Este libro es un enigma atrayente: Kawabata lo definió como una "crónica fiel", por basarse en hechos reales, y sin embargo uno encuentra aquí una riqueza literaria que supera la idea de una "crónica". El tono poético conmueve, y la línea argumental avanza con intriga mientras va dibujando el enfrentamiento final, definitorio, entre dos grandes oponentes en el Go, el antiguo ajedrez del Oriente.
El Maestro de Go -que inicialmente tenía la forma de un reportaje periodístico y es, supuestamente, el favorito de Kawabata- es, en cierto sentido, una elegía: cuenta el último campeonato, en 1938, de un venerado Maestro del Go a punto de retirarse de una larga carrera profesional. Kawabata fue contratado por un diario nacional para cubrir el evento (como si Faulkner o Coetzee fueran a narrar el famoso enfrentamiento en ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky en plena Guerra Fría). La novela que reelaboraría Kawabata, unos años después del partido real, evoca el momento triste pero inevitable del retiro del Maestro ya en el umbral del fin de su trayectoria, en el juego y en la vida misma. Al evocar este momento de pérdida, Kawabata honra el legado que deja el Maestro.
En otro sentido es un libro -como bien dice el autor mismo- escrito por un corresponsal desde el campo de batalla. Como narrativa, no permite el estancamiento y nos moviliza, aun desde la pena, para volver sobre la lucha y revivirla paso a paso, desde las trincheras.
En un día de pleno verano, un Maestro invicto y su rival más fuerte se aíslan del mundo para enfrentarse. Es un campeonato que dejará a uno solo en la cima, y para realizarlo se encierran en un albergue rural, bien alejado, "como en una lata". Los acompañan los jueces y administradores del juego a nivel profesional, los pocos periodistas encargados de informar al público. También presentes, aunque no durante las sesiones de juego, están las esposas de los que compiten, y en el caso de uno, sus hijos pequeños.
El Maestro y el rival son los grandes del momento en el mundo de Go. Se trata de un antiguo juego de mesa en el que dos contrincantes luchan por el terreno. Cada jugador, en su turno, coloca una ficha del color propio -blanco o negro- y así el tablero va representando en lo visual el encuentro entre dos fuerzas en expansión. Blanco y negro van tomando territorio en distintas zonas del tablero -una matriz cuadriculada de 19 x 19 líneas que dan 361 puntos en los que colocar una ficha- y con el tiempo queda cada vez menos espacio "vacío" o "neutro", y los contrincantes entran progresivamente en mayor proximidad. La tensión va en aumento de manera imperiosa; ya para las etapas intermedias del juego -por lo menos con 50 fichas colocadas- cada jugador se encuentra en contacto directo con el enemigo. Busca empujarlo o rodearlo para incorporar los sitios ocupados al territorio propio. Mientras tanto, por supuesto, intenta evitar ser él mismo rodeado y capturado. Una partida se da por terminada, o sea los territorios se dan por definidos, con unas 200 o 250 movidas hechas. Una vez declarado el resultado, los administradores del juego se encargan de "limpiar" la expresión visual de lo que ha sido aquella lucha dinámica: se llenan los espacios "libres" con los colores que corresponden, y así el tablero muestra el resultado final hasta su última consecuencia. (Este libro cuenta con diagramas que permiten disfrutar de este proceso de saturación progresiva en el tablero, y de la presión que aumenta implacablemente a lo largo del juego.)
En sí mismas, las reglas del Go son engañosamente simples; la virtud del juego reside en el dinamismo que surge espontáneamente de las acciones de los dos que se enfrentan. Este dinamismo contempla tanto la percepción (del otro y también de uno mismo) como la acción. De hecho, las pocas reglas llevan a que no haya ni estancamiento ni repetición de formaciones anteriores, tampoco se permite el "suicidio" (o el sacrificio de una ficha propia ya colocada) o el negarse a hacer una jugada. Así se garantiza una cualidad de intercambio enérgico y continuo. Cada jugador es forzado constantemente a hacer e interpretar movimientos diversos en el tablero, y a responder a ellos cada vez con más ingenio y agudeza.
