaba de «encubridor» de herejes a quien en rigor era un «ocultador» (la diferencia, como sabéis, es muy sutil), ni de «defensor» a quien era un «recibidor». Siempre denominaba la casa o la hostería donde se congregaban los herejes «receptáculo», tal como decreta el Consejo.

El padre Jacques calificaba a los herejes de «algas de pantano» y sus viviendas de «focos de infección». No era, como habría dicho san Agustín, uno de esos hombres que unen su corazón a los ángeles.

– Sé que el inquisidor general os ha remitido un informe completo sobre mi historial y formación -prosiguió el padre Augustin. Tenía una voz sorprendentemente firme y resonante-. ¿Deseáis hacerme algunas preguntas referentes a mi experiencia como inquisidor… mi vida en la orden…?

El informe del inquisidor general era en efecto exhaustivo, consignaba datos y fechas precisos sobre todos los cargos docentes que había desempeñado el padre Augustin, priorazgos y comisiones papales, desde Cahors hasta Bolonia. Pero un hombre es más que sus cargos. Pude haber formulado al padre

Augustin muchas preguntas sobre su salud, sus padres o sus autores favoritos; pude haberle preguntado su opinión sobre el papel de inquisidor, o la pobreza de Cristo.

En lugar de ello, le formulé la pregunta que sin duda os intriga a vos mismo, y que él debió de responder mil veces.

– Padre, ¿estáis emparentado con el Santo Padre, el papa Juan?

El padre Augustin esbozó una sonrisa cansina.

– El Santo Padre no me reconocería -respondió enigmáticamente, y no dijo otra palabra sobre el tema, ni entonces ni en ninguna otra ocasión.

Jamás averigüé la verdad. Creo que, siendo como era un Duese de Cahors, seguramente estaba emparentado con el Papa, pero las dos ramas de la familia se habían enemistado y en consecuencia el padre Augustin no gozaba de la conocida generosidad del papa Juan respecto a los hombres de su familia. De lo contrario, habría llegado a cardenal, o cuando menos obispo.

Tras rehuir mi pregunta, el padre Augustin me hizo unas preguntas a mí. Tenía entendido que yo era un Peyre de Prouille; ¿me había criado cerca de la primera fundación de santo Domingo? ¿Me había inspirado su proximidad para ingresar en la orden de los dominicos? Se expresaba con tono reverente, y lamenté informarle de que los Peyre de Prouille se habían arruinado mucho antes de que santo Domingo llegara aquí. Ya en tiempos de santo Domingo, el fuerte había sido demolido y los derechos feudales de los Peyre habían pasado a una familia de ricos campesinos. Lo sé porque había leído una crónica sobre los primeros tiempos del monasterio, la cual, curiosamente, me tranquilizó con respecto a una cuestión que siempre me había preocupado, las exactas circunstancias del declive de mi familia. En esta región, la ruina suele ser consecuencia de unas creencias heréticas. Me tranquilizó averiguar que la casa solariega de mi familia no había sido confiscada por el Santo Oficio, ni por los ejércitos de Simón de Montfort, sino que mis antepasados la habían perdido por su debilidad de carácter o estupidez.

Expliqué al padre Augustin que me había criado en Carcasona, y que mi padre había sido notario público y cónsul allí. Si yo tenía parientes en Prouille, no sabía nada de ellos. Ni siquiera había visitado ese lugar.

El padre Augustin parecía decepcionado. Me preguntó, con tono más frío, sobre mi progreso en la orden, y me apresuré a describírselo: ordenado a los diecinueve años, tres años de filosofía en Carcasona, profesor de filosofía en Carcasona y Lazet, cinco años de teología en la Escuela General de Montpellier, nombrado predicador general, definidor en varios capítulos provinciales, maestro de estudiantes en Beziers, Lazet, Toulouse…

– Y luego de vuelta a Lazet -me interrumpió el padre Augustin-. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

– Nueve años.

– ¿Os sentís a gusto aquí?

– ¿A gusto? Sí. -El padre Augustin se refería a que mis progresos parecían haberse detenido. Pero a medida que uno envejece pierde las pasiones de la juventud. Por lo demás, algunos miembros de la orden no se ríen como yo-. El vino aquí es excelente. El clima es agradable. Abundan los herejes. ¿Qué más podría pedir?

El padre Augustin me miró durante unos momentos. Luego me preguntó sobre el padre Jacques, su historial y sus costumbres, sus aficiones, sus habilidades, su vida y su muerte. Comprendí enseguida que me conducía en una determinada dirección, como los perros conducen a un ciervo hacia una partida de cazadores. Como yo conduzco a un hereje hacia la verdad.

– No es necesario que os andéis con rodeos, padre -dije, interrumpiéndole cuando me preguntó con habilidad sobre la amistad del padre Jacques con algunos de los comerciantes más importantes de la ciudad-. Deseáis saber si los rumores son fundados, si vuestro predecesor aceptó clandestinamente dinero de hombres acusados de herejes.

El padre Augustin no manifestó sorpresa ni enojo. Era un inquisidor demasiado experto para caer en esa ingenuidad. Se limitó a observarme, aguardando.

– Yo también he oído esas habladurías -proseguí-, pero no he podido confirmar su veracidad ni su falsedad. El padre Jacques aportó a la orden numerosos y magníficos libros, que afirmó haber recibido como regalo. Asimismo, tenía muchos parientes acaudalados en esta región, pero no puedo deciros si sus fortunas provenían de él o fueron a parar a él. Si aceptó unos regalos ilícitos, no creo que lo hiciera con frecuencia.

El padre Augustin guardó silencio, con la vista fija en el suelo. Con los años he comprendido que nadie, ni siquiera un experto inquisidor, es capaz de leer los corazones y las mentes de los hombres como si leyera un libro. El hombre repara en el aspecto externo, pero el Señor repara en el corazón, y el aspecto externo del padre Augustin era impenetrable como un muro de piedra. No obstante, yo estaba convencido, con una apabullante y sin duda injustificada seguridad en mí mismo, de que lograría adivinar sus pensamientos. Deduje que sospechaba que yo mismo estaba implicado en el asunto, por lo que me apresuré a tranquilizarlo.

