En cuanto Salignac salió de la habitación, Eglofstein, Donop y yo sacamos la baraja. Aquella noche la suerte me sonrió más que de costumbre; gané y Eglofstein tuvo que pagar. Recuerdo que varias veces jugó martingalas y cuádruples, pero perdió siempre. Acababa Donop de cortar la baraja una vez más, cuando oímos ruido de pelea. Günther se había enzarzado otra vez con el capitán Brockendorf.
Brockendorf estaba recostado en su silla, tenía delante su oporto y, como si estuviera en la taberna, pedía a gritos una botella «del mejor». Günther estaba de pie, inclinado frente a él sobre la mesa, y, con los ojos entrecerrados, le enviaba una mirada maligna y rencorosa.
– ¡Come como un lobo y bebe como un cosaco y quiere que lo respeten como oficial! -balbució con encono.
– ¡Vivat amicitia, hermano! -dijo Brockendorf, soñoliento, y levantó la copa, pues prefería seguir bebiendo tranquilamente su vino.
– Bebe como un cosaco y lleva ropa de mozo de cuerda, ¡menudo oficial! -dijo Günther en voz más alta-. ¿A qué deshollinador, judío o payaso le has comprado esa camisa que llevas?
– ¡Cállate o habla en francés! -advirtió Eglofstein, pues había hecho entrar a dos dragones en la habitación para que secasen el suelo, que estaba mojado por la nieve fundida.
– ¿Qué quieres, que me perfume el pelo con eau de lavande, monsieur tiquismiquis? -rió Brockendorf-. ¿Qué quieres, que vaya a los bailes y a las recepciones a lamer las plantas de los pies a las mujeres, como haces tú?
– Tú, en cambio -le atacó Donop-, prefieres pasarte el día en algún tabernucho de pueblo, dejándote agasajar con cerveza por los gañanes.
– ¡Menudo oficial! -terció Günther.
– ¡Callaos! -exclamó Eglofstein, lanzando una mirada inquieta a los dragones que estaban limpiando la habitación-. ¿O es que queréis que vuestras rencillas vayan de boca en boca y acaben llegando a oídos del coronel?
– Esos no entienden el francés -replicó Günther, volviéndose enseguida a Brockendorf-. ¿Te acuerdas de cuando, en el «Judío peludo» de Darmstadt, te batías en duelo a la mode de los pilludos de la calle, o sea, a bastonazos y bofetadas? ¡Una vergüenza para el regimiento!
– Sí, sí, pero me regodeé en los brazos de tu adorada, te guste o no, chaval -dijo Brockendorf, muy satisfecho de sí mismo-. No pongas esa cara; la noche de la Candelaria la pasé acostado con ella, mientras tú estabas abajo andando por la nieve y tirando piedrecitas a los cristales.
– ¡Con alguna furcia, con alguna pelandusca, en cualquier cuchitril sí que estarías acostado, pero no con ella! -rugió Günther, enfurecido.
– ¡Brockendorf! -exclamó el capitán Eglofstein, frunciendo el ceño-. ¡Que el diablo te lleve! Creo que era yo el que estaba debajo de la ventana, y no Günther.
Pero Brockendorf no estaba para escucharle.
– Tirabas piedrecitas a la ventana, te oímos muy bien. Y al volver a la cama, voy y le digo: «Oye, está Günther ahí abajo». Y ella apoya la cara en las manos y se ríe: «¡Ese crío!», dijo riéndose, «¡ese crío es tan torpe!, cuando está conmigo nunca sabe qué hacer con las manos y los pies».
La voz de Brockendorf era ronca; cuando hablaba, parecía el chirriar de las ruedas de un carro al pasar por un puente. Sin embargo, mientras le escuchábamos nuestra ira desapareció; lo mirábamos a él y oíamos, a través de su sucia boca, el eco lejano de la risa de Françoise-Marie.
– Cuando vi la sombra en los cristales de la ventana pensé que sería el coronel, que estaba en casa -dijo Eglofstein, inclinando la cabeza-. Si hubiera sabido que eras tú, Brockendorf, por mi alma que habría subido y te habría tirado a la nieve por la ventana. Pero eso ya es cosa pasada; el amor, como la fiebre más abrasadora, acaba apagándose.
