Las diez de últimas

Pasaron varios días consagrados a las fatigas del servicio, a la instrucción y la equitación, a trabajos de fortificación, a inspecciones de tropa, establos y alojamientos. Las horas después del servicio las pasaban Günther y Brockendorf jugando a las cartas y enrareciendo con sus disputas el ambiente del mesón de La Sangre de Cristo, en el que siempre había buen vino y una habitación caldeada. Donop y yo salíamos casi cada día de caza a caballo, y traíamos a casa perdices, codornices y alguna vez una liebre. La primera vez fuimos muy prudentes; no nos separamos para nada el uno del otro, ni nos atrevimos a alejarnos a más de media hora a caballo de las primeras líneas de defensa. Pero como hallamos los caminos seguros y a los campesinos, hombres y mujeres, dedicados a sus tareas, cobramos ánimos y empezamos a aventurarnos hasta mucho más allá de los pueblos de Figueras y Trujillo.

En ninguna parte hallábamos indicios de actividad guerrillera; las vegas y los viñedos estaban en paz; los aldeanos nos trataban con afabilidad, franqueza y sin el menor ánimo hostil; podía parecer que en aquella región jamás hubiera habido motines ni emboscadas, y que el Tonel, aquel hombre cruel y fanático, no hubiera existido jamás.

Donop, que había leído todo lo que los antiguos, desde los tiempos de Aristóteles, consignaran en sus libros, no se cansaba nunca durante estas excursiones de explicar en qué gran medida el paisaje español se ajustaba aún a las descripciones hechas por el romano Lucano en su relato del viaje de Catón a Utica. A su modo de ver, la manera como las mujeres golpeaban la ropa mojada contra las piedras a la orilla de los arroyos seguía siendo la misma después de más de dos mil años; se llevaba una alegría cada vez que nos cruzábamos con un carro de bueyes, pues éstos eran exactamente como los que se veían grabados en el frontispicio de las Geórgicas de Virgilio. Según me aseguró en varias ocasiones, el terreno, según los informes de escritores antiguos, debía de cubrirse en verano de romero, espliego, salvia y tomillo; Donop paraba a cuanto pastor, bracero o leñador encontrábamos por el camino real, pero ello no le aportaba información alguna, pues aunque tenía en su memoria los nombres latinos de aquellas plantas, ignoraba los españoles.

Yo no había vuelto a ver a la Monjita desde aquella noche en que tropezáramos con nuestro coronel en casa del jorobado. Me habían contado que el cura, por orden del coronel, había visitado a la mañana siguiente al padre de la muchacha. Algunas horas después, la calesa se había detenido delante de la casa y había conducido a la Monjita al domicilio urbano del marqués de Bolibar. Pues aquel edificio situado en la Calle de los Carmelitas, sobre cuyo portal campeaban dos pétreas cabezas de sarracenos, había sido elegido como alojamiento por el coronel. En la planta baja se había instalado la guardia, y en el piso superior el despacho de Eglofstein.

Entre los habitantes de La Bisbal, gente modesta y sencilla que se ganaba el pan con el aceite, el vino y el grano, o con trabajos groseros en lana, aquel suceso causó en un principio sorpresa y estupefacción, pero más tarde alegría, pues se sintieron en grado sumo halagados y honrados por la unión de un oficial de tan alta graduación con una muchacha de su ciudad, y concretamente con la Monjita, a quien todos conocían desde la infancia. Y si, con anterioridad a esto, había habido algunos descontentos que, envueltos en sus capas y con los sombreros calados hasta los ojos, nos miraban con desprecio cuando pasábamos y a escondidas nos tildaban de herejes y blasfemos cuyo exterminio de la tierra sería una obra meritoria, ahora en todas partes hallábamos rostros amigables, satisfechos o curiosos. Y el cura, desde el pulpito, les predicaba que las naciones española y alemana eran amigas e incluso, para gloria de ambas, aliadas ya desde los tiempos del emperador Carlos I.

Donop y yo recorríamos a caballo todas las tardes la Calle de los Carmelitas de un extremo al otro, y ante la casa del coronel hacíamos bracear y caracolear a los caballos. Pero ni una sola vez conseguimos ver a la Monjita. Tras las ventanas enrejadas de la casa todo estaba tranquilo, y sólo las monstruosas caras pétreas de los sarracenos nos contemplaban mudas desde lo alto del portal.

El domingo siguiente al día de Navidad, hacia mediodía, Eglofstein vino a recogerme a mi habitación para ir a comer juntos, ya que cuando estábamos acuartelados íbamos todos los domingos a comer a casa del coronel.

