Poco después de que el juego se reanudara en Ito, le pregunté al Maestro si regresaría al Hospital San Lucas, una vez finalizado el certamen o, si como era habitual, pasaría el invierno en Atami.
– El asunto es si vivo hasta entonces – me dijo como en secreto -. Me parece raro haber llegado hasta aquí. No soy un pensador, y no tengo lo que podrían llamarse creencias. La gente habla de mi responsabilidad hacia el juego, pero eso no sería suficiente para sostenerme hasta tal grado. Podrían llamarlo fuerza física si quisieran, pero tampoco lo es.
Hablaba lentamente, ladeando suavemente la cabeza.
– Tal vez no tenga nervios. Embelesamiento, ausencia, tal vez eso haya sido algo bueno para mi. La palabra bonyari tiene dos significados distintos en Tokio y en Osaka, como usted sabe. En Tokio significa estupidez, pero en Osaka se habla de embelesamiento en una pintura o en un juego de Go. En este tipo de cosas.
El Maestro parecía saborear la palabra al pronunciarla, y yo disfrutaba al oírla.
No era usual en el Maestro exponer sus sentimientos de manera tan abierta. No solía mostrar sus emociones en el rostro o en su conversación. Más de una vez en mis largas horas de observación del juego, había sentido de improviso que estaba saboreando una palabra o un gesto habituales del Maestro.
Hirotsuki Zekken, que había sido el protector más fiel del Maestro desde 1908 -cuando obtuvo el título de Honnimbo-, y quien colaborara en sus escritos, cierta vez escribió que en más de treinta años de servicios no había recibido la más mínima palabra de agradecimiento de parte del Maestro. Erróneamente había tomado al Maestro por un hombre frío e insensible, agregaba. Y cuando la gente decía que se aprovechaba, cuentan que el Maestro ante esa acusación respondía con una altiva indiferencia, como queriendo decir que el asunto no era algo que le concerniera. Ciertas habladurías de que el Maestro no era muy claro en cuestiones financieras eran también mentira, decía Zekken, y se ofrecía a dar amplias evidencias para refutarlas.
Tampoco en este certamen de despedida manifestó el Maestro algún agradecimiento. Era su mujer la que asumía la responsabilidad por tales delicadezas. Él no presumía por su rango o por su título. Él era simplemente él mismo.
Si otros profesionales del mundo del Go iban a plantearle problemas, gruñía y permanecía en silencio, y resultaba muy difícil adivinar sus pensamientos. Puesto que difícilmente se podía obtener una opinión de una persona tan eminente, se había convertido en una fuente de incertidumbres, se me ocurría pensar a veces. Su mujer actuaba como un apoyo y como moderadora, al intentar atemperar su incondicional silencio.
Este costado oscuro e insensible de su naturaleza, el retardo en la resolución que él mismo había denominado bonyari, era muy evidente en sus aficiones y distracciones. En shogi y renju por supuesto, y en el billar así como en mahjong [19], se convertía en la desesperación de sus adversarios por el tiempo que se tomaba para pensar.
Durante nuestra estadía en Hakone, jugó billar un par de veces con Otake y conmigo. Y habría tal vez sumado un puntaje de setenta, si los otros hubieran sido complacientes. Otake llevaba cuidadosamente la cuenta, como profesional que era.
– Cuarenta y dos para mí, catorce para Wu…
El Maestro pensaba cada uno de sus golpes a su gusto, y después de tomar su posición movía el taco sin fin hacia adelante y hacia atrás en su mano. Uno suele pensar que en el billar un buen estilo depende de la velocidad del golpe desde el hombro y el brazo hasta la bola, pero en el caso del Maestro no había tal golpe. Uno casi perdía la paciencia cuando deslizaba el taco hacia arriba y abajo. Aunque, al observarlo, yo sentía casi una mezcla de tristeza y cariño.
Al jugar mahjong alineaba las piezas en un pedazo de papel blanco estrecho y largo. Considerando la precisión del papel plegado y la hilera de fichas como una muestra de sus melindres, cierta vez lo interrogué:
– Pues sí. Están más ordenadas y se ven más fácil cuando las tienes sobre papel blanco. Prueba a hacerlo así alguna vez.
También en mahjong se supone que la clave de la victoria radica en un juego rápido y enérgico; pero el Maestro deliberaba largamente cada jugada. Sus contrincantes, sumidos en el hastío, en verdad deseaban darse por vencidos. Perdido en su propio juego, el Maestro era indiferente a los sentimientos ajenos. No era consciente de que a veces llevaba a la gente a la irritación y a la rabia durante el juego.