Pero Brockendorf aún no había acabado con Günther.
– ¡Cuánto se reía! -gritó-. Cuántas veces decía: «Ese tontuelo, ese crío quiere que yo vaya a su habitación. ¿Y sabes dónde vive? En el fondo del patio, encima del gallinero y debajo del palomar. ¡Allí quiere que vaya!».
Eran las palabras mordaces con las que Françoise-Marie nos escarnecía, pero ninguno de nosotros sintió ira; allí estábamos, escuchando, y nos parecía oír otra vez a la amada muerta hablándonos por boca de un borracho.
– Hermanos, me sabe mal que le quitáramos su mujer al coronel -dijo en voz baja Donop, que con el vino siempre se ponía melancólico y filosófico.
– Sí, sí, hermano, claro. Tú le escribías cartas de amor llenas de citas de Cicerón; me hacía traducírselas cuando estábamos en la cama -rió Brockendorf.
– ¡No chilles tanto! Si esto llega a oídos del coronel, estamos perdidos -advirtió Donop, inquieto.
– Te ha dado la stridor dentium, ¿a que sí, hermano? Es una enfermedad muy mala, que moja los calzones. A mí me importan un comino todos los coroneles y los generales -gritó Brockendorf.
– Me sabe mal lo que hice -se quejó Donop-. Ahora estamos aquí juntos los cinco, y ¿qué nos queda de aquellos días? Nada más que asco, celos y odio.
Se cogió la cabeza con las manos y el vino empezó a filosofar por su boca.
– El mal y el bien, hermanos, son dos caballos distintos, cada uno anda a un paso diferente. Pero a veces me parece como si viera el puño que sujeta las riendas a los dos y ara con ellos esta tierra de labranza que es el mundo. ¿Cómo puedo llamarlo, a ese poder misterioso que nos hace a todos tan desdichados y nos convierte en sus bufones? ¿Debo llamarlo destino, azar, o eterna ley de las estrellas?
– Los españoles lo llamamos Dios -dijo de pronto una voz extraña desde un rincón del cuarto.
Nos levantamos de golpe y miramos a nuestro alrededor. Los dos dragones ya se habían ido, dejando las escobas apoyadas contra la pared. Pero el arriero español que había traído los bultos del capitán Salignac estaba acuclillado en el suelo en un rincón de la habitación, envuelto en su grosera capa parda y rezando el rosario. La luz de una tea iluminaba su rostro ancho, rojo y extraordinariamente feo; sus labios se movían incesantemente en la oración. A su lado, en el suelo, tenía extendido un mal pañuelo de algodón, con un trozo de pan y una cabeza de ajos.
Creo que en los primeros instantes nos sentimos más asombrados que asustados al comprobar que era el español quien, con sus sencillas palabras, se había mezclado en nuestra conversación. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de lo que había ocurrido.
Aquel hombre había descubierto nuestro secreto. Aquello que cada uno de nosotros había ocultado tan celosamente durante un año, es decir, que Françoise-Marie, la esposa del coronel, había sido su amante, había salido a la luz en aquel momento, y nos hallábamos a la merced de aquel extraño. Me pareció ver aparecer el rostro barbudo del coronel, desfigurado por la cólera y la pasión, muy cerca del mío. Me temblaban las rodillas y un escalofrío me recorrió la espalda. La hora del desastre, que habíamos temido durante todo un año, había llegado.
Nos quedamos callados, aterrorizados y perplejos durante largos minutos. Mi embriaguez había desaparecido; de repente me encontré sereno, como si no hubiese bebido una gota de vino; sólo me dolía la cabeza, y tenía el corazón lleno de angustiado desconsuelo. De afuera, del patio de la casa, me llegó el aullido de un perro, un lamento lejano y penoso. Y me pareció como si aquel aullido saliese de mi garganta, como si fuese mi propia voz, que en alguna parte, lejos de mí, sobre la nieve, se lamentase y sollozase en un horror sin límites.