El Go tiene sus orígenes hace más de 3.000 años. La leyenda sostiene que el Emperador Shun de China (2255-2206 AC) lo inventó para remediar cierta lentitud mental que notaba en su hijo. Se juega todavía en China (donde se llama Wei-Chi) y en Corea (con el nombre Baduk). Al Japón llegó a mediados del siglo VIII, donde primero fue un entretenimiento en la Corte Imperial y luego fue adoptado en los templos budistas como una práctica para ejercitar la mente -en ambos casos, un elemento menor en la vida de los círculos más exclusivos de la sociedad japonesa.
Fue la clase guerrera (el samurai) la que promovió e incluso profesionalizó el Go. Los samurai gobernaron, directa o indirectamente, la nación japonesa durante 7 siglos, hasta 1868, y durante este período facilitaron el apoyo económico y la infraestructura para organizar el entrenamiento y los rangos adquiridos en el Go. Se sabe ya que los samurai seguían una línea de pensamiento que no sólo se basaba en el entrenamiento físico para perfeccionar al guerrero, sino también daban importancia a las cuestiones espirituales y estéticas. A su vez se adherían a un estricto sistema de valores que pautaba, por ejemplo, la entrega al deber, la conciencia de la mortalidad, las responsabilidades del inferior y del superior, y el respeto por los antepasados y por los de mayor edad y experiencia.
El Hagakure es el compendio escrito del pensamiento samurai. El título -traducido como El arte de la guerra- ya indica que aquella enseñanza, pasada de generación en generación oralmente y escrita recién en 1710-1716, no concibe al guerrero sólo como un practicante de tácticas militares en un campo de batalla. Al contrario, enfatiza la práctica religiosa (budista) y también la artística. La sensibilidad estética debe ser uno de los factores determinantes para cada acción, por más mundana o militar que fuere. En ese sentido la elegancia es nada más que la expresión genuina del propio ser y sus capacidades, acorde con las circunstancias a enfrentar. El Go era uno de los elementos para un entrenamiento en este concepto de la estética aplicada a la guerra o a la vida, en el caso del guerrero. Por supuesto que, al practicar el Go, por un lado, se agilizaba la mente estratégica y, por el otro, se fortalecían el espíritu, la calma ante el ataque, y la percepción amplia de la rivalidad como un encuentro y un intercambio con el otro. De hecho, el nombre "Go" designa una "conversación manual" o "de las manos", ya que cada jugador va colocando las piezas una por una como palabras en un debate. Cada jugada es una respuesta inteligente a lo expresado anteriormente por el otro. Salvo por la primera movida, uno siempre toma y fortalece la posición propia en relación a la del otro.
El campeonato que narra Kawabata en esta novela duró 7 meses del año 1938. Él escribió 64 entregas que fueron publicadas en el diario nacional, el Tokio Nichi-nichi Shimbun (luego Mainichi Shimbun), y así la partida se seguía desde oficinas y jardines, tiendas de pueblo, huertas campestres, universidades, fábricas y casas de familia. Cientos de miles de personas se concentraron en el gran campeonato y lo vivieron con ansiedad y con fervor, paso a paso, día tras día. Hay que recordar que esto ocurría en 1938, a trasluz de la realidad de una guerra que penetraba la vida cotidiana, pero aun así no lograba suspender sus pequeños rituales, por ejemplo el de elegir ahondarse en el último campeonato de Go, al margen de las noticias recibidas desde el verdadero frente.
La partida tenía un dramatismo especial porque fue anunciado como el "de retiro" del ilustre Maestro Shusai: iba a ser el cierre de su carrera. Al terminarlo (con una victoria o una derrota), pasaba el mando a este rival. Es el momento con el que, en cierto modo, finalizaba su vida, y formalmente entregaba su lugar y su legado a las generaciones futuras. Estas eran las formas antiguas.
