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Los dos lunares grandes estaban en la mejilla derecha, y la ceja izquierda era inusualmente larga. El extremo final dibujaba un arco sobre el párpado, y tocaba la línea del ojo cerrado. ¿Por qué la cámara la hacía verse tan larga? La ceja y los dos lunares parecían agregar una melancolía gentilmente grata a la cara del muerto.

La ceja era tan larga que provocaba dolor en el pecho y ésta era la causa:

Cuando mi mujer y yo fuimos a la posada Urokoya el 16 de enero, dos días antes de la muerte, su esposa dijo:

– Mira, estábamos por hablar de eso precisamente cuando estas amables personas se han hecho presentes. ¿Te acuerdas? íbamos a hablar de tu ceja -le dirigió una rápida mirada a su marido, y luego se volvió hacia nosotros-. Creo que fue el día 12. Un día bastante cálido, según recuerdo. Nos pareció que sería conveniente para el viaje a Atami que tuviera una buena afeitada, y por eso llamamos a un barbero que conocemos desde hace años. Mi marido salió al balcón a plena luz para su afeitada. Pareció recordar algo. Le dijo al barbero que tenía un pelo muy largo en su ceja izquierda. Era una señal de larga vida, dijo, y no debía tocarse. El barbero se detuvo y asintió, confirmando que allí lo veía. Un pelo de la buena suerte, una señal de larga vida. Había que tener cuidado con él. Mi marido se volvió hacia mí y me contó que usted, Uragami, que tenía un ojo especial para los detalles, se había dado cuenta y lo había hecho notar en el diario. Mi marido había quedado muy admirado.

Aunque el Maestro permanecía silencioso como de costumbre, un temblor cruzó su cara como la sombra de un pájaro. Me sentí incómodo.

Pero jamás habría imaginado que el Maestro moriría dos días después de haberle pedido al barbero que respetara esa señal de longevidad.

Haber percibido el pelo y escribir sobre él parece un asunto baladí; pero como me había percatado de él en un momento difícil, me había servido para tranquilizarme. De modo que esto es lo que escribí sobre esa sesión en Hakone:

"La esposa del Maestro permanece en la posada, cuidando de su anciano marido. La señora Otake, madre de tres niños, la mayor de 6 años, viaja entre Hiratsuka y Hakone. La fatiga que padecen ambas mujeres se evidencia dolorosamente. El 10 de agosto, por ejemplo, durante la sesión en Hakone, cuando el Maestro estaba extremadamente enfermo, sus rostros se veían pálidos, y ellas ojerosas y tensas.

La esposa del Maestro no estuvo a su lado durante el juego; pero hoy se ha sentado en la habitación contigua de modo tal que puede verlo todo. Pero ella no observa el juego, sino al jugador doliente, y no le quita los ojos durante toda la sesión.

La señora Otake no entra a la sala durante el juego. Hoy se queda en el vestíbulo, ya de pie, ya caminando de un lado a otro. Al final, cuando el suspenso parece excesivo para ella, entra en la oficina del gerente.

– ¿Todavía Otake está meditando su próxima

jugada?

– Sí, es un momento difícil.

– No es fácil concentrarse, pero sería más fácil si él hubiera dormido bien anoche.

Otake se ha pasado toda la noche preocupado sobre cómo continuar el juego con el Maestro enfermo. No ha dormido nada, y ha ido esa mañana

a la sesión sin haber descansado. Era el turno del Negro a las doce y media, la hora convenida para abrir el juego, y transcurrida una hora y media todavía Otake no había decidido su jugada. Ya no importaba el almuerzo. La señora Otake no podía quedarse tranquila en su habitación. También ella

había pasado una noche de insomnio.

El único que había dormido era el pequeño Otake. Un espléndido muchachito de ocho meses, tan precioso que si alguien me hubiera interrogado sobre la naturaleza y el espíritu del señor Otake, yo les habría mostrado a su hijo, una notable encarnación de ese espíritu. Era uno de esos días en que uno encuentra imposible enfrentar a un adulto, y para mí este pequeño Momotaro fue una salvación.