Por fin, Eglofstein recobró la presencia de ánimo. Se puso rígido y, con la fusta en la mano, se dirigió al español con gesto amenazante.
– ¿Todavía estás aquí? ¿Qué haces ahí sentado escuchando?
– Estoy esperando, señor militar, como me han ordenado.
– ¿Entiendes el francés?
– ¡Unas pocas palabras solamente, señor! -balbució el español, asustado y confuso-. Mi mujer vino de Bayona a esta parte, y ella me ha enseñado alguna cosa, sacré chien me enseñó. Sacré matin, gaillard, petit gaillard, bon garçon, vive la nation. Eso es lo que sé.
– ¡Termina con tu letanía! -le gritó Günther-. Eres un espía, te has colado aquí para pescar algo.
– ¡No soy ningún espía! -protestó el arriero-. ¡Por la Madre de Dios! Lo único que he hecho ha sido indicarle el camino a ese oficial extranjero y cargar con sus bultos. Preguntad por mí al hermano recaudador de la Hermandad de los Barnabitas, preguntad al reverendo capellán de la ermita de Nuestra Señora por el tío Perico; los dos me conocen, preguntadles, señor militar.
– ¡Al infierno tus curas y tus sotanas! -exclamó Brockendorf-. ¡Y cierra el pico hasta que se te pregunte, espía!
El español enmudeció y escupió al suelo un bocado de pan y ajos mascados. Nos miró a uno tras otro con ojos intranquilos, pero no encontró más que gestos sombríos e implacables. En ninguno de nuestros rostros halló misericordia.
Nos reunimos, juntamos las cabezas por encima de la mesa y entre susurros celebramos un consejo de guerra. Los aullidos del perro se habían hecho más fuertes y venían ahora de más cerca.
– Tiene que irse. Tiene que salir inmediatamente de la ciudad -dijo Donop-. Si habla, estamos perdidos.
– No es posible -objeté yo-. Los centinelas tienen órdenes de no dejar salir a nadie por la puerta.
– No estaré tranquilo mientras este individuo ande por ahí y pueda ir pregonando lo que ha oído -susurró Donop.
– Tiene que morir; por más que dé la lata y se queje, tiene que morir; si no, mañana el regimiento entero sabrá con pelos y señales lo que hemos hablado aquí -dijo Günther en voz baja.
– Tiene que palmar, o la cosa se pondrá fea -afirmó Brockendorf.
– No tenemos motivo para un juicio sumario -dije yo-. No es un espía, no ha hecho nada, aparte de cargar con los bultos de Salignac.
– ¿Qué hacemos? -gimió Donop-. Hermano, presiento una desgracia. ¿Qué hacemos?
– No lo sé -dijo Eglofstein, encogiéndose de hombros. Lo único que sé, hermanos, es que estamos perdidos.
Mientras estábamos allí desesperados, sin saber qué hacer para salir con bien de aquello, la puerta se abrió de golpe y entró a grandes pasos el sargento Urban de los granaderos de Nassau. Llevaba un gran perro negro cogido del collar.
– ¡Mi capitán! -exclamó jadeante, pues le costaba un gran esfuerzo sujetar al perro, que se debatía como si estuviera rabioso-. Mi capitán, este perro no para de correr de aquí para allá, y no hay manera de ahuyentarlo. Rascaba en la puerta y quería entrar.
Entonces su mirada cayó sobre el arriero; soltó inmediatamente el collar, se puso en jarras y empezó a reírse a mandíbula batiente.
– ¡Perico! -gritó, retorciéndose, a punto de reventar de risa-. ¿Estás ya de vuelta, Perico? ¡Poco ha durado la romería!
De un salto, el perro se había lanzado sobre el arriero. Junto a él, se puso a dar brincos, a retozar, a aullar y a demostrar su desbordante alegría de todas las maneras posibles.
– ¿Qué sabe usted de este hombre? -preguntó Eglofstein-. ¿Lo conoce usted, sargento?
