Nieve en los tejados

La tarde de aquel mismo día, a la hora del ángelus, el marqués de Bolibar pasó por la Puerta del Sol sin hallar obstáculo. Nadie lo reconoció, y, entre la multitud de aguadores y pescaderos, de especieros y aceiteros, de cardadores de lana y frailes que al caer la tarde se apiñaban frente a la puerta de la iglesia para rezar la salutación angélica y saludar a caras conocidas, el marqués podría haber desaparecido como una anguila en aguas turbias. Su mala estrella, sin embargo, había dispuesto que escuchara nuestro secreto, aquel secreto que nos tenía amarrados a los cinco con las cadenas del recuerdo, a mí y a los otros cuatro. Secreto nuestro y de la difunta Françoise-Marie, el secreto que habíamos preservado siempre en lo más hondo de nuestros pechos, pero que aquella noche dejamos jactanciosamente al descubierto, ebrios de vino de Alicante y enfermos de nostalgia porque había nieve en los tejados.

Aquel arriero harapiento que estaba sentado en un rincón de mi habitación con un rosario entre las manos lo había oído y había de morir.

Lo hicimos fusilar frente a la muralla, en secreto y a toda prisa, sin juicio ni confesión. A ninguno de nosotros se le ocurrió pensar que aquel hombre que se desplomó ensangrentado sobre la nieve bajo el impacto de nuestras balas pudiera ser el marqués de Bolibar.

Y ninguno imaginaba tampoco qué siniestro legado había echado sobre nuestros hombros antes de morir.


Aquella tarde estaba yo al mando de la guardia que custodiaba la puerta de la ciudad. Hacia las seis dispuse la salida de las patrullas nocturnas, que en el término de media hora habían de hacer la ronda a lo largo de la muralla. Mis centinelas, con las carabinas prontas a disparar ocultas bajo los capotes, estaban en pie en sus garitas, silenciosos e inmóviles como santos en sus hornacinas.

Empezó a nevar. Dicen que en estas zonas montañosas de España no son raras las nevadas. Pero fue aquella tarde cuando vimos por primera vez copos de nieve en España.

Había mandado llevar a mi habitación dos perolas de cobre con brasas encendidas, pues en las casas de La Bisbal no había estufa alguna. Los ojos me escocían por el humo, y el temporal de nieve hacía sonar los vidrios de las ventanas con un tintineo sutil y amenazante. No obstante, me sentía a gusto en mi habitación caldeada. En un rincón estaba mi cama, hecha de matas frescas de brezo cubiertas por mi capote. La mesa y los asientos se habían improvisado con toneles y tablones, y sobre la mesa había calabazas llenas de vino, pues yo esperaba la visita de mis camaradas, que tenían previsto pasar la Nochebuena en mis aposentos.

Desde el desván me llegaban las voces de mis dragones, que estaban echados en el suelo, envueltos en sus capotes y discutiendo. Subí sin hacer ruido los peldaños de madera.

Solía colarme entre mis hombres, aprovechando la oscuridad, para prestar oído a sus conversaciones. Pues vivía en la constante inquietud de que nuestro secreto hubiera corrido y los dragones, por la noche, creyéndose solos y sin vigilancia, pasaran el rato murmurando y parloteando sobre la difunta Françoise-Marie y sus facetas ocultas.

El desván estaba oscuro como boca de lobo. Pero reconocí por la voz al sargento Brendel.

– ¿Le has podido echar el guante al fulano que te ha robado la bolsa? -preguntó, y la voz gruñona de otro respondió:

– Me he ido detrás de él pero no he podido cogerlo. Ese se ha largado y se guardará bien de volver.

– ¡Los españoles son todos así! -exclamó una voz airada-. Se pasan el día rezando hasta que se les gastan las rodillas, y tan santurrones y beatos son, que tienen que estar llenando a cada momento las pilas de agua bendita; pero en lo único que piensan los muy granujas, los muy bergantes, es en cómo pueden engatusarnos y robarnos mejor.

