Para conocerle a Él

Aimiel de Veteravinea es el enfermero del priorato. Es un hombre bajo y delgado, de temperamento enérgico, que habla de forma entrecortada y apresurada. Aunque no tiene un pelo en el cráneo, posee unas cejas tupidas y oscuras como los bosques septentrionales. Me atrevería a decir que su carácter no es tan amable como cabría esperar de un enfermero, pero es muy hábil a la hora de diagnosticar las enfermedades y preparar los remedios. Asimismo, muestra un profundo y erudito interés en el arte de embalsamar.

De esta antigua ciencia, gracias a la cual, mediante la utilización de ciertas especias y técnicas misteriosas, la carne muerta es preservada para impedir que se corrompa, confieso poseer escasos conocimientos. Nunca se me ha antojado un tema atrayente. Para el hermano Amiel, por el contrario, constituye una fuente de intensa fascinación, como la que el teólogo siente por el debate sobre la esencia de Dios. El interés del hermano Amiel no es puramente teórico, pues después de consultar varios textos raros y antiquísimos (algunos escritos por infieles), con frecuencia mancilla la impoluta integridad de sus conocimientos recién adquiridos aplicándolos a cadáveres de pequeñas aves y animales.

Por consiguiente, viéndome obligado a resolver el asunto de los lamentables restos de los cinco hombres asesinados, decidí acudir al hermano Amiel. Ninguna otra persona que conozco habría tenido las agallas de examinar cada porción de los cadáveres con la minuciosidad que exigía una correcta identificación. El hermano Amiel llegó puntual, portando varias sábanas grandes de lino, y enseguida comprendí que había acertado al hacer caso de mi intuición, pues sus ojos resplandecían de gozo y caminaba con paso ligero. Al llegar a los establos, extendió las sábanas una junto a otra en el suelo y se arremangó, como un hombre que se dispone a degustar un suculento festín y no quiere mancharse la ropa de grasa.

Llegados a este punto en mi relato, debo deciros que los establos exhalaban un hedor y ofrecían un aspecto repugnantes, pues durante los dos años anteriores habían sido utilizados para albergar los marranos de Pons. Pero los animales no habían procreado en ese lugar, y los olores resultaban nauseabundos para quienes trabajábamos en el piso sobre los establos. Así pues, después de sacrificar a sus preciados marranos (en uno de los abrevaderos destinados a nuestros inexistentes caballos), Pons había renunciado a su sueño de tocino curado en casa y apenas nadie había vuelto a poner los pies en los establos.

Por tanto, constituían el lugar idóneo para conservar en él unos restos humanos putrefactos.

– ¡Ah! -exclamó el hermano Amiel al extraer del primer barril un miembro que chorreaba sangre-. Tiene todo el aspecto de ser una rodilla. Sí. Es una rodilla.

– Yo… esto… disculpadme, hermano… -Tapándome la nariz con una esquina de mi manto, me dirigí cobardemente hacia la escalera. (Había dos medios de salir de los establos: a través de una pequeña puerta situada en lo alto de la escalera, o a través de una puerta grande de doble hoja que daba a la calle. Esta puerta estaba siempre cerrada por dentro)-. Regresaré cuando hayáis completado vuestro examen.

– Ésta no es la mano del padre Augustin. Yo conocía su mano, y ésta es mucho mayor.

Cuando me disponía a marcharme, el hermano Amiel me detuvo.

– ¡Esperad! -dijo-. ¿Adonde vais?

– Yo… tengo mucho trabajo, hermano…

– ¿Conocíais a estos sargentos muertos? Debíais de conocerlos, puesto que trabajaban aquí.

– Los conocía, sí, pero de un modo superficial.

– ¿Quién los conocía bien? Necesito ayuda, hermano Bernard, no puedo recomponer estos cadáveres yo solo.

– ¿Por qué? -Lamento confesar que al principio no comprendí el significado de sus palabras-. ¿Pesan demasiado para que podáis manipularlos?

– Es preciso identificar los pedazos, hermano.

– Ah. Sí, desde luego -me apresuré a contestar, pero al contemplar el objeto hinchado, de color negro y violáceo que sostenía el hermano Amiel, de pronto recobré mi facultad de raciocinio-. Hermano, temo que el avanzado estado de putrefacción nos impida… Es decir… dudo que la mayoría de las personas sean capaces de reconocer estos restos desmembrados, por íntimamente que hayan conocido a las víctimas.

– Pamplinas.

– Os lo aseguro.

– El vello de esta mano es negro. El de la rodilla es gris. -El hermano Amiel se expresaba con un tono condescendiente no exento de aspereza, como si le hablara a un niño estúpido, pero yo sentía unas náuseas demasiado intensas para ofenderme-. Siempre hay unos rasgos que la putrefacción no consigue eliminar.

– Sí, pero debéis tener en cuenta nuestra natural repugnancia -protesté, sabiendo que el hermano Amiel no había experimentado una natural repugnancia-. El espectáculo de esos restos… afectará profundamente a la gente…

– ¿De modo que nadie va a ayudarme?

– No confiéis en ello, hermano. Me limito a advertiros, nada más. -Y tras pronunciar esta advertencia, me retiré a toda prisa, en busca de la esposa del pobre Giraud Gantier y los familiares a quienes lograra convencer para que examinaran los restos de Giraud y sus camaradas.

Cuando regresé, lo hice acompañado por Pons. De los siete sargentos que quedaban a nuestro servicio, cuatro habían accedido a bajar de uno en uno, puesto que se alternaban para montar guardia, y tres se habían ido a dormir a sus casas después de haber cumplido el turno de noche. Yo había enviado al sustituto de Isarn, el nuevo mensajero, en busca de Matheva Gantier. Por más que me disgustaba pedirle que nos ayudara, no tenía otro remedio.

– ¡Santo cielo! -exclamó Pons al entrar en los establos.

Durante mi ausencia el hermano Amiel había vaciado los barriles de salmuera, y había extendido su contenido sobre las sábanas de lino. Observé enseguida que algunos pedazos estaban agrupados de modo que asemejaban vagamente unas formas humanas, con la cabeza colocada en la parte superior de las sábanas y los pies en la parte inferior.

Sólo vi dos cabezas.

– Faltan muchos miembros -comentó el hermano Amiel, sin molestarse en mirarnos-. Demasiados. Esto entorpecerá la tarea.

– Santo Dios… -murmuró Pons tapándose la boca con una mano. Estaba blanco como el segundo caballo del Apocalipsis. Yo apoyé una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

– Ve y pide a tu mujer que traiga unas hierbas -dije-. Unas hierbas de aroma potente, para disimular el hedor.

– Sí. Sí. ¡Iré enseguida!

El carcelero huyó precipitadamente y me dejó solo en el umbral. Tardé unos momentos en hacer acopio del valor necesario para avanzar. El hermano Amiel me ignoró por completo mientras examinaba con minuciosidad cada uno de aquellos espantosos restos a la luz de su lámpara de aceite, acuclillado en el suelo, hasta que me acerqué a él.

– He encontrado las partes que faltaban del padre Augustin -dijo-. Falta la cabeza, pero conozco bien su cuerpo. Tenía las manos tan deformes que son inconfundibles. Sus pies también. Como veis, aquí sólo hay uno. Ésta es la parte superior de su espalda, estoy seguro. ¿Recordáis que la tenía encorvada? La curvatura es evidente. Tenía los brazos muy delgados y frágiles.

Yo me volví.

– El resto es más difícil. Aquí hay dos cabezas, y en cierta medida podemos distinguir entre ciertos tipos por la consistencia y el color del vello del cuerpo. El padre Augustin tenía el vello gris, de modo que podemos colocar todo el vello gris en ese grupo. También tenemos vello negro y castaño; el negro es grueso y áspero, y el castaño parece más fino. Pero también hay un vello castaño más grueso, y tres brazos cubiertos de vello negro… Por lo tanto, debemos tener en cuenta las diferencias entre los pelos que crecen en diversas partes del cuerpo…

– Hermano… ¿creéis que hicieron esto con un hacha?