– ¡Sí que me conoce! -exclamó alentado el español-. Ya lo habéis oído, me ha llamado Perico. Perico, ése soy yo. ¡Dios y la Santísima Virgen sean loados! Ya veis vos mismo que no soy un espía-. El perro se apretaba contra él, gemía y le lamía las manos, pero él lo rechazó, mandándolo a un rincón.
– ¡Espía no serás, pero lo que es ladrón…! -exclamó el sargento-. ¡Sinvergüenza! ¡Pillastre inmundo y harapiento! ¡Venga acá el dinero! Si los truhanes formasen un regimiento, tú serías el abanderado!
El español se estremeció y, asustado, miró al sargento con ojos llenos de temor.
– Mi capitán -informó el sargento-, este individuo es uno de los carreteros españoles que tenemos a nuestro servicio. Esta mañana, durante una parada delante de la posada que hay al lado de la puerta, le ha robado al dragón Kümmel, de la compañía del sargento Brendel, una bolsa que contenía doce táleros. Hemos ido tras él, pero no hemos podido capturarlo. Y ahora resulta que ha vuelto por su propio pie.
El arriero palideció, y todo su cuerpo empezó a temblar.
– ¡So marrano! -le gritó el sargento-. ¡Devuelve el dinero, que ya no te va a hacer falta! ¡O te cuelgan, o vas a galeras para toda la vida!
Eglofstein se puso en pie. En sus ojos brillaba una alegría desbordante y triunfal. Había desaparecido el peso que le oprimía el corazón. El español que sorprendió nuestro secreto había sido atrapado por ladrón y era reo de muerte. Eglofstein cambió una mirada de inteligencia con Günther y Donop.
– ¿Es que no te han pagado tu jornal cada día? -preguntó severamente al español-. ¿Qué motivos tenías para robar?
– No he robado -balbució el español, horrorizado-. No sé nada de jornales, ni he sido nunca carretero con vosotros.
– ¡Serás embustero! -exclamó irritado el sargento-. ¿O sea que no has sido nunca carretero en nuestro regimiento?
Corrió a la escalera y gritó hacia la buhardilla:
– ¡Kümmel! ¿Estás despierto? ¡Kümmel! ¡Baja enseguida! ¡Tus táleros han vuelto ellos solitos!
El dragón Kümmel bajó inmediatamente la escalera a tropezones, medio dormido y con el pelo revuelto como un jamelgo. En lugar de capote llevaba sobre los hombros una manta de caballo. En cuanto vio al arriero se despabiló.
– ¿Ya estás aquí otra vez? -gritó-. ¡Perro sarnoso! ¡Cerdo repugnante! ¡Piltrafa nauseabunda! ¿Quién te ha echado el guante? ¿Dónde está mi dinero?
– ¿Qué queréis de mí? ¡No os conozco, no os he visto nunca! -gimió el arriero, aterrorizado-. Juro por la sangre de Cristo…
– ¡Habla en cristiano! -gritó Kümmel, esperando que aquel español hablase en alemán y no en castellano-. ¡Maldito sea el loco que en la torre de Babel se inventó vuestra condenada jerga!
– ¿Lo reconoce? ¿Es éste el sujeto que le ha robado la bolsa esta mañana? -preguntó impaciente Eglofstein al dragón.
– ¡Cómo no voy a reconocerlo! -respondió Kümmel-. No hay dos como él en todo el ejército. Lleva una gorra que parece un nido de cigüeña, tiene la cabeza como una calabaza y un morro que parece un cazo. Ven para acá, chaval, que te voy a echar una mirada.
Echó mano a la tea y volvió a observar al español de pies a cabeza.
– ¡Mi capitán, no es él! -dijo al cabo de un momento, sacudiendo la cabeza muy asombrado-. ¡Que el diablo te lleve! ¡Esta mañana tenías cuatro dedos de ladrón en la mano derecha y ahora de golpe y porrazo tienes cinco!
– ¿No es él? -exclamó Eglofstein, apenas capaz de disimular su disgusto y su decepción-. ¡Registradlo, mirad si lleva el dinero encima!
El dragón Kümmel metió las manos en los bolsillos de la zamarra del arriero y sacó enseguida una gran bolsa de cuero.