– Hace cinco días -oí la voz del cabo Thiele-, cuando estábamos acampados en Corbosa, un ladronzuelo de ésos, un arriero, se las piró con un arcón en el que el coronel tenía guardados los camisones y las enaguas de la señora coronela, que en paz descanse, y ahora los debe de tener en su madriguera apestosa.

Nuestro coronel llevaba siempre entre su equipaje las ropas de Françoise-Marie; en todas sus campañas y adonde quiera que viajase no se separaba de ellas. Al oír a los dragones hablar de la esposa de nuestro coronel, empezó a palpitarme el corazón, y creí llegado el momento en que nuestro secreto iba a salir a la luz. Pero no oí ni una palabra más acerca de Françoise-Marie; los dragones empezaron a echar pestes sobre la campaña y sobre los generales, y el sargento Brendel se despachó a gusto con el mariscal Soult y su estado mayor.

– Os lo digo yo -exclamó-: esos señores que hacen la guerra montados en sus calesas y sus cabriolés, muchas veces, tenedlo por seguro, pasan más miedo en combate que nosotros. En Talavera los vi doblar el espinazo como mulas en cuanto empezaron a volar las granadas.

– Sí, pero nuestros peores enemigos no son las granadas -terció otro-. Nuestros peores enemigos son esas marchas inútiles de aquí para allá, ocho horas de camino para ahorcar a un labriego o a un cura. El suelo enfangado, los piojos y las medias raciones nos hacen más daño que las granadas.

– Y no te olvides de la carne de oveja -dijo el dragón Stüber-. Apesta tanto que los gorriones que pasan volando por encima caen muertos al suelo.

– Soult no tiene corazón para sus soldados, eso es lo que pasa -dijo afligido el cabo Thiele-. Es un tacaño, sólo va detrás de la riqueza y los cargos. Sí, es mariscal y duque de Dalmacia. Pero como cabo haría el ridículo, os lo digo yo.

Nada sobre Françoise-Marie. Estaba escuchando en vano. Sólo el rezongar diario sobre la campaña española, con el que los soldados solían pasar el rato antes de dormirse cuando, rendidos por las marchas y los combates, se echaban a descansar. Los dejé discutir y politiquear a sus anchas; no por ello cumplían peor con su deber.

Oí la voz del teniente Günther desde mi cuarto; bajé a toda prisa la escalera y encendí la luz.

Günther estaba sacudiéndose la nieve de sus ropas. También estaba allí el teniente Donop, con el tomo de Virgilio asomando por el bolsillo, como de costumbre. Era el más inteligente e instruido de mis camaradas, sabía latín, se manejaba bien con la historia antigua y llevaba siempre entre su equipaje hermosas ediciones de los clásicos romanos.

Nos sentamos a beber y empezamos a maldecir a nuestros anfitriones españoles y los miserables alojamientos que nos daban. Donop se quejó de que en su cuarto no había ni estufa ni chimenea, y la ventana, en lugar de vidrios, tenía un trozo de papel empapado en aceite.

– Así no hay quien lea la Eneida -dijo suspirando.

– Las paredes rebosan de santos, pero en toda la ciudad no hay una cama limpia. En la cocina hay devocionarios a montones, pero todavía no he visto ni un jamón ni una salchicha -dijo Günther malhumorado.

– Con mi anfitrión no es posible tener una conversación razonable -contó Donop-. Está todo el día con el nombre de la Virgen en los labios, y cada vez que llego a casa me lo encuentro arrodillado delante de algún apóstol Santiago o algún santo Domingo.

– Pues dicen que los ciudadanos de La Bisbal ven con buenos ojos a los franceses -tercié yo-. Brinda, hermano. A tu salud.

– A la tuya, hermano. Dicen que en la ciudad se ocultan curas e insurgentes disfrazados.