Hoy descubrí un pelo blanco de unos dos centímetros de largo en una ceja del Maestro. Destacándose de su ojo hinchado, de su cara atravesada por marcadas venas, de algún modo también era una salvación.

Desde el balcón que correspondía a la sala del juego, que se sentía dominada por una diabólica tensión, miré hacia el jardín, sometido al poderoso sol de verano, y vi a una muchacha del tipo moderno dando de comer despreocupadamente a las carpas. Sentí como si estuviera observando a alguien anormal. A duras penas podía admitir que pertenecíamos al mismo mundo.

Los rostros de las esposas del Maestro y de Otake se veían oscuros, demacrados y cansados. Como era habitual, la mujer del Maestro abandonó la sala al iniciarse el juego, pero casi de inmediato retornó, y se sentó observando al Maestro desde la habitación contigua. Onoda del sexto rango estaba allí también, con sus ojos cerrados y la cabeza inclinada. El rostro del escritor Muramatsu Shofu, que se encontraba entre los observadores, manifestaba misericordia. Y hasta el expansivo Otake guardaba silencio. Parecía incapaz de mirar el rostro del Maestro.

El juego se inició con Blanco 90. Moviendo su cabeza de izquierda a derecha, el Maestro hizo el movimiento Blanco 92, interfiriendo en la diagonal de las piedras negras. Blanco 94 fue una jugada que surgió después de una larga meditación, casi una hora y nueve minutos. Cerrando sus ojos, o mirando a un costado, o bajando la cabeza como para controlar el acceso de náusea, la actitud del Maestro mostraba gran incomodidad. Su figura no tenía su acostumbrada grandeza. Tal vez porque lo veía a contraluz, los contornos de su cara se borraban, fantasmales. La sala estaba en calma, pero con una calma peculiar. Las piedras al golpear el tablero -Negro 95, Blanco 96, Blanco 97- sugerían una cualidad aterradora, como de eco en un abismo.

El Maestro estuvo durante más de media hora meditando antes de jugar Blanco 98. Con los ojos entornados, con su boca ligeramente abierta, se abanicaba como si apantallara ascuas en lo más profundo de su ser. ¿Será necesaria una concentración tan sombría?, me preguntaba yo.

Yasunaga del cuarto rango entró entonces. Una vez adentro, se arrodilló para dar sus formales saludos. Su reverencia fue solemnemente respetuosa y apocada. Ninguno de los contrincantes le respondió. Cada vez que uno u otro miraban en su dirección, Yasunaga repetía su inclinación. Pero no había caso. Parecían fuerzas demoníacas entregadas a una espantosa batalla.

Inmediatamente después de Blanco 98, la joven que estaba a cargo de los registros anunció que quedaba un minuto de juego. Eran las doce y media, momento para la última jugada.

– Si usted está fatigado, señor-dijo Onoda al Maestro-, puede retirarse.

– Sí, hágalo, si lo desea-agregó Otake, de regreso del baño-. Meditaré durante un tiempo y cerraré mi juego. Prometo no pedir ayuda. -Por primera vez hubo algunas risas.

Lo decía por consideración hacia el Maestro, a quien parecía inhumano retener más tiempo ante el tablero. Ya no era necesario que se quedara, pues la jugada Negro 99 de Otake cerraría la sesión. Con la cabeza erguida y de perfil, el Maestro dudaba entre permanecer o no.

– Me quedaré por un rato -pero enseguida se dirigió al baño, y luego se lo veía bromeando con Muramatsu Shofu en la antesala. Estaba sorprendentemente vivo lejos del tablero.

Abandonado a sí mismo, Otake observó el diseño de las Blancas en el ángulo inferior izquierdo, como queriendo hincar sus colmillos allí. Una hora y trece minutos más tarde, ya pasada la una, hizo su jugada final, Negro 99, una "intrusión" en el centro muerto del tablero.


A la mañana los organizadores fueron a preguntarle al Maestro si prefería jugar en un edificio anexo o en el segundo piso del edificio principal.

– Ya no puedo caminar -fue su respuesta-, y preferiría el edificio principal. Pero el señor Otake ha dicho que la cascada lo perturba. Será mejor que también le consulten. Haré lo que él desee.

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