Ya se alza tu luz

San Agustín escribió en cierta ocasión: «Todas las cosas están tan presentes para el ciego como para el que ve. Un hombre ciego y uno que ve, situados en el mismo lugar, están rodeados por las formas de los mismos objetos; pero uno está presente respecto a ellos, el otro ausente… no porque los objetos en sí mismos se aproximen a uno y retrocedan ante otro, sino debido a la diferencia de sus ojos».

He comprobado que esta observación también puede aplicarse a dos personas que ven. Una de ellas puede que mire y vea a una persona, un objeto o acontecimiento, mientras que la otra quizá no vea, al principio, a esa persona, ese objeto o ese acontecimiento, sino otro completamente distinto. Eso fue lo que ocurrió cuando la viuda y yo salimos de la casa. Yo tuve la impresión de que mis guardias (los cuales se habían reunido en la explanada) compartían alguna broma, pues mostraban un aire jovial y relajado. Habían desmontado y se pasaban un pellejo de vino.

Johanna, por el contrario, vio a una partida de soldados armados cuya presencia representaba una amenaza para su estimada amiga, Alcaya. Lo comprendí porque me tomó de un brazo y preguntó «qué hacen», con tono perentorio y angustiado.

– ¿A qué os referís? -respondí.

– ¡A esos hombres!

– Son mis escoltas.

– ¡La están amenazando!

– ¿Eso creéis? -Al volverme de nuevo vi a una anciana que trataba de desarmar a uno de los sargentos, el cual consiguió zafarse. Uno de sus camaradas sujetó a la anciana por detrás, y cuando ésta le asestó un débil golpecito en la muñeca, el guardia cayó al suelo fingiendo sentir un agudo dolor y riendo a mandíbula batiente-. A mí me parece que es ella quien les amenaza a ellos.

No obstante, me acerqué y pregunté a qué se debía aquel barullo.

– ¡Esa mujer pretende que nos vayamos, padre! -Evidentemente, unos hombres entregados a su profesión de soldados consideraban esa petición una divertida chanza, indigna de tenerla en cuenta; una petición que la anciana seguramente les había hecho con el mismo talante bromista con que había sido recibida-. Le hemos dicho que sólo obedecemos órdenes del senescal.

– Es Alcaya -murmuró el padre Paul, que había salido detrás de mí de la casa-. ¿Qué os preocupa, Alcaya? Estos hombres han venido conmigo.

– Bienvenido seáis, padre. Y bienvenidos sean esos hombres. Pero han asustado a Babilonia. Se ha ocultado en la montaña. Dice que no saldrá hasta que se vayan.

– Es muy tarde -protestó Johanna-. Debe bajar.

– No bajará -contestó la anciana. Al observarla, me sorprendió su talante, ni beligerante ni altanero; mostraba una expresión serena y su voz, aunque áspera debido a su avanzada edad, sonaba como el cálido chisporroteo del fuego del hogar. Tenía los ojos relucientes y azules (un color que se ve rara vez por estos parajes), y me miró con el aire inocente de una niña-. Sois muy alto, padre -dijo-. Nunca había visto a un monje tan alto.

– Y vos sois una mujer pequeña. -Me sorprendió mi infantil respuesta-. Aunque no la más pequeña que he visto en mi vida.

– Este es el padre Bernard Peyre de Prouille -terció el sacerdote-. Debéis mostraros respetuosa con él, Alcaya, pues es un inquisidor de la depravación herética, y un hombre importante.

– Ya lo veo, por el número de escoltas que lleva -contestó Alcaya, aunque estoy convencido de que sin intención irónica, pues su tono era dulce y grave-. Bienvenido seáis, padre. Nos sentimos honradas por vuestra visita -añadió, haciendo una profunda reverencia.

– Johanna me ha dicho que sabéis leer -respondí. Estaba muy interesado en averiguar qué leía-. He visto uno de vuestros libros, escrito por la abadesa Hildegard.

Alcaya sonrió.

– ¡Ah! -exclamó-. ¡Un libro bendito!

– Cierto.

– ¡Qué sabiduría! ¡Qué devoción! ¡Un modelo de virtud femenina! ¿Habéis leído ese libro, padre?

– Varias veces.

– Yo también lo he leído muchas veces. Se lo he leído a mis amigas.

– ¿Qué otros libros tenéis? Me gustaría verlos. ¿Queréis mostrármelos?

– Desde luego. ¡Encantada! Venid, están en la casa.

– Esperad -dijo Johanna. Nos estaba observando con atención (al mirarla, comprendí, por la expresión de su rostro, que el padre Augustin debió de mostrar el mismo interés por las aficiones literarias de Alcaya), pero lo que le preocupaba en esos momentos era su hija-. ¿Y Babilonia? Tiene miedo de bajar de la montaña. No puede quedarse allí, padre, está a punto de anochecer.

– No temáis. Ordenaré a mis guardias que se alejen.

Pero los guardias se negaron a moverse. Tenían la orden de no apartarse de mi lado y estaban firmemente decididos a obedecerla. Nada de cuanto dije logró disuadirles.

– Si desobedecemos al senescal, nos azotará -dijeron, aunque era una afirmación errónea. (Que yo sepa, Roger Descalquencs jamás ha azotado a nadie.) Por fin accedieron a evacuar la explanada, dejando a uno de sus compañeros apostado junto a la puerta de la casa, mientras el resto defendía la puerta de la muralla, que era casi indefendible. Tuve que conformarme con esto.

– Si vuestra hija sigue teniendo miedo -dije a Johanna- nos marcharemos todos. Pero confío en que regrese, pues estoy impaciente por conocerla.

Tras decir eso, deduje que había demostrado mis buenas intenciones. ¿Qué más podía hacer? Pero la viuda parecía esperar mucho más de mí, pues me miró con una expresión entre angustiosa e implorante que me turbó. De modo que di media vuelta y entré en la casa, donde encontré a Alcaya sacando unos libros del arcón de su amiga.

Los manipuló con cariño, con un profundo respeto, y los depositó en mis manos como una madre que deposita a su hijo recién nacido en brazos del sacerdote que va a bautizarlo.

Sonreía con amor y orgullo.

Había dos libros: el tratado de san Bernardo de Clairvaux Del amor a Dios, y el tratado de Pierre Jean Olieu sobre la pobreza. Ambos habían sido traducidos a la lengua vernácula, y la obra de san Bernardo era un espléndido volumen, aunque muy antiguo y frágil. Sin duda habréis leído este tratado y os habréis deleitado con el noble comienzo: «Deseáis que os explique por qué y cómo debéis amar a Dios. Mi respuesta es que Dios mismo constituye el motivo por el que debemos amarlo». ¿Existe un exordium más simple, profundo y exaltado? (Salvo las Sagradas Escrituras, por supuesto). Pero la obra de Olieu es de una naturaleza muy distinta. Este difunto franciscano confiesa haberse sentido obligado a escribirla «porque la diabólica astucia del viejo adversario -refiriéndose al diablo- sigue, como en el pasado, provocando conflictos contra la pobreza evangélica». Abomina de «ciertos seudo religiosos investidos de doctrina que predican autoridad», es decir, los dominicos como yo, a quienes censura por haber abandonado la estricta adherencia a la pobreza, que él considera un requisito imprescindible para la salvación. Acaso no conozcáis los libros y panfletos de ese hombre. Quizás ignoréis que han enardecido a sus compañeros franciscanos, en esta región. Creedme cuando os digo que este oscuro fraile del sur, con sus erróneos y disparatados conceptos, fue, en cierta medida, culpable de que en mayo quemaran a cuatro franciscanos en la hoguera en Avignon. ¿Recordáis el caso? Como muchos otros franciscanos, e incluso personas laicas, estaban obsesionados con la absurda tesis (por lo demás inviable) de que los siervos de Dios como ellos deberían vivir como menesterosos, carentes de bienes personales e incluso comunitarios. Propugnaban mendigar cubiertos de harapos, y proclamaban que la Iglesia «¡se ha convertido en Babilonia, esa gran ramera, que ha arruinado y envenenado a la humanidad!». ¿Por qué sostenían esto? Porque, según ellos, nuestra Iglesia santa y apostólica se ha entregado a la lujuria, la avaricia, el orgullo y la concupiscencia. Algunos de sus seguidores incluso llaman a nuestro pontífice el anticristo, y predican la llegada de una nueva era, en la que ellos conducirán a la cristiandad a la gloria.