– Insurgentes muy mansos que no disparan ni matan, y se conforman con despreciarnos -afirmó Günther.

– Seguro que mi anfitrión es uno de esos curas disfrazados -dijo Donop riendo en voz baja para sí-. Pues no conozco otro oficio que haga engordar tanto.

Me pasó su vaso vacío por encima de la mesa y se lo volví a llenar. Entretanto se abrió la puerta de un empujón, y, envuelto en una nube de copos de nieve impulsados por el viento hacia dentro de la habitación, entró taconeando el capitán Brockendorf.

Debía de haber estado bebiendo antes en algún otro lugar, porque la cara redonda, con aquella enorme cicatriz roja, brillaba como un perol de cobre recién bruñido. Llevaba el sombrero ladeado sobre la oreja izquierda, el bigote y la perilla embetunados y las gruesas trenzas negras colgando tiesas desde las sienes hasta el pecho.

– ¡Hola, Jochberg! ¿Lo has cogido ya? -me gritó.

– Aún no -respondí, sabiendo que se refería al marqués de Bolibar.

– El señor marqués se está haciendo esperar. El tiempo le resulta demasiado desagradable, teme que le estropee los zapatos.

Se inclinó sobre la mesa y acercó la nariz a las calabazas.

– ¿Qué hay dentro de estas pilas benditas por el dios Baco?

– Vino de Alicante, procedente de las bodegas del prelado.

– ¿Alicante? -exclamó Brockendorf gozoso-. Allons, es un vino digno de que hagamos el burro por su culpa.

Cuando Brockendorf decidía hacer el burro para tributar honores a un buen vino, se quitaba la guerrera, el chaleco y la camisa y sólo conservaba los calzones, las botas y la abundante pelambrera negra de su pecho. Dos viejas que pasaban por delante de nuestras ventanas se detuvieron y miraron llenas de asombro hacia el interior de la habitación. Se santiguaron, evidentemente con la duda de si tenían ante sí a un ser humano o a una bestia exótica.

Nos dedicamos a hacer honor al vino, y durante un rato no surgió conversación alguna, excepto: «¡Dios te dé larga vida, hermano!», o «¡Gracias, hermano!», o «¡A tu salud, hermano! ¡Brinda! ¡Proficiat!».

– ¡Lo que daría por estar ahora en Alemania, en la cama, con una Barbara o una Dorothea a mi lado! -soltó de pronto, con voz vinosa, el camarada Günther, que se había pasado el día persiguiendo a las españolas. Pero Brockendorf se rió de él y exclamó que por su parte, aquella noche prefería ser una grulla o una cigüeña, para que el vino tardara más en bajarle por la garganta. El vino empezaba a subírsenos a todos a la cabeza. Donop recitaba en voz alta versos de Horacio, y en medio del barullo entró en la habitación Eglofstein, el adjunto del coronel. Me incorporé de un salto y le di el parte.

– ¿Ninguna otra novedad, Jochberg? -me preguntó.

– Ninguna.

– ¿No ha pasado nadie por delante de la guardia de la puerta?

– Un prior de los benedictinos de Barcelona, que ha venido a La Bisbal a visitar a su hermana. El alcalde responde por él. También un boticario con su mujer y su hija, de paso hacia Bilbao. Tienen la documentación en perfecto orden, extendida por el cuartel general del general d'Hilliers.

– ¿Nadie más?

– Dos ciudadanos que han salido de la ciudad por la mañana para trabajar en sus viñedos. Llevaban pases, y los han exhibido a su regreso.

– Está bien. Gracias.

– ¡Eglofstein! ¡Brindo por ti! -exclamó Brockendorf, agitando su copa-. ¡A tu salud! ¡Vieja grulla, siéntate a mi lado!

Eglofstein miró al borracho y sonrió. Pero Donop, manteniendo aún la compostura, se dirigió hacia el capitán con dos copas de vino.

