Con el rey Saúl a Endor

El martes por la mañana salí de la ciudad para incorporarme a mi puesto en la posición avanzada de San Roque, pues habían empezado los trabajos de reforzamiento de la fortificación y había dos bastiones en forma de media luna, con contraescarpas y anchos fosos, a medio construir. Aquel día las líneas fueron ocupadas por la compañía de Brockendorf y por el medio batallón del regimiento Príncipe Heredero de Hessen, que nos había sido asignado como refuerzo hacía algún tiempo. Mis dragones se encargaban del mantenimiento del orden público, y patrullaban de aquí para allá por las calles.

Al pasar por delante de la casa del prelado, encontré a mi cabo Thiele sentado en el suelo, sujetando entre las rodillas su caldero de campaña, cuyas abolladuras trataba de eliminar con la ayuda de un mazo de madera. Mientras, silbaba la marcha El primo Mathies.

– Mi teniente -me llamó desde el otro lado de la calle-, parece que ayer le hicieron un agujero al infierno y han empezado a salir diablos por todas partes.

Se refería a los guerrilleros. Como yo temía no poder encontrar, en el laberinto de fosos y trincheras, el camino que llevaba al bastión de San Roque, le dije que me acompañara. Se echó el mazo al hombro y, balanceando el caldero, empezó a andar a mi lado.

De un día para otro, la ciudad había cambiado radicalmente de aspecto. A pesar del hermoso tiempo invernal, la plaza del mercado estaba desierta, y por las calles no se veía un aguador, un pescatero, verdulero, arriero o mendigo de los muchos que a aquellas horas se dedicaban ruidosamente a sus menesteres. Los habitantes se escondían en el interior de las casas; sólo de vez en cuando alguna viejecilla de rostro inquieto andaba apurada por la calle, saltando de portal en portal.

Aun así, ruido y movimiento no faltaban. Entre las fortificaciones y la comandancia corrían incesantemente mensajeros a caballo; un cargamento de pólvora nos adelantó con gran rechinar de ruedas, y pasaban mulas cargadas con provisiones y herramientas de zapa. El médico del regimiento de Hessen se había instalado en una hondonada, más allá de la puerta, y allí, recostado en una ambulancia y fumando en pipa, esperaba la llegada de los primeros heridos.

– Las patrullas nocturnas -me informó Thiele mientras caminábamos- ya han tenido una escaramuza. Han enviado a la ciudad, junto con el parte, a tres guerrilleros capturados. Los tres parecía que hubiesen salido directamente del arca de Noé. ¿Por qué será que todos estos guerrilleros tienen cara de mono, de mula o de chivo?

Se quedó pensativo, y al cabo de un momento se dio a sí mismo la explicación de ese singular fenómeno.

– Probablemente -afirmó- sea debido a que les gusta mucho comer maíz y bellotas, cosas que en nuestro país se echan al ganado. Ahora están tranquilos, pero hace una hora los podría haber oído usted berrear de lo lindo. Estaban reunidos alrededor de sus oficiales y cantaban la oración de la mañana, aunque más bien sonaba como un himno al demonio Behemot, que es el patrón de las inmundicias y la comida de los animales.

Escupió al suelo con gesto despreciativo. Entretanto, habíamos alcanzado la luneta rodeada de estacas «Mon coeur». Los granaderos de Hessen estaban dentro de la trinchera, estirados sobre sus alforjas y mochilas. Los dos oficiales de guardia, el capitán conde Schenk zu Castel-Brockendorf y el teniente von Dubitsch, con sus guerreras azul celeste guarnecidas de piel de tigre, conversaban en la boca de la luneta. Les saludé formalmente y ellos me correspondieron con rigidez. Y ello porque entre aquella unidad y la nuestra existía una vieja enemistad, que se remontaba a cierta revista que tuviera lugar en Valladolid, en el curso de la cual el Emperador no se había dignado echar una mirada al regimiento Príncipe Heredero.