Pues bien, no es preciso que os recuerde lo que ya sabéis; sin duda habéis leído el Gloriosam ecclesiam decretal, en el que el Santo Padre enumera buena parte de los errores en los que han caído «los hombres arrogantes». Como inquisidor de la depravación herética, lógicamente me sentí obligado a estudiar este documento con profundo detenimiento cuando llegó a manos del obispo, pues constituye una sutil distinción que separa a quienes aman la pobreza de quienes la veneran por encima de todo, incluso por encima de la obediencia a la autoridad apostólica. Debo añadir que hasta la fecha, no había conocido a nadie en Lazet cuyas creencias se asemejaran a las prescritas por el Santo Padre; por lo demás, ninguno de los hermanos franciscanos lucían unos hábitos «cortos y ceñidos» (que censuró ese otro Quorundum exigit decretal, el año pasado) ni sostenían la tesis de que el evangelio de Cristo se había cumplido tan sólo en ellos. Por supuesto, nuestros hermanos franciscanos en Lazet no son como muchos otros que habitan en esta región. No han expulsado a su prior, legítimamente nombrado, en favor de un candidato más tolerante con las opiniones de Pierre Olieu y sus secuaces, siguiendo el ejemplo de los frailes de Narbona en 1315. Aquí en Lazet, estamos un tanto aislados de las pasiones y los conceptos de nuevo cuño que perturban la paz de otras poblaciones. En Lazet, nuestras herejías son muy antiguas, y nuestras pasiones predecibles.

Pero me estoy apartando del tema que nos ocupa. Lo que pretendo decir es que el tratado de Pierre Jean Olieu, aunque es leído por muchas personas intachables (muchas de ellas con el fin de desacreditar las tesis que propugna)… aunque es leído por mucha gente, y puede hallarse, pongo por caso, en la biblioteca de los frailes franciscanos de Lazet, parece arrastrar una mancha, o exhalar una nube oscura, sobre todo desde que el Santo Padre ordenó hace poco a ocho teólogos que investigaran la Lectura del autor. Sea como fuere, el tratado requiere ahora una justificación, o explicación.

De modo que se la pedí a Alcaya de Rasiers.

– El tratado sobre la pobreza -murmuré, hojeando sus manoseadas páginas-. ¿Habéis leído su comentario sobre el Apocalipsis?

– ¿El Apocalipsis? -preguntó Alcaya mirándome sin comprender.

– Pierre Jean Olieu escribió otros libros sobre otros temas. ¿Los habéis leído?

– Por desgracia, no -respondió Alcaya, negando con la cabeza y sonriendo-. En cierta ocasión oí a una persona leer un pasaje de un libro escrito por él. Sobre la perfección evangélica, según creo recordar.

Preguntas sobre la perfección evangélica. Sí, es una obra suya. Aunque yo no la he leído.

– El padre Augustin sí la había leído. Dijo que contenía muchas falsedades.

– ¿Ah, sí? -De nuevo, tuve la sensación de seguir con torpeza los pasos del padre Augustin. Como es lógico, supuse que él había escrutado el alma de Alcaya con gran atención. Y obviamente, de haber comprobado que sus creencias eran del modo que fuera heterodoxas, habría mandado que la arrestaran.

¿O no?

Me costaba creer que el padre Augustin hubiera incumplido su deber religioso en aras de la felicidad de su hija. Por otra parte, también me costaba imaginarle concibiendo una hija.

– ¿Y qué dijo el padre Augustin sobre este libro? -inquirí, indicando el tratado que sostenía-. ¿Dijo que contenía muchas falsedades?

– Sí -respondió la mujer alegremente.

– ¿Y sin embargo lo apreciáis?

– El padre Augustin no dijo que todo fuera falso. Sólo algunas cosas. -Después de reflexionar unos instantes, la mujer agregó-: Dijo que no podía demostrarse que Cristo fuera tan pobre, desde su nacimiento a su muerte, que no dejara nada a su madre.

– Ah.

– Le pregunté si podía demostrarse que Cristo no había sido pobre, desde su nacimiento hasta su muerte. -Alcaya siguió sonriendo, como si evocara un recuerdo grato-. El padre Augustin dijo que no. Mantuvimos una conversación muy interesante. El padre Augustin era muy sabio. Un hombre muy sabio y santo.

La imagen de mi superior hablando sobre el usus pauper con esta dudosa anciana, sin duda obligado por el cariño que su hija sentía por ella, casi me hizo sonreír. ¡Con qué frialdad debió de comportarse! ¡Qué repulsivo debió de resultarle todo el episodio! Y con qué gozo habría condenado sin duda a Alcaya a un interrogatorio formal de haber detectado alguna razón para hacerlo. La complacencia con que la anciana se refirió a «la interesante conversación» que ambos habían mantenido, como si describiera una charla entre dos lavanderas, me dio dentera.

No obstante, era mi deber descartar cualquier duda que hubiera tenido… aunque con gran cautela.

– Decidme -dije, revisando mentalmente el texto del Gloriosam ecclesiam decretal (pues no podía consultar ninguna otra autoridad sobre el tema) – ¿hablasteis sobre otras falsedades con el padre Augustin? ¿Hablasteis de la Iglesia, de que se había alejado del camino de Cristo, debido a sus innumerables riquezas?

– ¡Sí! -En esta ocasión Alcaya se echó a reír a carcajadas-. El padre Augustin me preguntó: «¿Os ha dicho alguien que la Iglesia romana es una ramera y que sus sacerdotes no tienen autoridad alguna?». Y yo respondí: «Sí, padre, ¡vos mismo acabáis de hacerlo! Seguro que no podéis creer una cosa así». El padre Augustin se puso rojo como el tocino. Pero se lo dije en broma -añadió la anciana como para tranquilizarme-. Por supuesto que él no lo creía.

– ¿Y vos?

– No, no -una plácida réplica-. Soy una hija fiel de la Iglesia católica. Hago lo que los sacerdotes me ordenan que haga.

– Pero los curas no os dijeron que abandonarais a vuestro esposo, que mendigarais por las calles ni que os fuerais a vivir aquí. Os confieso, Alcaya, que la vuestra no me parece la vida de una buena mujer cristiana. La vida de una mendigante, una fugitiva, se me antoja un tanto perversa.

Por primera vez, Alcaya perdió un poco la serenidad. Suspiró y me miró con tristeza. Luego apoyó una mano en mi brazo confiada.

– Padre, he buscado la forma de servir a Dios -me reveló-. No abandoné a mi esposo, sino que él me echó de casa. Como no tenía dinero, tuve que mendigar. Yo quería ingresar en una comunidad religiosa, pero no me aceptó ninguna. Sólo los beguinos, padre, pero lo que predicaban era falso.

– ¿En qué sentido?

– Son unas gentes muy buenas, muy pobres, que aman a Cristo y a san Francisco, pero dicen unas cosas espantosas sobre el Papa. Sobre el Papa y los obispos. Hicieron que me enfureciera.

– Qué pecado -respondí, sintiendo que el pulso me latía aceleradamente-. ¿Hablasteis con el padre Augustin sobre esas gentes?

– Sí, padre.

– ¿Y le revelasteis sus nombres?

– Sí. -Al seguir interrogándola, Alcaya describió la comunidad con todo detalle, de forma que la identifiqué como un grupo de terciarios franciscanos (en su mayoría mujeres) bajo la protección de un fraile que, si no estaba entre los cuarenta y tres que habían sido obligados a retractarse de sus errores en Avignon el año pasado, merecía estar. Alcaya me informó también de que había advertido al cura local sobre lo que esas gentes predicaban, y se había separado de ellas durante un tiempo-. Luego me uní a unas mujeres vinculadas a vuestra orden, padre, pero no me tenían simpatía. No sabían leer, por lo que me temían y conspiraban contra mí.

A continuación Alcaya emprendió una prolija y aburrida perorata sobre las conspiraciones de esa comunidad, las mutuas difamaciones y malévolas represalias que suelen producirse en las familias, las cortes y las fundaciones monásticas. Aunque lo relató con tono entre acongojado y perplejo en lugar de amargo y colérico, los detalles eran poco edificantes y no los tuve en cuenta. Baste decir que al parecer existía una profunda antipatía entre Alcaya y una mujer llamada Agnes.