Bajando, llegamos a la plaza del mercado, donde nos sumergimos en la aglomeración dominical de las vendedoras, que nos ofrecían huevos, queso, pan y aves, y de los mendigos, que nos tendían, para que las besáramos, sucias imágenes de santos. Pasada la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, el enjambre se disolvió. Eglofstein estaba despejado y jovial.

– La cosa va bien. De veras que va mucho mejor de lo que yo esperaba -me contó, mientras caminaba golpeándose con la fusta la caña de las botas-. Ese Tonel es un cordero manso y paciente. Sigue acampado, sin moverse, a la espera de las señales. Y continuará esperando todo el tiempo que a mí me plazca.

Se rió quedamente para sí.

– La casa de la Calle de los Capuchinos está estrechamente vigilada -dijo, más para sí mismo que para mí-. Ese Salignac sabe lo que se hace. Está allí plantado, y a todo aquel que se acerca le echa unas miradas que parecen del mismísimo diablo. Si su excelencia el marqués de Bolibar quiere colarse de rondón para pegar fuego a su paja podrida, tendrá que ser capaz de transformarse en un ratoncillo o en un gorrión.

– El marqués de Bolibar está muerto, ya se lo dije -le interrumpí.

Eglofstein se detuvo y me miró con los ojos muy abiertos.

– ¡Jochberg! -me dijo-. Le tengo por persona inteligente. ¿Qué pasa, ya está usted borracho a hora tan temprana?

Me sentí irritado.

– El marqués de Bolibar está muerto -dije-. Y fue usted mismo quien lo mandó fusilar. ¡Pardiez! ¿Cómo no lo reconocimos de inmediato? ¿Tan ciegos estábamos todos aquella Nochebuena?

– ¿Quiere hacerme creer en serio, Jochberg -gritó Eglofstein-, que aquel asqueroso arriero que le robó a Kümmel sus táleros era un primo del rey de España?

– Lo era, mi capitán. Ahora está enterrado junto a la puerta de la ciudad, bajo la nieve, y su perro todavía anda a todas horas cerca del puesto de guardia, y se pone en pie sobre las patas traseras en cuanto me acerco por allí.

Eglofstein se quedó parado, frunciendo el entrecejo.

– Jochberg -me dijo-, sé que desde siempre ha sido su mayor placer contradecirme para hacerme rabiar. Usted siempre tiene que ser más listo que los demás. Si alguien dice dulce, usted dice amargo; si yo ahora dijera gorrión, usted diría pinzón.

Calló, malhumorado, y seguimos un rato andando juntos.

– Le he interrumpido, mi capitán -dije al cabo de unos momentos, para aplacarlo-. Estaba usted a punto de exponerme sus planes.

– Sí, mis planes -dijo, mientras sus rasgos se suavizaban-. Bueno, ya sabe usted que estamos esperando un cargamento de pólvora, cartuchos y bombas, pues nuestras reservas de municiones se han visto reducidas tras los últimos enfrentamientos. Muy reducidas, Jochberg. Pero el convoy ya ha dejado atrás el pueblo de Zaraizago y estará en La Bisbal dentro de tres o cuatro días.

– Eso si el Tonel no… -tercié yo.

Habíamos llegado al mesón de La Sangre de Cristo, ante cuya puerta se alzaba, al sol del invierno, un san Antonio de madera que goteaba nieve fundida. Ese santo es muy venerado en España, y se le invoca con más frecuencia que a los doce apóstoles juntos.

Eglofstein se detuvo, tomó con la mano el tirador de la puerta y, volviéndose hacia mí, dijo:

– ¿El Tonel? No le queda más remedio que dejar pasar el convoy, pues no puede hacer nada antes de que el marqués de Bolibar le dé la señal quemando la paja. Pero esa señal se la daré yo, dentro de tres o cuatro días, tan pronto como el cargamento esté en nuestras manos. Entonces, quemando la paja, haré salir de la madriguera al Tonel y sus hombres, como los chiquillos de los pueblos hacen salir a los grillos de sus agujeros, y le aseguro que en esta región la guerrilla se acabará para siempre jamás.

Abrió la puerta y gritó hacia el interior de la taberna:

– ¡Brockendorf! ¡Günther! ¿Habéis terminado? Ya conocéis al coronel, si llegáis tarde a la mesa habrá arresto.

Brockendorf y Günther salieron afuera, ambos sonrojados, el uno por el vino y el otro por la emoción del juego. Günther estaba radiante de alegría, y Brockendorf flemático, como siempre que no estaba borracho.

