Encontramos a la Monjita en las escaleras; estaba apoyada en el pasamanos, sin moverse, y mirando al vacío. Cuando nos acercamos se sobresaltó. Tenía los ojos bañados en lágrimas.
Por su rostro atormentado adivinamos enseguida que se había cruzado con el coronel en el momento en que éste salía de la casa. Quizá fueran unas palabras llenas de sarcasmo lo que la había sumido en semejante desconsuelo, o una mirada hostil, o un gesto despreciativo con el que él la hubiera apartado de su camino, o quizá simplemente la expresión de su rostro. Estaba desconcertada y desolada, y no era capaz de explicarse el cambio que había sufrido su amante.
Donop se le acercó y le explicó que tenía que salir de la casa y que tenía orden de llevarla a un lugar donde estaría más segura, pues se temía con fundamento un nuevo bombardeo de la ciudad a la noche siguiente.
La Monjita no oyó ni una sola palabra de todo lo que le decía.
– ¿Qué ha pasado? -exclamó-. Estaba furioso, nunca lo había visto así. ¿A dónde se ha ido y cuándo volverá?
Donop trató de persuadirla de que confiara en él y viniera con nosotros, pues quedarse en aquella casa sería absurdo y peligroso.
La Monjita se lo quedó mirando sin entenderlo.
Su desconsuelo se transformó de repente en ira.
– Seguro que le ha contado usted al coronel que ha visto al hijo del sastre en casa de mi padre. Ha sido usted o alguno de sus amigos. Se ha portado usted mal, caballero, pues ahora el coronel piensa de mí lo peor.
La miramos asombrados, pues no sabíamos nada de aquel hijo del sastre. Pero ella siguió:
– Es verdad que tuve un novio, y el coronel lo sabía, pero me deshice de él ya hace más de medio año. Si me lo encontré ayer en el taller de mi padre, no fue por culpa mía. El se había ofrecido para posar como José de Arimatea por un real y medio, pero en realidad lo hizo solamente para verme. Esta mañana, cuando he salido a la ventana, lo he visto en la calle, delante de casa, y me ha hecho señas, pero yo no le he prestado atención. Eso es todo, ¿qué hay de malo en ello? Llévenme junto al coronel, y yo le convenceré de que no he hecho nada malo.
– El coronel está en las avanzadas -dijo Donop sonrojándose-. Y estará fuera toda la noche y quizá también el día de mañana.
– ¡Llévenme junto a él! -suplicó la Monjita -. Díganme cómo puedo llegar a donde está y Dios se lo pagará con mil bendiciones.
Donop me lanzó una mirada; ambos nos avergonzábamos, el uno ante el otro, de la inicua tarea que nos había caído en suerte, y que nos obligaba a mentir y a reafirmar a la Monjita en su error. Pero teníamos que actuar así, no podíamos hacer otra cosa, no teníamos elección. No podíamos permitir que el coronel volviese a ver a la Monjita.
– Está bien -dijo Donop-. Se hará como usted desea. Pero tenga en cuenta que el camino es largo y nos conducirá a la proximidad del enemigo.
– ¡Iré a donde usted quiera! -exclamó la Monjita ilusionada-. Hasta el fondo del río, si hace falta.
Pero de repente pareció despertarse en ella la desconfianza; debió de recordar en aquel instante cómo la habíamos apremiado el día antes para que pasase la noche con nosotros. Nos echó una mirada larga y escrutadora, primero a mí y luego a Donop, temiendo tal vez que aún no hubiéramos desistido de nuestras intenciones.
– Espérenme aquí -dijo entonces-. Voy arriba a coger de entre mis cosas lo que necesito para la noche. Estaré aquí enseguida.
Al cabo de un rato regresó con un atadillo en las manos. Yo se lo cogí para llevárselo. Me lo entregó tras una cierta vacilación.
Era liviano, casi no sentía su peso. Lo sostenía entre mis manos sin saber que llevaba dentro el desastre, la fatalidad inevitable, la ruina del regimiento, la última señal.
Acordé con Donop que sería yo el encargado de llevar a la Monjita a través de nuestras líneas hasta la vanguardia del enemigo. En todas las bandas de la guerrilla había oficiales ingleses del estado mayor de Wellington y Rowland Hill que servían a los caudillos como consejeros en todas las cuestiones de estrategia. Bajo la enseña de parlamentario, exigiría hablar con alguno de ellos, y confiaría a su custodia a la Monjita, como persona de alta condición para la cual el comandante de la ciudad asediada suplicaba la protección del enemigo.
Tomé la decisión de subir remando en un bote río arriba, pues, según lo que había visto aquella mañana durante mi servicio de escolta, aquel camino me parecía el más seguro. Además, si se daba el caso de que los guerrilleros se negaran a respetar la bandera de parlamentario, me quedaba al menos la esperanza de ponerme fuera del alcance del fuego enemigo aprovechando la fuerza de la corriente y el amparo de los arbustos de la orilla.
Subimos al bote cerca de la muralla, en aquella parte de la orilla donde en otros tiempos solía haber tantas lavanderas. Tomé los remos y la Monjita, con su atadillo, se sentó a mi espalda sobre el fondo del bote.
