El paseo matutino

Hacia las ocho de la mañana divisamos por fin las dos torres blancas de la iglesia de la villa de La Bisbal. Estábamos calados hasta los huesos, yo y mis quince dragones y el capitán Eglofstein, el adjunto al regimiento, que había venido con nosotros para encargarse de los asuntos a tratar con el alcalde.

El día anterior, nuestro regimiento había tenido un violento enfrentamiento con la guerrilla y su caudillo Saracho, a quien nuestros hombres, no sé por qué motivo, llamaban «el Tonel»; quizá fuera debido a su figura rechoncha. Hacia el atardecer habíamos logrado dispersar a los rebeldes; los habíamos perseguido hasta el interior de sus bosques y habíamos estado a punto de prender al propio Tonel, el cual, a causa de su gota, caminaba con lentitud.

A continuación habíamos hecho el vivac en campo abierto, para disgusto de nuestros dragones, que maldecían por no hallar, después de un día semejante, siquiera un puñado de paja seca para dormir. Bromeando, les prometí a cada uno de ellos un lecho de plumas con cortinajes de seda tan pronto como llegáramos a La Bisbal, y se dieron por satisfechos.

Yo mismo pasé una parte de la noche con Eglofstein y Donop en los aposentos del coronel. Para alegrarle el ánimo, bebimos ponche caliente y jugamos al faraón. Pero no conseguimos hacer que dejara de hablar de su difunta esposa. Al final tuvimos que abandonar las cartas para escucharlo, y nuestro trabajo nos costó no ponernos en evidencia, pues no había oficial en todo el regimiento de Nassau que no hubiera tenido por amante durante algún tiempo a la hermosa Françoise-Marie.

A las cinco de la mañana me puse en marcha con Eglofstein y mis dragones. «Prenez garde des guerrillas!», exclamó a mis espaldas el coronel, mientras me alejaba a caballo. Aquel servicio era de los llamados de fatigue, pero qué remedio me quedaba, siendo como era el más joven de los oficiales del regimiento.

El camino estaba libre y los insurgentes no nos hostigaron. En la calzada yacían unas cuantas mulas reventadas. Pero antes de la aldea de Figueras encontramos a dos españoles muertos, que se habían arrastrado agonizantes hasta allí; uno de ellos era un guerrillero de la banda de Saracho, y el otro llevaba el uniforme del regimiento de Numancia; sin duda habían confiado en alcanzar la aldea al amparo de la oscuridad, pero la muerte les había cerrado el paso.

Encontramos Figueras totalmente abandonada por sus habitantes; los campesinos se habían refugiado en las montañas con sus rebaños. Sólo en el mesón, al otro extremo de la aldea, había tres o cuatro españoles, de los llamados «dispersos», soldados errantes del Tonel, que se dieron de inmediato a la fuga cuando nos acercamos. Llegados al lindero del bosque, aullaron hacia nosotros, como posesos, su «¡Muerte a los franceses!», pero ninguno de ellos abrió fuego. Uno de mis dragones, el cabo Thiele, les gritó: «Por los siglos de los siglos, amén, ¡so mastuerzos!», creyendo, Dios sabrá por qué, que «muerte a los franceses» significaba «Loado sea nuestro señor Jesucristo».

Al llegar a las puertas de La Bisbal, encontramos al alcalde, que nos aguardaba allí en compañía del consistorio en pleno y algunos otros ciudadanos. En cuanto desmontamos, se aproximó a nosotros y nos dio la bienvenida con las palabras usuales en tales circunstancias. La ciudad, nos dijo, se hallaba predispuesta en favor de los franceses, pues los guerrilleros del caudillo Saracho habían causado muchos daños a los ciudadanos, extorsionándolos y robando su ganado a los campesinos. La única excepción eran unos pocos elementos hostiles que se habían aposentado en la ciudad. Y nos rogó que tratáramos a la ciudad con miramiento, pues él y sus convecinos estaban ansiosos de hacer todo lo que estuviese en sus manos para ayudar a los valientes soldados del gran Napoleón.

Eglofstein replicó con pocas palabras que él no podía prometer nada, pues el trato que había de recibir la ciudad dependía única y exclusivamente de las disposiciones del coronel. A continuación se dirigió a la casa consistorial, en compañía del alcalde y el secretario, para extender los pases de pernocta. Los ciudadanos, que habían asistido a la entrevista mudos y atemorizados y con los sombreros en las manos, se desperdigaron, apresurándose a regresar a sus casas y junto a sus mujeres.