– Mi capitán, estamos aquí reunidos esta noche para esperar al marqués de Bolibar. Quedaos con nosotros para saludar al señor marqués, cuando aparezca, en nombre de los oficiales del regimiento.

– ¡Al diablo todos los condes y los marqueses, viva la igualdad! -rugió Brockendorf-. ¡Al infierno todos esos alfeñiques perfumados con coleta y chapeaux bas!

– Aún he de visitar a las patrullas y a la dotación encargada de vigilar los molinos y las tahonas. Pero ¡bueno!, que esperen -dijo Eglofstein, sentándose a continuación con nosotros.

– ¡Eglofstein! ¡Siéntate a mi lado! -gritó el borracho-. Te has vuelto orgulloso. Ya no te acuerdas de cuando íbamos los dos, en Prusia, recogiendo los granos de maíz del estiércol de los caballos para no morirnos de hambre.

El vino había despertado en él la ternura y la melancolía, y aquel hombre grande y fuerte apoyó la frente en los puños y se puso a sollozar:

– ¿Ya no te acuerdas? Bah, en este mundo no hay amistad que no esté corroída por los gusanos.

– Aún no se ha acabado la guerra, hermano -dijo Eglofstein-. Me temo que acabemos almorzando ortigas y hojas de árbol cocidas en agua con sal, como por aquel entonces en Küstrin.

– Y en cuanto la guerra se acabe -dijo Donop-, el Emperador en un abrir y cerrar de ojos empieza otra.

– Y así debe ser, hermano -exclamó Brockendorf, que de repente volvía a estar animado y alegre-. Ya no me queda dinero, y tengo que ganarme la Cruz de Honor.

Empezó a enumerar las batallas en las que había participado durante la campaña española: Zorzola, Almaraz, Talavera, Mesa de Ibor, y la escaramuza del arroyo Gaucha; pero, a pesar de que se ayudaba con los dedos de la mano, se perdía y tenía que volver a empezar. El calor dentro de la angosta habitación se había hecho insoportable. Donop abrió la ventana y el frío aire de la noche entró y nos refrescó la frente.

– Hay nieve en los tejados -dijo Donop en voz baja, y al oír esas palabras se nos enterneció a todos dolorosamente el corazón, pues nos hicieron evocar inviernos pasados, un invierno alemán. Nos levantamos y nos acercamos a la ventana y miramos los callejones oscuros a través de la danza de los copos de nieve. Sólo Brockendorf se quedó sentado, contando con los dedos.

– ¡Brockendorf! -exclamó Eglofstein, volviéndose hacia la habitación-. ¿Cuántas millas hay de aquí a casa, a Dietkirchen?

– No lo sé -dijo Brockendorf, renunciando por fin a sus cuentas-. El cálculo nunca ha sido mi fuerte. Sólo he practicado el álgebra con posaderos y mozos de mesón.

Se puso en pie y se dirigió con paso vacilante hacia nosotros, a la ventana. La nieve había transformado extrañamente la ciudad española. De repente, la gente que andaba por las calles se nos antojó cotidiana y familiar. Un campesino caminaba a grandes pasos por la nieve, hacia la puerta de la iglesia, llevando en la mano un pequeño buey de cera. Dos viejas reñían ante el portal de una casa. Una criada salía por la puerta de un establo, con una linterna en una mano y un balde de leche en la otra.

– Era una noche como esta -dijo Donop de pronto-. Había un palmo de nieve en la calle. Hace un año. Yo había estado enfermo todo el día, y por la noche me había acostado y estaba leyendo las Geórgicas de Virgilio. En eso oigo unos pasos leves en la escalera. Y oigo llamar suavemente a la puerta de mi habitación. «¿Quién es?», pregunto, y otra vez: «¿Quién es?». «Soy yo, amigo mío», y entonces entró. Tenía el pelo rojo como las hojas de haya en otoño, hermanos. «¿Estáis enfermo, pobre amigo mío?», me preguntó, cariñosa y solícita. «Sí, estoy enfermo», exclamé, «y sólo vos, ángel hermoso, podéis curarme». Y salté de la cama y le besé las manos.