Dejamos atrás el reducto y llegamos, pasando por la cortina Estrella, al primer bastión. Allí ordené regresar al cabo Thiele. Encontré a los hombres de Brockendorf enfrascados en la faena, pues aquella parte de la fortificación estaba apenas a medio terminar. Algunos se dedicaban a reforzar los terraplenes con gaviones y fajinas, otros retocaban las troneras, otros construían el tejadillo. Donop, pala en mano, supervisaba la colocación de una mina de demolición, destinada a volar aquella parte de las fortificaciones en caso de que el coronel impartiera orden de ello. Junto a él, en el suelo, estaba su desayuno: pan y una botella de vino, además de un volumen de Polibio sobre el arte de la guerra en la Antigüedad.

– ¡Jochberg! -me llamó, arrimando la pala a la pared-. Puedes volver a tu casa. Günther está hoy de guardia en tu lugar.

– ¿Que Günther está de guardia en mi lugar? -pregunté sorprendido-. Es la primera noticia que tengo de ello.

– El mismo se ha ofrecido -me informó Donop-. Y es a la Monjita a quien le debes el día libre.

Me explicó, entre risas y no sin cierto regodeo, el lamentable transcurso de la visita de Günther a la Monjita, que había tenido lugar el día anterior. Después de la misa de la mañana, con toda puntualidad, Günther se presentó ante la hermosa amiga de nuestro coronel. Se excusó por no haber traído flores. De no haber sido invierno, le dijo, la habría obsequiado con un ramo de rosas, la flor del amor ardiente; de nomeolvides azules, la flor del recuerdo fiel; de espuelas de caballero, que era la flor de san Jorge, y de tulipanes y violetas, que ya no recuerdo lo que significaban.

Luego habló de su amor y de cuan en serio se lo tomaba, y la Monjita mandó traer refrescos y chocolate y le escuchó sonriente, pues las maneras desenvueltas y halagadoras de Günther parecían gustarle. Le preguntó si había estado en Madrid y si era cierto lo que afirmaba su padre, es decir, que en aquella ciudad todas las personas que encontraba uno por la calle eran zapateros ingleses o barberos franceses.

Günther dejó a un lado el tema de Madrid, y empezó a hablar de que el coronel nada deseaba más ardientemente que un hijo y heredero, y que si lo conseguía no dudaría en tomar por esposa a la Monjita.

Al oír esas palabras se iluminaron los ojos de la Monjita. Empezó a preguntar por la difunta esposa del coronel, y si Günther la había conocido. Le pidió que le hablase de ella, pues quería llegar a parecérsele en todo, aunque le quedaba todavía mucho por aprender.

– ¿Qué aprendemos en nuestros libros españoles? -dijo con un suspiro-. Cuándo nació el rey y cuándo lo bautizaron, y con qué princesa se casó y quién organizó el casamiento… y nada más.

Günther volvió al deseo del coronel de tener un hijo. Y, ya que había llegado a una conversación tan íntima con la Monjita, dio un paso más y le manifestó que él mismo podría ayudarle a conseguir semejante dicha, con tal de que ella le dejara hacer a él.

La Monjita lo miró asombrada, pues en un principio no había comprendido lo que Günther quería decir, y él se lo repitió, esta vez sin tapujos.

Entonces la Monjita se puso en pie sin decir palabra, le volvió la espalda y se acercó a la ventana. Günther, creyendo que ella quería pensárselo, aguardó pacientemente unos instantes. Pero luego se levantó y, para activar su causa, le dio un beso en la nuca.

Ella se volvió bruscamente y lo miró con ojos centelleantes de ira. A continuación se fue hacia la puerta, dejándolo donde estaba.

Günther, disgustado y decepcionado, esperó casi una hora a solas en la estancia. Se había sentido seguro de su éxito. Por fin, al cabo de una hora, volvió la Monjita.

– ¿Todavía está usted aquí? -preguntó sorprendida y no menos indignada que hacía un rato.

– La esperaba a usted.

– No quiero verle más, vayase.

– No me iré antes de que me haya usted perdonado -fue la respuesta de Günther.