Y el dramatismo se agudizaba por un factor más: en 1938, la sociedad japonesa misma estaba en una transición cada vez más abarcadora de valores a favor de la occidentalización y la democratización. Y el Go no quedó inmune. En el 1938, también se anunció el fin de la manera tradicional de organizar el juego profesional. Aquella partida tenía que ser la última que cumplía con las formas protocolares de la antigua tradición. En el futuro, en vez del sistema de las antiguas escuelas en las que los rangos tomaban en consideración la antigüedad y cierta conciencia estética y moral en el juego (no sólo la acumulación de puntos), ahora se lo cambiaba por un sistema de competiciones abiertas y "democráticas" que otorgaban los títulos una vez por año y por puntaje exclusivamente. Kawabata se lamentaba -con lirismo en esta novela- de la muerte de aquellas formas de antaño.
Es por eso que -en aquel día del verano de 1938- hay una cierta amenaza presente en el aire cuando se retiran a las montañas para comenzar la riña. Existe un peligro distinto, nuevo y poco previsible, que pone en riesgo al Maestro -o mejor dicho al sistema de valores que sabía honrar a un Maestro, a lo que significa la figura de un Maestro en la culminación de sus décadas de práctica en el Go como arte, más que como deporte. En 1938 ya todo es distinto. El momento histórico implica una inestabilidad en los valores más básicos de la cultura y el estilo de vida japoneses. Y el rival en este caso es justo una figura moderna, un jugador joven adaptado a la nueva mentalidad (más competitiva que tradicionalista). (En el libro, se llama Otake, pero en la vida real, era Minoru Kitani.)
La imagen es fácil de visualizar: el Maestro jamás derrotado, frente al otro recién llegado de ganarles a todos los demás candidatos. El rival Otake pesa el doble de su superior, y tiene la mitad de años; hasta su estilo de vida muestra más vitalidad y fuerza: tiene la casa siempre llena de estudiantes de Go, su mujer es joven y graciosa, tienen niños, y a todos les gusta la vida social. El Maestro, en cambio, ya ha entrado en la vejez, no tiene discípulos, y no tuvo hijos con su mujer y "se dirigió a su último combate como el último sobreviviente de los antiguos ídolos". El Maestro es etéreo y frágil, abstraído. Tiene enfrente a un adversario robusto, lleno de virilidad y juventud, que bebe una taza de té tras otra, como si la fuerza de su garganta fuera más importante que el sabor, o si la descarga de su ansiedad por ganar tuviera que ser tan notoria. ¿Este tipo de contrincante, de qué manera, y sinceramente con qué objetivo (aparte de participar en el retiro ritual de un Maestro venerado), viene a jugar este partido? Uno se preguntaría si honrará la tradición o no. Pero en realidad, la cuestión no merece una formulación tan moralista: la pregunta es más sencilla: ¿es aquella tradición todavía una tradición compartida?
El campeonato de Go del 38, entonces, tiene una dimensión evidentemente alegórica, y el último campeonato es también símbolo de la batalla entre la tradición y la modernización, entre los valores de respeto por la antigüedad y los de la competencia abierta, entre el Go como arte y el "ajedrez del Oriente" como deporte. Cuando salen del encierro, el verano habrá cedido al invierno cruel, y el Maestro habrá perdido. También, lo habrá hecho la tradición. "Del camino del Go, la belleza de Japón y del Oriente se habían desvanecido. […] Uno conducía el enfrentamiento con la única meta de ganar, y no había margen para recordar la dignidad y la fragancia del Go como arte".
Poco más de un año más tarde, el Maestro Shusai falleció. El narrador de la novela, el que relata para el diario los detalles del campeonato, también es el que saca las fotografías del muerto. Como un Caronte que ayuda en el cruce desde este mundo al más allá, realiza una labor de luto que es, a su vez, reconocimiento y despedida, que es elegía. El Maestro "representaba desde el principio el martirio por el arte. Era como si la vida de Shusai, Maestro de Go, hubiera llegado a su fin, al igual que su arte, con ese último juego".