– ¿Quién de los dos le ha ganado las botas al otro? -preguntó Eglofstein-. ¿Habéis jugado a letzte lese? ¿O a dreissig und eins? ¿O a ofenrauschen? ¿O a bück' dich, bauer?

– Hemos jugado a karnüffel -respondió Günther-. Y he ganado yo.

San Antonio tenía en la mano una nota impresa que afirmaba que la concepción de María había sido en verdad inmaculada. Günther se la quitó de la mano y puso en su lugar la sota de oros. Y el santo, paciente y lleno de indulgencia, igual que en su paso por el mundo, sostuvo el naipe entre los dedos.

– Günther -dijo Brockendorf con su acostumbrada parsimonia-, en Barcelona, donde todas las mañanas pasaban por debajo de mi ventana los penados camino del trabajo, vi entre ellos a un tahúr cuyo rostro se parecía sobremanera al tuyo.

– Y yo -exclamó Günther enardecido-, en Kassel, vi colgar de la horca a un ladrón que tenía la misma nariz aplastada que tú.

– La naturaleza -dijo Eglofstein con absoluta seriedad- se complace a veces en extraños caprichos.

Continuamos los cuatro nuestro camino.

– Tiene el rey de picas en la mano -empezó a contar Günther, aún lleno de entusiasmo-. Lo echa, creyendo que va a ganar, y me dice: súbelo. Y así hemos seguido, baza y contrabaza, la dama de corazones por aquí, la sota de corazones por allá. Y para acabar echo el as de corazones, canto las diez de últimas y asunto concluido.

Se giró hacia Brockendorf y le chilló, triunfante, al oído:

– ¡Las diez de últimas, Brockendorf! ¿Has oído? ¡Las diez de últimas!

– Que sí, hombre, que sí: sé tú el primero -refunfuñó Brockendorf para sí, mientras seguía andando-. No tardará en darse cuenta de que no eres lo que ella necesita. Tu fuego, chaval, arde en una mecha demasiado corta.

Eglofstein los miró a los dos y silbó levemente.

– ¿Qué es lo que os habéis jugado?

– Quién ha de ser el primero con la Monjita -respondió Brockendorf.

– Ya me lo imaginaba -dijo Eglofstein con una breve carcajada.

– Brockendorf se la ha encontrado esta mañana en la calle -informó Günther-. Y ella le ha dado una cita para mañana, justo después de la misa. Pero iré yo en su lugar. A él le falta el belair, y nos hubiera cegado el pozo a todos. Yo sé cómo hay que hablarles en español a las mujeres de aquí.

Eglofstein, lleno de curiosidad, se dirigió a Brockendorf:

– ¿Es verdad eso? ¿Has hablado con ella?

– Sí. Y un buen rato -dijo Brockendorf, ufanándose.

– ¿Qué le has dicho?

– Le he confesado sin tapujos que estaba enamorado de ella y que sólo ella podía aliviar mis penas.

– ¿Y ella? ¿Qué te ha contestado?

– Me ha dicho que no podía hablar conmigo en la calle, que eso no se acostumbraba en La Bisbal, pero que fuera mañana a visitarla después de la misa, que en su casa tiene agujas y lejía en abundancia.

– ¿Qué? ¿Agujas y lejía?

– Sí. Es que le he dicho que por ella comería agujas y bebería lejía.

– Mañana, cuando el coronel haya salido, iré a visitarla -explicó Günther.

– ¡Ve, ve! -exclamó Brockendorf, riendo estruendosamente-. ¡Ve y que te aprovechen las agujas y la lejía!

– Günther -dijo Eglofstein-. Tú y Brockendorf os creéis que sois los únicos en esta partida. Pero anda con cuidado, yo también tengo triunfos en la mano, mejores que tus bazas y contrabazas y ases de corazones.

– Sigo teniendo las diez de últimas. El que las canta, gana -dijo Günther despacio y maliciosamente; y ambos, Eglofstein y Günther, se midieron con miradas llenas de hostilidad, como si estuvieran el uno frente al otro en el foso de la muralla, dispuestos a batirse en duelo.

Entretanto habíamos llegado a la residencia del coronel. Ante la puerta encontramos al capitán Salignac, excitadísimo, ocupado en dispersar una turba de mendigos que, como era domingo, habían acudido para recibir en la casa del marqués de Bolibar la acostumbrada ración de sopa y guisantes fritos.