– Está bien. Le perdono. Pero ahora vayase inmediatamente, pues ha vuelto el coronel.

– Entonces déme un beso en señal de perdón.

– Usted está loco. ¡Vayase de una vez!

– No antes de que… -empezó Günther.

– ¡Por el amor de Dios, vayase! -balbució la Monjita atropelladamente; pero en aquel mismo instante la puerta se abrió y el coronel apareció en el umbral.

Miró asombrado a Günther de pies a cabeza y lanzó otra mirada a la Monjita, que estaba junto a la puerta, pálida y sobrecogida.

– ¿Me esperaba usted, teniente Günther? -preguntó por fin.

– Quería… -masculló Günther-. Venía a anunciar mi incorporación al puesto.

– ¿Es que no ha encontrado a Eglofstein abajo, en el despacho? ¿Cuál es su puesto?

– El bastión de San Roque -se apresuró a contestar Günther.

– Está bien -dijo el coronel-. Tenga cuidado con los guerrilleros.

Günther salió disparado hacia la puerta y se precipitó escaleras abajo. En la calle se encontró con Donop e, hirviendo todavía de rabia como un puchero en el fuego, le dio cuenta de su mal paso.

– Y ese -concluyó Donop su informe- es el motivo de que hoy tú tengas el día libre y Günther esté de guardia en tu lugar. Se lo debes a la Monjita, con la cual espero tener mejor suerte que Günther, cuyas halagadoras maneras esconden a duras penas un natural torpe y grosero.

Günther aún no había llegado, pero Eglofstein ya se hallaba con Brockendorf detrás del parapeto, observando con su catalejo a los guerrilleros, que se agrupaban en gran número por los alrededores del pueblo de Figueras y al otro lado del río Duero. A simple vista se distinguían sus largos capotes grises, y con el catalejo también las insignias rojas de sus gorras.

– Tienen toda clase de artillería -dijo Eglofstein, bajando el catalejo-. Incluso cañones de veinticuatro libras y en Figueras, a la derecha de la iglesia, una batería Ricochet. Pero espero que nos darán tiempo para acabar las obras de fortificación.

– No me digas -gruñó Brockendorf- que te asusta la artillería de la guerrilla. Yo la conozco: los cañones son de madera y los montan encima de arados puestos al revés, en vez de cureñas.

Eglofstein se encogió de hombros y no dijo nada. Pero Brockendorf empezó a maldecir.

– ¡Maldita sea! ¿Es que esta vez el coronel también nos va a tener siglos esperando la orden de ataque? ¡Por un millón de bombas! Hermano, he aguantado con buen ánimo todas las fatigas de la guerra. Pero estas esperas eternas me sacan de quicio.

– El coronel -dijo Eglofstein- sabe muy bien lo que hace. Conozco sus planes estratégicos y…

– ¡Planes estratégicos! -le espetó Brockendorf-. Trazar planes estratégicos no es tan difícil, y yo puedo hacerlo tan bien como tú y el coronel, sin tantos sudores ni quebraderos de cabeza.

– En aquel lado -dijo Donop, que se nos había unido, y señaló con su pala hacia el oeste- está acampado el general d'Hilliers, y, si tiene tiempo de intervenir, bastará con sus tropas de vanguardia para decidir la batalla.

– ¡Anda ya! -dijo Brockendorf, mirando a Donop de pies a cabeza-. Más vale que te dediques a enseñarles a tus reclutas a limpiar fusiles.

– Entonces dinos tus planes, Brockendorf -terció Eglofstein burlón-. ¡No nos tengas tanto tiempo pendientes de un hilo, venga, suéltalo de una vez!

– Ahí va mi plan -empezó Brockendorf, atusándose el bigote y adoptando una expresión feroz-: ¡Granaderos a la derecha! ¡Caballería a la izquierda! ¡Derecha e izquierda, en marcha! ¡Armas al hombro! ¡Apunten! ¡Fuego! Vamos a ver, ¿para qué se les da a los granaderos cada día su paga y sus dos libras de pan?