Por otra parte, Kawabata describe al rival -"Otake" en la ficción y Minoru Kitani en la realidad- como "un hombre de treinta años que era un cautivo del Go pero no todavía su víctima", y esta frase echa luz sobre una reflexión más profunda sobre el Go y sobre el arte en sí. Kawabata nos hace conscientes del goce y del sacrificio que implica todo arte, a diferencia de una ciencia o una gimnasia: por eso, acaso, Shusai es "el Maestro" y Otake será tan sólo "el campeón". En el rostro del Maestro, Kawabata percibe "el extremo de la tragedia, de un hombre tan disciplinado por su arte que se había perdido lo mejor de la realidad" y ahí están la belleza y la tragedia del que se entrega por completo a su arte. El Maestro es "el símbolo del Go mismo" en su instancia más evolucionada.
Kawabata lamenta el hecho de que el momento histórico desplaza la tradición que encarna el Maestro a favor de otra mentalidad con otros valores y otra prioridades, como él dice: "un racionalismo que de alguna manera no comprendía el verdadero sentido de las cosas". Más adelante aclara la necesidad de aceptar ese tipo de transiciones, pero con vista a ciclos más largos en el tiempo: "Así es el camino del destino con los talentos humanos, en el individuo y en la raza. Hay cantidad de ejemplos… que brillaron alguna vez en el pasado y que se han desvanecido en el presente, que han sido oscurecidos a lo largo de todos los tiempos y también en el presente, pero que brillarán en el futuro". Y Kawabata usa su propio arte para devolverle al Maestro de Go la posibilidad de tal resucitación: escribe las 64 entregas al diario durante el partido, entre junio y diciembre del 1938. El Maestro muere en 1940: "podría decirse que, finalmente, junto con el juego se apagó la vida del Maestro", y Kawabata está presente para dar sus condolencias. Luego, a pedido de la viuda, le toma una serie de fotografías para que ella pueda elegir la que irá junto a la urna con las cenizas. Los pasajes, en esta crónica novelada, que tratan los minutos y las pequeñas tareas de aquella extraña intimidad están llenos de fuerza y de misterio: Kawabata demuestra delicadeza poética y, al mismo tiempo, un impulso perseverante y penetrante de acercarse, a través de la lente de la literatura, a la experiencia más extrema que aguarda al ser humano: la de la muerte. Como es de esperar, Kawabata elimina la tragedia de aquel momento: hace del cuerpo un cadáver, y de la despedida un ritual normal y útil. Por otro lado, embellece la figura del Maestro en el recuerdo, y evoca el espíritu del que deja el legado de un arte, o mejor dicho, de una sensibilidad y una actitud artística frente a la vida y frente a cada acción.
Yasunari Kawabata nació en Osaka, Japón, el 11 de junio de 1899 en el seno de una familia culta y adinerada. Su padre era un exitoso médico de renombre. Pero cuando Kawabata tenía tan sólo tres años, falleció su padre, y al año siguiente, su madre. El niño fue a vivir con sus abuelos paternos, pero cuando tenía 8 años murió su abuela, seguida en 1914 por su abuelo. Entonces, a los 15 años, el chico quedó huérfano. Fue a vivir con parientes del lado materno de la familia en Tokio, primero con ganas de estudiar pintura, y luego, ya en el secundario, con sus primeras producciones literarias.
Desde edades muy impresionables, tuvo que enfrentar casi constantemente la muerte de un familiar del que dependía. En general se piensa que estas experiencias dejan sus huellas en la mente del escritor, cuya obra ciertamente contempla el problema de la mortalidad, lo efímero de la existencia, y la condición fundamental de soledad, que es la base imperiosa e inevitable de la vida de todo ser humano.