– Me echaron a la calle -prosiguió Alcaya- y entonces conocí a Babilonia. Enseguida me di cuenta de que estaba unida a Dios. Pensé que quizá Dios la había puesto en mi camino. Me pregunté si debía acoger a esas mujeres, como Babilonia y la pobre Vitalia, y conducirlas a un lugar donde se sintieran felices en el amor a Dios. -Alcaya empezó a hablar más rápida y animadamente y su rostro cobró una expresión más alegre-, Esas estimadas vírgenes sienten un amor muy puro por Dios, padre; se parecen a las admirables hijas de Sión, espléndidas en su serena virginidad, maravillosamente adornadas con oro y gemas, tal como lo presenció la abadesa Hildegard. Hablé con ellas de sus aspiraciones y me expresaron su intenso deseo de abrazar a Cristo con un amor casto; anhelan su presencia, reposan con placidez pensando en Él. Os aseguro que han renunciado a las pasiones de la carne, padre. Yo les he dicho: «La carne no vale nada, es el espíritu lo que nos infunde vida,» y ellas lo saben. Les he hablado del divino Esposo, que penetrará gozoso en la cámara de sus corazones si está adornada con las flores de la gracia y los frutos de la Pasión, cogidos del árbol de la Cruz. Juntas lo alabamos y hablamos de ese dulce momento en que «su mano izquierda reposa debajo de mi cabeza y me abraza con la derecha». Babilonia ha sentido la caricia de esas manos, padre, se ha sumergido en el amor de Dios. Ha visto la Nube de la Luz Viviente, como la abadesa Hildegard. -Alcaya se expresaba ya con un tono extasiado y tenía los ojos llenos de lágrimas-. Cuando le leí las visiones descritas en el libro de la abadesa, exclamó de asombro. Ha reconocido la Luz dentro de la Luz. Ha experimentado el momento de eterna armonía que moraba dentro de ella. ¡Ha conocido la unión con Cristo! Está cegada por la luz del Amor Divino, ha perdido su voluntad y su alma se ha unido a Dios. ¡Es una bendición, padre, que nos produce una inmensa alegría!

– Desde luego -balbucí, aturdido por ese torrente de palabras. Muchas de ellas las reconocí enseguida, pues eran las palabras de san Bernardo y de la abadesa Hildegard. Pero estaban imbuidas de un éxtasis, una pasión ardiente que no puede fingirse. Comprendí que Alcaya estaba embargada por un auténtico y abrumador amor a Dios, un profundo anhelo de su divina presencia, lo cual era admirable.

Pero esa pasión puede ser peligrosa. Puede llevar al exceso. Sólo las mujeres fuertes y sabias, embargadas por ese fervor, son capaces de seguir el sendero de Dios sin una guía autorizada. (Como dice Jacques de Vitry sobre la mulier sancta, Marie d'Oignes: «Jamás dobló hacia la derecha o la izquierda, sino que anduvo por el centro del bendito sendero con prodigiosa moderación».)

– Cuando era niña, padre -prosiguió Alcaya con más serenidad-, subí a esa montaña y oí a los ángeles. Fue la única vez en mi vida que los oí. De modo que cuando Johanna me confesó sus temores por su hija, comprendí que Babilonia sería feliz en este lugar, donde los ángeles cantan. Sabía que nadie nos escatimaría este techo, el cual me había dado cobijo de niña. Sabía que, con ayuda de Johanna, conseguiríamos vivir aquí feliz y piadosamente, en presencia de Dios. -Alcaya se inclinó hacia delante, tomó mis manos entre las suyas y me miró a la cara. Su rostro risueño reflejaba una intensa dicha- ¿Habéis sentido el amor de Dios, padre? ¿Ha llenado la paz perfecta de su gloria vuestro corazón?

¿Qué podía yo responder? ¿Que el amor de Dios era una bendición a la que había aspirado toda mi vida pero rara vez había alcanzado de forma satisfactoria? ¿Que mi alma está abrumada por mi cuerpo corruptible, de modo que (según dice san Bernardo) la morada terrenal ensimisma a la mente, ocupada en numerosos pensamientos? ¿Que soy un hombre de una naturaleza práctica, más que espiritual, incapaz de perderme en la contemplación de lo divino?

– Cuando contemplo esa montaña -respondí con brusquedad-, mi corazón no se llena de paz, sino de las imágenes del cuerpo despedazado del padre Augustin.

Que Dios me perdone por eso. Lo dije con mala fe, consiguiendo borrar la alegría de los ojos de Alcaya.

Dios me perdone por cerrar mi corazón a su divina presencia.


No conocí a Babilonia esa tarde. La joven se negaba a regresar mientras los soldados siguieran en la casa y éstos se negaban a irse a menos que yo me fuera con ellos. Aguardé un rato, conversando con Alcaya mientras observaba a Johanna (cuyos sutiles cambios de expresión insinuaban unos pensamientos que me habría gustado compartir con ella). Pero al fin tuve que abandonar la forcia cuando aún lucía el sol crepuscular, pues mis guardias deseaban llegar a Casseras antes del anochecer.

Regresé con ellos decidido a volver en cuanto rompiera el día, solo y en secreto, a la forcia. De esa forma podría pasar un breve rato con Babilonia antes de que mis escoltas dieran con mi paradero y pusieran de nuevo en fuga a la joven. De paso, vería a las mujeres en la perfección de su maravillosa paz y juzgaría si, tal como había insistido Alcaya, era de verdad la paz de Dios. No dejaba de ser una arrogancia por mi parte suponer que era capaz de juzgar si se trataba de verdad de esa paz, que rebasa toda comprensión. Ahora sé que estaba equivocado. Pero en aquel entonces estaba impresionado por el fervor de Alcaya. Había sentido su calor y ansiaba descubrir el fuego del que brotaba. Deseaba conocer a Babilonia y comprobar si estaba en realidad «unida a Dios» o poseída por un demonio; deseaba examinar sus rasgos en busca de otros rasgos, que había conocido antaño, los cuales comenzaban a disiparse en mi memoria.

Asimismo, reconozco que sentí la necesidad de concluir mi conversación con Johanna, la cual había quedado interrumpida antes de que pudiera satisfacer mi curiosidad. Es sinceramente lo que pensaba, aunque quizá mis deseos fueran más carnales de lo que mi conciencia estaba dispuesta a confesar. ¿Quién sabe? Sólo Dios. Aquella noche, tendido en mi catre en la casa del cura, tuve que reconocer que me sentía atraído por Johanna. Pero decidí seguir los dictados de la razón, no del corazón. Borré de mi mente todo pensamiento sobre esa mujer (como había borrado en muchas ocasiones otros pensamientos impuros), pedí perdón a Dios, medité sobre su amor, que no había buscado con el afán con que debí hacerlo, ni conocía tal como deseaba conocer. Por supuesto, conocía el amor de Dios como lo conocemos todos, es decir, en los dones que Él nos prodiga («… vino que alegra el corazón del hombre, y aceite para que su rostro resplandezca, y pan para reforzar el corazón del hombre…»), pero ante todo, en el don de su único Hijo. Había leído, me habían dicho y estaba convencido de ello, que Dios ama al mundo. Pero también había leído que su amor sólo toca a los santos. Había leído que san Bernardo se había sentido «abrazado interiormente, por así decir, por los brazos de la sabiduría» y que había recibido «el dulce influjo del amor divino». Había leído que san Agustín se había deleitado «al sentir esa luz brillando en mi alma» y «con el abrazo gozoso que no separa la saciedad». Esto era el amor divino en toda su pureza, en su misma esencia; lo reconocí como uno reconoce una montaña lejana y magnífica, por siempre inalcanzable.

Pero quizá Babilonia lo había alcanzado. Alcaya estaba convencida de ello; el padre Augustin, no. Como es natural, yo me inclinaba más a confiar en el juicio del padre Augustin, que había sido un hombre sabio, erudito, experimentado y virtuoso. Pero Alcaya me había conmovido, y me pregunté: «¿Había experimentado el padre Augustin, con su sabiduría, erudición y virtudes, el influjo del amor divino? ¿Habría reconocido su manifestación en otra persona? ¿Habría reconocido, como Jacques de Vitry, la presencia de Dios en el llanto incontrolado de Marie d'Oignes, o se habría comportado como esos individuos, condenados por el susodicho Jacques, que criticaban malévolamente la vida ascética de esas mujeres y, al igual que perros rabiosos, atacaban las costumbres opuestas a las suyas?».