– Creo que a la fuerza tuvieron que hacerlo con un hacha. ¡Observad cómo les partieron la columna vertebral! Dudo que pudieran hacerlo con una espada.

– De modo que un hombre tendría que ser muy fuerte para hacerlo, ¿no es así?

El hermano Amiel dudó unos instantes antes de responder.

– Tendría que ser lo suficiente fuerte para partir leña -contestó por fin-. He visto a niños partir leña, y a mujeres preñadas. Pero no eran débiles.

– Por supuesto.

– «Te alabaré por el maravilloso modo en que me hiciste» -murmuró el hermano Amiel-, «y en tu libro estaban escritos todos mis miembros, que creaste a continuación…» Si dispusiéramos del libro del Señor, podríamos identificar cada miembro, hermano.

– Sin duda.

– Me temo que tendremos que sepultarlos a todos en una tumba -prosiguió el enfermero-, pero ¿qué ocurrirá el día de la Resurrección de la carne? ¿Cómo podrá el padre Augustin alzarse para enfrentarse al juicio de Dios cuando su cabeza se halla perdida en las montañas?

– Cierto -farfullé. De pronto, cuando su observación penetró en mi mente a través de las náuseas que me embargaban como el sonido claro y limpio de una campana, alcé la cabeza. ¿Era ése el motivo de haber desmembrado al padre Augustin? ¿Habían tenido sus asesinos la intención de privarle de la resurrección?

Me costaba creer que alguien sintiera tal odio hacia él como para cometer esa atrocidad.

– Habría sido preferible que los hubieran salado en seco -se quejó el hermano Amiel-. Es imposible conservar una carne putrefacta en salmuera. Pero deduzco que no andaban sobrados de sal en Casseras…

– Esto… yo puedo identificar las cabezas, hermano. -Por fin, cuando me obligué a mirarlas, comprobé que eran reconocibles… por sus barbas-. Éste es Giraud y ese Bertrand.

– ¿Ah, sí? Muy bien. ¿Y quién era el más alto?

– No lo sé.

– Aquí faltan demasiados miembros. Sólo tenemos cinco pies.

El hedor hacía que me sintiera mareado, pero sabía que estaba obligado a quedarme para consolar a Matheva. Era una mujer menuda y delicada, que hacía poco se había recuperado de una enfermedad febril; tal como temí, al ver la cabeza de su esposo manifestó agudos síntomas de angustia y tuvieron que llevársela del establo. En cuanto a los sargentos, tampoco nos sirvieron de ayuda: uno vomitó en la escalera (aunque luego insistió en que se debía a haber comido un huevo podrido) y los otros por lo visto eran de una naturaleza poco observadora, pues respondieron a las preguntas del hermano Amiel con cara de perplejos y roncos ruegos de perdón.

Con todo, el enfermero tuvo cierto éxito en su tarea. A la hora de completas había clasificado los restos en cuatro grupos: uno compuesto por los miembros del padre Augustin, otro por los de Giraud Gantier, otro por «las partes con vello negro» (de las que había una desconcertante abundancia) y otro compuesto por la cabeza de Bertrand Borrel, junto con varios miembros (en su mayoría carentes de vello) que eran imposibles de clasificar. Cada uno de esos grupos fue envuelto en una sábana y trasladado al priorato, de modo que sólo quedaron los barriles de salmuera.

Ordené que dejaran los barriles donde estaban, hasta averiguar quiénes eran sus dueños y decidir si había que devolverlos o quemarlos. Supuse que nadie querría conservarlos, pero era preciso guardar las formas. Resolvería el asunto sin mayores dificultades cuando visitara Casseras, pues lo único que tendría que hacer sería recordar esa nimiedad. Dudaba que los aldeanos confiaran en volver a ver los barriles.

En cuanto a mi visita, dispuse que me escoltaran doce sargentos de la guarnición de la ciudad. El senescal me prestó incluso su caballo de batalla, un enorme corcel negro llamado Estrella, el cual me pareció un animal de temibles dimensiones, más grande que un elefante, dotado de la fuerza de un toro y la velocidad de un tigre. Pero antes de describir el curso y resultado de este viaje, deseo consignar en estas páginas dos ideas que se me ocurrieron a lo largo de los tres días que transcurrieron antes de mi partida. La primera era un apéndice a mi teoría sobre el desmembramiento del padre Augustin; la segunda, una teoría nueva que se me ocurrió una noche mientras estaba acostado y me impactó con la fuerza de una tormenta. Ambas merecen ser tenidas en cuenta, dado que modificaron mis percepciones.

Empezaré por el apéndice, que me vino a la cabeza mientras conversaba con el obispo. De nuevo he omitido una importante effictio al dejar de lado al obispo, cuyo elevado cargo debería haberle garantizando hace rato una aparición personal en esta narración. Pero quizá lo conozcáis. En caso contrario, permitid que os presente a Anselm de Villelongue, un ex abad cisterciense convertido en prelado, con cuarenta años de concienzudos ascensos a sus espaldas, instruido en las artes de la poesía y la caza, confidente de un sinfín de importantes caballeros y damas (sobre todo damas), un hombre cuyo corazón y alma están vinculados, no a las ruines obsesiones de los políticos locales, sino al más noble ámbito de la diplomacia entre condes y reyes. El obispo Anselm preside las cuestiones espirituales de su rebaño con educada y abstraída indiferencia, permitiendo a las autoridades competentes obrar como estimen oportuno. Pasa buena parte de su tiempo escribiendo cartas, y un día es probable que sea elegido Papa. En cuanto a su aspecto, no es muy gordo ni delgado, ni alto ni bajo; luce ropas elegantes y come delicados platos; tiene una sonrisa afable y bonachona, una dentadura espléndida y un rostro liso y redondo de un colorido uniforme.

Tiene las manos cachigordas, pero llaman la atención debido a la envidiable colección de joyas que exhiben. Os aseguro que es preciso esforzarse en hallar el anillo episcopal para besarlo. Si le felicitáis por su espléndida colección de joyas, el obispo os ofrecerá una generosa descripción de cada artículo, citando su valor, sus anteriores dueños y el medio a través del cual llegó a sus manos, por lo general como un presente. «El pobre es odiado hasta en su barrio, pero el rico tiene muchos amigos.» Los amigos del obispo Anselm son legión, y aumentan de día en día; no obstante, pocos son de la comarca. Es posible que los ciudadanos de Lazet estén cansados de tratar de atraer su atención.

Por poner un ejemplo, tuvimos que soportar una prolongada charla sobre los rasgos y puntos débiles de los caballos desaparecidos del obispo antes de que el senescal y yo consiguiéramos conducirlo hacia unos temas más provechosos. Estábamos sentados en el salón de recepción del obispo, según creo recordar, sobre cojines de damasco en unas sillas talladas, y hasta Roger Descalquencs se impacientó con la perorata sobre corvejones y esparavanes antes de que el obispo hubiera agotado su afición por los misterios de la cría caballar. (Siempre me he preguntado si el obispo sólo es insensible al aburrimiento de sus inferiores, o si a los personajes como el conde de Foix y el arzobispo de Narbona el tema de los caballos y las joyas les parecen también de una importancia vital.) En cualquier caso, recuerdo que describí al obispo Anselm el estado preciso de los hombres asesinados, mientras él me miraba con expresión de profundo desasosiego (pero más como si hubiera mordido unas uvas agrias que por el dolor que le producían los pecados del mundo), y le expliqué también que faltaban numerosas partes del cadáver del padre Augustin, aunque al parecer habían hallado otra cabeza cerca de una aldea situada en la costa, junto con uno de los caballos desaparecidos del obispo. La cabeza se hallaba de camino a Lazet y, Dios mediante, el hermano Amiel la identificaría como perteneciente al padre Augustin.

– El hermano Amiel dice que faltan demasiados miembros -expliqué-. Dice que no puede recomponer cuatro cadáveres, y menos cinco, con lo que tiene.