Oí disparos por la zona de la plaza del mercado. Era mala señal. Se había entablado la lucha contra los revoltosos, y debía de estar resultando difícil controlarlos, pues de otro modo el coronel no habría dado la orden de disparar. Empezaba a oscurecer y Donop se despidió de mí con un apretón de manos. En su rostro se leían la duda y la preocupación, así como el temor de que no volveríamos a vernos, pues mi empresa estaba llena de peligros, y su desenlace era muy incierto.
Un viento húmedo me golpeó la cara mientras hundía despacio y silenciosamente los remos y a mi alrededor se alzaba en el aire el olor del agua. El río arrastraba grandes pedazos de hielo que chocaban contra el casco del bote, y también arbustos desarraigados y manojos de juncos. A veces tenía que bajar la cabeza para evitar chocar contra los sauces de la orilla, que extendían sus ramas desnudas mucho más allá de la ribera. A lo lejos el curso del río se confundía con los oscuros contornos de los arbustos en una gran sombra nocturna.
Al llegar al primer recodo del río, nuestro centinela me dio el alto. Arrimé el bote a la orilla y lo detuve. Apareció el teniente primero von Froben, que me reconoció y me preguntó lleno de asombro por el fin y el rumbo de mi viaje. Le dije lo que me pareció conveniente.
Supe por él que nuestras líneas estaban escasamente protegidas, ya que la mayor parte de la tropa se había dirigido a la ciudad, pues la revuelta había adquirido un carácter peligroso y el coronel se hallaba cercado por la masa de revoltosos en el centro de la ciudad.
– Ojalá los guerrilleros nos dejen en paz esta noche -añadió von Froben en tono preocupado, mirando a través de la oscuridad hacia el valle, donde estaban acampados los hombres del Tonel.
La Monjita no entendió nada de aquel diálogo; sólo a la mención del coronel levantó los ojos y me miró inquisitiva.
Seguí remando.
– ¿Llegaremos pronto? -preguntó.
– Sí -fue mi respuesta.
Se intranquilizaba por momentos.
– Allá enfrente veo las hogueras de los serranos -dijo. (Los españoles de las ciudades llaman serranos a los guerrilleros.) -¿A dónde me lleva?
Creí llegado el momento de decirle la verdad.
– La he traído hasta aquí, Monjita, para ponerla bajo la protección de un oficial enemigo.
Profirió un leve grito de sorpresa y sobresalto.
– ¿Y el coronel?
– No volverá usted a verlo.
Se puso en pie y el bote empezó a tambalearse fuertemente.
– ¡Usted me ha engañado! -exclamó asustada, y sentí en la cara el roce de su aliento.
– Tenía que hacerlo. Habrá de resignarse usted. La tengo por una persona sensata.
– ¡Lléveme de vuelta o pediré socorro!
– Puede pedir socorro si quiere, pero no le servirá de nada. Los centinelas ya no la dejarán entrar en la ciudad.
Con actitud desesperada, empezó a suplicar, a amenazar y a quejarse, pero yo me mantuve firme. Se me había metido en la cabeza la idea de que llevándome a la Monjita estaba alejando de la ciudad en mi bote la desgracia del regimiento. Por ella habíamos dado la primera y la segunda señal del regimiento. Suya era la culpa de que hubiéramos reñido con Günther, el cual se hallaba ahora muerto o moribundo en la habitación de Eglofstein. Y si el coronel la volvía a ver, descubriría nuestro secreto, para su ruina y la de todos nosotros.
Dejó de suplicar y quejarse, viendo que era en vano. La oí rezar en voz baja. Rogaba a Dios con palabras apasionadas, y los sollozos se entremezclaban en su oración.
Luego enmudeció y no volví a oír palabra alguna, sólo un leve suspiro y un largo gemido sin fin.
Entretanto habíamos alcanzado el segundo recodo del río. En ambas orillas ardían altos montones de ramas secas, que hacían brillar en encendidos colores toda la superficie del río. A lo largo de las orillas se deslizaban sombras. Luego una voz me llamó, se oyó un disparo y una bala fue a caer al agua muy cerca de mi bote.
Solté los remos, encendí apresuradamente el farol que se hallaba a mis pies sobre el fondo del bote y lo agité con la mano izquierda, mientras con la derecha hacía ondear mi pañuelo blanco. La corriente llevó el bote hasta la orilla. De todos lados acudían los guerrilleros con linternas, faroles, teas y hachones. Había ya más de cien esperándome en la orilla, y entre ellos distinguí, para mi satisfacción, el capote escarlata y el penacho blanco de un oficial inglés de los fusileros de Northumberland.
Salté a la orilla con el pañuelo blanco en la mano, me dirigí, sin hacer caso a los demás, a aquel oficial, y le expliqué, mientras una docena de arcabuces me apuntaban a la cabeza, el motivo de mi presencia allí.
Me escuchó en silencio y luego se fue hacia donde estaba la Monjita, sin duda para ayudarla a descender del bote. Quise ir tras él, pero en el mismo instante sentí que me cogían por el hombro. Di media vuelta y me encontré cara a cara con el Tonel.