– ¡Aquí está! ¡Mi bolsa! ¿Vas a seguir negándolo, so ratero?
Buscó en la bolsa, pero no encontró nada en ella, excepto unos dientes de ajo y un trozo de pan.
– ¡Mi dinero no está! -gritó enfurecido-. ¿Es que siempre me tiene que tocar a mí pagar el pato? ¿Adonde han ido a parar mis táleros? ¡Contesta! ¿Te los has gastado todos en vino en un solo día?
El español siguió callado, mirando desconcertado al suelo.
– ¿Dónde está mi dinero? -gritó el dragón-. ¿Lo has enterrado o te lo has bebido? ¿Qué, te ha comido la lengua el gato?
– Dios me ha mandado un terrible castigo -dijo el español-. Es su voluntad. Lo que ha de suceder, sucede.
– ¡Mi capitán! -dijo el sargento Urban-. Seguramente este es el mismo ladrón que hace cinco días robó uno de los arcones del señor coronel, que contenía vestidos y camisones de seda de la señora coronela.
– ¡Basta, basta! -exclamó enseguida Eglofstein. Le inquietaba que el sargento empezase a hablar del coronel y su esposa, pues temía que el arriero aprovechase la ocasión para soltar todo lo que nos había oído decir-. ¡Basta! El robo está probado. Sargento, tome seis hombres con los fusiles cargados, llévese a este hombre al patio y terminemos de una vez.
– Pero rápido, ¿eh? ¡Rápido! -apremió Günther-. No me gustan los curas que dicen la misa despacio.
– No me hace falta ni la mitad de lo que dura una Santa Misa, del Introito al Agnus Dei -dijo el sargento, y, volviéndose hacia los dragones que por curiosidad, para ver qué pasaba, habían bajado por las escaleras detrás de Kümmel, ordenó:
– ¡A formar! Ponedlo en el centro. ¡Media vuelta a la derecha! ¡Adelante! ¡Marchen!
– ¡Señor! -exclamó el arriero, soltándose de las manos de los dragones-. ¡Vos sois cristiano! ¿Me vais a matar sin confesión?
Eglofstein frunció el ceño. No estaba dispuesto a consentir ningún aplazamiento. Además, dejar hablar al español libremente con otro le parecía peligroso y totalmente absurdo.
– Si he de morir, quiero confesarme antes -exclamó el español con el rostro alterado-. Vos, como yo, creéis en Dios y en la Santísima Trinidad. Por la salvación de mi alma, haced que venga el señor cura, o el padre guardián del convento de Santa Engracia.
– ¿Para qué quieres al cura? ¡Confiésate con ése! -terció Brockendorf, señalando al teniente Donop-. También tiene una buena calva, y cuando se pone a hablar latín no hay quien lo pare.
– ¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Sargento, lléveselo! -exclamó Günther, para quien el asunto ya se estaba prolongando demasiado.
– ¡No! -gritó el español, agarrándose con las dos manos a la mesa-. ¡Dejadme hablar con el señor cura! ¡Sólo un momento, unos pocos minutos, lo que dura un santo rosario!
Pero era justamente eso lo que nos convenía evitar.
– ¡Cállate, ladrón! -le espetó Günther-. ¿Te has creído que no sé las condenadas mentiras que quieres confesarle al cura? ¡Sargento, lléveselo!
El español se lo quedó mirando, respiró hondo y empezó de nuevo.
– ¡Escuchadme, señores! Tengo una cosa que hacer en la ciudad. Muerto yo, no habrá nadie que se encargue de ella. Dejadme hablar con el señor cura. No puedo morirme sin dejar el asunto en sus manos.
Nos miró a todos, uno tras otro, mientras se enjugaba el sudor de la frente. De pronto le invadió la desesperación y exclamó, gimiendo a voz en grito:
– ¿Es que no hay nadie que me escuche? ¿No hay ningún español, ningún cristiano que me escuche?