– Que Dios se apiade de ellos.

– Quienquiera que lo hizo debía de estar rabioso -terció el senescal-. El padre Bernard opina que quizá tenga algo que ver con la Resurrección.

– ¿La Resurrección? -repitió el obispo Anselm-. Explicaos.

Tuve que explicarle mi teoría, lo cual hice no sin cierta reticencia, pues me seguía pareciendo improbable. El obispo negó con la cabeza.

– «¿Hasta cuándo los grandes habéis de ser insensatos?» -recitó el obispo-. ¡Negarle a un alma su última salvación es un acto monstruoso! Sin duda es obra de unos herejes.

– Pues… no, señor -respondí, percatándome en ese mismo momento de las implicaciones de mi sugerencia-. En realidad, los cataros no creen en la resurrección de la carne.

– Ah.

– Por supuesto, existen los herejes valdenses -proseguí-, pero nunca he conocido a un valdense. Tan sólo he leído sobre ellos.

El obispo agitó una mano en señal de rechazo.

– Todos son progenie del odioso poder -replicó-. ¿Habéis dicho que el hombre que halló mi caballo, o el caballo que parece ser mío, es un monje?

– Sí, señor. Un franciscano.

– ¿Un hombre intachable?

– Eso parece. Afirma haberlo encontrado pastando en su prado. Como es natural, lo hemos mandado llamar.

– ¿Y traerá al caballo consigo?

– Creo que vendrá montado en él.

– ¿Ah, sí? -El obispo chasqueó la lengua-. Eso me preocupa. Muchos franciscanos parecen sacos de harina sobre una silla de montar. Eso se debe a que se desplazan a todas partes a pie.

El senescal, sin duda temiendo que la conversación versara de nuevo sobre temas equinos, se apresuró a intervenir.

– Señor, hemos interrogado a vuestro mozo de cuadra -dijo-. Al parecer, sólo cuatro personas estaban informadas de la visita del padre Augustin a Casseras: vuestro mozo de cuadra, dos caballerizos y vos. El mozo de cuadra no habló de ello con ninguno de los canónigos. ¿Hablasteis vos del asunto con alguien? ¿Se lo mencionasteis a alguna persona?

Pero el obispo no había escuchado, sino que parecía absorto en su preocupación por el bienestar de cualquier caballo montado por un franciscano.

– ¿Mencionar qué? -preguntó.

– La visita del padre Augustin a Casseras, señor.

– No sabía que hubiera ido a Casseras.

– ¿Nadie os pidió permiso? ¿Para tomar prestados los caballos?

– Ah, los caballos. Sí, desde luego.

Así pues seguimos avanzando a trancas y barrancas como si atravesáramos un lago de barro, una empresa, por lo demás, inútil. Pero esa noche, al repasar mentalmente la conversación con el obispo, mis pensamientos se centraron de pronto en cierto comentario que yo había hecho: «Dice que no puede recomponer cuatro cadáveres, y menos cinco, con lo que tiene». Fue una observación curiosamente desabrida, aunque eficaz en su descripción de los problemas del hermano Amiel. No capté su sentido literal hasta ese momento. Recuerdo que abrí los ojos de repente y los fijé en la oscuridad sintiendo que el corazón me latía con violencia.

El hermano Amiel no podía recomponer cinco cadáveres. Por tanto, cabía suponer que sólo estaban presentes cuatro cadáveres.

Mis pensamientos se aferraron a esta suposición durante largo rato; luego, con un salto o un bamboleo, echaron a correr por el sendero de la razón con la velocidad del rayo. Quizá la mejor translatio que pueda utilizar es comparar este fenómeno con un ratón sorprendido en un granero: primero, estupefacto, permanece inmóvil; luego, atemorizado, huye. Mis pensamientos echaron a correr de un lado para otro, huyendo como un ratón atemorizado, y me formulé una pregunta tras otra. ¿Habían asesinado sólo a cuatro hombres? ¿Habían secuestrado al otro o, lo que parecía más creíble, era éste un traidor? ¿Habían desmembrado y diseminado los cadáveres para ocultar la ausencia del quinto hombre? ¿Habían despojado a los cadáveres de sus ropas para desconcertarnos?

Comprendí que mi nueva teoría explicaba varios aspectos de la matanza que nos habían parecido un misterio. Explicaba la extraña combinación de barbarie y pericia inherente a la tarea de matar a alguien a hachazos. Explicaba la desaparición de las ropas. Y explicaba la fuente de información respecto a la visita del padre Augustin a Casseras. A fin de cuentas, ¿quién podía conocer sus movimientos mejor que uno de sus guardaespaldas?

Los familiares siempre habían sido informados de sus deberes la víspera de la partida del padre Augustin. Por consiguiente, un traidor habría tenido tiempo suficiente de alertar a sus compinches asesinos, quienes habrían emprendido viaje de inmediato (y habrían pasado la noche en el camino), o bien al alba. En este caso, es posible que hubieran seguido al padre Augustin a una distancia prudencial, sabiendo que podrían preparar la emboscada mientras él visitaba la forcia.

¿Y luego? Luego, de regreso a Casseras, el padre Augustin habría sido conducido a su muerte por el traidor que le acompañaba. Más tarde este pestífero hipócrita habría huido para refugiarse en una tierra lejana. Me pregunté quién pudo haberle pagado por su traición, porque no habría podido contratar a sus compinches con el sueldo de un familiar; también me pregunté dónde estaría ahora ese traidor, suponiendo que no hubiera muerto, pues tened en cuenta que esta teoría seguía siendo una mera teoría. Yo no tenía prueba alguna y no podía tener la certeza de que mis sospechas estuvieran justificadas.

Pero si estaban justificadas, no sería difícil determinar la identidad del traidor, siempre y cuando la tercera cabeza, que en esos momentos se hallaba de camino hacia Lazet, no perteneciera al padre Augustin. En caso contrario, nos enfrentábamos a la elección de dos sospechosos: Jordan Sicre y Maurand d Alzen. Poco antes de dormirme, me prometí indagar en las historias de esos dos hombres.

También me prometí guardar para mí mis sospechas, hasta que aparecieran nuevas pruebas que las respaldaran. No quería precipitarme afirmando que uno de los asesinos del padre Augustin procedía del seno del Santo Oficio. Es difícil retractarse de este tipo de afirmaciones, en caso de que resulten ser erróneas, tal vez porque mucha gente desearía que fueran ciertas.


Se refiere un proverbio muy famoso de cierto griego, que al parecer fue hallado en el templo de Apolo: «Conócete a ti mismo y contémplate tal como eres». No existe nada más claro en la naturaleza humana, nada más valioso; nada, en última instancia, más excelente. Es a través de estas cualidades como el hombre, en virtud de una singular prerrogativa, tiene preferencia sobre todas las criaturas sensibles, y al mismo tiempo está unido, mediante un vínculo de unidad, a aquellas incapaces de sensibilidad.

Me he esforzado en contemplarme tal como soy, y al hacerlo he reconocido una vergonzosa falta de humildad en mi arrogante obstinación, en mi desobediencia de los mandamientos del Señor, en mi convicción de que podría visitar Casseras, ese lugar erizado de peligros, sin caer en el peligro. El senescal me aconsejó que desistiera; Raymond Donatus y Durand Fogasset me aconsejaron que desistiera; el prior Hugues me aconsejó que desistiera. Pero en lugar de someterme con toda obediencia a mi superior (imitando a nuestro Señor, de quien dijo el apóstol: «Obedeció incluso en el momento de la muerte»), hice caso omiso de esos consejos con despreciable insolencia, persistiendo con obstinación en mi propósito, y por ende arriesgándome a recibir el castigo que debí prever, puesto que las Sagradas Escrituras nos advierten de que no debemos seguir nuestros deseos.