Pero me censuré por haber pensado eso. El padre Augustin no era un perro rabioso, y Marie d'Oignes no había sido apedreada por la calle. Comprendí que tenía la mente nublada por el cansancio, y me puse a pensar en otros asuntos. Pensé en el tratado de Pierre Jean Olieu, que alguien había dado a Alcaya durante su breve estancia con los terciarios franciscanos heterodoxos. Temí no haberla interrogado tan a fondo como debí haberlo hecho a propósito de sus opiniones sobre la pobreza de Cristo. Como es natural, Alcaya se había descrito como una «hija fiel de la Iglesia católica», que hacía lo que los sacerdotes le ordenaban hacer, y que no rechazaba su autoridad alegando que dichos sacerdotes no estaban depurados por la frugalidad o bien entregados al error absurdo. Por otra parte, yo sabía que el padre Augustin había recorrido este camino antes que yo sin haber identificado en Alcaya un exagerado amor por la sagrada pobreza que pusiera en peligro su alma.

Con todo, era preciso que aclarara mis dudas al respecto, y decidí hacerlo.

También pensé en las otras personas a las que debía interrogar: el preboste de Rasiers; los chicos, Guillaume y Guido; los pastores de la localidad que llevaban a sus ovejas a pastar cerca de la forcia. No sería empresa fácil, porque no se trataba de un interrogatorio oficial, regido por los procedimientos dispuestos en el Speculum judiciale de Guillaume Durant (¿habéis consultado quizás esa obra?), y los establecidos, a lo largo de los años, por la costumbre y el decreto papal. Los testimonios presentados ante el Santo Oficio siempre son transcritos por un notario, en presencia de dos observadores imparciales, como los dos dominicos, Simón y Berengar, que suelen estar presentes durante mis interrogatorios. Es preciso tomar juramento a los testigos y consignarlos en acta; los cargos son revelados o mantenidos en secreto, según resulte más conveniente; el permiso para un aplazamiento es concedido o denegado, también según resulte más conveniente. Existen unas reglas que es necesario observar.

Pero en este caso se trataba de una inquisición oficiosa, y no disponía de unas reglas que me guiaran. Para empezar, mi autoridad alcanza sólo la extirpación de herejes: no me correspondía perseguir a los asesinos del padre Augustin a menos que estuvieran motivados, o imbuidos, de unas creencias heréticas. Otro quizás habría arrestado a toda la población de Casseras, alegando (tal vez justamente) que cualquiera que se encontrara cerca del lugar de semejante crimen tenía por fuerza que estar implicado en el complot. Con todo, yo no estaba convencido de que esa iniciativa fuera la más indicada. En cualquier caso, ¿dónde íbamos a encerrar a los habitantes de Casseras cuando nuestra prisión estaba atiborrada de los habitantes de Saint-Fiacre?

¡Ojalá hubiera tenido al padre Augustin a mi lado! Él habría sabido qué hacer. Sentía que me faltaba experiencia, que me hundía en un pantano de datos inconexos pero importantes: Bernard de Pibraux y sus tres jóvenes amigos, los miembros diseminados y los caballos desaparecidos, el tratado de Pierre Jean Olieu, la carta del padre Augustin al obispo de Pamiers. El padre Augustin había escrito que Babilonia estaba poseída por un demonio; me pregunté si cuando la conociera me enfrentaría al enemigo inveterado de la raza humana. Santo Domingo lo había hecho en varias ocasiones, y había triunfado, pero yo no era un santo… La mera perspectiva hizo que me echara a temblar.

Recuerdo que rezaba con devoción para que me enviaran a un nuevo superior cuando de repente me quedé dormido. Soñé, no con ángeles o demonios, sino con velas, centenares de velas, en un lugar inmenso y oscuro. Tan pronto como encendía una de esas velas otra se extinguía de forma misteriosa (no soplaba la más leve brisa), y tenía que volver a encenderla con mi cirio. Tuve la impresión de pasarme toda la noche corriendo de una vela a otra. Me desperté antes del amanecer, como de costumbre, horrorizado al comprobar que, pese a mis incesantes esfuerzos, seguía envuelto en la oscuridad.

Debo deciros que antes de retirarme hablé con el padre Paul, pero no le pregunté si deseaba acompañarme a la forcia. Mientras consumíamos una modesta cena compuesta de pan y queso, hablamos del padre Augustin y su muerte, pero me abstuve de decirle que me proponía visitar de nuevo a esas mujeres pues sabía que el padre Paul, velando por mi seguridad, alertaría a mis guardaespaldas. Por consiguiente tuve que salir de la casa con el máximo sigilo. El hecho de que un sargento se hubiera instalado en la cocina, con el propósito de protegerme de cualquier agresión nocturna, entorpeció mi tarea; aunque salí de mi habitación descalzo, el sargento se despertó y tuve que farfullar una mentira, indicándole que salía a orinar. El sargento asintió brevemente con la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Pero yo sabía que mi prolongada ausencia despertaría su instinto de centinela. Por tanto salí a toda prisa, y me detuve tan sólo para calzarme las botas que portaba en la mano.

No pude ensillar mi caballo porque compartía un establo con mis guardaespaldas. De modo que tuve que ir andando, como un auténtico mendigo, siguiendo un camino iluminado por el tenue resplandor del alba. Como es natural la luz se hizo más intensa a medida que yo avanzaba; al cabo de un rato salió el sol, las estrellas se desvanecieron, los pájaros se despertaron y yo debí pensar, al igual que san Francisco, en la maravillosa variedad de aves que recibían la palabra de Dios con alegría cuando él les predicaba. Pero estaba cegado por mi temor. Lo cierto es que mi valentía, al emprender este viaje, se fundaba en el temor. Cuanto más aumentaba el miedo, más me empeñaba en demostrarme a mí mismo mi valor, mi virilidad, mi firmeza de carácter. No temáis -había escrito en mi misiva al padre Paul-, he ido a dar un paseo hasta la forcia y regresaré dentro de poco. ¡Que Dios perdone mi vanidad! Pero os aseguro que empezaba a arrepentirme de mi decisión: todo estaba en silencio, el camino estaba desierto, la luz era aún muy débil. Un ruido en los matorrales a mi izquierda hizo que me detuviera, tras lo cual eché de nuevo a andar apretando el paso, pero volví a detenerme. Recuerdo haber pronunciado las palabras «pero ¿qué estoy haciendo?», dispuesto a retroceder sobre mis pasos de no ser porque ya había comunicado mis intenciones al padre Paul. Si regresaba, sería como reconocer que había temido seguir adelante. ¡De nuevo mi estúpida vanidad!

De modo que seguí adelante, recitando una y otra vez unos salmos y las cualidades necesarias, enumeradas por Bernard Gui, para ser un buen inquisidor (ambos habíamos mantenido, a lo largo de los años, una correspondencia a propósito de esta cuestión). Según Bernard, una voz autorizada donde las haya, el inquisidor debía ser constante, perseverar entre los peligros y las adversidades incluso hasta la muerte. Debía estar dispuesto a sufrir en aras de la justicia, no precipitándose con temeridad hacia el peligro ni retrocediendo de un modo vergonzoso debido al temor, pues esa cobardía socava la estabilidad moral. Me pregunté si no me había precipitado con temeridad hacia el peligro al partir solo de Casseras, y llegué a la conclusión de que era probable que sí. Agucé el oído, casi ansiando oír el sonido de los cascos de unos caballos siguiéndome. ¿Por qué no acudía mi escolta a rescatarme?

De pronto llegué al lugar donde había sido asesinado el padre Augustin. Vi las manchas oscuras sobre la pálida tierra; percibí el olor putrefacto; sentí el peso del frondoso y oscuro follaje. Era un lugar maldito. Estaba a punto de retroceder, cuando reparé en un objeto dorado que parecía relucir junto a una piedra cubierta de espeluznantes manchas de sangre. Al acercarme identifiqué ese objeto resplandeciente como un ramo de flores amarillas. Parecían frescas, y estaban sujetas con unas briznas de hierba trenzadas.

En su belleza sencilla y delicada reconocí una ofrenda de devoción.