– ¡Lo que tengas que hacer, lo haremos nosotros! -dijo Eglofstein para poner fin al asunto, mientras se golpeaba, impaciente, la caña de las botas con la fusta-. ¡Venga, dinos de qué trabajo se trata y acabemos de una vez!
– ¿Vos lo vais a hacer por mí? ¿Vos? ¿Vos? -exclamó el español.
– ¡Los soldados sabemos hacer de todo! -dijo Eglofstein-. ¡Rápido! Dinos, ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Hay que plantar nabos? ¿Hay que arreglar un tejado?
El español volvió a mirarnos a todos uno tras otro. De repente pareció ocurrírsele una idea.
– ¡Vosotros sois cristianos, señores! -dijo-. Juradme por Jesús y por la Virgen Santísima que mantendréis lo que habéis prometido.
– ¡Al diablo tus ceremonias! -exclamó Günther-. Somos oficiales. Lo que hemos prometido lo mantendremos, y con eso basta.
– ¡Lo que tengas que hacer, lo haremos en tu lugar! -repitió Eglofstein-. ¿Tienes que vender un burro? ¿Has de cobrar dinero? ¿Qué trabajo es?
En aquel instante empezaron a sonar en la iglesia cercana las campanadas de la misa de medianoche, anunciando a los creyentes la consumación del misterio de la Eucaristía. El viento nos trajo el tañido de las campanas a través del frío aire invernal. Y el arriero hizo lo que hacen todos los españoles cuando oyen sonar la campana que llama a misa: se arrodilló, se santiguó y dijo, en voz baja y reverente:
– Dios viene.
– Bueno, ¿qué? ¿Cuál es el trabajo? -preguntó Günther-. ¿Hay que sembrar hortalizas? ¿Hay que degollar un cerdo? ¿Hay que matar un buey?
– ¡Dios os lo dirá! -susurró el español, todavía enfrascado en su plegaria.
– ¿Hay que cribar harina? ¿Hay que cocer pan? ¿Hay que llevar grano al molino? ¡Responde!
– ¡Dios os lo señalará! -dijo el español.
– ¡No seas imbécil! ¡Contesta! -exclamó Eglofstein-. No mezcles a Dios en esto, él no sabe nada de ti.
– ¡Dios ha venido! -dijo solemnemente el español, alzándose del suelo-. Habéis jurado y Dios lo ha oído.
De repente su actitud había cambiado por completo. El miedo que antes demostraba había desaparecido. Al adelantarse hacia el sargento, no era ya un pobre arriero acusado de robo, sino un hombre orgulloso y lleno de dignidad.
– Aquí estoy, sargento. Cumpla con su deber.
No me explico cómo no me di cuenta en aquel mismo instante de quién había ido a caer en nuestras manos. Cómo no comprendí la naturaleza de la obra que depositaba en nosotros aquel a quien enviábamos a la muerte. Pero estábamos ciegos, y sólo teníamos una idea en la cabeza: hacer callar para siempre a aquel que compartía nuestro secreto.
A una señal del capitán Eglofstein, me dirigí afuera para cuidar de que la ejecución se efectuara rápidamente y conforme a las reglas. La nieve, que tenía medio palmo de altura, apagaba el ruido de los pasos de los soldados que marchaban. La luz de la luna llena iluminaba débilmente el patio.
Los soldados formaron en cuadro y cargaron los fusiles. El español me llamó con un gesto.
– ¡Sujetad a mi perro, mi teniente! -suplicó-. Sujetadlo fuerte, hasta que haya pasado todo.
Desde el lugar en donde estábamos se veían, por encima de la muralla, los viñedos oscuros y los campos ondulados iluminados por la luna. Moreras e higueras se alzaban en la nieve, estirando sus ramas desnudas. Lejos, hacia el oeste, al borde del horizonte, se extendía amenazante una sombra oscura: los lejanos bosques de encinas en cuyas quebradas se ocultaba, con sus hordas, nuestro enemigo el Tonel.
