Cuando, cerca de las siete de la mañana, salimos de las fortificaciones, el sol no era aún visible; sólo la luna se alzaba en el cielo entre nubes grises, como un enorme tálero de plata. Nos acompañaban el cabo Thiele y cuatro dragones. Habíamos dejado los caballos en casa; sólo Salignac llevaba de la brida a su bayo, que caminaba con la cabeza gacha a paso moderado.
Allí donde comenzaba el matorral de espinos nos encontramos con nuestros centinelas. Un sargento y dos granaderos estaban tumbados en el suelo. Tenían los capotes chorreantes de humedad y las gorras cubiertas de escarcha. El sargento se levantó al vernos venir, y apartó hacia un lado con el pie un mazo de cartas, pues él y sus camaradas estaban esperando a que hubiera suficiente luz para echar una partida entre los tres.
No me pidió el santo y seña porque nos conocía de vista a mí y al cabo Thiele.
– Correo del coronel. En misión especial -dijo brevemente Salignac. El sargento se llevó la mano a la gorra para saludar. Luego volvió a echarse al suelo, se frotó las manos, aterido, y dijo refunfuñando que no sabía cómo haría disparar aquel día los fusiles, con la lluvia que había estado cayendo toda la noche.
– Hoy también tendremos lluvia -afirmó-. Lluvia caliente. Los sapos y los caracoles saldrán de sus agujeros.
Cansados después de una noche en vela y hambrientos como estábamos, ninguno de nosotros mostró el menor interés en tomar parte en una conversación sobre el tiempo que iba a hacer. Seguimos marchando. Durante un rato continuamos en línea recta a través del matorral y después doblamos hacia la izquierda. El bayo aguzó las orejas y resopló, pues había agua cerca de donde estábamos.
Hacia el este el cielo se aclaraba. El viento empujaba los bancos de niebla por las colinas y los prados. En medio de nuestro camino yacía, medio devorado por los zorros y las aves carroñeras, un caballo muerto de un tiro en el lomo. Al acercarnos se levantó graznando una bandada de grajos que se perdió en dirección al río Alear. A medio camino, uno de los pájaros dio media vuelta y empezó a volar con temerosos aletazos por encima de nuestras cabezas, sin que hubiera modo de espantarlo.
Thiele se detuvo meneando la cabeza.
– Junto a la carroña raras veces se ve a un pájaro de buen agüero -rezongó-. Echadle una mirada: es el embajador de Satanás. Ahora ya sabemos que uno de nosotros se llevará un balazo esta mañana.
– No cuesta mucho hacer esa profecía -le respondió uno de los dragones dirigiendo la mirada hacia Salignac-. Hasta puedo decir quién. Para eso no hacía falta que el diablo nos enviase a su emisario personal.
– Es una lástima -empezó otro-. Es una verdadera lástima ver a un oficial tan valiente yendo a una muerte segura, y además inútil.
Thiele meneó la cabeza.
– ¿Ese? -replicó-. Ese no va a la muerte. No lo conocéis. A ése no hay quien lo pare.
Durante algún tiempo seguimos el curso del río Alear. El viento cantaba en los cañizares de la orilla. Al otro lado del lecho del río se divisaba una larga fila de hogueras junto a las cuales habían pasado la noche los guerrilleros. Cambiamos de rumbo y ascendimos por una ladera cubierta de alcornoques, en cuya cima vi una choza del tipo de las que usan los viñadores para guardar los utensilios.
Pero en el mismo momento en que di la espalda al río, me vino de pronto una idea a la mente y me apresuré a dar alcance al capitán.
Llegué a su altura. Su caballo había resbalado en el terreno cenagoso y coceaba y daba mordiscos a su alrededor. Para calmarlo, Salignac le tendió unos cuantos pedacitos de pan que se sacó del bolsillo.
– A mí me parece -dije, sin aliento, caminando a su lado- que yendo en bote río arriba, al abrigo de los árboles de la orilla, se podría llegar bastante lejos sin que los guerrilleros se dieran cuenta.
– Jochberg -dijo el capitán sin girar la cabeza, actuando como si yo temiera más por mí mismo que por él-, vuélvase con sus hombres. Ya no necesito su ayuda.
– Tengo orden -le respondí- de acompañarlo hasta las avanzadas del enemigo, me necesite o no. Además, como ve, ya no tendremos que caminar mucho más.
Se había hecho por fin de día. Cubiertos por los gruesos troncos de los alcornoques, nos habíamos acercado ya a unos cien pasos de la choza. Veíamos ahora, por detrás de la empalizada, una débil columna de humo negro. Sin duda teníamos ante nosotros a un centinela de la guerrilla, que tenía encendido un fuego para calentar caldo o asar mazorcas de maíz.