– ¿Y luego? -preguntó el teniente Günther con voz ronca.

– ¡Oh! Había nieve en los tejados, la noche era fría, y su carne y su sangre tan cálidas… -susurró Donop, alejándose en alas de sus pensamientos.

Günther no dijo ni una palabra. Midió la estancia a grandes pasos, lanzando miradas de odio a Donop y a los demás.

– ¡Bravo por nuestro coronel! -exclamó Brockendorf-. Tenía, en Alemania, el mejor vino y la mujer más guapa.

– La primera vez -empezó ahora Eglofstein- que me quedé a solas con ella en el salón… ¿Por qué justamente hoy me viene a la memoria ese día? La nieve barría las calles, tan fuerte que apenas se podía abrir los ojos. Yo estaba sentado frente al piano de cola, y ella de pie a mi lado. Mientras yo tocaba, su respiración se aceleraba, y yo oía sus suspiros. «¿Se puede confiar en vos, barón?», me preguntó, y luego me cogió la mano. «¡Ved cómo me late el corazón!», dijo en voz baja. Y llevó mi mano bajo su blusa, justo al lugar donde la naturaleza había dibujado en su piel la flor de ranúnculo azul…

– ¡Más vino! -exclamó Günther con voz ahogada por la cólera.

Ay, todos habíamos besado alguna vez aquel lunar, aquel pequeño ranúnculo azul. Pero Günther había sido el primero, y aún hoy lo torturaban los celos; odiaba a Eglofstein, odiaba a Brockendorf, nos odiaba a todos los que habíamos gozado después de él del amor de la hermosa Françoise-Marie.

– ¡Más vino! -exclamó, ronco de ira y arrancando la calabaza de donde estaba.

– Se acabó el vino, se acabó la misa, podemos cantar el kyrie eleison -dijo Donop, lleno de tristeza, pues no estaba pensando en el vino, sino en aquellos días pasados y en Françoise-Marie.

– ¡Imbéciles! -exclamó Brockendorf, volcando, en su embriaguez, su copa, que rodó por la mesa y se hizo añicos contra el suelo-. ¿Qué habláis vosotros, es que acaso la conocíais? ¡Vosotros, alfeñiques, enclenques! ¿Qué sabéis de sus noches, qué sabéis de sus soupers d'amour? ¡Aquéllos eran platos! -Brockendorf estalló en carcajadas y Günther se puso pálido como la muerte-. Cuatro platos había: à la Crécour era el primero. Luego à l'Aretin, à la Dubarry y, para acabar, à la Cythère…

– Y à la bastonazos -rechinó Günther, fuera de sí por los celos y la rabia, y levantó su copa, como si fuera a vaciársela en la cara a Brockendorf. Pero en aquel instante oímos ruido y voces en la calle.

– ¿Quién va? -exclamó el centinela.

– ¡Francia! -fue la respuesta.

– ¡Alto! ¿Quién vive? -exclamó el segundo centinela.

Vive l'Empereur! -oímos gritar a una voz tajante y brusca.

Günther dejó la copa encima de la mesa y se puso a escuchar.

– Ve a ver qué pasa -me dijo Donop.

Y en eso se abrió la puerta bruscamente y uno de mis hombres entró, cubierto de nieve, en la habitación.

– Mi teniente, un oficial que no es del regimiento desea hablar con el oficial de guardia.

Nos levantamos de un salto y nos miramos los unos a los otros, asombrados y confusos. Brockendorf metió a toda prisa los dos brazos dentro de la guerrera.

Entonces, de repente, Eglofstein soltó una estridente carcajada.

– ¡Camaradas! -exclamó-. ¡Nos olvidábamos de que esta noche vamos a tener el honor de recibir al señor marqués de Bolibar!

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