– Dejadme ver una vez más el paisaje, teniente -dijo el español-. Es mi paisaje, mi tierra. Para mí se cubren de verdor esos pastos, para mí crecen las viñas, para mí paren las vacas. Es mi tierra la que azota el viento, es en mi tierra donde cae la nieve, la lluvia y el rocío del cielo. Para mí germinan las semillas entre los surcos, para mí respiran las casas bajo los tejados, es mío todo lo que abarca este cielo. Vos, teniente, sois un soldado. No comprendéis lo que significan las palabras «mi paisaje», «mi tierra». Haceos a un lado y dad la orden.
Sonaron seis disparos. El perro aulló y se debatió como rabioso en su collar. Lo solté, le cogí la tea al sargento e iluminé el rostro del muerto.
El marqués de Bolibar había recobrado su antiguo semblante. La violencia que había impuesto a sus rasgos con el fin de engañarnos haciendo el papel de un arriero había sido quebrada por la muerte. Y ahora yacía allí, y su rostro era tal como yo lo había visto la mañana de aquel mismo día: orgulloso, inalterable, pavoroso aun en la muerte.
Los soldados apartaron la nieve y se pusieron manos a la obra para enterrar al muerto. Con pasos lentos crucé el patio para volver a mi casa. Y de pronto vislumbré ante mí, con toda claridad, los extraños y retorcidos caminos del marqués de Bolibar, y comprendí lo que había pasado. Había salido secretamente de su casa por la mañana, y sin duda debió de encontrarse en el bosque con aquel carretero Perico, que acababa de fugarse con los táleros robados. Intercambiaron las ropas y su rostro, sometido de modo extraordinario al dictado de su voluntad, adquirió los rasgos del carretero. Así regresó a la ciudad, para, sin ser reconocido, poner en ejecución sus planes. Pero de repente se había visto atrapado en el papel de un ladrón, como en un calabozo. No podía renunciar a él sin delatarse, así que hubo de representarlo hasta el final, y sufrió la muerte que estaba destinada a otro.
Y mientras todos estos pensamientos me cruzaban la mente, me quedé parado de pronto en la nieve y me golpeé la frente. Pues acababa de comprender también el sentido del extraño juramento que nos había obligado a hacer. Frente a la muerte, rodeado de enemigos, desoído por todos, el marqués de Bolibar nos había legado la realización de su obra; nosotros mismos habríamos de dar las señales que habían de traernos la destrucción.
Quise reír ante lo absurdo de aquella idea, pero la risa no quiso salir. Resonaban en mis oídos las palabras del muerto: «Dios viene».
Dios había venido. Me recorrió un repentino escalofrío, y también el temor ante algo que no podía expresar con palabras y que se alzaba ante mí tan oscuro, tan amenazante y tan colmado de peligros como las negras sombras de aquel lejano bosque de encinas.
Entré en la habitación caliente y llena de vapores de vino y humo espeso. Günther y Brockendorf habían olvidado sus rencillas y estaban durmiendo armoniosamente en el suelo, con las cabezas juntas. Donop, sentado encima de la mesa, tenía en la mano el puñal del marqués, y contemplaba el artístico dibujo del mango tallado. En medio de la habitación estaba Eglofstein con el capitán Salignac, que venía empujando delante de él a un hombre al que tenía sujeto con ambas manos por el cuello de la camisa, y que gritaba y gesticulaba acaloradamente.
– ¡Eglofstein! El hombre a quien habéis hecho fusilar era el marqués de Bolibar -exclamé, creyendo que despertaría asombro, alegría y júbilo con mi noticia.
La respuesta fue una rugiente carcajada.
– ¿Otro marqués de Bolibar? -gritó Eglofstein-. ¿Cuántos de ellos corren esta noche por la ciudad? Mi amigo Salignac también ha cogido a uno.
Señaló al prisionero de Salignac, cuyo rostro no pude reconocer, pues estaba cubierto por uno de esos antifaces de seda negra que los maridos españoles usan para enmascararse cuando salen por la noche en busca de aventuras amorosas.
– ¡Camarada! -dijo después, burlón, a Salignac-. Ibais por lana y habéis salido trasquilado. Os aconsejo que no ahorquéis nada más llegar al respetable alcalde de nuestra ciudad. Puede que lo necesitemos.