– ¿Y luego, qué? -preguntó Eglofstein.

– ¿Luego? Les tomo a esos bergantes una caldera de cobre, un molinillo y el lúpulo y la cebada necesarios para hacer cinco barriles de cerveza cuando volvamos a nuestros cuarteles por la noche.

– ¿Nada más?

– ¡Sí, tedeums y aleluyas cada día! ¡Y para ti, Eglofstein, una peluca con trenza! -añadió Brockendorf a sus planes estratégicos.

– Te has olvidado de una cosa, Brockendorf -observó Eglofstein-. Me refiero a la orden: ¡Toque de retreta! ¡Retirada! ¡Sálvese quien pueda! -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-: ¿Es que no sabes que sólo tenemos dos paquetes de cartuchos para cada hombre?

– Lo único que sé -dijo Brockendorf con gesto de fastidio- es que en estos barrizales no me ganaré la Cruz de Honor. Y ya no me queda dinero. Cada vez que lo pienso, maldigo mi suerte.

– Diez disparos por hombre, ni uno más, esas son las reservas que tenemos -dijo Eglofstein en voz baja, mirando a su alrededor por si alguno de sus hombres podía oírlo-. Sabe el diablo cómo se enteraría el marqués de Bolibar de que estábamos esperando un cargamento de sesenta mil cartuchos.

– Todo mi dinero -dijo Brockendorf- lo dejé en la fonda de Tortoni, en Madrid. Hacían unos ríñones estofados de primera, y una especie de pastelillos de huevas de caballa que no tienen igual en el mundo.

– Pero ¿cómo diablos pudo entrar en la casa y salir de ella?

– ¿Quién? -preguntó Donop.

– El marqués de Bolibar -exclamó Eglofstein-. Me confieso incapaz de hallar respuesta a esa pregunta.

Yo le habría podido dar esa respuesta, pero preferí guardarme para mí lo que sabía.

– Yo opino -dijo Donop con decisión- que el marqués sigue escondido en su casa. De otro modo, ¿cómo habría podido hacer la señal con la paja en el momento adecuado? Quien no esté de acuerdo, que me descifre este enigma.

– Salignac ha registrado todos los rincones en su busca -objetó Eglofstein-. No ha dejado tranquilo a ningún bicho viviente. Si el marqués estuviera escondido en la casa, Salignac lo habría encontrado.

– Curiosamente, mis hombres -contó Brockendorf- culpan a Salignac de que el convoy cayera en manos de la guerrilla. No acabo de entenderlo. Dicen que desde que Salignac está con nosotros se ha torcido la suerte del regimiento, y están muy desmoralizados.

– Y los campesinos y toda la gente de La Bisbal -agregó Donop- le tienen a Salignac un miedo cerval. Es divertido ver cómo, cuando lo ven venir, doblan a toda prisa la esquina más cercana y se santiguan. Se portan como si tuviera la viruela o echara mal de ojo.

Las palabras de Donop y Brockendorf provocaron un intenso desasosiego en Eglofstein.

– ¿Es verdad eso? ¿Se santiguan? ¿Lo rehuyen?

– Sí. Y las mujeres, en cuanto lo ven venir, esconden a las criaturas detrás de los portales.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein tras un breve silencio-. ¿Te acuerdas del motín de los lanceros polacos en Witebsk?

– Sí. Pedían buen pan y que no los apalearan más.

– ¡No! No fue así la cosa. Una noche, los lanceros polacos se reunieron, se amotinaron y se pusieron a gritar que su comandante estaba maldito de Dios y su presencia era la causa de la epidemia de peste que asolaba al regimiento. El Emperador hizo fusilar a treinta de ellos como escarmiento. Se echó a suertes, mediante tiras de papel blancas y negras, quiénes serían las víctimas. Bueno, pues aquel comandante era Salignac.