– Por otra parte, no tengo parientes ricos. Y mis estipendios como vuestro vicario son remitidos directamente al priorato… cuando me los pagan. -Al observar la perplejidad de mi superior, le expliqué que al padre Jacques, pese a sus reiteradas peticiones al administrador real de confiscaciones, le debían, al morir, los estipendios de tres años-. Las confiscaciones no son tan provechosas como en otros tiempos -añadí-. Los herejes que vemos hoy en día son humildes campesinos de las montañas. Todos los señores heréticos fueron capturados y desollados hace tiempo.

– El rey es responsable de los gastos del Santo Oficio -dijo el padre Augustin-. Esto no es Lombardía ni Toscana. La Inquisición francesa no depende de las confiscaciones para subsistir.

– Quizá no en teoría -contesté-. Pero el rey sigue debiendo al padre Jacques cuatrocientas cincuenta livres tournois.

– ¿Y a vos? ¿Cuánto os debe el rey?

– La mitad de esa cantidad.

El padre Augustin arrugó de nuevo el ceño. En éstas sonó la campana que llamaba a prima y ambos nos levantamos.

– Después de misa -dijo el padre Augustin-, deseo visitar la prisión y el lugar donde lleváis a cabo los interrogatorios.

– Os llevaré allí.

– También deseo conocer al administrador real de confiscaciones… y, por supuesto, al senescal real.

– Os concertaré una cita con él.

– Como es natural, indagaré en el asunto de los estipendios -prosiguió el padre Augustin dirigiéndose hacia la puerta. Al parecer nuestro diálogo había concluido. Pero al atravesar el umbral, se volvió y me miró.

– ¿Habéis dicho que la mayoría de las ovejas descarriadas que tenemos en nuestra prisión son campesinos pobres?

– Sí.

– Entonces debemos preguntarnos el motivo. ¿Acaso todos los ricos son católicos fieles? ¿O disponen de los medios necesarios para comprar su libertad?

No supe qué responder. Así que después de esperar unos momentos a que yo le contestara, el padre Augustin echó a andar de nuevo hacia la iglesia, apoyado en su bastón y deteniéndose de vez en cuando para recobrar el resuello.

Al seguirle, tuve que caminar con más lentitud de la habitual. Pero tuve que reconocer que, por más que su cuerpo estuviera enfermo, la mente del padre Augustin rebosaba vigor.


Imagino que no conocéis Lazet, excepto en los términos más sencillos: quizá sepáis que es una ciudad bastante grande, aunque algo más pequeña que Carcasona; ubicada en las estribaciones de los Pirineos, sobre un valle fértil atravesado por el Agly; que su comercio principal es el vino y la lana, algunos cereales, un poco de aceite de oliva y madera de las montañas. Quizá sepáis también que desde la muerte de Alphonse de Poitiers pertenece a la Corona. Pero no conocéis su aspecto, sus rasgos esenciales, a sus ciudadanos importantes. Por tanto os ofreceré una descripción fiel de la ciudad antes de continuar relatando los hechos que ocurrieron allí, y ruego a Dios que me conceda la elocuencia de la que carezco.

Lazet se halla en la cima de un altozano, y está bien fortificada. Si entráis por la puerta norte, llamada la puerta de Saint Polycarpe, al poco rato llegaréis a la catedral de Saint Polycarpe. Es una iglesia antigua, de tamaño reducido y construcción austera; el claustro de los canónigos adjunto a ella presenta unas decoraciones más suntuosas, puesto que fue construido en fecha reciente. El palacio del obispo era antiguamente la casa de huéspedes de los canónigos, antes de que el papa Bonifacio XIII creara en 1295 los obispados de Pamiers y Lazet. Desde entonces se han llevado a cabo importantes reformas en el edificio, según me han dicho, y ostenta más habitaciones de las que pueda necesitar un arzobispo. Sin duda es el edificio más hermoso de Lazet.

Frente a la catedral hay una explanada en la que convergen cinco caminos, y allí encontraréis el mercado. Muchas personas acuden allí para comprar vino, tejidos, ovejas, madera, pescado, cacharros, mantas y otros artículos. En el centro del mercado se alza una cruz sobre un hoyo poco profundo dotado de un techado, semejante a una gruta, que pertenece a los canónigos de Saint Polycarpe. He oído decir que tiempo atrás, mucho antes de que se construyera esta ciudad, un piadoso eremita vivió durante cincuenta años en esa gruta, sin salir jamás de ella ni poder ponerse de pie en su interior, a juzgar por las dimensiones del espacio, el cual pronosticó la construcción de Lazet. El eremita se llamaba Galamus. Aunque no fue santificado, su gruta es considerada un lugar sagrado; desde tiempos inmemoriales la gente deja allí unos presentes para los canónigos: a veces dinero, con frecuencia pan o verduras, un rollo de tejido o un par de zapatos. Estas ofrendas se recogen todos los días al anochecer. El hecho de que durante los últimos años se hayan recogido muy pocas ofrendas se achaca al Santo Oficio, al que se le suele hacer responsable de la mayoría de desgracias que ocurren en esta región.

Desde el mercado, si camináis por la calle de Galamus, pasaréis frente al Castillo Condal, situado a vuestra derecha. Esta fortaleza, antaño la residencia de los condes de Lazet -un linaje que se ha extinguido debido a sus tendencias heréticas-, hoy en día es el cuartel general de Roger Descalquencs, el senescal real. Cuando el rey Felipe visitó nuestra región, hace unos catorce años, durmió en la habitación que ahora ocupa Roger, como el propio Roger se afanará en recordaros. Los juicios regionales, que él preside como magistrado, se celebran también en el castillo, y la prisión real está instalada en dos de sus torres. Buena parte de la guarnición de la ciudad ocupa el cuartel y la barbacana.

El priorato de los frailes predicadores está situado al este del castillo. Dado que es una de las fundaciones más antiguas de los dominicos, fue visitada en numerosas ocasiones por santo Domingo, quien donó a la fundación una pequeña colección de conchas y ropa que se conservan con esmero en la sala capitular. Allí viven veintiocho frailes, junto con diecisiete hermanos legos y doce estudiantes. La biblioteca alberga ciento setenta y dos libros, catorce de los cuales fueron adquiridos (por algún que otro medio) por el padre Jacques Vaquier. Según la reputada obra de Humberto de los Romanos, referente a las vidas de nuestros primeros padres, Lazet fue el lugar donde un tal hermano Benedict, salvajemente atormentado por siete diablos alados que le azotaban sin piedad, llenando su cuerpo de unas pústulas hediondas, enloqueció y tuvo que ser encadenado a un muro para proteger a sus compañeros frailes. Cuando santo Domingo exorcizó a los diablos, el amo de éstos apareció bajo el aspecto de un lagarto negro y discutieron sobre teología hasta que el santo le derrotó con un poderoso entimema colectivo.