Yo, por mi parte, dispuse a varios de mis hombres en la puerta de la ciudad y luego entré en una posada situada extramuros, al borde de la carretera, para esperar la llegada del regimiento ante una taza de chocolate caliente que el posadero se ofreció de inmediato a servirme.

Tras el desayuno salí al huerto, pues el aire de la angosta sala de la posada, que apestaba a pescado frito, me producía malestar. El huerto, en el que el posadero, sin el menor sentido del orden, había plantado cebollas, ajos, calabazas y habas, no era grande ni estaba bien cuidado, pero el olor de la tierra mojada por la lluvia me hizo bien. El huerto lindaba con un gran jardín en el que se alzaban higueras, olmos y nogales; un estrecho sendero, orillado de tejos, conducía, por entre parterres de césped, a un estanque, y al fondo se alzaba una casa de campo blanca, cuyos techos de pizarra mojados por la lluvia ya me habían llamado la atención desde la carretera.

Tras mis pasos salió al jardín, desde la posada, el cabo a mi servicio, que se me acercó irritado hasta la exasperación y echando pestes:

– ¡Mi teniente! -exclamó-. Por la mañana, sopa de harina barata, al mediodía sopa y por la noche pan con ajos. Ese es nuestro rancho desde hace semanas. Cuando alguno de nosotros, por la carretera, requisaba unos cuantos huevos a un campesino, le caía un consejo de guerra. Pero usted nos prometió que en La Bisbal tendríamos la mesa preparada, el mejor vino puesto a enfriar en el pozo y en cada escudilla un suculento pedazo de tocino. Y sin embargo…

– ¿Qué? ¿Qué os ha puesto el posadero?

– ¡Arenques de los peores, a cuatro cuartos la docena, y además podridos! -gritó el cabo, enseñándome en la palma de la mano una pescadilla de las que los campesinos españoles suelen conservar en tinajas llenas de vinagre.

– ¡Pero Thiele! -le dije bromeando-. Está escrito en la Biblia: «Todo lo que vive y se mueve os servirá de alimento». Entonces, ¿por qué no ese pescado?

El cabo quiso replicarme enojado, pero en aquel momento no se le ocurrió ninguna respuesta apropiada a mi cita bíblica. Y un instante después se llevó el dedo a los labios, aún abiertos, y me cogió de la muñeca. Había visto algo que hizo desaparecer inmediatamente su irritación.

– ¡Mi teniente! -dijo en voz baja-. Ahí hay uno escondido.

De inmediato me tiré al suelo y me acerqué a gatas y sin hacer ruido a la verja del jardín.

– Un guerrillero -susurró a mi lado el cabo-. Allí, entre los matorrales.

Ciertamente, en ese momento vi, apenas a diez pasos de distancia, a un individuo agazapado entre las matas de laurel. No llevaba sable ni trabuco, y si iba armado, debía de llevar el arma oculta entre sus ropas.

– Ahí hay otro. Y ahí también. ¡Y ahí, y ahí! Mi teniente, son más de una docena. ¿Qué se traerán entre manos?

Tras los troncos de los olmos y los nogales, entre los tejos, entre los arbustos y sobre el césped, por todas partes vi hombres tumbados o agachados. Ninguno de ellos parecía haber notado aún nuestra presencia.

– Corro a la casa a dar la voz de alarma a los demás. Esto debe de ser una guarida o quizás el cuartel general de los guerrilleros. Seguro que el Tonel no anda muy lejos -susurró el cabo.

Y en ese instante salió por la puerta de la casa de campo un hombre alto y anciano, cubierto con un abrigo oscuro con vueltas de terciopelo, que, caminando lentamente, con la cabeza gacha, bajó los peldaños de la escalera.

– Apostaría que van a por él -dije en voz baja, sacando mi pistola.

– ¡Esos bandidos van a asesinarlo! -masculló el cabo.

– ¡Cuando salte la verja, te vienes detrás de mí y caemos los dos en medio de ellos! -ordené, pero inmediatamente uno de los hombres salió de detrás de un montón de grava y se lanzó a toda prisa hacia la espalda del anciano.

Levanté la pistola y apunté, pero un instante después la dejé caer, pues íbamos a ser testigos de uno de los espectáculos más singulares que he visto en mi vida. Mi madre tiene un hermano que es médico en un manicomio de Kissingen; y de niño yo iba de vez en cuando a visitarlo. Y, a fuer de sincero, en aquel momento me sentí trasladado al jardín de aquel manicomio. Pues el hombre se quedó parado tras el anciano, a un paso de distancia, se quitó el sombrero y exclamó a voz en grito:

– ¡Señor marqués de Bolibar! ¡Os deseo muy buenos días, excelencia!