Nos quedamos mudos de asombro. Se acercaba el mediodía. Por sobre los campos soplaba una brisa tibia, y el aire olía a deshielo. Oíamos a nuestro alrededor el repiqueteo de palas y layas, y el leve ruido de la tierra removida.

– Hermanos -dijo Eglofstein enderezándose con brusquedad, como si hubiera tomado una decisión-, hace días que lo llevo dentro, pero hoy me roe más que nunca. ¿Puedo estar seguro de vosotros? ¿Puedo hablar? ¿Me guardaréis el secreto?

Lo prometimos, y clavamos en él miradas curiosas y expectantes.

– Ya me conocéis -empezó Eglofstein-. Sabéis que desprecio cualquier clase de absurda superstición. Me importan un comino Dios y los santos y los intercesores y el resto de seres fabulosos que pueblan esa invención llamada paraíso. ¡Cállate, Donop! ¡No me interrumpas! Yo también he leído La verdadera Cristiandad de Arndt. Y el Gozo terrenal en Dios de Brockes. Esos libros están llenos de palabras bonitas, pero detrás de ellas no hay ninguna realidad.

Donop sacudió la cabeza. Estábamos apiñados, con las cabezas tan juntas que los penachos blancos que coronaban nuestros cascos se rozaban. Eglofstein continuó hablando:

– Me río de esos viejos necios que hablan de conjunciones funestas del cielo, de constelaciones hostiles, de la influencia nociva de Venus, del Sol o del Triángulo. Por no hablar de lo que hacen en este país esas mujerucas que, por medio cuarto, le leen a uno en la mano, con toda solemnidad, la línea de la vida, la línea del corazón y la línea de la felicidad: todo eso no es más que necedad o engaño, por más que a los españoles les pueda parecer cosa sagrada.

– ¡Siga, siga usted! -le apuró Donop.

– Pero de una cosa estoy seguro. Podéis reíros sin queréis, pero yo creo en ello con tanta firmeza como el más piadoso de los cristianos cree en la santidad de la misa. Hay personas que son la avanzadilla de las catástrofes. Allá donde van, traen la desgracia y la ruina. Esas personas existen, Donop, lo sé, aunque tú te rías de mí y me llames iluso.

– No me río. Bien sé que a cada uno le llega la hora en que ha de ir con el rey Saúl a Endor.

– Y por eso me asusté aquella Nochebuena cuando apareció Salignac. No dejé que se notara, pero hubiese preferido que se fuera con su orden al infierno o a cualquier otra parte.

– ¿Y bien, qué pasa con Salignac? -preguntó Brockendorf, reprimiendo un bostezo.

– ¡Brockendorf! Tú también estuviste en la campaña de Prusia. Tuviste que oír hablar de Salignac. Os voy a contar lo que sé de él.

Se sentó encima de un cesto de zapador, apoyó el mentón entre las manos y contó:

– En diciembre del año 1806, el cuerpo de ejército Angereau cruzó el Vístula a la altura de la aldea de Ukrst. La maniobra, sin el hostigamiento del enemigo, se llevó a cabo con éxito prácticamente hasta el final. Justo en el momento en que el último pontón se disponía a dejar la orilla, apareció Salignac, que viajaba al encuentro del Emperador con despachos de Berthier, y se introdujo en la barca con su caballo. La embarcación llegó hasta el centro del río. De repente, una bala perdida alcanzó al timonel. Cundieron la confusión y el pánico, el caballo de Salignac se espantó, la barca volcó y diecisiete granaderos del regimiento del coronel Albert se ahogaron a la vista de todo el cuerpo de ejército. Sólo Salignac, con su caballo, logró alcanzar a nado la otra orilla. Los lanceros polacos de Witebsk sabían muy bien por qué se amotinaron.

– ¿He oído bien? -exclamó Donop-. ¿Cómo es esto, mi capitán? ¿Quiere usted sacar conclusiones de semejante casualidad?