Por fortuna, estas cosas ya no ocurren aquí.

Desde el priorato, un corto recorrido a pie os conducirá a las dependencias del Santo Oficio. No obstante, cuando llevé al padre Augustin por ese camino, me saludaron cuatro conocidos (un guantero, un sargento, un tabernero y una piadosa matrona), y reparé en la mirada perpleja de soslayo que me dirigió mi superior.

– ¿No dijisteis que las gentes de este lugar sienten aversión hacia el Santo Oficio? -me preguntó.

– Me temo que sí.

– Sin embargo, parece que os consideran un amigo.

– Padre -respondí echándome a reír-, si yo estuviera en el lugar de esas gentes, también procuraría hacerme amigo del inquisidor local.

Mi respuesta pareció satisfacer al padre Augustin, aunque no era una explicación totalmente sincera. Lo cierto es que me he esforzado en mantener una buena relación con muchos de los ciudadanos de Lazet, pues para formarse una detallada imagen mental de los árboles genealógicos más ilustres, relaciones de negocios y enemistades mortales de la ciudad, es preciso compartir muchos ratos con esas gentes. Os garantizo que averiguaréis más cosas sobre los secretos amatorios de una mujer cambiando unas palabras con su doncella o su vecina, que interrogándola sobre el potro de tormento (cosa que, gracias a Dios, jamás he hecho). «Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.» Son unas palabras muy a tener en cuenta, no sólo por el predicador sino también por el inquisidor.

Siempre he sostenido que un buen inquisidor no necesita formular muchas preguntas a su testigo. Un buen inquisidor ya conoce las repuestas. Y no hallará todas las respuestas en los libros, ni en la contemplación de la inefable majestad de Cristo.

– Aquí, como veis, está la prisión -dije cuando alcanzamos las murallas de la ciudad. En Lazet, al igual que en Carcasona, los prisioneros del Santo Oficio son encarcelados en una de las torres fortificadas, que adornan las murallas circundantes de la ciudad como joyas que adornan un collar-. Por suerte, nuestras dependencias fueron especialmente construidas para alojar la prisión, lo cual nos permite movernos libre y cómodamente entre ambos edificios.

– Un plan excelente -comentó el padre Augustin con tono grave.

– No veréis unas dependencias tan lujosas como las de Toulouse -añadí, pues sabía que el padre Augustin había trabajado un tiempo con Bernard Gui, quien lleva a cabo sus tareas en una casa cercana al Castillo Narbonés donado a santo Domingo por Peter Celia-. No podemos jactarnos de poseer un refectorio o un gran salón como en Carcasona. Tenemos unas caballerizas, pero no tenemos caballos. Disponemos de pocos empleados.

– Poco es mejor con el temor de Dios -murmuró el padre Augustin.

A continuación le mostré cómo estaban construidos los establos, excavados en una cuesta poco pronunciada de modo que la enorme puerta de madera, cerrada por dentro con cerrojo, daba a una calle situada a un nivel inferior que el camino en el que se hallaba la entrada principal. Aunque el edificio constaba de tres plantas (los establos ocupaban el nivel inferior), visto desde el norte parecía consistir sólo de dos plantas, adosado a la torre de la prisión como un corderito que se refugia contra el flanco de su madre.

Pero quizá sea impropio comparar las dependencias del Santo Oficio con algo tan débil y tierno como un corderito. Depositario de numerosos y graves secretos, estaba tan fortificado como la prisión situada junto a él, y rodeado por unos recios muros perforados por tres pequeñas troneras. La puerta principal apenas era lo suficientemente ancha y elevada para que pasara por ella una persona de proporciones normales y, como la puerta del establo, también podía cerrarse desde dentro. Aquella mañana nos encontramos con Raymond Donatus, que salía del edificio cuando nosotros nos disponíamos a entrar, por lo que no tuvimos que llamar a la puerta.

– ¡Ah! Raymond Donatus -dije-. Permitidme que os presente al padre Augustin Duese. Padre, éste es nuestro notario, el cual dedica buena parte de su tiempo a atender nuestras peticiones especiales. Es un fiel servidor del Santo Oficio desde hace ocho años.

Raymond Donatus nos miró sorprendido. Deduje que había salido para orinar (pues se estaba ajustando la ropa) y no esperaba toparse con nuestro nuevo inquisidor en la puerta. No obstante, recobró con rapidez la compostura e hizo una reverencia.

– Su presencia nos honra, reverendo. Mi corazón se alegra de veros.

El padre Augustin pestañeó y farfulló una bendición. Parecía un tanto extrañado por la exagerada, y cabe decir histriónica, cortesía de Raymond. Pero era muy típico de él: siempre se expresaba en términos exagerados, que podían ser dulces como el pan de los ángeles o contundentes como el martillo que rompe la piedra en añicos. Era un hombre de carácter voluble, que pasaba de la tristeza a la euforia varias veces al día, de genio vivo, que no temía manifestar sus opiniones, muy divertido cuando estaba de buen humor, glotón, desmedido y lascivo como una cabra (de sangre tan caliente que los diamantes se funden en ella). Un hombre de orígenes humildes que se ufanaba de su cultura. Asimismo, se vestía con ropa elegante y no cesaba de hablar de sus viñedos.

No obstante, esos pequeños defectos carecían de importancia comparados con su maestría en el empleo de la jerga legal y la extraordinaria pericia de su mano. Jamás he conocido, en todos mis viajes, a un notario capaz de transcribir la palabra hablada con tanta rapidez. Apenas salía una frase de los labios de uno, él ya la había plasmado sobre el papel.

Para concluir con una descripción de su aspecto (lo que Cicerón llamaría una effictio), diré que tenía unos cuarenta años, que era de estatura mediana, corpulento pero no obeso, de rostro rubicundo y con una melena tan abundante y negra como el tercer caballo del Apocalipsis. Poseía una buena dentadura, que exhibía con orgullo, y sonrió al padre Augustin con tal vehemencia que el superior pareció un tanto desconcertado.

Para romper el incómodo silencio, expliqué al padre Augustin que Raymond Donatus era el encargado de los archivos inquisitoriales que se conservaban arriba.

– ¡Ah!-dijo el padre Augustin, más animado, cruzando el umbral con sorprendente velocidad-. Los archivos, sí. Deseo hablaros sobre los archivos.