Omitiré toda descripción del viaje, dado que no tiene gran importancia, salvo para decir que mi partida fue observada y muy comentada debido al gran número de escoltas que llevaba. Confieso que me sentí como un rey o un obispo con los doce guardias armados hasta los dientes que montaban a mi alrededor. En su mayoría eran hombres de origen humilde, de maneras toscas y torpes a la hora de expresarse. Intuí que algunos no se sentían complacidos por tener que participar en mi expedición, más debido a mi presencia que a los riesgos a los que se exponían; al principio sospeché que su insatisfacción obedecía a una aversión contra el Santo Oficio, pero luego comprendí que se sentían incómodos por hallarse cerca de un hombre que lucía una tonsura. Al parecer no estaban acostumbrados a la oración y a la práctica religiosa. Conocían el pater noster, y el Credo, y asistían a la iglesia en ciertas festividades, incluso algunos se confesaban devotos de ciertos santos (sobre todo de los santos guerreros, como Jorge y Mauricio). Pero la gran mayoría de ellos consideraban la Iglesia como una madre estricta y exigente, que les castigaba de un modo continuo por sus pecados, rica como Salomón pero tacaña; en resumidas cuentas, la opinión que suele tener la gente cuya vida deja mucho que desear en materia de práctica espiritual o conocimientos religiosos. Esas gentes no son herejes, pues creen en lo que la Iglesia les dice que deben creer; pero son candidatas a convertirse en herejes. Tal como nos recuerda Bernardo de Clairvaux, el esclavo y el mercenario tienen sus propias leyes, que no emanan del Señor.

Debo añadir que no descubrí esto interrogando a los hombres, lo cual habría confirmado los peores temores sobre el Santo Oficio, sino después de felicitarles por el estado y diseño de sus armas. Nada hay más preciado para un soldado que su espada, maza o lanza; al admirar esos siniestros objetos tranquilicé a sus dueños, y al hacer con ellos unos comentarios jocosos sobre el obispo (que Dios me perdone, pero no existe nadie más odiado en todo Lazet), logré conquistar sus simpatías. Cuando llegamos a Casseras, nuestra expedición estaba presidida por un grato ambiente de camaradería, aunque estábamos cansados y hambrientos. Uno de los guardias llegó incluso a felicitarme «por no ser como un monje», un hecho del que mis hermanos me acusan con frecuencia, aunque con un tono muy distinto.

Casseras es una aldea amurallada, pues no hay un castillo cercano en el que puedan refugiarse los aldeanos en caso de peligro. (La forcia no es sino una granja fortificada, de construcción bastante reciente.) Por fortuna, la disposición del terreno permite que se construyan las casas en unos círculos concéntricos alrededor de la iglesia; de haber estado ubicada la aldea en un terreno más escarpado, esto no habría sido posible. Hay dos pozos situados al abrigo de las murallas, así como varios jardines y eras, dos docenas de árboles frutales y un par de graneros. Todo el lugar exhala un potente hedor a estiércol. Como es natural, mi llegada fue acogida con asombro, y quizá cierta aprensión, hasta que informé a los habitantes de que mi gigantesca escolta no suponía ninguna amenaza para ellos, sino que me acompañaba en caso de que ellos supusieran una amenaza para mí. Muchos se rieron al oír esto, pero otros se mostraron ofendidos. Me aseguraron indignados que no habían tenido nada que ver en el asesinato del padre Augustin.

El padre Paul se mostró complacido con que yo estuviera bien protegido. A diferencia de muchos sacerdotes de otras aldeas cercanas, que se consideran poco menos que señores más allá de toda autoridad episcopal, el padre Paul es un excelente y humilde siervo de Jesús, de aspecto un tanto deteriorado, quizá demasiado sumiso ante los deseos del acaudalado Bruno Pelfort, pero en términos generales un sacerdote serio y responsable. Me aseguró que se alegraba de ofrecerme alojamiento esa noche, disculpándose, de paso, por la naturaleza del hospedaje, que calificó de «muy humilde». Como es natural, yo le elogié por ello y charlamos un rato sobre las virtudes de la pobreza, aunque procuramos no adoptar una postura excesivamente enfática, puesto que ninguno de los dos somos monjes franciscanos.

Luego le dije que deseaba visitar la forcia antes del anochecer. El padre Paul propuso acompañarme, para mostrarme el lugar de la matanza, y me apresuré a aceptar su ofrecimiento. A fin de que el cura pudiera seguirnos, insistí en que uno de mis guardaespaldas le cediera su caballo y permaneciera en la aldea hasta que regresáramos: apenas terminé de decirlo, cuando el soldado situado a mi derecha saltó de la silla. (Más tarde me pregunté si su presteza no se debería a la abundancia de muchachas bonitas que había en Casseras.) A continuación se produjo un frenético movimiento que no me molestaré en describir aquí, y partimos cuando el sol lucía aun por poniente. Por algún misterioso medio, durante nuestra breve demora en Casseras, muchos de mis guardias adquirieron unos pedazos de pan y tocino ahumado, que compartieron generosamente con aquellos de nosotros que carecíamos de un atractivo tan acusado y provechoso. No pude por menos de preguntarme qué otras cosas obtuvieron durante la noche que pasaron en el granero de Bruno Pelfort.

Ya he descrito el camino que conduce a la forcia. Los surcos en la tierra reseca y el frondoso follaje se me antojaban siniestros, amenazadores, aunque entiendo que mis percepciones se debían, en cierta medida, al hecho de haber sido testigos mudos de los trágicos hechos acaecidos en aquel lugar. Hacía mucho calor; el cielo era pesado, pálido y despejado; la mayoría de los pájaros guardaban silencio. Se oía el zumbido de insectos, el crujir del cuero. De vez en cuando, uno de los sargentos escupía o eructaba. Nadie parecía tener ganas de conversar; el trayecto era tan accidentado que requería una gran concentración.

No fue necesario que me indicaran que habíamos llegado al lugar donde había muerto el padre Augustin, pues la sangre aún era visible. Aunque buena parte de la misma quedaba oculta por el polvo o las hojas secas, observamos una gran cantidad de manchas oscuras, inconfundibles no sólo debido a su color, sino a su forma: gotas y manchas, charcos, salpicaduras, chorros. Incluso mis escoltas se mostraron impresionados por esas huellas, y por el tenue pero característico olor a putrefacción. Yo desmonté y recé unas oraciones; el padre Paul hizo lo propio. Los demás permanecieron montados, alerta por si detectaban alguna señal de peligro. Pero nuestros temores eran infundados; nadie nos atacó durante el trayecto a la forcia. Nadie salió de la espesura para observarnos ni saludarnos. Daba la impresión de que no había un alma por los alrededores.

Llegamos a la forcia de improviso, pues debido a la configuración del terreno se accede a ésta por una abrupta pendiente semejante a un altozano, salvo que la cima se corta de un modo repentino para formar una meseta triangular. Sobre esta meseta, rodeada de elevadas montañas, está construida la forcia, la cual se alza en medio de unos pastizales cubiertos de maleza, a cierta distancia del punto donde el sendero alcanza la meseta. Por consiguiente, el viajero no divisa su destino hasta llegar a lo alto de la pendiente.

De pronto, el viajero contempla ante sí un distante muro de piedra, claramente en ruinas, perforado por una puerta sin custodiar. La puerta da a una explanada que rodea no una torre fortificada, sino una casa de grandes dimensiones y en muy mal estado. Aunque buena parte del tejado de ripia se había desmoronado, el humo que se elevaba sobre el mismo permitía deducir que, por la época a la que me refiero, una parte de la casa estaba habitada. Las gallinas que se paseaban sobre la tierra allanada de la explanada y las ropas que colgaban de una tapia, que quizá perteneciera antaño a un granero, indicaban también que estaba habitada. Aún se observaban restos de varios cobertizos, construidos espaciadamente junto a la muralla. No cabe duda de que la granja había sido antaño una vivienda rica y próspera.