– ¿Qué buscáis aquí, pillos, granujas, odres de vino? -les gritaba Salignac-. ¡Fuera de aquí! ¡Aquí no entra nadie!

– ¡Una limosna, señor, por la misericordia divina! ¡Tened compasión de los pobres! ¡Alabado sea Dios! ¡Dad de comer al hambriento! -gritaban los mendigos en total confusión. Uno de ellos, poniendo ante los ojos de Salignac su brazo mutilado, se quejó:

– También a mí me mandó Dios una desgracia.

El capitán retrocedió un paso y llamó a la guardia. Enseguida salieron del zaguán dos dragones, que a empujones pusieron en fuga a los mendigos. Pero uno de los expulsados se giró mientras corría y gritó:

– ¡Te conozco, hombre sin entrañas! Cristo ya te castigó una vez por tu dureza de corazón. ¡Tú, como las bestias, jamás alcanzarás la gloria!

El capitán, impasible, le siguió con la mirada. Luego se dirigió a mí.

– Teniente Jochberg, usted es el único de todos nosotros que ha visto al marqués de Bolibar. ¿Podría reconocerle en alguno de esos granujas? Me parece muy probable que intente de este modo entrar a hurtadillas en su casa.

Traté de explicarle que aquellos mendigos habían acudido solamente en busca de su limosna dominical, pero, sin dejarme terminar, se lanzó sobre un campesino que, medio escondido detrás de una mula cargada de leña, lo miraba fijamente a la cara, entre curioso y atemorizado.

– ¿Qué buscas aquí, sinvergüenza, cabezón?

El campesino se llevó la mano a la frente, los labios y el pecho, haciendo la señal de la cruz, y murmuró tembloroso:

– ¡Apártate de mí, judío! ¡Humíllate ante la cruz!

No pudimos reprimir la risa al oír que el campesino tildaba de judío al capitán. Sólo Salignac aparentó no haberlo oído. Miró al campesino con gesto amenazador y lleno de desconfianza, y le preguntó:

– ¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? ¿Quién te ha llamado?

– Traigo leña del bosque para el señor marqués, Su Eternidad -balbució amedrentado el campesino.

Y mientras daba al capitán tan extraño tratamiento, se santiguó una vez más.

– ¡Pues llévale tu leña al diablo, para que caliente el infierno con ella! -rugió Salignac. El campesino se dio la vuelta y salió corriendo aterrorizado calle abajo y seguido por su mula, que brincaba como loca.

Salignac respiró hondo y se nos acercó.

– Es un trabajo duro. Así estamos desde esta mañana temprano. Usted, Eglofstein, en su despacho…

Se interrumpió, pues acababa de llegar, con un carro cargado de maíz seco, un campesino en el que volvió a sospechar uno de los disfraces del marqués de Bolibar, y a quien cubrió de maldiciones e injurias.

Lo dejamos allí y subimos por la escalera.


Arriba, en el comedor, encontramos a Donop departiendo con el cura y el alcalde, que también estaban invitados a comer. Donop se había acicalado a base de bien: llevaba sus mejores pantalones, las botas recién enceradas y una corbata negra atada al cuello con el nudo hecho a la última moda.

Salió a nuestro encuentro y nos dijo con gesto misterioso:

– Ella se sentará a la mesa.

– No creo -le contradijo Günther-. El amargado del coronel la tiene atada como a un chivo.

– Me la he cruzado en las escaleras -contó Donop-. Llevaba puesto un vestido de Françoise-Marie, el de muselina blanca à la Minerve. Tuve la sensación de contemplar la viva efigie de una muerta.

– Ahora todos los días lleva vestidos de Françoise-Marie -informó Eglofstein-. El coronel está empeñado en que se parezca en todo a su primera mujer. ¿Os creeréis que la ha hecho aprender a distinguir todos los vins de liqueurs, desde el Rosalis al Saint-Laurens? Y ahora le está enseñando a jugar a las cartas: L'hombre, piquet, petite prime, etcétera, etcétera.

– Yo sé otros jueguecitos que no me importaría enseñarle -dijo Günther, y se puso a reír. Pero en aquel mismo instante se abrió la puerta y entró la Monjita, seguida del coronel.

Nos quedamos mudos e hicimos una reverencia; el cura y el alcalde, en cambio, que estaban frente a la ventana, de espaldas a la puerta, no advirtieron la entrada del coronel y continuaron su charla. En medio del silencio general, se oyó decir al alcalde:

– Es exactamente como me lo describió mi abuelo, que se lo encontró aquí mismo hace cincuenta años: brusco y colérico, con cara de cadáver y alrededor de la frente la venda que esconde la cruz de fuego.