– ¿Casualidad? Puede ser. Pero las casualidades se amontonan. Escuchad un poco más. -Sacó del bolsillo un cuaderno con apuntes y le echó una mirada-. Lo que les voy a relatar ahora se refiere a la destrucción del regimiento de línea número 16, en enero de 1807. El regimiento avanzaba, siguiendo el curso del río Warthe, hacía Bromberg, llevando por delante unidades de caballería enemiga. En la noche del ocho al nueve de enero, las tropas acamparon en un lugar protegido por vegetación boscosa y arbustos. Poco después del amanecer, el regimiento fue atacado por húsares prusianos. Esto había venido aconteciendo casi a diario, y el coronel Fénérol habría podido repeler el ataque sin excesivo esfuerzo de no ser porque, por motivos no esclarecidos, tomó a las fuerzas enemigas, hasta el momento mismo de la refriega, por efectivos del cuerpo de ejército Davout. El coronel Fénérol cayó nada más empezar la lucha. Su magnífico regimiento fue prácticamente triturado. Quizá todo esto les sea conocido. Sin embargo, seguro que ignoran que el día anterior Salignac se había incorporado al regimiento con dos escuadrones de cazadores de la caballería de Murat. Y Salignac fue el único de los oficiales que consiguió abrirse paso luchando hasta Bromberg. Si quieren llamar también casualidad a eso…

– ¡Pero todo eso se puede explicar de la manera más natural del mundo! -exclamó Donop, cuyo asombro iba en aumento.

– Pues escuchad un caso en el que me vi envuelto yo mismo. El once de febrero del mismo año llegué a Pasewalk. Buscando donde guarecerme, pues la noche era helada y había dos palmos de nieve, me encontré en la calle con Salignac, que se hallaba nuevamente en misión de correo y, como yo, no había encontrado todavía alojamiento. Por aquel entonces ya había adquirido en el ejército la fama de estar siempre presente cuando ocurría un desastre y de salir siempre con vida. Recuerdo que hice en broma alguna alusión a ello, pero él se hizo el desentendido. Finalmente encontramos un lugar para dormir en unos establos, y resolvimos pasar la noche juntos. A la una de la madrugada me despertó una detonación, tan fuerte que el suelo tembló bajo nosotros. No lejos de allí, un molino de pólvora había saltado por los aires, y la mitad del barrio con él. De afuera nos llegaba el griterío de los moribundos y los heridos. A mí me había roto un brazo una viga desprendida del techo. Salignac, en cambio, andaba de un lado al otro del recinto, completamente vestido, listo para viajar, totalmente ileso, y lloraba.

– ¿Lloraba? -exclamó Donop.

– Eso me pareció.

– ¿Qué me sucede? -dijo Donop, sumido en sus pensamientos-. Cuando era pequeño, mi madre solía contarme la historia de un hombre que lloraba porque estaba condenado a traer la desgracia a este mundo. ¿Quién era aquel hombre del que me hablaba mi madre?

– Pero lo que más me asustó -prosiguió Eglofstein- fue que Salignac siguiera viaje antes de que pasase una hora. En medio de la confusión de mis sentidos, me pareció como si él hubiese estado esperando aquel desgraciado suceso, y ahora que ya había tenido lugar le fuese permitido seguir cabalgando para llevar el terror y la ruina a otros lugares.

– El hombre que lloraba… -repitió Donop en voz baja, sumergido aún en sus pensamientos-. ¿Quién era aquel hombre del que mi madre me hablaba? En fin, no importa, lo he olvidado.

Pero yo me acordaba muy bien de las extrañas palabras de los campesinos y los mendigos, y del extraño comportamiento del alcalde y el cura en la mesa del coronel. «¡Dios se apiade de su desgracia!», había rogado el cura, mirando con ojos asustados a Salignac. Y de golpe me vinieron también a la mente las palabras que Salignac había murmurado casi para sí mismo la mañana de aquel día de Navidad, su afirmación de que nadie que hubiera hecho un trozo de camino con él había vivido mucho tiempo. Y me recorrió un escalofrío, el miedo no sabía a qué, y la remota intuición de un peregrino y antiquísimo misterio… Pero todo eso sólo lo sentí durante un segundo; después se desvaneció. A mi alrededor brillaban alegres al sol invernal las palas y layas y los fusiles de los granaderos. El campanario de la aldea de Figueras, las moreras con las ramas cubiertas de nieve, que se alzaban sobre las lejanas colinas, todo, aun lo más lejano, se veía claro y nítido a la luz serena de aquel despejado día de invierno. Aún sentí por un instante como un leve hálito de lo que me había angustiado, pero luego desapareció y volví a sentirme libre.