A primera vista, no pude distinguir lo que era ahora. Aunque tenía un aspecto humilde, no presentaba el deteriorado aspecto de un refugio de leprosos, ni de las cabañas de pastores que yo había visto. Enseguida observé que alguien había barrido el patio que rodeaba la casa y que cuidaba con asiduidad el jardín plantado debajo del muro del sur. Las gallinas ofrecían un aspecto saludable y rollizo. No había un montón de huesos y cáscaras de nueces desperdigados por el suelo, ni el aire hedía a excrementos. Por el contrario, el aire estaba saturado del perfume de unas hierbas dispuestas al sol para que se secaran; también exhalaba esa pureza inexplicable, casi exultante, producida por la proximidad de las montañas.

Tomé nota de todo esto en el preciso instante en que una mujer salía de la casa, atraída sin duda por el estrépito de los caballos. Como no quería alarmarla, desmonté a unos metros y me acerqué a ella a pie, seguido de cerca por el padre Paul. Comprendí de inmediato que la mujer no era la joven a la que aludía el padre Augustin en su carta. Tenía más o menos mi edad, y aunque muy atractiva (la matrona más decorativa que yo había visto desde hacía muchos años), no podía calificarse como una mujer de «gran belleza». Su cabello espeso y oscuro estaba salpicado de canas; era alta, se sostenía muy recta y tenía una gran prestancia; sus rasgos estaban distribuidos con armonía en torno a un rostro un tanto alargado, y tenía una mirada serena pero crítica («ante la que ningún hombre vivo se justifica»). Sólo su piel era hermosa de verdad, blanca como las túnicas celestiales de los mártires. Su aspecto inmaculadamente limpio, su porte firme pero airoso e incluso la forma como iba peinada, todo ello parecía transformar su entorno, hasta el extremo de que si antes me había percatado de la suciedad y la desolación, ahora reparé en el imponente panorama de las montañas, la ordenada disposición del huerto y las figuras delicadas y coloristas tejidas en la manta extendida en el suelo, sobre la que se secaban las hierbas a las que me he referido antes. Aunque la mujer no parecía encajar del todo en este lugar, su sola presencia servía para elevarlo o refinarlo, hasta el punto de que uno lo contemplaba con otros ojos, como contemplaría un trapo o un fragmento de madera que ha sido tocado por un santo. No es que la mujer tuviera el aspecto de una santa, muy al contrario. Sólo deseo describir la impresión que me causó su apariencia, que indicaba que había nacido y se había criado entre personas acostumbradas a objetos bellos y suntuosos.

No obstante, lucía unas ropas muy humildes, y tenía las manos sucias.

– ¡Padre Paul! -exclamó, tras lo cual se volvió hacia mí y me hizo una reverencia. El sacerdote trazó una cruz en el aire sobre la cabeza de la mujer, bendiciéndola.

– Johanna -dijo-, éste es el padre Bernard Peyre de Prouille, de Lazet.

– Bienvenido, padre.

– Desea hablar con vos sobre el padre Augustin.

– Ya. Comprendo. -La viuda (pues era ella) se expresaba con una voz dulce y melodiosa, muy agradable, que contrastaba de un modo curioso con la franqueza de su mirada. Tenía la voz de una monja y los ojos de un juez-. Seguidme, os lo ruego.

– ¿Cómo está Vitalia? -inquirió el padre Paul cuando nos dirigimos hacia la casa-. ¿Se siente mejor?

– No.

– En tal caso debemos insistir en nuestros rezos.

– Sí, padre. He rezado mucho. Pasad, por favor.

La mujer se detuvo en la puerta situada en el muro norte de la casa, alzó la cortina que la cubría y se apartó para dejarnos pasar. Confieso que dudé unos instantes, preguntándome si no habría un asesino acechándonos al otro lado de la puerta. Pero el padre Paul no demostró el menor temor, tal vez porque se hallaba en territorio conocido. Entró con paso decidido y al poco de atravesar el umbral le oí saludar a una persona que no alcancé a ver, sin que nada ni nadie le interrumpiera de forma violenta.

Yo entré también, consciente de que la viuda me seguía.

– Vitalia, he traído a un amigo del padre Augustin para visitaros -dijo el padre Paul.

Lo vi, en la penumbra, detenerse junto a un catre en el que yacía el cuerpo menudo y encogido de una anciana. En el otro extremo de la habitación, que era bastante grande, había un brasero; puesto que no había un hogar, deduje que la cocina original no era habitable y que habían construido esta estancia a modo de dormitorio o almacén.

Apenas había muebles, tan sólo la cama de la anciana, una mesa consistente en una carcomida puerta colocada sobre unas piedras talladas, y unos bancos construidos según el mismo principio. Pero observé que los utensilios de cocina eran numerosos y (según pude juzgar) de buena calidad, al igual que las ropas de la cama, los recipientes para guardar la comida y el brasero. También reparé en un libro. Estaba sobre la mesa, como una taza o un pedazo de queso, y me sentía irresistiblemente atraído por él. La mayoría de dominicos que conozco son incapaces de hacer caso omiso de un libro; ¿no estáis de acuerdo?

Lo tomé con disimulo y al examinarlo comprobé, asombrado, que era una traducción, en lengua vulgar, de Scivias, de Hildegard de Bingen. Mal transcrita, incompleta y sin título, la reconocí porque estoy familiarizado con las obras de la abadesa Hildegard. Las palabras que leí eran inconfundibles: «Las visiones no las tuve en sueños, ni en estado enajenado, ni con mis ojos y oídos carnales, ni en lugares ocultos; sino que las contemplé despierta, atenta, con los ojos del espíritu y los oídos interiores, abiertamente y conforme a la voluntad de Dios». (Una traducción execrable.)

– ¿De quien es este libro? -pregunté.

– De Alcaya -respondió la viuda. Observé que sonreía-. Alcaya sabe leer.

– Ah. -Por algun motivo, yo había supuesto que era la viuda quien sabía leer-. ¿Y dónde está Alcaya?

– Con mi hija, cogiendo leña.

Esto me disgustó, pues deseaba conocer a la hija, la cual deduje que era la joven a la que se había referido el padre Augustin. Pero supuse que la madre podría darme alguna información.

De modo que expresé el deseo de hablar con ella en un lugar privado, donde pudiéramos comentar ciertos asuntos relacionados con el padre Augustin y su muerte.

– Podemos hablar en el dormitorio -contestó la viuda-. Seguidme.

– Yo me quedaré con Vitalia -dijo el padre Paul-. Rezaremos para invocar la misericordia de Dios. ¿Queréis que hagamos eso, Vitalia?

Nunca sabré si Vitalia estaba de acuerdo o no, si asintió o negó con la cabeza, porque entré en el dormitorio antes de que el sacerdote hubiera terminado de hablar. Era evidente que esta habitación había ostentado antaño una puerta montada sobre unos goznes y unos postigos, pero hacía tiempo que había desaparecido todo rastro de ellos; las aberturas que quedaban estaban cubiertas por unos trapos, clavados a los dinteles de madera. En la habitación había tres camastros y un magnífico arcón para el ajuar, tallado y pintado, que examiné con curiosidad.

– Es mío -dijo la viuda-. Me lo traje aquí.

– Es muy hermoso.

– Está hecho en Agde. Donde yo nací.

– ¿Os trasladasteis aquí desde Agde?

– Desde Montpellier.

– ¡Qué casualidad! Yo estudié teología en Montpellier.

– Lo sé. -Cuando la miré sorprendido, la mujer añadió-: Me lo dijo el padre Augustin.

La observé unos momentos. Tenía las manos unidas a la altura de la cintura y me miraba con curiosidad, sin el menor atisbo de temor. Su talante me intrigó. Era muy distinto del que muestra la mayoría de mujeres al encontrarse cara a cara con un representante del Santo Oficio, aunque no era insolente ni agresivo.

– Hija mía -dije-, el padre Augustin os visitó aquí en varias ocasiones, por lo que deduzco que hablaríais de muchas cosas. Pero ¿cuál era el propósito de sus visitas? ¿Por qué necesitabais tan urgentemente hablar con él? Si se trataba de asuntos espirituales, pudisteis haber acudido al padre Paul.