Y en el mismo instante salió de detrás de una estatua de piedra arenisca un individuo alto y calvo vestido de arriero que también se dirigió, con torpes pasos de baile, hacia el anciano, e, inclinándose, graznó:

– Mis respetos, señor marqués. Viva vuestra excelencia mil años.

Pero lo más extravagante de todo era que el anciano seguía su camino, conduciéndose como si no hubiese visto ni oído a ninguno de los dos. Entretanto, se había acercado a donde yo estaba y pude ver su rostro, que me pareció sobremanera rígido e inalterable. Su cabello era totalmente blanco, y la frente y las mejillas, pálidas. Tenía los ojos fijos en el suelo; nunca olvidaré sus rasgos intrépidos y terribles.

A medida que seguía caminando, los hombres, uno tras otro, iban saliendo de sus escondrijos; como en una farsa de marionetas, se asomaban por todas partes, de entre los arbustos, de detrás de los árboles, de debajo de los bancos del jardín, se descolgaban de los árboles, se cruzaban en su camino y le gritaban:

– ¡Vuestro humilde servidor, señor marqués de Bolibar!

– Muy buenos días, señor marqués, ¿cómo está la salud de vuecencia?

– Ilustrísimo señor, mis respetos y homenajes.

Pero el marqués continuaba en silencio su marcha, sin hacer nada para alejar a los incómodos lacayos que le saludaban, arremolinándose a su alrededor como las moscas en torno a una escudilla de miel; su rostro permanecía inalterable, como si todo aquel griterío y todos aquellos saludos no fueran dirigidos a él, sino a otra persona a quien no veía.

El cabo y yo nos quedamos pasmados, observando con la boca abierta aquella extraña comedia. Mientras tanto, de una glorieta salió precipitadamente un hombre bajo y desgreñado, que con breves pasos de maestro de baile se apresuró también hacia el anciano, se quedó parado, escarbó vehementemente con los pies, como una gallina en un montón de estiércol, y exclamó en mal francés:

– ¡Oh, he aquí a mi amigo Bolibar! ¡Me alegro de veros!

Pero tampoco a éste, que se conducía como si fuese su mejor amigo, se dignó mirarlo el marqués. Ensimismado y como sumido en profundos pensamientos, el anciano se encaminó hacia su casa de campo, ascendió por la escalera y desapareció en la oscuridad de la puerta, en silencio, como había salido.

Nos levantamos del suelo y observamos a los lacayos, que cogidos del brazo, fumando y charlando en pequeños grupos, entraron en la casa en pos de su amo.

– ¡Vaya! -le dije al cabo-, ¿qué demonios significará todo eso?

Se quedó pensativo un instante.

– Estos aristócratas españoles -dijo por fin- son todos gente solemne y taciturna. Es su manera de ser.

– Ese marqués de Bolibar debe de estar loco de remate, y su gente lo trata como a tal, divirtiéndose a su costa. Ven, vamos otra vez a la posada. El posadero nos sabrá explicar por qué el jardinero, el cochero, los mozos de establo y los lacayos se han dedicado a saludar solemnemente al marqués de Bolibar, sin que él lo agradezca en lo más mínimo.

– Será que estaban celebrando su onomástica -dijo el cabo-. Pero bueno, mi teniente, si queréis entrar en la posada, hacedlo solo; yo me quedo fuera, no quiero volver a ese nido de ratas. El mantel que tienen parece la bandera de nuestro regimiento después del ataque a Talavera, y hay tanto estiércol en el suelo, que se podría abonar con él todos los campos de España desde Pamplona hasta Málaga.

El cabo se quedó en la puerta y yo me dirigí al propietario de la posada, a quien encontré ocupado en freír en aceite pedacitos de pan. La posadera estaba en el suelo, soplando el fuego con la ayuda de un viejo cañón de trabuco que utilizaba a falta de fuelle.

– ¿De quién es esa quinta de ahí afuera? -pregunté.

– Es de un hombre ilustre-respondió el posadero sin abandonar su tarea-. El hombre más rico de toda la provincia.

– Ya me imagino que la casa no fue construida para gansos y cabras -dije-. ¿Cómo se llama el propietario?

El posadero me miró lleno de recelo.