Entre arbustos de espino y tamujales nos detuvimos a esperar que llegase Thiele con sus hombres. Después deliberamos en voz baja la mejor manera de apoderarnos de la choza. Todos estábamos de acuerdo en que no debíamos dar tiempo a los insurgentes para hacer un solo disparo, pues ello hubiese bastado para atraer sobre nosotros a centenares de enemigos.
Nos preparamos. Uno de los dragones tomó un trago de aguardiente y me ofreció su cantimplora. Después di la señal y nos lanzamos sin ruido barranca arriba.
Cuando casi habíamos llegado arriba, vimos alzarse precipitadamente por encima de la empalizada las abigarradas boinas y los sorprendidos y asustados rostros de los guerrilleros. Pero en ese instante saltamos la valla el cabo Thiele y yo. Al caer al otro lado arrebaté de un golpe la carabina de las manos de un enemigo que ya estaba apuntando a Thiele. En seguida saltaron el vallado el resto de mis hombres, y los guerrilleros, viendo nuestra superioridad numérica, se rindieron tras soltar unas cuantas maldiciones y ofrecer una leve resistencia. Eran tres. Llevaban zamarras de paño marrón y fajas entretejidas con hilos plateados. Y justo en ese momento salió de la choza, con un balde de latón en la mano, un cuarto guerrillero que al parecer se disponía a bajar al río para traer agua.
Era un individuo de talla gigantesca, un fraile carmelita, y sobre los hábitos monacales llevaba sujeto un sable. Cuando nos vio dejó caer el balde, pero, en lugar de sacar el sable, se agachó y cogió del suelo una lanza de carro que había por allí y, haciendo girar en el aire aquella peligrosa arma, se lanzó sobre nosotros a golpes y mandobles.
Como no podíamos disparar, no nos resultó fácil reducirlo. Thiele recibió un golpe que le paralizó el brazo por varios minutos. Finalmente logramos arrebatar al fraile la lanza de carro. Metimos a los cuatro guerrilleros dentro de la choza y cerramos bien la puerta.
Nuestra misión había concluido. Los dragones encontraron algunos trozos de carne de mula cruda y, pinchándolos con las puntas de los sables, los pusieron sobre el fuego para asarlos. La pipa de Thiele pasó de mano en mano. Entretanto, Salignac caminaba impaciente de aquí para allá a grandes pasos, hasta que se detuvo, arregló algo en el estribo de su caballo y finalmente vino hacia mí.
– Jochberg, ha llegado el momento. Déme la carta.
Le entregué la mochila que contenía el mapa, la brújula y el informe dirigido al general d'Hilliers. Salignac salió con su caballo de la empalizada y yo le seguí con mis hombres.
Desde el lugar en el que estábamos contemplábamos una amplia panorámica del terreno ondulado que nos rodeaba. Por todas partes veíamos grupos pequeños y grandes de guerrilleros, algunos a caballo, otros a pie; centinelas que caminaban de aquí para allá tras las trincheras, fusil al hombro; mulas cargadas que se atascaban en el cruce de caminos, un carro de aprovisionamientos tirado por bueyes que cruzaba lentamente el puente, caballos que eran conducidos al río para abrevarlos; en la lejanía, una corneta tocó a formar, y por la puerta de una alquería salieron dos oficiales; los reconocí como tales por sus gruesas trenzas y sus tricornios.
Salignac ya estaba montado en la silla. Los dragones lo miraban con ojos temerosos y preocupados, y a todos nos producía escalofríos la insensatez y las nulas probabilidades de éxito de la empresa. Se inclinó hacia adelante sobre la silla y dio al bayo dos terrones de azúcar que había mojado en oporto. Después me hizo un fugaz saludo con la mano, espoleó al caballo, tintinearon los arreos, y al cabo de un instante ya se lanzaba como una centella barranca abajo.
Hice todo lo posible por parecer tranquilo, pero las manos me temblaban de emoción. El hombre que estaba a mi lado movía los labios como si rezara.
Muy cerca de nosotros cayó un disparo, y nos sobresaltamos todos como si fuera la primera vez que oíamos disparar. Pero Salignac siguió avanzando, sin volver apenas la cabeza; la nieve, como una nube blanca, corría tras él.
Desapareció entre los árboles de un pequeño bosque de castaños, pero a los pocos segundos volvió a asomar.