Tras reflexionar unos momentos, la viuda respondió:

– El padre Paul está muy ocupado.

– No más de lo que lo estaba el padre Augustin.

– Cierto -dijo la viuda-, pero el padre Paul no sabe de leyes.

– ¿A qué os referís?

– Estoy metida en una disputa referente a una propiedad. El padre Augustin me aconsejó.

– ¿Qué clase de disputa? -pregunté.

– No quiero haceros perder el tiempo, padre.

– Pero no tuvisteis reparos en hacérselo perder al padre Augustin.

– Es que él no tenía un talante tan agradable como vos, padre.

Al decir esto la mujer esbozó una sonrisa que me turbó, pues contradecía la expresión de sus ojos. En sus labios era un ruego; en sus ojos, un desafío.

Medité sobre esta curiosa contigüidad.

– Puedo mostrarme tan desagradable como el que más -respondí con tono amable, pero con inequívoca rotundidad. Y para demostrarle que no conseguiría distraerme con facilidad, añadí-: Explicadme lo de esa disputa por una propiedad.

– Es un asunto lamentable.

– ¿En qué sentido?

– Me impide conciliar el sueño.

– ¿Por qué motivo?

– Porque es tan exasperante y complicado…

– Quizá yo pueda ayudaros.

– Nadie puede ayudarme.

– ¿Ni siquiera el padre Augustin?

– El padre Augustin ha muerto.

Tuve la sensación de que estaba disputando una partida de ajedrez (un pasatiempo al que era muy aficionado antes de pronunciar mis votos). Tras emitir un suspiro, reanudé mi ataque utilizando unas armas menos contundentes.

– Haced el favor de explicarme lo de esa disputa por una propiedad -dije.

– Es un tema muy aburrido, padre.

– Puede que a mí no me lo parezca.

– Es que no puedo explicároslo, padre -contestó la mujer extendiendo las manos-. No os lo puedo explicar porque no lo entiendo. Soy una mujer sencilla. Una mujer ignorante.

Y yo, señora, soy el rey de los leprosos, fue mi inmediata respuesta a su comentario (manifiestamente falso). Pero me abstuve de expresar en voz alta lo que pensaba. En lugar de ello, observé que si esa mujer había pedido ayuda al padre Augustin, debió de tener algún medio de comunicarle sus problemas.

– El padre Augustin leyó los papeles -contestó la viuda-. Hay unos documentos…

– Mostrádmelos.

– No puedo. Se los di al padre Augustin.

De pronto me impacienté. Os aseguro que no me ocurre con frecuencia, pero no disponía de un tiempo ilimitado y la mujer había mostrado una sutileza casi insolente en sus respuestas. De modo que decidí demostrarle que estaba informado de ciertos datos importantes.

– El padre Augustin escribió al obispo de Pamiers sobre vuestra hija -afirmé-. Dijo que estaba poseída por un demonio. ¿Es por este motivo por lo que le pedisteis consejo, en lugar de pedírselo a un sacerdote rural con escasos conocimientos?

Utilizar información de ese modo es como utilizar un arma. Lo he hecho con frecuencia, al interrogar a un testigo, y la reacción siempre es satisfactoriamente intensa. He visto a personas mirarme atónitas, romper a llorar y palidecer; las he visto postrarse de rodillas implorándome y tratar de arañarme furiosas la cara. Pero Johanna de Caussade siguió mirándome impávida. Al cabo de unos momentos dijo:

– Augustin me habló en varias ocasiones sobre vos.

Entonces fui yo quien la miré atónito. ¿Había omitido la viuda de un modo intencionado el título del difunto?

– Dijo que erais muy inteligente y persistente -prosiguió la mujer-, que trabajabais con ahínco, pero que no teníais el espíritu de un inquisidor. Dijo que os lo tomabais como un deporte, como cazar jabalís, que no os lo tomabais como él. Le desagradaba esa superficialidad. Pero a mí no.

¿Os imagináis las sensaciones que tuve en esos momentos? ¿Imagináis lo que se siente cuando una mujer, una extraña, te dice que tu llorado y reverenciado superior consideraba que carecíais de una cualidad fundamental? ¡Qué atrevimiento el de esa mujer! Os aseguro que me quedé tan estupefacto que no pude articular palabra.

– Creo que eso demuestra que tenéis ciertas debilidades humanas y que sois comprensivo -dijo la viuda. Luego, sin pedir permiso, se sentó sobre su arcón del ajuar y suspiró-. Os lo contaré porque sé que aunque tratara de ocultároslo, lo averiguaréis de todos modos. No descansaréis hasta averiguarlo. Pero os ruego que no se lo contéis a nadie, padre; nadie más debe saberlo.

Por fin recuperé el habla y le informé, con gran satisfacción, de que no podía prometerle eso.

– ¿No? -La viuda reflexionó unos instantes-. ¿Habéis contado a alguien lo de mi hija?

– Aún no.

– Lo que demuestra que sabéis guardar un secreto -dijo la viuda.

¡Menudo cumplido! Yo, el inquisidor de la depravación herética y confesor desde hacía años de innumerables hermanos… yo, Bernard de Prouille, era considerado un hombre capaz de guardar secretos.

De pronto dejé de sentirme enojado y sonreí divertido para mis adentros. El atrevimiento de esa mujer era tan extremo, que casi despertó mi admiración.

– Sí -dije, cruzando los brazos-. Sé guardar un secreto. Pero ¿por qué he de guardar el vuestro?

– Porque no me pertenece sólo a mí -contestó la viuda-. Mi hija es hija de Augustin.

Creedme cuando os digo que al principio no acabé de entender el significado de esa revelación. Luego, a medida que las palabras de la mujer penetraron en el fondo de mi alma, perdí el control sobre mi cuerpo y tuve que apoyarme en la pared para no desplomarme en el suelo.

– Mi hija nació hace veinticinco años -me informó la viuda con naturalidad, sin darme tiempo a poner en orden mis ideas-. Yo tenía diecisiete años, era hija única de un próspero importador de tejidos finos, muy devota, deseaba ser monja. Mi padre, que ansiaba un nieto, trató de convencerme para que me casara, pero yo estaba impresionada por las historias de santas vírgenes y mártires. -Al decir esto, Johanna esbozó una sonrisa irónica-. Me veía como la próxima santa Ágata. Mi padre, desesperado, acudió al padre Augustin, al que conocía. En aquella época Augustin tenía cuarenta y dos años, era muy alto, de porte majestuoso, como un príncipe. Muy instruido. Muy… -La viuda se detuvo-. Tenía fuego en el vientre -añadió al cabo de unos instantes-, que brillaba en sus ojos. Sus ojos me cautivaron. Pero, como he dicho, era muy devota. Y joven. Y bonita. Y estúpida. Y cuando hablábamos sobre el amor a. Dios, yo pensaba en mi amor por Augustin. En aquel entonces me parecía la misma cosa.

De improviso la mujer emitió una carcajada y meneó la cabeza en un gesto de incredulidad. Pero su incredulidad era insignificante comparada con la mía. Por más que lo intentara, no conseguía imaginar al padre Augustin como un objeto de deseo apasionado, vigoroso y cautivador.

– Augustin prometió a mi padre examinar mi corazón para cerciorarse de que era digna de ser la novia de Cristo -me explicó la viuda-. Conversamos varias veces, sentados en el jardín de mi padre, pero sólo hablábamos de Dios, Jesús y los santos. Sobre el amor por lo divino. Yo estaba dispuesta a escucharle hablar sobre lo que fuera, incluso recitar la misma palabra una y otra vez. Sobre cualquier tema.

Se produjo otra pausa, la cual se prolongó hasta que tuve que conminarla a proseguir.

– ¿Y luego qué ocurrió? -pregunté.