– Pues a mí -dijo Brockendorf- me desaparecieron hace dos días dos botellas de clarete y una de borgoña. Busqué bien por la casa y las encontré ocultas debajo de la cama de mi patrona. En este caso, al menos, Salignac no tiene culpa alguna. Hay que ir siempre al fondo de las cosas. Aparte de esto, ese clarete es la cosa más miserable, floja y aguada del mundo, y si lo bebo es porque no tengo otra cosa.

No lejos de nosotros, en el bastión a medias construido, se oyeron brutales maldiciones y exabruptos. Se trataba de Günther, que había llegado por fin y estaba espoleando a los granaderos para que aceleraran el trabajo.

De inmediato Brockendorf prorrumpió a gritos:

– ¡Günther! -exclamó-. ¡Ven aquí, hombre! ¡Ven a hablarnos de la miel que su boca guardaba para ti!

Günther vino hacia nosotros, hosco y malhumorado. Me echó una mirada maligna porque tenía que sustituirme en el servicio y se buscó un sitio seco para sentarse.

Brockendorf se plantó en jarras delante de él.

– ¿Qué te dijo? No nos lo ocultes. ¿Te dijo que volvieras pronto? ¿Que serías el preferido en su alcoba?

– Me dijo que tú eras el más tonto, el más charlatán y el más borracho -replicó Günther, venenoso, y le dio una patada a un ratón de campo que yacía en la zanja, muerto por la pala de uno de nuestros granaderos.

Vi que el capitán Eglofstein fruncía el ceño, disgustado, pues no soportaba que hubiera discusiones cuando nuestros hombres andaban cerca. Por su parte, Brockendorf, con su sonrisa de oreja a oreja, preguntó, más halagado que ofendido:

– ¿Es verdad? ¿Te habló de mí? ¿De verdad?

– Sí. Dijo que te iba a poner de espantajo en su huerto, para que no le entren las liebres -contestó Günther con sarcasmo y maldad.

– ¡Günther! -terció Eglofstein-. Me gustaría que hablases de Brockendorf con más respeto. Tú aún no sabías sostener un sable cuando él ya estaba en el regimiento.

– No he venido aquí para recibir lecciones -dijo Günther cortante.

– Pues la verdad es que no te irían mal unas lecciones de urbanidad -afirmo Eglofstein-. Siempre estás rezongando, siempre estás pinchando…

Günther se levantó de un salto.

– Mi capitán -exclamó acalorado y en tono tajante-. El coronel me trata de usted. Bien puedo exigir de usted la misma cortesía.

Eglofstein lo miró con los ojos muy abiertos.

– Günther -dijo con toda tranquilidad-, vuelve a sentarte. Tu impertinencia es tan grande que me desarma.

– ¡Basta, no aguanto más! -gritó Günther, ronco por la ira-. Usted va a retirar sus injurias o…

– ¿O qué? Continúe.

– O -exclamó Günther tomando aliento- tomaré mi satisfacción de una manera que le hará a usted indigno de seguir llevando un uniforme de oficial.

Donop y yo quisimos mediar, pero ya era tarde.

– Está bien -dijo Eglofstein con calma-. Usted lo ha querido. -Se dio la vuelta y, en tono sosegado, ordenó a su asistente, que estaba cerca de nosotros remendando un saco de arena vacío-: ¡Martin! Para mañana a las seis un par de pistolas y un café caliente.

