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Era el Año Nuevo de otro año, ya cumplido más de uno desde la finalización del certamen de despedida: el Maestro y dos de sus discípulos, Maeda del sexto Rango y Murashima del quinto, participaban de las celebraciones en la escuela del cuñado del Maestro, Takashi del cuarto rango, quien daba clases en su casa de Kamakura. Era el 7 de enero. Y veía al Maestro por primera vez desde el certamen.

Jugó dos partidas de práctica, pero parecieron aburrirlo. Ningún sonido se producía cuando lanzaba las piedras con ligereza, incapaz de retenerlas entre sus dedos. Durante el segundo juego sus hombros se agitaban con la respiración. Sus párpados estaban hinchados. La hinchazón no era particularmente evidente, pero me hizo recordar cómo se veía en Hakone. No se encontraba todavía bien.

Siendo sus adversarios aficionados y los juegos de mera práctica, el Maestro no debería haber tenido problema ninguno en ganar. Sin embargo, como se había vuelto habitual, casi resultaba derrotado. Teníamos reservas para cenar en un restaurante a la orilla del mar y el segundo juego fue detenido en Negro 130. El contrincante del Maestro era un aficionado avezado del primer rango, a quien se le habían otorgado cuatro piedras de ventaja. Negro mostró fortaleza desde la mitad del juego y empujaba hacia el lado de Blanco pero en una posición endeble.

– ¿Negro está llevando la mejor parte? -le pregunté a Takahashi.

– Sí -me contestó-. El tablero se ha oscurecido. Negro tiene densidad. Blanco se encuentra en problemas. Nuestro Maestro se ha vuelto un poco senil. Comete errores con más frecuencia que antes. En verdad, ya no puede jugar más. Se ha derrumbado en una medida aterradora desde el último juego.

– Sí, ha envejecido muy de golpe.

– Se ha convertido en un dulce caballero anciano. No sé qué habría pasado si hubiera ganado el último juego.

– Nos vemos en Atami -le dije al Maestro al abandonar el hotel.

El Maestro y su mujer llegaron a la posada Urokoya el 15 de enero. Yo había estado parando en la posada Juraku desde hacía unos días. Mi mujer y yo arribamos allí la tarde del 16. De inmediato el Maestro sacó un tablero de shogi, y jugamos dos partidas. Soy un inepto jugando shogi y no sentía entusiasmo, y él no tuvo ningún inconveniente en derrotarme aun habiéndome concedido una enorme ventaja. Insistió para que nos quedáramos a cenar y para tener una larga charla.

– Hace realmente mucho frío -dije-. Cuando vuelvan los días cálidos, deberíamos ir a Jubako o Chikuyo [37].

Era un día de ventiscas de nieve.

Al Maestro le gustaban mucho las anguilas.

Después que nos fuimos, me contaron que tomó un baño caliente. Su mujer lo había ayudado. Luego, en la cama, tuvo dolores en el pecho y dificultad para respirar. Murió antes del amanecer dos días más tarde. Takahashi nos dio la noticia por teléfono. Deslicé las ventanas. Todavía el sol no había salido. Me pregunté si esa última visita no habría significado un esfuerzo para él.

– Deseaba tanto que nos quedáramos a cenar -dijo mi mujer.

– Es cierto.

– Y también ella insistía. Creo que estuviste mal en no aceptar. Ya le había avisado a la criada que nos quedaríamos a cenar.

– Lo sabía, pero tenía miedo de que tomara frío.

– ¿Lo habrá entendido? Quería que nos quedáramos, y me temo que lo hayamos herido. No quería que nos fuéramos. Deberíamos haber aceptado. ¿No sentías que estaba solo?

– Sí. Pero siempre lo estuvo.

– Hacía frío, pero salió a despedirnos hasta la puerta.

– Basta. No lo soporto. No me gusta que la gente muera.

El cuerpo fue trasladado a Tokio ese día. Lo sacaron del hotel envuelto en un acolchado, y tan diminuto era que parecía no estar allí. Mi mujer y yo nos quedamos de pie a corta distancia, aguardando que partiera el coche fúnebre.

– No hay flores. Busca una florería. Rápido, que van a partir -le dije a mi mujer. Ella volvió corriendo. Y entregué el ramo a la esposa, que estaba en el coche junto al Maestro.


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