Se puede decir que sus obras son elegías de la vida. Y en ese sentido también se puede entender cómo este escritor -junto con Mishima, el más importante que surge en la posguerra- hace un trabajo valiosísimo al rescatar no sólo la tradición japonesa que se desvanece en el proceso histórico de la modernización y la occidentalización, sino también al recuperar la posibilidad de hacer arte aun frente a las experiencias trágicas. Kawabata dijo, por ejemplo, que después del 45 sólo podían escribirse elegías. Pero después de la guerra -durante la cual se había autoexiliado y mantenido en silencio, quedándose sin escribir y volcándose al estudio de las obras clásicas del siglo XI- escribió sus novelas más importantes: Camino de nieve (1948), Mil grullas (1949) y El sonido de la montaña (1949-1954). La mayor parte de la elaboración de esta pequeña novela-El Maestro de Go- también se publicó en aquel período, pues la había comenzado en 1942 pero recién en 1954 la llegó a terminar.
Estas novelas (traducidas al castellano y publicadas por Emecé Editores en Argentina) demuestran el estilo propio, ya refinado y maduro, de este autor: el de los episodios cortos y líricos, sugerentes. Camino de nieve retrata el vínculo amoroso y la brecha espiritual entre una geisha que vive en la zona rural y un hombre vacío que viene de la Capital para verla. Los dos ejemplifican un cierto tipo de soledad, y al final ambos deben reconocer la imposibilidad de su amor. Mil grullas, una obra larga y rica pero inconclusa, representa las complicaciones entre las generaciones de una familia durante la posguerra. Como trasfondo sugerente para estas acciones, aparecen los rituales y los objetos de la ceremonia del té, como evocación de un pasado que se ha problematizado en el presente. El sonido de la montaña es considerada una de las mejores en la carrera de Kawabata: cuenta la historia de un hombre ya anciano y cerca de su muerte, que enfrenta las dificultades de sus hijos y llega así a reflexionar sobre la trayectoria de su propia vida. Es tanto una meditación sobre el fin de la vida individual como también una mirada sobre la condición de la familia en el Japón de la posguerra.
Kawabata ganó el Premio Nobel en 1968; fue el primer japonés en recibirlo, y el Comité destacó cómo su escritura -tanto en el contenido como en el estilo- ejemplificaba la mente japonesa. Las novelas mencionadas muestran cómo este autor, a través del arte y a través de técnicas tradicionales y vanguardistas, embellece la muerte y las pérdidas graves en la vida al mismo tiempo que elogia el deseo amoroso y la hermosura. Con pequeños gestos en el estilo como también con la profunda honestidad de los personajes, nos recuerda que dentro de lo efímero está también la felicidad y que el placer del deseo supera el de la satisfacción. Así su obra combina las antiguas formas japonesas con tendencias modernistas en yuxtaposiciones que invitan a la reflexión.
Esta técnica se puede ver en El Maestro de Go también: Kawabata crea una figura del Maestro Shusai, no tanto para representar el individuo histórico, sino para evocar y poner en acción aquella sensibilidad que simbolizaba, que era la opuesta a la del adversario moderno y racional. Es así que la belleza más pura lo acompañaba: "una fragancia, un resplandor se desprendían de ella".
Ésa es también la sensación al terminar de leer este libro: uno siente una resonancia que continúa, que indica algo más, que nos hace una sugerencia. El último gesto es el de entregarle flores frescas a la viuda del Maestro, justo antes de que parta el coche fúnebre. Este gesto contiene la conciencia de la muerte -"Basta. No lo soporto. No me gusta que la gente muera"- y la vida que sigue, que expresa su frescura a pesar de todo, que se dinamiza en el dar y el recibir de un ramo de flores en un día invernal y fúnebre. Ése es el primer pensamiento, y tal vez el segundo, que no desplaza al primero sino que de pronto agrega su voz, su resonancia y su peculiar belleza: las flores, por más frescas que sean, aun así no dejan de expresar lo efímero. Un ramo de flores, en un día invernal y fúnebre. El primer día de la nueva tradición racionalista en el Go. Y el primer día de recordar al Maestro.
ANNA KAZUMI STAHL