– Creo que si pudiera, terminaría con todo hoy -dijo el Maestro a los organizadores la mañana del 4 de diciembre.
Mientras se cumplía la sesión matutina se dirigió a Otake:
– Suponga que terminamos hoy -Otake asintió con calma.
Como fiel periodista de la batalla, sentí una opresión en el pecho al pensar que después de medio año el certamen estaba por finalizar ese día. Y la derrota del Maestro era evidente para todos.
Fue también durante la mañana, en el momento en que Otake se alejaba del tablero, que el Maestro se volvió hacia nosotros y sonrió plácidamente.
– Ya está. Nada más puede hacerse.
No sé cuándo había llamado al barbero, pero esa mañana lucía como un monje recién rasurado. Había llegado a Ito con su cabellera larga y partida, como se veía en el hospital, y teñida de negro; y ahora, repentinamente, estaba rapado. Podía verse algo de histriónico en este cambio de imagen; pero se mostraba joven y enérgico, como si una capa de edad hubiera sido eliminada.
El 4 de diciembre era domingo. Había uno o dos ciruelos en el jardín. Como habían arribado muchos huéspedes a la posada ese sábado, la sesión tuvo lugar en la nueva ala, donde estaba la habitación que yo siempre ocupaba, contigua a la del Maestro. La sala del Maestro estaba en el lugar más alejado del nuevo edificio. Los organizadores se habían instalado la noche anterior en las dos habitaciones que quedaban exactamente arriba. Efectivamente, estaban protegiendo al Maestro de las intromisiones de otros huéspedes. Otake, que había ocupado el segundo piso del nuevo edificio, se había mudado abajo uno o dos días antes. No se sentía para nada bien, decía, y era una mortificación tener que subir y bajar escaleras.
El nuevo edificio daba completamente al sur. El jardín era vasto y abierto, y la luz del sol caía directa muy cerca del tablero de Go.
Con su cabeza inclinada a un costado, sus cejas fruncidas y su torso firmemente erguido, el Maestro observaba el tablero mientras se abría el sobre con Negro 145. Otake jugaba más rápido, tal vez porque sabía que ya había ganado.
La tensión del encuentro final, casi cuerpo a cuerpo, es algo totalmente distinto de los estadios de apertura y medios. Parece que los nervios estuvieran a punto de estallar, y se produce algo grande y hasta pavoroso entre las dos figuras llevadas al combate más reñido. La respiración se hace más rápida, como si dos guerreros estuvieran empuñando dagas; destellos de conocimiento y sabiduría parecieran encenderse.
Había llegado el momento en que, de ser un juego común, Otake habría corrido a toda velocidad, jugando cien piedras durante su último minuto asignado. Todavía tenía un margen de seis o siete horas y, sin embargo, como conduciendo el oleaje de sus exaltados nervios, parecía querer buscar su momento culminante. Iba a decidirse por una piedra como si estuviera azotándose, y luego, cada tanto, se entregaría a la reflexión. Hasta el Maestro a veces se mostraría dudoso con una piedra en su mano.
Ver estos últimos pasajes era como observar los rápidos movimientos de una máquina precisamente ajustada, de una progresión matemática sin detención, y existía un adicional placer estético en el orden y la propiedad formal. Estábamos observando una batalla, pero que adquiría nítidas formas. Las figuras de los jugadores mismas, sus ojos que nunca se apartaban del tablero, agregaban belleza a la escena.
De Negro 177 a Blanco 180, a Otake se lo vio en un estado de rapto, entregado a un combate de pensamientos demasiado poderosos para poder ser contenidos. Su cara redonda y llena tenía la plenitud y la armonía de una cabeza de Buda. Era una cara indescriptiblemente maravillosa, y tal vez haya alcanzado un dominio de exaltación artística. Sus problemas digestivos parecían haber pasado.
Quizás impedida de acercarse por su enorme preocupación, la señora Otake, con ese espléndido bebé como un Momotaro [35] en sus brazos, estaba caminando por el jardín, y desde allí observaba intranquila la sala de juego.
El Maestro, que acababa de jugar Blanco 186, levantó la vista cuando sonaba la prolongada sirena desde la playa.
– Hay lugar para todos ustedes -dijo afablemente, dirigiéndose a nosotros.
Como el torneo de otoño había finalizado, Onoda del sexto rango estaba presente. También otros estaban observando cómo la batalla se precipitaba a su conclusión: Yawata, de la Asociación, Goi y Sunada, del Nichinichi, el corresponsal en Ito para el Nichinichi, los organizadores y otros funcionarios. Se apiñaban en la antesala, y algunos habían quedado más allá del tabique. El Maestro los invitaba a observar de cerca el tablero.
La compostura búdica duró sólo un momento: la cara de Otake había cobrado vida nuevamente con ansia por el combate. La pequeña, bellamente erguida figura del Maestro mientras contaba los puntos adquiría una majestad que silenciaba el aire que lo circundaba. Cuando Otake jugó Negro 191, el Maestro lanzó la cabeza hacia adelante, sus pupilas se dilataron, y se aproximó todavía más al tablero. Ambos se abanicaban violentamente. El receso del mediodía llegó con Negro 195.