– Augustin decidió que yo no debía ser monja. Supongo que sabía que estaba enamorada de él; quizá comprendió que yo era una chica muy emotiva, con unas ideas absurdas. Sea como fuere, dijo a mi padre que era mejor que me casara. A mí me dijo lo mismo. Tenía toda la razón. -La viuda asintió con la cabeza y se puso seria; no me miró, sino que miró la pared que había a mi espalda-. No obstante, me sentí muy desgraciada, traicionada. Un día me encontré con él en la calle y pasé de largo, negándome a mirarle y a hablar con él. Fue una chiquillada, una estupidez. Aunque os parezca increíble, padre… -La viuda se echó a reír de nuevo-. ¡Augustin se sintió muy ofendido! Creo que herí su amor propio. Vino a mi casa, yo estaba sola, y discutimos airadamente. La pelea terminó tal como podéis suponer: yo rompí a llorar y él me abrazó y… ya podéis imaginaros lo que sucedió.

Podía, pero traté de no hacerlo. Albergar unos pensamientos impuros es tan pecaminoso como cometerlos.

– Sólo ocurrió aquella vez, porque… Augustin se sentía muy avergonzado. Me consta que nunca se perdonó por haber quebrantado sus votos. Al cabo de un tiempo comprobé que estaba encinta. No se lo dije a nadie, pero un niño no se puede ocultar de un modo indefinido. Al averiguarlo mi padre me azotó hasta que confesé el nombre de Augustin. El pobre Augustin fue expulsado del priorato y enviado a otro lugar; nunca averigüé su paradero. Su prior estaba decidido a evitar que el escándalo salpicara el nombre de Augustin y del priorato, de modo que el asunto se convirtió, a Dios gracias, en un gran secreto. En cuanto a mí, mi padre consiguió persuadir a Roger de Caussade, con ayuda de una inmensa dote, para que se casara conmigo y mantuviera a la criatura. La única que he tenido. Mi hija. -La viuda me miró por fin-. La hija de Augustin.

Ésa era la historia de Johanna. No me pareció increíble; creí cada palabra que me dijo, aunque fui incapaz (gracias a Dios) de imaginar al padre Augustin abrazando con pasión a una muchacha de diecisiete años. Asimismo, me fue imposible relacionar el candido y ardiente objeto de deseo del padre Augustin, que se apareció en mi imaginación cual una imagen fantasmal, con la mujer que estaba sentada sobre el arcón, tan serena, tan segura de sí, una matrona de mediana edad. Era como si se refiriera a otra persona.

– ¿Vuestro esposo… ha muerto? -pregunté.

– Sí, y su hermano se ha apoderado de su casa, aunque la propiedad de mi padre me pertenece. La familia de Roger nunca me acogió con simpatía. Sospechan que mi hija no es de Roger.

– Pero ¿qué hacéis aquí? -Era la pregunta que más me intrigaba-. ¿Os trasladasteis debido a Augustin?

– ¡No! -Por primera vez, el rostro de la viuda cobró una expresión animada; alzó las manos y apoyó el mentón en ellas-. No, no. Yo no sabía dónde se encontraba él.

– Entonces ¿por qué?

– Por mi hija. Tuve que buscar un lugar para mi hija.

En respuesta a mi interrogatorio, delicado pero persistente, la mujer me reveló que su hija, aunque era una joven dulce y hermosa, nunca había estado «bien del todo». Ya de niña sufría pesadillas, era propensa a súbitos ataques de cólera y pasaba épocas sumida en una profunda apatía. Los sermones severos hacían que rompiera a llorar histéricamente y se auto-mutilara. A los doce años experimentó la «visión de unos diablos» y se ponía a gritar cada vez que su primo se acercaba a ella, afirmando que estaba rodeado por un «halo oscuro». Con el transcurso del tiempo sus problemas se agudizaron: con frecuencia se caía al suelo, escupía, chillaba y se mordía la lengua; a veces se sentaba en un rincón, se balanceaba de un lado a otro y mascullaba frases incomprensibles; otras se ponía a gritar una y otra vez, sin un motivo fundado.

– Pero es una buena chica -insistió Johanna-. Una joven dulce y piadosa. No ha hecho nada malo. Es como una niña. No me explico…

– «Ese conocimiento es demasiado prodigioso para mí; es tan elevado, que no logro comprenderlo.» Los caminos del Señor son inescrutables, Johanna.

– Sí, eso me dijeron -respondió la viuda, irritada-. Acudí a muchos sacerdotes y a muchas monjas, y me dijeron que a veces los castigos de Dios son crueles. Algunos me dijeron que mi hija estaba poseída por un demonio. La gente le arrojaba piedras en la calle porque se ponía a gritar y a escupir. Mi esposo llegó a temerla hasta el extremo de negarse a que permaneciera en casa. Ningún hombre se hubiera casado con ella. De modo que no tuve más remedio que enviarla a vivir a un convento. Entregué toda su dote a la Iglesia. Creo que de haber sido menos cuantiosa, no habrían aceptado a mi hija.

– ¿Eso creéis? -Aunque existe una gran falta de caridad en el mundo, me negaba a creer que en algún lugar, entre todas las comunidades entregadas al servicio de Cristo, no hubiera alguien capaz de socorrer a un alma atormentada. Dios sabe que he conocido a numerosos monjes tarados y endemoniados a lo largo de mi vida-. Pero al fin la aceptaron. Por sus pecados. ¡La azotaban para sacarle los demonios de su cuerpo! Me dijeron que se moría, y cuando fui a verla, estaba postrada… sobre sus excrementos. -El recuerdo aún afectaba a Johanna; al evocarlo se sonrojó y la voz le temblaba-. De modo que me la llevé de allí. Mi esposo había muerto, así que me la llevé. Me mudé a Montpellier, donde nadie nos conocía tan íntimamente como para tirarle piedras a mi hija en la calle. Y conocí a Alcaya.

– Ah, sí. Alcaya. -Averigüé que Alcaya era la nieta de Raymond-Arnaud de Rasiers, que había construido la casa en la que estábamos conversando. De niña, la habían enviado a vivir con unos parientes en Montpellier, después de que sus padres murieran en prisión. Se había casado, pero había abandonado a su marido para vivir, durante un tiempo, con unas personas religiosas. (Johanna me habló vagamente de esas personas, con una evidente falta de conocimientos, por lo que no logré identificarlas.) Cuando Johanna la conoció, Alcaya llevaba una vida que cabe describir como mendicante, comiendo lo que le daban, durmiendo bajo los techos de amigos caritativos y pasando buena parte del tiempo sentada junto a pozos municipales charlando con las mujeres que iban a buscar agua. A veces les leía algún pasaje de uno de los tres libros que llevaba. Por lo que me contó Johanna, tuve la sensación de que Alcaya se consideraba una predicadora, lo cual me pareció muy inquietante.

– Un día mi hija se cayó en la calle -me contó Johanna-, y alguien le arrojó un cubo de agua. Sus gritos asustaron a todos, menos a Alcaya. Alcaya tomó a mi hija en brazos y rezó. Me dijo que Babilonia-era especial, que estaba muy unida a Dios; me habló de muchas santas (no recuerdo sus nombres, padre) que, cuando veían a Dios, pasaban varios días llorando y bailando como si estuvieran ebrias, o gritando sin cesar hasta que despertaban de su trance. Dijo que mi hija estaba exaltada debido a su amor por Dios. -La viuda me miró con expresión preocupada, dubitativa-. ¿Es cierto, padre? ¿Así es como se comportan los santos?

Es indudable que muchas santas (y santos) han llegado a comportarse, en su exaltación mística, de una forma que puede parecer enajenada. Hablan sobre visiones; parecen estar muertas; se ponen a girar de un modo vertiginoso o hablan en lenguas extrañas. He leído sobre esa sagrada locura, aunque nunca la he presenciado.

– Algunos siervos bienaventurados de Dios se comportan, en su éxtasis, de forma extraña -respondí con cautela-. Pero jamás he oído decir que se mordieran la lengua. ¿Creéis que vuestra hija… penetra en la alegría del Señor cuando cae al suelo y se muerde la lengua?

