El capitán de caballería Baptiste de Salignac debió de tomarnos a todos por borrachos perdidos o por locos de remate cuando entró en la habitación, que rebosaba ruidosa alegría. Fue recibido por carcajadas desenfrenadas. Brockendorf jugueteaba con su copa vacía, Donop se había dejado caer en una silla y daba rienda suelta a su risa, y Eglofstein, con gesto irónico, hizo una profunda y respetuosa reverencia:
– Mis respetos, señor marqués. Estamos esperándoos desde hace una hora.
Salignac se detuvo en el umbral y, asombrado, nos miró a todos uno tras otro. Su guerrera azul con vueltas blancas y la corbata bicolor estaban desgarradas y arrugadas y manchadas de barro rojizo y ocre; el capote lo llevaba sujeto a las caderas, y las polainas blancas estaban caladas por la nieve y salpicadas hasta las rodillas por el fango del camino real. En torno a la frente llevaba atado un pañuelo a modo de turbante, por lo que recordaba a los mamelucos del general Rapps. Llevaba en la mano un casco agujereado. Detrás de él, por la puerta abierta, había entrado un arriero español, cargado con dos alforjas.
– ¡Pero pasad, pasad, señor marqués! ¡Estamos ansiosos de conoceros! -exclamó Donop sin dejar de reír. Brockendorf, que se había puesto en pie de un salto, se plantó ante el capitán y lo examinó con aire curioso de los pies a la cabeza.
– ¡Buenas noches, excelencia! A vuestras órdenes, señor marqués.
Pero de repente pareció darse cuenta de que era improcedente bromear con un traidor, con un espía. Comenzó a retorcerse las puntas de su bigote embetunado y, con gesto feroz, ordenó al capitán:
– ¡Vuestro sable, haced el favor! ¡Y rápido!
Asombrado, Salignac retrocedió un paso. La claridad de la tea encendida cayó de lleno sobre su rostro demacrado y vi que carecía de color, que era casi amarillo y estaba horriblemente marcado por algún mal incurable. Malhumorado, se giró hacia su sirviente, que justamente acababa de agacharse para apagar la tea en el suelo mojado por la nieve.
– El vino en estas regiones es peligroso -dijo en tono irritado-. Parece que quien lo bebe se vuelve loco.
– Cierto, señor militar, así es -dijo el sirviente con voz sumisa-. Lo sé muy bien. A la gente como yo también nos cae de vez en cuando un buen sermón.
Quizá Salignac tomara a Donop por el menos borracho de todos nosotros, pues dirigiéndose a él le dijo ásperamente:
– Soy el capitán Salignac de la Guardia Imperial. Tengo órdenes del mariscal Soult de unirme a vuestro regimiento y presentarme a su comandante. ¿Tenéis la bondad de decirme vuestro nombre?
– Teniente Donop, con la venia, vuestro humilde servidor, ilustrísimo señor marqués -dijo Donop, burlón-. A vuestras órdenes, excelencia.
– Estoy harto de sus payasadas. -Las manos del capitán temblaban de ira reprimida, pero su voz sonó fría, y ni una gota de sangre subió a sus descoloridas mejillas-. Usted elige: ¿espada o pistola? Tengo a mano ambas cosas.
Donop iba a replicar burlescamente, pero Brockendorf se le adelantó, inclinándose sobre la mesa y gritando con voz de borracho:
– ¡Mis respetos, señor marqués! ¿Cómo está la preciosa salud de su excelencia?
El capitán perdió de golpe su fría serenidad. Sacó el sable y empezó a atacar furiosamente a Brockendorf a planazos.
– ¡Eh, eh! ¡No tan fuerte! -gritó Brockendorf, sorprendido y confuso, y fue a atrincherarse detrás de la mesa, intentando parar los golpes con una botella de vino vacía.
– ¡Alto! -exclamó Eglofstein, agarrando por el brazo al enfurecido capitán.
– ¡Soltadme! -exclamó Salignac, y continuó arremetiendo contra Brockendorf con el sable.
– ¡Más tarde podréis batiros en duelo si es vuestro deseo, pero ahora haced el favor de escucharme!
– ¡No, no, déjalo! -exclamó Brockendorf desde detrás de la mesa-. He tenido que domar bastantes potros salvajes, y hasta ahora no me ha mordido ninguno. ¡Ah, rediós!
Acababa de recibir un buen golpe de sable en el dorso de la mano. De inmediato dejó caer la botella de vino y examinó afligido sus peludos dedos.
Salignac bajó el sable, alzó la cabeza y nos miró a uno tras otro con gesto triunfal y desafiante.
– ¿No estaré en un error? -exclamó Eglofstein-. Habéis dicho Salignac. Si sois el capitán Baptiste de Salignac de la Guardia Imperial, debo conoceros. Yo soy el capitán Eglofstein, del regimiento Nassau, y coincidimos hace años en una misión de correo.
– Ya lo creo, fue entre Küstrin y Stralsund -dijo Salignac-. Os he reconocido nada mas entrar en la habitación, barón. Pero vuestra conducta…
– ¡No puedo creerlo, camarada! -exclamó Eglofstein horrorizado. Se acercó todo lo posible al oficial y examinó su rostro amarillento-. Habéis cambiado de un modo muy extraño desde los días de Küstrin.
El capitán de Salignac torció los labios en una mueca de desagrado.