Mi primer acto fue recogerlas, pero al comprender que no debía hacerlo, volví a dejarlas en el suelo. De alguna manera misteriosa, conseguían que aquel claro resultara menos siniestro. Al contemplarlas mi temor se desvaneció casi por completo y sonreí. Mi sonrisa se intensificó cuando llegó a mis oídos la melodía, de una canción, pues nada es capaz de conmovernos como la música. ¿Acaso no rompen a cantar las mismas montañas y colinas? («Cantad a Yahvé un cántico nuevo, cantad a Yavé la tierra toda.») Por supuesto, no se trataba de un salmo, sino de una composición popular escrita en la lengua local; con todo, poseía cierta poesía. Disculpadme si, en mi afán de reproducirla y traducirla, no consigo transmitir su delicado encanto. Creo recordar que decía así:


Canto contigo, pequeña alondra,

pues también deseo saludar al sol.

Di a mi amante, pequeña alondra,

que le amo a él.

No te demores, pequeña alondra;

ansío verte partir.

Di a mi amor que él me tendrá,

y yo le tendré a él.


No eran unos sentimientos loables, pero la melodía era dulce y alegre. La cantaba una mujer cuya voz no reconocí. No obstante, seguí ese canto de sirena, haciendo caso omiso del posible peligro que me acechaba. Avancé entre los árboles, resbalando con mis botas sobre el accidentado terreno; mi hábito se enganchaba en las ramas y los espinos. Hasta que llegué a un hermoso prado situado en la ladera de una pequeña colina, envuelto en la tibieza del sol matutino. Quisiera ser un poeta para describiros la gloria que se extendía a mis pies.

El aire de la mañana era límpido como el sonido de una campana tenor. Así pues, contemplé la escena ante mí con los ojos de un águila: vi los lejanos valles y las montañas que arrojaban unas sombras largas y brumosas; vi Rasiers, tan pequeña que podía sostenerla en mis manos; vi el resplandor de un río y el fulgor del rocío bajo el sol. Los precipicios cortados a pico, como los muros de un castillo, parecían teñidos de un delicado color rosa. Las alondras y las golondrinas se recortaban sobre el cielo despejado, tejiendo intrincados dibujos. Pensé que contemplaba el mundo tal como lo veía Dios, en todo su esplendor y su complejidad. («Aun los cabellos todos de vuestra cabeza están contados.») Tuve la sensación de hallarme en la cima de la creación, embargado por una profunda sensación de dicha, y me dije: «¡Dios mío, tú eres grande, tú estás rodeado de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto, como una tienda tendiste los cielos; alzas tus moradas sobre las aguas, haces de las nubes tu carro y vuelas sobre las plumas de los vientos». Y mientras el sol me acariciaba el rostro, y aspiraba el aire puro, y la dulce y tenue melodía de aquella canción vulgar pero hermosa deleitaba mis oídos, oí otra voz que se unió a la primera en una airosa armonía, y vi a las dos mujeres que cantaban salir de un bosquecillo situado en la ladera, debajo de donde me hallaba yo. Portaban unas cestas sobre la cabeza y caminaban al mismo paso, cogidas de la mano. Reconocí a la más alta, Johanna de Caussade. Creo que ella me reconoció también en aquel instante, pero no dejó de cantar ni se detuvo.

En lugar de ello me sonrió y saludó con una espontánea y despreocupada alegría, como uno saludaría a un estimado amigo, o a una persona que ha conocido en circunstancias muy felices: en un festival, o en la celebración de una victoria. Luego dijo algo a la joven que caminaba junto a ella, sin dejar de sonreír, y ambas alzaron la vista y me miraron, y de pronto sentí que mi corazón rebosaba de alegría. ¿Cómo puedo describir esta extraordinaria sensación, tan placentera que era casi dolo-rosa, cálida como la leche recién ordeñada, ancha como el mar, infinitamente maravillosa? Sentí deseos de llorar y reír. Mi cuerpo cansado cobró renovadas fuerzas, aunque era presa de una curiosa languidez. Tuve la sensación de que viviría eternamente, pero habría estado dispuesto a morir allí mismo, sabiendo que mi muerte carecía de importancia. Contemplé con el mismo amor la hierba amarilla, las mariposas blancas, las ortigas, los excrementos de las ovejas, las mujeres que descendían por la ladera: deseé abrazar la creación. Mi amor era infinito, hasta el extremo de que me pareció que no era mío, sino que fluía a través de mí, alrededor de mí, hacia mí, y entonces me volví hacia el sol y quedé cegado por una luz inmensa. Durante unos breves instantes, apenas un suspiro, pero que se prolongaron eternamente, me sentí como un niño suspendido en el vientre de su madre. Sentí que Cristo me abrazaba, y El era la paz, y la alegría, y terrible como la muerte, y experimenté su amor imperecedero por mí, porque lo vi, lo abracé y lo sentí en mi corazón.

¡Dios mío! ¿Cómo puedo mostraros esas cosas utilizando tan sólo palabras? No tengo palabras. Las palabras no bastan. Hasta el Doctor Angélico, después de experimentar una revelación mística en su vejez, se quedó mudo durante un tiempo. Sin duda su revelación fue más sublime que la mía; sin duda demostraba un talento en su utilización de las palabras que yo jamás lograré alcanzar. Por tanto, si la presencia de Dios le despojaba de su extraordinaria elocuencia, ¿cómo voy a hallar yo las palabras que se le resistían?

Sé que Dios estuvo conmigo sobre esa colina. Sé que Cristo me abrazó, aunque no me explico el motivo, pues no hice nada, no dije nada ni pensé nada que mereciera un don tan precioso. Quizás Él estaba allí, sin más, en la perfección de la mañana, y se compadeció de mí cuando tropecé con su presencia. Quizá se hallaba en el corazón de Johanna, y la sonrisa de ésta fue la llave que abrió mi alma y permitió que el amor divino penetrara en ella. ¿Cómo voy a saberlo? No soy un santo. Soy un hombre pecador y torpe, que mediante un prodigioso acto de misericordia, llegó más allá de la nube que cubre toda la Tierra.

San Agustín decía que, cuando el alma de una persona logra traspasar la oscuridad carnal que envuelve la vida terrenal, es como si le tocara un breve fulgor, para hundirse luego en su natural flaqueza, y por más que persista el deseo de elevarse de nuevo a las sublimes alturas, su impureza le impide situarse allí. Según san Agustín, cuantas más veces consigue uno hacer esto, más grande es.

Lo cual indica que un hombre debe esforzarse para alcanzar esa bendición. Pero ¿se esforzó san Pablo en conseguir algo que no fuera perverso, antes de recibir la Luz de camino a Damasco? Fue obra de Dios, no suya, lo que le condujo a la verdad. Por tanto, fue el amor de Dios, no el mío, lo que me condujo junto a Él.

Sin duda Él sabía que, por mí mismo, jamás habría logrado alzar los ojos del suelo. Quizá no vuelva a hacerlo nunca; quizá no poseo la fuerza ni la pureza.

Pero sí soy capaz de amar a Dios. Ahora amo a Dios, no como a mi padre, que me ofrece dones e instrucciones, sino como a mi amante, como al reposo de mi corazón, como a mi fe y mi esperanza, como a la comida y el vino que alimenta mi alma. Desde luego, amar así requiere esfuerzo; por fortuna, siempre podré alcanzar esas sublimes alturas meditando sobre el inconmensurable momento en que languidecí de amor, sobre el diván de la ladera, en el abrazo gozoso y dolorido de Cristo.

También puedo alcanzarlo meditando sobre la sonrisa de Johanna de Caussade. Pues al igual que esa sonrisa abrió por primera vez mi corazón, he comprobado que sigue haciéndolo.


– ¿Padre?

Fue la voz de Johanna la que abrió de nuevo mis ojos terrenales y me hizo recobrar el sentido, tirando de mí como de un pescado atrapado en el anzuelo. La eternidad de mi divina comunión había durado tan sólo unos instantes; las dos mujeres avanzaban hacia mí cuando mi alma abandonó su extasiada contemplación, y, aturdido, sentí que la marea de amor se retiraba de mi corazón. Miré durante unos momentos a mi alrededor sin ver. Luego recuperé la visión y el primer objeto que contemplé fue el rostro de la acompañante de Johanna.