– Están a buen recaudo -le aseguré, siguiéndole. Cuando nuestros ojos se hubieron adaptado a la penumbra, le indiqué mi mesa, que ocupaba un extremo de la habitación en la que nos hallábamos. El resto del mobiliario consistía en tres bancos, dispuestos junto a las paredes a nuestra izquierda y derecha-. Ahí es donde llevo a cabo buena parte de mi trabajo. El padre Jacques dejaba en mis manos casi toda la correspondencia.

El padre Augustin miró a su alrededor como un ciego. Luego arrastró los pies y tocó el atril de madera, de nuevo como un ciego. Tuve que conducirlo a su despacho, mayor que la antesala, dotado de una tronera a través de la cual se filtraba un poco de luz. Después de explicar que el padre Jacques solía interrogar a los testigos en ese despacho, mostré a su sucesor la mesa del inquisidor (una pieza magnífica, exquisitamente tallada) y el arcón en el que el padre Jacques guardaba algunas obras de referencia: el Speculum Judiciale de Guillaume Durant, la Summa de Rainerius Sacconi, las Sentences de Pierre Lombard, la glosa de Raimundo de Peñafort sobre el Líber Extra de Gregorio IX. Expliqué al padre Augustin que esos libros estaban ya al cuidado del bibliotecario del priorato, pero que si deseaba consultarlos no tenía más que decirlo.

– ¿Y los archivos? -inquirió el padre Augustin, haciendo caso omiso de lo que yo le había dicho. Mostraba una expresión fría y resuelta que me chocó. Le conduje de nuevo a la antesala y subimos por una escalera circular de piedra construida en una angosta torreta que ocupaba un ángulo y comunicaba los tres pisos. Cuando alcanzamos el piso superior, hallamos a Raymond Donatus esperándonos junto al escribano, el hermano Lucius Pourcel.

– Aquí es donde guardamos los archivos -expliqué-. Y éste es el hermano Lucius, nuestro escriba. El hermano Lucius es un canónigo de Saint Polycarpe. Es un escriba muy rápido y preciso.

El padre Augustin y el hermano Lucius se saludaron fraternalmente. El hermano Lucius con su humildad acostumbrada, el padre Augustin como si pensara en asuntos más importantes. Comprendí que no dejaría que nada le distrajera de su propósito, que era localizar y examinar los archivos inquisitoriales. Así pues, le conduje hacia los dos enormes arcones en los que estaban guardados y le entregué las llaves de su predecesor.

– ¿Quién más tiene las llaves? -preguntó el padre Augustin-. ¿Vos?

– Por supuesto.

– ¿Y esos hombres?

– Sí, ellos también las tienen -respondí, y miré hacia el lugar donde se hallaban Raymond Donatus y el hermano Lucius. Formaban una extraña pareja, uno muy relleno y vestido con suntuosidad, decididamente tosco en su apariencia y apetitos; el otro pálido, flaco y reservado. Había oído con frecuencia a Raymond hablando con Lucius, pues su estentórea voz se oía con claridad desde abajo, enumerando los encantos de una amistad femenina o perorando sobre cuestiones concernientes al dogma católico. Sostenía numerosas opiniones que no se recataba en airear. No recuerdo haber oído al hermano Lucius expresar su parecer sobre tema alguno, salvo quizás el tiempo, o su debilitada vista. En cierta ocasión, compadeciéndome de él, le pregunté si prefería tener menos trato con Raymond Donatus, pero el hermano Lucius me aseguró que no le molestaba. Raymond, dijo, era un hombre instruido.

También era un hombre que quemaba incienso a la vanidad, y no se sintió halagado en absoluto por la aparente incapacidad del padre Augustin de recordar su nombre. (En todo caso, así interpreté yo su hosca expresión.) Pero al padre Augustin sólo le interesaba una cosa, y hasta que no consiguiera cumplir su propósito, todo lo demás le tenía sin cuidado.

– No puedo abrir estos arcones -declaró, alzando su mano hinchada y trémula para mostrármela-. Haced el favor de abrirlos vos.

– ¿Buscáis algún libro en concreto, padre?

– Deseo examinar los archivos que contengan todos los interrogatorios llevados a cabo por el padre Jacques cuando estuvo aquí.

– En ese caso, Raymond os será más útil -respondí indicando a Raymond Donatus al tiempo que alzaba la tapa del primer arcón-. Raymond conserva los archivos en perfecto orden.

– Con gran celo y diligencia -apostilló Raymond, que no se recataba en proclamar sus virtudes. Avanzó presuroso, con el deseo de demostrar su pericia como archivero de nuestros expedientes inquisitoriales-. ¿Deseáis revisar algún caso en particular, reverendo? En la tapa de cada libro hay unas tabulaciones…

– Deseo revisar todos los casos -le interrumpió el padre Augustin. Entrecerrando los ojos para contemplar las pilas de volúmenes encuadernados en cuero, arrugó el ceño y preguntó cuántos había.

– Hay cincuenta y seis archivos -contestó Raymond con orgullo-. Aparte de varios pergaminos y cuadernos.

– Como sabéis, ésta es una de las sedes más antiguas del Santo Oficio -observé. Se me ocurrió que el padre Augustin era casi con toda seguridad incapaz de levantar un solo archivo, pues cada códice era muy voluminoso y pesado-. Y una de las más concurridas. En estos momentos, por ejemplo, hay ciento setenta y ocho prisioneros adultos.

– Deseo que todos los expedientes del padre Jacques se guarden en el arcón del piso inferior -me ordenó mi superior, haciendo de nuevo caso omiso de mi comentario-. Sicard me ayudará a revisarlos. ¿Podemos acceder a la prisión desde esta planta?

– No, padre. Sólo desde la planta baja.

– En tal caso volveremos sobre nuestros pasos. Gracias -dijo el padre Augustin dirigiéndose al hermano Lucius y a Raymond Donatus-. Volveremos a hablar más tarde. Podéis regresar a vuestras tareas.

– Yo no, padre -objetó Raymond-. No puedo reanudar mi tarea sin el padre Bernard. Íbamos a interrogar a un testigo.

– Eso puede esperar -contesté-. ¿Habéis redactado el protocolo para Bertrand Gaseo?

– No del todo.

– Pues terminadlo. Ya os llamaré cuando os necesite.