Lo reconocí enseguida. Estaba apoyado en su bastón y tenía las gruesas piernas envueltas en paños. En la faja roja llevaba metidos navajas, cartuchos, pistolas, unas cabezas de ajo y un trozo de pan. Y colgada al cuello tenía una ristra de pequeños trozos de galleta ensartados en un cordel, como si fuera un rosario.
– Ante todo es usted mi prisionero -rezongó-. Lo demás ya lo arreglaremos.
– He venido como parlamentario -protesté.
El Tonel rió divertido para sí mismo.
– Patrañas -afirmó-. A mí no me venga usted con cuentos. Haga el favor de entregar su sable.
Vacilé, calculando la distancia que mediaba entre mi bote y yo. Pero antes de que tomara una decisión, el oficial inglés se dirigió a mí y me dijo lentamente:
– Su comandante me envía extraños presentes. Esta joven está muerta.
– ¿Muerta? -grité, y de un salto me acerqué al bote; pero el Tonel se me anticipó, se inclinó sobre la Monjita y le iluminó la cara.
– Es cierto. Está muerta -graznó-. ¿Qué quiere que hagamos con ella? ¿La ha traído aquí para que recemos por ella un miserere, un oficio de difuntos, un de profundis, un requiescat, un santo rosario?
Yo guardé silencio, pero él lanzó de repente una salvaje exclamación de asombro, que sonó como el furioso bufido de un gato.
Se puso en pie y me miró un buen rato con ojos escudriñadores. Luego, con un tono de voz por completo diferente, dijo:
– Ah, ¿era esto? ¿Una nueva vaina para mi cuchillo viejo? Pues bien, ponga atención.
Se sacó una pistola de la faja. Creyendo que la apuntaría contra mí, eché mano al sable. Pero lo que hizo fue disparar dos veces seguidas al aire mientras lanzaba un estridente silbido.
Yo conocía aquella señal de los guerrilleros. Era el toque de rebato.
La rechoncha figura del Tonel seguía ocultándome el bote y la Monjita. Pero de pronto vi algo en su mano derecha. En su mano derecha vi el cuchillo, el puñal del marqués de Bolibar, la Virgen con Cristo muerto sobre las rodillas: la tercera señal.
El suelo se tambaleó bajo mis pies. Los hombres, las antorchas, los árboles que había a mi alrededor empezaron a girar lentamente y a balancearse en torno a mí. Y lo único que percibían mis ojos era el cuchillo y una gota de sangre que pendía de su filo, una gota de la sangre de la Monjita; mis ojos la siguieron mientras se deslizaba lenta, inevitable e inexorablemente por la hoja, como un mandato horrible que ha de cumplirse. Y de repente tuve a la Monjita ante mis ojos tal como la había visto por primera vez; «ven aquí, ojos de fuego», sentí resonar en mi cabeza… Allá estaba, junto al sillón, al resplandor de la chimenea… Y un dolor sin límites, y la angustia y la desesperación por su muerte me abatieron. Pero en mi interior oí alzarse una voz, no la mía, sino la de un extraño, sonora, indignada y vehemente: «¡La tercera señal! ¡Y la has dado tú!»
– Comunique usted a quien lo ha enviado… -oí desde lejos, y surgiendo de mis tinieblas vi que me hallaba solo en la orilla, junto al Tonel y al capitán inglés-. Comunique usted a quien lo ha enviado -dijo el Tonel- que dentro de un cuarto de hora… Pero ¡por los clavos de Cristo! ¿Sois vos o no sois vos?, Esta vez, en verdad, no me fío de mis ojos.
Retrocedió un paso, levantó su farol a la altura de mi cara y empezó a reír.
– Tengo la sensación de haber visto no hace mucho a este caballero, pero aquella vez el caballero llevaba zapatos de cordobán y medias de seda. ¿Qué le parece a usted, capitán?
El oficial inglés sonrió.
– Me alegro de haberos reconocido esta vez pese a vuestro disfraz, señor marqués. Como ya tuve una vez el honor de aseguraros: vuestro rostro no es de los que se olvidan con facilidad.
– El señor marqués ha cumplido bien su misión -gruñó satisfecho el Tonel-. Si en la ciudad ha estallado la revuelta, ya podemos darla por nuestra. Atacaremos dentro de una hora.
Y al escuchar aquellas palabras, a mí, al teniente Jochberg de los granaderos de Hessen, me pasó algo extraño: tuve la impresión de que yo era realmente aquel español, el marqués de Bolibar, y durante unos instantes sentí su orgullo y saboreé su triunfo por haber dado la tercera señal y haber completado así la obra.
Luego, aquella locura de un segundo desapareció, volví en mí, fui de nuevo yo. Angustiado y desesperado, me sentía traspasado por el terror: tenía que regresar inmediatamente, tenía que avisar, dar la alarma…
Salté al bote.
– ¿A dónde vais? -exclamó a mis espaldas el capitán inglés-. ¡Quedaos aquí, vuestra misión ha terminado…!
– ¡Todavía no! -grité, mientras mi bote empezaba a deslizarse río abajo impulsado por la corriente.