Vi el rostro de una joven, perfectamente formado y bello como un lirio (aunque tenía unas leves cicatrices en el mentón y las sienes). Si yo fuera un trovador, cantaría sus alabanzas como se merecen, comparando su cutis con las rosas, su suavidad con la de un pajarillo, su pelo de color cobrizo con las manzanas y la seda. Pero no soy un poeta del corazón, de modo que me limitaré a decir que era muy bella. Jamás había visto en toda mi vida a una mujer de una belleza tan delicada. Y puesto que sus ojos reflejaban, no la inocencia de una niña, sino la inocencia de un animal recién nacido, y puesto que mi corazón seguía rebosante de amor, tanto que apenas podía contenerlo, sonreí con ternura. Habría sonreído con la misma ternura a una mosca, un árbol o un lobo que hubiera aparecido ante mí en aquellos momentos, porque amaba el mundo. Pero se dio la circunstancia de que ella fue el primer objeto que vi, por lo que recibió la sonrisa que había formado el mismo Dios.

Ella también me sonrió, una sonrisa dulce como la miel.

– Sois el padre Bernard -dijo.

– Y tú eres Babilonia.

– Sí -respondió la joven alborozada-. ¡Soy Babilonia! ¿Os sentís bien, padre? -preguntó Johanna, pues, según averigüé más tarde, yo hablaba de una forma insólitamente lenta y jadeante. Tenía el aspecto de estar borracho o enfermo.

Al percatarme, me apresuré a tranquilizarla.

– Estoy bien -dije-. Perfectamente. ¿Y vosotras? ¿Qué hacéis? ¿Habéis venido a recoger leña?

– Setas -respondió Johanna.

– Y caracoles -apostilló su hija.

– ¡Setas y caracoles! -A pesar de lo que todo esto significaba para mí, podrían haber dicho «grasa de la lana y huevos de mosca». Me sentía casi aturdido debido a la euforia y tuve que reprimir el deseo de romper a reír o llorar de una manera incontrolada. Al observar la expresión de perplejidad en la cara de Johanna, me esforcé, haciendo acopio de todas las fuerzas de mi mente y mi espíritu, en hablar con calma y comportarme con decoro-. ¿Habéis tenido suerte? -pregunté.

– Un poco -contestó Johanna.

– He encontrado unos caracoles, pero no me los comeré -dijo Babilonia-. Hacen que me atragante.

– ¿Ah, sí?

– ¿Habéis traído a los soldados, padre? -me preguntó Johanna con naturalidad, sin el menor temor ni preocupación, pero vi que su hija pestañeó varias veces-. ¿Han venido hoy con vos?

– No. Aún no. -Una alegría interior me llevó a añadir-: Esta mañana me he ido con sigilo. He logrado escaparme. Pero no tardarán en salir en mi busca.

– ¡En tal caso debemos esconderos enseguida! -La pobre Babilonia estaba muy asustada. Comprendí que era inocente en todo, quizás incluso simple, y que nadie debía reírse ni burlarse de ella, porque sólo veía lo que tenía ante sus ojos.

– Los soldados no pretenden hacerle daño -dijo Johanna-. Desean protegerle. De los hombres que mataron al padre Augustin.

– ¡Ay, no! -Los ojos de Babilonia se llenaron de lágrimas-. ¡Entonces debéis regresar ahora mismo!

– Aquí no corro peligro, hija mía. Dios está con nosotros.

En mi serenidad de inspiración divina, transmitía un calor y una seguridad que tranquilizó un poco a Babilonia; incluso le toqué un brazo (un gesto que en otras circunstancias no habría hecho, os lo aseguro). Luego pregunté a las dos mujeres si habían terminado de buscar las riquezas que ofrece el Señor.

– Hemos terminado por hoy -respondió Johanna.

– ¿Me permitís que os acompañe a casa? Deseo hablar con Alcaya.

– Podéis hacer lo que queráis, padre. Sois un inquisidor y un hombre importante. Tal como dijo el padre Paul.

Me pareció que Johanna se expresaba con una sutil ironía, pero no me sentí ofendido.

– No puedo hacer todo lo que quiero, señora. Existen ciertas reglas y normas que debo obedecer. -Sintiéndome insólitamente animado, proseguí en un tono que con toda seguridad era imprudente, mientras echábamos a andar cuesta arriba hacia la forcia-. Por ejemplo, no puedo romper mis votos de castidad y obediencia, por más que desee hacerlo.

– ¿De veras? -preguntó Johanna, que caminaba a mi lado. Observé que me dirigía una mirada de soslayo (no hallo otra palabra para describirla) escrutadora, incluso seductora. Pero en lugar de inflamar mi pasión, me produjo el efecto contrario: sentí un escalofrío, como si me hubieran echado agua, y sacudí la cabeza como si esa agua me hubiera penetrado en los oídos.

– Disculpad -farfullé-. Disculpad, no estoy en mis cabales.

– ^-Ya lo veo -replicó Johanna con un tono casi divertido-. ¿Os sentís mal?

– No… más bien como si estuviera bajo el influjo de un extraño encantamiento.

– ¿Habéis venido andando desde Casseras?

– Sí.

– ¿Estáis acostumbrado a recorrer a pie estas distancias cuesta arriba?

– No -contesté- pero no soy el padre Augustin, señora. ¡No tengo una salud delicada! -Por supuesto -dijo Johanna. Su tono me hizo reír.

– Qué bien sabéis halagar mi frágil vanidad. ¿Ejercisteis este arte con el padre Augustin, o se trata de las dotes naturales de toda madre?

Fue Johanna quien rió entonces, pero queda, sin abrir la boca.

– Todos tenemos nuestras vanidades, padre -dijo.

– Cierto.

– Por ejemplo, yo me ufano de saber hallar a personas buenas, que me pueden ser útiles.

– ¿ Como Alcaya?

– Sí. Y como vos.

– ¿De veras? Me temo que estáis muy equivocada.

– Es posible -reconoció Johanna-. Quizá no seáis tan bueno.

Ambos nos reímos de esta ocurrencia, y tuve la sensación de que existía una compenetración entre nosotros, casi como si adivináramos nuestros mutuos pensamientos e intenciones, como yo jamás la había tenido con otro ser humano. Permitidme aclarar esto, pues sé que diréis: «Un monje y una mujer. ¿Qué saben ellos lo que oculta el corazón y la mente del otro, salvo los aguijonazos del deseo carnal?». Y en cierta medida tenéis razón, ya que ambos estábamos expuestos a la pasión carnal, puesto que éramos pecadores a los ojos de Dios. Pero creo que, precisamente debido a que éramos pecadores -odiosamente vanidosos, desobedientes, obstinados e incluso irreverentes-, debido a que compartíamos tantos pecados, nos veíamos el uno al otro con toda claridad. Teníamos la sensación de conocernos el uno al otro porque nos conocíamos a nosotros mismos.

Baste decir que poseíamos unos temperamentos afines. Una curiosa circunstancia, toda vez que Johanna era la hija analfabeta de un comerciante. Pero Dios es la fuente de unos misterios aún más insondables.

– Encontré unas flores amarillas en el camino -observé cuando me percaté de que dábamos un rodeo para evitar el lugar donde había sido asesinado el padre Augustin-. ¿Las cogisteis vos, o Babilonia?

– Las cogí yo -respondió Johanna-. No creo que visite nunca la tumba del padre Augustin, de modo que las dejé en el lugar donde murió.

– Lo enterramos en Lazet. Podéis visitar Lazet cuando gustéis.

– No.

– ¿Por qué? No podéis quedaros aquí en invierno. Podríais trasladaros a Lazet.

– O a Casseras. Queda más cerca.

– Quizá no seáis bien recibidas en Casseras.

– Quizá no nos reciban bien en Lazet. Babilonia no es bien recibida en ninguna parte.

– Me cuesta creerlo. -Al volverme para mirar a Babilonia, que subía por un empinado sendero, me impresionó de nuevo su lozana belleza-. Es muy hermosa, y dulce como una paloma.

– A vos os parece dulce como una paloma. Pero otros la ven como una loba. No la reconoceríais. -Johanna hizo ese comentario con una curiosa ausencia de emoción. Era como si esas transformaciones le parecieran del todo naturales. Pero prosiguió con tono más animado-: Cuando la habéis saludado os habéis comportado como Alcaya. ¡Ojalá todo el mundo fuera amable con ella! Augustin le sonreía como si le doliera la tripa.

– Puede que le doliera. No gozaba de buena salud.

– Babilonia le infundía temor -continuó Johanna, pasando por alto mi comentario-. La quería, pero la temía. En cierta ocasión Babilonia le atacó y yo tuve que quitársela de encima. Augustin se quedó temblando, con los ojos llenos de lágrimas. -De pronto Johanna arrugó el ceño, juntando sus negras cejas y asumiendo un aire severo-. Augustin me dijo que Babilonia estaba maldita debido a nuestro pecado. Yo respondí que era una estupidez. ¿Creéis que Augustin tenía razón, padre?