– Cogí unas fiebres hace años. Desde entonces sufro con frecuencia accesos de ese tipo.
– ¿En las colonias? -preguntó Eglofstein.
– No. En Siria, hace muchos años -dijo Salignac. De repente, su rostro adquirió un aspecto extrañamente viejo y cansado. -No hablemos más de ello. Es una contrariedad que considero inherente a mi profesión. Pero ahora haced el favor de explicarme…
– Habéis vuelto a ser víctima de la mala suerte, camarada. Esperábamos esta noche la llegada del marqués de Bolibar, un conspirador español, hombre muy peligroso, que al parecer tiene la intención de cruzar nuestras líneas con uniforme francés.
– ¿De verdad? Y ustedes me han tomado por ese conspirador español…
El capitán rebuscó en los bolsillos de su guerrera azul y exhibió los documentos que lo legitimaban.
– Como veis, tengo orden de agregarme a vuestro regimiento y ponerme al mando de un escuadrón de dragones cuyo capitán ha sido herido o hecho prisionero por los ingleses, según me han dicho.
Era yo quien estaba al mando de los dragones desde que fuera herido el jefe de escuadrón Hulot d'Hozery. Por ello me levanté, fui hacia Salignac y le di mi nombre y graduación.
Formamos un semicírculo en torno al nuevo jefe de escuadrón. Brockendorf se frotaba contra la espalda la mano dolorida. Sólo Günther se quedó aparte, de pie contra la ventana, mirando con gesto iracundo la calle oscura. Seguía pensando en Françoise-Marie y en lo que Brockendorf, en su borrachera, había revelado acerca de sus soupers d'amour y de los cuatro platos del banquete del placer.
– Parece que he llegado en el mejor momento -dijo Salignac, estrechándonos la mano a cada uno de nosotros-. Han de saber -prosiguió, y en medio de su rostro macilento los ojos ardían en el deseo de meterse en aquella aventura-, han de saber que poseo cierta experiencia en desenmascarar espías. Fui yo quien capturó a los dos oficiales austríacos que se habían infiltrado en nuestras filas en Wagram. El propio Duroc me ha encargado varias veces tareas de esta clase.
Yo no sabía quién era Duroc, pero no era la primera vez que oía ese nombre. Probablemente se tratase de un hombre de confianza del Emperador, quizás el encargado de velar por su seguridad personal.
Mi nuevo jefe de escuadrón pidió a Eglofstein que le refiriese todo lo que sabíamos acerca del marqués de Bolibar y sus planes. Los ojos le brillaron y los rasgos descarnados se le pusieron rígidos.
– ¡El Emperador quedará contento de su viejo grognard! -dijo cuando Eglofstein concluyó su informe.
Luego se dirigió a mí, me preguntó dónde se alojaba el coronel y me pidió un dragón para acompañarle.
– Vuelvo a tener trabajo -dijo, lleno de impaciencia. El dragón y el arriero español se arrodillaron junto a él y le limpiaron las polainas de la suciedad del camino-. Últimamente tuve que escoltar un transporte de cuarenta carros con bombas y balas desde el fuerte de San Fernando hasta Forgosa. Un aburrimiento. Gritos, altercados, inspecciones, berrinches, paradas inacabables en los caminos. ¿Qué, acabáis de una vez, vosotros dos?
– ¿Y el viaje hasta aquí? -preguntó Eglofstein.
– He hecho todo el viaje con el sable desenvainado y la carabina lista para disparar. Pasado el puente que hay cerca de Tornella me atacaron unos bandidos. Me mataron a tiros al asistente y al caballo, pero les di su merecido.
– ¿Estáis herido?
Salignac se pasó la mano por el turbante.
– Una bala me rozó la frente. No hablemos más de ello. Desde esta mañana no he encontrado ni un alma en el camino real, a excepción de este mozo, que ha cargado con mi equipaje. ¿Has acabado? -se dirigió al arriero-. Quédate aquí con mis alforjas hasta que vuelva.
– Excelencia… -trató de objetar el español.
– ¡He dicho que te quedes aquí hasta que te mande a tu casa! -le increpó Salignac-. Ya cavarás mañana tu huerto.
– Sentaos y bebed con nosotros, excelencia. Aún debe de quedar vino -propuso Brockendorf. En su embriaguez, seguía tomando al capitán por el marqués de Bolibar, y le llamaba excelencia. Sin embargo, viéndonos a los demás hablar tan tranquilamente con él, le había perdonado totalmente el golpe en la mano y sus alevosos planes.
– Ya no queda vino -dijo Donop.
– En mi alforja tiene que haber tres botellas de oporto. Lo uso, combinado con naranjas y un poco de té caliente, como antídoto contra mis fiebres, cada vez que me atacan.
El capitán sacó las botellas de su equipaje y pronto volvimos a tener las copas llenas. El, por su parte, se echó el capote por encima de los hombros y se ciñó el sable.
– Ese marqués ha tenido mala suerte al cruzarse en mi camino -dijo amenazante, mientras abría la puerta-. Antes de que pase una hora lo traeré aquí a beber oporto, o juro que…
La ráfaga de nieve que de repente entró silbando por la puerta abierta se tragó sus últimas palabras, y no pude enterarme de lo que Salignac juraba hacer en caso de que el marqués de Bolibar no quisiera dejarse atrapar.