– No -contestó la viuda sin rodeos-. Si Dios está con ella, ¿por qué la teme la gente? ¿Por qué la temía Augustin? Estaba convencido de que era obra de Satanás, no de Dios.

– ¿Y vos?

La mujer suspiró, como si estuviera cansada de darle vueltas a un dilema viejo y rancio.

– Sólo sé -respondió con tono cansino-, que está mejor cuando come y duerme bien, cuando puede andar con libertad por donde le apetezca sin que nadie la importune. Sé que está mejor cuando se siente querida. Alcaya la quiere. Alcaya sabe tranquilizarla y hacerla feliz. Por eso vine a vivir aquí con Alcaya.

– ¿Y por qué vino Alcaya? -pregunté-. ¿Para reclamar su herencia? Este lugar pertenece ahora al rey.

– Alcaya buscaba paz. Todos buscamos paz. Al igual que Vitalia. Ha tenido una vida dura.

– ¿Paz? -exclamé, y la mujer captó en el acto mi intención.

– Aquí reinaba antes la paz. Antes de que viniera Augustin.

– Quería que os marcharais.

– Sí.

– Llevaba razón. No podéis vivir aquí en invierno.

– No. En invierno nos mudaremos a otro lugar.

– Debéis marcharos ahora. Aquí no estáis seguras.

– Tal vez -respondió la mujer con voz queda, fijando la vista en el suelo.

– ¿Tal vez? ¡Ya visteis lo que le ocurrió al padre Augustin!

– Sí.

– ¿Os creéis capaz de defenderos de semejante destino?

– Es posible.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?

– Porque no soy un inquisidor.

La mujer alzó los ojos y no vi en ellos rastro de lágrimas. Su rostro mostraba una expresión triste, cansada, irritada.

– ¿Acogisteis al padre Augustin de nuevo en vuestra vida? ¿U os perturbó? -inquirí con sincera curiosidad.

– Tenía derecho a perturbarme. Babilonia es tan hija suya como mía.

– ¿Le preocupaba Babilonia?

– Por supuesto. Yo no le interesaba. Pero cuando el padre Paul le habló de nosotras, Augustin expresó el deseo de ver a su hija. Se arriesgó mucho. Cuando llegó aquí, con sus guardias, se expuso a que yo le humillara delante de todos. Pude haberlo revelado todo, él no tenía ninguna garantía de que no lo hiciera. Pero vino. Vino para conocer a Babilonia. -La viuda negó con la cabeza como muestra de desaprobación-. Y cuando la vio, no dijo nada. No parecía conmovido. Era un hombre extraño.

– ¿Y cuando os vio? ¿Cómo reaccionó?

– Se enojó conmigo por haber traído a Babilonia a este lugar. -La expresión perpleja de Johanna dio paso a una expresión sardónica-. Augustin odiaba a Alcaya.

– ¿Por qué?

– Porque discutía con él.

– Comprendo. -En efecto, demasiado bien comprendía. La notatio de Johanna sobre su amiga no era muy atrayente. Todo indicaba que la conducta de Alcaya, por no decir sus creencias, eran peligrosamente heterodoxas-. ¿Creéis que Alcaya deseaba ver muerto al padre Augustin?

– ¿Alcaya? -exclamó la viuda. Me miró asombrada y luego se echo a reír. Pero su risa se desvaneció con rapidez-. No podéis creer que Alcaya matara a Augustin -dijo-. ¿Cómo podéis pensar semejante cosa?

– Tened en cuenta, señora, que no conozco a Alcaya. ¿Cómo voy a saber de lo que es capaz esa mujer?

– ¡Los asesinaron a hachazos! ¡A cinco hombres adultos!

– Pudo haber contratado a unos asesinos.

La viuda me miró con tal estupor, con una perplejidad tan manifiesta, que no pude por menos de sonreír.

– No obstante, reconozco que Alcaya no encabeza mi lista de sospechosos -añadí.

Johanna pareció creerme. Nuestra conversación giró hacia otros temas, pasando del tiempo a Montpellier y a las múltiples virtudes del padre Augustin. Quizá fuera impropio, pero hallé un gran consuelo en el hecho de hablar sobre mi superior con una persona que lo había conocido de una manera íntima, y que no era un compañero monje.

– Augustin abusaba de sus fuerzas -comentó Johanna en cierto momento-. Detestaba sus debilidades. Le dije: «Estás enfermo. Si te empeñas en venir, quédate al menos unos días». Pero él se negaba.

– Era un espíritu ardiente -dije-. Permanecía toda la noche en vela, vivía de las sobras de la cocina. Quizá pensó que le quedaba poco tiempo de vida.

– No, siempre fue así. Era su carácter. Un hombre bueno, pero casi demasiado bueno. ¿Entendéis a qué me refiero?

– Sí. Demasiado bueno para convivir con él -dijo riendo-. ¿Y vuestra hija es igual que su padre?

– En absoluto. Es buena como un corderito. Augustin era bueno como… como…

– Un águila. -Le recordé, con delicadeza, que debía referirse a él como «padre Augustin»-. Me pregunto si pensaba a menudo en su hija. Si yo tuviera un hijo, rezaría por él todos los días.

– Vos no sois como Aug… el padre Augustin.

– No es necesario que me lo recordéis, os lo aseguro. Tengo muchos defectos.

– Yo también. Él no dejaba de decírmelo.

– El castigo salvador -dije, pero la viuda no captó la alusión-. Creedme, ninguno de nosotros estábamos a su altura. ¿Reñía también el padre Augustin a su hija?

– No, jamás. Es imposible reñir a Babilonia, porque no es culpable de ninguno de sus pecados. -Por primera vez observé que la viuda tenía los ojos humedecidos-. La quería mucho. Estoy convencida. Él tenía un gran corazón, pero se avergonzaba de ello. Pobre hombre. Pobre hombre, y yo nunca revelé a Babilonia…

– ¿Qué es lo que no le revelasteis nunca?

– Que él era su padre -respondió la viuda sollozando-.

Al principio Babilonia le temía, y yo aguardé. Babilonia empezaba a conocerle, y él empezaba a mirarla sonriendo… fue una crueldad. ¡Una crueldad!

– Es cierto -dije. Sus lágrimas me convencieron, como rara vez consiguen hacerlo las lágrimas de otros, de que Johanna no era en modo alguno responsable de la muerte de mi superior. Sus lágrimas no brotaron con facilidad, sino que parecían ser fruto de una profunda fuente de vergüenza.

El efecto de ablandamiento que tuvieron sobre la arcilla reseca de mis afectos casi me llevó a darle una palmadita en una mano. Pero me contuve.

– Perdonadme -dijo Johanna con voz entrecortada-. Perdonadme, padre, es que llevo varias noches sin pegar ojo.

– No tengo nada que perdonaros.

– Ojalá le hubiera amado más. Pero él me lo impedía.

– Lo sé.

– ¡A veces me enojaba tanto, que sentía deseos de golpearle! Y cuando ocurrió… la tragedia… tuve la sensación de que yo la había provocado…

– ¿Queréis que os escuche en confesión?

– ¿Qué? -La viuda alzó la vista y pestañeó, estupefacta-. No, no -respondió, recobrando de inmediato la compostura-. No es necesario.

– ¿Estáis segura?

– No oculto nada, padre -dijo en un tono seco-. ¿Es por eso por lo que habéis venido? ¿Para averiguar si yo lo asesiné?

– Para averiguar quién lo asesinó. Y para lograrlo, debo averiguar todo cuanto pueda. Debéis comprenderlo, Johanna, pues sois una mujer inteligente. ¿Qué haríais si estuvierais en mi lugar?

Johanna me miró y su rencor se desvaneció. Vi cómo desaparecía de su rostro. Luego asintió con lentitud y abrió la boca para decir algo, pero la interrumpió un airado vocerío que parecía proceder, no de la habitación contigua, sino de más lejos. Parecía tratarse de una discusión.

Johanna y yo intercambiamos miradas interrogativas. Luego salimos apresurados para averiguar el motivo de aquella algarabía.

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