El padre Augustin bajó a la antesala con lentitud, pues la escalera era estrecha y estaba poco iluminada. Pero guardó silencio hasta que alcanzamos mi mesa, situada junto a la puerta de la prisión.

– Deseo preguntaros algo con franqueza, hermano -dijo al cabo de unos momentos el padre Augustin-. ¿Esos hombres son de fiar?

– ¿Raymond? -pregunté-. ¿De fiar?

– ¿Podemos confiar en ellos? ¿Quién les nombró?

– El padre Jacques, por supuesto. -Como dice san Agustín, hay algunas cosas en las que no creemos hasta que las comprendemos, y otras que no comprendemos hasta que creemos en ellas. Pero aquí había algo que yo comprendía pero me parecía increíble-. Padre -dije-, ¿habéis venido para hacer una inquisición en la Inquisición? Si es así, debéis decírmelo.

– He venido para impedir que los lobos voraces destruyan la fe -respondió el padre Augustin-. Por consiguiente, debo guardar los archivos del Santo Oficio en lugar seguro. Los archivos son nuestro instrumento más eficaz, hermano, y los enemigos de Cristo lo saben. Están dispuestos a todo con tal de apoderarse de ellos.

– Lo sé. Avignonet. -Todos los que trabajan para el Santo Oficio tienen grabado en su corazón los nombres de los inquisidores que fueron asesinados en Avignonet el siglo pasado. Pocos saben que sus archivos fueron robados y después vendidos por la suma de cuarenta sous-. Y Caunes. Y Narbona. Todos los ataques emprendidos contra nosotros terminan con la sustracción y quema de los archivos. Pero este edificio está bien protegido y hemos hecho una copia de todos los expedientes. Se encuentran en la biblioteca del obispo.

– Hermano, las mayores derrotas son urdidas por los traidores -afirmó el padre Augustin. Tras apoyar todo su peso en el bastón, añadió-: Hace treinta años, el inquisidor de Carcasona descubrió un complot para destruir ciertos archivos. Yo he visto unas copias que están en Toulouse. Dos de los hombres implicados eran empleados del Santo Oficio, uno un mensajero, el otro un escriba. Debemos permanecer siempre atentos, hermano. «Guárdese cada uno de su amigo, y nadie confíe en su hermano.»

De nuevo me sentí confundido. Sólo atiné a responder:

– ¿Por qué consultasteis unos documentos de hace treinta años?

El padre Augustin sonrió.

– Los viejos archivos son tan elocuentes como los nuevos -contestó-. Por eso deseo revistar los expedientes del padre Jacques. Tras obtener el nombre de cada persona difamada por herejía en sus archivos, y cotejar luego los nombres con los de las personas que figuran como acusadas y condenadas, comprobaré quiénes lograron escapar al castigo.

– Quizá lograran escapar porque murieron -observé.

– En tal caso, según lo prescrito, exhumaremos sus restos, quemaremos sus huesos y destruiremos sus casas.

«Por el furor de Yahvé Sebaot se abrasará la tierra, y el pueblo será presa del fuego.» Seré un pusilánime, pero la persecución de personas que han muerto siempre me ha parecido excesiva. ¿Acaso los muertos no se hallan en los dominios de Dios o el diablo?

– Los habitantes de esta ciudad no nos mirarán con simpatía, padre, si desenterramos a sus muertos -observé, pensando de nuevo en los episodios a los que me había referido, los ataques contra el Santo Oficio en Caunes, Narbona y Carcasona. En aquel incidente descrito en la Crónica del hermano Guillaume Pelhisson, en el cual el hermano Arnaud Catalán, inquisidor de Albi, fue azotado bárbaramente por un populacho hostil por haber quemado los huesos de unos herejes.

Pero el padre Augustin se limitó a responder:

– No hemos venido aquí para hacer amigos, hermano.

Y me miró con cierto aire de censura.


Entre las numerosas obras notables que se conservan en el priorato de Lazet se halla la Historia albigensis de Pierre de Vaux-de-Cernay. Dicha crónica contiene el relato de unos hechos que, de no ser por el don bendito de las letras, sin duda habrían caído en el olvido, pues pocos desean recordar unos tiempos tan cruentos ni las raíces de la amargura que los propició. Quizá (¿quién sabe?) sería preferible que cayeran en el olvido; desde luego, uno no querría que se difundiera la vergonzante historia de la fascinación que las doctrinas perversas han ejercido sobre esta provincia. Baste decir que si consultáis la Historia albigensis comprenderéis con toda claridad las oscuras infidelidades que atrajeron la ira de la cristiandad sobre nosotros, aquí en el sur. No me atrevo siquiera a resumir los hechos relatados por el susodicho Pierre, el cual, imitando a Simón de Montfort, describió numerosas batallas y asedios, mientras los ejércitos de la cruzada hacían de nuestras montañas campo de devastación, y de nuestras heredades pastizales de desierto. En cualquier caso, fue una guerra que tiene poco que ver con mi modesto relato. Si me he referido a la obra del padre Pierre es porque ofrece una fiel descripción del grado en que «esa abominable plaga de depravación herética», la secta de los herejes maniqueos o albigenses (conocidos también como cataros), había infectado a mis congéneres antes de que se emprendiera una cruzada contra ellos. Desde el más noble al más humilde, vagaron aquí y allá por los eriales del error; según afirma Pierre, incluso los nobles de esta tierra «se convirtieron casi todos en defensores y recibidores de herejes».

Y como sin duda os habréis percatado, la plebe sigue siempre los pasos de los nobles.

¿Por qué los siguen? ¿Por qué se apartan de la luz? Algunos achacan la culpa a la misma Iglesia santa y apostólica, debido a su codicia e ignorancia, a la vanidad de sus sacerdotes y a la simonía de sus pontífices. Pero cuando miro a mi alrededor veo orgullo e ignorancia en las raíces de toda disidencia. Veo a bellacos que aspiran, no ya al sacerdocio, sino a la responsabilidad de la profecía. Veo a mujeres que pretenden enseñar, y a campesinos que se llaman a sí mismos obispos. (Hoy en día, gracias a Dios, eso ya no ocurre, pero antaño los cataros tenían sus propios obispos y consejos.)