– En la catedral de Córdoba -dijo el cura- hay un retrato suyo, con estas palabras debajo: Tu enim, stulte Hebraee, tuum deum non cognovisti, que quiere decir: «Tú, terco judío…».

Se interrumpió al advertir la presencia del coronel. Tras el saludo general, ocupamos nuestros lugares; a mí me tocó sentarme entre Donop y el cura.

La Monjita reconoció al capitán Brockendorf, con quien había hablado aquella misma mañana, y le sonrió. Y viéndola sentada al lado del coronel, con el vestido blanco de muselina cerrado hasta el cuello que todos conocíamos tan bien, creí realmente por un momento hallarme en presencia de Françoise-Marie, la mujer a la que nunca había podido olvidar.

A mi lado, Donop parecía sentir lo mismo, pues no tocaba el plato ni apartaba la vista de la Monjita.

– ¡Donop! -le llamó el coronel por encima de la mesa, echando un poco de agua en su Chambertin-. Eglofstein o usted, uno de los dos, nos tocará algo al piano después de comer. La canción de los trinos de La Bella Molinera, o la melodía nupcial de I Puritani. ¡A vuestra salud, señor cura!

– ¡Donop! El coronel te ha hablado -le dije al oído a mi vecino, sumido en sus sueños, y él se estremeció, suspiró y dijo en voz baja:

– ¡Oh, Boecio! ¡Oh, Séneca! ¡Grandes filósofos, de qué poco me han servido vuestros escritos!

El almuerzo continuó; recuerdo su transcurso como si fuera ayer. A través de las altas ventanas, yo disfrutaba de una amplia vista de las colinas nevadas, en las que se alzaban, como sombras negras, matas y arbustos aislados; grajos y cuervos sobrevolaban los campos; en la distancia, una campesina se acercaba a la ciudad montada en un burro, con un canasto en la cabeza y una criatura en el regazo. ¿Quién podía imaginarse que aquellos apacibles parajes habían de transformarse aquel mismo día, y que estábamos disfrutando de la última hora de paz que nos sería concedida en la ciudad de La Bisbal?

Günther, sentado junto al alcalde, hablaba, en voz alta y petulante, de sus viajes por Francia y España y de sus hazañas bélicas. Mi vecino de la derecha, el cura, me dio, mientras comía y bebía a sus anchas, informe detallado sobre una serie de cosas que consideraba ignoradas por mí. Por ejemplo, que allí en verano hacía mucho calor, que en el país abundaban las higueras y las viñas y que, gracias a la cercanía de la costa, tampoco faltaba el pescado.

De repente Brockendorf aspiró varias veces con vehemencia por la nariz, dio un manotazo sobre la mesa y profirió un rugido triunfal:

– ¡Esa fuente viene llena de gansos asados, desde aquí lo huelo!

– ¡Pardiez! ¡Lo ha adivinado usted! ¡Qué olfato! -dijo el coronel.

– Llegan en buena hora, esos gansos. ¡Saludémoslos con un Con quibus o un Salve regina! -exclamó Brockendorf empuñando el tenedor.

Debido a la presencia del cura, nos sentimos algo embarazados, y Donop dijo:

– ¡Cállate, Brockendorf! Con las cosas sagradas no se hace chirigota.

– No me des lecciones de moral, Donop, ¿quién te has creído que eres? -gruñó Brockendorf. Pero de todas estas palabras, el cura no había entendido más que Salve regina, y, mientras tomaba de la fuente un muslo de ganso, dijo:

– El obispo de Plasencia, el reverendísimo señor don Juan Manrique de Lara, otorga cuarenta días de indulgencia a todo aquel que rece un Salve regina ante nuestra imagen de la Virgen.

– ¡Coma, coma su señoría! -invitaba Brockendorf, benévolo, al alcalde-. Cuando se vacíe la fuente, traerán otra.

– Nuestra Señora del Pilar -continuó el cura- es estimada y admirada en todo el mundo, pues hace tantos milagros como la Virgen de Guadalupe o la Madre de Dios de Montserrat. Sólo el año pasado…

La palabra se le quedó atascada en la garganta junto con un trozo de asado; sus ojos buscaron sobresaltados los del alcalde, y sus miradas se clavaron, llenas de desazón, en la puerta de la sala. Cuando seguí la dirección de las mismas descubrí que la causa de su repentina alarma no era otra que la entrada en la estancia del capitán Salignac.

