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– Cuando juegas Go o shogi, no haces caso del temperamento de tu oponente -señaló cierta vez el Maestro, refiriéndose a un aficionado al Go-. Intentar juzgar el temperamento de tu oponente pervierte el espíritu de tu juego.

Probablemente estaba fastidiado con los teóricos novatos del Go.

– Yo me pierdo en el juego, y mi contrincante deja de tener importancia.

El 2 de enero de 1940, es decir medio mes antes de su muerte, el Maestro participó de un juego de Go en cadena que inauguró oficialmente el año de la Asociación de Go. Los jugadores que se habían reunido en las oficinas de la Asociación participaron con cinco jugadas cada uno, algo así como una presentación de sus tarjetas de visita. Como la espera amenazaba con ser larga, se inició un segundo juego. El Maestro tomó lugar frente a Seo del segundo rango, quien no tenía acompañante, en la jugada Blanco 20 del segundo juego. Hicieron sus cinco jugadas cada uno, desde Negro 21 a Blanco 30. Al no haber otros para continuarlo, el juego se suspendió en Blanco 30. Aun así, el Maestro dedicó cuarenta minutos a meditar su última jugada. Fue el último en retirarse en lo que después de todo no era sino una práctica ceremonial, cuando bien podría haber realizado su jugada en seguida y terminar con el asunto.

Fui a visitarlo al Hospital San Lucas, durante los tres meses de receso de su certamen de despedida. Los muebles eran grandes, adecuados a los cuerpos de los americanos. Había algo precario en la pequeña figura del Maestro situada en la elevada cama. Había desaparecido la hinchazón de su cara, y sus mejillas se veían más llenas; pero más sorprendente era cierta luminosidad en su figura, como si se hubiera desprendido de una carga espiritual pesada. Se veía plácido y casi lánguido, un anciano caballero diferente del Maestro ante el tablero de Go.

Casualmente también se encontraba allí un periodista del Nichinichi, quien aseguraba que las competencias eran tremendamente populares. Cada sábado los lectores eran invitados a emitir opiniones sobre cómo deberían resolverse ciertos puntos cruciales del juego.

– El problema de esta semana es Negro 91 -me atreví a decir.

– ¿Negro 91? -La expresión en la cara del Maestro era la de alguien concentrado en el tablero.

Me arrepentí de mi observación. No quería hablar de Go. Pero seguí con esta explicación:

– El Blanco avanza un espacio, y el Negro juega lejos en la diagonal.

– Oh, eso. Pero no le queda otra cosa que jugar en las proximidades de su propia piedra tanto en horizontal como en diagonal. Me imagino que muchas personas vendrán con una respuesta.

Al hablar se irguió juntando las rodillas, la cabeza 102 El Maestro de Go

levantada. Era la posición ante el tablero de Go. Había una fría y austera dignidad en ella. Durante el lapso que así estuvo, enfrentando un vacío, había perdido toda conciencia sobre su propia identidad.

No parecía, ni ahora ni en el juego en cadena, que la devoción por su arte lo hubiera hecho asumir cada movimiento tan seriamente, o que estuviera excediéndose en sus responsabilidades por ser Maestro. Parecía más bien que lo que debía suceder estaba sucediendo.

Cuando un jugador más joven se veía atrapado en un juego con el Maestro, caía casi rendido al finalizar. Hubo, por ejemplo, una partida con una jugada de ventaja [20] que jugó con Otake durante nuestra estadía en Hakone: se extendió desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. Después hubo un juego de shogi durante un certamen de tres encuentros entre Otake y Wu, auspiciado por el mismo Tokyo Nichi-nichi. El Maestro estaba a cargo de los comentarios y yo era el periodista para el segundo juego. El Maestro obligó a Fujisawa Kuranosuke del quinto rango, que estaba presente, a un juego de shogi que se prolongó desde la mañana hasta la tarde y la noche, y que recién acabó a las tres de la madrugada. Al encontrarse con Fujisawa al día siguiente, el Maestro nuevamente estaba dispuesto a desplegar su tablero de shogi. Así eran las cosas con el Maestro.

Nos reunimos la noche anterior a la segunda sesión en Hakone.

– El Maestro es asombroso -dijo Sunada, un periodista del Nichinichi que actuaba como una especie de factótum del Maestro-. Cada uno de los últimos cuatro días cuando se suponía que estaba descansando, lo primero que hacía era buscarme para jugar billar. Jugamos todos los días hasta bien entrada la noche. No es un genio. Es inhumano.

Decían que el Maestro ni una vez se había quejado a su mujer por cansancio a causa de este juego competitivo. Hay una anécdota que a ella le gusta contar sobre su habilidad para abismarse en el juego. Yo mismo se la oí en la posada Naraya.

– Vivíamos en Kogai-cho en Azabu. No era una casa grande, y él jugaba y practicaba en una sala de diez tatami. El problema era que la sala contigua de ocho tatami era la sala de recibo. Y a veces nosotros teníamos visitas bastante ruidosas. Un día estaba jugando no recuerdo ya con quién, cuando mi hermana vino para mostrarme a su nuevo bebé. Los bebés son bebés, y lloran todo el tiempo. Yo estaba desesperada y sólo deseaba que se fuera; pero no nos veíamos desde hacía mucho, y había ido por un motivo muy especial, de modo que no podía pedirle que se retirara. Cuando finalmente se fue, me disculpé por el ruido. ¡Y resulta que él no había oído nada! Ni se había enterado de que estaba ella allí, y no había oído al bebé. -Y agregó-: Ogishi solía decir que deseaba cuanto antes ser como el Maestro. Todas las noches antes de irse a dormir se sentaba en la cama y meditaba. En aquella época, como usted sabe, existía la escuela de meditación Okada.

Ella se refería a Ogishi Soji del sexto rango, tan sobresaliente como discípulo que decían que tenía el monopolio sobre la confianza del Maestro y que éste había decidido nombrarlo heredero del título Honnimbo. Pero murió en enero de 1924, a los veintisiete años según el modo de contar oriental. En sus últimos años el Maestro recordaba permanentemente a Ogishi.

Nozawa Chikucho recordaba historias similares de cómo, durante su etapa en el cuarto rango, tenía juegos en casa del Maestro. Un día en la habitación de los jóvenes, algunos discípulos que se hospedaban en lo del Maestro estaban haciendo un alboroto que podía oírse incluso en la misma sala de juegos. Nozawa salió para amonestarlos. Les advirtió que, sin dudas, el Maestro los reprendería. Pero el Maestro, aparentemente, no había oído nada.

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