– Su excelencia el muy noble señor marqués de Bolibar -dijo por fin.

– Marqués de Bolibar -repetí-. Un señor muy soberbio, ¿verdad? Y muy orgulloso de su alcurnia.

– ¿Pero qué decís? Es un caballero muy campecha no y benévolo, a pesar de su ilustre abolengo. Un cristiano piadoso de verdad, y nada orgulloso; por la calle responde tan amablemente al saludo de un aguador como al del reverendo señor cura.

– Entonces -dije yo- no debe de estar muy bien de la cabeza. Según he oído decir, los pilludos le corren detrás, mofándose de él y llamándole por su nombre para burlarse.

– ¡Caballero! -dijo el posadero con una expresión de asombro y susto en la cara-. ¿Quién ha podido contaros semejante mentira? No hay en toda la provincia hombre más sensato que él, permitidme que os lo diga. Los campesinos de todos los pueblos de los alrededores peregrinan a él cuando se encuentran en apuros a causa del ganado o las mujeres o esos impuestos tan fuertes.

Las palabras del posadero no casaban bien con la escena de la que yo había sido testigo en el jardín. Y me volvió a los ojos la imagen de aquel hombre que caminaba mudo y con el semblante inalterable por entre un tropel de lacayos ruidosos y charlatanes, sin ser capaz de ponerlos en fuga. Estaba pensando si debía explicarle al posadero lo que había visto en el jardín, cuando de pronto me llegó a los oídos el son estridente de las trompetas y el chacoloteo de los cascos de los caballos. Oí luego la voz del coronel y me apresuré a salir al camino.

Mi regimiento estaba allí. Los granaderos, sucios y cubiertos por el sudor de varias horas de marcha, habían roto las filas y estaban sentados a uno y otro lado del camino. Los oficiales desmontaron y llamaron a sus asistentes. Me dirigí al coronel y le di el parte.

El coronel prestó escasa atención a mis palabras. Estaba contemplando el lugar, pensando cómo podría mejorar la fortificación, construyendo en su mente terraplenes, bastiones, polvorines y baluartes para la defensa de la ciudad.

El capitán Brockendorf se hallaba con otros oficiales junto a la carreta de bueyes que transportaba los petates de la oficialidad. Me puse a su lado y le narré el extraño paseo matutino del marqués de Bolibar. Me escuchó sacudiendo la cabeza y con cara de incredulidad. Pero el teniente Günther, que estaba junto a él, sentado en una tina vacía, dijo:

– Entre esos aristócratas españoles se encuentran a veces tipos de lo más extravagante. No se hartan de oír sus sonoros nombres, tan largos que sería menester tres santos rosarios para recitarlos enteros. Les hace ilusión pasarse el día oyendo la lista completa de sus títulos de boca de sus lacayos. Cuando estuve en Salamanca, alojado en casa de un tal conde de Veyra…

Y empezó a contar una historia de la que había sido testigo en casa de un aristócrata español orgulloso de su alcurnia. Pero el teniente Donop le interrumpió:

– ¿Bolibar? ¿Has dicho Bolibar? Pero si nuestro pobre Marquesito se llamaba también Bolibar…

– Es cierto, así es -exclamó Brockendorf-. Y una vez me contó que su familia tenía posesiones en las cercanías de La Bisbal.

En nuestro regimiento había servido en calidad de voluntario un joven español de noble estirpe, uno de los pocos hombres de su nación que, inflamados por las ideas de la libertad y la justicia, habían hecho suya la causa de Francia y el Emperador. Había roto con su familia, y sólo había confiado su nombre auténtico y su origen a dos o tres de sus camaradas. Pero los campesinos españoles le llamaban «el Marquesito» -pues era de pequeña estatura y de figura delicada-, y nosotros también le nombrábamos así. La noche anterior había caído en combate contra los guerrilleros, y le habíamos dado sepultura en el cementerio de la aldea de Bascara.

– No hay duda -dijo Donop-. Su marqués de Bolibar, Jochberg, es un pariente de nuestro Marquesito. Es nuestro deber participar al anciano, con toda consideración y prudencia, de la muerte de nuestro valiente camarada. Usted, Jochberg, que ya conoce al señor marqués, ¿querría hacerse cargo de ello?

Saludé y, en compañía de uno de mis hombres, me dirigí a la quinta del aristócrata, mientras preparaba las palabras con las que habría de llevar a cabo decorosamente mi difícil e ingrato cometido.