Ésta era la grave situación en que nos encontrábamos hace centenares de años, más o menos. Hoy, gracias a la diligencia del Santo Oficio, la herejía ha sido exterminada: la enfermedad ya no está difundida y expuesta, como las llagas de un leproso, sino que se encona en lugares recónditos, en bosques y montañas, detrás de una falsa devoción, debajo de una piel de cordero. Según pude comprobar después de consultar a Jean de Beaune en Carcasona, a Bernard Gui en Toulouse y al nuevo obispo de Pamiers, Jacques Fournier, que hace poco instigó un ataque contra las creencias heterodoxas en su diócesis, la última epidemia de esta infección fue provocada gracias a los esfuerzos de un tal Pierre Authie, otrora notario de Foix, que fue quemado por sus desmanes en 1310. Pierre y su hermano Guillaume se convirtieron en adeptos de la doctrina hereje en Lombardía, y regresaron a su tierra a fines del pasado siglo como perfectos, o sacerdotes, para convertir a otros. Bernard Gui calcula que debieron de convertir más o menos a un millar de creyentes. Sembraron una semilla que ha germinado, florecido y vuelto a retoñar, hasta el punto de que en las laderas y los pasos de los Pirineos prolifera esta mala hierba.

De ahí el número de campesinos procedentes de las montañas que están presos en nuestra cárcel, unos pobres ignorantes que de no ser por su necia obcecación inspirarían lástima. Con qué tenacidad se aferran a sus estúpidos errores, insistiendo, por ejemplo, en que si no hay pan en la barriga, no hay alma. O en que las almas de los hombres malos no irán al infierno ni al paraíso después del Juicio Final, sino que serán arrojadas a los abismos por los demonios. O incluso en que quienes agitan las manos o los brazos al andar causan graves daños, pues esos movimientos arrojan muchas almas de los muertos a la Tierra. Dudo que los perfectos maniqueos impartieran esas doctrinas tan absurdas (su código de creencias, aunque equivocado, no deja de tener cierta lógica dentro de su perversidad). No, las extrañas convicciones de esos imbéciles son de su propia cosecha. Instruidos por los perfectos para dudar y ponerlo todo en tela de juicio, crean sus propias doctrinas según les conviene. ¿Y adonde conduce todo esto? A hombres como Bertrand Gaseo.

Bertrand provenía de Seyrac, una aldea situada en las montañas atestadas de herejes y pastores de ovejas. Comoquiera que los perfectos afirman que la cópula, incluso entre un hombre y su esposa, es pecado (si consultáis la primera parte de la Historia albigensis comprobaréis que el autor tabula este error de la siguiente forma: «Que el santo matrimonio no es sino lascivia, y quienquiera que engendre hijos o hijas en ese estado no puede salvarse»), dado que, como digo, es uno de los principios maniqueos, Bertrand Gaseo lo utilizó para sus propios fines. Un tejedor cachigordo, enfermizo, de semblante adusto, con escasas pertenencias y nula educación, logró, sin embargo, seducir a numerosas mujeres (no he calculado el total); entre ellas a varias casadas, una hermana suya y otra que era su hermanastra. Para justificar un pecado tan monstruoso, explicaba a sus ignorantes víctimas que era más pecaminoso yacer con el marido que con cualquier otro hombre, inclusive un hermano. ¿Por qué? ¡Porque la esposa no creía estar pecando cuando yacía con su marido! También afirmaba que Dios jamás había ordenado a ningún hombre que no aceptara a su hermana de sangre como esposa, puesto que cuando se creó el mundo los hermanos copulaban con sus hermanas. En esta afirmación detecté al instante la influencia de alguien más instruido que Bertrand, y conseguí sonsacarle un nombre, el de un perfecto, Ademar de Roaxio. Se da la circunstancia de que ese tal Ademar había sido también arrestado y se hallaba encerrado en la cárcel junto con Bertrand.

No creí que Ademar hubiera inculcado en Bertrand ese perverso dogma para animarle a perseguir a sus parientes femeninas. Sin duda, esos errores fueron presentados simplemente para apoyar la tesis de que la cópula es un pecado, dentro y fuera del matrimonio, entre extraños o hermanos. Dado que Ademar era un hombre de temperamento ascético, no habría aprobado las actividades de Bertrand. Deduzco que el perfecto vivía tal como decía, como la doctrina herética decretaba que debía vivir: con castidad, pobreza, subsistiendo con una dieta que excluía la carne, los huevos y el queso (por ser fruto del coito), absteniéndose de juramentos, mendigando y predicando. Algunas autoridades afirman que los herejes mienten cuando aseguran ser castos, pobres o puros, y es cierto que muchos herejes son unos mentirosos, fornicadores y glotones. Pero algunos no; lo son. Algunos, como Ademar, son creyentes auténticos. Lo cual los hace aún más temibles.

A través de la declaración de una testigo llamada Raymonda Vitalis, averigüé que en cierta ocasión unas personas habían pedido a Ademar que bendijera a una niña moribunda utilizando la bendición denominada consolamentum, que comprende numerosas oraciones y postraciones. Esto, según creen los herejes, garantiza que un moribundo alcance la vida eterna, pero sólo si éste o ésta se abstiene de ingerir comida y agua después: «No des a tu hija nada de comer ni beber, aunque te lo pida», ordenó Ademar a la madre. Cuando ésta replicó que jamás le negaría comida o agua a su hija, Ademar le advirtió que estaba poniendo en peligro el alma de la niña. Acto seguido el padre se llevó a su esposa por la fuerza de la habitación de la niña, que murió suplicando que le dieran leche y pan.

Los herejes denominan este terrible ayuno endura, convencidos de que constituye un medio santo de suicidarse. Sin duda, la filosofía que sustenta esa tesis deriva de la repugnancia que les inspira el mundo material, que califican como la creación y los dominios del dios maligno, Satanás, al que atribuyen un poder idéntico al del Señor. Pero me estoy alejando del tema. Mi intención aquí no es explorar los entresijos de la doctrina herética, sino narrar una historia, tan rápida y claramente como sea posible.

Así pues, baste decir que Ademar ayunaba cuando el padre Augustin inspeccionó por primera vez la prisión.

– Este hombre es un perfecto impenitente -informé a mi superior (y confieso que lo dije no sin cierto orgullo, pues los perfectos no abundan en estos tiempos)

– Se está muriendo.

– ¿Cómo es eso?

– Se niega a comer.

Abrí la mirilla de la puerta de la celda de Ademar, pero estaba tan oscura que no se veía nada. De modo que descorrí el cerrojo de la puerta, sabiendo que, debilitado por el hambre y encadenado a la pared, Ademar no presentaba peligro alguno. Estaba solo, porque los perfectos deben permanecer solos en una celda, por atestada que esté la prisión. De lo contrario emponzoñan las mentes de otros prisioneros, convenciéndoles de que se retracten de sus confesiones y mueran por sus principios.