Deduje que el padre Augustin lo había dicho motivado por el sobresalto y la desesperación, pero respondí con cautela:

– Las escrituras no dicen eso. «¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel y decís que los padres comieron los agraces y los dientes de los hijos tienen la dentera? Por mi vida, dice Yavé, que nunca más diréis este refrán en Israel.»

– O sea que Augustin se equivocó. Ya lo sabía yo.

– Johanna, no conocemos las intenciones de Dios. Sólo sabemos una cosa: que todos somos pecadores, sin exclusión. Incluso Babilonia.

– Ella no es responsable de sus pecados -replicó la viuda con obstinación.

– Pero el hombre ha nacido en pecado desde que perdió la gracia divina. El propósito de Dios, con respecto a los seres humanos, es que trascendamos este pecado alcanzando la salvación. ¿Pretendéis decirme que Babilonia posee el alma de un animal, que no es humana?

La viuda abrió la boca pero volvió a cerrarla. Parecía estar absorta en sus pensamientos. Puesto que habíamos llegado al último tramo de nuestro camino, y el más empinado, dejamos de conversar hasta alcanzar los pastos que rodean la forcia. Entonces, jadeando debido al esfuerzo, Johanna se volvió hacia mí y me miró con expresión grave y apenada.

– Sois un hombre muy sabio, padre -dijo-. Sabía que erais misericordioso y un grato compañero, porque me lo dijo Augustin. Sabía que me caeríais bien antes de conoceros, por la forma como él hablaba sobre vos. Pero ignoraba que poseyerais tanta sabiduría.

– Johanna…

– Es posible que lo que decís sea cierto. Creer que mi hija no es responsable de sus pecados es equipararla a un animal. Pero padre, a veces se comporta como un animal. Emite unos ruidos propios de un animal y trata de despedazarme. ¿Cómo puede aceptar una madre el hecho de que su propia hija quiera matarla? ¿Cómo puede un ser humano yacer en sus excrementos? ¿Cómo puede ser Babilonia responsable de sus pecados si ni siquiera los recuerda? ¿Cómo es posible, padre?

¿Qué podía yo responder? Estaba claro que a juicio del padre Augustin, los infames actos de Babilonia le habían sido infligidos por la presencia de unos demonios, como castigo por los pecados de sus padres. Pero me pregunté si no estaría equivocado. Si el odio que inspiraba al padre Augustin no tendría que ver con su pasada fragilidad moral y física.

– Recordad -dije no sin cierta vacilación-, que Job, pese a ser perfecto y moralmente recto, fue puesto a prueba por Dios y Satanás mediante toda suerte de calamidades. Quizá sea la virtud de Babilonia, y no su pecado, lo que atrae la ira de Dios sobre ella. Quizá la esté también poniendo a prueba.

Johanna me miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Ay, padre -murmuró-, ¿creéis que es posible?

– Como he dicho, no conocemos las intenciones del Señor. Sólo sabemos que es bueno.

– Sois un gran consuelo para mí, padre -dijo Johanna con voz trémula, pero sonrió, tragó saliva y se enjugó los ojos con firmeza-. Sois muy amable.

– No era ésa mi intención. -Pero lo era, claro está. Mi corazón albergaba aún la caridad del amor de Cristo, y deseaba que todo el mundo se sintiera dichoso-. Los inquisidores no son amables.

– Es verdad. Pero acaso no seáis un buen inquisidor.

Ambos sonreímos y nos dirigimos hacia la forcia. Al llegar, Alcaya me saludó con alegría. Estaba sentada junto al lecho de Vitalia, leyendo a la anciana un pasaje del tratado de san Bernardo. Observé (con tono jovial) que me tranquilizaba verla con el libro de san Bernardo en la mano, en lugar del de Pierre Jean Olieu. Alcaya negó con la cabeza en un gesto de desaprobación y me miró afectuosamente, como una tía.

– Los dominicos detestáis a ese pobre hombre -dijo.

– No al hombre, sino a sus ideas -respondí-. Iba en pos de la pobreza con excesivo ahínco.

– Eso decía el padre Augustin.

– ¿Y os mostrabais de acuerdo con él?

– Desde luego, para evitar que se enfureciera cuando le llevaba la contraria.

– ¡Pero si os pasabais el día discutiendo! -protestó la viuda.

– Sí, pero él me derrotaba siempre -señaló Alcaya-. Era muy sabio.

– Alcaya -dije, decidiendo exponerle con franqueza mis preocupaciones en lugar de disimularlas bajo una charla presuntamente inocente e intrascendente, como solía hacer-. ¿Sabíais que las obras de Olieu son enjuiciadas muy desfavorablemente por el Papa y muchos hombres importantes de la Iglesia?

Alcaya me miró perpleja.

– Hasta el punto -proseguí- de que poseer un ejemplar equivale a que le tachen a uno de sostener creencias heréticas. ¿No lo sabíais?

Oí a Johanna resoplar, pero no la miré. Observé a Alcaya, que se limitó a sonreír.

– Padre -respondió-, no soy una herética.

– En tal caso, debéis leer otros libros. Y quemar el tratado de Pierre Jean Olieu.

– ¡Quemar ese libro! -exclamó Alcaya, con una expresión más divertida que contrariada. A mí me chocó su reacción hasta que me explicó que el padre Augustin le había pedido en varias ocasiones, en el fragor de una discusión, que quemara el tratado-. Le dije: «Padre, este libro me pertenece. Tengo muy pocos libros y los aprecio mucho. ¿Seríais capaz de arrebatarme a mi único hijo?».

– Estáis jugando con fuego, Alcaya.

– Soy una mujer pobre, padre. Conozco los pasajes en que este libro se equivoca, por tanto ¿qué daño puede hacerme? -Tras ofrecerme el tratado de san Bernardo para que lo examinara, lo acarició con afecto, primero las tapas y luego las hojas de pergamino-. Observad lo hermosos que son estos libros, padre. Se abren como las alas de una paloma blanca. Huelen a sabiduría. ¿Cómo podría alguien quemar estos tomos tan bellos e inocentes? Son mis amigos, padre.

¡Dios misericordioso! ¿Qué podía responder yo a esto? Soy un dominico. He dormido estrechando las Confesiones de san Agustín contra mi pecho. He llorado al ver desintegrarse las páginas entre mis manos, bajo la cruel condena de la polilla que roe los libros. He besado las Sagradas Escrituras. Cada palabra que pronunció Alcaya hizo que brotaran dulces flores en mi corazón, abundantemente regado aquel día por el amor de Dios.

Y pensé en mis libros (míos pero que al mismo tiempo no lo eran), los que me había dado hace años la orden y algunas personas que me estimaban. Cuando hice los votos mi padre me regaló dos libros: la Leyenda áurea de Jacobo de Vorágine, a quien él reverenciaba, y el Decreto de Graciano, que consultaba con frecuencia. De uno de los lectores de Carcasona, un hermano muy anciano y sabio llamado Guilabert, recibí un ejemplar del Ars Grammatica de Donato (en el que Guilabert había escrito: «Soy viejo, y tú eres mi mejor alumno. Acéptalo, utilízalo con sabiduría y cuando lo hagas reza por mí». Yo apreciaba mucho este libro). Una mujer noble de una de mis parroquias, por la época en que yo era un predicador ordinario, me regaló su Libro de las Horas, diciendo que mi elocuencia la había conmovido hasta el extremo de haberse desprendido de muchas de sus pertenencias, y aunque su entusiasmo me turbó, fui incapaz de rechazar el volumen, que estaba decorado y adornado con oro de un modo exquisito.

Por último, el padre Jacques me legó al morir uno de sus libros: Ad Herennium de arte rhetorica, de Cicerón. Al pensar en esta obra, y las otras que conservo en mi celda, me sentí avergonzado (como de costumbre) por el carácter posesivo de mi amor por ellos. («Ningún hombre puede servir a dos amos…») Claro está que no eran en realidad míos, pero podría utilizarlos toda mi vida, por lo que los consideraba tan míos como mis pies y mis manos. ¿No es esto un pecado, por ser yo un monje dominico? ¿Acaso mi conducta no es tan censurable como la de Alcaya, que se refería a sus libros como si fueran hijos suyos, hermosos e inocentes?