Salignac se despojó del capote, hizo una reverencia al coronel y a la Monjita y disculpó su tardanza con la importancia de su servicio de guardia. A continuación se sentó a la mesa; en aquel momento advertí por primera vez que llevaba en el pecho la cruz de la Legión de Honor.

– Ganó usted su cruz en Eylau, ¿estoy en lo cierto? -preguntó el coronel mientras se hacía servir carne por la Monjita y todos admirábamos la finura de las manos y la gracia de los movimientos de la joven.

– Así es, en Eylau. Y fue el mismo Emperador quien me la prendió al pecho -relató el capitán, mientras sus ojos resplandecían bajo las pobladas cejas-. Volvía yo a caballo de realizar un servicio y encontré al Emperador desayunando, bebiéndose a toda prisa su chocolate. «Grognard!» me dijo. «Mi viejo grognard, te has portado bien. ¿Cómo anda tu caballo?» Mi coronel, hace muchos años que soy soldado, pero os juro que se me humedecieron los ojos al ver que, en medio de la conmoción del día de la batalla, el Emperador hallaba tiempo para preguntar por mi caballo.

– En esta historia hay una sola cosa que no comprendo -dijo Brockendorf limpiándose los labios con la servilleta-, y es que el Emperador tome chocolate para desayunar. Sabe a jarabe y es pegajoso como la pez. Además, el poso se le mete a uno entre los dientes.

– Llevo dos años haciendo la guerra y he participado en diecisiete batallas y enfrentamientos, entre ellos la lucha por las líneas de Torre Vedras -dijo Günther malhumorado-. Pero como no he servido nunca en la Guardia, aún no me han dado la Cruz de Honor.

– Teniente Günther -dijo Salignac, y en su frente aparecieron surcos-: lleva usted dos años haciendo la guerra, y ha participado en diecisiete combates. ¿Sabe en cuántos campos de batalla he luchado yo cuyos nombres usted ni siquiera conoce? ¿Sabe cuántos años llevo blandiendo este sable, desde antes de que vos vinierais al mundo?

– ¿Oye usted? -murmuró el alcalde al oído del cura, trazando con dedos temblorosos la señal de la cruz sobre su frente. Y el cura dijo, alzando los ojos al cielo:

– ¡Dios se apiade de su desgracia!

– ¡Qué tontería, tomar chocolate! -se hizo oír Brockendorf-. Una buena sopa de harina, unos cuantos chorizos bien fritos en su propia grasa y una jarra de cerveza: ése es mi desayuno favorito.

– ¿Ha visto usted muchas veces de cerca al Emperador, Salignac? -preguntó el coronel.

– Lo he visto en cien aspectos distintos de su trabajo. Lo he visto andando de un lado al otro de su cuarto mientras dictaba cartas a sus secretarios, y también leyendo mapas, absorto en cálculos geográficos. Lo he visto apearse del caballo y montar una pieza de artillería con sus propias manos, y también escuchar, con el ceño fruncido, a algún suplicante, y galopar por el campo de batalla con la cabeza baja y el gesto sombrío. Pero nunca me he sentido tan conmovido por su grandeza como cuando he entrado en su tienda y lo he hallado, rendido por el agotamiento, durmiendo inquieto sobre su piel de oso, con labios trémulos, soñando con las batallas del futuro. En esos momentos nunca me ha parecido comparable a ninguno de los grandes estrategas y guerreros de nuestros tiempos o del pasado, sino que más bien me ha hecho evocar, en su grandiosidad terrible, a aquel antiguo rey asesino…

– ¡Herodes! -chilló el cura.

– ¡Herodes! -gimió el alcalde, y ambos, horrorizados y con las caras descompuestas, fijaron aún más la mirada en el capitán Salignac.

– Sí, a Herodes. O a Calígula -dijo Salignac, y se echó vino en la copa.

– El camino por donde nos lleva -dijo Donop, despacio y pensativo-, atraviesa valles de dolor y ríos de sangre. Pero conduce a la libertad y a la felicidad del género humano. Tenemos que seguirlo, no hay otro camino. Nacidos en mala época, no nos queda más remedio que aguardar a la paz del cielo, pues la de la tierra nos está negada.

– Donop -dijo Brockendorf, mientras se pelaba una manzana-, ya estás otra vez hablando como una beata que viniese del confesionario.

– ¡Para qué quiero yo la paz! -exclamó Salignac con repentina vehemencia y a voz en grito-. Durante toda mi vida, la guerra ha sido mi elemento. Para mí no se han hecho el cielo y su paz eterna.