Entre la casa y la calle había un muro, pero estaba de tal modo deteriorado, que por cualquier parte se podía pasar al otro lado sin dificultad. Cuando me acerqué al edificio, me recibió un tumulto de voces que gritaban, se lamentaban y reñían. Llamé a la puerta.

De inmediato cesó el alboroto, y una voz preguntó:

– ¿Quién va?

– Gente de paz -respondí.

– ¿Qué gente?

– Un oficial alemán.

– ¡Ave María Purísima! No es él -exclamó una voz lastimera. La puerta se abrió y entré.

Me encontré en un vestíbulo y vi a los lacayos, los cocheros, los jardineros y el resto de la servidumbre corriendo de un lado para otro en el mayor desconcierto y turbación. El individuo bajo y desgreñado que hacía un rato se había dirigido al marqués en el jardín con las palabras «¡Oh, he aquí a mi amigo Bolibar!», estaba allí también, y se me acercó con sus breves pasos de maestro de baile. Su rostro estaba rojo como un tomate por el acaloramiento y se me presentó como el mayordomo y administrador de su excelencia el señor marqués.

– Deseo hablar personalmente con el señor marqués -dije.

El mayordomo boqueó para tomar aire y se llevó las manos a las sienes.

– ¿Con el señor marqués? -gimió-. ¡Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso!

Me miró fijamente por espacio de unos instantes y me dijo:

– Señor teniente, o señor capitán, o lo que seáis: su excelencia el señor marqués no está en casa.

– ¡Cómo! ¿No está en casa? -exclamé en tono severo-. Hace media hora lo vi con mis propios ojos en el jardín.

– Hace media hora, sí. Pero ahora ha desaparecido -y, dirigiéndose a un hombre que pasaba en aquel momento por el vestíbulo, le gritó-: ¡Pascual! ¿Vienes del establo? ¿Falta algún caballo?

– No, señor Fabricio. Están todos.

– ¿Los caballos de montar también? ¿El blanco Capitán y el bayo San Miguel? Y la yegua Hermosa, ¿está en el establo?

– Están todos -replicó el mozo de establo-. No falta ninguno.

– Entonces, que Dios, la Virgen y todos los santos nos ayuden. A nuestro señor le ha ocurrido un accidente, ha desaparecido.

– ¿Cuándo ha visto usted al señor marqués por última vez? -pregunté.

– Hace media hora, en su dormitorio; estaba de pie, mirándose en un espejo. Y me ha ordenado que entrase a cada momento en la habitación y le preguntase a su excelencia por su salud. Me ha hecho preguntarle: «¿Cómo ha pasado la noche su excelencia el señor marqués?», o, como si yo fuera uno de sus amigos de Madrid: «¡Dios te guarde, Bolibar! ¿Qué haces tú por aquí?». Me lo ha hecho repetir varias veces, y mientras tanto él estaba de pie delante del espejo, contemplando su imagen.

– ¿Y esta mañana en el jardín?

– El señor marqués ha estado muy extraño toda la mañana. Nos ha hecho escondernos entre los matorrales y gritarle su propio nombre al oído. Sólo Dios sabe qué es lo que se proponía nuestro señor con esto, pues nunca hace nada sin intención ni objeto.

Mientras tanto, el jardinero, con su aprendiz, se plantó delante de la puerta. De inmediato, el mayordomo me abandonó y se fue hacia ellos.

– ¿Qué estáis esperando? ¡A vaciar el estanque, inmediatamente!

Y, dirigiéndose a mí, dijo con un suspiro:

– Quiera Dios que podamos sepultarlo cristianamente y con honor si lo encontramos en el fondo del estanque.

Salí de la casa e informé a mis camaradas de lo que había oído. Mientras comentábamos el asunto pasó por nuestro lado una camilla en la que yacía un oficial herido…

– ¿Bolibar? -gritó de pronto-. ¿Quién ha hablado del marqués de Bolibar?

El oficial llevaba el uniforme de otro regimiento, pero yo le conocía. Era el teniente Rohn, de los cazadores de Hannover, con quien yo había compartido durante dos semanas el alojamiento el verano anterior. Tenía un tiro en el pecho.

– He sido yo -dije-. ¿Qué pasa con el marqués de Bolibar? ¿Lo conoce usted?

Se me quedó mirando angustiado y con gesto de horror. La fiebre causada por la herida ardía en sus ojos.

– ¡Apresadlo sin demora! -gritó con voz ronca-. De lo contrario, os aniquilará a todos.

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