– Alcaya -dije, y Dios sabe que estaba dispuesto a hacer un inmenso sacrificio-, si me dais vuestro tratado de Pierre Jean Olieu, os daré otro libro a cambio. Os daré la Vida de san Francisco, de un libro titulado Leyenda áurea, que es una obra infinitamente mejor. ¿Habéis leído la Leyenda áurea!

Alcaya negó con la cabeza.

– Pues bien -proseguí-, contiene las historias de muchos santos, entre ellos san Francisco. El cual, como sabéis, estaba casado en cuerpo y alma con Doña Pobreza. ¿Aceptáis esta bendita obra a cambio de la otra? Es de una calidad muy superior.

Hice esa generosa oferta para poner a prueba la fe de Alcaya. Si estaba contagiada de los errores de Olieu, se resistiría a renunciar a su obra por magnífica que fuera la recompensa. Pero cuando le propuse el trato observé que sus ojos reflejaban un intenso gozo, se tocó la boca y luego el pecho.

– ¡San Francisco! -exclamó-.¡Ah, yo… qué bendición!

– ¿Habéis traído ese libro con vos? -me preguntó Johanna.

– No. Pero ordenaré que lo envíen aquí. Lo recibiréis antes de que parta de Casseras. Vamos -añadí, apoyando las manos en el hombro de Alcaya e inclinándome para mirarla a los ojos-. Entregadme el libro de Olieu para que pueda dejar de preocuparme. ¿Queréis hacerme este favor? Os ofrezco el libro de mi padre, Alcaya.

Para mi profunda sorpresa Alcaya me acarició una mejilla, con lo que me aparté con brusquedad. Más tarde el prior Hugues me amonestó por haber permitido que ocurriera, diciendo que mi talante cordial, incluso afectuoso, había inducido a la anciana a llevar a cabo ese gesto tan íntimo.

Sea como fuere, el caso es que me acarició la mejilla y sonrió.

– No es necesario que me deis el libro de vuestro padre -dijo Alcaya-. Si este otro libro os inquieta, os lo regalo encantada. Sé que obráis de buena fe, pues habéis sido iluminado por los rayos de la sabiduría celestial.

Como podéis imaginar, no supe qué responder. Pero no tuve que hacerlo, porque en aquel momento Babilonia (que estaba fuera de la casa) emitió un grito espeluznante.

– ¡Mamá! -gritó-. ¡Esos hombres! ¡Han venido esos hombres, mamá!

No recuerdo haberme movido. Sólo recuerdo que salí apresurado a la explanada y me dirigí hacia Babilonia, que corría de un lado para otro como un conejo enjaulado. Por fin la atrapé y la sujeté, mientras ella me recompensaba cubriéndome de mordiscos y arañazos.

– Cálmate -dije-. Cálmate, hija mía. No dejaré que esos hombres te hagan daño. Vamos, cálmate.

– Mamá está aquí, tesoro -dijo Johanna cuando se acercó a nosotros. Trató de abrazar a su hija, pero Babilonia se apartó con brusquedad. De pronto empezó a oscilar en mis brazos, moviendo la cabeza y emitiendo unos ruidos extraños, unos ruidos semejantes al lenguaje demoníaco. Su fuerza me asombró. Yo apenas tenía fuerza en mis brazos para sujetarla, aunque era menuda y delgada.

Se puso a gritar de nuevo. Gritaba como un alma condenada, y cuando la miré a la cara vi un rostro totalmente distinto, congestionado y contraído en una mueca, que mostraba una lengua azul entre los dientes, que no dejaba de entrechocar, con los ojos túmidos y las venas hinchadas. Vi el rostro de un diablo, y me asusté tanto que blasfemé (de lo cual me avergonzaré eternamente), con lo cual Babilonia empezó a repetir la blasfemia a una velocidad sobrenatural.

– ¡Soltadla! -gritó Alcaya-. ¡Le tenéis miedo, padre, soltadla!

– ¡Os lastimará! -protesté.

– ¡Soltadla!

El caso es que no tuve otro remedio, pues en aquel preciso instante uno de mis sargentos nos separó. Aunque no había reparado en su presencia, mis guardaespaldas habían llegado a la forcia; habían sido recibidos por unos gritos feroces y me habían visto forcejear con una fiera, con el rostro blanco como la cera bajo los arañazos sanguinolentos.

No es de extrañar que reaccionaran con innecesaria fuerza.

– ¡Soltadla! ¡Os lo ordeno! ¡Basta! ¡Soltadla! ¡Basta ya! -Estaba furioso, pues habían arrojado a Babilonia al suelo y uno de los soldados (un individuo corpulento y de maneras toscas) estaba arrodillado sobre su espalda. Después de apartar a mis escoltas, propiné a ese soldado un tremendo empujón y lo derribé al suelo. Os aseguro que de haber previsto éste mi agresión, jamás habría conseguido derribarlo.

– ¡Ay, cariño! ¡Cariño mío! Cristo está aquí. Jesús está aquí. -Alcaya se arrojó junto a la joven, que seguía postrada en el suelo, y le acarició la cabeza cubierta de polvo y ensangrentada-. ¿No notas su dulce sabor? ¿No sientes su abrazo? Bebe su vino, cariño, y olvida tus cuitas.

– ¿Está herida? -pregunté, inclinándome sobre esa extraña pareja, tratando de comprobar el estado de Babilonia, cuando sentí unas manos que me obligaron a retirarme. De nuevo tuve que ordenar a mis soldados, que se afanaban en protegerme, que me soltaran-. Haced el favor de soltarme. No me ocurrirá nada malo. ¡Mirad!

Señalé a la desdichada joven que yacía a mis pies, inmóvil y gimiendo con los ojos cerrados. El sargento que estaba a mi lado la contempló como si contemplara una serpiente muerta.

– ¿ Lo hizo ella, padre?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Asesinó al padre Augustin?

– ¿Que si asesinó…? -Tardé unos momentos en comprender-.¡Imbécil! -le espeté. Luego me volví de nuevo a Alcaya y repetí-: ¿Está herida? ¿La han lastimado?

– No.

– Lo lamento mucho.

– No tenéis la culpa -dijo Johanna-. Pero creo… disculpadme, padre, pero creo que es mejor que os retiréis.

– Sí -convino mi escolta-. Venid con nosotros. Esa loca es capaz de arrancaros los ojos.

De modo que me fui sin más preámbulos. Pensé que era lo mejor, aunque lamenté que mi partida se hubiera producido a raíz de un incidente tan lamentable. Al abandonar la explanada me volví y vi a Babilonia de nuevo en pie; no gritaba ni forcejeaba, sino que permanecía inmóvil, como una mujer en posesión de sus facultades, lo cual me tranquilizó. Vi a Johanna alzar la mano para despedirse de mí, lo cual también me tranquilizó. (El recuerdo de ese gesto, titubeante y de disculpa, quedó grabado mucho tiempo en mi memoria.) Alcaya parecía haber olvidado mi existencia, pues ni siquiera levantó la vista cuando me marché.

En otras circunstancias, habría regañado a mis guardaespaldas durante todo el camino hasta Casseras, ganándome su hosca antipatía. Pero al principio me sentí demasiado conmocionado para hablar. No dejaba de pensar en la transformación de Babilonia y en las fuerzas satánicas que sin duda la habían desencadenado. Luego, cuando pasamos frente al lugar donde Johanna había depositado las flores, la paz de Dios penetró de nuevo en mi alma. Me serenó y silenció; yo era una oveja junto a un lago de aguas plácidas. Por tanto, expulsa la tristeza de tu corazón, me dije, y extirpa el mal de tu carne. ¿Quién sabe lo que le conviene a un hombre en esta vida, el cual pasa todos los días de su vana existencia como una sombra?

– Amigos míos -dije a los hombres que me escoltaban a caballo-, deseo proponeros un trato. Si olvidáis contarle al senescal que visité la forcia solo, me abstendré de decirle que ninguno de vosotros hizo nada para impedírmelo. ¿Os parece justo?

Les pareció más que justo. Mi propuesta aplacó al instante sus temores y se mostraron más animados. Durante el resto del trayecto, conversamos sobre temas agradables como comida, gente loca y heridas que habíamos visto alguna vez.

Y ninguno adivinó que mi corazón añoraba a las personas que habíamos dejado atrás.

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