Nos estremecimos, pues sabíamos que Eglofstein hablaba en serio. Su pulso era tan seguro empuñando la pistola como manejando un sable. En el curso del último año había matado en duelo a dos adversarios y le había partido el brazo de un tiro a un tercero.

Günther palideció, pues aunque en la batalla demostraba pasablemente su hombría, enfrente de una pistola dirigida hacia él se convertía en un cobarde. Se dio cuenta de que su ira y su mal humor lo habían conducido a una situación delicada y se las arregló para salir del paso.

– Puede usted tener la seguridad -le dijo a Eglofstein en tono helado- de que acudiré a la cita con mucho gusto, donde y cuando a usted le plazca.

– Entonces sólo resta fijar las condiciones -repuso Eglofstein.

– Desgraciadamente -prosiguió Günther-, Soult ha prohibido los duelos en presencia del enemigo. No puedo hacer otra cosa que reservar el arreglo de este asunto para un momento más oportuno.

Callamos, pues Günther tenía razón. En efecto, el mariscal Soult había hecho llegar hacía algún tiempo dicha orden a todos los oficiales de su cuerpo de ejército. Eglofstein se mordió los labios y se dio la vuelta para marcharse. Pero Brockendorf no estaba conforme con aquel desenlace.

– ¡Günther! -dijo-. A mí todo este asunto no me incumbe, y Eglofstein no me ha nombrado su padrino. Pero a mi parecer los guerrilleros están en calma, no disparan y no se mueven, no actúan como enemigos, y por eso entiendo que…

– Los guerrilleros -dijo Günther- sólo esperan la próxima señal del marqués de Bolibar para atacar las fortificaciones. El domingo dio la primera, y si, como supongo, la próxima llega hoy o mañana, yo seré el primero en dar aquí la cara.

No pude menos que admirar la desvergüenza de Günther. Ambos sabíamos que el marqués de Bolibar estaba muerto, ambos sabíamos quién había dado la señal de la paja mojada. Pero me aguantó la mirada con toda tranquilidad, pues sabía muy bien que yo guardaría silencio.

Eglofstein se encogió de hombros y le lanzó una breve mirada llena de desprecio.

– En ese caso -propuso Brockendorf-, mi consejo es que ante todo nos volvamos a casa y nos sentemos a la mesa. ¿A qué esperamos? En el mesón de La Sangre de Cristo dan hoy tortilla con tocino frito y para empezar un caldo de repollo. Vamos.

Cogió a Eglofstein del brazo y nos fuimos todos, dejando el bastión a las órdenes de Günther.

Cuando llegamos a la luneta Mon Coeur, situada algo más arriba, Eglofstein se detuvo de pronto, me cogió por el hombro y señaló el lugar que acabábamos de dejar.

– ¡Miradlo, al muy fanfarrón, bravucón y cobarde! -exclamó, dejando desbordar su ira largo rato contenida-. Hace un momento se moría de miedo y ahora quiere demostrarnos las agallas que tiene.

Vimos a Günther yendo de un lado a otro, con aire fanfarrón, por encima del parapeto, como si quisiera ofrecer un blanco a las balas de los guerrilleros. Pero sabía tan bien como nosotros que las balas de los mosquetes españoles no llegaban tan lejos, y que los guerrilleros no utilizarían la artillería antes de recibir la señal del marqués.

– ¡Ojalá -exclamó Eglofstein agitando indignado el puño-, ojalá al marqués de Bolibar se le ocurriera dar la señal justo en este momento!

Eglofstein, divirtiéndose con esa idea, se rió solo.

– ¡Diablos! ¡Eso sí que sería divertido! Ver a Günther bajando de un salto del parapeto a la zanja, más ligero que una rana tirándose a la charca.

Seguimos andando.

– A propósito, ¿dónde está el órgano del marqués? -preguntó Donop incidentalmente.

– En el convento de San Daniel -respondió Brockendorf-. En la misma sala en la que hemos instalado un taller para fabricar pólvora y llenar bombas. Esta noche estoy yo de guardia en el taller. Si quieres, puedes pasarte por allí y probar si tiene buenas octavas.

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