Al ilustrísimo padre Bernard de Landorra, superior general de la Orden de Predicadores.
Bernard Peyre de Prouille, fraile de la misma orden en la ciudad de Lazet, un siervo de escasa utilidad e indigno, os envía saludos con ánimo de súplica.
Cuando el Señor se apareció ante el rey Salomón y le dijo: «Pide lo que deseas que te conceda», el rey Salomón respondió: «Concede a tu siervo un corazón comprensivo para juzgar a tu pueblo, a fin de que pueda discernir entre el bien y el mal». Ése fue el ruego de Salomón, y ése fue también mi ruego durante muchos años, mientras investigaba a todos los herejes y a sus creyentes, fautores, recibidores y defensores en esta provincia de Narbona. No pretendo poseer la sabiduría de Salomón, reverendo padre, pero de una cosa estoy seguro: la búsqueda de la verdad es larga y ardua, como la búsqueda de un hombre en un país extranjero. Es preciso explorar el país, recorrer numerosos caminos y formular numerosas preguntas, antes de hallar al hombre. Así, cabe decir que la búsqueda de la comprensión se asemeja a esa figura retórica que denominamos silogismo, pues al igual que un silogismo pasa de generalidades a particularidades, presentando una verdad inmutable en tanto en cuanto se compone de unas proposiciones auténticas, la comprensión profunda de un acto fatídico deriva del conocimiento de todas las personas, lugares y acontecimientos que lo rodearon o precedieron.
Reverendo padre, necesito vuestra comprensión. Necesito vuestra protección y vuestra estima. Extended vuestra mano contra la ira de mis enemigos, pues han afilado sus lenguas como una serpiente; bajo sus labios guardan el veneno de una víbora. Quizá conozcáis la delicada situación en que me encuentro y rechacéis mi súplica, pero os juro que me han acusado falsamente. Muchas personas han mirado sin ver, prefiriendo dormir satisfechas en la oscuridad de su ignorancia en lugar de contemplar la luz de la verdad. Reverendo padre, os imploro que consideréis esta misiva una luz. Leedla y veréis a lo lejos, y comprenderéis muchas cosas, y perdonaréis muchas cosas. «Bienaventurado aquél a quien le ha sido perdonado su pecado», pero mis pecados son pocos e insignificantes. Es por medio de la culpabilidad y la malicia como he sido cruelmente castigado.
Así pues, a fin de iluminar vuestro camino, en nombre de Dios Todopoderoso y la Santísima Virgen María, madre de Jesús, del bienaventurado Domingo, nuestro padre, y toda la corte celestial, paso a relataros los hechos que tuvieron lugar en la ciudad de Lazet y sus inmediaciones, en la provincia de Narbona, relativos al asesinato de nuestro venerable y respetado hermano Augustin Duese en la festividad de la Natividad de la Santísima Virgen, en el año de la Palabra Encarnada, 1318.