– Saludos, Ademar -dije con tono jovial-. Pareces muy enfermo. Deberías recapacitar.

El prisionero se movió un poco, de modo que sonaron sus cadenas. Pero no respondió.

– Veo que Pons te ha dejado un poco de pan. Cómetelo antes de que se ponga duro.

Pero Ademar siguió encerrado en su mutismo. Supuse que se sentía demasiado débil para articular palabra, quizás incluso para comerse el pan. En la penumbra de la celda parecía un moribundo, con su rostro largo y huesudo pálido como los siete ángeles.

– ¿Quieres que te dé un poco de pan? -le pregunté, sinceramente preocupado. Pero cuando partí un trozo y se lo acerqué a la boca, Ademar volvió la cabeza.

Me incorporé emitiendo un suspiro de resignación, y me volví hacia mi superior.

– Ademar ha hecho una confesión completa y sincera, pero se niega a retractarse de sus errores. El padre Jacques ordenó que todos los testigos que no cooperaran y los pecadores obstinados fueran obligados a ayunar, ingiriendo sólo pan y agua, para que los rigores del cuerpo abrieran sus corazones a la luz de la verdad. -Me detuve, abrumado durante unos instantes por el aire enrarecido y fétido de la celda-. El ayuno de Ademar es más estricto de lo que yo desearía -añadí.

El padre Augustin inclinó la cabeza. Luego se acercó al prisionero, alzó la mano y dijo:

– Arrepiéntete y te salvarás.

Ademar levantó la cabeza y abrió la boca. De ella brotó una voz apenas audible, sobrenatural, como el crujido de una rama agitada por el viento.

– Arrepiéntete y te salvarás -replicó.

Yo tosí para disimular la risa. Ademar era incorregible.

– Retráctate de tus errores y acércate a Dios -le exigió el padre Augustin con tono aún sombrío. A lo que Ademar respondió:

– Retráctate de tus errores y acércate a Dios.

Al mirar a ambos hombres, me inquietó reconocer cierta similitud entre ellos. Ambos se mostraban inflexibles, implacables como las montañas de cobre de Zacarías.

– No eres dueño de tu vida para acabar con ella cuando lo desees -informó el padre Augustin al perfecto-. En caso necesario, puedo convocar un auto de fe mañana mismo. No creas que conseguirás escapar a las llamas con tu cobardía.

– No soy cobarde -protestó Ademar con un hilo de voz, agitando sus cadenas-. Si fueras un auténtico siervo de Dios, en lugar de una caja de caudales andante, sabrías que las mordeduras del hambre son más agudas que las del fuego.

Esta vez no pude reprimir la risa.

– Esa imputación podrías hacérmela a mí, Ademar, pero no al padre Augustin. La reputación del padre Augustin le precede; todo el mundo sabe que se alimenta de ortigas y cóndilos. Sabe muy bien lo que es el hambre.

– En tal caso sabrá que es lenta, muy lenta. Las llamas prenden rápido. Si yo fuera un cobarde, me arrojaría a la hoguera, pero no lo soy.

– Sí lo eres -contesté-Eres un cobarde porque condenaste a una criatura a morir. Te fuiste dejando que sus padres soportaran solos sus gritos de súplica. Sólo un cobarde lo habría hecho.

– ¡No me fui! ¡Me quedé hasta el final! ¡La vi morir!

– Y supongo que gozaste con ello. Conozco la opinión que te merecen los niños. Dijiste a una mujer encinta que portaba en su vientre el fruto maldito del diablo.

– Caminas entre tinieblas, monje ignorante. No comprendes estos misterios.

– Cierto. No alcanzo a comprender que estés dispuesto a morir por una fe errónea que está condenada a desaparecer un día, toda vez que los creyentes devotos no pueden engendrar hijos. Eres un necio. ¿Por qué coqueteas con la muerte, si, según crees, tu alma podría encarnarse en una gallina o un puerco? ¡O, Dios nos libre, en un obispo!

Ademar volvió la cara hacia la pared. Cerró los ojos y se negó a decir palabra. De modo que dirigí mi siguiente comentario al padre Augustin.

– Con vuestro permiso, padre, mandaré a Pons que le traiga al prisionero unos suculentos champiñones rellenos… un poco de vino, unas tortitas de miel… algo que le abra el apetito.

El padre Augustin arrugó el ceño y negó con la cabeza con impaciencia, como si mis palabras le hubieran disgustado. Luego se dirigió renqueando hacia la puerta.

– Si mueres en esta celda -dije antes de seguir a mi superior- no habrás conseguido nada, Ademar. Pero si mueres delante de otros, quizá les conmueva tu valor y firmeza de carácter. A mí me tiene sin cuidado que mueras aquí. Con tu ayuno no me desafías, sino que me ayudas. Lo último que necesito es un mártir maniqueo como tú.

Cuando abandoné la celda de Ademar encontré al padre Augustin esperándome en el pasillo. Era un pasillo muy ruidoso, porque las prisiones son lugares ruidosos (pese a los montones de paja que echamos en las celdas, cada voz resuena como un cubo al caer al fondo de un pozo de piedra), y las celdas estaban atestadas de gente airada e insatisfecha. No obstante, el padre Augustin bajó la voz para decir en latín:

– Vuestros comentarios han sido imprudentes, hermano.

– ¿Mis comentarios…?

– Llamar mártir a ese hijo de Satanás para prometerle influir en una multitud que simpatiza con él…

– Ese sólo necesita una excusa, padre -repliqué-. Una excusa para comer, y lo hará. Yo le he dado esa excusa. Y teniendo en cuenta que exagerabais al decirle que podíais convocar un auto de fe mañana…

– No era cierto -reconoció el padre Augustin.

– Exacto. Si Ademar no come, quizá muera mañana. En todo caso no pasará de esta semana. Y las muertes en prisión no son… deseables.

– No -dijo el padre Augustin-. Ese brote de infidelidad merece un castigo ejemplar.

– Sí… -Confieso que estaba preocupado, no por tener que ofrecer una lección al populacho, sino por evitar que se hicieran preguntas en las altas instancias. Hacía doce años, la investigación del papa Clemente con respecto a la prisión del Santo Oficio en Carcasona había desembocado en una reprimenda oficial.