La sesión de la tarde se trasladó otra vez al lugar de costumbre, la habitación 6 en el edificio principal. El cielo se había nublado poco después del mediodía, y los cuervos graznaban sin cesar. Una lamparita de sesenta vatios iluminaba el tablero. El reflejo de una de cien habría resultado excesivo. Desvaídas imágenes del color de las piedras se proyectaban sobre el tablero. Probablemente, en consideración por esta última sesión, el posadero había cambiado las pinturas del tokonoma por dos paisajes de Kawabata Gyokusho [36]. Debajo de ellos había una pequeña estatua de Buda sobre un elefante, y a su lado un recipiente con zanahorias, pepinos, tomates, hongos, perejil, y otras cosas.
Los últimos instantes de un gran juego, según me habían contado, eran tan espantosos que a duras penas se soportaba verlos. Sin embargo, el Maestro se mostraba imperturbable. No se habría supuesto que era el perdedor. Un rubor cubrió sus mejillas a partir de la bicentésima jugada, y se lo vio por primera vez un tanto acalorado, al punto de quitarse la bufanda, si bien su postura se mantenía impecable. Cuando Otake hizo su última jugada, Negro 237, se mostró absolutamente calmo.
Negro 201 y 203 (6-13 y C-13) fueron capturados con el movimiento de Blanco 206, y Blanco 210 se ubicó en C-13, originalmente ocupado por Negro 203.
Blanco 196 y 198 (F-10 y E-10) fueron capturados con el movimiento de Negro 211, y Negro 223 se ubicó en E, originalmente ocupado por Blanco 196.
Al completar el Maestro un punto neutral, Onoda preguntó:
– ¿Vale cinco puntos?
– Sí, exactamente -dijo el Maestro. Levantó la vista a través de sus párpados hinchados, y no hizo ningún intento para reacomodar el tablero. El juego había finalizado a las dos y cuarenta y dos de la tarde.
– Ya sabía antes de que rearmaran el tablero que serían cinco puntos -dijo el Maestro, sonriendo, cuando al día siguiente opinaba sobre el juego-. Calculé que sería sesenta y ocho contra sesenta y tres. Pero creo que si reordenan el tablero, no encontrarán tantos.
Reordenó el tablero para sí, y concluyó que el puntaje era de cincuenta y seis para Negro contra cincuenta y uno para Blanco.
Hasta que Negro logró destruir la formación de Blanco con ese fatal Blanco 130, nadie habría predicho una diferencia de cinco puntos. Había sido un descuido por parte del Maestro no tomar la ofensiva y cortar en R-2 con tal vez Blanco 160, como el propio Maestro lo señalaba, pues perdió entonces la oportunidad de reducir las proporciones de la victoria de Otake. Uno podía comprobar que esa jugada podría haber reducido la diferencia en unos tres puntos, aun con el desafortunado Blanco 130. ¿Cuál habría sido entonces el resultado, si el Maestro no se hubiera equivocado y los cambios "sísmicos" no hubieran tenido lugar? ¿Una derrota de Negro? Un aficionado como yo no podía afirmarlo, pero no creo que Negro hubiera perdido. Yo había llegado a la convicción como un artículo de fe, a partir del modo, la resolución con las que Otake se entregó al juego, de que él habría esquivado la derrota incluso si en el proceso se veía obligado a masticar las piedras hasta desintegrarlas.
Pero podía asimismo decirse que el Maestro de sesenta y cuatro años, gravemente enfermo, jugó bien repeliendo los violentos asaltos de uno de los más representativos de los nuevos practicantes, hasta el momento ya casi final del juego en que la iniciativa se escapó de sus manos. Ni sacaba ventaja del pobre juego de Negro ni desplegaba una gran estrategia de su parte. El movimiento natural fue conduciendo la partida como algo delicado e intenso. Aunque a causa de la salud del Maestro, el juego fue perdiendo persistencia y tenacidad.
"El Invencible Maestro" había sido derrotado en su último certamen.
– El Maestro parece haber hecho un principio del dar todo de sí en un juego teniendo en mente al que lo continuaría, a aquel que podría vencerlo -dijo un discípulo.
Haya o no manifestado este principio, el Maestro actuó según éste a lo largo de su carrera.
Al día siguiente yo volví a mi casa en Kamakura. Allí, casi incapaz de terminar con mis sesenta y seis informes para el periódico, partí como huyendo de un campo de batalla, a un viaje a Ise y Kioto.
Me contaron que el Maestro permaneció en Ito, y que aumentó un kilo y trescientos, hasta que su peso llegó a los 48 kilos; y que visitó a los soldados convalecientes llevándoles veinte juegos de piedras de Go. Hacia fines de 1938, las posadas de aguas termales se empezaban a utilizar como residencias para convalecientes.