De los labios del alcalde salieron, como un lamento, las palabras:

– Lo sé.

– Lo sabemos -gimió también el cura. Y, mientras juntaba las manos, murmuró, con labios torcidos por el terror-: Deus in adjutorium meum intende!

Mientras tanto, el coronel se había levantado de la mesa, y todos abandonamos nuestros asientos. Salignac se echó el capote sobre los hombros y se fue escaleras abajo con ruido de espuelas. El cura y el alcalde lo siguieron temerosos con la mirada hasta que desapareció. Entonces el cura, tirándome de la manga, me llevó a un rincón.

– ¿Querríais preguntarle al señor oficial que acaba de salir si no ha estado ya alguna otra vez aquí, en La Bisbal? -me rogó.

– ¿En La Bisbal? ¿Cuándo pudo ser eso? -pregunté.

– Hace cincuenta años, en tiempos de mi abuelo, cuando hubo la gran peste -me respondió el alcalde, dando a entender por su gesto que aquello le parecía la cosa más natural del mundo.

Estallé en carcajadas, y en un principio no supe qué replicar a semejante disparate. El alcalde alzó los dos brazos, como en un conjuro, y el cura, con un gesto de terror, me rogó silencio.

Donop estaba conversando con Günther, y mientras tanto no apartaba la vista de la Monjita.

– Jamás he visto un parecido tan evidente. El porte, la cabellera, esos gestos…

– El parecido será perfecto -le interrumpió Günther a su manera petulante- cuando le haya enseñado a susurrarme al despedirnos: «Hasta esta noche, querido».

– ¡Günther! -llamó de pronto el coronel desde el otro extremo de la estancia.

– Aquí estoy. ¿Para qué se me llama? -dijo Günther, acudiendo a donde estaba el coronel.

Los vi hablar unos instantes, y enseguida Günther volvió junto a nosotros, con los labios apretados y la cara blanca como el papel.

– Tengo que transferirte mi mando -me dijo entre dientes- y salir a caballo esta misma noche hacia Terra Molina con unas cartas del coronel para el general d'Hilliers. ¡Este es el as que Eglofstein guardaba en la manga!

– Seguro que esas cartas son de la máxima urgencia -dije, contento de que la elección del coronel no hubiera recaído en mí-. Te dejo mi veloz caballo polaco. En cinco días estarás de regreso.

– Y tú irás mañana en mi lugar a ver a la Monjita, ¿a que sí? Estás conchabado con Eglofstein, lo sé. Tú y Eglofstein sois como un roto para un descosido.

No le respondí, pero Brockendorf terció en la conversación.

– Günther, te conozco muy bien. Tienes miedo, te parece estar oyendo ya las balas de mosquetes zumbando por el aire.

– ¿Miedo yo? Sabes muy bien, Brockendorf, que si hace falta yo le planto cara a tres morteros.

– El coronel sabe que eres un buen jinete -dijo Donop.

– ¡Deja de charlar como un papagayo! -profirió Günther-. ¿Te crees que no me he dado cuenta de que Eglofstein hablaba disimuladamente con el coronel mientras estábamos aún sentados a la mesa? Quiere tenerme a cien millas de aquí, y todo por la Monjita. Que me aspen si se lo perdono. Lo único que sabe hacer es espiar; en cuanto ve a dos juntos, se acerca a hurtadillas como un inspector de aduanas.

– ¿Y qué le vas a hacer? -dijo Donop-. Es una orden del coronel, y de nada te sirve ya jurar y maldecir.

– ¡No voy ni aunque me maten! ¡Antes prefiero que me parta un rayo que dejaros vía libre a vosotros!

Le impuse silencio con un gesto, pues la Monjita, acompañada al piano por Eglofstein, empezaba ya a cantar.

Cantó el aria «Son vergine vezzosa» de la ópera I Puritani, y a los primeros acordes me sentí traspasado por el dolor y la melancolía de sublimes recuerdos. Pues yo había oído varias veces a Françoise-Marie cantar aquel aria igual que lo hacía ahora la Monjita, de pie, con aquellos redondeados hombros infantiles, la cabecita, cubierta de un esplendor rojo-dorado, inclinada hacia el suelo, y una sonrisa furtiva dirigida a mí. Me sentí arrebatado de felicidad: ¿no era ayer todavía cuando yo tenía, gozoso, este cuerpo entre mis brazos? ¿No era ayer cuando yo, embriagado, había cubierto de besos aquella misma boca cantarína? Y una idea se apoderó de mí, inundándome por completo: no, no puede ser de otro modo; en el momento de la despedida, cuando me incline sobre su mano, me susurrará como entonces: «¡Hasta esta noche, querido!».