De nuevo sonó un disparo. Otro más. Un tercero. Salignac seguía firme en la silla. De improviso un hombre saltó desde detrás de un arbusto e intentó agarrarle las bridas. Salignac aflojó las riendas, y de un golpe de sable lo derribó al sucio. El camino estaba despejado. Salignac volaba, cabalgaba como en una pista de carreras, no miraba a derecha ni a izquierda y no veía nada de lo que estaba pasando a su alrededor.
Y, sin embargo, toda la zona estaba en plena agitación. Los guerrilleros salían de sus trincheras. Por todos lados se le acercaban jinetes, vociferando y a galope tendido. Llegaba a nuestros oídos un intenso tiroteo, azuladas nubéculas de pólvora se elevaban en el aire. Salignac atravesaba el tumulto en pie sobre los estribos, blandiendo amenazador el sable. Ya casi había alcanzado el puente. Entonces… ¡por todos los diablos! Ahora me daba cuenta. En el puente había varios hombres. Seis… ocho… ¡no! ¡Eran más de diez! ¿Es que no los veía? Ya llegaba frente a ellos; uno le encañonó, el caballo alzó las patas delanteras, se encabritó… ¡Estaba perdido! Pero no, el caballo saltó por encima de los hombres; dos de ellos cayeron al suelo. Salignac cruzó a toda velocidad el puente.
Era todo un espectáculo, un espectáculo terrible y angustioso que me hizo suspender la respiración. Sólo entonces, pasado el primer peligro, me di cuenta de que, en la excitación, había agarrado la mano de Thiele y la tenía sujeta convulsivamente. La solté. Salignac estaba en la otra orilla; más allá se veía el bosque, y con él la salvación. Pero al instante -a mi lado alguien lanzó un alarido- salió del bosque una escuadrilla de jinetes, dispuesta a cortarle el paso… ¿Es que estaba ciego? «¡Tuerza!», rugí. «¡Tuerza!», aunque sabía perfectamente que no podía oírme. Ya le habían dado alcance. El caballo cayó al suelo y perdí de vista a Salignac. Un torbellino de cabezas, crines de caballo, sables alzados, cañones de arcabuces, brazos en alto, una nube de nieve y humo de pólvora por encima de todo, un revoltijo de cuerpos humanos luchando, debatiéndose, alzándose, cayendo por todos lados… Estaba perdido. La cabalgada había terminado.
Percibí un leve zumbido, familiar a mis oídos a lo largo de veinte batallas, y me agaché. Thiele, que estaba en pie delante de mí, cayó de rodillas sin ruido y se desplomó hacia atrás. Una bala perdida lo había alcanzado.
– ¡Thiele! -exclamé-. ¡Camarada! ¿Estás herido?
– ¡Me han matado! -gimió el cabo, llevándose la mano al pecho.
Me incliné sobre él y le desabroché la guerrera. La sangre le salía a borbotones de la herida.
Lo sostuve por los hombros, lo incorporé, busqué con la mano libre alguna tela con que vendarlo y pedí ayuda a los demás.
Pero no me oían. Uno me cogió del brazo.
– ¡Mire usted! -gritó-. ¡Mire usted, mi teniente!
Allá abajo, la escuadrilla se dispersó de un golpe. Por el suelo se revolcaban los caballos. Los hombres corrían gritando y con los brazos levantados. Y más allá, separado de todos, alguien corría erguido sobre la silla, blandiendo el sable. Era él, era Salignac, estaba vivo, había escapado, y saltaba por encima de las trincheras, de los montones de nieve, de los hombres, los arbustos, las cureñas rotas, los muros defensivos, los cestones de zapa, las hogueras llameantes…
Oí a mi lado un estertor.
El cabo Thiele se sostenía sobre ambas manos y miraba a Salignac con ojos vidriosos.
– ¿No lo conoce usted? -gimió-. Yo sí que lo conozco. A ése no hay bala que lo alcance. Los cuatro elementos han hecho un pacto. El fuego no lo quema, el agua no lo ahoga, el aire no lo asfixia, la tierra no lo aplasta…
El griterío de júbilo de los demás ahogó su murmullo. Hizo una ronca inspiración y la sangre inundó su camisa y su guerrera.
– ¡Ha pasado! ¡Se ha salvado! -vitorearon los dragones. Lanzaron sus gorras al aire, agitaron las carabinas, lanzaron gritos de alegría, enloquecidos, cantaron victoria.
– Rece usted por ese alma perdida -fue el último balbuceo que salió de los labios de Thiele-. Rece usted, rece por el Judío Errante. El no puede morir.