En cualquier caso, la muerte no compete a la autoridad inquisitorial. La decisión de cobrarse una vida recae en el brazo secular.

– Como comprobaréis -dije, pasando a un tema menos inquietante-, en este piso están los prisioneros condenados al régimen murus strictus, y los que se niegan con empecinamiento a confesar. El piso superior alberga a los prisioneros de murus largus, los cuales pueden hacer ejercicio y conversar en los pasillos. ¿Deseáis ver el calabozo situado en los sótanos, padre? Podemos acceder a él a través de esa trampa.

– No -respondió el padre Augustin con brusquedad. Luego preguntó-: ¿Lo utilizáis con frecuencia?

– Sólo cuando necesito espacio para interrogar a la gente. -Un buen inquisidor no necesita emplear la tortura-. El padre Jacques lo utilizaba para otros fines, de vez en cuando, pero no últimamente. ¿Queréis que subamos? Pons vive con su esposa en el piso de arriba, de modo que podemos concluir allí nuestra visita, tal como propusisteis.

Mi superior había expresado el deseo de inspeccionar la cárcel antes de conocer al carcelero. No me explicó el motivo de ese deseo, pero deduje que si la gerencia de Pons resultaba ser deficiente, el padre Augustin sin duda tomaría nota de ello y me exigiría una explicación al término de la visita. Cuando pasamos frente a las celdas de los prisioneros de murus largus, algunas ocupadas por más de dos presos debido a la escasez de espacio, el padre Augustin me hizo varias preguntas sobre las medidas tomadas para garantizar que los prisioneros recibieran los artículos que les enviaban sus familiares y amigos. ¿Pasaban esos artículos por las manos del carcelero?, me preguntó.

– Descuidad, padre -respondí-. Pons es todo lo honrado que puede ser un carcelero.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Porque conozco a muchos amigos y parientes de los prisioneros. Les pregunto qué les envían y luego pregunto a los presos qué reciben. Nunca ha habido ninguna diferencia.

El padre Augustin respondió con un gruñido. Intuí que mi respuesta no le había convencido, pero, como de costumbre, decidí que era absurdo cuestionarlo sobre una suposición no confirmada. «La quietud y la confianza serán vuestra fuerza.» El padre Augustin no dijo nada; yo tampoco. Continuamos. Cuando nos dirigimos al piso superior le presenté a algunos guardias y a nuestro familiar, Isarn, que con frecuencia se encargaba de entregar las citaciones. Isarn era un hereje reformado. Asimismo era un joven de salud delicada y concienzudo, hijo de padres herejes (que habían fallecido hacía años), el cual consideraba al carcelero y a su esposa como unos padres adoptivos, pues comía con ellos, les entregaba buena parte de su escaso sueldo y dormía sobre su mesa.

Siempre me había parecido inofensivo, apenas digno de un comentario sobre su persona, por lo que me sorprendió la reacción del padre Augustin cuando le conté su desgraciada historia.

– ¿Ese joven era un adepto de la doctrina herética? -exclamó al enterarse de ello.

– En efecto. Pero ya no lo es. Se retractó de sus errores hace años, de niño.

– ¿Cómo podéis estar seguro?

Lo miré asombrado. En esos momentos subíamos la escalera para dirigirnos a la vivienda de Pons, por lo que tuve que detenerme y volverme para hacerlo.

– Nunca he estado de acuerdo en emplear a esa gente -declaró el padre Augustin-. No es prudente. Ni sensato. El complot de Carcasona estuvo propiciado por un hombre de tendencias semejantes…

– Padre -le interrumpí-, ¿pretendéis decirme que no hay un hereje reformado?

– Os digo que no podemos emplear a ese joven -replicó el padre Augustin-. Echadlo.

– Pero no nos ha dado motivo…

– De inmediato, os lo ruego.

– Pero…

– Hermano Bernard -dijo el padre Augustin con tono severo-. ¿Puede el etíope cambiar de piel o el leopardo borrar sus manchas?

– Padre Augustin -contesté-, vuestro tocayo fue un hereje.

– Era un santo, y un gran hombre.

– Y en cierta ocasión escribió: «Nadie salvo grandes hombres han sido autores de herejías».

– No deseo enzarzarme en una discusión retórica con vos, hermano. Confío en que vuestras simpatías no se inclinen hacia la madera extraída de la vid.

– No -respondí, y no mentía.

Un antiguo padre de la Iglesia dejó escrito: «No existe hereje que no sea fruto de la disensión». El mismo san Pablo criticaba la disensión y la división, de las que sólo surge ruina, sufrimiento y desesperación. La concordia de la unidad constituye el fundamento del mundo cristiano. Sólo los vanagloriosos, movidos por el orgullo y la pasión, buscan destruir ese fundamento y ver caer nuestra civilización en el pozo de la eterna oscuridad.

«Por sus obras los conoceréis.» Familias desgarradas, sacerdotes asesinados, hermanas seducidas por sus hermanos, niños que morían privados de alimento. A menudo los herejes convencidos se muestran más remisos a matar a una gallina que a un monje. Y hacen esa elección. Como es sabido, haeresis significa «elección».

Eligen el camino equivocado, y nosotros pagamos el precio de esa elección.

– No, padre -dije-. Mis simpatías no se inclinan hacia ningún hereje.

– En tal caso debéis andaros con cautela. ¿Puede un hombre adivinar lo que se oculta en el corazón de otro?

– No, padre.

– No. A menos que lo ilumine el espíritu de Dios, o lo instruyan los ángeles. ¿Creéis estar bendecido con ese don?

– No, padre.

– Yo tampoco. Por consiguiente debemos permanecer atentos. No debemos permitir que el enemigo de la humanidad se convierta en amigo nuestro.

Por tercera vez aquel día, el padre Augustin me había derrotado. Sin duda poseía una voluntad enérgica. Me incliné ante él, para demostrarle mi conformidad, y luego le llevé a que presentara sus cartas de nombramientos reales al senescal, al obispo, al tesorero real y al administrador real de confiscaciones. De regreso en el priorato el padre Augustin asistió también a completas, después de conversar en privado con el abad.

Esa noche, acostado en mi catre, me dormí arrullado por el débil sonido que emitía el pobre Sicard mientras leía los archivos del padre Jacques en la celda contigua a la mía. Al alba, cuando sonó la campana para llamar a maitines, seguía leyéndolas.

¿No era lógico que yo empezara a considerar a mi nuevo superior como un hombre que vivía a la sombra de la muerte?

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