De improviso, la Monjita se interrumpió en medio del «Nel cuor piú non mi sento» y se giró, buscando con los ojos la ayuda del coronel. El coronel se acercó a ella, le acarició la cabellera pelirroja y dijo:

– Es la primera vez que canta delante de extraños, y la pobrecilla no ha podido aprenderse más que el principio.

– Tiene buena voz -dijo el cura, saliendo de su rincón-. Alguna vez, en los días de fiesta, cantaba para nosotros en la iglesia, en compañía de un licenciado que el marqués de Bolibar tuvo empleado un tiempo en su biblioteca. Ahora está en Madrid, y tiene un buen puesto de capellán.

– ¡Otra vez ese marqués de Bolibar! -exclamó el coronel-. En esta ciudad no se oye otro nombre durante el día entero. ¿Dónde está? ¿Dónde se oculta? ¿Por qué no llego nunca a verlo? Tengo buenos motivos para desear conocerlo.

Callar habría sido más prudente. Pero mi secreto no me dejaba en paz.

– ¡Mi coronel! -dije-. El marqués de Bolibar está muerto.

Eglofstein se levantó del piano, disgustado.

– ¡Jochberg! -dijo con tono malhumorado-. ¿Es que va usted a fatigarnos otra vez con sus absurdas fábulas?

– Es tal como os lo digo. En Nochebuena, estando al mando de la guardia de la puerta, di a mis hombres la orden de fusilar al marqués de Bolibar.

Eglofstein se encogió de hombros.

– Es un sueño de su fantasía sobreexcitada -dijo, dirigiéndose al coronel-. El marqués de Bolibar vive, y me temo que aún nos dará mucho que hacer.

– Por lo demás -resolvió el coronel-, esté muerto o no, conocemos sus planes, y hemos tomado todas las medidas necesarias para impedir su realización.

– Y yo digo y mantengo -exclamé, irritado por los aires de suficiencia y la socarronería de Eglofstein-, que está muerto y enterrado, y que nos estamos batiendo con un espantajo, con un fantasma, con una quimera.

Y en eso, de repente, se abrió la puerta de golpe. Salignac entró en la estancia, con el rostro aún más lívido que de costumbre, con la venda en torno a la frente, el sable en la mano, y sin aliento a causa de la carrera escaleras arriba. Sus ojos buscaban al coronel.

– ¡Mi coronel! -profirió jadeando-. ¿Se ha dado la señal por orden suya?

– ¿Qué señal? -exclamó el coronel-. ¿De qué habla, Salignac? Yo no he dado ninguna orden.

– ¡La humareda por encima de la casa! ¡La paja está ardiendo!

Eglofstein se puso rígido, con la cara blanca como el yeso.

– Es él. Ahí lo tenemos.

– ¿A quién? -exclamé.

– ¡Al marqués de Bolibar! -dijo lentamente.

– ¡El marqués de Bolibar! -gritó Salignac, terriblemente excitado-. Pues tiene que estar dentro de la casa. ¡Por la puerta no ha salido nadie!

Se precipitó afuera y escuchamos el golpear de las puertas y las zancadas de los dragones, lanzados en furiosa carrera por los cuartos, corredores y escaleras de la mansión.

– Mi coronel -dijo Günther, rompiendo el sobrecogido silencio general^. ¿Me entregáis las cartas para el general d'Hilliers?

Con los hombros apoyados contra la pared y las manos a la espalda, se erguía sonriente. Y entonces caí en la cuenta de que en los últimos minutos no lo había visto en la estancia.

– Ya es tarde -murmuró el coronel-. Ya no podría usted pasar. En una hora los guerrilleros tendrán rodeada la ciudad. El convoy está perdido.

– Muerto el perro, se acabó la rabia -dijo Günther lentamente; en sus ojos brillaban el triunfo y la alegría maligna de un Judas Iscariote-. Jochberg, muchas gracias por tu caballo polaco, pero ya no lo necesito.

– Y lo peor -dijo Eglofstein con gesto sombrío- es que no tenemos más que diez cartuchos por hombre. ¿Todavía sostiene usted, Jochberg, que el marqués de Bolibar está muerto?

Desde el otro lado, desde la pared junto a la que estaba Günther, me llegó, apenas audible, un mensaje que sólo yo capté:

– ¡Las diez de últimas!

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